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LA VUELTA AL MUNDO,
DE UN NOVELISTA
Vicente BLASCO IBAÑEZ
TOMO I
ESTADOS UNIDOS.—CUBA.—PANAMÁ.—HAWAI.
JAPÓN.—COREA.—MANCHURIA.
80,000 EJEMPLARES
PROMETEO
Germanías, 33.—VALENCIA
(Published in Spain)
1924
Es propiedad.—Reservados todos
los derechos de reproducción, traducción
y adaptación.
Copyright 1924, by V. Blasco Ibáñez.
Una de las primeras mañanas del otoño de 1923. Estoy sentado en un banco de mi jardín de Mentón. Árboles, estanques, arbustos floridos, pájaros y peces, parecen esta mañana completamente distintos á los que veo diariamente.
Algo sobrenatural anima cuanto me rodea, como si durante la noche se hubiesen trastornado los ritmos y los valores de la vida. El jardín me habla. Esto no es extraordinario. También los muebles nos hablan en las habitaciones cerradas cuando estamos á solas con ellos, en momentos críticos de nuestra existencia. En fuerza de mirar las cosas inanimadas y los seres de vida rudimentaria, acabamos por poner en ellos una parte de nosotros mismos, con los ojos y con el pensamiento. Luego, cuando las emociones nos empequeñecen y necesitamos consejo ó auxilio, este mundo familiar y al mismo tiempo extraño nos devuelve de golpe el préstamo que le hicimos, día á día.
Balancean los túneles de rosales sus flores recién{8} abiertas por la primavera otoñal. Pájaros de todas clases sostienen una lucha sonora de gorjeos flautinos en las alturas de la arboleda, oasis aéreo que les sirve de refugio contra los aguiluchos y gavilanes diurnos ó las aves de presa de la noche, ocultas en la vecina muralla, roja y gigantesca, de los Alpes Marítimos. Los peces colean inquietos en el agua cargada de sol, como si persiguiesen á sus mismas sombras que se deslizan por el fondo verdoso de estanques y fuentes. Cantan los surtidores al desgranar en el aire sus sartas de blandas perlas. Los abanicos verdes de plátanos y palmeras dejan caer las últimas lágrimas del rocío matinal. Y toda esta naturaleza cándida, fresca y pueril como la luz rosada de la aurora, me pregunta á coro:
—¿Por qué te vas?... ¿Es que te encuentras mal entre nosotros?...
Vuelvo mis ojos por toda respuesta hacia el mar violeta, que tiembla bajo los flechazos del sol más allá de la columnata de árboles.
Todo lo que me rodea sigue hablándome con lenguas aéreas, vegetales ó acuáticas. Cada uno dice algo diferente, pero sus voces se confunden y unifican en la misma dirección, como los diversos temas de una sinfonía.
—Quédate—dice la orquesta murmurante del jardín—; vas á perder nuestras flores y nuestros frutos, los dulces atardeceres del otoño, la compañía serena y luminosa de los libros. El plátano tropical, que sólo fructifica en contados lugares de Europa, descuelga para ti, en este rincón asoleado, entre el mar y la montaña, sus pesados racimos. Si te alejas, otro comerá los encorvados frutos, ahora verdes y luego dorados, que lentamente van cociendo bajo el fuego solar su pulpa de miel.
»Ya se hinchan los capullos en las lilas de camelias, no pudiendo contener el estallido de sus colores lumi{9}nosos. Pronto se abrirán, dando paso á sus flores sin perfume, pero deslumbradoras de bella majestad, como diosas que nunca sonrieron. Y tú no verás esta milagrosa floración, preparada durante el resto del año como una apoteosis teatral.
»Perderás también las fiestas invernales de la Costa Azul, que atraen á los felices de la tierra: el Carnaval de Niza, las óperas y conciertos de Monte-Carlo, las regatas, los bailes en hoteles enormes como alcázares de leyenda, las batallas de flores. Vas á renunciar á las dulces horas vespertinas en tu biblioteca, cuando la luz filtrándose á través de las apretadas hojas toma un color verdoso de profundidad submarina, y tú tienes que seguir leyendo junto á uno de los ventanales con invisible tela de alambre, que esfuma suavemente el paisaje, deja entrar nuestro aliento perfumado y cierra el paso á los insectos que procrea nuestra incansable fecundidad... ¿Por qué te marchas? ¿Qué inquietud te espolea hacia lo desconocido, volviendo tu espalda á la risueña paz en que te envolvemos...?
Alguien acaba de llegar con silencioso paso, sentándose junto á mí, en el banco de azulejos que representan antiguas danzas valencianas.
Nadie mas que yo puede verle. Lo conozco. Me ha seguido siempre como un esclavo, compañero de penas é ilusiones, que llevase el pie metido en el otro extremo de mi cadena.
Acabo de sentir ese desdoblamiento interior que todos conocemos en momentos difíciles de nuestra vida. Es una mitad de mí mismo lo que acaba de sentarse á mi lado. Su rostro es agresivo y hablan por su boca la duda y la ironía.
Sus primeras palabras son para reproducir la misma pregunta que continúan repitiendo tenazmente los ru{10}mores del jardín. Pero mi otro yo me habla con menos miramientos.
—¿Por qué te vas? ¿Qué puedes conseguir realizando tu infantil deseo de hacer un viaje alrededor del mundo?...
»Si sientes curiosidad por conocer los pueblos lejanos, no tienes mas que entrar en tu biblioteca, que está á pocos pasos. Allí, entre veinte mil volúmenes, encontrarás muchos que, con la ayuda de la imaginación, te harán ver ciudades y paisajes tal vez más interesantes que cual son en la realidad.
»Se comprende el viajero de siglos remotos, un Benjamín de Tudela, un Marco Polo. Iban á descubrir y á contemplar lo que nadie había visto, y para obtener este resultado bien valían la pena cuantos sufrimientos y aventuras tuvieron que arrostrar. Pero ahora, un hombre amigo de la lectura no necesita moverse para conocer los países. A centenares se han molestado otros hombres para él, realizando dichos viajes y escribiéndolos después.
Intento contestar á mi propio fantasma, pero éste continúa hablando, con un tono cada vez más severo.
—Piensa en los peligros. Tú ya no eres joven, bien lo sabes; pero como todos los imaginativos, procuras olvidarlo y te empeñas en trastornar los períodos fijos de la vida, prolongando los entusiasmos, las ilusiones y las credulidades pasionales de los veinte años.
»Es cierto que el progreso humano da cada vez mayor seguridad á los que se pasean por la tierra, disminuyendo los naufragios y las colisiones terrestres. Pero existen las enfermedades, los rudos cambios de clima, las epidemias que resultan permanentes en los pueblos-hormigueros de Asia, el cólera, la peste bubónica, el vómito negro... Recuerda también las catástrofes ciegas é injustas de una naturaleza que nos ignora. Hace un{11} mes, un temblor de tierra casi ha borrado las principales ciudades del Japón, adonde tú quieres ir. En unos minutos ha suprimido más de un millón de vidas.
»¿Quién eres tú para lanzarte á través de mares y continentes, con la misma tranquilidad que te paseas por los rincones floridos de tu jardín? Unos cuantos kilos de sangre, de músculos y huesos, que para distinguirse de otros paquetes semejantes ostenta un rótulo propio, como todos ellos; un amontonamiento provisional de células que se llama Blasco Ibáñez, y tiene una memoria que le permite acordarse de los hechos pasados y sacar deducciones de ellos que le guíen en el presente y le sirvan de base para fantasear sobre el porvenir. La tierra no sabe que existes, como ignora igualmente á los mil ochocientos millones de parásitos de tu misma especie que viven sobre su costra. Basta que se estremezca su epidermis en los lugares predispuestos á este pequeño escalofrío, para que cambie el equilibrio político del mundo. ¡Y tú te confías á la bondad de este globo, que cuando siente de vez en cuando la picazón producida por las agitaciones, las guerras ó los grandes trabajos de los humanos, pasa sobre nosotros el peine de sus cataclismos!...
»No olvides que te restan menos años de existencia que los que llevas ya vividos, y lo prudente es quedarse quieto en el rincón planetario donde transcurrió la mayor parte de tu historia individual y en el que tienes relativamente asegurada la tranquila prolongación de esa misma existencia. Lo más cuerdo en el hombre—piense como piense—es alargar su vida por todos los medios defensivos y conservadores que encuentre á su alcance.
»¡Si á lo menos pudiéramos conseguir viajando el olvido de nuestras penas!... Pero acuérdate de Horacio: «La negra preocupación monta á la grupa del jinete.»{12} Por eso, según el poeta latino, aunque te instales en el buque más veloz y éste navegue sin descanso por todos los mares, las mismas cosas que te afligen aquí irán contigo alrededor del planeta.
Como finalmente mi hostil compañero hace una pausa, yo me apresuro á hablar.
—Ahora es el momento propicio para mi viaje. Si tardo en emprenderlo vendrá la vejez, y con ella los achaques que debilitan nuestros órganos vitales y agarrotan reumáticamente nuestros músculos.
»Hay que conocer por completo la casa en que hemos vivido, antes de que la muerte nos eche de ella. Recuerda que desde mis primeras lecturas de muchacho sentí el deseo de ver el mundo, y no quiero marcharme de él sin haber visitado su redondez. Ten en cuenta además la voluptuosidad del movimiento, las embriagueces de la acción, la ardiente curiosidad de contemplar de cerca, con los propios ojos, lo que se leyó en los libros. Tal vez sufra grandes desilusiones y lo que imaginé sobre las páginas impresas resulte más hermoso que la realidad. Pero siempre me quedará el placer de haber llevado una existencia bohemia á través del mundo.
»Piensa que voy á atravesar ocho mares, de un extremo á otro—el Océano Atlántico, el mar de las Antillas, el Océano Pacífico, el mar del Japón y el de la China, el Océano Índico, el mar Rojo, el Mediterráneo—; que voy á navegar por los tres cursos fluviales más famosos de la historia humana, cuyas aguas sirvieron de leche maternal á las primeras civilizaciones: el río Amarillo, el Ganges y el Nilo. Deseo ver razas, costumbres y ciudades distintas de esta Europa, cuyos pueblos, monótonamente unificados, sólo se diferencian por el odio que inspira la vanidad patriótica, por la guerra y la política. Si tardo unos años, me será imposible empren{13}der este viaje. ¿Y tú te opones—evocando y agrandando peligros—á que realice el mayor deseo de mi vida?...
Mi otro yo sonríe irónicamente, y se extiende por su rostro la palidez verdosa de la envidia. Ha desistido de infundirme la duda que ablanda nuestra voluntad y nos hace abandonar los propósitos más firmes. Adivino que ahora va á someter mi proyecto á una crítica mordaz.
—Tu viaje es demasiado rápido—dice con mansedumbre hipócrita—. Si durase varios años, tal vez sería respetable; pero ¡dar la vuelta al mundo en unos cuantos meses! ¿Qué vas á ver? ¿Qué podrás contar?...
»Bien sé que el perfeccionamiento de los medios de comunicación agranda ahora considerablemente el valor de los días y los años. Julio Verne relató como empresa extraordinaria un viaje alrededor del mundo en ochenta días. Hoy se puede dar la vuelta á nuestro planeta en menos tiempo. Tú vas á emplear en ello seis meses, pero de todos modos verás personas y cosas como en una representación cinematográfica. Sólo podrás apreciar el aspecto exterior de los pueblos; no alcanzarás á poseer el más leve destello de su alma. ¿Para qué cansarte por tan mediocre resultado?...
A mi vez creo llegado el momento de hablar duramente.
—El valor del tiempo está en relación con las facultades del que observa. Los días de viaje de algunos valen más que los años y los años de otros. Acuérdate del viaje de Chateaubriand por América. Los críticos, al estudiarlo ahora minuciosamente, con arreglo á las fechas, han demostrado de modo indiscutible que sólo pudo visitar los alrededores de Nueva York y Filadelfia, ciudades que estaban casi en formación, dentro de los Estados Unidos nacientes. Ni vió el Niágara, ni pudo navegar por el Misisipí; pero esto no le impidió dejar de ellos{14} descripciones que muchos aprecian como insustituíbles. Además, trajo de allá la novela Átala, que ha hecho suspirar de emoción á varias generaciones, y con ella el empuje inicial del movimiento romántico, así como ciertos procedimientos descriptivos que después de pasado más de un siglo todavía emplea la literatura contemporánea.
»El artista sólo necesita ver una parte de la verdad. El resto de la verdad lo adivina por inducción, y las torres afiligranadas que levanta con su fantasía son casi siempre más fuertes y duraderas que los edificios de mazacote, escrupulosamente cimentados, que construye la grisácea realidad. ¿Quién puede, además, marcar dónde terminan los límites de una exacta observación? Muchas veces, después de vivir largamente en un país, cuando nos marchamos de él, saturados de su esencia y creyendo que ya lo sabemos todo, es cuando nos ofrece las facetas más inesperadas y nuevas.
»Me bastan esos meses de que hablas para que mi viaje resulte interesante. Un hombre de nuestra época, si es aficionado á los libros, sabe de antemano gracias á sus lecturas lo que va á ver cuando emprende un viaje, y sólo necesita comprobar por medio de sus ojos, con una visión puramente individual, lo que tantas veces contempló imaginativamente en las hojas de los volúmenes impresos.
»Tú olvidas, además, cómo somos muchos novelistas. Nuestra observación resulta instintiva. Observamos contra nuestra voluntad. Somos aparatos fotográficos con el objetivo siempre abierto y tomamos cuanto nos rodea de un modo maquinal. Esto hace que lo que no vemos en el primer momento ya no logramos verlo después, por más que nos esforcemos.
»Yo he escrito novelas cuya acción se desarrolla en{15} ciudades que sólo vi durante unos días, y muchos lectores se imaginaron, después de conocer mis descripciones, que había vivido en ellas meses y aun años. Somos como ciertos tiradores «repentistas», que si se entretienen mucho en apuntar no dan en el blanco. Necesitan tirar instintivamente, guiándose por la voluntad más que por los ojos.
»No todos los que describen la vida usan los mismos procedimientos para romper la coraza invisible que nos opone la realidad, deseosa de que no la cautivemos. Unos proceden pacientemente, con una labor lenta de perforación. Yo soy de los que producen por explosión. Mi trabajo resulta semejante al del torpedo que parte vertiginosamente: unas veces toca en el blanco deseado, otras se pierde sin éxito en el vacío; pero cuando estalla, lo hace con una brevedad instantánea y tumultuosa.
»Sólo voy á viajar como novelista. No pienso escribir estudios políticos ni económicos sobre los países por donde pase. Contaré lo que vea y lo contaré á mi modo, como el que describe las personas y los paisajes de una fábula novelesca, sólo que ahora los seres y las cosas conservarán los mismos nombres que llevan en la realidad.
»En cuanto al alma de los pueblos y de los individuos, permíteme que no dé gran importancia á esa manoseada y acomodaticia objeción. ¿Quién puede marcar el plazo de meses ó de años que es necesario para conocer el alma de una nación ó una raza?... ¿Basta la vida entera de un escritor para completar plenamente tal estudio?... ¿No ha ocurrido más de una vez que, por adivinación genial, un simple observador de paso ha visto lo que no alcanzaron á descubrir otros después de larguísimos y miopes estudios?...
»Resultan tan complejas las almas, que no llegan á ser bien conocidas ni aun de sus mismos poseedores, así{16} sean colectividades ó personas. Recuerda el caso de Lafcadio Hearn, el gran novelista norteamericano. Su pueblo predilecto fué el Japón. En sus libros sobre este país han bebido y hasta han robado numerosos autores. En el Japón vivió catorce años seguidos; aprendió su idioma perfectamente; casó con una japonesa; se hizo maestro de escuela para estudiar en los pequeños nipones el génesis de la psicología de los amarillos; y sin embargo, á la hora de su muerte confesó con una franqueza melancólica: «El alma de los japoneses continúa siendo un misterio para mí.»
»Respetemos el misterio de las almas extrañas, ya que ninguno de nosotros logrará conocer jamás el misterio de la propia alma, que tantas veces nos sorprende con sus decisiones inesperadas. Ese misterio eterno es el que da interés inagotable á la existencia humana. Si un día, blancos y cobrizos, rojos y negros, conociésemos perfectamente nuestras almas, la vida perdería sus mejores emociones, y nuestra historia resultaría aburridísima, con la monotonía de las cosas esperadas é invariables.
»Unas palabras más, y termino, malhumorado compañero. Dure lo que dure, mi viaje siempre resultará más interesante que la inmovilidad en este rincón agradable de la tierra. Mejor es dar la vuelta al mundo en unos cuantos meses, que no darla nunca.
»Debo confesar que en este periplo mundial que preparo hay un poquito de orgullo literario. Algunos marinos y diplomáticos españoles realizaron viajes de circunnavegación del planeta; pero fueron viajes que pueden llamarse «oficiales», con observaciones y curiosidades casi siempre de carácter profesional. Después que el judío hispánico Benjamín de Tudela salió en el siglo XII (hace ochocientos años) á explorar el mundo conocido de oídas{17} por los hombres de la Edad Media, y consignó en un libro sus correrías hasta la India, yo voy á ser uno de los contadísimos escritores españoles que habrán repetido espontáneamente la misma empresa, aunque con ello no haré mas que imitar lo que realizan todos los años buen número de autores ingleses y norteamericanos y de damas de los mismos países aficionadas á la literatura. Pretendo escribir un libro que encierre en sus páginas el rebullir de los pueblos-colmenas del Extremo Oriente; la soledad majestuosa de los océanos, guardadores de las fuerzas renovadoras del planeta; la melancolía histórica de las grandes civilizaciones, muertas ó agonizantes.
Después que digo esto se abre un largo silencio. El jardín va acallando sus rumores bajo la pesadez del sol, cada vez más alto. Mi interlocutor calla también.
—¿Tienes algo más que decirme?—le pregunto.
Él insiste en su mutismo, enfurruñado y hostil; un silencio de adversario que se confiesa vencido momentáneamente, pero pone su confianza en la fatalidad, esperando que le ayudará en lo futuro.
—Entonces, ahí te quedas. Te dejo sobre este banco, como algo que me estorba para seguir adelante... ¡Empiece el viaje!{18}
En un corral acuático del Hudson.—Himnos, bailes, aclamaciones y banderas.—Nueva York de día y de noche.—Las obras gigantescas de su Municipio.—Nueva York ciudad de arte.—Desde lo más alto de un «rascacielos».—El «Franconia» emprende su viaje.—«¡Adiós los que vais á dar la vuelta á la tierra!»—¿Quién de nosotros pagará el tributo á la Aventura?
La orquesta del Franconia entona de pronto un himno patriótico que tiene la lentitud religiosa de un salmo.
Las gentes dejan de reir y de gritar; las cabezas se descubren; cesa el mutuo envío de serpentinas entre las cubiertas del buque y la multitud, superpuesta en tres largas masas, que ha venido á presenciar su partida. Se interrumpe momentáneamente el espesamiento de la trama de cintas multicolores tendida del muro de acero móvil de la nave al muro sólido de hierro y madera, cuyas raíces se hunden en el lecho subfluvial.
Estamos en un patio de agua, de gran profundidad. Este patio lo forman las espaldas de un edificio enorme de hierro, y dos alas de igual construcción que avanzan sobre la llanura líquida varios centenares de metros. El fondo de este rectángulo está abierto y se ven pasar por él incesantemente—como por el espacio practicable de una decoración teatral—gigantescos trasatlánticos{19} de varias chimeneas; veleros de cinco ó seis palos, desnudos de lona, que siguen á un remolcador negro, inquieto y rumoroso como un mosquito acuático; incansables transbordadores, verdaderos alcázares flotantes, que llevan de una orilla á otra, en sus diversos pisos, muchedumbres, masas de automóviles y pesados vehículos industriales.
El Franconia, paquebote de 20.000 toneladas, recientemente construído por la Compañía Cunard, va á hacer su primer viaje alrededor del mundo, y está amarrado modestamente en este patio, junto á otro buque de parecidas dimensiones que apoya sus pasarelas en los ventanales del ala opuesta. Nuestro anclaje es en el río Hudson, una de las dos ramas del puerto de Nueva York, centro convergente de navegación para más de la mitad de la tierra.
La orilla del río queda invisible en muchos kilómetros bajo los palacios de madera y acero de las más célebres compañías navieras. Son edificios con enormes salones, á cuyo final se ven las personas tan empequeñecidas por la distancia, que parecen de otra humanidad. Tienen depósitos capaces de recibir de una vez la carga de varios buques llegados á un tiempo de Europa; ascensores que admiten en cada viaje una muchedumbre; plataformas rodantes que suben ó bajan por sus pendientes todos los paquetes de un incesante tráfico. Y á espaldas de estas construcciones interminables avanzan perpendicularmente en el río otros edificios, aprisionando el agua en rectángulos donde se refugian los buques para hacer tranquilamente sus operaciones de carga ó de rejuvenecimiento.
Los trasatlánticos más famosos de todos los mares sólo logran asomar los extremos de palos y chimeneas sobre sus tejados. Flotas enormes de comercio perma{20}necen casi inadvertidas en estos patios marítimos, como las bestias en los corrales de una granja.
Se extinguen en el aire las últimas notas del himno reposado y místico, las cabezas se cubren, y estalla un coro de gritos junto á los costados del Franconia. Algunas señoras llegadas de los Estados del interior para despedir á sus amigos que van á dar la vuelta al mundo, sacan repentinamente banderas nacionales de estrellas y rayas, y sosteniéndolas con ambas manos, las dejan aletear bajo las ondulaciones del fresco viento del río. Vuelan otra vez las serpentinas de papel y se hace más densa la telaraña de colores que une frágilmente el buque á los tres pisos del muro cercano.
Me despido de los numerosos periodistas—en gran parte mujeres—que han venido á pedirme la última interviú sobre los más diversos é inesperados temas. El grupo de fotógrafos de diarios y revistas me somete á las postreras «instantáneas» en traje de viajero.
La orquesta ha emprendido una serie ascendente de fox-trots y otras danzas americanas. La muchedumbre grita en el buque y en los férreos ventanales de enfrente, excitada por el ritmo de tal música. Algunas parejas impacientes empiezan á bailar en las diversas cubiertas. Los sillones alineados en los paseos de á bordo guardan ramos de flores, enormes como gavillas de trigo, y cajas de dulces que abultan cual si fuesen maletas.
Momentáneamente libre, subo al último puente intentando ver una vez más, por encima de los tejados del vasto embarcadero, los remates aéreos de Nueva York. Esta contemplación es para mí una de las visiones más extraordinarias que pueden gozarse sobre la corteza terrestre.
Cuando vi á Nueva York por primera vez me imaginé caído en otro mundo, en un planeta de gentes que{21} habían logrado vencer las leyes de la gravitación y jugueteaban con ellas. Contemplando los grupos de «rascacielos», edificios tan altos que muchas veces hunden su cumbre en los vapores de la atmósfera, los creí por un momento obras de gigantes, algo extraordinario y quimérico, más allá de las limitadas fuerzas de nuestra especie. Luego, al considerar que eran creación de pobres hombres como nosotros, con iguales debilidades é ilusiones, sentí orgullo de pertenecer al género humano, que, no obstante su debilidad física, puede realizar, gracias á su inteligencia, tales maravillas.
Para mí, Nueva York es una de las ciudades más hermosas de la tierra; hermosa á su modo, con una belleza colosal, soberbia, audazmente despreciadora de muchos cánones estéticos venerados en el viejo mundo con la inmutabilidad de los dogmas religiosos.
No digo que este arte, especialmente americano, deba servir de modelo al resto de la tierra, ni deseo que todas las ciudades sean como Nueva York. La vida es la variedad. Igualmente resulta desesperante encontrar en todas las latitudes falsas catedrales góticas ó imitaciones del Partenón. Pero me enorgullece como hombre la existencia de un Nueva York con sus audaces edificios, atropelladores de los obstáculos que esclavizaron durante siglos al constructor; con sus torres gigantescas que después de hincar las raíces en profundidades no alcanzadas por los árboles archicentenarios se lanzan en busca del cielo.
Hay en el viejo mundo construcciones tan altas como las de Nueva York, pero aisladas y excepcionales. Lo que en Europa representa una altura extraordinaria, que atrae la peregrinación de los admiradores, es aquí el nivel corriente de los edificios principales de un barrio. La torre Eiffel todavía resulta actualmente más alta que los «rascacielos» norteamericanos. Pero esta torre es un{22} andamiaje metálico, algo que parece provisional, sin la majestad imponente y sólida de los edificios neoyorkinos.
La gran metrópoli del mundo moderno ha creado un arte, leal reflejo de su concepción de la vida. Es algo grandioso, atrevido, rectilíneo, que hace pensar en el empuje sobrehumano de los inventores, los cuales solamente realizan sus descubrimientos atropellando los respetos, disciplinas y convenciones que encadenan á sus contemporáneos.
Los artistas que abominan del ferrocarril por su fealdad, pero llorarían de pena si los obligasen á viajar á pie, como en otros tiempos; los que ensalzan las sobriedades poéticas de la vida primitiva en habitaciones con prosaica luz eléctrica, calefacción central y vulgares aparatos higiénicos, cuando quieren sintetizar lo horrible de la vida moderna, nombran á Nueva York, que los más de ellos sólo conocen por referencias. Y el rebaño panurguesco de los snobs, para simular delicadezas estéticas, maldice igualmente un arte vigoroso y franco, reflejo característico del pueblo que más estupendos milagros lleva realizados en la época presente por su deseo de mejorar nuestra existencia material.
Esta ciudad que parece construída para otra raza más grande que la humana hace pensar en Babilonia, en Tebas, en todas las aglomeraciones enormes de la historia antigua, tales como nos imaginamos que debieron ser y como indudablemente no fueron nunca.
Hay calles en Nueva York que apreciarían en Europa como de aceptable anchura y parecen aquí modestos callejones, profundas grietas, á cuyo fondo no podrá llegar nunca el sol. Tan enorme es la altura de sus edificaciones laterales, que obliga á elevar los ojos, echando atrás la cabeza con una violencia precursora del vértigo.{23}
La imaginación se resiste en el primer instante á concebir tales construcciones como obra de los humanos. Más bien las cree algo anterior á la presencia de nuestra especie sobre el planeta. Recuerda también á ciertas montañas que horadaron y ahuecaron los trogloditas en los siglos más obscuros de la Historia, convirtiéndolas en templos subterráneos ó en ciudades-cuevas.
Cuando llega la noche no hay aglomeración humana, no la ha habido nunca, que ofrezca el aspecto mágico de esta urbe, en cuyo seno fué sujetado y domado el cuerpo impalpable de la electricidad, encadenándolo para siempre á las necesidades del hombre.
Los grandes edificios, con sus millares de ventanas iluminadas, son inmensos tableros de ajedrez, rojos y negros, que se estiran hacia las nubes. Las quimeras soñadas por los cuentistas orientales se realizan en esta metrópoli que muchos creen inaccesible á toda sensación de belleza. Sobre los tejados, el anuncio industrial crea un mundo fantástico que parece lanzar un reto á las exigencias de la realidad y á la tranquila sucesión de las horas. Las hadas nocturnas de Nueva York, volando en alturas sólo frecuentadas en otras partes por las águilas, van colgando del negro terciopelo del espacio figuras y adornos de fuego, pavos reales de plumaje multicolor, tropas de duendes que gesticulan mirando á las estrellas ó les guiñan un ojo maliciosamente, mujeres de luz que, sentadas en un columpio, se balancean con la cabellera suelta por encima de los astros; toda una fauna y una flora de Las mil y una noches, nacida regularmente con los primeros latidos de la luz sideral y que se borra con la aurora, haciendo levantar sus cabezas á la muchedumbre circulante por las profundas grietas de las avenidas, orladas de puntos de luz.
Hasta hace poco, Londres era la ciudad más grande{24} del mundo. Ahora la ha sobrepasado Nueva York. El eje de la historia humana, que durante siglos fué trasladándose de una á otra nación, siempre dentro de Europa, ha cruzado el mar, y está actualmente en la ribera occidental atlántica.
Asombra el movimiento de este centro humano, su riqueza, su actividad. La Aduana de Nueva York percibe mayores tributos que muchos gobiernos europeos de importancia. El director de su puerto, simple funcionario municipal, tiene una actuación más amplia y poderosa que la de muchos ministros de Marina.
Hablando con un individuo del Municipio de Nueva York, noté la sonrisa de conmiseración con que comentaba los trabajos enormes realizados por el gobierno americano en el canal de Panamá. El Ayuntamiento de Nueva York acomete empresas más difíciles y más costosas que el famoso canal, sin darse importancia, sin ruido de publicidad, como si emprendiese una vulgar operación de policía urbana. El lecho del Hudson, en cuyas profundas aguas anclan los buques más grandes del mundo, lo ha perforado repetidas veces para líneas férreas y tubos de «metropolitano» que ponen en comunicación á Nueva York, por debajo de este obstáculo que parecía invencible, con la orilla fronteriza, perteneciente al inmediato Estado de Nueva Jersey.
Como Nueva York ocupa una isla, tiene al otro lado un brazo de mar que la separa de Brooklyn, simple barrio, más grande que muchas capitales célebres de Europa. Para unir ambas orillas se construyó hace años el famoso puente de Brooklyn, maravilla de la industria humana, que hizo hablar al mundo entero en el momento de su inauguración.
La primera vez que estuve en Nueva York me apresuré á visitar el puente del que tanto oí hablar en mi{25} niñez. Noté que todos lo mencionaban con indiferencia, como algo que ha sido célebre y ve luego arrebatada su fama por otras novedades.
Al pasar por él me expliqué tal frialdad. El puente de Brooklyn ya no es una maravilla única. Casi resulta una vejez en este país donde todo cambia en el curso de diez años. Vi desde su larguísima y múltiple plataforma otros puentes más audaces y más hermosos, tendiéndose como brazos férreos de una orilla á otra y dejando entrever por los filamentos de sus redes colgantes un deslizamiento continuo de trenes, tranvías, automóviles y filas de peatones, iguales por la distancia á una leve hilera de puntos.
Los llamados «rascacielos» ofrecen desde su meseta superior un espectáculo inolvidable. Los dos cursos acuáticos que se deslizan por ambos lados de la ciudad, estrechándola como un triángulo para confundirse pasado su vértice en la bahía enorme, están arados sin descanso por las quillas de innúmeras embarcaciones que se entrecruzan y se alejan. Tienen la densidad pululante de los insectos primaverales que se mueven tejiendo una tela invisible sobre la superficie de las charcas olvidadas. Los dos brazos líquidos, á causa del incesante movimiento de sus buques, ofrecen el aspecto de esas grandes avenidas en las que van y vienen sin reposo centenares de automóviles.
Varios puentes de más de un kilómetro de longitud se lanzan sobre el agua de azul grisáceo, como barras de tinta china pendientes de filamentos sutiles, para que resbale sobre su cara superior, de ribera á ribera, todo un mundo microscópico. En la bahía, limitada por costas gibosas como lomos de cachalote, la isla que sirve de zócalo á la estatua de la Libertad parece un juguete, un pisapapeles, flotando sobre las aguas.{26}
Son docenas, son á veces más de cien, los buques de diversos calados y arboladuras que llegan de todos los puntos cardinales de la tierra ó abren el abanico de sus rumbos hacia horizontes misteriosos, detrás de cuyo telón de brumas se ocultan nuevas costas y nuevos puertos. Parece que no quede en el planeta otra tierra que ésta y el resto de la humanidad viva sobre buques, necesitando venir á descansar sus pies sobre el único fragmento de corteza sólida.
Desde tal altura los ojos abarcan kilómetros y kilómetros de superficie terrestre sin encontrar un campo, algo que recuerde la vida rústica, que es la de la mayoría de los humanos. Se ven arboledas enormes, pero son de parques, de barrios-jardines, y estas islas de verdura se hallan encerradas por el oleaje de tejados que se pierde en el horizonte y del que emergen como picos submarinos las masas cuadrangulares de los «rascacielos».
Cada uno de dichos edificios es un mundo, más grande y complicado que los mayores paquebotes. Para completar su semejanza con uno de estos cosmos flotantes, todos ellos tienen una enorme máquina de vapor destinada á las necesidades comunes de calefacción, alumbrado, etcétera, añadiendo su chimenea torrentes de humo blanco á las inmediatas nubes. Aun en días serenos, cuando el cielo es límpido y la bahía toma un color azul de Mediterráneo, existe sobre la ciudad una ligera neblina dorada por el sol: el vapor que lanzan los «rascacielos» por sus tubos de trasatlántico.
Cuando cierra la noche, los propietarios de estos edificios inmensos iluminan su terraza final ó los templetes que les sirven de remate con focos invisibles de potente luz, azulados, verdes ó rojos. La masa del edificio sube y sube en la sombra, pues transcurridas las primeras horas de la noche quedan cerradas sus filas de ventanas.{27} Pero allá en lo alto, cual islas quiméricas que flotasen sobre las tinieblas del sueño, ve el transeunte los remates luminosos de las torres. Como guardan ocultos sus focos eléctricos, parecen bañados por una manga luminosa, de trayectoria invisible, que viene de un sol oculto en la noche, más allá de nuestras pobres miradas.
Muge por última vez el Franconia, anunciando que va á partir. La orquesta es cada vez más incoherente y estrepitosa en sus ritmos danzantes. Cantan á gritos los músicos, pareciéndoles poco los instrumentos para su ruidosa función. La muchedumbre saluda con aclamaciones los movimientos preliminares de la partida del buque.
Ya han sido retiradas las pasarelas que lo unían á los tres pisos del embarcadero de la Cunard.
Sus primeros movimientos estiran y rompen la telaraña de cintas que ha ido tejiéndose en el espacio libre. Empiezan á flotar en el agua muerta grandes bolas de papeles de colores. Se agitan brazos, pañuelos y banderas. Cada vez es más ancha la faja líquida entre la pared inmóvil del edificio y la pared metálica del vapor, que al moverse despierta al agua, haciéndola huir por sus costados.
El Franconia inicia su marcha retrocediendo. Resbala lentamente por la popa, fuera del corral acuático. Quiere salir al Hudson, donde virará, poniendo su proa hacia mares más azules, hacia cielos limpios de la neblina que esfuma en estos momentos las altas torres de Nueva York, dándolas un aspecto de recortes de papel gris sobre un fondo de otro gris más pálido.
Corre la muchedumbre hacia los balconajes terminales del embarcadero que avanzan sobre las aguas libres. Allí son los últimos saludos, los mayores alaridos de despedida, las agitaciones más epilépticas de brazos, som{28}breros y lienzos de colores. Saludan la popa del navío que se desliza junto á ellos; después la estructura central de este pueblo flotante; últimamente, la proa que se aleja, se detiene poco después, como si reflexionase, y acaba por ladearse, recobrando su verdadero funcionamiento, que es el de avanzar partiendo las aguas.
«¡Adiós los que vais á dar la vuelta á la tierra!», parece gritar con su confuso vocerío la muchedumbre que llena los balconajes inmóviles. Dentro del buque todas las barandas de las cubiertas están orladas de gente. Hasta los tripulantes y la numerosa servidumbre se asoma á las barandillas para presenciar esta despedida.
La música continúa sonando, con una cadencia que incita á mover los pies. Las parejas, por momentos más numerosas, bailan y bailan. Una idea fúnebre me obsesiona en medio del sonoro regocijo. ¿A quién le tocará morir de todos los que vamos en este buque, amos y servidores?...
Porque es indudable que alguno de nosotros va á quedar en el camino. No se da la vuelta al planeta, desafiando tantos mares, tantos países de fiebre y la inadaptación á tan diversas temperaturas, sin que alguien caiga. La Aventura, diosa seductora y cruel, acepta la aproximación de sus devotos, pero exigiéndoles el tributo de alguna víctima.
La parte más interesante de Nueva York se desarrolla de pronto ante mis ojos, el vértice del triángulo, la llamada ciudad baja, donde están los Bancos, las oficinas célebres.
Edificios de numerosos pisos, que en otra parte serían admirados como gigantescas construcciones, se encogen aquí, con la humildad de una casita rústica, al pie de los palacios-montañas.
¡Adiós, ciudad en la que todo es desmesurado, más{29} allá de las ordinarias dimensiones humanas, virtudes y defectos, generosidades y miserias; donde todo se renueva incesantemente y el desinterés heroico sucede al egoísmo brutal, así como la triunfante verdad reemplaza al testarudo error!
¡Adiós, urbe de los milagros, patria de magos, creadores de los más asombrosos inventos de nuestro siglo; poetas de la acción, que despreciasteis la palabra «imposible», trabajando con la fe de los antiguos alquimistas para transmutar el ensueño quimérico en realidad luminosa!
¡Adiós, Nueva York, que venciste á la noche!{30}
Un vapor sin polvo de carbón.—Desde la quilla á la última cubierta.—La piscina del «Franconia».—Las mujeres de la tripulación.—Mi celda blanca.—Preparándome, como un actor, á cambiar de traje.—Lo que comieron Magallanes y sus compañeros, y lo que comemos nosotros.
Dedico mis primeros días de navegación á conocer, hasta en sus últimos recovecos, la casa errante que debo habitar durante algunos meses.
La mueven dos turbinas que dan noventa revoluciones por minuto. Su marcha es cuando menos de 18 millas. Su casco, que representa 20.000 toneladas de desplazamiento, se hunde en el mar nueve metros y se eleva sobre la superficie acuática trece: la altura de una casa de varios pisos.
A pesar de su importancia náutica y de su gran velocidad, sólo tiene una chimenea, y ésta permanece con la enorme boca limpia de vapores la mayor parte de la jornada. Las máquinas del Franconia no conocen el carbón. El combustible de este buque nuevo es el petróleo bruto, llamado mazout. Su marcha sólo va seguida excepcionalmente por un denso penacho de humo. Durante horas y horas avanza por el espacio eternamente virginal de los océanos, sin ensuciar el azul cristalino del cielo y el azul compacto de las aguas. Un leve tul rojizo se escapa ligeramente por un borde de su chime{31}nea, una voluta de humo químico, transparente como una blonda, que se disuelve en el espacio á los pocos metros.
Tiene la marcha regular y continua de los organismos alimentados mecánicamente. No hay altibajos ni vacilaciones en su avance; no depende de fogoneros que, encorvados ante sus rojas entrañas, aflojen el paleo alimentador durante las tempestades ó los grandes calores. Las calderas se nutren por espita y no por brazo; el chorro líquido las mantiene, no el golpe de pala. Y este gran progreso de la mecánica naval ha tardado mucho en ser admitido, como todos los adelantos, y aún encuentra resistencias tradicionales. Ha sido preciso que lo adoptase la marina militar, por exigencias de la última guerra, para que los dueños de las flotas de comercio reconociesen las ventajas del petróleo como alimento de la máquina naval.
Este buque hace acopio de combustible con una simple manga, igual á las de riego, en el transcurso de pocas horas, en medio de un silencio absoluto, sin necesitar los rosarios de esclavos de los puertos, tiznados y gritones, que juran al ir y venir entre la ribera y el vapor con la espuerta de carbón al hombro, ensucian el buque, obligan en los países cálidos á tener cerrados los ventanos para que no entre el polvo de la hulla, y turban el sueño ó la tranquilidad de los pasajeros.
Seis veces vamos á llenar los depósitos de petróleo durante nuestra vuelta á la tierra: en San Francisco, Honolulu, Hong-Kong, Colombo, Bombay y Gibraltar. Estos depósitos contienen 3.000 toneladas de petróleo, ¡Qué hoguera inmensa en la soledad oceánica! ¡Qué llamarada de volcán, si llegara á inflamarse el lago diabólico, negro y dormido, que llevamos debajo de nuestros pies!...
Gracias á este combustible, las máquinas se mantie{32}nen en una limpieza escrupulosa, igual á la de los salones del buque. El metal brilla en ellas con la blanca transparencia de la plata, sin el menor rastro de hollín. Durante el viaje desciendo varias veces á lo más hondo de la maquinaria, desde la cubierta superior á la quilla, unos veintidós metros, por escaleras de acero. Voy vestido de blanco, con el ligero traje que imponen las altas temperaturas del Trópico, y salgo sin una mancha de estas cavernas de la mecánica, que en otros buques chorrean grasa y por más que se extreme en ellas la limpieza tienen siempre un pegajoso empañamiento de polvo de carbón.
Aquí basta un muchacho con un alambre rematado por una estopa ardiente, para poner en actividad calderas enormes. Introduce por un agujero este aparato rudimentario, igual al que se emplea para encender los faroles de gas, da vuelta á una espita, é inmediatamente arde el chorro petrolífero, provocando con rapidez la presión tubular.
La velocidad regulada, continua, siempre igual, motiva grandes equivocaciones en el curso del viaje. Pero tales errores resultan agradables, pues son por exceso, no por defecto. Siempre llegamos á los puertos varias horas antes de la hora anunciada. En las travesías largas ganamos un día y hasta dos sobre la fecha fijada de antemano.
Como el Franconia no fué construído con una finalidad comercial y sus ingenieros sólo tuvieron que preocuparse de las comodidades necesarias en un viaje alrededor del mundo, carece de las enormes y obscuras bodegas que absorben la mayor parte de los cascos flotantes. Hay salones, dormitorios y numerosas dependencias para el bienestar general más abajo de la línea de flotación, en los mismos lugares que permanecen{33} abarrotados por las cosas y son inaccesibles á las personas en otros buques. Por esto el Franconia, con sus 20.000 toneladas, parece más grande que muchos vapores de superior desplazamiento.
Yo he llegado pocos días antes á Nueva York en el Mauritania, uno de los tranvías gigantescos del mar que trasladan á las gentes continuamente de una acera á otra, en la gran calle del Atlántico. Su tonelaje casi es doble que el del Franconia y el número de sus pasajeros enormemente superior. Y sin embargo, las gentes se encontraban en él con más facilidad. En este buque que va á dar la vuelta al mundo, los trescientos excursionistas nos buscamos á veces horas enteras sin tropezarnos.
Desde la quilla á la última cubierta todo ha sido aprovechado para el viajero. Exceptuando el espacio que ocupan las máquinas y los almacenes de víveres, el resto del vaso flotante es para las personas.
En lo más profundo de la nave, é iluminado noche y día por lámparas encerradas en tazones de alabastro, están el gimnasio, con sus aparatos complicados y sus corceles y camellos de madera que trotan al impulso de fuerzas eléctricas; los salones de paredes blancas, que parecen de porcelana, donde señoritas y caballeros juegan á la pelota ó se entregan á otros deportes modernos, y la famosa piscina, una piscina pompeyana de varios metros de profundidad, en la que pueden bracear los nadadores como en un lago.
Sus orillas son de mármol; robustas y acanaladas columnas, rojas y blancas, de estilo greco-romano, sostienen su techumbre; los esbeltos lampadarios de metal y alabastro recuerdan las «villas» de los patricios de Roma; grandes relieves de bronce verdoso incrustados en las paredes representan atletas y amazonas ejecutando las suertes de los Juegos Olímpicos.{34}
En días de tranquila navegación hay que hacer un esfuerzo mental para convencerse de que esta piscina tiene debajo de su concavidad los abismos del Océano. Solamente cuando su agua se desplaza de un lado á otro con tumultuoso oleaje, salpicando á los que están en sus marmóreas riberas, es cuando recordamos, no obstante su aspecto inconmovible y sus duras materias de apariencia terrestre, que va montada en algo frágil, á merced del empellón gigantesco de elementos inquietos é invisibles.
Varios ascensores ponen en comunicación esta profundidad, siempre iluminada por una luz de veladuras lácteas, con los pisos superiores en pleno aire, donde están los salones de conversación, de danza, de escritura y lectura, de conferencias y de proyecciones cinematográficas, así como los dedicados al juego y al consumo de bebidas.
Dos comedores iguales á los de un hotel tienen en su centro una cúpula, que triplica la capacidad del ambiente respirable, y en esta cúpula hay balconajes donde se instala la orquesta, dividida en dos secciones, á las horas de la nutrición.
Cerca de quinientos hombres tripulan el buque, la mayor parte de ellos domésticos, destinados á servir nuestras mesas y asear nuestros dormitorios. Como dentro de él la mecánica sustituye al brazo en todo lo posible, no necesita de muchos marineros ni maquinistas. Cincuenta y tres hombres bastan para el funcionamiento y limpieza de sus potentes mecanismos. La tropa de fogoneros, que es siempre la más numerosa en los vapores, está sustituída aquí por unos cuantos muchachos que abren ó cierran las espitas del petróleo.
Treinta y seis mujeres con gorrito y delantal blancos—inglesas románticas muchas de ellas, que se engan{35}charon porque sentían deseos de dar la vuelta al mundo—acuden á la llamada del timbre con un aire de actrices disfrazadas de domésticas, porque así lo exige su papel, y las horas libres de trabajo las dedican á una lectura incesante de novelas. Algunas de estas misses, cuando hay fiesta á bordo bajan durante el banquete al balcón de la música en ambos comedores, y acompañadas por la orquesta cantan antiguas canciones inglesas ó americanas, si es noche de conmemoración patriótica, y otras veces romanzas sentimentales.
Hay otras mujeres á bordo, obreras despeinadas y sin uniforme, que trabajan en el lavado y planchado, y únicamente pueden ser vistas cuando el pasajero curioso se aventura en la parte del buque ocupada por las cocinas, los talleres y los camarotes del personal.
En los grandes trasatlánticos que van de Europa á América sólo se atiende á la manutención y al sueño del pasajero. La travesía dura menos de una semana. La ropa sucia se guarda para las lavanderas terrestres. Son ómnibus marítimos organizados para acarrear la mayor cantidad de gente en el menos tiempo posible. Se encuentra en ellos un asiento en una mesa, una cama, y nada más. A la semana siguiente, otro viajero ocupará el mismo sitio.
Aquí la travesía durará varios meses. La vida de tierra, con sus exigencias higiénicas, va á prolongarse sobre los desiertos azules del Océano, y un taller enorme de lavado y planchado que funciona en la popa del buque completa nuestra limpieza corporal, entretenida todas las mañanas por cincuenta cuartos de baño.
La ropa sucia pasa á través de un sinnúmero de máquinas, tan ingeniosas como terribles. Sale de ellas blanca, deslumbrante, pero adornada muchas veces por una sucesión de rasgaduras simétricas, que tienen la re{36}gularidad de los desperfectos causados mecánicamente, y además con los botones hechos añicos. Pero vamos á pasar dos veces en nuestro viaje la línea ecuatorial, vamos á vivir semanas y semanas en mares y tierras del Trópico, donde hay que usar trajes tan sutiles que parecen fabricados con telarañas blancas, y el sudor obliga á cambiar esta ropa dos ó tres veces al día. Por eso debemos aceptar con agradecimiento el auxilio de unos aparatos que trabajan con más velocidad que el brazo humano, y sufrir pacientemente sus «ropicidios».
Vivo en un camarote amplio, situado en el centro del Franconia. Los hay á docenas más lujosos que el mío en este paquebote donde van tantas gentes ricas. Muchos ostentan sus paredes tapizadas de seda y muebles excesivamente mullidos: una decoración dulzona y tierna de bombonera. Los tabiques de mi celda son simplemente barnizados de blanco, pero tiene unas dimensiones superiores á las normales en las viviendas marítimas, y puedo pasearme por ella en momentos de meditación.
Además, en esta parte del buque gozo de un silencio y una paz conventuales. Dos ventanos redondos y de extraordinaria abertura dan entrada á un doble chorro de luz azul y rojiza, que en alta mar irisa la blancura del camarote, como si fuese el interior de una concha-perla. Cuando el buque queda inmóvil en los puertos, los dos ventanos proyectan en el techo un par de redondeles temblorosos que reflejan el palpitar de las aguas invisibles. A ciertas horas, lo mismo que si fuesen sombras chinescas, atraviesan estos círculos de linterna mágica barquitas negras movidas por remeros liliputienses, reducción óptica de los indígenas que mueven abajo sus lanchas, junto al muro férreo de la nave, y cuyo vocerío de tumulto llega hasta mí.
Entre las dos aberturas tengo una mesa que resulta{37} enorme para un buque, y procede de una oficina de la última cubierta. Una butaca lujosa, arrebatada de un salón, me sirve de asiento de trabajo. En la pared de acero hay una cavidad rectangular que, gracias á unas tablas, se ha convertido en biblioteca.
Me ocupo en instalarme durante los primeros días con la minuciosidad del que ha cambiado de domicilio y no piensa repetir en mucho tiempo tan molesta operación. La celda grande y blanca va á ser mi casa por algunos meses, los más preciosos de mi vida, los más rellenos de acontecimientos, sorpresas é interesantes episodios. Estas paredes tal vez presencien el nacimiento y la formación de un nuevo hombre que reemplazará al que acaba de instalarse entre ellas.
En el curso del viaje abandonaré varias veces el buque, en el Japón, en la China, en las islas oceánicas, en la India, en Egipto, y adivino que al regresar á este camarote sentiré la alegría del que retorna á su verdadera casa después de una vida errante de aventuras y riesgos. Volveré á encontrar en él mis libros, mis papeles, todo lo que traigo conmigo de Europa y me recuerda mi existencia anterior. También saldrán á mi encuentro los ensueños, las quimeras con que habré ido poblando, en los largos y monótonos días de navegación, los rincones de estas cuatro paredes blancas.
Procuro arreglar mi ropa metódicamente, lo que no es empresa fácil. Vamos á ir rebotando de un clima á otro; saltaremos bruscamente de los fríos del Norte al calor de las zonas tropicales, volviendo días después á países de llanuras nevadas. Necesito tener á mano vestidos de todas las estaciones, colocados en buen orden, como los trajes de un actor que ha de cambiar de vestimenta en cada entreacto. Y cuelgo por series, para ser usados dentro del mismo mes, trajes de invierno, de primavera y{38} de verano. Dos gabanes de pieles quedan vecinos á media docena de trajecitos blancos, de tejido tan sutil, que no son mas que un convencionalismo indumentario para no ir con las carnes al aire, como un salvaje.
Un oficial administrativo del buque, Mr. Green, inglés sonriente, grueso de cuerpo, amable de maneras y de carácter regocijado, me enseña un documento interesante. Es el jefe inmediato de los maître d’hotel que dirigen los dos comedores, de todos los criados que sirven las mesas y cuidan los camarotes, del ejército de cocineros y marmitones que preparan la extraordinaria y múltiple nutrición de este pueblo flotante, y además guarda y administra los depósitos de víveres.
En el Franconia comemos seis veces al día. Tres comidas fuertes: el breakfast, desayuno con varios platos, de las ocho á las diez de la mañana; el lunch, almuerzo, á la una de la tarde, y el dinner, la comida solemne, á las siete, en traje de etiqueta. Además tres refrigerios, compuestos de diversas especies comestibles y líquidas: el caldo de las diez de la mañana, con su escolta de cosas sólidas; el té de las cinco de la tarde, con variadas tentaciones de pastelería y confitería, y la cena fiambre de las once de la noche, para los que se quedan á bailar en los salones de la última cubierta.
La invención y perfeccionamiento de la cámara frigorífica han revolucionado la vida del mar. Hoy, los emigrantes amontonados en la proa de un buque gozan de comodidades que no conocieron, hace unas docenas de años, los monarcas más poderosos de la tierra, cuando viajaban en sus yates ó en los acorazados de sus flotas. La conservación de alimentos animales y vegetales, así como la de plantas y flores, es casi perfecta, merced á las diversas y apropiadas gradaciones de temperatura en los depósitos frigoríficos.{39}
Leo la lista que me enseña Mr. Green. Es un resumen de las cantidades de víveres que hemos embarcado en Nueva York.
No puedo examinarla toda, pues resulta interminable; pero me fijo en algunas de dichas cantidades, y creo estar leyendo una página de la famosa novela de Rabelais, una descripción de las gigantescas hazañas gastronómicas de Gargantúa ó Pantagruel.
Llevamos á bordo 50 toneladas de carne de buey, 20 toneladas de cordero y otras tantas de cerdo, 1.000 jamones, 3.000 pollos, 195.000 huevos, 10 toneladas de mantequilla, 100 toneladas de patatas, 90.000 manzanas, 65.000 naranjas, 22.000 grape-fruits, especie de toronja dulceamarga, sin la cual el norteamericano no comprende el placer del desayuno, 54 toneladas de azúcar, 7 toneladas de café, 4 toneladas de te, 6 toneladas de helados americanos de las mejores fábricas de los Estados Unidos, duros y consistentes como el mármol, saturados de perfumes de frutas y flores, iguales á los que compra el público, envueltos en un papel, en los teatros de Nueva York. Además, una máquina especial fabrica para nosotros diariamente una tonelada de hielo, con agua previamente esterilizada.
Me es imposible seguir leyendo. Adivino las magnificencias de las cantidades restantes. En esta casa movible que vagabundea por las soledades marítimas del planeta vivimos y comemos como en los grandes hoteles de Londres y Nueva York. La única diferencia es que aquí comemos más y la mesa ofrece mayor abundancia que en los «Palaces» terrestres.
La primera noche que me pongo el smoking—uniforme indispensable en las comidas—y me siento á una mesa para tres personas (las tres únicas que son de lengua española en todo el pasaje del Franconia), sufro{40} una sorpresa, que en el primer momento casi me parece ofensiva.
Uno de los numerosos platos marcados en la minuta es pollo guisado á no sé qué estilo. Los camareros cumplen su servicio con una rapidez ceremoniosa, y cuando llega el momento de servir el plato indicado se presenta uno de ellos con una gran cazuela de plata, hace una reverencia y levanta la tapadera. Para tres personas... ¡tres pollos enteros! Yo protesto con cierta indignación. ¡Por quién nos han tomado!... Bueno es que sirvan con largueza, pero tanta generosidad casi resulta insultante.
La enorme lista de víveres que me muestra el steward en jefe no es definitiva: sólo representa el mantenimiento de una parte del viaje. En todos los grandes puertos será renovada con especialidades alimenticias del país y víveres iguales, pero frescos.
Recuerdo á Magallanes y sus compañeros en el primer viaje alrededor del mundo.
Explorando las costas de la América del Sur sufrieron grandes tormentas, pero les fué posible renovar sus provisiones comprando á las tribus ribereñas del Brasil pan de cazabe, cerdos pecarís, gallinetas americanas, batatas y plátanos. Pero luego de haber descubierto el famoso estrecho, al desembocar en el Mar Grande que llamaron Pacífico, empezó para ellos la parte más difícil de su viaje. Tres meses y veinte días navegaron por el inmenso Océano sin ver tierra ni probar ningún alimento fresco.
El italiano Pigafetta, cronista de esta expedición, rematada gloriosamente por el vasco Del Cano, dice así:
«La galleta que comíamos no era ya pan, sino un polvo mezclado con gusanos, que habían devorado toda la substancia, y que tenía un hedor insoportable por estar empapada en orines de rata. El agua que nos veía{41}mos obligados á beber era igualmente pútrida y hedionda.
»Para no morir de hambre llegamos al terrible trance de comer pedazos del cuero con que se había recubierto el palo mayor para impedir que la madera rozase las cuerdas. Este cuero, siempre expuesto al agua, al sol y á los vientos, estaba tan duro que había que remojarle en el mar durante cuatro ó cinco días para ablandarle un poco, y en seguida lo cocíamos y lo comíamos.
»Frecuentemente quedó reducida nuestra alimentación á serrín de madera como única comida, pues hasta las ratas llegaron á ser un manjar tan caro que se pagaba cada una á medio ducado...»
Siento necesidad de volver á leer la lista del encargado de los víveres en el Franconia.{42}
El Estado Mayor del viaje.—Más mujeres que hombres.—Cordial familiaridad norteamericana.—La española que conoció tres Papas.—El cocinero escultor.—Las Frinés de la piscina y la tranquilidad de sus compañeros de natación.—En el canal de Bahama.—La hermosa costa de la Florida.
La «American Express», sociedad de Nueva York que dirije este viaje, ha montado en la penúltima cubierta una oficina que ocupa varios salones.
En este centro hay un Banco, con mostrador de caoba, rejas de bronce y cajas de valores, graciosa reducción de los grandes establecimientos terrestres de igual género. El telégrafo inalámbrico le trae todas las mañanas la cotización de las diversas monedas, para que los viajeros puedan cambiar su dinero. Además admite cheques sobre todas las plazas del mundo, abre créditos, guarda depósitos, realiza cobros por medio del telégrafo en el otro lado de la tierra, cumple cuantos encargos financieros se le quieran confiar.
Hay un director del viaje, hombre instruidísimo que guarda en su memoria todas las vías de comunicación existentes en el planeta, con sus innumerables enlaces y combinaciones, y percibe por sus trabajos 12.000 dólares al año, una remuneración superior al sueldo de muchos jefes de gobierno en Europa. Tiene á sus órdenes{43} un Estado Mayor de veinticuatro funcionarios, retribuídos también con largueza. Unos son antiguos profesores de Universidad, especialistas en materias geográficas y lenguas orientales, que darán conferencias durante el viaje; otros, simples hombres de acción, exploradores que vivieron en las regiones menos conocidas de la China y la India, norteamericanos enérgicos é instruídos que para descansar de sus andanzas se han alistado en esta expedición sin riesgos. Ellos servirán de guías á los pequeños grupos de viajeros que abandonando el buque se lancen á través de las naciones asiáticas.
Lo primero que se nota al ir conociendo las gentes que ocupan el Franconia es la preponderancia numérica de las mujeres sobre los hombres. Esto no es extraordinario, pues en los Estados Unidos todo lo que significa vulgarización literaria, cultivo de las artes ó simple curiosidad intelectual, ve acudir inmediatamente un público compuesto en su mayor parte de elemento femenino. Además, la mujer norteamericana, intrépida y ansiosa de saber, disfruta en su vida de familia de una completa independencia.
Vienen en el buque muchas esposas y muchas solteras que viajan solas. Los maridos ó los padres continúan en los Estados Unidos, prisioneros de sus negocios comerciales ó de sus profesiones científicas. Los compañeros de viaje son generalmente ingenieros ó banqueros en ciudades del interior, sesudos varones que, después de esforzarse para conseguir una fortuna, creen llegado el momento de descansar por unos meses, dando la vuelta á la tierra.
Cruzo mi saludo con algunos viejos de aire modesto y tímido, mediocremente vestidos. Los creo tenderos de alguna pequeña ciudad perdida en los vastísimos Estados del centro de la gran República. Luego, en el curso{44} de nuestro periplo, leyendo los periódicos que mencionan á todas las personas notables de la expedición, me entero de que estos pobres señores son presidentes de compañías eléctricas célebres en la tierra entera, de grandes ferrocarriles, de empresas metalúrgicas, en una palabra, hombres que cuentan su fortuna por millones de dólares y al traducirla en cifras necesitan emplear dos unidades y á veces tres.
Nunca en mi vida anterior he vivido entre personas tan joviales, tan sencillas, tan ecuánimes en sus gustos y afectos. Creo que durante el resto de mi existencia me acordaré siempre de su agradable compañía.
En otro buque y con otras gentes hubiese sido imposible vivir varios meses sin rivalidades, disputas y murmuraciones agresivas. La monótona existencia en las soledades del Océano acaba por despertar y excitar lo peor que llevamos en nosotros. Por eso, en las antiguas navegaciones, lo primero que hacía el maestre de la nave al darse ésta á la vela, era recoger las espadas de los viajeros. Además, las ofensas recibidas durante la navegación, así como los desafíos concertados, se consideraban sin valor alguno al saltar á tierra. En el Franconia han transcurrido semanas y meses sin que se alterase una sola vez la afectuosidad sincera, la llaneza sonriente de tantas señoras y señoritas, y de tantos hombres de negocios, ingenuos y entusiastas como niños grandes.
Casi todos los pasajeros proceden de los Estados Unidos. Sólo figuran en esta expedición tres viajeras inglesas y dos de lengua española. Éstas son una distinguida dama de la América del Sur y su doncella, que hace años la sigue á todas partes y es de un pueblo cerca de Burgos. Casilda—así se llama la española—ha visto mucho en Europa, y al contar sus impresiones del viejo mun{45}do, las resume en las tres visitas que hizo al Vaticano acompañando á su señora, chilena.
—Yo he conocido tres Papas—dice con orgullo.
Ahora va á conocer algo más, la redondez del planeta, y se mueve en el buque con curiosidad, con cierta desconfianza, pero sin miedo. Sólo se había embarcado en un vaporcito suizo del lago Lemán. La primera vez que ha puesto sus plantas en unas tablas movidas por el Océano, ha sido simplemente para dar la vuelta entera á nuestro planeta, y continúa tal viaje sin mostrar grandes asombros.
A mí no me extraña esta serenidad, pues recuerdo el origen de los héroes del descubrimiento y la conquista de América. Muchos de ellos salieron de pueblos de Castilla y de Extremadura, donde las gentes sólo de oídas conocen la misteriosa existencia del mar.
Otro español va á bordo del Franconia, un joven cocinero, llamado Antonio, valenciano, que trabaja desde los años de la guerra en los buques de la Compañía Cunard. Me hace saber su existencia bautizando todos los días con títulos de mis novelas algunos de los platos que figuran en la extensa lista. Él mismo va por las mañanas á la imprenta del buque, para que los tipógrafos ingleses no desfiguren con disparates ortográficos las palabras españolas. En el curso del viaje mi mesa atrae las miradas admirativas de los vecinos por los adornos que figuran en su centro. Este valenciano de gorro blanco es escultor por instinto, y trabaja, valiéndose de un hierro candente, los bloques de hielo que con tanta abundancia produce la máquina especial del Franconia. Esculpe cisnes que parecen de cristal de roca, fortalezas de albos torreones, grandes canastillas de artística labor, y después de llenar con frutas y flores la cavidad de sus obras de hielo, las coloca en mi mesa, siendo su frescura{46} inapreciable regalo cuando navegamos en los trópicos ó atravesamos la línea ecuatorial.
Durante los primeros días forman grupos los pasajeros caprichosamente, y estos grupos, una vez consolidados, entablan relaciones amistosas, como los pueblos cuando se sienten atraídos por una simpatía sentimental. Las diversiones comunes del buque—bailes, cinematógrafo y conferencias—facilitan la aproximación.
Nadie se levanta tarde en el Franconia. Los más de sus ocupantes son aficionados á los deportes y recibieron en la escuela una educación activa y vigorosa. Al salir el sol se rejuvenece el barco todas las mañanas. Los pasajeros más madrugadores encuentran ya húmedo y reluciente el suelo de sus diversas cubiertas. El mar parece que sonríe y balbucea como un niño. El cielo y el Océano tienen la pueril alegría de la aurora. Es el momento de los ejercicios gimnásticos para fomentar la agilidad corporal; de las abluciones y nataciones que mantienen la limpieza higiénica de la piel.
A dicha hora el pasaje parece componerse únicamente de hombres. Si se entreabren las batas de baño sólo se ven pantalones, en los corredores y en el ascensor. Todas las mujeres llevan pijamas masculinos.
Las más jóvenes menosprecian la inmersión en los lujosos cuartos de baño y bajan á la piscina, en lo más profundo del buque, para hacer un alarde elegante de sus habilidades natatorias.
Hombres y mujeres se entregan al deporte acuático con tranquila camaradería, sin que nadie parezca acordarse de que existe en el mundo una dualidad de sexos. Las muchachas norteamericanas, grandes, esbeltas, largas de piernas, con una hermosura gimnástica, llevan por toda vestimenta un traje de baño cortísimo—lo necesario nada más para cubrir la parte media de su cuerpo—y {47}una especie de tirantes que se unen sobre sus hombros. Sólo piensan en suprimir estorbos para moverse con más soltura. No se les ocurre que esta ligereza de ropas pueda excitar la atención de los varones que nadan en la misma piscina; y si lo piensan, se lo callan.
A los hombres, aparentemente, no parece interesarles de manera extraordinaria unas desnudeces á cuya vista están acostumbrados. Me acuerdo de la avidez óptica que altera con frecuencia la tranquilidad varonil en los pueblos llamados latinos. Basta que una pierna femenina muestre algunos centímetros más de lo legislado por la moda, para que los pescuezos de muchos hombres se estiren, ansiando ver tan extraordinario espectáculo de más cerca, y para que sus ojos se revuelvan en las órbitas, inquietos y saltones.
Las Frinés nadadoras se despojan aquí tranquilamente de su manto blanco, quedando sin otro tapujo que la mancha azul ó negra de punto de seda que cubre la sección abdominal de su desnudez; y sin embargo, el respetable areópago masculino sentado en las orillas marmóreas de la piscina no se altera ni concentra sus miradas en la seductora aparición. El interés es únicamente para la que nada mejor, y un estrépito de alegres chapuzones, llamamientos y risas sube desde el fondo del buque á las últimas cubiertas.
Al salir de Nueva York cruzamos un mar poblado de buques. Muchos de ellos son «petroleros» y llevan su chimenea, su máquina y sus camarotes en la popa, para dejar libre todo el resto del casco á los grandes aljibes llenos del peligroso líquido que transportan. Un día después, el mar está menos frecuentado. Ha ido esparciéndose en el infinito la aglomeración naval que se forma cerca de Nueva York. El agua es más azul; el sol más radiante. Se ve que vamos hacia el Trópico.{48}
Al llegar el ocaso, hora de las visiones caprichosas y mágicas, el sol, que se mantiene muy alto, lejos de la línea del mar, parece una naranja gigantesca inmovilizada en el vacío, contra todas las leyes de la gravitación. Su color pasa del oro amarillo al oro ensangrentado. Se ensombrece por abajo, va palideciendo, sin descender para ocultarse, como otras veces, detrás del mar. Se debilita poco á poco y acaba por extinguirse, siempre inmóvil en lo alto. Es una nubecilla redonda y roja... Luego, nada. Estando en la capital de Méjico presencié muchas veces esta puesta de sol fenomenal, en la que el astro se extingue en pleno cielo, sin descender á la línea del horizonte, sin ocultarse detrás del mar ó las montañas.
Cambia el tiempo; el mar empieza á agitarse durante la noche, y al día siguiente el horizonte es gris y las olas obscuras. Se nota la proximidad del canal de Bahama. El Atlántico se inquieta y se encrespa al sentirse oprimido entre la costa de los Estados Unidos y la cadena de las islas bahámicas, tierras avanzadas de las Antillas.
Sopla un viento fuerte que levanta polvo líquido de las crestas de las olas. Todas ellas, al avanzar hacia el buque en líneas interminables, llevan sobre su filo un penacho de humo blanquísimo que el viento estira hacia atrás. La luz intermitente del sol, surgiendo de pronto entre las nubes, atraviesa este polvo acuático y lo descompone, matizando su blancura con los colores del iris.
Cuando languidece la tarde, el Franconia, á pesar de su triple quilla y todas las precauciones de sus constructores para defenderle de los embates del mar, se mueve de un modo extraordinario.
Otra vez se ha cubierto el cielo de obscuros nubarrones, pero el sol antes de huir los perfora, lanzando á través de ellos un chorro de oro color de limón, que corta la atmósfera como la manga de luz de un aparato cine{49}matográfico. Luego, rompiendo con su peso la bolsa de nubes que le aprisiona, cae en la línea del horizonte, y al tocarla se estira lo mismo que si el Océano lo sometiese á una enorme succión. Ya no es redondo, se prolonga por abajo y parece un aeróstato de seda escarlata. Repentinamente se apaga, y la noche cae sobre nosotros de un modo fulminante, como si estallase, cubriendo el mundo con una explosión de sombras.
Todos los pasajeros están acostumbrados á los viajes por mar, y la agitación del canal de Bahama no perturba la vida ordinaria del buque. Lo mismo que en las noches anteriores, la popa está cubierta con una tienda de lienzo rayado y grupos de banderas para que la gente baile. Las más de las parejas han danzado mucho en las travesías de América á Europa, más rudas y tempestuosas.
Los profesores contratados por la «American Express» dan sus conferencias en el gran salón, con proyecciones cinematográficas, describiendo la vida y costumbres de los primeros puertos que vamos á visitar: la Habana y Panamá. Grupos de esbeltas muchachas, abandonando momentáneamente el baile, se divierten en marchar por las cubiertas superiores, contra el furioso viento que arremolina sus vestidos, dándolas una remota semejanza con la descabezada Victoria de Samotracia. De vez en cuando una ola más impetuosa choca con el muro férreo del buque por su parte de proa, lo escala, asoma sobre la barandilla una cabellera de espumas fosforescente en la noche y esparce al sacudirla rociadas de sal líquida. Las jóvenes chillan, ríen y saltan sobre los regueros que esta aspersión del Océano hace correr sobre el suelo.
A la mañana siguiente, el mar tiene en su color y en su ambiente algo que puede llamarse paradisíaco. Mar{50}cha el buque á gran velocidad, alcanzando y dejando atrás á otros vapores menos rápidos, y sin embargo parece inmóvil.
Una costa se extiende paralelamente al Franconia. Vemos una línea amarilla de arena y detrás otra línea verde obscura, formada de bosques. Los pueblecitos son blancos y con un campanario, como los de Andalucía.
Navegamos ante la Florida, antigua tierra española. Aquí está la ciudad de San Agustín, la más antigua de los Estados Unidos, fundada por el conquistador Menéndez de Avilés. Aquí vino mucho antes Ponce de León, desde su gobierno de Puerto Rico, en busca de la «Fuente de la Juventud»—eterna esperanza de los hombres—, para que diese nueva savia á su cuerpo, quebrantado por enfermedades y heridas. Aquí trabajaron, lucharon y murieron centenares y centenares de españoles, por implantar la civilización cristiana, un siglo antes de que los primeros ingleses desembarcasen en lo que son hoy los Estados Unidos.
Voy descubriendo edificios altísimos que á tal distancia me parecen fábricas. Al examinarlos con unos anteojos potentes me convenzo de que son hoteles con jardines de palmeras y cocoteros: los famosísimos hoteles de la Florida, los más caros y elegantes de la tierra, que albergan durante el invierno á los archimillonarios de Nueva York y Chicago.
El mar toma el tono verde de las aguas poco profundas. Según avanzamos, se va poblando de isletas redondas como escudos y ribeteadas de cocoteros. Son los cayos. Sobre algunas tierras á flor de agua, que no pueden verse de lejos, se alzan andamiajes, semejantes por su estructura á la torre Eiffel, aunque de más modestas proporciones y con las cúspides ocupadas por faros.
Algo revolotea de pronto ante mis ojos: una mari{51}posa de colores, roja, negra y dorada. Ha volado hasta el buque desde la hermosa tierra que desarrolla ante nosotros su lomo sinuoso y verde, con altos ramilletes de árboles.
Un perfume primaveral se desliza á través de la respiración salada del Atlántico. Es el aliento que nos envía, junto con sus pintados insectos, una costa que por algo recibió su florido nombre.
Nos sorprende la noche ocupados en la contemplación de esta península avanzada de los Estados Unidos. Al amanecer el día siguiente, nuestra curiosidad inquieta de viajeros y la lentitud con que avanza el buque, después de tres días y medio de marcha veloz, nos empujan á todos á las últimas cubiertas.
Vemos una costa, pero ahora es por la proa; y en ella casas, jardines, edificios industriales, las avanzadas de una ciudad importante. Graciosos veleros, dedicados al cabotaje, se deslizan entre nosotros y la orilla, cortando con sus lonas blancas la penumbra azulada del amanecer.
Al aumentar la luz vamos encontrando con los ojos la boca de un puerto, arboladuras de buques sobre sus aguas interiores, una colina junto á su entrada, y en la cumbre de ella un viejo castillo.
El sol que acaba de nacer asoma su disco de oro tierno por detrás de una torre, que lo corta, durante algunos segundos, como una barra de tinta.
Este castillo se llama «El Morro», y el puerto que tenemos enfrente es la Habana.{52}
Cuba imaginada por un niño.—Los monstruos guardadores de la puerta del Paraíso.—Habana «la Alegre».—Los periódicos y los casinos.—Dinero abundante y pródigamente gastado.—Butacas de teatro á cien pesos por noche.—Los nuevos barrios de la Habana.—Mis habitaciones de «huésped de honor».—Si duermo en ellas, pierdo mi viaje alrededor del mundo.—Los bailes de máscaras del «Franconia».—El coronel vendedor de periódicos.—Mi enfermedad.
En mi niñez, cuando la isla de Cuba era aún tierra española, no podía oir hablar de la Habana sin que me agitase un sentimiento contradictorio de admiración y de terror.
Era para mí el país del azúcar una ciudad encantada, como las de los cuentos infantiles, donde las casan debían ser de caramelo y no había mas que agacharse para comer tierra cristalina y dulce. Además, todos volvían de allá trayendo onzas de oro y hablaban de negritos como los que había yo visto danzar, desnudos y graciosos, en las funciones de teatro. Pero la entrada de este paraíso era estrechísima y la guardaban terribles monstruos, siendo el más carnicero de todos el llamado vómito negro. Muchas veces escuché la noticia de haber muerto en la isla lejana, hermosa y mortífera, personas á las que conocí fuertes y animosas en el momento de partir.{53}
Ahora hace años que desapareció para siempre lo que me infundía enorme terror al pensar en Cuba. En cambio subsiste, cada vez más amplificada por el progreso, la riqueza de la isla que tanto admiré en mis infantiles fantasías.
Los norteamericanos, al ocuparla por algún tiempo, se dedicaron al exterminio del mosquito propagador de la fiebre mortal y al saneamiento de las tierras encharcadas. Luego, los médicos extranjeros y los del país, igualmente notables, han acabado por suprimir las antiguas enfermedades que tan insegura hacían la vida de los viajeros antes de su aclimatación. Hoy, la más grande de las Antillas es país de salubridad regular y constante, y la Habana una de las ciudades más higiénicas de la tierra.
Su prosperidad económica ha ido desarrollándose en proporciones enormes, como su higiene pública. La producción actual de azúcar y tabaco casi dobla la de pasados tiempos. Su riqueza ha resultado algunas veces excesiva y perniciosa, dando origen á reacciones de pobreza, como en otros países jóvenes, de vertiginoso crecimiento.
Si fuese preciso dar un sobrenombre á la capital de Cuba, como los ostentan pueblos y héroes en los poemas homéricos, se la podría llamar Habana «la Alegre». Es una ciudad que sonríe al que llega, sin que pueda decirse con certeza dónde está su sonrisa.
Guarda cierto aspecto andaluz de antigua urbe colonial, construída con arreglo al patrón enviado de Madrid por el Consejo de Indias. La influencia poderosa de la vecina República de los Estados Unidos, las comodidades de su civilización material, no han modificado aún su fisonomía aseñorada y tranquila de país con tradiciones de raza y un pasado histórico.{54}
Los nuevos monumentos en honor de sus héroes que adornan plazas y paseos resultan desiguales artísticamente: unos son dignos de respeto, otros lamentables, como obras de confitería tierna. Los parques recién trazados y los nuevos barrios del ensanche de la ciudad resultan magníficos, y parecen recordar los sucesivos chaparrones de abrumadora riqueza que han caído sobre este país en los últimos treinta años.
La alegría de la Habana, más que en sus paseos, en sus edificaciones y en el movimiento animado de sus calles, hay que buscarla en el carácter de las gentes; en la franqueza de los cubanos, que algunas veces parece excesiva á los extranjeros; en la belleza de sus mujeres, interesantemente pálidas y con enormes ojos.
He estado dos veces en la Habana por breve tiempo, y en ambas visitas, más que la hermosura de la ciudad atrajeron mi atención dos manifestaciones características de su vida pública que no tienen nada semejante en ningún otro país. Los periódicos de la Habana y los casinos de la Habana son algo excepcional.
Un día entero necesité para ir visitando las redacciones de los diarios más importantes, y no pude verlas todas. Unas ocupan enormes casas coloniales que son casi palacios; otras, edificios propios de reciente construcción. Tienen talleres vastísimos y máquinas de múltiple funcionamiento, como los primeros diarios de Nueva York. No existe una diferencia considerable entre los periódicos más célebres de los Estados Unidos y los de la capital de Cuba. Además se publican numerosos magazines y revistas especiales... Y como la población de la isla no llega á tres millones de seres, se pregunta uno dónde están los lectores necesarios para esta prensa, digna por su número, su calidad y su fuerza, de un país de veinticinco ó treinta millones de habitantes.{55}
Las asociaciones de la Habana pueden competir por su lujo con los clubs más célebres de la tierra. El comercio, compuesto casi en su totalidad de españoles, considera obra patriótica la continuación y desenvolvimiento de sus casinos, anteriores á la independencia del país.
Ya están olvidadas las antiguas luchas entre peninsulares y cubanos. Ahora, unos y otros sienten igual interés por la prosperidad de la isla. Además, los hijos de los españoles son cubanos, y dentro de las antiguas sociedades se van confundiendo todos, sin diferencias de origen.
A las organizaciones españolas pertenecen los edificios más grandes y ostentosos de la ciudad. El Círculo de Dependientes de Comercio tiene 40.000 socios, residentes en la Habana. No creo que en Europa ni en los Estados Unidos exista un club tan numeroso.
El Círculo Gallego es un palacio que guarda en su interior uno de los teatros más grandes de la ciudad. El Casino Español, resumen de las aspiraciones de las diversas sociedades hispánicas con título provincial, posee un salón de mármoles diversos traídos de España y de estucos policromos, que parece el salón del trono en un palacio real.
Todas estas sociedades, uniendo lo útil á lo ostentoso, mantienen en los alrededores de la Habana hospitales y sanatorios, instalados con tanta largueza y tales innovaciones, que de muchas partes vienen á estudiarlos como modelos.
Se nota en la Habana, á las pocas horas de vivir en ella, que es ciudad abundante en dinero. Pero otras ciudades revelan igualmente riqueza y no tienen el aspecto atrayente y simpático de ésta. Es que Habana «la Alegre» además de tener dinero lo gasta con una tran{56}quilidad y un descuido rayanos en el derroche. Sus teatros son numerosos y están siempre llenos. Sus cafés y sus bailes nunca carecen de público. Aquí fué donde Caruso y otros cantantes, pagados de un modo inverosímil, obtuvieron sus más altas remuneraciones. En la Ópera de la Habana ha llegado á costar una butaca cien pesos oro por noche. Tan irritante pareció á algunos este despilfarro, que protestaron de él bárbaramente, arrojando una bomba en plena función.
En los escaparates de sus tiendas se ven las telas más caras y ricas. Las mujeres visten con un lujo en apariencia sencillo, para no salirse de las reglas del buen gusto, pero en realidad costosísimo.
Fuera de la Habana, en los nuevos barrios, son cada vez más numerosos los palacetes particulares. La antigua arquitectura española, con el aditamento de las comodidades de la vida norteamericana, es generalmente la de tales edificios. La jardinería del Trópico da una nota de originalidad á estas construcciones, que recuerdan á la vez los patios de Sevilla y los palacios de madera de Long Island.
Para el ciudadano de los Estados Unidos descontento silenciosamente de ciertas leyes de su país, la Habana ofrece un atractivo especial. Es una ciudad á las puertas de su patria, donde no impera el llamado «régimen seco». Le basta tomar un buque en Cayo Hueso, al extremo de la Florida, para vivir horas después en la capital de Cuba, donde hay un bar en cada calle. Aquí no sufre retardos en la satisfacción de sus deseos, ni tiene que absorber bebidas contrahechas ofrecidas en secreto. La embriaguez puede ser franca, libre y continua. Pero como es tierra de dinero abundante, derramado con mano pródiga, los hoteles resultan carísimos, así como los otros gastos de viaje, y sólo los ricos{57} pueden pasar el canal de la Florida para venir á emborracharse bajo la bandera cubana.
Me veo recibido cariñosamente en esta amada ciudad de habla española. El Municipio me ha declarado su huésped, comisionando al escritor Rafael Conte, antiguo amigo mío, para que me dirija y me guarde durante el tiempo que permanezca en la Habana. Simpáticos periodistas de incansable y sonriente preguntar, jóvenes escritores que revelan su talento en las curiosidades literarias y las paradojas de su conversación, me acompañan en mis visitas á las redacciones de los diarios y en los dos banquetes amistosos y sin ceremonia con que soy obsequiado, á mediodía y por la noche.
Presencio la belleza del crepúsculo tropical en una lujosa «villa» de las afueras, donde vive con su esposa el joven conde del Rivero, hijo del célebre fundador de El Diario de la Marina.
Como el Ayuntamiento ha reservado para mí las mejores habitaciones del Hotel Sevilla—el más caro de la ciudad—, mi amigo Conte se esfuerza por convencerme de que debo quedarme en ellas, volviendo al buque en las primeras horas de la mañana siguiente. Sería mal interpretado que prescindiese yo de usar dichas habitaciones después de haber sido declarado «huésped de honor».
A la una de la madrugada discutimos frente al hotel si debo ó no dormir en tierra. Siento un dolor insistente en una pierna, cierta torpeza muscular que hace cada vez más pesados sus movimientos. La necesidad de un pronto descanso me impulsa á admitir las objeciones de mi amigo, pero cuando entro en el hotel para acostarme, tropiezo con un compañero del Franconia.
Es un joven norteamericano, de buenas maneras, un bailarín incansable, que sale del dancing del hotel. En el buque se muestra sobrio; pero aquí, por seguir la rutina{58} de muchos de sus compatriotas y para convencerse de que verdaderamente está en un país libre, se ha embriagado de un modo lastimoso. Me abraza como si viese á un hermano, intenta besarme, enternecido por el encuentro, y me dice que nosotros dos somos los únicos del Franconia que estamos en tierra. Todos los otros se fueron á media noche. El buque zarpará al amanecer, y no á las diez de la mañana como se había anunciado.
Corremos al puerto, solitario y silencioso á esta hora avanzada, y el amigo Conte consigue que una lancha del gobierno nos lleve hasta el Franconia, que tiene apagadas la mayor parte de sus luces y parece dormido... Si ocupo mi cama de honor en el hotel, termina mi viaje alrededor del mundo en la primera escala.
Cuando al día siguiente despierto, en mi camarote, el buque está navegando hace ya varias horas. Las costas de Cuba se han esfumado en el horizonte. Nos rodea el hermoso mar de las Antillas, en el cual logra descender la luz á grandes profundidades, dando una claridad dorada á las aguas azules.
Los viajeros, después de haber pasado un día en tierra, parecen encontrar nuevos atractivos á la vida marítima. En la última cubierta juegan grupos de señoritas vestidas de blanco y raqueta en mano, interrumpiendo con risotadas los incidentes de su deporte. Otras empujan discos de madera con una pala, á través de rectángulos trazados con tiza en el suelo. Más allá arrojan anillas de cuerda para que se introduzcan en un espigón, ó pelotas enormes que deben entrar por una manga de red. El suelo se estremece con los galopes de esta juventud de faldas cortas con menudos pliegues, perseguida por otra juventud que usa camisa de cuello abierto y pantalones de franela.
Las señoras hablan del próximo baile de máscaras,{59} el primero de la travesía, que va á ser entre la Habana y Panamá. Cada una guarda el secreto de los disfraces ocultos en sus maletas.
Antes de empezar nuestro viaje, los expertos que lo dirigen, para evitar errores y olvidos, nos han dado una lista de lo que debemos llevar con nosotros, y en ella figuran como artículos indispensables un traje de baño para la gran piscina y varios disfraces para los bailes de máscaras. Esto último es tan importante como dos pares de gafas negras de recambio para los países ardientes que vamos á visitar. Con dos disfraces hay bastante por el momento. Al llegar á los países del Extremo Oriente todos comprarán vestimentas japonesas, chinas ó indostánicas, y los últimos bailes van á ser los más ostentosos y originales.
Entre estas gentes simpáticas, de trato llano, propensas á la risa, y que no necesitan para alegrarse de grandes complicaciones, las hay dispuestas á disfrazarse á todas horas para regocijo de sus compañeros. El día antes de la llegada á Cuba ha sido domingo. En las ciudades de los Estados Unidos el domingo es el día en que se venden más periódicos. Los grandes diarios publican ediciones extraordinarias, de ochenta ó cien páginas, con novelas completas y resúmenes de todas las materias que pueden interesar á cada lector. Desde el amanecer, los vendedores vocean en las calles la enorme edición dominical.
También en el primer domingo, á bordo del Franconia, una voz ronca empieza á gritar por los corredores los títulos de varias publicaciones célebres de Nueva York, como si estuviésemos aún en la metrópoli americana. Las gentes se asoman en traje de dormir á las puertas de sus camarotes. El vendedor callejero es un gentleman casi de dos metros de estatura, un millonario{60} procedente de los Estados del Sur, al que llaman todos «coronel» por tener este grado en la milicia cívica de su ciudad.
Se ha disfrazado de pilluelo y ofrece gravemente periódicos viejos á todos los que se asoman á las puertas. Los más celebran con una risa, que puede llamarse americana por lo espontánea y pronta, esta excentricidad del personaje. Uno de sus compatriotas permanece serio y le mira con extrañeza, no pudiendo comprender tal conducta.
—Si no se ríe usted un poco, voy á llorar de pena—dice el falso vendedor de periódicos.
Y tan cómico resulta el gesto con que el hombretón inicia su llanto infantil, que el otro se ve obligado á reir como los demás.
Yo no podré presenciar el primer baile de máscaras del Franconia. En varios días no veré otra cosa que las paredes de mi camarote.
A las pocas horas de alejarnos de la Habana he quedado clavado en mi lecho por una parálisis de la pierna izquierda. El médico de á bordo declara que es una ciática, tal vez á consecuencia de la atmósfera húmeda del mar. Luego pensamos los dos que bien puede ser por una imprudencia en el aireamiento de mi habitación.
El Franconia no tiene ventiladores á uso antiguo, con hélices de molesto y tenaz abejorreo. Cada camarote posee dos pequeñas esferas de bronce, metidas en alvéolos del mismo metal. Estos ojos dorados, cuando tienen el agujero de su negra pupila hacia adentro é invisible, permanecen inactivos. Pero basta volverlos, para que de ambos orificios surja una manga silenciosa y fría que cambia el ambiente del camarote con sus pequeños huracanes. Durante el anclaje en los puertos, los mosquitos de agua muerta que se introducen por los ventanos se{61} ven obligados á retroceder, volviéndose con rabiosos zumbidos por donde vinieron. Los dos chorros mudos los voltean con su ímpetu, lo mismo que un aeroplano pillado por una tormenta, y les hacen huir finalmente al otro lado de la pared del buque.
He pasado una noche entera con ambos ventiladores enfilados hacia mi cama. La proximidad del calor de Cuba me hizo emplear este refrescamiento imprudente. Mientras dormía, las dos mangas de helado viento, que hacen funciones de mosquitero, cayeron horas y horas sobre el lugar de mi cuerpo donde ahora siento el llamado nudo ciático.
—Tiene usted para algunos días—dice el médico inglés, moviendo la cabeza—. Habrá que emplear los rayos violeta... No intente moverse.
¡Bien empieza el viaje alrededor del mundo!{62}
Dos escalinatas de agua y una meseta lacustre.—Las fuerzas eléctricas del canal de Panamá.—La zona norteamericana y su guarnición.—El lago de Gatún y el Paso de Culebra.—La enorme afluencia de buques.—Cómo los norteamericanos «perdieron el tiempo» antes de reanudar las obras.—El buen negocio del canal.—La prontitud de su limpieza.—Los bosques de sus orillas.—Panamá la Verde.
Después de tres días de continua navegación, aminora su marcha el Franconia, y yo, con doloroso esfuerzo, consigo ir hasta un ventano de mi camarote.
Una orilla verde avanza por el costado del buque, cada vez más cercana, y adivino que otra semejante debo ir angostándose por el lado opuesto, como la boca de un embudo. Vamos á ver una de las obras más prodigiosas realizadas por la mano del hombre; vamos á entrar en el canal de Panamá.
Reanuda su marcha el vapor, lentamente, y pasamos de la navegación entre orillas de tierra y árboles al deslizamiento junto á fuertes malecones de mampostería, con varias casas de máquinas. Cables eléctricos de enorme potencia se apoyan en los brazos en cruz de una sucesión de columnas de cemento, que por su robustez recuerdan los pilares de la arquitectura egipcia. Esta fuerza va á hacernos atravesar la zanja acuática{63} que corta todo un continente, pasando nuestro buque del segundo mar de la tierra al más grande de todos.
Puede describirse concisamente el canal de Panamá diciendo que es una escalinata acuática. Resulta más interesante y complicado que el monótono canal de Suez. Además, sus orillas tienen la lujuriante vegetación del Trópico, y las selvas panameñas, eternamente frescas, son algo más atractivas que los polvorientos arenales de Egipto.
Para pasar del Atlántico al Pacífico ó hacer el mismo trayecto en sentido inverso, los buques tienen que subir una escalinata de esclusas, navegar por un lago alto, que es como una meseta, y volver á descender por la escalinata del lado opuesto.
Al llegar por el Atlántico encontramos el antiguo puerto de Colón, importante cuando no existía el canal. Aquí desembarcaban los viajeros, y tomando un ferrocarril á través del istmo, iban en unas cuantas horas á la ciudad de Panamá, para volver á embarcarse en el Pacífico. Ahora pasamos de largo ante Colón, como la mayoría de los buques, y el antiguo ferrocarril ha perdido también su importancia interoceánica, descendiendo á ser una simple vía interior, que sólo utilizan los del país.
El Franconia va á subir la escalinata del lado del Atlántico, ó sea las esclusas de Gatún. Estas esclusas están superpuestas en tres tramos, y además son dobles para que puedan ir ascendiendo dos buques á un mismo tiempo.
Cuando el nuestro se introduce en la primera esclusa penetra en la otra gemela un vapor más pequeño con rumbo á Nueva Zelandia. Los pasajeros de ambos barcos, que van á seguir tan opuestas direcciones cuando lleguen al Pacífico, se hablan sin esfuerzo alguno de cu{64}bierta á cubierta, pues sólo están separados por unos cuantos metros.
El funcionamiento de las esclusas es maravilloso por su rapidez; tiene la velocidad casi instantánea de las mutaciones escénicas; los buques ascienden, como los personajes de teatro, por un escotillón. Sube el nivel del agua vertiginosamente en las cerradas balsas cuadrangulares, y los dos buques se elevan sobre la superficie marítima en la que flotaban poco antes. Su ascensión aumenta al pasar al segundo rellano acuático, luego al tercero, quedando finalmente á unos veinticinco metros sobre el nivel del mar.
Estas esclusas tienen más de 300 metros de longitud, 33 de ancho y 21 de profundidad, dimensiones que permiten ampliamente el paso de los navíos más enormes construídos hasta el presente. Unas locomóviles eléctricas tiran de los buques desde la ribera y los guían á través de las esclusas. Como éstas se hallan superpuestas formando tres rellanos, los pequeños demonios eléctricos corren por los taludes desafiando las leyes de la gravedad, saltan, se agarran al suelo como insectos, trepan casi verticalmente para pasar de un plano á otro.
Nada de humo ni de mugidos de vapor. Se adivina en torno la presencia de una fuerza silenciosa é irresistible, semejante á las energías que laten ocultas en la corteza terrestre. El manojo de cables que corre á un lado y á otro del canal guarda y regula las energías producidas por enormes fábricas de flúido eléctrico.
Vemos en las orillas estos edificios y otras construcciones destinadas á las necesidades del continuo tránsito: depósitos de carbón y de petróleo, atarazanas, talleres de fundición y de reparaciones, depósitos de útiles marítimos, almacenes frigoríficos, mataderos, fábricas{65} de hielo, enormes lavanderías. Algunos grupos de edificios están cerca de los muelles de acero y hormigón; otros se alzan tierra adentro, medio ocultos por los bosques de cocoteros y palmeras. Los buques que cruzan el canal pueden ser reparados antes de lanzarse á uno de los dos Océanos y proveerse igualmente de toda clase de abastecimientos.
En los sitios tenidos por estratégicos hay aglomeraciones de casas de madera con extensas galerías, sobre cuyas techumbres flota la bandera de los Estados Unidos. Son cuarteles-pueblos, donde viven los militares norteamericanos y sus familias, con todas las comodidades y amplitudes que da la gran República á sus defensores, además de pagarlos espléndidamente.
Ocho mil hombres guarnecen el canal, y durante la última guerra llegaron á ser trece mil. Las baterías invisibles que defienden sus dos bocas están artilladas con las piezas más enormes conocidas hasta el presente. Las tropas acuarteladas en las dos orillas no salen nunca de la zona que pertenece á los Estados Unidos, cinco millas por cada lado. La pequeña República de Panamá lleva una existencia independiente y digna, sin sufrir intrusiones ni arrogancias de las autoridades americanas del canal. Éstas se limitan á vigilar y guardar este paso interoceánico tan precioso para la seguridad de su propio país y jamás saltan los límites territoriales que marcó un tratado. Muy al contrario de lo que creen muchos, tal vecindad resulta provechosa á los panameños, pues algo gana el pobre cuando tiene intereses comunes con un rico, y el continuo trato de ellos con los americanos influye visiblemente en la cultura y el progreso de la nación.
Después de las tres esclusas de Gatún, el Franconia entra en el lago de este nombre. El famoso río Chagres,{66} que tanto utilizaron los españoles durante tres siglos, cuando pasaban el istmo para ir al Perú y á Chile, ha sido embalsado por los constructores del canal, deteniendo sus aguas para hacer más alto el nivel del lago y dar mayor profundidad á su navegación. Dicho lago se extiende con más ó menos amplitud 38 kilómetros, hasta llegar á Gamboa, siendo la parte del canal que menos esfuerzos ha costado. En ella, más que excavar, lo necesario fué inundar las tierras.
Es en Gamboa donde empieza la obra más difícil y terrible, el corte de la cordillera, columna vertebral del istmo, el famoso Paso de Culebra, donde tantos hombres perecieron. Este desfiladero acuático se extiende hasta las esclusas llamadas de Pedro Miguel, por el nombre de un pueblo cercano, y aquí termina la meseta y empieza la escalinata del lado opuesto. Nuestra nave descenderá allí un tramo, ó sea las esclusas de Pedro Miguel, bajando al lago de Miraflores, que está todavía á 16 metros sobre el mar. Al final de este lago las esclusas de Miraflores lo harán descender al nivel del Pacífico, y navegando 13 kilómetros en una vía sin obstáculos, pasará por la moderna ciudad de Balboa, donde los norteamericanos tienen establecidos los centros más importantes del canal, y por la antigua ciudad de Panamá, cortando al fin con su proa las aguas del más grande de los Océanos, después de una travesía que sólo dura unas ocho horas.
Están reglamentadas tan minuciosamente las funciones necesarias para el paso de los buques, sin un movimiento inútil, sin desperdiciar un minuto, que el tráfico resulta incesante en esta avenida interoceánica. Cuando la flota de guerra de los Estados Unidos—única que rivaliza con la de Inglaterra—pasó hace poco tiempo el canal de Panamá, bastaron veinticuatro horas para que{67} docenas de enormes acorazados, con su acompañamiento de cruceros y torpederos, se trasladasen del Atlántico al Pacífico, viaje que antes les costaba semanas y semanas de navegación, dando la vuelta á toda la América del Sur por el cabo de Hornos.
Avanzamos con lentitud, pero continuamente, por esta zanja enorme de agua dulce tendida como un guión entre los dos Océanos. Formamos parte de la doble fila de buques que va y viene por ambas orillas, como los carruajes marchan al paso por una calle, rozando las dos aceras. Los nombres de estos buques, su procedencia y su destino, indican la importancia y la necesidad de una obra que ha cambiado la geografía y el comercio del mundo. Vapores tan grandes como el nuestro van directamente de Londres ó de Nueva York á las repúblicas de lengua española que florecen en las orillas del Pacífico y antes sólo podían estar en contacto con el resto de la tierra valiéndose del rodeo enorme por el estrecho de Magallanes ó del penoso transbordo en el istmo de Panamá, todavía intacto.
Las grandes islas oceánicas han tomado igualmente esta ruta que las aproxima á Europa. Vemos pasar, cerca de nosotros, buques que vienen de Nueva Zelandia, de Australia ó de los archipiélagos esporádicos de la Oceanía. El Callao y Valparaíso, gracias á este canal, han perdido varios días de distancia entre ellos y los puertos del viejo mundo.
Al ver los cortes que los hombres tuvieron que abrir en la montaña para dar paso á las aguas, resurgen en mi memoria los incidentes dramáticos de la construcción del canal. Todos saben la historia de esta gran empresa dirigida por Lesseps, el cual quiso repetir en el istmo americano su gloriosa obra de Suez. Pero aquí la hazaña geográfica se convirtió en escandaloso negocio. El «gran{68} francés», agotado mentalmente á causa de sus muchos años, fué conducido á la deshonra por financieros sin conciencia, y el nombre de Panamá quedó como sinónimo de estafa colosal, de corrupción de los poderes públicos. Tal empresa, que sirvió de pretexto en París para negocios delictuosos, realizó aquí obras importantes que aprovecharon luego los americanos, aunque muchas de ellas habían sido ejecutadas con imprevisión notoria y con desprecio de la vida del hombre.
Existe en la ciudad de Panamá un monumento á la gloria de Lesseps y varios sabios franceses que fueron sus precursores ó colaboradores en este proyecto; entre ellos los marinos Bonaparte Wyse y Reclús, hermano del célebre geógrafo. Pero al mismo tiempo se acuerdan los panameños de la manera imprudente y mortífera con que los ingenieros franceses empezaron la realización de sus obras. Con una vehemencia que algunos llamarían «latina», sólo pensaron en el trabajo, olvidando las precauciones necesarias para asegurar su continuación.
El material humano era abundante y fácil de renovar. Atraídos por los jornales enormes, llegaron cavadores de todas partes, amontonándose en campamentos recién formados sobre terrenos vírgenes, donde sólo el natural del país puede vivir, por una larga aclimatación. De estos extranjeros venidos para trabajar muchos fueron españoles: el excedente de la emigración á las vecinas Repúblicas hispano-americanas.
Cuanto más grande fué la aglomeración de obreros, más enorme resultó la mortandad. Hoy, al recordar aquella época, se mencionan cifras de víctimas que parecen fantásticas. El vómito negro y otras enfermedades tropicales se cebaron en este amontonamiento humano. El corte de la espina dorsal del istmo podría rellenarse, según afirman algunos, con los cadáveres que costaron los{69} primeros intentos de dicha obra. El Paso de Culebra adquirió una celebridad terrorífica en todo el mundo.
Al fin, los trabajos iniciados por la compañía francesa en 1882 se paralizaron á causa de su quiebra escandalosa. En 1904 los norteamericanos aceptaron la empresa de abrir el canal, adquiriendo con extraordinaria baratura los materiales traídos por sus antecesores. Todavía he visto yo en el Paso de Culebra poderosas dragas que son de la época francesa.
En lo último que pensaron los norteamericanos fué en abrir el canal. Consideraron más urgente estudiar el medio de que los hombres trabajasen con seguridad, cambiando las condiciones higiénicas del terreno. Se dedicaron, como en Cuba, á la destrucción del mosquito transmisor de la llamada fiebre amarilla. Luego—y esto fué lo más importante—realizaron obras enormes para purificar las aguas destinadas al consumo humano y sus trabajadores no tuvieran que beber el líquido tóxico de charcas y arroyos, como en la época anterior. Sólo después de «perder su tiempo» en estos preparativos minuciosos, el gobierno de los Estados Unidos emprendió la obra, consiguiendo terminarla en un plazo relativamente breve y sin pérdida notoria de gente.
Necesitó dos años de preparación nada más y ocho de trabajo para realizar esta empresa de interés universal. En los primeros días de Agosto de 1914 pudo ya abrirse al comercio del mundo esta vía que iba á cambiar sus derroteros. Pero en aquella fecha acababa de estallar la guerra europea y nadie fijó su atención en tal acontecimiento, que cada vez será más famoso, con el curso de los siglos, en la historia del progreso humano. Muchos combates célebres de la última guerra quedarán olvidados, como tantas y tantas batallas de la antigüedad, mientras que las relaciones entre los hombres futuros y su{70} vida política girarán en torno á este canal que ha partido el nuevo mundo, atrayendo con sus dos bocas el movimiento de todos los pueblos de la tierra.
El éxito financiero de esta obra, que en realidad sólo tiene cuatro años de existencia—fué inaugurada oficialmente el 12 de Julio de 1920—, es la más clara demostración de su importancia. No es una compañía comercial de los Estados Unidos la que costeó las obras; fué el gobierno establecido en Wáshington.
Como el canal tenía una importancia política y de seguridad para la República de la Unión, su gobierno se lanzó á realizar la obra, sin ocurrírsele ni por un momento ver en tal empresa un éxito económico. Nunca creyó en posibles ganancias. Lo único que le interesaba, costase lo que costase, era poder trasladar rápidamente su flota de un Océano á otro y poner en contacto marítimo los Estados atlánticos del Este, donde se concentra la vida nacional, con los Estados del Pacífico, que aún se hallan en el desarrollo de la adolescencia.
Pero á los ricos todo les resulta negocio. El gobierno de Wáshington invirtió en el canal aproximadamente 350 millones de dólares, y á partir de su inauguración vió con asombro que acudían, pidiendo paso, buques de todos los pueblos de la tierra. Hoy, á los cuatro años de existencia, le produce 2 millones de dólares mensualmente, 24 millones de dólares al año, lo que da un interés muy respetable al capital que empleó con un fin puramente defensivo y sin espera de ganancia.
Todo buque tributa al paso un dólar por tonelada. El Franconia, para llevarnos del Atlántico al Pacífico, ha tenido que pagar 20.000 dólares por un viaje de unas cuantas horas, y creo que con otros gastos accesorios la suma llegó á 25.000.
A pesar del enorme peaje, la afluencia naval es cada{71} vez más densa. Los norteamericanos, que lo conciben todo en grande, con el pensamiento puesto en las necesidades del porvenir, se equivocaron, quedándose cortos al calcular las dimensiones del canal. Éste empieza á resultar de una modestia inadmisible para un pueblo que ama la vida amplia y los movimientos desembarazados y fáciles. Pronto se reanudarán las obras para dar más anchura á las esclusas y los pasos angostos, y en vez de dos filas de buques se deslizarán al mismo tiempo cuatro, doblándose el movimiento de la avenida interoceánica.
En los cortes de la montaña son continuos los desprendimientos de una tierra roja y compacta, que parece piedra adormecida en mitad de su solidificación. Los desprendimientos se repiten con frecuencia, y así seguirá ocurriendo hasta que los taludes de las orillas adquieran la estabilidad de las obras viejas. Pero los batallones de trabajadores negros, mandados por ingenieros y contramaestres blancos, que forman la policía del canal, velan día y noche, montados en locomotoras y dragas, para acudir inmediatamente á barrer los residuos del desprendimiento.
Nos anuncian en mitad del lago de Gatún que el tránsito del canal va á retardarse para nosotros unas cuantas horas. Acaba de ocurrir un desprendimiento en el Paso de Culebra, y un buque del calado del Franconia no puede seguir adelante sin que el dragado ahueque el fondo del estrecho.
Nos sentamos á almorzar, resignados á una larga espera en este lago, que resulta agradable gracias al fresco vientecillo que levanta el buque al desplazarse, pero cuyas aguas parecen arder cuando aquél se detiene y vuelve á restablecerse la calma bochornosa del Trópico.
Atraídos por la novedad del viaje marítimo entre{72} bosques y montañas, he salido de mi camarote apoyado en un bastón, y arrastro la paralítica pierna por salones y cubiertas, huyendo de los espacios faltos de techo que reciben la caricia cáustica del sol. Nos divierte ver cómo asoman su lomo mal esculpido los caimanes del lago. Varios aviones de la guarnición americana del canal pasan tan bajos junto al buque, que podemos ver cómo sus tripulantes responden por señas á nuestros saludos... Una hora después vuelve á reanudar su marcha el Franconia. Todo está reparado, y pasamos lentamente entre dos filas de dragas enormes, que acaban de limpiar el fondo con la rapidez del que ejecuta un trabajo habitual.
Seguimos la navegación entre altas riberas cubiertas de bosques. El filo de estas orillas es muchas veces superior al piso más alto del buque. Corren por ellas numerosas bandas de negras, monstruosamente gordas, con nariz aplastada y ojos de impúdico fuego. Llevan banastas sobre sus cabezas con pirámides de cocos frescos y racimos de plátanos. Como el vapor avanza lentamente, ellas lo siguen al trote y nos arrojan sus frutos, gritándonos al mismo tiempo en un inglés de negro: «¡Money!... ¡money!»
Por la orilla baja, de espesa vegetación, siguiendo un sendero que abrieron junto al agua sus pies descalzos, corren enjambres de negritos, cabezudos, con las negras lanas cortadas en forma de solideo, la panza enorme al aire, un saliente de carne en el lugar del ombligo y otro mayor que tiembla más abajo al compás del trote.
Todo este mundo de ébano y marfil, que salta y grita, mostrando sus luminosas dentaduras, vive en chozas cónicas de paja, cuyos remates asoman sobre el apretado ramaje de la selva.
No son del país. La gente de Panamá nunca ha te{73}nido la tez tan obscura. Son familias de Jamaica cuyos varones están contratados en los trabajos del canal.
¿Cómo describir con palabras la exuberancia de este paisaje eternamente verde?... Su colorido resulta monótono porque se desarrolla siempre dentro del mismo tono, y sin embargo sus variedades son infinitas.
Hay otros países donde parece que todo queda dicho con anotar que su color es verde. En Panamá, esta palabra resulta pobre, inexpresiva, débil. Hay que repetir sin cansarse: verde, verde, verde, verde...
La tierra, roja ó del mismo color negruzco que la piel del elefante ó el tronco de la higuera, apenas si se deja ver como los filamentos de una red entre masas de vegetación de eterna frescura.
Nunca creí que un mismo color pudiera descomponerse en tantas gradaciones. Veo el verde amarillento y charolado de las hojas de los plátanos; el verde obscuro y metálico de otros árboles y arbustos. Hay verde de óxido, verde luminoso de piedra preciosa, verde suave de mar adormecido, verde dorado, como debió ser el de ondinas y sirenas.
Unas flores rojas, enormes, como estrellas incandescentes, abren sus puntas en el misterio de las profundidades verdes. ¿Quién podría decirme su nombre?...
De las marañas de la selva brotan tropeles de mariposas. Revolotean formando nubes sobre el buque, se cuelan por todas partes como enjambres de moscas, se dejan aprisionar con la torpeza de la inocencia.
Loros y monos hacen estremecerse las ramas de los árboles, siguiendo con saltos invisibles la lenta marcha del buque á través de los bosques.
¡Oh, Panamá la Verde!...{74}
El novelesco Balboa.—Su descubrimiento del Mar del Sur.—El primer europeo que se embarcó en el Pacífico.—Mortandad de colonizadores al pasar el istmo de Panamá.—El primitivo proyecto del canal ideado por los españoles.—El saqueo de Panamá la Vieja por los piratas.—Me bajan en andas para visitar la ciudad.—El presidente Porras y la juventud intelectual.—Las escuelas de Panamá.—Versos en la noche.—De una acera á otra.
El primer descubridor de las costas atlánticas de Panamá fué Rodrigo de Bastidas, un escribano de Sevilla que abandonando sus legajos se dedicó á navegante. Fué tal el entusiasmo aventurero en España después del primer viaje de Colón y los Pinzones, que, según dijo un escritor de aquella época, «hasta los sastres quisieron meterse á descubridores».
Colón navegó después frente á las mismas costas. Empezaba á dudar que las tierras encontradas por él fuesen las de Cipango y Catay (el Japón y la China), y buscaba un estrecho, un callejón marítimo que le permitiese pasar al otro lado, donde presentía un nuevo mar y el Asia tan buscada. Con este objeto tanteó la costa, esperando dar con un canal que sólo debía existir cuatro siglos después, y hecho por industria humana.
Sucesivas expediciones de españoles se establecieron en esta tierra, fundando Santa María la Antigua de Da{75}rién, Nombre de Dios, Portobelo y otras poblaciones famosas en la historia de la colonización. Uno de los héroes más extraordinarios de tal epopeya geográfica surge en Panamá, Vasco Núñez de Balboa, personaje de novelesca vida, superior á Cortés y á Pizarro, pero que tuvo la desgracia de morir joven, sin encontrar las riquezas que éstos en sus descubrimientos. Mas á pesar de su corta existencia, sirvió al progreso humano mejor que los conquistadores de Méjico y del Perú, encontrando el llamado Mar del Sur, que años después bautizó Magallanes con el impropio nombre de Pacífico.
Las altas y fragosas montañas del istmo me hacen recordar los episodios del descubrimiento de Balboa. Con ciento noventa españoles y algunos indios, salió en Septiembre de 1513 de la ciudad de Darién para convencerse de si era cierta la existencia de un mar en la otra vertiente de la cordillera. Tan difícil era la marcha á través de ríos y bosques, que para hacer diez leguas necesitaba cuatro días. Tuvieron que reñir, además, con las tribus belicosas del istmo, que usaban «flechas de hierba», ó sea envenenadas.
Un cacique amigo afirmó á Balboa la existencia del misterioso mar, señalándole una montaña lejana desde cuya cumbre podría verlo. Otros indios le dieron prendas de oro, muy bien trabajadas, traídas de los países del gran mar que iba buscando, y añadieron que en este mar había grandes barcos con velas, parecidos á los de los españoles. Se referían indudablemente al Perú, y es posible que de no ser decapitado, años después, Balboa, por su rival el gobernador Pedrarias, habría continuado sus exploraciones por el Pacífico, descubriendo el Imperio de los Incas, en vez de Pizarro, que vivía á sus órdenes como obscuro lugarteniente.
Cuando la partida de españoles, batallando con los{76} indígenas, llegó á la cumbre de la citada montaña, veintiséis días después de haber salido de Darién, todos pudieron ver la inmensidad del mar deseado. El sacerdote Andrés Varas, capellán de la expedición, entonó un Te Deum, que sus compañeros oyeron de rodillas. Después colocaron en aquel paraje una cruz, hecha con dos troncos de árbol, sobre un montón de piedras.
Para bajar hasta las playas del nuevo Océano tuvieron que reñir nuevos combates con las tribus de esta vertiente. Un destacamento enviado por Balboa á explorar el país llegó antes que él á la costa, y su jefe, llamado Alonso Martín, se apresuró á embarcarse en una canoa de indios, haciéndose dar por sus hombres un testimonio de que era el primer europeo que navegaba en estas aguas, llamadas por unos Mar del Sur y por otros Mar Grande. Luego envió aviso á Balboa para que siguiese el mismo camino hasta la costa.
Los hombres de la expedición, entusiasmados por el descubrimiento de este Océano misterioso, bebieron en sus manos el agua cargada de sal. Balboa, cubierto con su armadura, la espada en una mano y en la otra un estandarte que tenía pintada la imagen de la Virgen, entró en él hasta las rodillas y tomó posesión de su inmensidad en nombre de los soberanos de Castilla.
Fué durante muchos años la travesía del istmo un trayecto en extremo penoso que debían arrostrar inevitablemente los que iban de España á las Indias del Pacífico. La fama de las grandes riquezas del Perú hizo pasar por Panamá la corriente humana más numerosa de la conquista, y tales eran las dificultades del camino, que en menos de medio siglo sucumbieron 40.000 españoles, sin que tan gran mortandad desalentase á los aventureros. Al desembarcar en la costa atlántica remontaban sobre lentas barcazas el río Chagres hasta Cruces, y{77} luego seguían un penoso camino por las montañas para llegar á la ciudad de Panamá. Otros marchaban por la vía de Portobelo, que era no menos peligrosa.
Tan enormes penalidades en el cruzamiento del istmo atrajeron la atención de inteligentes españoles de aquella época, haciéndoles trazar proyectos para un nuevo paso interoceánico, que fueron presentados á la corte de España. En estos proyectos, la apertura del istmo de Panamá era casi igual á la forma que tiene actualmente. Aprovechaban el curso del río Chagres, cortando luego la cordillera en los mismos sitios escogidos por los ingenieros modernos. Los estudios de los españoles á principios del siglo XVI han servido indudablemente de base á los que acometieron la obra á fines del siglo XIX.
La España de aquella época, abrumada por una grandeza fatal, teniendo que atender al gobierno de medio mundo, no podía acometer una obra tan gigantesca, solamente posible con el auxilio de los progresos industriales de nuestro tiempo. Pero escritores de entonces, como Gomara y otros tratadistas de América, la creyeron factible, afirmando jactanciosamente que un rey de España tenía riquezas y poder de sobra para atreverse á empresas todavía más difíciles. En aquellos años de continuos descubrimientos y maravillosas conquistas, que vieron á muchos soldados obscuros apoderarse de reinos enormes, todo parecía hacedero.
Durante tres siglos de dominación española, la rica ciudad de Panamá fué el centro distribuidor de lo que hoy se llama América del Sur. Las flotas de España desembarcaban sus cargamentos en Portobelo, y á través del istmo pasaban éstos á Panamá, residencia de los altos empleados de la Hacienda española. De Panamá salían expediciones para el Perú, alto y bajo; para Chile; para Tucumán y Córdoba, en lo que es hoy Repú{78}blica Argentina y las expediciones de vuelta desde los citados países á la metrópoli seguían el mismo camino.
Tanta era la importancia de la ciudad de Panamá, que los piratas ingleses y franceses, guarecidos en el mar de las Antillas para robar las posesiones españolas, hicieron una expedición contra ella, capitaneados por Morgan, famoso bandido del mar, al que ennobleció luego Inglaterra. En aquellos siglos la política inglesa no fué un modelo de lealtad. Los reyes de Londres ajustaron repetidas veces tratados de paz con los reyes de Madrid, y al mismo tiempo dejaban que muchos aventureros de su país se dedicasen á la profesión de piratas, saqueando las ciudades españolas de América, indefensas ó descuidadas. Y si no caían prisioneros y eran ahorcados, les daba títulos nobiliarios y puestos públicos al volver á Inglaterra cargados de riquezas.
A cierta distancia de la ciudad de Panamá existen las ruinas de la vieja Panamá, robada é incendiada por los filibusteros que pasaron el istmo, dirigidos por Morgan. Estas ruinas ofrecen hoy un aspecto interesante, pues las ha embellecido la extraordinaria vegetación del Trópico, cubriéndolas en parte con su follaje. Las más de las casas del antiguo Panamá eran de madera, y desaparecieron completamente; pero la catedral y los edificios del gobierno, por ser de mampostería, sobrevivieron al incendio. Entre las murallas todavía en pie de los caserones que en otros siglos guardaron las remesas de oro del Perú y de Chile, en espera de la flota real, han crecido ramajes gigantescos, como sólo pueden verse en estas tierras. La torre de la catedral, tapizada de plantas trepadoras, recuerda las eternas ruinas que sirvieron de escenario á tantos episodios de la literatura romántica.
He visto los restos de Panamá la Vieja á la hora más{79} favorable para estas visitas. Acababa de cerrar la noche. Árboles enormes extendían sus masas, como borrones de tinta, sobre la lámina celeste acribillada de puntos de luz. Los faros de nuestro automóvil subieron y bajaron, abarcando en sus mangas luminosas los restos de la antigua ciudad española. Así vimos surgir del misterio de la noche, con un resplandor purpúreo de incendio, el campanario de la derruída catedral y las murallas todavía en pie de las casas del gobierno. Antes había visto á la luz del sol la actual ciudad de Panamá, la que fundaron los españoles en sitio más favorable para la defensa, después del saqueo de los piratas, y que es hoy capital de la joven República que lleva su nombre.
En las primeras horas de la tarde se detiene el Franconia en las esclusas de Pedro Miguel. Los pasajeros van á descender aquí para visitar la ciudad y las poblaciones recientemente creadas en la zona interoceánica.
Horas antes ha subido al buque un joven colombiano que es intérprete español de las oficinas del canal. Las autoridades norteamericanas tienen expertos en todos los idiomas del mundo civilizado, y los envían á los buques que pasan, para comodidad de capitanes y pasajeros. Este intérprete viene á saludarme en nombre del gobernador americano del canal, y con él llegan otros empleados nacidos en los Estados Unidos, pero aficionados á la lectura de libros en español, que desean conocerme personalmente. Me dicen que en las esclusas van á recibirme una comisión enviada por el gobierno de Panamá y un grupo numeroso de españoles. Además, el presidente de la República me espera en su palacio á la hora del té.
Escucho estas noticias medio tendido en un sillón de cubierta. ¡Cómo moverme, con una pierna que no obedece á mi voluntad!... Pero en Pedro Miguel, donde{80} empiezan á descender los pasajeros del Franconia, veo muchos señores que me aguardan y también á lo lejos, en la tierra firme, varios automóviles adornados con banderas de España y de Panamá. Pienso que tal vez no podré volver nunca á esta tierra, tan hermosa por su vegetación, tan interesante por sus recuerdos históricos, y sentiré remordimiento de no haberla visitado á causa de una enfermedad olvidada ya entonces.
Miro mi pierna como á un enemigo que necesito vencer. Debo bajar á tierra, como los otros pasajeros, que no pueden sentir por Panamá el mismo interés que yo. Desciendo del buque en andas, lo mismo que una imagen de procesión, sentado en una silla de junco sostenida por dos gruesos bambús. Estos bambús los apoyan en sus hombros cuatro camareros ingleses. Así me llevan por las pasarelas de las esclusas hasta los automóviles embanderados.
Emprendemos la marcha, formando una larga comitiva de vehículos, y la novedad y variedad de las impresiones que voy recibiendo me hacen olvidar mis torturas físicas. Los caminos de Panamá se hallan tan bien cuidados, que puede correrse por ellos como en una avenida asfaltada. Pasamos por barrios que habitan los negros empleados en el canal. Sus casas son á modo de grandes jaulas. Tienen enormes aberturas para su refrescamiento por medio del aire, con cierres de tela metálica que las defienden de los insectos.
Dentro de la capital llama inmediatamente mi atención la limpieza y regularidad de su pavimento. Es de ladrillos rojos puestos de canto, duros como la piedra, cristalizados, sin que un tránsito continuo cause en ellos desgastes visibles.
Panamá guarda un aspecto de antigua colonia española, pero elegante, aristocrático. Fué una ciudad de ri{81}cos comerciantes, con sucursales en Lima y otros mercados de la América del Sur; de oidores y altos empleados de la Península. Los edificios algo antiguos tienen balcones de madera de gran vuelo, que son á modo de salones adosados á las casas, pues en ellos pasaban las señoras la mayor parte del día y recibían sus visitas. La catedral hace recordar los templos andaluces. La antigua muralla, empleada como paseo en su parte alta, atestigua que Panamá tiene varios siglos y una historia propia.
El palacio del presidente de la República es pequeño, pero está situado frente á uno de los puntos de vista más hermosos que puede ofrecer el Pacífico. Su construcción ofrece una mezcla interesante. Tiene algo de árabe, como recuerdo de la madre España, y mucho de un estilo que pudiera llamarse panameño. El patio central del edificio brilla con suave resplandor, semejante á la luz nacarada de los bajos fondos del Océano en las horas meridianas, cuando la luz solar desciende verticalmente. Columnas, arcos y muros están hechos de pequeños fragmentos de concha-perla. No hay que olvidar que el famoso Archipiélago de las Perlas, tan mencionado en la historia de América, está á pocos kilómetros de aquí, en el golfo que tiende su curva ante el palacio, y cuyas aguas azules cortan el arco de su puerta.
En el centro del patio hay una fuente también de nácar, y en ella varias muestras de la fauna nacional. Sumidas en el agua veo algunas tortugas, de las que dan la fina concha llamada carey. Dos garzas domesticadas permanecen inmóviles y pensativas en el borde del tazón, como dos ibis empequeñecidos.
Me recibe el Presidente con una cortesía familiar y aseñorada al mismo tiempo. Es el doctor Belisario Porras, hombre de gran experiencia política, que ha escrito{82} además con galanura estudios interesantes sobre la historia moderna de su país. Me anima cariñosamente á subir al último piso, desde cuya terraza se goza una vista muy interesante de la ciudad y el golfo. En los frescos salones inmediatos á dicha terraza es donde se reunen las señoras á la hora del té, en esta tierra tropical. Me ofrece su brazo y poco á poco voy realizando la penosa ascensión.
Encuentro arriba elegantes damas norteamericanas, esposas ó hijas de los altos empleados del canal y de los jefes y oficiales de su guarnición. Mezcladas con ellas hay numerosas señoras de Panamá, que guardan en su hermosura y en la gracia de palabras y ademanes mucho del origen español de sus abuelas.
Desde esta altura me va explicando y señalando el Presidente todo lo notable que lleva hecho la joven República de Panamá, absteniéndose de recordar que es él quien ha tomado las más de tales iniciativas. Veo de lejos y á vista de pájaro lo que luego voy á contemplar de cerca, en un rápido viaje por los alrededores: el gran hospital, único en el mundo, destinado al estudio de las enfermedades tropicales; los diversos edificios dedicados á la enseñanza; el monumento á la gloria de Vasco Núñez de Balboa, que dentro de pocos meses va á ser inaugurado.
Se nota en Panamá un espíritu de imparcialidad histórica, de gratitud al pasado, que extiende su influencia hasta los extranjeros. El gobierno del país elevó espontáneamente este monumento al descubridor del Pacífico. Los norteamericanos, al crear en su zona una ciudad paralela á la de Panamá, la han dado el nombre de Balboa. Una de las plazas más hermosas de la capital se llama de España, y se alza en el centro de ella la estatua de Cervantes.{83}
El presidente Porras, tal vez por ser escritor, tiene en torno de él, como colaboradores políticos, á muchos jóvenes dedicados á las Letras. Bajo su gobierno la instrucción pública se ha ido desarrollando con una rapidez y una amplitud como sólo pueden verse en los Estados Unidos.
Un catedrático, joven y de gran talento, Octavio Méndez Pereira, es el director de Instrucción pública, que secunda y ejecuta los planes educativos del Presidente. Voy conociendo á varios poetas jóvenes, de un sentimentalismo sincero y con una visión intelectual siempre clara y precisa, que desempeñan igualmente altos cargos públicos.
Apoyado en un bastón y arrastrando la pierna, me despido de la distinguida esposa del Presidente y las damas norteamericanas y panameñas que han venido para conocer al autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis y sólo han visto á una especie de inválido que no puede dar un paso sin pedir apoyo y hacer gestos de dolor.
Sentado otra vez en el automóvil, vuelvo á contemplar las cosas con el optimismo del que descansa unos momentos luego de haber sufrido enervantes dolores.
Fuera de la ciudad me interesa otra vez la flor enorme y roja, abierta como una estrella de fuego, que se destaca sobre el verde infinito de la vegetación. Pregunto cómo se llama á Méndez Pereira, y éste sonríe.
—No sé su nombre científico—dice vacilando—; pero aquí la gente del país la llama... «papo de la reina».
¡Yo que esperaba un nombre dulce y poético!... Luego pienso que el vulgo ha asociado siempre la idea de grandeza con la de majestad real, y por eso, al querer dar nombre á esta flor sanguínea y desmesuradamente abierta, sólo pudo pensar en... la flor de una reina.{84}
Entrada ya la noche, mis compañeros de Letras, que son directores generales, subsecretarios de ministerio ó desempeñan otros altos empleos en esta pequeña y tranquila República, presidida por un escritor, me llevan á comer al club principal de la ciudad.
Este hermoso edificio tiene por un lado las antiguas murallas españolas y en su fachada opuesta los balconajes dan sobre el maravilloso espectáculo del golfo. La comida es suntuosa. La gente rica de Panamá sabe vivir bien por tradición, adoptando además los usos elegantes de los viajeros de todos los países que pasan por su canal.
A los postres, mis nuevos amigos me recitan sus versos, y lo que tal vez resultaría inoportuno y penoso en otros lugares, proporciona aquí un verdadero placer. Al otro lado de la floreada mesa y la baranda de la galería, extiende el Pacífico su obscura y murmurante superficie, poblada de luces de buques y de reflejos serpenteantes de astros. Y en esta penumbra, agitada por el aliento oceánico, que parece traernos la respiración de mundos que viven al otro lado de la tierra, suenan las voces de los poetas expresando sus melancolías amorosas ó su lealtad patriótica; el amor á la mujer pálida, de grandes ojos, aterciopelada y olorosa como la noche del Trópico; la fidelidad á la tierra natal, que cuanto más pequeña es, con más entusiasmo la defendemos.
Cerca de media noche vamos en busca del Franconia, que flota ya en las aguas del Pacífico, á la salida del canal. Corre el automóvil á través de parques públicos, exuberantes como selvas; atravesamos poblaciones limpias, ordenadas, de monótona regularidad, todas ellas con casitas entre jardines, iguales á las que existen en La Florida ó en California. Son los barrios de la ciudad de Balboa. En lo alto de una colina se destaca sobre el firmamento, ocultando con su masa obscura numerosas{85} constelaciones, un edificio que parece interminable, el de las oficinas del gobierno del canal.
La ciudad de Panamá queda topográficamente dentro de las diez millas que se concedieron á los norteamericanos para la defensa de sus obras, pero como era lógico, ha conservado una absoluta independencia. Penetra sin embargo hondamente en dicha zona, y á causa de ello, en una sección de sus afueras, basta caminar unos cuantos metros para haber saltado de la República de Panamá con sus leyes de nación libre y soberana á la República de los Estados Unidos con su legislación federal, discutida y votada en el Capitolio de Wáshington.
En una esquina es delito beber líquidos alcohólicos, y se castiga con severas penas llevar una botella de vino, como si fuese un arma prohibida. En la esquina de enfrente, el comerciante español, chino ó griego, tiene abierta su tienda de bebidas ó su café.
El trabajador norteamericano, el soldado, el marinero, y quién sabe si algunas veces el policía encargado de la observancia de las leyes, no tienen mas que dar unos cuantos pasos fuera de la acera, y al llegar á la acera de enfrente, les es lícito emborracharse hasta caer al suelo, revolcándose en él cuanto quieran con absoluta libertad.{86}
Los tres colores del Trópico.—Envidiando á Robinsón.—La madrastra Naturaleza.—Desfile de tortugas.—Las malas costumbres de la guerra.—La «Nao de Acapulco».—Cómo los galeones del virreinato de Méjico atravesaban el Pacífico.—50.000 pares de medias de seda en cada viaje.—El centinela que se durmió en la muralla de Manila y despertó en la plaza Mayor de Méjico.—El protestantismo y el canto.—Temporal frente á Los Ángeles.
Después de Panamá empiezan las navegaciones más extensas del viaje alrededor del mundo.
Cuando lleguemos á Asia, las escalas serán cortas; bastará un par de días para que el buque haga la travesía entre dos puertos célebres. El más viejo de los continentes tiene encima de su costra los grupos más densos de humanidad; pueblos que bullen como colmenas, mares interiores, golfos, estrechos é islas, en cuyas orillas son incontables las ciudades. Aquí estamos en la inmensa soledad del Pacífico, donde las olas deben rodar sobre la superficie de medio planeta para ir de una ribera á otra.
Necesitamos tres navegaciones algo largas, comparadas con las del resto del viaje, para salvar el más extenso de los Océanos; de Panamá á San Francisco ocho días, siguiendo las costas de la América Central, Méjico{87} y California; de San Francisco á las islas de Hawai, archipiélago solitario en mitad del Pacífico, seis días; y desde ellas al Japón, diez.
Al salir de Panamá, la serena y luminosa esplendidez del Pacífico tropical nos envuelve durante una semana. El mundo parece tricromo, como si no existiesen en él otros colores que el azul, el verde y el blanco. El cielo es eternamente azul; las aguas de un verde dorado y clarísimo, que mantiene su transparencia á enormes profundidades; las crestas de las olas, al levantarse como cascadas invertidas en los arrecifes de las islas, tienen, lo mismo que las nubes, una blancura inmaculada, que parece de los primeros días del planeta, cuando la vida animal aún no había contaminado la pureza de los primitivos ensayos de la creación. Las costas de la tierra firme y las islas de graciosos nombres españoles, inventados por los navegantes del descubrimiento, no añaden ningún color nuevo. Todas son verdes como el mar, pero de un verde más obscuro, semejante al de los óxidos metálicos.
El suelo desaparece bajo la arrolladora vegetación. Lianas y matorrales luchan trabando sus brazos retorcidos, y por encima de esta selva en muda batalla, cortan el aire graciosos y aéreos ramilletes de palmeras y cocoteros. En la orilla, cabos é islotes están festoneados con una doble fila de plátanos.
Muchos, al contemplar acodados en la cubierta esta Naturaleza libre, en la que solamente muy de tarde en tarde alcanzamos á ver con los anteojos marítimos alguna hormiga de paso vertical, que es un hombre, sienten deseos envidiosos de repetir la aventura de Robinsón. ¡Qué felicidad vivir en una de estas islas que ignoran el invierno, donde los árboles dan espontáneamente sus frutos alimenticios de azucarada pulpa, y el agua cris{88}talina se pierde cayendo por el acantilado en hilos de plata!... Ricas damas acostumbradas á todos los refinamientos de la civilización se sienten de pronto con un alma primitiva, y fantasean sobre la poética existencia que puede llevarse en estos lugares esplendorosos, saboreando las ventajas de un salvajismo dulce.
Yo que he vivido en terrenos desiertos de América, sufriendo las penalidades del colonizador, quiebro con mi pesimismo tales ilusiones. Sé por experiencia que la Naturaleza sólo es madre cuando el hombre la ha vencido y esclavizado, haciéndola saber que existe. Donde los humanos no la pisotearon en masa durante siglos y no la golpean y desgarran todos los años con millares de brazos y de máquinas, es una madrastra que nos ignora y nos abruma bajo sus exuberancias crueles, más aún que á los seres inferiores, mejor preparados para amoldarse á sus asperezas.
Dejo de contemplar las islas de lujuriante vegetación. Prefiero el espectáculo del mar con la fauna innúmera que hierve en sus entrañas. En el Pacífico puede uno persuadirse, por observación directa, de que la vida marítima es infinitamente superior en intensidad á la terrestre. Como toda vida empezó á formarse en el mar y procede de él, es en los Océanos donde queda más numerosa y latente. Los que, acostumbrándonos al mar flúido de la atmósfera trepamos por las sinuosidades de la corteza terrestre recién enfriada, fuimos menos numerosos que los que permanecieron para siempre á nuestras espaldas, no queriendo abandonar el elemento originario.
En los mares de Europa, devastados por una pesca excesiva y empobrecidos por la aridez creciente de sus fondos, resulta difícil convencerse de la posibilidad de esta hipótesis científica. En el Pacífico tropical, frente á{89} las costas de la América del Centro, el agua parece hervir con el chisporroteo de las bandas de peces que huyen ante la proa del buque. Algunos, al saltar fuera del agua, dan varias vueltas en el aire, muestran su panza blanca, y se dejan caer cómicamente de costado, con una gracia de payaso torpe.
Durante las horas meridianas, van desfilando sobre la llanura verde y dorada, con la tranquilidad que proporciona la ignorancia del peligro, largas hileras de tortugas. Son enormes y llevan á flor de agua su duro escudo de carey, isla flotante en la que vienen á descansar las aves marinas vagabundas, mientras por abajo mueven sus patas rugosas de lagarto y su cabeza de serpiente tonta.
Atraídos por la novedad de estos blancos, el comandante y los oficiales que están en el puente empiezan á tirar sobre ellas con pistolas y carabinas. Muchas damas americanas pertenecientes á sociedades protectoras de animales protestan con indignación, y al poco rato cesa el tiroteo.
Esta carnicería inútil es una consecuencia de la guerra reciente. En el Franconia, desde el primer jefe al último camarero, todos llevan en el pecho condecoraciones militares. Se han batido sobre el mar en navíos de combate, ó han arrostrado en buques mercantes el torpedazo mortal durante cinco años. El criado que me sirve á la mesa naufragó dos veces por haber echado á pique los submarinos alemanes los barcos en que iba. Los más de sus camaradas pueden contar aventuras semejantes. Acaban de atravesar un período de la historia humana en que el hombre daba caza al hombre, lo mismo que en los tiempos prehistóricos, y matar era función diaria y natural. Y en este Océano tranquilo, luminoso, dulce, al ver junto á los costados del buque{90} el confiado desfile de unos animales enormes y pacíficos, lo primero que se les ocurre es echar mano á sus armas de fuego, por la satisfacción vanidosa de comprobar y lucir sus habilidades de tirador.
Cuando cesan los disparos, vuelven las tortugas á continuar su viaje por las dos bandas del buque, con la tenacidad de las hormigas que reanudan su procesión después de la pisada catastrófica del viandante. El Océano refleja el cielo como un espejo de suave color de turquesa, y repite en su fondo las nubes del horizonte cual si fuesen leves empañamientos de su cristal.
Para acortar la navegación nos separamos de tierra, y durante unos días sólo vemos mar y cielo en torno del buque; pero sabemos que vamos navegando ante Costa Rica, Nicaragua, Honduras y Guatemala, á más de cien millas de su litoral.
He cesado de sufrir la cosquilla ardiente de los rayos violeta, que parecen freir la carne. Ya puedo marchar por todo el buque apoyado en un bastón. El nudo ciático se ha deshecho y la pierna recobra poco á poco su funcionamiento normal. La vida vuelve á parecerme interesante.
Una mañana surgen montañas ante la proa. Son las costas de Méjico. La tierra sale á nuestro encuentro, y vamos á seguirla, con ligeros eclipses, hasta California. Va pasando por el costado de estribor una sierra altísima, que aún parece más enorme al descender directamente al mar sin que nada la encubra. En su ribera se alzan sobre las aguas dos montañitas redondas y graciosas, como dos pechos femeninos. Deben ser de gran altura, y sin embargo parecen algo pueril y frágil, dos juguetes, en comparación con la cordillera que se yergue detrás cubriendo gran parte del cielo.
En una de estas montañitas hay un mástil de telegra{91}fía inalámbrica. En la cumbre de la otra, un viejo castillo. Es Acapulco.
Este nombre sólo significará para muchos lectores el de un modesto puerto mejicano, si es que lo han oído alguna vez. Tal ignorancia nada tiene de extraordinaria, pues la gran mayoría de los españoles cultos también se hallan en el mismo caso. Y sin embargo, durante tres siglos Acapulco fué uno de los puertos más importantes de la colonización española, y la llamada «Nao de Acapulco» el servicio marítimo más regular, más extenso y audaz que existía en el mundo.
Sabido es que Magallanes, después de encontrar el paso que lleva su nombre, buscó al lanzarse en el Pacífico el famoso archipiélago titulado de la Especiería, á causa de sus abundantes especias: el llamado «Maluco» por los geógrafos de entonces, ó sea las actuales Molucas, propiedad de los holandeses. En aquellos tiempos eran los portugueses los que explotaban dichas islas, pero Carlos V envió la expedición de Magallanes porque éste y su camarada el cosmógrafo Rui Falero le hicieron ver que el Maluco correspondía á sus dominios, á causa de haberse trasladado, de acuerdo con Portugal, trescientas leguas hacia Occidente la antigua línea de demarcación trazada por el Papa de arriba á abajo del planeta, dividiendo los nuevos descubrimientos entre portugueses á Oriente y españoles á Occidente.
Pero Magallanes murió combatiendo á un reyezuelo de una de las islas que después fueron llamadas Filipinas, sus principales capitanes perecieron asesinados á traición en un banquete de otro reyezuelo, y el último buque de la flota, bajo el mando de Sebastián del Cano, tuvo que volverse á España, dando vuelta á toda la redondez del planeta por primera vez en la historia humana, pero sin haber tomado posesión del Maluco.{92}
Años después, Legazpi cimentó y organizó la conquista de Filipinas, y aunque España no fué dueña nunca de las islas de las Especias, pudo establecer cerca de ellas un mercado para su adquisición, que fué Manila. Entonces empezó la importancia interoceánica del puerto de Acapulco. Las naves españolas no podían hacer un tráfico regular con Filipinas siguiendo todo el contorno de África y de Asia. Tampoco resultaba comercial repetir la hazaña de Magallanes pasando por el estrecho que lleva su nombre. Esta navegación, que exigía años, sólo podía realizarla entonces un descubridor ó un pirata. Era preciso acortar el camino con la colonia oceánica, y el gobierno de Madrid se aprovechó de la comunicación que tenía establecida con Méjico, prolongándola á través del Pacífico.
Los primeros galeones para Manila salieron del Perú porque los vientos normales favorecían la navegación desde el Callao; pero en cambio, el viaje de vuelta resultaba difícil por ser los vientos contrarios. La ruta fué modificada, y estos galeones se trasladaron al virreinato de Méjico, saliendo del puerto de Acapulco por resultar más favorables las corrientes atmosféricas del hemisferio Norte, á la ida y á la vuelta.
El gobierno y los comerciantes de la metrópoli enviaban sus pliegos oficiales y sus órdenes de compra á Méjico, y el correo, atravesando el país de Este á Oeste—lo que no era siempre fácil, pues abundaban los bandoleros y las partidas de indios bravos—, lo llevaba todo al puerto de Acapulco, en el Pacífico. Allí encontraba á la famosa «Nao», que solía ser un buque de los más grandes de su época: un galeón de 1.500 toneladas, algo extraordinario, como un dreadnaught ó un trasatlántico gigantesco de nuestra época.
El virrey de Méjico tenía á sus órdenes dos ó tres{93} naves de esta especie. Salía un galeón por año para las Filipinas y á veces dos, según las necesidades del comercio.
Poco á poco dejaron de traer especias de la colonia oceánica, pues los portugueses y holandeses se las procuraban á Europa por la ruta de Oriente. Era la China la que abastecía con sus riquezas el mercado de Manila. Más de 20.000 chinos vivían en dicha ciudad como mercaderes, orfebres y tejedores de seda. La famosa «Nao», al llegar procedente de Acapulco, se abarrotaba de telas de la India, muselinas pintadas, mantones bordados, obras de plata, y especialmente de medias de seda. En cada viaje llevaba cuando menos 50.000 pares. La media de seda era en las ricas ciudades de la América española el mayor de los lujos. Las damas de Méjico y de Lima, que se tapaban la cara con la mantilla para aumentar el misterio de sus ojos, llevando al mismo tiempo su hueca falda tan corta como la de una bailadora, solían cambiar de medias tres veces al día.
Al navegar de Manila á Acapulco, resultaba tan enorme el cargamento de la «Nao», que gran parte de sus cañones quedaban desmontados y guardados en la bodega para dejar más amplio espacio en los entrepuentes. Su tripulación de soldados y artilleros era menos numerosa en esta travesía. Además, los piratas no podían sentirse tentados por el abordaje de un navío que sólo llevaba riquezas comerciales, fáciles de robar en cualquier puerto asiático, y muy voluminosas.
El famoso galeón excitaba la codicia de los ladrones del mar en su viaje de vuelta, de Acapulco á Manila. En esta travesía apenas llevaba cargamento; pero todos los cañones iban montados, la tripulación estaba completa, y además el gobierno aprovechaba el viaje para enviar soldados á la guarnición de Manila. La «Nao de Acapul{94}co» llevaba entonces 600 combatientes y á veces más. Sus pasajeros eran contados mercaderes en relación con los comerciantes de Manila, que emprendían tan enorme viaje para hacer nuevos tratos con ellos.
La vida á bordo del galeón era la de un buque de guerra. Al llegar á los archipiélagos oceánicos había vigías en las islas de Guan y de Batan, que le avisaban por medio de llamaradas si el mar estaba libre ó si algún pirata inglés navegaba desde meses antes por estos pasos, en espera de la famosa «Nao». En tal caso, el capitán, que tenía título de general, anclaba en cualquier bahía segura del archipiélago filipino, echaba su cargamento á tierra, así como una parte de sus cañones y soldados, y en esta posición terrestre y defensiva aguardaba la noticia de que el camino estaba libre.
El cargamento de regreso, que apenas ocupaba una parte de la cala, era el más necesitado de defensa. Consistía en dos ó tres millones de duros que enviaban los comerciantes de América á los de Filipinas como precio de sus artículos: cajones llenos de piezas de plata, brillantes y recién acuñadas en las Casas de Moneda de Méjico. Hubo piratas que pasaron dos años vagando en el Pacífico con la esperanza de sorprender á la «Nao de Acapulco», y alguno de ellos lo consiguió, enriqueciéndose en pocas horas.
Hasta el siglo XVIII se mantuvo esta navegación. La «Nao» salía de Manila en el mes de Julio y llegaba á Acapulco en Diciembre ó Enero. Esta era la travesía más larga. Luego, en Marzo, emprendía la vuelta á Manila, llegando á mediados de Junio. Un año aproximadamente invertía en su viaje redondo de ida y vuelta.
Este comercio con Filipinas, á través de las posesiones españolas de América, enriqueció durante tres siglos{95} los palacios de Méjico y Lima, dejando en ellos gran cantidad de sederías, obras de orfebrería y porcelanas.
Muchos capitanes españoles al regresar de Filipinas se quedaron en Méjico y el Perú, ó sea en mitad de su camino, como si les faltase fuerzas para abandonar del todo un mundo nuevo, volviendo á la sociedad reglamentada, ceremoniosa y rutinaria de la península natal. En la ciudad de Puebla (Méjico) vive la religiosa memoria de la llamada «China poblana», una princesita china que vino de Manila en la «Nao de Acapulco», y convertida al catolicismo acabó por morir en olor de santidad.
Con la afición característica de los mestizos á creer en brujerías, milagros y relatos mágicos, el populacho mejicano siempre que inventaba algo inverosímil escogía como lugar de acción la remota ciudad de Manila, de donde aportaban los galeones de Acapulco tantas cosas maravillosas, tejidas y labradas.
Allá por los últimos años del siglo XVII, los vecinos de la ciudad de Méjico, al ir á la catedral para oir misa en las primeras horas de la mañana, vieron á un soldado que se paseaba con el fusil al hombro por la plaza Mayor, como si estuviese de centinela. Por ser esto una novedad inexplicable, las autoridades hicieron llamar al soldado, y éste miró con asombro en torno de él, cual si despertase, no conociendo lo que le rodeaba. Luego dijo tranquilamente que era de la guarnición de Manila, y la noche anterior lo había colocado su sargento de centinela en la muralla de dicha ciudad, siéndole imposible comprender cómo se veía horas después en Méjico. La mitad de una noche había bastado á brujas y demonios para llevarle en volandas de un lado á otro del Pacífico, sobre la curva de una mitad de la tierra.
El populacho que deseaba ver al centinela de Manila, creyendo á ojos cerrados en tal viaje, no consiguió{96} su objeto. La Inquisición se había incautado del impostor, y tal vez lo embarcó de veras á Filipinas en el primer envío de soldados, para que hiciese centinela otra vez en los muros de Manila y repitiese su asombroso vuelo.
Perdemos de vista las montañas de Acapulco, y al día siguiente, frente al puerto de Manzanillo, la tierra se aleja de nosotros y queda abierta la boca del profundo golfo de California, que en los primeros años de su descubrimiento por los pilotos al servicio de Hernán Cortés, fué llamado unas veces mar Bermejo y otras mar de Cortés. Es tan enorme la boca del golfo, que tardaremos cerca de un día en pasarla, llegando al otro extremo, ó sea al vértice de la península llamada Baja California.
Navegamos sin vestigio alguno de tierra, como si estuviésemos en alta mar, y durante las primeras horas de la noche se anima el Franconia con las luces extraordinarias, la música, el vocerío y los trajes multicolores de un baile de máscaras, precedido de un desfile por las diversas cubiertas. Es la víspera de una de las fiestas más tradicionales del pueblo norteamericano, el famoso Thanksgiving Day (el Día del Agradecimiento).
En la mañana siguiente vemos el litoral de la Baja California, pero navegamos lejos de él por ser costa sucia, como dicen los marinos, á causa de sus bajos y arrecifes. Bahías, cabos é islotes conservan aún los nombres que les fué dando el piloto Sebastián Vizcaíno, gran explorador de la costa de California y fundador de Monterrey, cerca de San Francisco. Los más son nombres de santos. Eran entonces tan frecuentes los descubrimientos, que los navegantes españoles necesitaban valerse del calendario para rotular las nuevas tierras, escogiendo el nombre del santo del día. Otras veces inventaban el título con arreglo á los adornos naturales{97} del país, á su fauna ó al propio estado de su ánimo. En el fondo del horizonte veo esfumados por la distancia dos grupos de montañas, á las que dió Vizcaíno los títulos que aún conservan: isla de Cedros é isla Bonita.
Por la noche es la verdadera fiesta del Thanksgiving Day, la comida de gala, con gran profusión de banderas, luces y cánticos patrióticos. Luego, en los salones de arriba, estos norteamericanos entusiastas creen que es su deber seguir cantando á coro, y resucitan canciones antiguas ligadas á los episodios de su historia, desde Wáshington á Lincoln.
Todos cantan bien, y cada uno toma, instintivamente, el tono que mejor corresponde á su voz en este conjunto coral. Se nota que han pasado por las escuelas de su país, donde se canta mucho. Los más pertenecen á la religión protestante, que exige el cántico á todos sus fieles. Por algo Lutero fué hábil flautista y muchos apóstoles de la reforma religiosa expertos músicos. También por la misma causa los himnos nacionales de todos los países protestantes tienen la lentitud majestuosa de los salmos.
Hemos salido ya de la zona tropical. Volvemos á buscar los trajes de invierno que llevábamos en Nueva York y empezamos á repeler en Cuba, olvidándolos completamente al llegar á Panamá, como algo quimérico que jamás volveríamos á usar.
El Océano toma un color azul plomizo; el horizonte es denso y gris. En mitad del día consigue el sol perforar las nubes y corta la atmósfera brumosa con un largo triángulo de luz que parece artificial. Las olas rompen contra las murallas del buque, levantando nubes de polvo líquido que durante las breves apariciones solares reflejan en sus facetas las tintas del arco iris.
A pesar de su majestuosa estabilidad, el Franconia{98} danza como un tapón de corcho sobre las aguas lívidas. Vemos lejos á otros buques, que se ocultan de pronto cual si los hubiesen tragado las olas, y vuelven á reaparecer más allá, con saltos de animal asustado, que sacan del mar toda su proa ó muestran el color rojizo de su vientre.
Afrontamos un temporal, poco temible á bordo de un buque como el Franconia, pero molesto para las funciones normales de la vida. Este oleaje tempestuoso es ante un golfo en cuyo remate está la famosa ciudad de Los Ángeles, punto de reunión durante el invierno de las gentes ricas y desocupadas de los Estados Unidos.
Yo que conozco Los Ángeles contemplo el horizonte gris, como si pudiese ver á través de sus brumas la costa californiana, con sus huertos de naranjos y sus enormes hoteles; la isla de Santa Catalina, de inagotable pesca, cuyas barcas tienen un fondo de cristal para sorprender los misterios de los bosques submarinos; las avenidas de la ciudad, compuestas de palacios modernos; los túneles de porcelana brillante que prolongan estas calles á través de las colinas.
Hoy es el primer día de Diciembre. Los Ángeles debe tener ya toda su animación invernal, y nosotros estamos frente á ella—á 100 millas de distancia mar adentro—, reflejando con nuestras vacilaciones de muñeco desarticulado los rudos vaivenes que la tormenta hace sufrir al buque. Es como si atravesásemos una tempestad mediterránea á la altura del Casino de Monte-Carlo ó del Paseo de los Ingleses de Niza.
Al salir del golfo de Los Ángeles se va serenando el mar. Un cabo surge en el horizonte llevando sobre su lomo un pequeño pueblo. Es Punta Argüello, primer pedazo de los Estados Unidos que vemos en el Pacífico, y que ostenta un nombre español.{99}
Una antena enorme de telegrafía sin hilos, un andamiaje piramidal á estilo de la Torre Eiffel, se alza sobre el dorso del cabo, y en torno de ella se agrupan varios edificios. Éstos son distintos á los que pudimos ver de tarde en tarde, en ocho días de navegación, frente á las costas centroamericanas y mejicanas: casas de un solo piso, largas y bajas, horizontales, como si se hubiesen tendido en el suelo.
Aquí los edificios son de una verticalidad audaz; todos de varios pisos, con el tejado rojo que parece flamear, y las paredes blancas; el atrevimiento norteamericano unido á la gracia fresca y juvenil de la California.
Empezamos á costear otra civilización, otra manera de apreciar la vida.{100}
San Francisco y sus bellezas.—El Barrio Chino.—Sus antiguos laberintos subterráneos.—Su aspecto actual.—Influencia de este barrio en la proclamación de la República china.—La propaganda en las calles.—Las farmacias chinas y sus estrafalarios remedios.—El «Franconia» adquiere nueva vida.—Los duendes de mi camarote.—La ola que no va á ninguna parte.—Una isla roja que sólo se deja ver unos minutos.—La esfinge azul y el secreto de sus estremecimientos.—La Atlántida del Pacífico.
Yo he contado en una de mis novelas, La reina Calafia, cómo la gran bahía de San Francisco, después de mantenerse oculta dos siglos para los marinos, se presentó inesperadamente ante los ojos de don Gaspar de Portolá, coronel español de caballería, que la descubrió por la parte de tierra.
La ciudad de San Francisco, nacida en las orillas de esta bahía, que es un pequeño mar interior con varias islas, puede llamarse la capital americana del Pacífico. El canal de Panamá le ha causado algún daño; pero todavía, para los puertos de Asia, es San Francisco el mayor centro de navegación en la orilla de enfrente.
Los que desembarcan en sus muelles sin conocer las audacias de la construcción norteamericana admiran su esplendor. Los que llegan por el Este, habiendo visitado antes otras ciudades de los Estados Unidos, ven en San{101} Francisco una imitación de Nueva York. Pero á pesar de la uniformidad de todas las urbes de la gran República, ésta conserva una fisonomía especial que revela sus orígenes de antigua tierra española y de país de oro al que acudieron hace medio siglo todos los aventureros del mundo.
Sus alrededores ofrecen parques y paseos de una vegetación esplendorosa que parece montada sobre el límite divisorio de la zona tropical y la fría, participando de ambas floras. El llamado «Presidio», que guarda aún su nombre castellano por ser el lugar donde estaba el antiguo fuerte, presidiado por soldados españoles, es un parque frondoso, con árboles casi seculares. Desde sus praderas puede verse en días serenos, á través de las columnatas de troncos, el admirable panorama de la bahía, bordeada de ciudades nuevas, y la Puerta de Oro (Golden Gate), desfiladero marítimo que le sirve de entrada.
Se prolongan los paseos por la costa, frente al mar libre. Sobre los escollos se ven enormes orugas rojizas que son en realidad lobos marinos, viejos, monstruosos, de pesada obesidad. Hasta aquí llegan estos habitantes de los mares fríos en sus excursiones hacia las aguas del Sur.
Como una cuña verde metida entre el Océano y la gran ciudad, se extiende el parque de Golden Gate, uno de los paseos más admirables de América. Numerosos monumentos pueblan con un mundo de figuras metálicas ó marmóreas sus avenidas de verde eterno.
En su parte más céntrica, un fraile de bronce se alza sobre su pedestal con una cruz en la mano. Es el religioso mallorquín Junípero Serra, primer colonizador de la Alta California, que dió á la ciudad el nombre de San Francisco, patrón de su orden.{102}
Frente á él, dos hombres, espada en mano, se arrodillan ante un busto gigantesco que lleva gorguera rizada y barba puntiaguda. Son don Quijote y Sancho haciendo acatamiento al novelista que los creó. Dos vecinos de San Francisco de origen español, antiguos oficiales de Ingenieros que emigraron á California en 1870, don Juan Cebrián y don Ensebio Molera, iniciaron la erección de dicho monumento á la gloria de Cervantes y del primer idioma europeo que se habló en esta tierra, y los californianos que no quieren olvidar el origen de su patria les secundaron en tal empresa.
Lo más original en San Francisco para el viajero que no conoce Asia es visitar su famoso Barrio Chino. Antes del terremoto de 1906, que lo arruinó completamente, el China Town de San Francisco era un lugar misterioso sobre el que se fantaseaba mucho, haciéndolo escenario de dramas y novelas terroríficas. El terremoto dejó descubierto un segundo barrio subterráneo, de habitaciones superpuestas y corredores intrincados: un hormiguero para desorientar al policía más astuto. En realidad, el profundo laberinto servía para ocultar fumaderos de opio y casas de juego, las dos pasiones de los chinos á la antigua.
Hoy, dicho barrio ha sido reconstruído, sin dejar en él nada misterioso. Guarda de su origen la arquitectura graciosa de sus fachadas y la riqueza asiática de sus tiendas. Algunos de sus bazares son tan abundantes y ricos como los de Pekín.
El chino de San Francisco va vestido lo mismo que un norteamericano. La nueva República china, al permitir que sus ciudadanos puedan desprenderse del adorno tradicional de la trenza, facilitó dicha transformación. Las mujeres del China Town aún guardan el antiguo traje con pantalones, porque facilita sin duda sus traba{103}jos domésticos, pero sólo las más ancianas conservan los pies desfigurados y diminutos que he visto luego en el ex Imperio Celeste. En días de fiesta, cuando salen á paseo con su gentleman amarillo y de ojos oblicuos, todas llevan sombrero y abrigo de pieles, y hasta usan grandes anteojos con montura de concha, sin duda porque esto les da cierta semejanza con las profesoras norteamericanas, mandarinas de las letras.
De este barrio salieron muchos jóvenes que hoy son generales y personajes políticos en la República china. Aquí se familiarizaron con las instituciones democráticas de los Estados Unidos, atravesando luego el Pacífico para implantarlas en su país. Sin el China Town de San Francisco no hubiera sido posible que el Imperio más tradicionalista y absoluto de la tierra pasase de un salto á ser República.
Una juventud de chinos inquietos, vestidos á la moda americana, con un estilógrafo en el bolsillo superior de la chaqueta, una insignia en la solapa y el pelo largo y charolado, á estilo de bailarín de dancing, se dedica por la noche, después de las horas de trabajo, á instruir al populacho amarillo.
En mi primera visita á San Francisco vi uno de estos mítines de propaganda china en medio de la calle. Tres chinitos barrigudos y graciosos, con ese encanto de los amarillos y los negros cuando están aún en la infancia, sostenían tres banderas: la de los Estados Unidos, la del Estado de California y la de la República china. Un gentleman bien trajeado y de ojos oblicuos, subido en una tribuna portátil, hablaba á un centenar de compatriotas, obreros del puerto y de las fábricas, sucios de carbón, vestidos como los mecánicos, pero que indudablemente se habían cortado la trenza poco tiempo antes.
Cuando me cansé de la gesticulación ardorosa y las{104} palabras ininteligibles del orador, hice preguntar á uno de los oyentes cuál era el objeto del discurso.
—Habla—me contestó—para demostrar que los chinos somos superiores á los japoneses. El Japón es un Imperio donde el hombre no es libre, y en China tenemos ahora la República.
A pesar de las tendencias modernas y revolucionarias del China Town, las tiendas que venden á sus habitantes los artículos de primera necesidad guardan un aspecto raro y repulsivo para los blancos, que nos hace recordar muchas originalidades de este pueblo leídas en los libros. En los despachos de comestibles hay aves secas y ahumadas como el jamón, y otros alimentos acartonados cubiertos de polvo y de moscas. Los olores y el aspecto de las cosas revelan una manera completamente distinta de apreciar la alimentación y un olfato lamentablemente invertido con relación al nuestro.
Las farmacias abundan mucho en el barrio. Son el lugar de reunión de los vecinos. Todas ellas ofrecen asiento á los tertulianos, que charlan y fuman mientras el boticario, con unas antiparras enormes ante los ojitos oblicuos, lee ó medita, como un alquimista antiguo en su laboratorio. Estas farmacias se dan á conocer por unas celosías de madera tallada y dorada que adornan en forma de arco el fondo de la tienda, muestras perfectas del arte chino, en cuyos ramajes se enroscan dragones quiméricos y crecen flores misteriosas. En sus escaparates hay culebras secas. Según parece, este reptil, rallado y pulverizado, entra en muchas de las combinaciones de la farmacopea china.
Mientras conversan los tertulianos, fumando sus pipas largas y de pequeñísimo hogar, los mancebos de la botica abren y cierran varias cuchillas fijas en caballetes de madera, cortando incesantemente una especie de{105} achicorias verdes y blancas. Deben ser de gran consumo, pues en todas las farmacias al llegar la noche los dependientes se entregan á dicho trabajo, para tener pronto el remedio al día siguiente. Estos vegetales cuestan caros, por ser traídos de la misma China. Únicamente allá pueden encontrarse sobre los montículos de tierra de las tumbas, y como crecen junto á los féretros con el zumo de los antepasados, poseen un poder milagroso para curar la tisis.
Me limito á enterarme de estas curiosidades farmacéuticas, pero no oso reirme de ellas. Sé que hace tres siglos nada más era admitido en Europa que un ratón asado puesto sobre las heridas de arcabuz y de cañón las curaba inmediatamente, y cierta piedra extraída de la cabeza de las grandes serpientes, llamada «piedra bezoar», tenía un poder tan milagroso contra toda clase de enfermedades y venenos, que el emperador Carlos V se hizo traer una de América.
Todavía en las naciones europeas existen hoy brujas y curanderos que emplean clandestinamente una farmacopea más repugnante. Dejemos en paz á los boticarios chinos. Sus recetas estrafalarias sólo significan que su ciencia se detuvo en el mismo lugar donde estábamos nosotros hace unos pocos cientos de años.
Llegan al Franconia los últimos pasajeros para el viaje alrededor del mundo. Unos son de San Francisco ó de Los Ángeles. Otros, necesitando quince días más para sus negocios, renunciaron á visitar Cuba y Panamá y llegan directamente de Nueva York, atravesando en ferrocarril toda la anchura de los Estados Unidos.
Terminan los banquetes y recepciones con que los propagandistas de la metrópoli californiana han querido obsequiar á los viajeros del Franconia, y otra vez vuelve á partir éste las aguas del Pacífico.{106}
Ahora ya no seguimos una costa; vamos á cruzar el más grande de los Océanos, de una ribera á otra, navegando por su desierto azul durante medio mes, sin otra escala que el archipiélago solitario de Hawai.
En la primera noche de esta navegación el buque empieza á moverse con una inquietud que no había mostrado hasta ahora. Ha adquirido una vida nueva y ruidosa. Se retuerce como un animal bajo el empellón continuo del oleaje; suspira, lanza quejidos, silba. El viento muge entre cordajes y mástiles; luego brama, con ecos metálicos en los embudos de los ventiladores y el abismo de la chimenea. Las cosas inanimadas parecen haber poblado su interior con espíritus inquietos. Mi camarote, mudo hasta ahora, cobija en cada rincón blanco un duende que se divierte haciendo chacolotear maderas y hierros, con una estridencia que me enerva y corta mi sueño.
Al día siguiente, este buque que nos parecía grandioso, sólido y estable como una catedral, sigue balanceándose, aporreado por el mar, con una fuerza sorda, disimulada, sin aparato terrorífico. La ola larga hasta perderse de vista y con suaves pendientes pilla al barco por un costado, lo asalta durante su marcha, lo levanta, pasa por debajo de él, abriendo un abismo azul que deja descubierta la curva de su vientre, y se escapa por el lado opuesto.
Es la ola del Pacífico, moviéndose en la inmensidad sin un fin apreciable; la ola que no va á ninguna parte y corre todo el planeta, de un polo á otro, sin levantar espuma, sin hacer ruido, sin chocar con obstáculos, pues las islas oceánicas, olvidadas en sus soledades, son como granos de polvo caídos en un torbellino, como estrellas diseminadas en el firmamento.
Estas olas tienen la energía ciega, el silencio feroz,{107} la inconsciencia sorda de las fuerzas naturales. Pasan junto á nosotros ignorándonos. No conocen al hombre. Son diferentes á la ondulación intensamente salada del Mediterráneo ó á las corrientes acuáticas del Nilo y el Ganges, que arrullaron la cuna de las primeras civilizaciones y las dieron á beber con sus pechos maternales. Es la ola de los primeros tiempos del planeta, cuando aún no había nacido el hombre. Y ahora, en los tiempos modernos, sólo ha visto pequeños grupos humanos, pueblos rudimentarios, acampados en islas que son picachos de volcanes y que aún se hallan en los primeros crecimientos de la infancia.
En días sucesivos, el mar, que es de un gris azulado y metálico, se va iluminando hasta adquirir la claridad esmeraldina de los mares tropicales. El movimiento de las olas disminuye. Hay horas en que el Pacífico parece una llanura, sin otra ondulación que las leves arrugas inevitables en toda inmensidad. Y sin embargo, el buque sigue moviéndose extraordinariamente, sacudido por fuerzas ocultas.
El Océano, en estos días monótonos de navegación, sólo puede ofrecer dos espectáculos: la salida del sol y su ocaso. Un atardecer corremos todos á la proa para contemplar una tierra inesperada. Sabemos que esto no es posible, pues aún estamos lejos de Hawai, pero nuestros ojos parecen repeler la verdad. El ocaso nos perturba y nos engaña con una de sus fantasmagorías prodigiosas.
Frente á la proa, en el fondo del horizonte, se alza una isla de brillante rojo, cual si transparentase un fuego interior. Vemos en ella una ciudad gigantesca, una especie de Nueva York, con altos edificios grises ribeteados de oro vivo. Tendida en lo alto, como si la cobijase, hay una nube larga que se inflama con el{108} mismo resplandor de la ciudad y semeja un dragón de fuego. Con la rapidez casi instantánea de los crepúsculos tropicales, se apaga de pronto la isla y su urbe fantástica, partiéndose en vedijas de vapor que traga el horizonte. El Océano, antes de entregarse á la noche, toma un color de rosa obscuro, un rosa de sangre seca, que parece reflejar vastos bancos de coral ocultos en sus profundidades. Y en esta inmensa llanura purpúrea que se va obscureciendo, las hélices dejan un camino blanco y verde, un surco de esmeralda líquida y de espuma.
Transcurren los días sin que veamos un buque ni una tierra. Creemos vagar sin rumbo por el desierto marino, como si la vida humana hubiese terminado en todo el globo y fuésemos nosotros los únicos supervivientes de la universal catástrofe.
Contemplamos en el mapa la enormidad del Pacífico, que ocupa toda una cara de nuestro planeta. En torno á la inmensa cazuela oceánica existe una cadena circular de volcanes. Por todas partes chimeneas del hervor central: en las costas de las dos Américas, desde la Tierra del Fuego á Alaska; en el archipiélago japonés; en las riberas de la China y las islas oceánicas.
La tierra tiembla frecuentemente en las orillas del Pacífico. Otros temblores, tal vez más grandes, pasan inadvertidos al agitar su lecho submarino, á miles de metros de profundidad. Las islas que emergen de sus llanuras solitarias son conos de fuego en incesante derrame, ó cráteres adormecidos desde los tiempos de su descubrimiento por el hombre, pero que pueden volver á sus vómitos ígneos, pues los siglos valen menos que segundos en la vida telúrica de nuestro planeta.
Este Océano está formado indudablemente por una depresión de la corteza terrestre, que no es uniforme y{109} sólida, sino fragmentaria y flotante, como un mosaico de escorias frías sobre el denso globo de materias ardientes, núcleo de nuestro planeta. Tal vez el encogimiento y la caída de tal costra, hasta formar el fondo actual del Pacífico, dejaron mal soldados sus bordes con los bordes de las costas limítrofes, y las masas de agua que se filtran por tales grietas, deslizándose hasta la gran masa del fuego central, crean gigantescas evaporaciones, cuya explosión origina los frecuentes temblores de sus orillas. ¿Quién pudiera conocer el misterio de este mar, esfinge de cara azul que extiende sus garras de uno á otro polo?... ¿Llegará á adivinarse un día la historia de los pueblos que existieron donde hoy ruedan sus olas; de las montañas que se plegaron en sentido inverso, convirtiéndose al desplomarse en embudos y simas de la profundidad oceánica?...
Porque es indudable que en este Océano, donde ahora se navega semanas y semanas sin ver otra cosa que agua, y las tierras esporádicas son picos de volcanes que ascienden rectamente muchos miles de metros desde el fondo, existieron en otra época masas continentales ó largas cadenas de islas que sirvieron de puentes á los pueblos emigradores de Asia.
La desaparición de una Atlántida es más segura en el Pacífico que en el Atlántico. Los pueblos de Europa no ofrecen ninguna semejanza étnica con los de América. Jamás vinieron tribus del llamado Nuevo Mundo á juntarse con las nuestras en los tiempos prehistóricos. En cambio, resulta asombroso el parecido de muchos indígenas americanos con ciertos pueblos asiáticos.
Después de viajar por Asia, yo que he vivido en diferentes naciones de América no puedo comprender cómo se ha dudado y discutido tantos años sobre el origen remoto de las razas americanas. La pura observación del{110} viajero basta para adquirir el convencimiento de que la mayor parte de los pueblos indígenas de América proceden de Asia.
En el Japón, en la China, en los archipiélagos poblados por la raza malaya, he encontrado la misma sonrisa, los mismos gestos instintivos y no estudiados, iguales miradas, reflejo misterioso del alma, que vi en los campos de la Argentina todavía no invadidos por la emigración blanca, en las muchedumbres mestizas de Chile, y más aún en el numeroso populacho de Méjico.
Hay un tipo de indio americano—especialmente en la América del Norte—, de nariz exageradamente aguileña y cara huesuda y larga de caballo, que no he visto en otra parte y tal vez pueda ser autóctono. Pero los demás indígenas americanos, de color cobrizo, ojos oblicuos y sonrisa que puede llamarse «incomprensible», son remotos descendientes de las emigraciones llegadas de Asia, no sabemos de qué modo, pero indudablemente á través del Pacífico.
Por algo los primeros conquistadores españoles, con ese instinto certero de la ignorancia, que adivina muchas veces por inducción, mejor que el paciente estudio, al explorar ciertas regiones de América apodaron á los indígenas, según su sexo, «el chino» ó «la china».
Y estos nombres aún se usan corrientemente en la actualidad.{111}
Islas perdidas en la inmensidad del Pacífico.—Los redescubrimientos del capitán Cook y el olvido de sus predecesores.—Los pilotos de España conocen Hawai doscientos años antes de la llegada de Cook.—Kamehamea I, «Napoleón de Oceanía».—El amor libre coronado de flores.—Los terribles decretos de la viuda arrepentida.—Los hawaianos pierden el interés de vivir en unas islas regidas por la moral de los blancos.—Maravillosas costas de Hawai.—Las romanzas de un pueblo de músicos.
Cuando se examina la carta de navegar del Océano Pacífico, llama inmediatamente la atención un entrecruzamiento de líneas que cubre su parte superior. Son como los rayos de una rueda, como los filamentos de una telaraña, y el centro de esta periferia de líneas, que significan para los pilotos rumbos de navegación, se halla en el archipiélago de Hawai.
La parte inferior de dicha carta está espolvoreada de puntos, islas diseminadas en la inmensidad oceánica, como las estrellas en el cielo. Arriba, la soledad azul es uniforme y absoluta. En un espacio de miles y miles de millas, sólo se ven unos cuantos puntitos agrupados: el archipiélago de Hawai. Más de 2.000 millas le separan de las costas de América, más de 3.000 de las del Japón, y para llegar hasta los continentes oceánicos de Australia y Nueva Zelandia—las tierras más importantes que{112} tiene al Sur—, es necesario navegar 5.000 millas, cortar los dos trópicos y la línea ecuatorial, avanzando mucho en el otro casquete del globo.
Estas islas solitarias son lugar de obligado descanso para todos los buques que salen de las costas de América, de Asia ó de Australia, y se encuentran en el puerto de Honolulu, el más importante de Hawai. Todas ellas, con sus diversas extensiones, no son mas que remates de montañas volcánicas emergidas del fondo del Océano; cúspides fértiles, por los elementos químicos de su tierra y por la temperatura del Trópico, que descansan sobre un pedestal sumido en el agua 7.000 ú 8.000 metros.
Su hermosura es innegable y deja en los visitantes un recuerdo firme; pero aún parece agrandarse por la relatividad de las circunstancias, pues el viajero llega á ellas después de haber atravesado las monotonías de un océano desierto.
Muchos marinos, al hablar de sus viajes por el Pacífico, exclaman con melancolía:
—¡Ah, Hawai!... ¡El incomparable puerto de Honolulu!...
Actualmente, á pesar de lo rápida que resulta la navegación á vapor y de las comodidades que ofrece un paquebote moderno, la presencia de este archipiélago, después de una semana de travesía solitaria, es acogida con entusiasmo. Hay que imaginarse cómo celebrarían los navegantes á vela, después de varios meses de aislamiento, la aparición de estas islas surgidas en mitad del Pacífico y descritas como un edén de paz y dulces placeres por los que las visitaron antes.
Todos los vapores se dirigen ahora á Honolulu, en la isla Oahu, y esto es lo único que ven los viajeros durante su escala en el archipiélago polinésico. Nosotros, antes de Honolulu, visitamos la isla de Hawai, la mayor de todas{113} y, sin embargo, la menos frecuentada por la navegación regular. En ella están los cráteres más altos de esta tierra volcánica, y el Kilauea, lago de fuego en ebullición, que no tiene nada comparable en todo el mundo conocido.
Este archipiélago fué redescubierto en el siglo XVIII por el famoso capitán Cook. Como los ingleses se dedicaron á los descubrimientos geográficos con más de un siglo de retraso, cuando ya españoles y portugueses habían explorado la redondez del planeta, creyeron oportuno exagerar el valor indiscutible de las navegaciones de Cook, hablando de ellas como si no tuviesen precedente alguno en Oceanía.
El famoso capitán Cook fué más sincero que muchos de sus compatriotas, y en los relatos que dejó escritos de sus viajes menciona varias veces á los descubridores españoles que le precedieron más de siglo y medio en el descubrimiento de muchos archipiélagos del Pacífico. Hasta cuenta haber encontrado en poder de los indígenas de una isla espadas viejas que procedían de los antiguos marinos españoles.
Los autores ingleses nunca se han acordado de los precursores de su ilustre compatriota, de Álvaro de Mendaña, Quirós, Torres y otros pilotos españoles y portugueses, que dieron á muchas islas y estrechos de Oceanía los nombres ibéricos que ostentan aún ó sus propios apellidos.
Con el archipiélago de Hawai ocurre lo mismo. Al hablar de él se afirma, como algo indiscutible, que fué Cook el primero que lo descubrió. Algunos autores más escrupulosos llegan á decir de una manera vaga que mucho antes del viaje del mencionado explorador habían llegado á Hawai unos náufragos españoles, pero no añaden á esto ni una palabra.{114}
Confieso que tampoco sabía yo más que estos autores cuando desembarqué en Hawai, y por ello quedé sorprendido al encontrar en las tradiciones y los museos de estas islas numerosos recuerdos que hacen referencia al primer descubrimiento realizado por los españoles. Los habitantes actuales del archipiélago polinésico, á pesar de que muchos de ellos tienen un origen británico por ser norteamericanos, gustan de hacer retroceder las fronteras de su pasado, la antigüedad histórica de su tierra de adopción, y esto, unido á ciertos descubrimientos arqueológicos, les ha permitido reconstruir los tiempos anteriores á la llegada de Cook, en 1778.
Dos siglos antes, según las tradiciones del país transmitidas de generación en generación, pusieron sus pies en la costa de Hawai los primeros blancos, procedentes de España. Hernán Cortés, al verse desposeído del gobierno de Méjico por Carlos V, se dedicó á hacer exploraciones en el Océano Pacífico, con la esperanza de encontrar nuevas tierras. Él fué el primero que construyó buques en la orilla americana de este mar, consumiendo tal empresa gran parte de su fortuna.
Una escuadra compuesta de tres barcos: el Florida, el Santiago y el Espíritu Santo, bajo el mando de Álvaro Saavedra, fué enviada por Cortés en busca de las famosas islas de la Especiería; pero las tempestades del Pacífico la disolvieron, tragándose dos de las naves. Un capitán español y su hermana pudieron llegar con otros náufragos á una de las actuales islas de Hawai, siendo acogidos hospitalariamente por sus habitantes.
Estos españoles tuvieron que amoldarse á su nueva existencia, presintiendo que jamás volverían los suyos á buscarles en tierras tan lejanas é ignoradas, y casaron en el país, llegando á ser guerreros poderosos. A principios del siglo XIX, en tiempos del emperador Kamehamea I,{115} el «Napoleón de Oceanía», algunos de los caudillos que le secundaban en sus conquistas exhibían como título de suprema nobleza el ser descendientes del capitán español ó de su hermana, llegados al país dos siglos antes.
Las tradiciones de Hawai no mencionan nuevas arribadas de españoles; pero hace veinte años, al abrirse los cimientos de un edificio fuera de Honolulu, fué encontrado un gran busto, obra de escultor indígena, hecho con la fidelidad minuciosa y un poco caricatural de las imágenes divinas de la Polinesia. Este valioso hallazgo arqueológico se apresuró á adquirirlo el cónsul alemán de Hawai, y está ahora en un museo de Berlín.
Yo vi una copia en yeso que existe en el Museo Bisop de Honolulu, sin conocer previamente su origen y su título, é inmediatamente atrajo mi atención, excitando luego mi asombro. Entre las numerosas divinidades hawaianas de larga nariz y prominente mandíbula, semejantes por su tallado grotesco á las célebres imágenes de la Isla de Pascuas, me fijé en una cabeza con melenas, bigote, perilla y gola rizada. Es obra grosera y primitiva, sus facciones están ensanchadas, pero semeja reflejar, á través de un espejo deformatorio, cualquiera de los hidalgos pintados por el Greco ó por Velázquez.
El catálogo del museo me demostró la exactitud de tal semejanza. La obra se titula: «Capitán de buque español, esculpido por un artista del país».
Afirman las tradiciones que el capitán representado por el escultor indígena es el mismo que llegó á Hawai como náufrago. Esto no es verosímil. Un hombre que salió á tierra nadando con sus compañeros de infortunio no podía guardar la gola rizada, la capa y todos los detalles indumentarios que se adivinan en el resto de dicha escultura. Además, el marino español del busto más bien parece del siglo XVII que de la época de Cortés.{116}
El modelo fué indudablemente uno de los muchos capitanes de galeón que, al ir á Filipinas desde Acapulco, ó al regreso, se vieron obligados á tocar en el archipiélago de Hawai. Éste se halla un poco más arriba de la ruta seguida habitualmente por la «Nao de Acapulco», mas al regreso de Manila los vientos reinantes hacían navegar á los galeones muy al Norte, poniendo la proa al cabo Mendocino, en la California. Además, con la ayuda de la máquina de vapor es posible fijar un rumbo marítimo, casi lo mismo que una ruta terrestre; pero en la navegación á vela la voluntad del hombre tiene que ser esclava de las fuerzas caprichosas del mar y del viento. Más al Norte que Hawai está el Japón, y sin embargo, don Rodrigo de Vivero, al cesar en su gobierno de Filipinas y volver á España, se vió desviado de su rumbo por una tempestad y arrastrado á las costas japonesas, siendo el segundo navegante europeo que pisó dichas islas, después del portugués Méndez Pinto.
Es casi seguro que los galeones de Acapulco, en su viaje anual á Manila, tocaron siempre que les fué conveniente en el archipiélago de Hawai, bien conocido por sus pilotos.
Juan Gaetano, navegante español, estuvo en varias de estas islas en 1555. Un pirata inglés, luego de sorprender y robar á uno de los navíos de Acapulco en el siglo siguiente, llevó á Londres una carta de navegación encontrada en el camarote del capitán. En esta carta figuraban las islas de Hawai, muy cerca de la ruta normal que debían seguir los buques españoles en su viaje á Filipinas. Un error de situación las colocaba algunos grados más allá de su verdadera latitud, pero todas ellas figuraban en el mapa con los nombres que les había dado el piloto Gaetano en su primera expedición. Hawai era llamada «la Mesa»; Mahui, «la Desgraciada»,{117} y las islas más pequeñas tenían la denominación común de «los Monjes».
Los marinos, en aquella época de guerras y piraterías, procuraban guardar los descubrimientos en absoluto secreto, para aprovechamiento de su país. Por esta razón los españoles callaron durante dos siglos la existencia de Hawai, que podían utilizar como refugio en mitad de su camino á las Filipinas, aunque estuviese dicho archipiélago algo al margen de su ruta.
Otros descubrimientos de archipiélagos oceánicos realizados por los españoles resultaron infructuosos al convertirse poco á poco en un secreto únicamente conocido por los navegantes. El poder colonial de España era entonces tan extenso, que unos cuantos grupos de islas de vida salvaje, perdidas en las inmensidades del Pacífico, poco podían interesar á una nación poseedora de la mayor parte de América y de las Filipinas. Las otras potencias de aquellos siglos, á pesar de su deseo de adquirir colonias, tampoco se preocuparon de poseer estos archipiélagos oceánicos, numerosos, diminutos y esparcidos como puñados de arena. Sólo en época modernísima, al finalizar la primera mitad del siglo XIX, empezó á dejarse sentir la influencia civilizadora de los países cristianos en las numerosas islas del Pacífico, muchas de las cuales aparecen erróneamente como descubiertas por el capitán Cook y no visitadas antes por ningún otro marino.
Cook dió al actual archipiélago de Hawai el título de Islas Sándwich, en honor del ministro inglés del mismo nombre. Los indígenas, que á su llegada vivían aún divididos en tribus hostiles, le recibieron con veneración, como un enviado de su dios Lono; pero esto no impidió que lo matasen al intervenir en una riña entre sus marineros y los naturales.{118}
Antes de morir pudo conocer á un joven guerrero, llamado Kamehamea, que empezaba su carrera de caudillo. Éste fué el gran héroe del país, y su estatua moderna figura en uno de los paseos de Honolulu. De 1784 á 1819 emprendió una serie de empresas militares y civilizadoras extraordinarias, repitiendo dentro de su pequeño mundo oceánico las aventuras heroicas que realizaban al mismo tiempo en el hemisferio opuesto del planeta los generales de la República francesa y Napoleón con sus lugartenientes.
Creó una flota de canoas de guerra, y fué pasando de isla en isla para vencer á sus reyezuelos, convirtiendo al fin en un imperio el archipiélago de Hawai. Convencido de la superioridad de los blancos, buscó el apoyo de Vancouver y otros marinos ingleses exploradores del Pacífico, comprándoles cañones y un barco viejo de guerra. Luego, aprovechándose de la gran facilidad del pueblo canaco para aprender las artes de los extranjeros y copiar sus obras, llegó á construir buques semejantes á los de los blancos. Ensanchó y fortificó á Honolulu, capital creada por él, y al morir, en 1819, proyectaba nada menos que la travesía de una gran parte del Pacífico con todo su ejército, para ir al otro lado de la línea ecuatorial á conquistar la isla de Taití y otros archipiélagos del Pacífico del Sur.
Su largo reinado fué una mezcla de aprendizajes de civilización y viejas costumbres que se resistían á perecer. En tiempos de Kamehamea, los personajes de la corte se esforzaban por imitar los trajes y costumbres de los europeos, y al mismo tiempo, sus sacerdotes, unos brujos adivinos, seguían realizando sacrificios humanos. Cuando murió el emperador, los funcionarios más importantes, para atestiguar su pena, de acuerdo con los antiguos ritos, se arrancaron los dientes y se quemaron la cara.{119}
La esposa de Kamehamea, mujer sensual y enérgica, que había dado muchos disgustos al emperador con sus infidelidades matrimoniales, quedó como regente del reino é hizo una revolución en las costumbres, modificando para siempre el aspecto original del archipiélago. Esta reina, llamada Kahumano, había sido en su juventud muy ligera y tornadiza en amores, lo que nada tenía de extraordinario por lo que diré más adelante. Mostraba además la rara particularidad de gustarle siempre los reyezuelos y los guerreros enemigos de su marido. El victorioso Kamehamea iba matando en los combates á sus rivales, pero su esposa se daba igual prisa en reemplazarlos. El marino Vancouver, durante su permanencia en Hawai, tuvo que intervenir amigablemente para reanudar las buenas relaciones entre los dos cónyuges reales.
Cuando la esposa de Kamehamea se vió al frente del reino, era ya vieja; sus pasiones empezaban á enfriarse, y además iban llegando al país muchos blancos que no eran marinos, sino misioneros ingleses y norteamericanos, disputándose entre ellos el honor de convertirla al cristianismo.
Hasta entonces las islas de Hawai habían sido el archipiélago del amor, como Taití y otras tierras de costumbres fáciles y sexualidad libre, ignorantes de nuestros escrúpulos morales. Para toda mujer de Hawai era motivo de orgullo poder mostrar una larga lista de amantes. Los hombres procuraban casarse con una hembra cuya belleza fuese apreciada y elogiada por todos sus amigos, á causa de no guardar ya ningún secreto para ellos. El acto carnal no tenía nada de pecaminoso en esta vida primitiva. El amor libre iba acompañado de cantos, bailes, versos y coronas de flores. Las fiestas públicas acababan en voluptuosidades generales sin tapujo al{120}guno, como si con ellas se cumpliese un rito en honor de la Naturaleza.
La viuda de Kamehamea, triste por su decadencia física y rodeada de misioneros, abominó de todo lo que había amenizado y embellecido su juventud, y fué dando decretos, en los cuales se castigaba el adulterio ó la simple fornicación fuera del matrimonio, con la pérdida de los bienes y un año de cadena, luego de ser azotados los dos culpables en la plaza pública. En caso de reincidencia eran sumergidos en el mar, y únicamente se les sacaba del agua cuando estaban próximos á morir. Si después de esta prueba horrible volvían á sentirse tentados por el demonio de la impureza, «serán decapitados—decía el edicto—, según la ley de Dios».
El resultado de tal moralización á estilo draconiano fué que el archipiélago empezó á despoblarse. El gobierno tuvo que importar chinos y japoneses para que los campos no quedasen incultos. El canaco, que sólo comprendía la existencia con un collar de flores sobre el pecho, una guitarra en las manos y una mujer que bailase la hula moviendo las caderas, sin más vestido que un faldellín de fibras vegetales, al ver que le privaban para siempre del amor libre y variado, prefirió morirse.
Al mismo tiempo que la severa moral cristiana, fueron penetrando en las islas otras innovaciones de los blancos: el alcohol, las enfermedades venéreas, el afán del dinero; y estas calamidades aceleraron la general mortandad. Hoy, sólo una pequeña parte de los habitantes del archipiélago son descendientes de los antiguos canacos, súbditos de Kamehamea. América y Asia han enviado la mayor parte de la población actual, y junto con los japoneses, chinos y norteamericanos, existen—particularmente en la isla de Hawai, donde abundan los ingenios de azúcar—muchos portugueses y cierto{121} número de españoles, venidos de las Repúblicas de la América del Sur.
De los tiempos paradisíacos del archipiélago, sólo han conservado los hawaianos sus aficiones á las flores y á la música. Esta disposición de todos ellos para la música es conocida en el mundo entero. Actualmente constituye una industria, y en las ciudades importantes, así como en las estaciones de moda invernales y veraniegas, se encuentran orquestas de hawaianos, músicos de tez de canela, con pantalones blancos, camisa de igual color y un collar sobre el pecho de papeles amarillos y rojos apretados como un cordón. Este es un símbolo de los antiguos collares de flores, que sólo se usan ya en las grandes fiestas.
La música hawaiana se halla extendida igualmente por el mundo, pero hay que oirla en el archipiélago, donde conserva su antigua melancolía amorosa y no ha sido desfigurada por las exigencias del baile en los modernos dancings. Todo canaco de alguna cultura es poeta y músico. Algunas de sus reinas fueron grandes improvisadoras de romanzas, así como las damas de su corte.
Cuando Kamehamea II, saliendo de la tutela de su austera madre, subió al trono, quiso conocer el mundo de los blancos, tan admirado por su padre, y adoptó la audaz resolución de hacer un viaje á Londres. Esto fué en 1824, y un viaje en buque de vela de Hawai á las islas Británicas por el cabo de Hornos representaba un año de navegación.
El vecindario de Honolulu fué bajando al puerto, asombrado y lloroso, por la aventura que emprendían sus monarcas. Casi no los reconoció. El hijo de Kamehamea iba vestido de húsar inglés, y su esposa llevaba un traje rojo de terciopelo, de cola larguísima, con som{122}brero enorme de igual género, indumentaria de otros climas, que la hacía sudar copiosamente.
Como todos lloraban, la reina, al subir al buque, reclamó silencio, y empezó á cantar una romanza compuesta por ella, expresando el dolor de su partida y la confianza en su regreso. Ninguno de los dos volvió á sus poéticas islas. Meses después de su llegada á Londres, murieron de melancolía bajo un cielo brumoso. Se extinguieron poco á poco, con el dulce y humilde asombro de un par de pájaros tropicales trasladados bruscamente á un país de nieve.
Me imagino cómo recordarían ambos desterrados los paisajes de sus islas nativas, que tan profundamente se fijan en la memoria del viajero.
Estoy en la proa del Franconia viendo cómo sube y se dilata, llenando todo el horizonte, una muralla que tiene por remates cimas y pitones de rocas volcánicas. Es la isla de Hawai que ha dado su nombre al antiguo archipiélago de Sándwich.
El mar tiene un azul luminoso en esta mañana del Trópico. Todos vamos otra vez vestidos de blanco. Se ven fragmentos del paisaje insular teñidos de un verde claro de tierra cultivada, pero más de la mitad de la isla, no obstante el esplendor matinal, permanece envuelta en nubes de plata sombría. Son los vapores del Mauna Kea, el volcán más grande y más alto, heridos por los rayos del sol.
Según nos aproximamos, las montañas, que tenían de lejos un color gris de lava, se van haciendo verdes. El Mauna Kea queda á un lado con su brumoso sudario, y vemos al fin la verdadera fisonomía de la isla.
Las vertientes son antiguas cascadas de lava petrificada, pero en las arrugas tortuosas de sus barrancos crece una compacta arboleda. Entre estos cordones de{123} verde obscuro se extienden grandes declives de verde esmeralda: las plantaciones de caña de azúcar. Algunas de ellas, por estar la caña en flor, aparecen moteadas de un blanco sonrosado.
Navega el Franconia cerca de la costa, todo lo que es prudente en un archipiélago volcánico donde surgen de pronto arrecifes y pequeños islotes y vuelven á desaparecer poco después, sin dar tiempo á que los marquen en las cartas de navegar. Unas veces la costa es vertical hasta una altura de centenares de metros; otras avanza en pequeños cabos de lomo redondo ó agudo. Las nieves de las montañas del interior descienden hasta la costa al liquidarse, y caen en el Océano como cables blancos y espumosos de incesante volteo. Vistos de cerca, estos torrentes deben ser de una energía enorme, que se pierde sin provecho para nadie. Es tan escasa la gente en las islas, que á pesar de que pertenecen ahora á los Estados Unidos—primera potencia industrial del mundo—, nadie piensa en aprovechar tales fuerzas.
Al pie del acantilado, muchos peñascos están perforados por las olas, en forma de cuevas ó de pórticos. Apenas puede verse el color negruzco de la piedra, lo mismo á orillas del mar que en las cumbres. El Trópico cubre la áspera lava con una vegetación eternamente primaveral. De lejos parece sutil pelusa verde, levísimo musgo, y sólo cuando vemos moverse en estas praderas insectos diminutos que son vehículos ó caballos, nos damos cuenta de las proporciones del falso césped.
Se abre á ras del mar la barrera montañosa en valles triangulares. Se ven en ellos casas de madera entre grupos de palmeras; pero los edificios, cuando no los miramos con anteojos, parecen guijarros, y los árboles simples matas. Un ferrocarril sigue la costa, salvando las corta{124}duras de valles y desaguaderos sobre largos viaductos, unos sólidos, otros colgantes. En las playas ruedan incesantemente dos líneas de olas gigantescas. Hay ante ellas unas estacadas de pilotes de piedra; pero no son obra del hombre, sino fragmentos verticales de murallas de coral rotas por el tenaz ariete de las aguas. La doble hilera de rompientes se hincha, avanza, transparentando la luz como un muro de esmeralda, y se desploma entre los retorcimientos de su cabellera de espumas.
Sigue avanzando el Franconia con dirección al invisible puerto de Hilo, capital de la isla. Un gran remolcador ha venido á su encuentro, y le precede después para señalar el rumbo seguro en este mar abundante en peligros y emboscadas, menos frecuentado que el de Honolulu.
Empezamos á ver pueblos en la costa. Son en realidad bosques por las gallardas arboledas que se alzan entre los edificios. Estas casas, vistas de lejos, ofrecen un aspecto japonés, á causa de la forma de sus techos.
La isla expele humo por todas partes. Arriba, los conos de sus volcanes están envueltos en una nube siempre renovada. Al nivel del mar, los acantilados lanzan una respiración blanca. Todos los ángulos entrantes, roídos por las olas, tienen una grieta volcánica de continua exhalación. Es un humo tenue, casi transparente, que parece embellecer el paisaje con un adorno inesperado. Pero esta corona de chorros de humo que se prolonga en torno de la isla entera resulta inquietante y amenazadora. Contrasta con el esplendoroso terciopelo verde, moteado de oro, que invade sus tierras en declive y sólo deja de cubrir las alturas de los cráteres, donde la lava permanece desnuda.
Al atardecer doblamos un cabo y se abre ante nosotros una bahía en cuyo fondo hay poblaciones disemi{125}nadas, grupos de techos sombreados por cocoteros y palmeras.
Un vaporcito viene hacia nosotros tripulado por hombres vestidos de blanco. Esta embarcación deja detrás de ella una melodía de voces é instrumentos. Atenuada por las inmensidades del Océano y del cielo, tiene la fragilidad sonora, cristalina é inocente de las viejas cajas de música. Es Hawai, el antiguo Hawai de los collares de flores, de los cantos de amor, de las danzas voluptuosas y las poesías improvisadas, que sale á nuestro encuentro.
Echan una escala desde el buque y trepan por ella, ágiles pero con voluntaria lentitud, los músicos de pantalón blanco y collar en el pecho. Tienen la mesurada gravedad de los que van á cumplir una función patriótica. Tras de ellos suben varios periodistas del país, que desean verme.
Forma grupo la orquesta en una de las cubiertas. Se compone de violines, de guitarras, que tocan los hawaianos acostándolas en una rodilla para pellizcarlas á estilo de salterio, y de un guitarrito que puede guardarse en un bolsillo y es el verdadero instrumento nacional. Algunos pasajeros, conocedores del archipiélago por anteriores viajes, esperan con avidez esta música.
Van á tocar el Aloha (pronunciar Aloja), título que quiere decir indistintamente «Adiós» y «Bien venido». Los conferencistas del Franconia nos han explicado en noches anteriores que el idioma de Hawai sólo consta de treinta y dos palabras, y una misma palabra significa cosas diversas, según su colocación en la frase. Las letras las pronuncian todas, y esta pronunciación, según los citados conferencistas, se parece á la española más que á ninguna otra lengua. Tal pobreza aparente de palabras no ha impedido á los hawaianos ser poetas{126} en los momentos importantes de su vida. Ahora Aloha significa «Bien venido».
Empieza la música y empieza igualmente el encanto adormecedor, suave, «poético»—no puede emplearse otra palabra más exacta—, que nos va á acompañar todo el tiempo que permaneceremos en el archipiélago, siguiéndonos de una isla á otra.
En este momento, mientras escribo las presentes líneas, siento la influencia, la obsesión de la música hawaiana que empieza á sonar en mi memoria. El que ha oído el Aloha y otra romanza titulada El collar de las islas, las canturrea siempre en los momentos que ensueña despierto, y se considera infeliz cuando no puede recordarlas.
No es música enérgica y violenta, como la de muchos pueblos primitivos; tampoco es el lamento temblón y monótono de las razas orientales. Tiene un sentimentalismo delicado, que pudiéramos llamar literario; es la romanza lánguida y añorante de una gente de musicalidad superior. No entran en ella muchas notas, y sin embargo se repite sin fatiga, deseando llegar á su final por el placer de cantarla de nuevo.
De todos los músicos del mundo civilizado, el único que viene á la memoria al escuchar estos Lieder amorosos del antiguo Hawai es Schúbert.{127}
Las mujeres de Hawai, superiores á los hombres.—El cinematógrafo en el archipiélago.—El baile de las «hulas» y los actuales tapujos impuestos por la autoridad.—El paganismo de la reina Lilinu-Kalami.—Las selvas de helechos.—El cráter-lago del Kilauea.—El guarda del volcán.—Nocturno rojo.—Una calefacción nunca vista.
Como llegamos en la tarde de un domingo, todo el vecindario de Hilo está en los muelles. Además, la presencia de un buque del tonelaje del Franconia representa un suceso para la isla de Hawai. Los grandes paquebotes del Pacífico pasan de largo y no se detienen hasta Honolulu, que está á doce horas para ellos, pero á dos ó tres días de distancia para los habitantes de la antigua Hawai, obligados á valerse de pequeños vapores que hacen escala en varias islas del archipiélago antes de llegar á su capital.
En el puerto de Hilo sólo vemos anclados algunos veleros de gran cabida y cinco ó seis palos, como únicamente pueden encontrarse en los desiertos del Atlántico y el Pacífico ó en sus bahías insulares. Vienen á cargar maderas olorosas. El sándalo ya no es abundante, pero en tiempos de Kamehamea I y sus inmediatos sucesores fué la principal riqueza del país y su único artículo de exportación. Cada vez que el belicoso emperador necesitaba dinero para sus guerras hacía una corta de sán{128}dalo, y acudían inmediatamente flotillas de juncos chinos, de arquitectura y velamen medioeval, para llevarse la preciosa madera.
Los muelles y los terrenos inmediatos al puerto están ennegrecidos por el rebullir de la muchedumbre que espera y por numerosos automóviles. En muchas tierras oceánicas fué extraordinaria la facilidad con que el indígena adoptó las comodidades más elementales del progreso. Los antiguos habitantes de Hawai, aunque celebraban sacrificios humanos, nunca fueron antropófagos; pero en otras islas puede decirse que los naturales han saltado de la pierna de misionero asada al manejo del Ford y la pluma estilográfica. En Hilo, todo comerciante, empleado ó modesto tendero tiene su automóvil. Además, son numerosos los chófers con vehículo propio que se dedican al servicio público.
Al llegar á esta primera escala después de América, nos salen al encuentro la Oceanía con sus razas de origen malayo y el Asia con toda la variedad de sus pueblos emigrantes. La vestimenta es uniforme; todos van á la moda norteamericana, con telas ligeras y colores claros, pero los rostros ofrecen una enorme variedad, á causa de los diversos orígenes de los habitantes, canacos, chinos, japoneses, americanos y de varias procedencias europeas.
La policía empuja al gentío para que deje un espacio libre ante el Franconia, y éste se adosa poco á poco al más extenso de los muelles, cubriéndolo todo con su alto muro de acero perforado de ventanos.
Hay un grupo de muchachas, en mitad de este vacío, vestidas de blanco, de rosa, de azul, que llevan en sus brazos cientos de collares, encarnados y amarillos. Son hawaianas que guardan las costumbres del país y vienen á dar la bienvenida á los viajeros, colocándole á cada{129} uno su correspondiente collar, con arreglo á la tradición. Todas ellas saben los bailes de las antiguas hulas, y han organizado para esta noche un festival hawaiano, que nos hará conocer los cantos y las danzas de los tiempos idílicos, anteriores á la austera viuda de Kamehamea.
Son jóvenes esbeltas, ligeras, de sueltos y graciosos movimientos. Se adivina en su paso y en las posiciones que toman al quedar inmóviles la agilidad saludable de sus cuerpos. Unas son bronceadas, como las antiguas canacas; otras, pálidas y casi rubias por el cruzamiento de los blancos con sus madres y abuelas.
Cuando digo bronceadas hablando de las hawaianas—como más adelante, al describir las mujeres de Java—, entiéndase que aludo al bronce dorado y luminoso, al bronce claro y limpio que tiene casi la misma tonalidad del oro; no al bronce sucio, obscuro y de tonos verdosos. La tez de algunas de estas jóvenes parece brillar como los objetos metálicos recién pulidos por una violenta frotación. Sus cuerpos de gallardía gimnástica se revelan á través de sus ligeras vestimentas, como los de las griegas que tomaban parte en los Juegos Olímpicos.
Todas ellas circulan por el muelle coqueteando con los hombres, y son las primeras que entran en el buque, mirándolo todo con graciosa audacia. Luego empiezan á meter sus collares por las cabezas de los viajeros, tratando á señoras y señores como si fuesen amigos, conocidos por ellas toda su vida.
En Hawai la mujer se ha considerado siempre superior al hombre, tal vez porque, en los pasados tiempos de comunismo amoroso y voluptuosidad libre, se vió muy solicitada y pudo escoger y mandar. Ya hemos dicho cómo el heroico Kamehamea pasó su vida engañado y{130} dominado por su esposa. Todos los súbditos debieron vivir en igual dependencia que su emperador.
Hoy las mujeres de Hawai son de costumbres regulares y virtuosas, ni más ni menos que en los otros países, pero conservan por tradición cierta superioridad directiva sobre el hombre. Además, esa educación fomentadora de la energía, que adquiere el sexo femenino en todo país donde implantan los Estados Unidos sus escuelas, contribuye á aumentar dicha independencia.
Tres de las jóvenes, siguiendo las indicaciones de los periodistas que salieron al encuentro del buque, vienen á mí para colocarme tres collares sobre los hombros, saludando en inglés con palabras de exagerado elogio al autor de Los cuatro jinetes del Apocalipsis. Otras de sus compañeras no osan acercarse y me sonríen desde lejos.
—¿Pero es que todas estas señoritas—pregunto á uno de los periodistas—han leído mi novela?...
Sonríe el interpelado con incredulidad. Tal vez unas cuantas de ellas conocen mi libro, que está en todas las bibliotecas públicas de la isla. Abundan en Hawai las librerías populares. Las dos preocupaciones del norteamericano son la higiene y la educación, y cuando se posesiona de un país, lo primero que hace es combatir las enfermedades contagiosas y abrir escuelas y bibliotecas.
—Lo que puedo afirmar—continúa el periodista—es que todas las muchachas de la isla han admirado el film sacado de su novela.
El cinematógrafo es en Hawai una diversión permanente. Sólo de tarde en tarde llega alguna compañía dramática de los Estados Unidos ó de actores del Japón, para los numerosos compatriotas suyos que existen en el archipiélago. El llamado «teatro mudo» funciona todas las noches, repitiendo sobre unas tierras perdidas en{131} la inmensidad del Pacífico lo mismo que ocurre en muchas ciudades provinciales de los continentes europeo y americano. Las muchachas copian gestos y trajes de las heroínas cinematográficas, y los jóvenes hacen idénticas imitaciones. Al llegar yo al archipiélago comentaban los periódicos burlonamente la afición creciente de la juventud hawaiana á usar sombreros á la española y patillas cortas, como Rodolfo Valentino, el famoso protagonista del «film» Sangre y arena, hecho en los Estados Unidos.
Cuando cierra la noche vamos á la ciudad de Hilo, que está algo distante del puerto, para asistir al festival hawaiano. Éste se celebra en un teatro japonés, casi igual á los demás teatros, con la única particularidad de tener más de ancho que de profundo. Las filas de asientos son poco numerosas y en cambio larguísimas; el escenario tiene una gran latitud y poco fondo.
Empieza á caer una lluvia fina y tibia, el refrescamiento diario de los países tropicales, que gozan de una vegetación exuberante. Los caminos de asfalto brillan como espejos negros, reproduciendo invertidas en su fondo las columnas del alumbrado público con sus globos de luz láctea y los cocoteros en apretada alineación á ambos lados de la ruta. La tierra exhala el olor punzante y fecundo del guano. Es el rudo perfume de un suelo de rápida putrefacción vegetal, en el que se mezclan y descomponen incesantemente el humus, la lluvia, el sol y la lava desmenuzada, para engendrar sin descanso nuevas vidas y nuevas muertes.
La representación dura tres horas. Todos hemos llegado dispuestos á aguantar cortésmente un espectáculo monótono, y salimos de ella interesados y complacidos.
Ya no pueden presentarse en público las actuales bailarinas hawaianas como las hulas de otros tiempos.{132} Éstas llevaban por todo traje un faldellín de fibras que se esparcía y volaba en torno á sus piernas y su vientre, un collar de flores sobre el desnudo pecho, una corona en la cabeza... y nada más. Las autoridades del país, en nombre de la moral cristiana, han exigido ahora que debajo del traje de hula usado por las bailarinas modernas se pongan éstas una camisa de seda, que las tapa del cuello á las rodillas. Aun con tal aditamento pudoroso y antiestético, la danza resulta interesante.
La hawaiana agita sus caderas y todo el resto de su cuerpo con una voluptuosidad que pudiéramos llamar distinguida y natural. No es la contorsión de la falsa odalisca, la llamada «danza del vientre», movimiento lascivo de las carnes propio de un lugar cerrado, de un ambiente de alcoba. La hula contonea sus caderas como agitan sus colas las aves del Trópico al pasar de rama en rama; su faldellín de fibras se extiende con la rotación de un abanico de plumas, y cuando salta, tronzando sus menudos pasos, recuerda los movimientos de un pavito real. Hay incitación voluptuosa en la gracia con que se balancea sobre la punta de sus pies, en la pasión con que mueve la parte media de su cuerpo; pero es una voluptuosidad de aire libre que hace pensar en los profundos misterios de las selvas, en la animación rumorosa de toda una naturaleza, personas, animales y plantas, entregándose á la santa obra de la fecundidad.
Desfilan por el escenario varias orquestas de músicos expertos, pero se ve que todos ellos han viajado por muchos países, amenizando las noches de dancings y restoranes de lujo. Creyendo agradarnos más, intercalan entre las danzas hawaianas fox-trots y otros bailes de moda. Son músicos gordos, lustrosos, bien trajeados, que han bebido indudablemente mucho champaña en sus correrías por el mundo.{133}
Yo prefiero la orquesta que vino al encuentro de nuestro buque y no ha subido al escenario, permaneciendo abajo, en el lugar que ocupan habitualmente los músicos en los teatros. Se compone de jóvenes melancólicos, enfermizos y modestos, que parecen cumplir su función sin salir de un ensueño. Cuando no hay nadie en la escena tocan y tocan, volviendo finalmente á su romanza favorita El collar de las islas. El público aplaude, y ellos permanecen inmóviles, como si fuesen sordos; no vuelven siquiera la cabeza para dar gracias.
Cuando cesan de tocar ponen un codo en una rodilla, apoyan la cara en una mano y quedan meditabundos é indiferentes á lo que les rodea. Parecen la representación del antiguo Hawai, que insiste en adormecerse con su música melancólica. Protestan con su silencio de los extranjeros que modificaron la vida del país, quitándole su independencia. Como la mayor parte de sus decadentes compatriotas, estos jóvenes esbeltos y finos parecen amenazados por la tisis.
Los artistas hawaianos han compuesto dos pequeñas óperas, valiéndose de antiguas canciones. En una de ellas, Kamehamea joven, representado por un tenor de voz dulcísima, ve pasar las nueve islas del archipiélago: nueve bailarinas que ejecutan las diversas danzas canacas y le cubren de flores. El emperador, lanza en mano, va vestido como en su estatua de Honolulu, con una especie de gorro frigio ó casco griego, hecho de pequeñas plumas rojas y amarillas, y un amplio manto del mismo género é idénticos colores.
La segunda ópera se titula Una tarde en el jardín de la reina Lilinu-Kalami. Esta reina fué la última de Hawai, y vivió destronada muchos años, casi hasta nuestra época. ¡Pobre Lilinu-Kalami!...
Al morir sin herederos, en 1874, el último descen{134}diente de Kamehamea, las islas de Hawai eligieron rey á David Kalakaua, uno de los personajes más nobles del archipiélago. El nuevo rey hizo un viaje á los Estados Unidos para estrechar las relaciones con esta República. Luego pasó á Europa con el propósito de estudiar sus adelantos y trasladarlos á su tierra. Pero murió al poco tiempo, y su hermana Lilinu-Kalami fué elegida reina.
Con la intrepidez de las mujeres hawaianas, se rebeló al verse en el trono contra la influencia dominadora de las gentes extranjeras avecindadas en las islas. Los misioneros evangélicos eran los que dirigían verdaderamente al país, y ella, por seguir sus propios gustos y por fortalecer el espíritu nacional, fomentó la resurrección de las tradiciones y fiestas del antiguo archipiélago gobernado por Kamehamea.
Lilinu-Kalami escribía versos y componía romanzas. Su corte la formaban mujeres aficionadas á la poesía y al baile. Una tropa de hulas hermosísimas iba con ella á todas partes. Sus tardes en el jardín de Honolulu eran de continuas danzas, que servían de pretexto al mismo tiempo para intrigas amorosas.
Los misioneros gritaron contra esta resurrección del paganismo hawaiano, y como eran los verdaderos dueños del país, destronaron fácilmente á la dulce Lilinu-Kalami, que no quiso intentar ninguna resistencia. Aún vivió largos años en un palacio de Honolulu, propiedad suya, que hoy ocupa el gobernador, nombrado por el presidente de los Estados Unidos. Los viajeros de alguna importancia, al pasar por Honolulu, visitaban á la ex reina, viéndola rodeada por una corte fiel de bailarinas y músicos poetas, que la acompañaron en su desgracia hasta el último momento.
Como Hilo es la ciudad del archipiélago que mantiene más tenazmente la memoria de la antigua inde{135}pendencia, dedica una especie de culto á la última soberana del país. Todos cantan una romanza melancólica que compuso Lilinu-Kalami después de su destronamiento. Los músicos jóvenes y tristes la tocan repetidas veces durante la representación. Cuando ésta termina se ponen de pie todos á la vez y rompen á tocar con sus instrumentos el antiguo himno de Hawai. El público, compuesto de norteamericanos, se levanta espontáneamente para escuchar con respeto este himno de una nación que ya no existe y cuyo territorio han ocupado ellos para siempre.
Los músicos, mientras tocan, volviendo sus espaldas á los espectadores, parecen decir:
—Somos débiles y cada vez seremos menos. Nuestra raza está condenada á desaparecer; pero mientras exista, queremos que no se olvide lo que fuimos.
Y los norteamericanos los miran con simpatía é interés. Algunos más conocedores de la historia del país, luego de escuchar el himno justifican la ocupación de las islas de Hawai.
Después del destronamiento de Lilinu-Kalami, el archipiélago se constituyó en República; pero como los nuevos gobernantes eran todos norteamericanos por origen ó por educación, acabaron pidiendo en 1898 el ser anexionados á los Estados Unidos. La independencia del país no podía mantenerse más tiempo. De no ocupar los norteamericanos las islas de Hawai, se hubiese apoderado de ellas el Japón. Cada año aumentaba de un modo alarmante la cantidad de japoneses residentes en el país. Aun hoy, después de haberse cortado en parte esta corriente emigratoria, resulta considerable la población japonesa.
Al día siguiente vamos á visitar, en el interior de la isla, la más interesante de sus curiosidades: el volcán de{136} Kilauea, que es en realidad un lago de fuego, distinto á todos los cráteres conocidos. Como ocurre en muchas islas de enorme altura, se salta aquí, en el transcurso de unas horas, del calor al frío, de la vegetación tropical á la de la zona templada ó de los países nevados.
Dejamos atrás las plantaciones de caña de azúcar á orillas del mar, los bosques de cocoteros y lianas floridas, las aldeas de japoneses vestidos á lo norteamericano. El automóvil rueda varias horas por caminos excelentes pero de violentos zigzags que escalan las alturas. Cambia la vegetación según va cambiando la atmósfera. Al aire pesado y densamente oloroso de las plantaciones próximas al Océano sucede un vientecillo sutil y fresco que parece agrandar la cabida de los pulmones.
Entramos en la región templada y fría, que el gobierno ha convertido en Parque Nacional. La vegetación se compone especialmente de helechos, pero enormes, de proporciones monstruosas, con una exuberancia propia del Trópico, pero de un Trópico alto, ventoso y en constante humedad. La luz del sol se hace verde al filtrarse por la interminable bóveda que forman las hojas tiernas de estos helechos fuera de las proporciones ordinarias. Al avanzar por los senderos, vemos que el suelo de lava pulverizada es puro barro, á causa de la humedad de invernáculo que destilan continuamente las plantas.
Los guardianes del parque, jinetes elegantemente uniformados, que llevan sombrero de cow-boy puntiagudo, con cuatro abolladuras, nos van mostrando los cráteres muertos. Estos embudos de rocas basálticas quemadas fueron negros, pero un clima fecundo los ha cubierto de vegetación.
Subimos otra vez al automóvil, y saliendo de los túneles verdes, empezamos á atravesar una meseta árida{137} y desierta, de muchos kilómetros de extensión. Son campos de lava formados por los derrames del volcán; un oleaje petrificado, negro, de brillo metálico. A trechos, varios cartelitos impresos marcan la fecha de cada erupción. Algunas capas, iguales en apariencia á las otras, datan solamente de hace seis años.
Vemos lava por todas partes, y sin embargo, nuestros ojos no encuentran el volcán. Como estamos acostumbrados á los cráteres en cono, á montañas que vomitan fuego, no podemos adivinar dónde está la boca volcánica en esta llanura situada á enorme altitud, pero que visualmente tiene la horizontalidad de una playa. Han abierto á pico un camino en las capas eruptivas, y los automóviles se balancean rudamente por la inconsistencia del suelo. A veces se rompe la costra negra y la rueda cae en una oquedad que guarda el color herrumbroso y rojizo de la lava, aislada durante su enfriamiento del contacto atmosférico.
Se llega en automóvil hasta el mismo cráter del Kilauea. Sólo resulta visible cuando se está á pocos pasos de su boca, enorme rasgadura de un kilómetro.
Es un lago hundido en la peña, una depresión de paredes verticales. Ni humo ni olor. A seis metros de profundidad, se mueve un barro negro con incesante oleaje. Este color negro es falso y únicamente existe á las horas de sol vertical. En realidad, ni aun en tales momentos es permanente su negrura. Se abren en la inquieta superficie grandes agujeros rojos que se hinchan después en forma de burbujas y arrojan surtidores de fuego. Éstos suben como el chorro de una fuente ó se abren en forma de ramillete. El barro ígneo se parte en otros lugares, formando grietas que serpentean como anguilas purpúreas. A ratos se levanta en tumefacciones enormes que acaban por reventar, expeliendo su piel negra formada{138} de escorias y dejando al descubierto el abceso rojo, que se eleva unos instantes y vuelve á caer.
En ciertos momentos parece que un monstruo, sumido en el fuego como si fuese su elemento natural, patalea para salir del lago, levantando la trompa, las patas ó la grupa poderosa y ardiente.
No hay mas que ligeras humaredas sobre esta cuba enorme; pero tales vapores, como ya dije, abundan en toda la isla. El suelo de las orillas quema un poco y no se pueden descansar mucho tiempo los pies en el mismo lugar. Al sentarse en una roca, cerca de los bordes, se percibe un temblor profundo, sordo, disimulado, que se transmite á la parte del cuerpo apoyada en la piedra...
Pero todo permanece tranquilo en torno nuestro, como si estuviéramos junto á un lago, en un ameno jardín. Sólo el calor que sale de la enorme cavidad nos hace recordar que lo que se mueve abajo es fuego y no agua. Parece inverosímil que este lago sea un cráter que eleva con frecuencia el nivel de su líquido ígneo, lanzando rectamente, á través del espacio, una columna de trescientos metros de vapores y materias inflamadas. Al mismo tiempo, una cascada de fuego salta fuera de sus bordes, extendiendo nuevas capas de lava sobre una extensión hasta de cuarenta kilómetros.
Con el aire satisfecho del propietario que muestra su jardín, se pasea en torno al volcán un hombre de pequeña estatura. Su rostro está tan desfigurado por el calor, que en realidad no se sabe á qué raza pertenece. Lo mismo puede ser canaco que un blanco transformado por el ambiente. Lleva cuarenta y dos años de guardar el Kilauea, y conoce el curso de sus cóleras ruidosas, la variedad de sus caprichos, la mansedumbre hipócrita de sus largos reposos. Este Nibelungo del volcán tiene las barbillas canas, los ojos inflamados, y el rostro tan cur{139}tido y con profundas arrugas que parece rajado á cuchilladas.
Nos dice dónde hay que colocarse para estar en seguridad. Las orillas del cráter se desfiguran con frecuentes desprendimientos. En algunos sitios el muro del lago se mantiene vertical; en otros está en declive, á causa de recientes derrumbes; más allá avanza en equilibrio inestable, roído inferiormente por la ola de fuego, que va abriendo un socavón. Puede derrumbarse de un momento á otro, arrastrando á, los imprudentes que se asoman, sin saber lo que tienen debajo de sus pies.
Habla el guarda con cariño de las bellezas de su volcán, único en toda la tierra que se deja contemplar de cerca, sin expeler vapores azufrados que hacen llorar, sin nubes de humo asfixiante que obligan á, retroceder.
—De día—añade—es menos interesante. El sol impide ver el fuego. ¡Si ustedes volviesen en plena noche!...
Volveremos para ver al Kilauea en todo su esplendor. A seis kilómetros de su cráter, más allá de la zona que invaden las lavas, está el «Volcano House», hotel elegante, servido por japoneses y con lujosos bazares; una residencia de verano para los plantadores de caña y los funcionarios norteamericanos que necesitan huir del calor excesivo y la atmósfera abrumadora de la costa. Tomamos el té de media tarde y comemos á las siete en este hotel, escuchando otra vez las romanzas hawaianas de la misma orquesta de jóvenes melancólicos, que parece seguirnos á todas partes.
El «Volcano House» está rodeado de jardines frondosos que expelen humo por grietas invisibles, como todos los bellos paisajes de Hawai. El fuego planetario avisa su presencia á través del suelo de esta isla que goza una primavera de doce meses, no ve nunca sus árboles desnudos y sustenta las hermosuras naturales más dulces{140} y tranquilas de la tierra... ¡Y pensar que este paraíso puede desaparecer en unos cuantos minutos de cólera subterránea, borrándose sobre la superficie del Océano, como algo soñado que no existió nunca!...
En plena noche volvemos á través de los campos de lava. Brillan como pajuelas de plata las aristas de las olas negras y petrificadas reflejando los faros de los automóviles. Una especie de aurora boreal enrojece el fondo del horizonte y nos sirve de guía.
Es una claridad roja, semejante á la de un incendio; pero un incendio inmenso, sólo comparable al de una ciudad que ardiese entera. Cuando nos aproximamos al lago de fuego las luces de los automóviles palidecen, hasta parecer unos redondeles opacos pintados de amarillo. En cambio, personas y cosas quedan envueltas en un esplendor purpúreo que nos permite vernos igual que en pleno día.
El Kilauea tal vez está lo mismo que en la primera visita, pero de noche se impone á nosotros con una emoción más honda, nos parece más inquietante, como si estuviera preparando un estallido y fuese á saltar en oleadas de fuego más allá de los bordes de su cráter.
Todo el fondo de barro ígneo se muestra agitado por la ebullición. La costra ligeramente negra transparenta el fuego lo mismo que un tul. Luego se rasga dando paso á fuentes y cúpulas mayores y más luminosas que las del día. Las anguilas ardientes son ahora monstruosas boas y levantan enjambres de chispas al ondular sus anillos.
Un calor infernal sale del lago. Las paredes de roca, al reflejar esta superficie ígnea, parecen arder interiormente. Un grupo de nubes blancas se ha inmovilizado sobre el cráter, enrojeciéndose como vedijas de algodón empapadas en sangre. Más allá de este reflejo celeste, que es rojo en su parte céntrica y rosado en sus bordes,{141} la noche tropical extiende su azul profundo perforado por la punción laminosa de los astros. Un cuarto de luna, llevando á remolque un diamante estelar, eleva poco á poco su mansa navegación por el océano astronómico.
Guiado por un isleño de origen portugués que maneja nuestro automóvil, voy en busca del peñasco que me sirvió de asiento al principio de la tarde. El gnomo guardador del volcán nos sale al paso para que sigamos una dirección opuesta. Ya no existe el asiento, ni la orilla en que pusimos nuestros pies. Según dice el guardián, cayeron al fondo del cráter á las pocas horas, mientras tomábamos el té escuchando á los músicos en el «Volcano Housse».
Ocupamos otro lugar, después que el hombrecillo requemado nos jura por su experiencia que estaremos en él con toda seguridad. Transcurre para nosotros más de una hora con la rapidez de contados minutos. Bien conocida es la atracción del fuego, la somnolencia meditativa que se apodera de nosotros cuando tomamos asiento junto á un hogar y seguimos con los ojos las caprichosas evoluciones de las llamas. Es necesario un esfuerzo enorme para salir de esta absorbente contemplación.
En los bordes del Kilauea se siente la misma somnolencia contemplativa, pero con el agrandamiento propio de la diversidad de proporciones. Es necesario que los guías nos recuerden que estamos en un sitio desierto, en plena noche, y á cuatro horas de automóvil de la ciudad de Hilo, para que nos decidamos á renunciar á este espectáculo, único en el mundo, que tal vez no volveremos á ver nunca.
Al pasar por última vez ante el «Volcano Housse», digo adiós al director del Parque Nacional.
Es un mocetón norteamericano, grande, fuerte, de{142} amable sonrisa, que recorre á caballo incesantemente los bosques de koas (árboles gigantescos del país), las selvas húmedas, los cráteres secos, los volcanes que echan humo y el lago de fuego líquido, contenidos en sus dominios. Lleva un elegante uniforme de mosquetero, como los guardianes que están bajo su mando, y cuando desmonta del caballo, con una ligereza de jinete de cinematógrafo, es para entrar en su oficina, situada frente al hotel.
Creo que tampoco volveré á ver un edificio tan original é interesante. No es mas que una graciosa casa de madera, como muchas habitaciones campestres de los Estados Unidos, elevada un par de metros sobre el suelo y con una galería cubierta que se extiende por sus cuatro fachadas.
El director del Parque, entre mis dos visitas al volcán, me ha hecho entrar en esta oficina, igual á todas las de los Estados Unidos. La bandera de las rayas y las estrellas ondea sobre el frontón triangular de la casa. Dentro veo los retratos de Wáshington y de Lincoln, grandes tableros de dibujo, mapas del Parque fijos en las paredes, diseños de los cráteres, estadísticas de sus erupciones, muestras de vegetales y minerales.
Después que el simpático jinete de botas amarillas y resonantes espuelas me muestra todo esto, añade con simplicidad:
—Lo que tal vez le interesará un poco es la calefacción de mi vivienda. Aunque usted ha viajado mucho, bien puede ser que no conozca nada semejante.
Salimos del edificio. Cerca de la pequeña escalinata de su puerta, hay una grieta profunda entre dos peñascos: una especie de chimenea natural que desciende recta en el suelo.
—La he sondeado más de cien pies—sigue diciendo—,{143} sin encontrar el fondo. Es un respiradero del volcán que derramaba antes su calor sin provecho para nadie. Va usted á ver.
Y veo que mueve una palanca de madera tallada groseramente, para levantar una pequeña compuerta, también de madera, que obstruye la grieta.
Volvemos al interior de la oficina, y su temperatura empieza á elevarse por momentos. Al poco rato la atmósfera es para hacernos sudar. El calor de la grieta subterránea, siguiendo un conducto de albañilería, pasa por debajo de toda la casa y se pierde finalmente, saliendo por la techumbre á través de una chimenea de ladrillos.
—Esto lo he inventado yo—añade con orgullo—. Ahora no es agradable, pero en invierno, cuando cae nieve y sopla el huracán de las alturas, da gusto estar aquí.
Miro con asombro á este hombre que somete los volcanes al servicio de su oficina, y duerme tranquilo todas las noches sobre el gigantesco hornillo generador de una calefacción inapagable y gratuita.{144}
Los nadadores de Honolulu.—Las casas jardineadas de los empleados.—El mundo fantástico del Acuario.—Los peces-hombres.—La playa elegante de Vaikiki.—Nataciones en Diciembre.—Los saltadores de olas.—El gigantesco árbol del «Moana Hotel».—El niño del sombrero.—Almuerzo en la Asociación de la Prensa, con más mujeres que hombres.—El palacio de Lilinu-Kalami.—Los dos Jardineros.—El collar de la reina.—La señorita que por primera vez en su vida habla con un español.
Un largo estremecimiento musical corre sobre el lomo turquesa del mar. Ante nuestros ojos se extiende la isla de Oahu, que unos llaman la isla Encantada y otros la isla Florida.
Van surgiendo en el horizonte los altos edificios blancos de la moderna Honolulu; luego numerosos barracones de muelles y embarcaderos, sobre cuyos tejados asoman sus mástiles y chimeneas los enormes paquebotes, cruceros mercantes del Pacífico. Más allá de la ciudad comercial se extienden los barrios de la ciudad-jardín, con su vegetación más abundante en flores que hojas.
Los campos cultivados en líneas rectas, semejantes á las del viñedo, producen la piña dulce, llamada ananás. La mayor parte de esta piña que se consume en el mundo procede de Honolulu. Hay aquí fábricas importantes que la cortan en rodajas y la encierran en botes con su{145} meloso líquido, exportándola á los más lejanos extremos de la tierra.
Detrás de las huertas en suave declive se eleva rápidamente la montaña volcánica, vestida por la arboleda tropical. En las cumbres de roca pelada, que son cráteres apagados, se enredan las nubes, deteniendo su carrera atmosférica. La isla está iluminada en su parte baja por el dorado sol de la tarde, y al mismo tiempo, arriba, un grupo de nubes plomizas ensombrece las montañas. Por encima del toldo de vapores que derrama su lluvia sobre las cumbres, traza la luz solar un extenso arco iris, y éste va de un extremo á otro de la isla, como una campana de cristal multicolor guardadora de un objeto delicado y precioso.
Se aproxima el estremecimiento musical, que parece rizar el dorso de las aguas. Dos remolcadores hacen evoluciones ante la proa del Franconia. Uno de ellos va repleto de músicos con uniforme militar. Es la Banda Municipal de Honolulu que sale á nuestro encuentro para darnos la bienvenida, entonando como es de ritual el Aloha y El collar de las islas. Pero esta vez son instrumentos metálicos los que interpretan la música del país, suavizados por la sordina que impone la inmensidad del mar.
En el otro vaporcito hay varios grupos de jóvenes vestidas con alegres colores y que agitan sus brazos cargados de collares. Son señoritas de Honolulu, casi todas de raza blanca, hijas de europeos y norteamericanos establecidos en el país. Llevan sombrero y van vestidas á la última moda. No tienen el aire tradicional ni los rostros medio canacos de las muchachas de Hilo, que gustan de ir con la cabeza destocada. Además, los collares de Honolulu son de flores naturales, por abundar más la jardinería en esta isla que en la de Hawai.{146}
Dos aviones militares de la defensa del archipiélago revolotean sobre nuestro buque con la estridencia característica de los potentes motores norteamericanos.
Cuando nos aproximamos al puerto, una nueva representación de Honolulu viene á unirse á las que nos han dado la bienvenida navegando en el mar ó en la atmósfera. Varios enjambres de nadadores se zambullen y vuelven á emerger ante la proa de nuestra nave, angustiándonos con el temor de ver partido á uno de ellos bajo el tremendo espolonazo. Otros nadan en fila junto á los flancos del buque, gritando al mismo tiempo á los viajeros asomados en las bordas. El Franconia marcha despacio buscando la entrada del puerto; pero sabida es la desarmonía de proporciones entre las limitadas energías del hombre y la fuerza gigantesca que mueve á estos palacios de acero. La lentitud de un paquebote representa una velocidad enorme para el brazo humano, y sin embargo ninguno de estos tritones se queda atrás; todos se mantienen junto al buque, cortando el agua como delfines.
Es frecuente ver en los puertos enjambres de nadadores que piden á gritos les echen unas monedas para perseguirlas en la profundidad acuática; pero son siempre chicuelos, más ágiles que veloces en su natación. Los de Honolulu son todos hombres, canacos en su mayor parte, y algunos japoneses; atletas de cara fea y cuerpos admirables, en los que se armoniza la exuberancia de los músculos con la corrección de las líneas. Como de sol á sol entran en el puerto de Honolulu numerosos buques para descansar unas horas nada más y volver á partir, estos nadadores pasan el día entero en el agua, acompañando á los que se van y saludando á los que llegan, en espera de unas monedas solicitadas á gritos.
En ninguna parte he oído voces como las de estos{147} bárbaros nadadores. Al escucharlas por primera vez no podíamos explicarnos la procedencia de tales gritos. Parece imposible que sus rugidos de vibración metálica puedan salir de la estrecha caja de un pecho humano. Para describirlos exactamente habría que decir que todos ellos rugen como una campana enorme que en vez de repiques y volteos pudiese lanzar rugidos.
Somos esperados en el muelle con coronas de flores y nuevas músicas, La Asociación de la Prensa de Honolulu, que organizó hace pocos años en Hawai un Congreso universal de periodistas, viene á saludarme, y sus representantes, siguiendo los usos del país, me colocan un gran collar de rosas sobre los hombros. Luego me enseñan la ciudad.
Su parte céntrica es obra de la iniciativa norteamericana y sólo data de unos veinte años aproximadamente. Tiene una Casa de Correos enorme, que recibe y cambia la correspondencia de tres continentes, América, Asia y Australia, pasando los sacos de cartas de unos buques á otros; tiene edificios de muchos pisos, calles rectas y cuidadosamente asfaltadas, aceras amplias, grandes tiendas, y su aspecto general es el de una ciudad del interior de los Estados Unidos.
Pero la influencia norteamericana se limita á la construcción, recobrando la capital polinésica su aspecto característico en todo lo referente á la vida. En los almacenes grandes ó modestos, los dependientes y muchas veces los amos son japoneses, chinos, malayos ó indostánicos. Los rótulos de las tiendas, junto á las palabras en inglés ostentan otras en idiomas incomprensibles y alfabetos exóticos, de formas pintorescas. El movimiento en las calles está regulado escrupulosamente por la policía, pues abundan con exceso los automóviles; pero estos agentes, que ocupan una especie de púlpito sombreado{148} por enorme quitasol y agitan sus brazos como directores de orquesta para que avancen ó retrocedan los vehículos, son todos ellos canacos, de cara de ídolo y una obesidad que parece va á hacer saltar con su desbordamiento grasoso los botones del uniforme.
Después de las avenidas de altos edificios empiezan á desarrollarse las calles-paseos en una extensión de muchos kilómetros. Cada vivienda se halla enclavada en el centro de un jardín. Una faja de vegetación separa las casas de la calle. Muchas de ellas, por ser de ricos, abundan en columnas y estatuas, reproduciendo los estilos de Europa. Otras de elegancia graciosa son de madera: los llamados bengalows.
Se adivina que en este país el jardín representa más que la casa, pues la dulzura de un clima siempre clemente permite la vida al aire libre. Las ventanas son enormes. Los salones y comedores sólo tienen pared en el fondo, y las tres caras restantes, que dan al jardín, están abiertas, con simples columnas que sostienen el techo. Las plantas se expanden sin límites en esta tierra fecunda en flores. Hasta los árboles de las avenidas parecen gigantescos ramilletes.
Muchas de estas casas floridas excitan mi admiración. Deben vivir en ellas poetas, delicados artistas, solitarios de silenciosas meditaciones. En Europa, uno de estos edificios pequeños, con las paredes tapizadas de rosas y estrellas purpúreas, que hasta tienen en las cornisas vasos colgantes con chorros de flores, representaría un paraíso para el intelectual que lograse poseerlo. Mis acompañantes me explican que la mayor parte de estas casas están ocupadas por empleados de Banco, contramaestres de fábricas ú obreros especialistas, que en su país tendrían que habitar un compartimiento de los horribles edificios destinados á las gentes de sueldo modesto,{149} Indudablemente deben sentirse felices en su jardín, eternamente esplendoroso, pero me abstengo de preguntarlo. ¡Quién sabe! El hombre ambiciona siempre lo que no tiene y sólo ve la felicidad allí donde él no se encuentra.
Ansío visitar el jardín submarino de Honolulu luego de haber admirado las esplendideces vegetales de su suelo. El Acuario de la ciudad es célebre en el mundo por las especies del Pacífico que guarda y no pueden encontrarse en ningún otro mar.
Paso más de una hora contemplando con asombro las variedades animales de una vida profunda y misteriosa que tiene por escenario los abismos mayores de nuestro planeta y nunca ha sido vista de cerca por el hombre. No hay colores sobre la tierra que puedan ser comparados con los que ostentan los habitantes de las simas abisales. En las profundidades del Océano el color es tierno, eternamente jugoso, con una luz interior, como las pinceladas recientes que aún no han sido secadas y ensombrecidas por la influencia atmosférica.
Veo peces rayados como la cebra, manchados como el tigre, melenudos como el león. Unos flotan lo mismo que plumas verdes ó doradas; otros imitan las rugosidades y la inmovilidad de la piedra; más allá mueven sus múltiples faldellines de gasa, como bailarinas del profundo escenario oceánico, al que nunca llega el sol, y donde monstruos de luminosos tentáculos sirven de lámparas, emitiendo una claridad fosfórica. Los hay que tienen la cabeza relinchante de un caballo y hacen corvetas en el agua, como los corceles del paganismo marítimo montados por las Nereidas.
Otros animales que son la especialidad del Pacífico despiertan en mí un sentimiento de miedo y al mismo tiempo de humildad. Tienen cara de hombre, pero de{150} un parecido exacto, sin que sea necesario valerse de la fantasía para extremar tal semejanza. Su nariz se despega del rostro, lo mismo que la nuestra; su boca es humana, pero con el mentón entrante de los degenerados. Sus ojos, al aproximarse al cristal, nos miran con una expresión que parece reflejar los sentimientos brutales de un alma rudimentaria. Son como futuros hombres que se hubiesen inmovilizado en forma de peces, sin poder continuar su evolución; hombres de rostro feroz, de mirada dura, de instintos egoístas y crueles, que únicamente viven para perseguir, matar, comer y reproducirse. Nos recuerdan á nuestros remotísimos abuelos que atravesaron los incalculables siglos de la prehistoria repartiendo peñascazos y golpes de tronco para inaugurar la supremacía de la especie humana sobre el resto de la creación.
En este Acuario, viendo cómo evolucionan en sus cajas de cristal los seres multicolores arrancados á las profundidades oceánicas, se duda un poco de nuestra superioridad y nuestro orgullo.
Cada uno de nosotros cree instintivamente que es el centro del universo, y todo cuanto existe en torno de él, animales, plantas y minerales, fué creado para el placer de sus sentidos ó la satisfacción de sus deseos. Y estos habitantes del Pacífico, infinitamente más numerosos que nosotros, nos ignoran como nosotros los ignoramos. Cazan, guerrean, hacen el amor, se suceden en el disfrute de la inmensidad oceánica, luciendo sus maravillosos colores y sus formas bizarras para ellos mismos. No saben que existe el hombre, con todas sus vanidades, con su historia orgullosa, que tiene por reducido escenario unos cuantos bullones de costra sólida emergidos de la inmensidad del mar.
Cerca del Acuario está Vaikiki, la playa elegante de{151} Honolulu, y en ella el «Moana Hotel», famoso en los Estados Unidos. Todo extranjero que llega á la isla necesita bañarse en esta playa, pues al volver á su país, los conocedores del archipiélago le preguntarán si ha nadado en Vaikiki. Este es un mar tropical, mas no por esto deja de resultar molesto lanzarse á él en pleno mes de Diciembre. Pero mis compañeros de viaje, entre dos olas, hacen elogios de la tibieza del mar, aunque algunos de ellos castañetean los dientes. Las damas, con ligerísimos trajes de baño, se lanzan igualmente al agua, interesadas por los ejercicios náuticos de los canacos.
El mayor atractivo de esta playa es el que ofrecen los juegos de los saltadores de olas. Los antiguos hawaianos aprendían desde su niñez á sostenerse de pie sobre una tabla elíptica de dos metros, especie de patín acuático, que podían llevar á cuestas, como un escudo de madera, utilizándolo para el paso de ríos y estrechos marítimos. Puestos de bruces sobre esta tabla, mueven pies y manos con un ritmo de tortuga, avanzando rápidamente sobre las aguas tranquilas. Si hay olas, se ponen derechos sobre el escudo, con admirable equilibrio, como si sus pies estuviesen soldados á la madera, y se dejan llevar por la fuerza de las rompientes.
Desde la playa vemos filas de hombres erguidos sobre el agua, que vienen hacia nosotros con la rapidez de la ola. Como la tabla no se ve, parece que marchan lo mismo que Jesús en el lago de Tiberíades. Son estatuas de carne sobre un pedestal de espuma. Corren sin mover los pies; cortan el aire por el impulso de la rompiente, hasta que ésta se extingue, y el nadador, falto de empuje, cae por inercia fuera de su tabla.
Algunas damas norteamericanas reman en estrechísimas piraguas que se sostienen gracias á otra más pequeña, en forma de balancín, unida por dos medios{152} arcos de bambú. Su remo es la pagaya, pala corta movida con las dos manos. Juegan á pasar sobre las rompientes en esta embarcación frágil, quedando durante algunos segundos bajo la espuma de las olas. En las mismas piraguas van canacos casi desnudos, como en los tiempos de Kamehamea, contrastando la obscuridad de sus carnes con la blancura de piernas y brazos de las remadoras, no más vestidas que sus compañeros de pagaya.
Al sentarme en el jardín del «Moana Hotel» para contemplar estos juegos náuticos, empiezo á sentir en mi olfato cierta embriaguez, como si estuviese en la tienda de un gran perfumista. Miro los árboles y los arbustos cargados de flores, pero me doy cuenta de que su aromática respiración es algo más sutil y discreto que la esencia vigorosa esparcida por todo el hotel. Uno de mis compañeros me explica el misterio de este perfume que se ha enseñoreado del edificio. Algunas maderas del «Moana» son de puro sándalo, cortadas en bosques de la isla que Kamehamea no llegó á explotar, y su perfume algo más sincero y auténtico que el sándalo preparado por el arte de los perfumistas.
El jardín es un rectángulo comprendido entre el cuerpo principal del edificio, sus dos alas y el mar. En los lados hay filas de plantas con flores, pero todo el resto del jardín lo ocupa un solo árbol, un koa, que cubre con su cúpula muchas docenas de mesas.
Nunca he visto en un lugar frecuentado y «civilizado» un árbol tan enorme. Su tronco es en realidad una agrupación de troncos, como los haces de columnas apretadas que forman las pilastras de las catedrales góticas; su ramaje toca las ventanas del hotel, que están muy lejos, y se esparce hasta la orilla del mar.
Cierra la noche, y el árbol extraordinario adquiere por industria humana un aspecto irreal. Hay ocultas en{153} su complicada frondosidad centenares de lamparillas eléctricas de diversos colores, y todo él brilla como si colgasen de sus ramas frutos quiméricos de un jardín de ensueño.
En el interior del hotel suenan orquestas y cantos. Ha empezado el gran banquete que la ciudad de Honolulu da á los viajeros del Franconia y tendrá por final un baile de gala. Llegan militares y funcionarios vistiendo uniformes de ceremonia. Las damas del país se presentan descocadas y con pañolones de Manila para abrigarse al bajar al jardín.
Permanezco bajo el koa, prefiriendo estar solo. Contemplo el mar con sus olas fosforescentes que surgen del negro horizonte, se agrandan al avanzar y vienen á deshacerse en la arena húmeda de la playa, sobre el reflejo cabrilleante de las ventanas del hotel y las bombillas eléctricas del ramaje. Me gusta ser el único que disfruta la frescura luminosa de este coloso vegetal, viendo en torno de mí tantas mesas y sillas vacías.
De pronto se sienta á mis pies un niño casi desnudo, cuyos miembros, algo flacos, tienen un color rojizo de canela. Me saluda con una sonrisa que hace brillar los diamantes negros de sus pupilas y todo el marfil de sus dientes. Luego señala su sombrero, el cual contrasta, por su amplitud y adornos, con la mediocridad de su vestidura, un simple harapo que le sirve de taparrabos. Adivino su proposición formulada en hawaiano. Por medio dólar me fabricará inmediatamente un sombrero igual al suyo.
Este sombrero es una obra de arte digna de respeto, hecho con palma verde, formando sus mallas una sucesión de conchas desde el vértice al borde de las alas, y llevando en el lugar de la cinta una corona de puntas cimbreantes. Acepto la proposición, y el canaquito vuel{154}ve á sentarse á mis pies con una rama verde de palmera que empieza á manipular, cantando entre dientes una especie de romanza. No intercala nada en su obra. La misma palma con sus retorcimientos sirve para todo. Ella da la copa del sombrero, las alas, y sus puntiagudos remates acaban por formar la corona de penachos que lo circunda.
Sigo maravillado el trabajo de estas manos infantiles y hábiles. Bajo un árbol cargado de luz eléctrica y ante unas ventanas que dejan escapar rumores de banquete y música de baile, renuevan el arte adquirido en medio de las selvas, durante siglos y siglos, por los remotos y salvajes abuelos. A los diez minutos el pequeño artista me ofrece sonriendo su obra con una mano y extiende la otra para tomar el medio dólar.
El sombrero del «Moana» me ha seguido en toda mi vuelta al mundo, y me recordará siempre la noche pasada en uno de los hoteles más famosos de la tierra, bajo un árbol grande como un palacio, frente á un mar de olas brillantes cual si fuesen de fósforo, y aspirando el perfume de ensueño que exhalaba dicho edificio por los poros de sus maderas.
Al día siguiente asisto al almuerzo con que me obsequia la Asociación de la Prensa. Aunque estoy acostumbrado á la preponderancia femenina en los Estados Unidos y todos los países influenciados por su liberal educación, me asombra ver cómo en torno á las diversas mesas son mucho más numerosas las mujeres que los hombres.
En las islas de Hawai la aristocracia es actualmente universitaria. Quiero decir con esto que la verdadera distinción para la mujer consiste en el estudio de una carrera, y más aún en el ejercicio de la enseñanza. La Universidad de Honolulu tiene tantas estudiantas como estu{155}diantes, y los mejores edificios de la ciudad, rodeados de jardines, son las escuelas públicas. Los diarios del país cuentan los triunfos universitarios de las mujeres ó la tenacidad con que ejercitan el profesorado en la misma sección que los diarios de otros países dedican á descripciones de trajes y relatos de fiestas mundanas.
Todas estas señoritas de Honolulu, lo mismo las hijas de blancos que las mestizas de canacos, procuran mantener las tradicionales costumbres del país en lo que tienen de artísticas ó pintorescas. Un cantante de pura raza hawaiana, admirado como el mejor tenor de las islas, se levanta repetidas veces en el curso del banquete para entonar junto al piano las romanzas más populares con una expresión apasionada que hace comprender el sentido de los versos polinésicos. Un mallorquín, antiguo bajo del Teatro Real de Madrid, don Joaquín Vanrell, que dirige una escuela de música en Honolulu y es el único español residente en la ciudad, canta con una maestría de viejo artista algunas arias españolas de los tiempos del romanticismo.
Al sentarnos á la mesa, todos hemos encontrado sobre la servilleta un collar de flores. Hay que seguir los ritos del paganismo hawaiano, el cual sólo comprendía los placeres de la mesa, del canto y del amor con acompañamiento de flores.
Mi collar, presente de la Asociación de la Prensa, es enorme. Casi llega á mis rodillas, y está formado con pétalos blancos de una especie de clavel de las islas, cuyo perfume resulta aún más intenso y embriagador que el sándalo. Esta flor, cuyo nombre no recuerdo, abunda poco, lo que la hace muy buscada y carísima. Al salir á la calle, después del banquete, conservando mi collar, lo mismo que todos los invitados, algunas mujeres vuelven{156} sus cabezas sonriendo y admiran la boa florida que llevo sobre el pecho, como algo extraordinario que sólo pueden ver de tarde en tarde. Unas canacas jóvenes, de gracioso atrevimiento, ponen su rostro sobre mi pecho, aspiran el perfume y me dicen sonriendo palabras incomprensibles que deben ser agradables.
Durante el banquete está sentada á mi derecha la esposa del gobernador del archipiélago de Hawai, una dama norteamericana de gran cultura literaria. Su hija y varias amigas de ella permanecen entre las numerosas jóvenes que ocupan por completo varias mesas.
Una escritora de Australia asiste al banquete. El Pacífico, á pesar de su inmensidad, proporciona con frecuencia estos encuentros. Los de Australia ó los de Hawai, si desean hacer un viaje para distraerse, se van á la acera de enfrente, á la tierra más inmediata, cinco mil millas de distancia, varias semanas de navegación, atravesando una mitad del hemisferio en que viven.
Cuando llega la hora de los brindis, con un vaso de agua, pues esta tierra es de los Estados Unidos é impera en ella el «régimen seco», muchos de los asistentes pronuncian discursos ó breves salutaciones. Las jóvenes son las que hablan más, obligadas por las peticiones del público, y yo pronuncio finalmente una arenga en español, que sólo entienden el profesor de literatura de la Universidad y algunas señoritas que pasaron por su aula. Pero el antiguo bajo del Teatro Real llora escuchándome. Se creía perdido como Robinsón en este archipiélago, donde lleva muchos años sin hablar mas que inglés, é inesperadamente se ve asistiendo á una fiesta en honor de un español y escuchando un discurso en la lengua de su patria.
A la salida, la esposa del gobernador me invita á tomar el té, horas después, en su casa. Ésta resulta intere{157}sante por haber sido el palacio en que vivió destronada la reina Lilinu-Kalami.
El día anterior he visto la estatua de bronce, verdoso y dorado, representando á Kamehamea I, frente al antiguo palacio de los emperadores de Hawai. Me enseñan á un viejo canaco, de cara rugosa y barbillas blancas, que monta la guardia voluntariamente hace más de veinte años ante la estatua de Kamehamea. Llega al romper el día y se sienta frente al monumento de su emperador. A las horas de comer desaparece, y vuelve á ocupar el sitio poco después, no abandonando su silenciosa contemplación hasta que cierra la noche. Los norteamericanos, que aman las actitudes originales, consideran con simpatía á este canaco leal. Los del país, modificados por la vida moderna, le miran con cierto enojo, considerando ridícula para su raza esta fidelidad perruna. El viejo no conoce ciertamente la verdadera historia de Kamehamea; sólo sabe que fué grande y victorioso, que en su tiempo los extranjeros no mandaban en Hawai, y ello basta para que adore todos los días al emperador dorado y verde, esperando que alguna vez se transformará en carne, volviendo al archipiélago como un Mesías.
Yo he visto en realidad el manto y el gorro que llevaba Kamehamea en su monumento. Están en el Museo Bisop, el mismo que guarda el vaciado en yeso del busto del capitán español. Los mantos de los emperadores de Hawai son la gran curiosidad artística de la isla y se habla de ellos en todo buque cuando Honolulu empieza á asomar su blancura sobre el Océano. Estos mantos—lo mismo que la tiara imperial en forma de gorro frigio—están fabricados con plumitas de unos pájaros diminutos. Como estos pájaros eran únicamente de dos colores, rojo y amarillo, la vestidura imperial parece hecha de pedazos de{158} bandera española. Examinados los mantos de cerca, maravilla el cálculo de los millones de pájaros que fué preciso matar para la fabricación de estas vestiduras reales.
El gobernador de Hawai, nombrado por los Estados Unidos, no habita el palacio de los emperadores. Éste lo ocupan solamente las oficinas públicas. El gobernador reside en la llamada Casa de Wáshington, ó sea el palacio donde murió Lilinu-Kalami. Esta mansión, ostentosa para la época en que fué construída—el primer tercio del siglo XIX—, la hizo un norteamericano enriquecido en el país. Cuando la hubo terminado, dándole el nombre de Casa de Wáshington, se preocupó de su amueblamiento y creyó oportuno ir en persona á adquirirlo en el Japón y la China. Como en aquellos tiempos no había buques de vapor ni líneas de navegación, fletó una fragata para hacer el viaje á Asia, y nadie supo más de él ni de sus marineros. Mucho después, Lilinu-Kalami, que aún no era reina, adquirió este palacio para habitarlo.
Admiro los salones por su aireamiento y su amplitud. Algunos de ellos están completamente abiertos por dos de sus lados y en vez de paredes tienen columnas y también gradas que les ponen en perpetua comunicación con el jardín. Sus muebles chinos y japoneses empiezan á adquirir cierto aspecto respetable de antigüedad, que les coloca aparte de los objetos de pacotilla producidos por el Extremo Oriente en nuestros tiempos. Muchos de estos muebles fueron regalos que el Japón y la China enviaron á la reina de Hawai. Todo lo de esta casa, en las habitaciones de recepción y en el comedor, procede de Lilinu-Kalami. Los gobernadores lo han respetado, dejándolo como en el tiempo de la reina.
La esposa del gobernador quiere mostrarme los últimos supervivientes de aquella época. Son los jardineros{159} de Lilinu-Kalami, un matrimonio de viejecitos que sigue en el palacio, tranquilos los dos y bien cuidados, cual si formasen parte de su mobiliario. Entran en el gran salón, conmovidos y llorosos, como siempre que vuelven á esta parte del edificio, creyendo que van á ver de pronto á su antigua señora.
La vieja va vestida de blanco con gran pulcritud; escotada, los brazos desnudos, la falda muy amplia, siguiendo tal vez las modas juveniles de su reina. El viejo es un caballero canaco con smoking blanco y corbata negra. A pesar de sus años conserva un gran dominio sobre sus emociones, y únicamente brilla en sus ojos una acuosidad contenida. Su mujer, más vehemente, llora, al mismo tiempo que le tiemblan las manos.
Hace la gobernadora mi presentación.
—Este señor ama mucho á vuestra reina y va á escribir sobre ella.
—¡Oh, la reina!—gimotea la vieja.
Me besa una mano y mira después con ojos devotos un gran retrato al óleo de Lilinu-Kalami que está en el fondo del salón y la representa en sus buenos tiempos de reina viuda, cuando las hulas bailaban en el inmediato jardín y ella pedía consejos á sus favoritos.
Es una dama de frescas redondeces y sonrisa bonachona, vestida con un traje elegante de recepción. Tiene el escote abultado y partido por el arranque de dos hemisferios firmes; los brazos redondos, y una doble raya horizontal en el carnoso cuello: la majestad regia de hace tres cuartos de siglo representada por Victoria de Inglaterra, Isabel II de España y otras soberanas de aquella época.
Se conmueve la viejecita de tal modo viendo á su antigua señora, que el marido tiene que abrazarla protectoramente y se la lleva hacia el jardín. Media hora des{160}pués vuelven los dos ancianos con un regalo para mí: un collar que acaban de hacerme con la flor amada por Lilinu-Kalami. Esta flor, puramente hawaiana, es una violeta de pétalos recogidos, dura como un fruto.
El collar embriagador de claveles que llevo sobre el pecho morirá, pero este de Lilinu-Kalami es eterno. Sus flores al secarse se endurecen, y podré guardarlo siempre como un rosario oloroso.
Con el pecho adornado por la doble sarta de flores continúo mi visita á la esposa del que es actualmente soberano del archipiélago por soberanía delegada.
La hija del gobernador y una amiga suya se interesan mucho por el pasado de esta tierra en que nacieron. Ambas proceden de norteamericanos; la hija del gobernador es morena y esbelta como una californiana; su amiga, una nieta de Mr. Hyde Rice, notable escritor que ha recogido todas las tradiciones del país y vive siempre en la isla de Hawai, es rubia y con ojos azules. Pero las dos nacieron en el archipiélago y tienen en su belleza blanca algo de exótico que las hace más interesantes.
Al despedirme, la joven que ha venido de Hawai á pasar unos días con su amiga y conoce á fondo la historia del país, por sus lecturas y por las lecciones de su abuelo, me dice á guisa de adiós:
—Celebro haber hablado, por primera vez en mi vida, con un español. Siempre me interesó España, tan lejos de nosotros y tan unida á nuestros orígenes. Hawai es más antigua en la historia de lo que suponen muchos. Tiene dos siglos más de existencia, porque todos sabemos aquí que los navegantes españoles fueron los primeros blancos que pisaron sus costas, los primeros enviados de la civilización europea.{161}
Navegando al margen de la tempestad.—Bailes, juegos y asistencia á la escuela.—Carreras de caballos en el buque.—La libertad religiosa de los norteamericanos.—El cura democrático de Minnesota.—El Mesías de Los Ángeles.—Dejamos de vivir un día entero.—Caen en las aguas del Pacífico veinticuatro horas de nuestra existencia.—¿Qué habrá sido de mis amigos del Japón?...
Empieza á anochecer cuando salimos de Honolulu. Flotan en todas las barandas del buque manojos de cintas multicolores. Son los restos del tejido de serpentinas que se formó entre el paquebote y el embarcadero durante una larga despedida.
Grita la muchedumbre en los muelles, agitando sombreros y pañuelos. Se oye, cada vez más lejos y por última vez, la romanza El collar de las islas, entonada por la música de la ciudad. Un tropel de nadadores nos sigue hasta fuera del puerto. Pero el Franconia acelera su marcha y los tritones canacos y japoneses acaban por quedarse atrás, esforzándose por sacar medio cuerpo fuera del agua y darnos el último adiós con sus manoteos y sus rugidos metálicos. Pasamos entre dos filas de boyas que empiezan á iluminarse, marcando el canal que deben seguir los buques de calado enorme.
Cuando cierra la noche, Honolulu brilla en el fondo del horizonte como un collar de diamantes desgranado,{162} y esta visión resucita en mi memoria el recuerdo de Valparaíso, el gran puerto de Chile, que vi hace muchos años. Después que mis compañeros de viaje se sacian de contemplar las hileras de luces, cada vez más pequeñas y lejanas, concentran su atención en la vida de á bordo, preparándose para una travesía que será la más larga del viaje.
Durante diez días sólo veremos cielo y agua. Ni una isla, tal vez ni un buque, por ser esta la parte menos frecuentada del Pacífico. En Honolulu los tripulantes de un gran vapor japonés nos han dado malas noticias. Reina un larguísimo temporal entre Hawai y las costas del Japón. Ellos, como expertos hombres de mar, nos presagian un viaje penoso. Algunos pasajeros que han dado la vuelta al mundo otra vez recuerdan que el mal llamado Pacífico, en esta sección de su inmensidad se muestra siempre áspero.
Pasamos una mala noche navegando entre nuevas islas del archipiélago de Hawai, pero al día siguiente empieza á mejorarse el tiempo.
El capitán Melson es tenido entre los marinos de Inglaterra por muy hábil para sortear las tormentas, evitando molestias á sus pasajeros. Como el Franconia no tiene las prisas de un paquebote mercante y cuenta con las velocidades máximas de su máquina para resarcirse de las pérdidas de tiempo, nos apartamos del rumbo ordinario, que es donde reina ahora la tempestad, y en vez de subir inmediatamente hacia el Noroeste en busca del Japón, seguimos por el interior del mar tropical, como si nos dirigiésemos á las Filipinas. De este modo pasamos la mayor parte de la travesía dentro de un mar tranquilo y tibio, vestidos de verano, cual si navegásemos hacia un país del Trópico.
Seguimos el empuje favorable de la corriente ecua{163}torial del Pacífico Norte, prolongación de la que nace en las costas japonesas y da vuelta ante las costas de California, volviendo al mismo sitio de su origen; corriente que recibe el nombre japonés de Kuro Sivo (el Río Negro), á causa del color de sus aguas. Dos días antes de llegar al Japón es cuando el Franconia pondrá proa al Noroeste é iremos hacia el puerto de Yokohama, pasando casi instantáneamente del verano al invierno.
Antes de este cambio de rumbo navegamos por unas aguas verdes, luminosas, de fauna abundante, como las que vimos en las costas de la América Central. Únicamente por el Norte se muestra el horizonte gris y brumoso. Adivinamos la tempestad que asalta detrás de la niebla lejanísima á los buques de itinerario fijo, y sentimos una satisfacción egoísta al pensar que nosotros, como desocupados que pueden ir adonde quieren, sin prisa alguna, vamos sorteando los rigores atmosféricos.
Transcurren lentos días sin que el mar siempre desierto pueda ofrecernos otros espectáculos que la salida y la puesta del sol. Todas nuestras observaciones y deseos se concentran en la vida interior del buque, y apenas nos fijamos en el Océano. El Franconia cobija una actividad intensa que no volverá á repetirse en el resto del viaje. Las diversiones son incesantes; la orquesta trabaja más que nunca; todas las tardes hay conciertos, todas las noches baile.
Los profesores de la «American Express» dan conferencias con proyecciones cinematográficas sobre el Japón y la Corea, los dos primeros países que vamos á visitar. Muchos de nosotros creemos haber vuelto, en una regresión juvenil, á nuestros tiempos de estudiante. Vamos á clase todas las mañanas. Dos maestros de lenguas orientales dan lecciones de japonés y de chino, y aprendemos unas docenas de palabras en ambos idiomas que{164} nos permitirán pedir modestamente las cosas más elementales para nuestra existencia.
Muchos días hay Forum, una especie de mitin presidido por el director del viaje, en el que todos pueden pedir la palabra para exponer sus dudas ó solicitar aclaraciones. Una señora pregunta si hay que llevar mucho abrigo en el Japón; otra desea saber los precios corrientes de los objetos artísticos y qué almacenes de Tokío son los que roban menos al viajero; una, más allá, pide consejos higiénicos para precaverse de las enfermedades del país... Y así continúan, con la curiosidad del pueblo americano por saberlo todo, formulando preguntas y preguntas. Unas veces contesta el presidente; otras, los mismos pasajeros que, por sus estudios ó por viajes anteriores, pueden ilustrar á sus vecinos.
Todas las mañanas, á primera hora, este pueblo marítimo desfila por un salón en cuyas paredes están fijos los avisos de las fiestas del día y reuniones instructivas, así como noticias importantes de lo ocurrido en la tierra durante las últimas veinticuatro horas, transmitidas por la telegrafía sin hilos.
Las gentes se agrupan con arreglo á sus aficiones deportivas ó sus ideas religiosas y filantrópicas. Hay anuncios solicitando una cuarta persona para jugar al bridge. Muchas tardes se celebran torneos de dicho juego, que apasionan extraordinariamente á las señoras.
Otro juego, de moda reciente, rivaliza con el bridge. Es de origen chino; unos le llaman Mah Jong y otros Pung Chow. Las pasajeras van de un lado á otro con la caja de sándalo contenedora de sus piezas de marfil. Estas fichas tienen nombres extraordinariamente poéticos; pero, según parece, el tal jueguecito chino es más temible que la ruleta para devorar el dinero.
Dos veces por semana hay carreras de caballos en la{165} última cubierta, con todas las ceremonias y preliminares de este deporte nacional en los países de lengua inglesa. El establecimiento tipográfico del buque imprime una lista con los nombres y particularidades de los caballos, algunos de los cuales llevan de vez en cuando mis apellidos. En las cubiertas de paseo se venden billetes para los que deseen apostar.
Los caballos son juguetes de madera, corceles del tamaño de un conejo de Indias, con aun jockeys de distintos colores. El suelo de la cubierta tiene un séxtuple semicírculo, dividido en casillas numeradas, todo ello hecho con tiza. Los seis jinetes esperan en fila la señal de partir. La campana llama al público indicando que va á empezar la carrera, lo mismo que en los hipódromos. Una señorita, escogida por su belleza ó su elegancia, es la encargada de arrojar por el suelo un dado enorme; y con arreglo al número que permanece visible, el caballo agraciado va avanzando tantas casillas como marca la cifra.
Este público sencillo y entusiasta se enardece como si estuviese presenciando una carrera en Londres ó en Nueva York. Además, casi todos han apostado dinero, lo mismo hombres que mujeres. Los dólares salen de los bolsillos en forma de pelotas de papel arrugado. Cada uno grita para celebrar los avances de su favorito. Desde las cubiertas inferiores es fácil imaginarse que se vive en tierra, oyendo á lo lejos los rugidos de un hipódromo.
Un grupo de pasajeros francmasones fija un anuncio en el salón llamando á los compañeros de viaje que sean «hermanos», para constituir con ellos una logia en el Franconia mientras dure el viaje. El primer acto de la nueva logia, dos días después, es una suscripción general pidiéndonos dinero á todos para los hombres que tra{166}bajan en lo más hondo del buque alimentando las máquinas.
Algunos viajeros son pastores de las diversas confesiones del cristianismo reformado, y al dar la vuelta al mundo, desean visitar las misiones que han establecido sus correligionarios en China y el Japón. Otro, procedente de Minnesota—uno de los Estados más interiores y tranquilos de los Estados Unidos—, es un sacerdote católico muy joven, grande de estatura, fuerte, con serena franqueza en su mirada y sus ademanes. Tiene el aspecto de un boxeador simpático. Su cabellera espesa y dura, cortada á estilo norteamericano, se alza sobre su cráneo como una cresta ó una tiara. Nunca ha salido de su país, y desea ver el mundo, como los demás; pero lo que á él le interesa especialmente es conocer Jerusalén y Roma. En vez de buscar dichas ciudades por la parte de Oriente, siguiendo el camino más corto, va simplemente á ellas dando vuelta á la tierra entera.
Es un creyente fervoroso y sincero, pero sin intransigencias; un representante del catolicismo á estilo de los Estados Unidos, que es allá la religión más democrática y algunas veces la más demagógica, por figurar en ella muchos emigrantes pobres, á los que amarga su fracaso en un país de ricos.
Como dice la misa todas las mañanas á las siete, en uno de los salones de baile, algunas señoras de gustos aristocráticos que son católicas le piden que la retrase á las ocho ó las nueve, pues les resulta penoso levantarse tan pronto. Pero el joven sacerdote, con su aire de boxeador casto, poco sensible á los remilgos femeninos, contesta que él celebra su misa para los irlandeses, camareros y marineros del buque, y éstos sólo pueden oirla á las siete, antes de empezar su servicio.
—Levántense temprano—termina diciendo—. Ustedes{167} nada tienen que hacer, y yo por complacerlas no voy á dejar sin misa á los que trabajan.
Hay en el Franconia otro representante del espíritu religioso más original y extraordinario. Es un joven de veintiocho años, cuya estatura casi alcanza á dos metros. Su cabeza es interesante, con ojos rasgados, algo femeninos, y luengas y rizadas melenas. El cuerpo está deformado por una obesidad impropia de su juventud. Tiene gran vientre y caderas amplísimas; pero á pesar de su desbordamiento adiposo se entrega con frecuencia á deportes violentos que agitan su cabellera rizada y una gran cruz pendiente sobre su pecho.
Este joven es nada menos que el fundador de una religión, y embarcó en San Francisco por tener su sede en Los Ángeles, hermosa ciudad de ricos y desocupados, prontos á aceptar todo lo nuevo que les parezca interesante.
En este buque, poblado de personas que se acostumbraron desde la escuela á respetar todas las creencias, nadie se extraña ni hace objeto de burla el viajar con el fundador de una nueva religión. Raro es el año en que dejan de surgir varias en los Estados Unidos, y aunque las más desaparecen con igual facilidad, algunas sobreviven y adquieren una fuerza considerable. El pueblo norteamericano se preocupa como ningún otro del problema religioso, tal vez á causa de su curiosidad nativa que le hace pensar frecuentemente en el misterio de la muerte y en lo que puede encontrarse después de ella.
Al norteamericano no le extraña ninguna doctrina religiosa, y es incapaz de burlarse de ella por extravagante que parezca á los demás. Lo único que no puede concebir es que se viva sin una religión, sea la que sea; lo que no llegará á imitar nunca es la tolerante y sonriente incredulidad que tanto abunda en Europa.{168}
Cuando yo comento la exagerada juventud de dicho profeta, varias damas me contestan que todos los fundadores de religiones empezaron á propagar sus doctrinas antes de los treinta años.
Este Mesías de Los Ángeles ha sido seminarista católico, pero abandonó su carrera para intentar la estupenda obra de unir todas las religiones en una sola, entresacando lo mejor de cada dogma: algo semejante al «esperanto» en la lingüística. El fondo de su doctrina es el cristianismo, pero añadiendo la reencarnación del alma, proclamada por muchas religiones del Extremo Oriente. Admira á Buda, y hace este viaje para ver de cerca el culto búdico, en el Japón y la China, hablando con sus principales representantes.
Una mañana da una conferencia en el gran salón sobre Buda y su doctrina, y asisten á ella, en lugar preferente, los pastores protestantes y el sacerdote católico. Es un espectáculo característico de la vida norteamericana que los «latinos», violentos é intolerantes, no podemos concebir, y extraña á nuestros ojos cuando lo presenciamos.
A la salida de la conferencia pretendo que el sacerdote católico abandone su cortés tolerancia é inicio para conseguirlo algunas críticas sobre lo que ha dicho el conferencista. Pero no me sigue, y, muy al contrario, contesta con una tranquilidad de hombre respetuoso para las creencias ajenas:
—Si piensa sinceramente lo que dice, allá él, aunque yo le considere en el error. Lo importante es que crea en Dios y en las leyes eternas de la moral.
Los pastores protestantes, aunque no saludan al inventor religioso, le miran sin animosidad cuando pasa ante ellos llevando sobre su pecho la insignia de su alta jerarquía: una cruz de oro con una estrella superpuesta{169} de plata y piedras preciosas, joya ritual de gran valor ideada por él y que deben haberle regalado sus devotas de Los Ángeles.
Un poco antes de la mitad de nuestra navegación, estando entre Hawai y el archipiélago japonés, nos ocurre algo extraordinario que sólo pueden conocer los que hayan dado la vuelta al mundo. Todos los pasajeros y tripulantes del Franconia perdemos un día de nuestra vida; mejor dicho, dejamos de vivir veinticuatro horas de nuestra existencia, que caen al mar sin ser utilizadas.
Esto merece una explicación. El lector tal vez recuerde una novela de Julio Verne, La vuelta al mundo en ochenta días, que hizo las delicias de nuestra infancia. El protagonista Phileas Fox, al volver á su casa de Londres, cree perdida su apuesta por haber pasado ochenta y un días en su viaje alrededor del mundo, cuando el plazo convenido era de ochenta. Mas al mirar su almanaque de pared ve que no es jueves, como él creía, sino miércoles.
El héroe de esta novela lleva ganado un día sobre los demás hombres porque ha hecho el viaje de Occidente á Oriente, al revés que nosotros. Los pasajeros del Franconia vamos de Oriente á Occidente, ó sea siguiendo el aparente curso del sol. Pero como éste viaja más aprisa que nosotros, cada día perdemos una hora.
Ya llevamos perdidas, con arreglo al meridiano inglés de Greenwich, que es el que rige la vida del mar, unas doce horas desde que emprendimos nuestro viaje, y de continuar así, al haber dado la vuelta entera á la tierra, nos ocurriría lo que á Sebastián del Cano y sus compañeros en la primera circunnavegación del planeta. Cuando hambrientos y con la nave destrozada tocaron estos héroes en las islas de Cabo Verde, vieron con asom{170}bro que los habitantes del país vivían en un jueves, cuando ellos, según el diario de á bordo, estaban todavía en un miércoles.
En igual confusión nos veríamos nosotros, si las leyes modernas que regulan la vida marítima no hubiesen establecido una costumbre para corregir tal desarreglo. Cuando en las cercanías de Hawai se llega al meridiano 180, antípoda del meridiano de Greenwich, si el buque va hacia Asia los tripulantes suprimen un día, y si viene hacia América, ó sea en dirección contraria, viven un mismo día dos veces.
Por eso yo tengo en mi existencia un día que no he vivido, una semana que careció de lunes. El 17 de Diciembre de 1923 fué una realidad para todos los habitantes del planeta, menos para los que íbamos en el Franconia. Saltamos del domingo 16 al martes 18, arrancando de una sola vez dos hojas del almanaque.
En verdad pasamos el meridiano 180 el día 16, pero dicha fecha era domingo, y está admitida una pequeña superchería geográfica en los buques, para que no se perjudique la religiosidad dominical. El domingo es el único día de la semana exento de supresión, evitando de tal modo que los navegantes se vean privados de servicio religioso.
Al principio no se pensó en esto, y según cuentan las gentes de mar, tal omisión dió motivo á incidentes graciosos. A veces iba en el buque algún reverendo misionero que preparaba cuidadosamente un sermón para el próximo domingo, con el noble propósito de convertir á muchos pecadores y pecadoras, compañeros suyos de viaje. Y al levantarse en la mañana de dicha fecha, se enteraba con asombro de que no había domingo, por haber saltado todos, tripulantes y pasajeros, de un sábado á un lunes, y tenía que guardarse su sermón.{171}
Según nos aproximamos á las costas japonesas va enfriándose la temperatura y se agranda en mi interior una inquietud que viene acompañándome desde Europa.
Hace cuatro meses, á fines de Agosto, estando en mi casa de Mentón, recibí una carta suscrita por dos profesores japoneses que han traducido algunas de mis novelas. Se habían enterado de mi próximo viaje y me anunciaban, con su fina cortesía nipona, un cariñoso recibimiento y varias fiestas en mi honor, cuando llegase á su país.
Seis días después, el 1.° de Septiembre, circuló por el mundo la noticia del gran temblor de tierra que ha destruído completamente á Yokohama y quebrantado á Tokío y otras ciudades japonesas. Nunca en los siglos conocidos de la historia humana ocurrió una catástrofe tan enorme y que causase tantas víctimas.
Marcho hacia el Japón sin haber recibido noticia alguna de allá, después del cataclismo. Por la noche miro ansiosamente hacia el punto del horizonte donde creo que están ocultas las islas japonesas.
¿Vivirán aún Hirosada Nagata, Shiduo Kasai y otros traductores míos?... ¿Encontraré á mis amigos japoneses en el muelle destruído de Yokohama, ó saldrá á recibirme la noticia de su muerte?...{172}
Después de diez días de soledad oceánica.—Aparición matinal del Fuji.—Los marinos de la bahía de Tokío.—Carabelas con motor.—La antinomia japonesa.—Enorme destrucción de Yokohama.—La ciudad como fué y como la vemos.—Llegada de mis amigos.—La «koruma» y el caballo humano.—El engaño de la noche en Yokohama.—Vamos en busca del verdadero Japón.
Al cerrar la noche, un buque pasa por la línea del horizonte, y esto es para nuestros ojos un suceso extraordinario. Llevamos diez días de navegación, sin que nada altere la monotonía del mar. Este paquebote, de una Compañía que hace el servicio entre el Japón y Canadá, representa para nosotros una certidumbre de que la humanidad no ha dejado de existir. Es la vida de nuestra especie, la historia humana, que vienen otra vez á tomarnos.
Todos sentimos un deseo vehemente de pisar tierra. Muchos no pueden ocultar su alegría al darse cuenta de que sólo nos separan del Japón unas cuantas horas nocturnas y al amanecer veremos la línea dentellada de sus costas, en vez de la horizontalidad azul del Pacífico. Los más se levantan con las primeras luces del día y suben á las cubiertas, arrebujados en abrigos de invierno que tuvieron que buscar apresuradamente. El cambio de temperatura ha sido casi instantáneo. El frío parece influir{173} en el aspecto del mar. Se entenebrece el espacio con una bruma que es en realidad polvo acuático arrancado á las olas por el viento. Al salir el sol se forma delante del buque un gran arco iris, que por sus colores recuerda la pintura de los artistas japoneses.
Huyen de tierra las olas para perderse en las soledades del Pacífico. Vienen al encuentro de nuestro buque y se alejan hacia la inmensidad oceánica. Todas ellas, al recibir de frente los rayos casi horizontales de un sol todavía bajo, brillan como si fuesen de oro en su parte cóncava, mientras la convexidad de su lomo es de un verde obscuro y tempestuoso.
Un grito de curiosidad y admiración circula de pronto por las cubiertas, saludando un descubrimiento. Acaban de rasgarse y disolverse los vapores del horizonte, el cielo queda limpio, y á enorme altura vemos una especie de nube sonrosada y triangular que refleja la luz del sol. Todos la reconocemos. Es el célebre Fuji-Yama (Monte Fuji), el volcán desmochado y con eterna esclavina de nieve que aparece en tantas estampas y tantos biombos y abanicos japoneses, como resumen de las bellezas de la tierra nipona.
No conozco montaña que dé una sensación de abrumadora enormidad como este volcán, situado en el país de la pequeñez graciosa, de las casitas que parecen juguetes, de los paisajes creados para muñecas. Muchas cimas famosas de los Andes y del Himalaya no despiertan la misma admiración, por estar rodeadas de una escalinata descendente de montañas secundarias que disimulan su altitud. El Fuji no tiene á su alrededor nada que le encubra. Corta el horizonte con los perfiles completos de sus laderas, desde la base hasta el cono truncado de su cumbre, en otro tiempo puntiaguda y ahora horizontal, por haber volado parte de su cráter una remotísima{174} erupción. Las montañas que le rodean y las costas inmediatas nos parecen muy bajas. El gigante vive en un aislamiento orgulloso, acaparando la mayor parte del horizonte, envuelto en su manteleta de nieves, que se acorta ó crece según las estaciones del año, prolongándose en onduladas franjas.
Entramos en la dilatada bahía de Tokío donde está Yokohama. Este mar interior tiene en lo más profundo de su curva la capital del Japón; pero como las aguas cerca de Tokío carecen de la profundidad necesaria para los buques modernos, los japoneses establecieron, diez y ocho millas más al Oeste, en una pobre aldea de pescadores llamada Yokohama, un puerto que fué poco después uno de los núcleos del comercio del mundo, al abrirse el país á la vida internacional.
Esta bahía tiene á un lado Tokío, en el centro Yokohama, y al Oeste, fuera de su boca, la derruída ciudad de Kamakura. Hace siglos figuró como capital del Imperio. Ahora, Kamakura sólo interesa por sus viejos templos, perdidos entre la vegetación de bosques y jardines. Éstos cubren á su vez un suelo que fué el de antiguas plazas y avenidas. Detrás de Kamakura se alza la mole del monte Fuji á más de 4.000 metros sobre el nivel del mar, tocado con su caperuza de escamas de nieve, que los poetas del país comparan á los pétalos de la flor del loto.
Vemos unos islotes pequeños, casi á flor de agua, semejantes al caparazón redondo de las tortugas. Todos ellos están fortificados con baterías de cúpula. Nuestro paquebote navega lentamente entre enjambres de barcos menores. Sale á nuestro encuentro, por primera vez, la pintoresca antinomia, la contradicción original y violenta que nos acompañará siempre en este país. Es la mezcla del pasado y el presente, de una tradición orgu{175}llosa que no quiere morir, considerándose superior á todo lo extranjero, y de un afán habilidoso por apropiarse é imitar lo que ha producido y puede producir en lo futuro ese mismo extranjero tan despreciado.
Las más de las embarcaciones son buques veleros de forma arcaica, con la popa alta y la proa baja, lo mismo que las antiguas carabelas. Algunas hasta conservan el velamen de piezas superpuestas y plegables, como las persianas ó los abanicos, igual que se ve en las estampas japonesas. Sus tripulantes van vestidos con un kimono obscuro y llevan el pelo recogido sobre el cogote, á estilo mujeril. Otros usan sombrero en forma de sombrilla, chaqueta corta de mangas perdidas, y llevan las piernas desnudas, con un simple pañizuelo entre ellas que los sirve de calzoncillo. Pero toda esta marina de otros siglos ha colocado en sus barcas de pesca ó de cabotaje motores de petróleo, que suplen las ausencias del viento. En algunos vaporcitos blancos, de reciente construcción, el capitán, erguido en el puente y con el kimono batido por el viento, parece escapado de una lámina de las antiguas historias de piratas.
Pasamos junto al arsenal de Yokohama. Eclipsando en parte las techumbres de los astilleros, ocho grandes acorazados lanzan el humo de sus chimeneas, y otra vez sentimos extrañeza al pensar que estas formidables máquinas de guerra, copiadas de los países occidentales y que consiguieron muchas veces la victoria, pertenecen á estos hombres que al verse solos en sus casas ó en sus buques se visten como se vestían sus ascendientes hace siglos, imitando todos los gestos de su vida remota.
El cielo es azul y ha quedado limpio de nubes, brilla el sol, pero según nos aproximamos á la costa aumenta la frialdad de un viento que parece su respiración. Estamos á fines de Diciembre y nos hemos alejado de nues{176}tro océano tropical. Además, el frío es siempre más intenso en la tierra que en el mar.
Flotan sobre las aguas verdes y amarillentas de la bahía anchas fajas blancas, que parecen espumas de ola cristalizadas y fijas. Son grupos de gaviotas encarnizándose en bancos invisibles de peces. La gran cantidad de barcas pescadoras que pasan junto á nosotros, izando sus velas de persiana ó de lienzo blanco á rayas negras, revelan la fauna abundante de este mar interior.
Grupos de vapores anclados forman islas de mástiles y chimeneas. Nos deslizamos por las tortuosas avenidas que deja libres este amontonamiento de buques inmóviles. Entre los barrios flotantes van y vienen otros barcos más pequeños, que se pegan á sus costados para recibir sus cargamentos ó suministrarles agua y carbón.
Al dejar atrás esta ciudad flotante que cabecea sobre sus áncoras descubrimos Yokohama de un extremo á otro, sin que nada nos impida apreciar de golpe el aspecto de su desolación inmensa.
Yo he visto Reims después de varios meses de bombardeo; he visitado durante la última guerra poblaciones destruídas sistemáticamente por la invasión alemana; pero el horror de esta ciudad enorme sacudida en sus cimientos por los temblores del suelo y consumida luego por las llamas es mucho más impresionante y doloroso. El hombre, á pesar de sus maldades científicas, no puede realizar en años la labor destructiva que una naturaleza inconsciente obra en el transcurso de unos minutos.
Vemos filas interminables de almacenes y fábricas que sostuvieron hace cuatro meses una techumbre y ahora no son mas que tapias de corral derruídas. No hay nada que corte el horizonte verticalmente, ni una torre, ni{177} una casa de dos pisos. Todo está por el suelo. Ninguna obra se atreve á ir más allá de la estatura humana. Algunos muros chamuscados por el incendio, que parecen simples cercas, los van señalando los viajeros que conocieron Yokohama antes del terremoto. Allí estaban los grandes Bancos, los almacenes de múltiples pisos á imitación de los de Nuera York, varios hoteles iguales por sus comodidades á los «Palaces» más famosos.
Yokohama tenía su Gran Hotel, construcción altísima que era un motivo de orgullo para la ciudad. Los que presenciaron el cataclismo se valen siempre de la misma imagen para describir su destrucción. Desapareció como los helados en forma de pirámide que se sirven á los postres de una comida y son cortados en rodajas por el cuchillo de los comensales. Al sacudirlo el estremecimiento telúrico, un cuchillo invisible lo fué partiendo en pedazos, y éstos cayeron uno sobre otro, llevando cada cual en las celdillas de su interior una agitación de pobres insectos humanos aullando de miedo ó enmudecidos por el espanto.
Los que conocieron el Yokohama de hace cuatro meses recuerdan los esplendores de sus grandes calles, embellecidas por el comercio. Aquí estaban las mejores tiendas del Japón, joyerías, depósitos de perlas, de sedas, de alhajas. Además, por ser puerto terminal de las grandes líneas de navegación, algunos de sus barrios tenían la alegría ruidosa y pintoresca que gozaron siempre los lugares marítimos famosos, desde la más remota antigüedad. Había calles enteras de teatros, de cinematógrafos, de casas de té, abundantes en bailarinas y cantoras, y de otros establecimientos con mujeres pintadas vistiendo kimonos floridos y esperando en la puerta el momento de la servidumbre sexual, con la tranquilidad propia de un país que, hasta hace pocos años, consideró{178} la prostitución industria útil, sin deshonra para las familias de las hembras que la ejerciesen.
Europeos y americanos establecidos en Yokohama habían cubierto sus alrededores de graciosas casitas con jardín. Sobre las colinas había numerosos templos budistas y sintoístas, venerables y tranquilos como los de Kamakura. El pueblo japonés, gustoso de vivir entre flores, improvisaba minúsculos jardines en todos los rincones de tierra encontrados á su alcance, por pequeños que fuesen. Muchachas del país, musmés frágiles como muñecas, con peinado enorme y un lazo en forma de almohadilla á continuación de la espalda, sonreían al transeunte, cantando con suave voz de gatita á las puertas de sus casas de juguete, mientras tañían una diminuta guitarra de largo mástil... Y todas las prosperidades y riquezas de un comercio enorme, todas las flores, sonrisas y cánticos de una vida dulce, quedaron suprimidos en menos de media hora.
Ardió casi instantáneamente la ciudad por el centro, por todos sus extremos. Un ciclón trasladó las llamas á enormes distancias sobre esta aglomeración de barrios formados con edificios de madera y papel. Las grandes construcciones de cemento y metal, partidas por el temblor, cayeron igualmente en el brasero. Se inflamaron en inmensa llamarada los gigantescos depósitos de gas y de petróleo. Algunos buques brillaron en pleno día como antorchas movibles, huyendo á toda máquina de su contacto mortal los otros que habían conseguido librarse de las llamas. Cegadas por el fuego, ennegrecidas por el humo, se arrojaron á miles las gentes en el mar, pidiendo socorro á las lanchas repletas y hundidas casi hasta sus bordas, que iban de un lado á otro, no pudiendo recoger tantos fugitivos.
Los que vieron Yokohama en otro tiempo y contem{179}plan ahora sus ruinas desde el buque, dicen todos lo mismo:
—Ha sido más horrible que lo imaginábamos...
El gobierno japonés, procediendo de un modo opuesto á los gobiernos occidentales, tuvo empeño en ocultar desde el primer momento la magnitud de la catástrofe. Ha preferido remediar por sí mismo su desgracia, antes que inspirar á los otros pueblos una compasión molesta para su orgullo.
Varias lanchas de vapor se pegan á nuestro buque y un grupo numeroso de japoneses me busca por las diversas cubiertas. Los más de ellos son periodistas, preguntones y ágiles, venidos de Tokío, y que se valen de la máquina fotográfica lo mismo que un reportero norteamericano. Con ellos llegan varios profesores de la Universidad que se dedican á la enseñanza de las lenguas europeas, y entre los cuales figuran mis traductores.
Ninguno de ellos ha muerto. Como la gran catástrofe ocurrió el 1.° de Septiembre, época en que se ven más frecuentadas las playas de moda y las estaciones balnearias de la montaña, las gentes de cierta posición social libraron sus vidas. El pueblo, retenido en las ciudades de la costa por su trabajo, y los comerciantes modestos, sufrieron la mayor mortandad.
Todos mis amigos son japoneses, pero hablan fácilmente el español. Unos lo han estudiado sin salir del país; otros estuvieron en Filipinas ó vivieron largas temporadas en las Repúblicas sudamericanas del Pacífico. Llegan con ellos dos europeos: don José Muñoz, profesor de lengua y literatura españolas en la Universidad de Tokío, y un joven portugués muy inteligente, llamado Pinto, que enseña á los estudiantes japoneses la lengua y la literatura de su país.{180}
Es al bajar á tierra cuando me doy cuenta de la inmensidad de la catástrofe. Los antiguos muelles sólo existen á trechos. El temblor los hizo pedazos. Unos fragmentos rodaron al fondo de las aguas; otros han quedado aislados, y hay que ir pasando con lentitud por varios puentes de madera á lo largo de estos islotes informes de mampostería.
Vemos á través del verde cristal oceánico las moles sumergidas del muelle, y entre sus masas hierros retorcidos, ruedas de automóviles, pedazos de camión y de grúa, materias aplastadas y multicolores, de diversas formas, que se van unificando bajo la capa vegetal creada por las aguas. Los japoneses, con sus ojos impasibles, su eterna sonrisa y su voz dulce que parece dar una sencillez infantil á las palabras más graves, me explican la escena horripilante que se desarrolló en este muelle.
Ocurrió el temblor en el momento que iba á partir un gran paquebote para la América del Sur. Eran numerosos los viajeros importantes, y había acudido mucha gente á despedirlos. El muelle estaba cubierto de automóviles. Muchas personas huyeron sin saber lo que hacían; otras se refugiaron en los buques. Los que se quedaron en los muelles, creyendo estar más seguros, perecieron todos.
Mis amigos me señalan en el fondo del agua objetos informes que oprimen con su peso los bloques rotos del muelle, y asoman por sus costados. Allí están centenares y centenares de cadáveres. La tenacidad con que las bandas de peces, grandes y chicos, acuden á estos restos de la catástrofe revela la existencia de un enorme pudridero humano.
Nadie puede pensar por el momento en poner remedio á tal abandono. El cataclismo ha ido más allá de las{181} fuerzas del hombre. En las calles de Yokohama y de Tokío hubo que amontonar los cadáveres á miles y rociarlos con petróleo para que el fuego los consumiese, sin aguardar á identificaciones. Bien se hallan estos otros en su tumba marítima.
—Además, la tierra sigue temblando con alguna frecuencia—me dice uno de los periodistas—, y ¡quién sabe cuándo llegará la verdadera hora de proceder á la reconstitución de lo destruído!...
Estas palabras de mi acompañante las recordé pocas semanas después, estando en China. La tierra volvió á temblar en Yokohama, así como el fondo de su bahía. Yo pude aún pasar sobre los restos del antiguo muelle, partido en islotes que estaban unidos por puentes de tablas. Poco después, un nuevo temblor hizo que el mar se tragase completamente este muelle que pisé al desembarcar.
Corremos las calles de la ciudad montados en koruma. El lector sabe indudablemente lo que es este vehículo, cochecito de un solo asiento, con ruedas muy altas y ligeras, del que tira un hombre uncido á sus varas.
Por primera vez uso este medio de locomoción, venciendo la repugnancia que nos inspira á los occidentales. Pero en todos los países asiáticos es el más usual, y casi siempre sustituye el hombre á los cuadrúpedos en sus sistemas de tracción. Resulta más barato y más abundante que el caballo ó el buey. Al principio siento remordimiento viéndome llevado por un semejante mío que trota como una bestia. Poco á poco me acostumbro al nuevo medio de circulación, como les ocurre á todos los occidentales, y al final le encuentro ciertas ventajas. Es agradable ir de un lado á otro con un caballo inteligente al que puedo hablar, y que algunas veces, dejando sobre el borde de la acera las varas ligeras de su vehículo, en{182}tra conmigo en templos y almacenes, sirviéndome de guía é intérprete.
En Yokohama hay que valerse de la koruma, por ser más cómoda que el automóvil. Las calles están todavía rajadas por grietas profundas y con montones enormes de escombros. En algunos sitios se ha abierto el suelo en profundos embudos, como si hubiesen estallado sobre él grandes obuses. Las ondulaciones telúricas dejaron hondos rastros de sus inexplicables caprichos. Hay calles en que se abrió la tierra, y después de tragar á la muchedumbre fugitiva volvió á cerrarse como un escotillón de teatro, sin dejar señal alguna de su humano devoramiento. Más allá se partió solamente en grietas; pero al cerrarse éstas, sujetaron, como trampas para cazar lobos, las piernas humanas; y las víctimas retenidas por la sorda tenaza vieron llegar hasta ellas el incendio, ardiendo como cirios.
Pero la vida es más fuerte que las cóleras de la Naturaleza. El instinto de conservación la hace renacer, como las vegetaciones que se extienden sobre los escombros de los cataclismos.
Una muchedumbre enorme ha vuelto á instalarse en la ciudad desaparecida, acampando entre las ruinas de sus casas. Si el gobierno diese permiso para reconstruirlas, estarían terminadas hace ya tiempo, pues la casa japonesa, toda de madera y tabiques de papel, es fácil de improvisar. Además, el japonés, hábil de manos y con gran espíritu práctico, no pierde el tiempo en lamentaciones y procura rehacer lo antes posible el curso normal de su existencia. Hay que recordar cómo dos días después de la gran catástrofe los Bancos de Tokío volvieron á abrir sus oficinas y el comercio continuó sus negocios. Pero el gobierno está estudiando un nuevo sistema de construcción, con el propósito de impedir que el incendio{183} siga á los temblores; y mientras no autorice la edificación definitiva, las gentes viven en barracas de paja y tiendas de lona.
Como Yokohama conserva su vecindario de antes, aunque considerablemente disminuído por la catástrofe, la mayor parte de los servicios públicos han sido reanudados con una prontitud que tiene algo de cómica, á pesar de la tristeza del ambiente. No hay casas, pero hay personas; y para comodidad de éstas se ha restablecido por completo el alumbrado de las calles y el servicio de tranvías.
Sobre las grietas enormes que parten el suelo pasan rieles sostenidos por caballetes de madera. Entre los montones de escombros que guardan aún restos humanos se yerguen troncos de pino sostenedores de cables eléctricos y de lámparas.
Al volver á la ciudad en plena noche, después de vagar por sus alrededores, se imagina uno que el relato de la catástrofe, repetido por todos, es una mentira colectiva. El cielo está intensamente rojo, pero tal resplandor no es de incendio, sino el simple reflejo de los miles y miles de luces de la gran ciudad, que todas las noches, al quedar bajo las sombras, parece no haber sufrido ninguna destrucción. Desde las alturas inmediatas se la adivina tal como fué por el trazado de las luces, que marcan la amplitud de sus grandes avenidas, así como las fajas más modestas de sus calles laterales. Las filas entrecruzadas de puntos brillantes hacen creer en la existencia de una gran urbe sobre un suelo que en realidad sólo mantiene ruinas.
A la media hora de pasear en koruma por Yokohama me siento tristemente aburrido. Estamos en un cementerio lleno de gentes; pero un cementerio sin panteones y sin vegetación, de paredes chamuscadas,{184} montones de cascote y anchas zanjas con agua putrefacta.
Los hombres que trabajan en las calles, aunque son japoneses, tienen un aspecto casi occidental. Llevan gorras y pantalones azules, iguales á los que usan los jornaleros de Europa; hasta emplean para el manejo de sus herramientas guantes de mosquetero, como los trabajadores de Nueva York. Las familias acampadas van vestidas igualmente, con una mezcolanza de prendas del país y europeas. No se ve el Japón por ninguna parte.
Al frente de nuestro grupo va un profesor llamado Kanazawa, que ha sido comisionado por el Ministerio de Negocios Extranjeros para guiarme y acompañarme mientras esté en el Japón. Este señor, que conoce su país como muy pocos, es autor de un Diccionario japonés-español, y ha vivido en Chile, Perú y otros países americanos de lengua española. Muestra una inteligencia muy ágil, y su cortesía resulta extraordinaria aun en este país donde los hombres pueden ser considerados como los más corteses de la tierra.
Adivina sin duda en mis ojos la decepción y el tedio al repetir nuestros paseos por esta tierra de ruinas, cuando ya se ha extinguido el interés que inspiran las primeras impresiones de horror. Comprende que ha llegado el momento de hacerme ver el Japón, y después de procurarse un automóvil—lo que no es fácil en una ciudad cubierta de escombros—, da sus órdenes al conductor:
—Vamos á Kamakura.{185}
Origen divino del pueblo japonés.—La vanidosa hermosura de la diosa del Sol y las barbaridades de su hermano y esposo.—El Espejo y el Sable.—Una dinastía de 2.600 años.—El feudalismo japonés.—Los daimios y sus fieles samurais.—La corte de Kioto la Santa.—Los «Generalísimos» de Kamakura.—Kio-To y To-Kio.—El Camino de Kamakura.—Ante la imagen del Gran Buda.—La diosa de la Misericordia.—Un gigante divino de bronce sumido en la noche.—Lo que dice la sonrisa de la Esfinge dulce.
El pueblo japonés es de origen divino. De ahí su orgullo inmutable, que data de veinticinco siglos.
Los principios de su mitología resultan obscuros y complicados. Vagan en su limbo muchos dioses de historia y atribuciones inciertas. Los primeros conocidos son Izanagui y su esposa Izanami. Este matrimonio de dioses era tan inocente que ignoraba el amor, y fueron dos pájaros los que se lo enseñaron. Por eso los representa la imaginería japonesa contemplando atentos la lección de la pareja alada.
El resultado de sus amores fué unas veces geográfico y otras carnal. La divina Izanami dió á luz varios dioses; pero también surgieron de sus entrañas las ocho islas grandes del Japón con su cortejo de numerosas islitas.
Al arrojar al mundo el dios del Fuego, murió á con{186}secuencia de este parto ígneo, y su marido quiso recobrarla penetrando en el reino de los muertos, como Orfeo, el divino cantor, fué en busca de su difunta Eurídice. Después de numerosos combates para abrirse paso, el valeroso Izanagui rescató á su esposa; pero al abrazarla lo hizo con tanto entusiasmo, que rompió uno de los dientes de su peineta, y la majestuosa diosa se transformó en un amasijo de carnes putrefactas, cayendo al suelo. Para purificarse de tal contacto el viudo se bañó en un torrente, y de cada una de las piezas de su vestidura, abandonada en la orilla, fué surgiendo un dios. Además, de su ojo izquierdo nació Amatérasu, la diosa del Sol; de su ojo derecho, el dios de la Luna, y de su nariz, Susanoo, el Hércules de la mitología japonesa, más violento aún que éste en sus hazañas guerreras y sus acometividades amorosas.
Del acoplamiento de la hermosa Amatérasu y del agresivo Susanoo descienden los actuales emperadores del Japón. Como estos dioses eran hermanos, resulta extremadamente inmoral para los occidentales el origen divino de los soberanos japoneses; pero bueno es recordar que en los primeros tiempos de la creación, explicados por los libros santos del cristianismo y por los de otras religiones antiguas de Europa, existe igualmente el incesto. Los hijos de Adán, para perpetuar la especie, tuvieron que unirse con sus hermanas, las hijas de Eva. Los dioses escandinavos aparecen igualmente en los poemas, aprovechados musicalmente por Wágner, dando vida á hijos é hijas, que se ayuntan para crear los primeros hombres.
Los amores y las rencillas de la diosa del Sol con su hermano el Hércules japonés ocupan gran parte de la mitología nipona. Susanoo era de carácter tan violento, que al disputar una vez con su hermana arrojó un caba{187}llo muerto sobre el telar en que tejía ésta, rompiendo su labor, Amatérasu, ofendida, fué á ocultarse en una gruta, y el mundo de los dioses quedó consternado por esta fuga, que privaba á la tierra de su luz solar. Pero uno de ellos, que sin duda representaba la Astucia y era experto conocedor de la vanidad femenina, llevó á una diosa subalterna de gran belleza frente á la entrada de dicha gruta, tapada con enormes piedras.
Todos los dioses formaron una orquesta con coros, y al son de la música y los cánticos la diosa empezó á danzar. A cada vuelta hacía caer una prenda de su vestido, y el coro de dioses elogiaba con entusiasmo el esplendor de las formas desnudas que iban apareciendo paulatinamente al desprenderse los velos.
Amatérasu, que escuchaba oculta tales alabanzas, se sintió celosa al enterarse de que existía una mujer más hermosa que ella, y fué separando poco á poco las piedras de la entrada para ver si realmente merecía la otra tales homenajes. El astuto dios, que esperaba este momento, agarró las piedras entreabiertas y las echó abajo, tirando de Amatérasu hasta ponerla frente á la deidad desnuda. En el primer instante tuvo que reconocer con cierto dolor la belleza de su rival. Luego le dieron un espejo de mano para que se contemplase, y recobró su tranquilidad al convencerse de que era más hermosa que la otra. Esto la puso de buen humor, y accedió á desistir de su aislamiento, volviendo otra vez á iluminar el mundo.
Susanoo fué expulsado del cielo para que no molestase más á su hermana, y recibió el imperio de los mares, matando en ellos un dragón de ocho cabezas y otras bestias maléficas con un sable encantado. Un nieto de Susanoo y Amatérasu fué el primer Mikado ó emperador del Japón que registra la Historia, llamado Jim{188}muteno. De él descienden en línea directa los soberanos del pueblo japonés que han venido sucediéndose en el trono durante 2.600 años.
Las dinastías reales de Europa se consideran antiquísimas al poseer una historia de unos cuantos cientos de años, y no son mas que familias de advenedizos comparadas con la lista cronológica del Mikado, que ocupa sin ninguna interrupción veintiséis siglos. Además, todos los monarcas tienen un origen puramente humano. El fundador de una familia real es siempre algún aventurero heroico ó un político astuto y de suerte. Únicamente descienden de dioses los emperadores del Japón. Su primer antepasado tuvo por abuelos á la diosa del Sol y al dios del Valor.
Se comprende la veneración inconmovible, la fe sólida, más allá de todo raciocinio, que el pueblo japonés ha sentido durante miles de años por sus emperadores. Esta adhesión aún persiste en los soldados, en los campesinos, en todas las clases sociales que no han sido influenciadas por la crítica y la duda que aportaron á su país el progreso material y las ciencias de los pueblos occidentales. La devoción del japonés por el Mikado puede compararse, como dice Brieux, á la que habría sentido hasta hace poco cualquier pueblo de Europa cuyos reyes fuesen descendientes directos de Jesucristo.
Los emblemas del emperador japonés son un espejo de mano, un sable y una joya. El espejo de mano es el mismo que los dioses entregaron á Amatérasu para que contemplase su belleza.
Cuando la diosa regaló á su nieto Jimmuteno las islas del Japón, nombrándole para siempre emperador de ellas, le entregó los tres Tesoros Sagrados: el Espejo, el Sable y la Joya, diciéndole que éstos eran los signos de su dignidad soberana y debía transmitirlos á sus des{189}cendientes. «Tú y los hijos de tus hijos consideraréis este Espejo como si fuese mi propia persona.»
El Espejo Sagrado y el Sable Sagrado vienen existiendo desde entonces, y cada vez que se proclama un nuevo emperador, la ceremonia más interesante de la entronización es el viaje del monarca á un templo antiguo de Isé, donde están ambos objetos. Ni el mismo emperador logra conocerlos. Queda á solas con ellos, pero no los ve ni los toca. Hace muchos siglos que fueron envueltos en telas de seda, y cada vez que éstas envejecen, los sacerdotes añaden por encima otras nuevas, siendo después de tantas renovaciones unos paquetes informes de tejidos, cuyo contenido hay que imaginarse con ayuda de la fe.
No adoran en realidad los japoneses á sus antiguos dioses por su poder omnipotente, como lo hacen otros pueblos. Los veneran porque fueron los creadores del Japón, y este origen divino del país es un motivo de orgullo para todos ellos. Al deificar de este modo á su patria, se adoran á sí mismos.
Ha acabado el pueblo por ver en el espejo y el sable dos símbolos de la eternidad de la vida, incesantemente renovada. La forma de los dos objetos, uno oval y otro prolongado, ha hecho que se les considere como emblemas, femenino y masculino, de la procreación. Hasta hace poco tiempo, en las romerías al templo de Isé, los vendedores de objetos devotos ofrecían espejitos y sables que imitaban los órganos de la sexualidad. No hay que olvidar que muchas hazañas del hermano de Amatérasu fueron simplemente empresas voluptuosas, dignas de asombro por su repetición, y que su nombre de Susanoo significa el «Macho Impetuoso».
En los 2.600 años de la historia del Mikado no hay un solo destronamiento. La autoridad de los emperado{190}res disminuye ó aumenta según las revueltas intestinas y las coaliciones de sus feudatarios, pero siempre la persona del Mikado es respetada como algo sacro, aunque se la deje en transitorio olvido. La capital más antigua del país fué Osaka, ciudad que figura ahora como el centro más rico y laborioso de la industria japonesa. Pero el Mikado, al vivir en ella, estaba bajo la influencia de los daimios, señores feudales, dueños de las ricas tierras de arroz, que vivían encerrados en sus castillos con tropas de fieles samurais.
Esta Edad Media feudal ha durado casi hasta nuestros días, pues fué en 1870 cuando el penúltimo emperador, al reformar enteramente el país, acabó con ella.
Los samurais eran hidalgos pobres y belicosos que servían á las órdenes de los opulentos daimios. Tenían por emblema la flor del cerezo, «hermosa y de corta duración». Deseaban una vida abundante en gloria y voluptuosidades, pero breve. Los valientes no deben vivir mucho. Todos habían hecho pacto con la muerte y consideraban la vejez como una decadencia vergonzosa.
En tiempo de paz viajaban por el Japón buscando combates. Cuando llegaba á sus oídos la fama de algún samurai valeroso, residente en otra provincia, iban á su encuentro para proponerle un duelo á muerte. Si creían haber perdido la estima de su señor ó de sus camaradas, se abrían el vientre en presencia de ellos, rogando al amigo más íntimo que hiciese volar su cabeza al mismo tiempo con un golpe de uno de los dos sables que todos ellos llevaban en la cintura. Esta ceremonia mortal era el famoso Hara-Kiri.
Hay que imaginarse las guerras civiles, las batallas desordenadas, ruidosas y confusas que libraron los daimios entre ellos, durante siglos y siglos, acaudillando sus tropas de samurais. Todos los caprichos diabólicos{191} de un artista delirante los realizaron estos guerreros en el adorno defensivo de sus personas. Se cubrían con armaduras de láminas superpuestas, negras ó de reflejos verdes y azules, como los coseletes de los insectos. Llevaban en la cabeza yelmos rematados por cuernos y sobre el rostro máscaras de acero que eran una reproducción del hocico del tigre ó de la hiena. Otras veces, estos antifaces metálicos, adornados con bigotes, imitaban el rictus espantable de los demonios.
Guerreros de brazos cortos, pero extremadamente vigorosos, inferían al reñir heridas enormes. Sus armas de acero hábilmente templado tenían á la vez el filo de una navaja de afeitar y el peso de una maza, separando de un solo golpe la cabeza de los hombros, el brazo ó la pierna de su tronco correspondiente. Sus encuentros eran choques en desorden, avances impetuosos de jinetes y arqueros, iguales á las invasiones de langostas, arrasando completamente las tierras del enemigo.
Los daimios, no obstante su orgullo, jamás osaron suplantar al emperador, por ser éste de origen divino, pero con frecuencia pretendieron imponerle su voluntad. El Mikado, para librarse de tal influencia, abandonó Osaka, y el Japón tuvo una segunda capital, que fué Kioto.
Aquí empezó el mayor eclipse de su historia. Para defenderse del feudalismo absorbente de los daimios escogió á uno de ellos, confiriéndole el poder ejecutivo y conservando únicamente su majestad histórica. Esta especie de ministro universal tomó el titulo de Shogun, que quiere decir «Generalísimo». Él aceptaba todas las responsabilidades, incluso la de los desastres, y de este modo el principio divino del Mikado quedaba fuera de toda discusión.
El Shogunato, que empezó en el siglo XII y tuvo su{192} apogeo en el XVI, ha durado hasta nuestra época, pues fué destruído en 1868. El Mikado no tuvo que preocuparse en su nueva residencia mas que de los asuntos religiosos, y entonces fué cuando la segunda capital japonesa tomó su carácter teocrático y vió levantarse en su recinto los templos más grandes, recibiendo el nombre de Kioto la Santa.
Rodeado de una corte numerosa, acabó el emperador por preocuparse únicamente de las intrigas de su palacio y de su harén. Los soberanos, además de la emperatriz y de doce esposas secundarias, tenían un número infinito de concubinas. Sus aduladores palaciegos los convencieron de que no debían mostrarse nunca en público, por ser personajes de origen divino. En nuestra época, el innovador Mutsu-Hito fué el primer Mikado que se dejó ver por sus súbditos; pero aun actualmente sólo muy de tarde en tarde pueden los japoneses contemplar de cerca á su monarca.
El antiguo palacio imperial de Kioto acabó por ser una ciudad dentro de la ciudad. Sus jardines con bosques y lagos llegaron á abarcar quince leguas de circuito. En torno al emperador vivían 40.000 personas. Pero estos soberanos, que habían abdicado su autoridad en el «Generalísimo», sólo intervenían en querellas teológicas.
A los Shogunes les fué imposible permanecer en una vecindad íntima con el Mikado. Victoriosos en la guerra, poderosos en la paz, habiendo sujetado á los revoltosos daimios, necesitaban tener una corte propia, y se trasladaron á la ciudad de Kamakura, engrandeciéndola durante tres siglos. El Japón tuvo entonces dos capitales: la imperial y religiosa, que era Kioto, y la gubernativa, donde funcionaban las verdaderas autoridades, Kamakura, en la entrada de la bahía que entonces se llamaba de Yedo.{193}
Las dos cortes vivían sin rivalidades. Los Shogunes engrandecieron el país valiéndose de un procedimiento que en otras naciones ha resultado nefasto, ó sea aislándolo del resto del mundo. Yeyazú, el más grande de los Shogunes, que muchos comparan á Pericles por el período glorioso de su gobierno, cerró los puertos del Japón á todos los extranjeros, durando tal medida doscientos cincuenta años. En este período no hubo guerras y prosperaron las industrias, formándose definitivamente el arte del Japón.
En 1853, el comodoro Parry, de los Estados Unidos, al frente de una escuadra, exigió al Shogun de entonces que abriese los puertos del Imperio, viéndose éste obligado á ceder. Los daimios, guardadores de las tradiciones, se sublevaron contra el gobernante, haciéndolo responsable de la invasión de los extranjeros. Hubo una guerra civil, y el Shogunato pereció, después de setecientos años de gobierno. Entonces, el Mikado, que había vivido obscuramente durante siete siglos como una autoridad divina y decorativa, intervino á su vez en la política, dominando á la nobleza y recobrando sus antiguas prerrogativas.
Mutsu-Hito, el penúltimo emperador, cuyo reinado duró medio siglo, hizo la más asombrosa de las revoluciones, modernizando el Japón y obligándolo á adoptar en pocos años todas las costumbres y progresos del mundo de Occidente. Este nuevo período, que puede llamarse el de «la resurrección del Mikado», exigía una nueva capital, y fué la enorme ciudad de Yedo la escogida por el progresivo emperador, pero cambiando su nombre. Yedo se llamó Tokío, en honor de Kioto la Santa, que durante siete siglos había sido la residencia del Mikado. To-Kio no es mas que la palabra Kio-To con una transposición de sílabas.{194}
Vamos á Kamakura, antigua capital de los Shogunes, que al trasladarse éstos á Yedo empezó á decaer, siendo arruinada finalmente durante la guerra de los daimios contra el Shogunato.
Las ciudades japonesas se destruían antes con tanta facilidad como se edificaban. La madera, el lienzo y el papel eran sus únicos materiales de construcción, hasta que se instalaron los extranjeros en el país hace cincuenta años. Kamakura, al perder para siempre sus protectores, no fué reedificada, y sólo quedan de su antiguo esplendor ruinosas pagodas diseminadas en bosques y colinas, que sirvieron de emplazamiento á la antigua capital.
Lo más célebre en ella es el Daibutsu ó Gran Buda, imagen la más completa y hermosa que existe del divino Gautama.
Sigue nuestro automóvil las sinuosidades de un camino que á trechos serpentea por la costa y más allá se hunde entre colinas cultivadas. El agricultor japonés merece el nombre de jardinero por la habilidad y limpieza de su minucioso trabajo, y sabe aprovechar hasta la parcela más ínfima del suelo. Las islas son pequeñas en relación con los millones de habitantes que deben mantener, y no hay que dejar improductiva una pulgada de la tierra nacional.
Barrancos y cañadas sirven para el cultivo del arroz, y aparecen divididos en pequeños bancales superpuestos como los peldaños de una escalinata, cayendo el agua lentamente de una meseta á otra. Las vertientes están cubiertas de arboleda. Asoman los kakis sus bolas de oro entre el follaje que los nutre y sostiene.
Atravesamos muchos caseríos antes de llegar á Kamakura. La población del Japón es muy densa. Los grupos urbanos casi se tocan, pues entre pueblo y pueblo{195} hay rosarios de casitas á lo largo de los caminos ó sobre las crestas de las colinas.
Los niños parecen surgir del suelo con la hirviente profusión de las bandas de insectos. Son niños dobles, pues toda pequeña musmé[B], apenas tiene seis ó siete años, lleva en una especie de capuchón, sobre su espalda, á un hermanito que llora, come ó duerme, mientras ella se mueve de un lado á otro para trabajar ó jugar. Como han dicho algunos viajeros, todos los niños del Japón parecen de dos cabezas. Además, las madres llevan también el último musko sujeto á su espalda, como si formase parte de su organismo, y con este fardo, del que únicamente se libran al llegar la noche, hacen sus compras, visitan á las vecinas, pasean por los caminos y hasta juegan partidas de pelota. Es una procreación desbordante que sale al encuentro del viajero y le rodea á todas horas.
Como un buque que partiese con su proa densos bancos de peces, nuestro automóvil abre grupos vociferantes de muskos, panzuditos, mofletudos, de ojos estirados y oblicuos que apenas logran entreabrirse y parecen dos líneas trazadas con tinta china. Unos llevan el pelo cortado en flequillo sobre la frente y melenas lacias semejantes á largas orejas. Otros muestran el cráneo aureolado por numerosas trenzas, erguidas y duras como las púas de un erizo. Todos saludan á gritos, agitando banderitas japonesas de papel, ó sonríen haciendo reverencias, pues este es un pueblo meticulosamente bien educado desde la infancia. Pero hay no sé qué en la sonrisa de los pequeños que hace sospechar la oculta y secreta convicción, adquirida en la escuela desde las primeras lecciones, de que el Imperio japonés es el pue{196}blo más superior de la tierra y algún día obtendrá la hegemonía que le pertenece por su origen divino.
Pasamos entre una doble fila de casitas, pequeñas tiendas de té ó de imágenes religiosas, establecimientos que únicamente se ven frecuentados en días de peregrinación. Es todo lo que resta de la antigua Kamakura. Luego vamos á visitar el Daibutsu.
La imagen del Gran Buda estaba antes en el interior de un templo; pero el edificio fué destruído y sólo queda un pórtico con dos capillas laterales que contienen dos espantables imágenes, la una roja y la otra azul: el dios del Trueno y el dios del Viento. En muchos templos japoneses se encuentra á la entrada esta pareja de divinidades de ojos saltones é iracundos, risa feroz, dientes carnívoros y brazos levantados con expresión amenazante. Los colocan para poner el edificio bajo su protección y que no lo devore el fuego ó lo destruya el huracán.
Resulta irónica la supervivencia de esta portada, pues al otro lado de ella sólo se encuentran piedras y árboles. El Gran Buda está rodeado de un jardín y tiene á sus espaldas los declives de tres colinas sombreadas por esos cedros japoneses, retorcidos armoniosamente en forma de candelabros verdes, que ornan los paisajes y estampas.
Es una imagen grande como una torre, una escultura de bronce que tiene veinticinco metros de altura. El sacro personaje está sentado, con las piernas cruzadas y las manos juntas, en la posición hierática que recomienda el budismo para la meditación. Si se pusiera de pie, sería más grande que todas las colinas inmediatas. De poder ver sus ojos, sentado como está, contemplaría el mar por encima de los jardines y las casas que existen entre él y la costa.
Empieza á atardecer, y el sol moribundo dora suave{197}mente por uno de sus lados esta figura colosal. El Daibutsu es verdaderamente hermoso. Tiene en su rostro una calma dulce y sonriente, que acaba por penetrar en el alma del que lo contempla. No es obra japonesa. Lo fundieron, hace cuatro siglos, artistas venidos de la China. Este origen representa para los japoneses el más indiscutible de los méritos. El Japón se reconoce discípulo de la China; de ella tomó sus primeras lecciones de civilización y su arte copió mucho tiempo el de los chinos.
El rostro de Buda tiene cierto hieratismo oriental, especialmente en sus orejas, exageradas y algo caídas; pero el resto de sus facciones muestra una expresión de paz y de misterio, que impone respeto y hasta un poco de miedo religioso. ¡Cuán lejos estamos aquí del vulgo occidental, que llama Buda á toda imagen venida del Extremo Oriente, hasta á los dioses gordos, panzudos y joviales de los chinos!...
Este dios de bronce verdoso, dejando caer su sonrisa enigmática desde una altura de torre, tiene algo de esfinge, pero de esfinge dulce y melancólica, que parece guardar, como un depósito doloroso, el triste secreto de nuestros destinos. Inventor de una moral que recuerda la del cristianismo—siendo 600 años anterior al nacimiento de Jesús—, tiene millones de adoradores en el Japón y en la China, pero cada vez se ve más olvidado en la India, su patria. En esto se asemeja también á Cristo, que nació en Judea y, sin embargo, es entre los judíos donde su doctrina conquistó menos adeptos.
Pasa rápidamente por mi memoria la vida legendaria del príncipe Gautama mientras contemplo su imagen, en la que pone el sol sus últimos temblores áureos. Su padre le recluyó en un palacio inmenso, entre centenares de mujeres, danzarinas y músicas, proporcionándole las mayores voluptuosidades para que no{198} conociese el dolor. Mas un día, al escapar de su encierro, vió un enfermo al borde de un camino. En otra huída encontró á un viejo decrépito, que marchaba encorvado y trémulo, como una caricatura de la existencia. En la tercera excursión se cruzó con un entierro. Así supo que existían la Enfermedad, la Vejez y la Muerte, últimas señoras del hombre que salen á buscarnos, sea cual sea el sendero que sigamos en el jardín de nuestra vida. Y el príncipe Gautama, reconociendo la fragilidad de los placeres materiales, abominó de las riquezas y se lanzó por el mundo á predicar la humildad y el renunciamiento, dándole sus discípulos el santo nombre de Buda.
Empieza el crepúsculo y todavía debemos visitar en la cumbre de una colina inmediata el templo venerable de Kuanon, la diosa de la Misericordia.
Este templo consiguió sobrevivir á la ciudad, pero es de madera, tiene varios siglos de existencia, y parece carcomido, frágil, hueco en el interior de sus tablazones, como los navíos abandonados para siempre en el rincón de un puerto.
Los servidores del santuario son japoneses de cabeza esférica y pequeña, enormes gafas de concha y rostro descarnado, de intensa palidez. Tienen todos ellos una expresión de sacristanes fanáticos. Se comprenden las enérgicas disposiciones de los Shogunes contra los bonzos budistas, que muchas veces perturbaron la vida del país con sus intrigas políticas y sus intentos de sublevación popular.
Sobre la meseta de la colina donde está el templo aún es posible ver los objetos á la luz azulada del crepúsculo. Más allá de la puerta del edificio caemos en la noche.
Avanzamos por su lóbrego interior, siguiendo las os{199}cilaciones de la luz roja y difusa que esparce un farolón llevado por uno de los bonzos. Vemos altares dorados que surgen un momento de la sombra y vuelven á hundirse apresurados en ella. Lo interesante está al otro lado del tabique de madera que corta el edificio enfrente de la puerta.
En este segundo templo, á la altura de nuestros ojos, sobre una mesa dorada, vemos unos pies gigantescos, de la longitud de un hombre. El bonzo cuelga su farol de un gancho que se balancea al final de una cuerda, tira del otro extremo de ella, y la luz roja, con lenta ascensión, va iluminando por secciones las rodillas de la diosa, las piernas, el vientre, los pechos, y á doce metros de altura su rostro con una sonrisa fija y sin vida.
Es una imagen policroma y tallada groseramente, como las que hacían en la Edad Media cristiana del gigante San Cristóbal. Tiene el mérito de su enormidad, aunque no es tan grande como el Daibutsu sentado. Hace sonreir como una obra infantil, mientras que el Buda de bronce impone respeto y hace pensar.
Compramos al bonzo varios rollos de papel de arroz con imágenes grabadas en madera y milagrosas oraciones: un pretexto para darle un yen (un dólar japonés), que desde nuestra llegada está atrayendo su mano huesuda, con movimientos instintivos de los dedos. Cuando salimos del templo ya es de noche. Vemos otros santuarios budistas y sintoístas. Entramos en una casa de té, quitándonos los zapatos en sus gradas de madera para no ensuciar la esterilla fina que en toda vivienda nipona sirve de asiento, de mesa, de mantel y de cama, al mismo tiempo que de alfombra.
Antes de subir al automóvil quiero contemplar por última vez el Daibutsu de Kamakura, el más grande y hermoso de todos los Budas. No lo veré más, y es una{200} de las contadísimas obras humanas que hay que guardar en la memoria, para decir con orgullo: «Yo lo he visto».
Llego hasta la portada de los dos dioses, horripilantes é iracundos. El dios humano que se alza en el fondo como una montaña, abruma á estos dos mascarones mitológicos, convirtiéndolos en despreciables mamarrachos.
Avanzo con pasos leves por la avenida enarenada que conduce hasta el pie de la imagen colosal. El basamento, hecho de bloques de granito, ha sido removido por el último temblor. Los sillares se salieron de sus alvéolos y están separados por grietas profundas. Pero el hombre-dios sigue en su inmovilidad pensativa y sonriente, con el dorso encorvado y los ojos triangulares perdidos en el infinito.
Al final de su espalda hay una puerta, que antes se abría para el viajero. El interior de la imagen es hueco y sirve de santuario á una docena de estatuas de Buda más pequeñas. Después del reciente cataclismo ha sido prohibida la entrada en el cuerpo del dios.
De hombros abajo está sumido en la obscuridad rumorosa y fresca del jardín. Se oye un canto de agua invisible: algún arroyuelo trivial y juguetón que se desliza por las sinuosidades minúsculas de la jardinería japonesa, pasando al través de puentes de muñecas, cayendo en cascadas de juguete acuático. La tierra y su vegetación de árboles candelabros, de arbustos recortados en formas casi humanas, parecen respirar la alegría serena y reposada de la paz.
El rostro de bronce se destaca sobre la lobreguez celeste, reflejando una luz de origen incierto. Tal vez viene del mar, invisible para nosotros; tal vez desciende de las estrellas que empiezan á temblar en lo alto y envían su{201} resplandor difuso para que la sonrisa sobrehumana del gigante en meditación no se borre un momento, triunfando de la noche.
Creo adivinar el secreto de esta sonrisa, el misterio de la esfinge dulce que atrae á los hombres con su melancolía, en vez de asustarlos, como su hermana de piedra hundida en los arenales de Egipto.
—Vivid en paz—dice—, pobres siervos de la Dolencia, de la Vejez y de la Muerte. Amaos los unos á los otros. No aumentéis la miseria del mundo declarando precisa y eterna una divinidad fatal, inventada por vosotros: la Guerra.{202}
Los Japoneses disfrazados de europeos.—Bozales higiénicos.—La gorra del estudiante.—Las calles de Tokío.—Los tres colores del Japón.—Las interminables cortesías.—Los cinco peinados de la japonesa.—Almuerzo en el restorán Koyokan.—La ceremonia de la hospitalidad.—El baile de las «geishas».—Mi conferencia en el salón de fiestas del «Hochi».—Concierto orquestal.—La cena de Nochebuena ante un jardín liliputiense.—Salto asombroso de la música japonesa.
Un tren especial debe llevarnos á Tokío, pero no es empresa fácil encontrarlo en la gran estación de Yokohama.
El terremoto ha quebrantado sus muelles y abierto profundas zanjas en las vías, reparándose provisionalmente todo esto con puentes de madera que dificultan la circulación. Además, en las primeras horas de la mañana afluye de todas partes una verdadera muchedumbre para trasladarse á la capital. Muchos empleados y negociantes viven en Yokohama y hacen diariamente este viaje de treinta minutos para ir á su trabajo, volviendo al cerrar la noche á su casita junto al mar.
Siguiendo las indicaciones erróneas de un hombre con gorra galoneada, nos metemos en un vagón de primera clase, y poco después se llena éste de japoneses que van á Tokío. Estamos en un tren ómnibus de los{203} que parten cada quince minutos. Cuando pretendemos salir nos es imposible conseguirlo. Una masa compacta de hombres agarrados á las anillas blancas del techo ó apoyados en las espaldas de los vecinos obstruye las dos puertas.
Resulta admirable la agilidad del japonés. Siempre encuentra el medio de deslizarse entre los obstáculos, instalándose finalmente donde parecía imposible que pudiese caber uno más. Parte el tren, y lo mismo los que ocupan las banquetas que los que se sostienen de pie, reflejando en su balanceo los vaivenes del vagón, sacan de su bolsillo un periódico y empiezan á leer.
Me fijo en el aspecto de estos nipones modernizados que viven una existencia occidental. Son todos ellos simpáticos, pero considero imposible encontrar una burguesía más fea de rostro y que vaya más grotescamente vestida.
Al adoptar el traje del blanco se han olvidado de aprender la armonía del indumento, los matices del color y de la línea. Se colocan sobre el cuerpo lo que en su opinión puede dar mayor señorío á la persona, no temiendo al resultado de tales mezcolanzas. Los más usan nuestro sombrero flexible, pero metido hasta las orejas y sin ningún abollamiento gracioso. Otros prefieren el hongo de copa dura y redonda, pero á continuación de este tocado europeo llevan el kimono nacional y encima de él un macferlán de corte inglés ó un gabán con trabilla, hechura norteamericana. Algunos después de esta mezcla vuelven á ser occidentales en sus extremidades, usando gruesos borceguíes. Los más llevan el pie desnudo ó metido en un calcetín japonés con dedos, lo mismo que un guante, y su calzado consiste en dos tablitas horizontales sostenidas cada una de ellas por otras dos tablitas verticales, dos pequeños bancos sujetos por{204} una correa entre el dedo gordo y el siguiente, que dejan el talón completamente suelto, lo que hace que cada paso vaya acompañado en los terrenos duros de un ruidoso chap-chap.
Hasta los que visten completamente á lo occidental tienen en sus ademanes algo de torpe y cohibido, como si fuesen disfrazados. Se adivina que todos ellos, al volver de noche á sus casas, se quedan en kimono, sentándose en el suelo para cenar, lo mismo que sus antepasados, y con este aspecto resultarán tal vez más gallardos é interesantes.
La mayoría de los japoneses son de estatura mediocre, pero al mismo tiempo de complexión vigorosa, lo que les hace parecer algo rechonchos, con los miembros cortos y fuertes. Dos defectos físicos y sus remedios inventados por el hombre blanco, los ha aceptado el japonés de la clase media como adornos personales: la miopía y la caries dental. Los más llevan gafas de concha, redondas y de grueso armazón, que se sostienen dificultosamente sobre su aplastada nariz, y al sonreir muestran una dentadura con numerosos refuerzos de oro. Hay en esto cierta satisfacción infantil, que hace dudar si todos, absolutamente todos, tenían una necesidad ineludible de acudir en busca del óptico ó del dentista.
En los últimos años otra moda higiénica ha venido á aumentar la fealdad del japonés moderno. Desde que pisé esta tierra llamó mi atención la gran cantidad de hombres con un emplasto negro ó blanco sobre la nariz sostenido por dos elásticos sujetos á las orejas. Me inquietó ver tanto canceroso con la nariz roída y afortunadamente oculta. Luego, al encontrar muchedumbres enteras con la horrible cataplasma en mitad del rostro, no pude concebir que toda una nación estuviese atacada del cáncer. Pregunté, y supe que, para evi{205}tar la grippe, el japonés se coloca en invierno uno de estos bozales con gotas antisépticas, y así va tranquilamente todo el día haciendo sus visitas ó realizando sus negocios. Es imposible llevar más lejos la despreocupación de la estética personal y el deseo inconsciente de afearse.
Sin embargo, estos varones de traje disparatado y contrastes grotescos son de una cortesía exquisita en sus saludos, de una amabilidad en su sonrisa, que conquistan desde el primer momento al extranjero. El japonés, cuando quiere expresar su afecto ó su admiración, no conoce el miedo al ridículo, que tanto cohibe y enfría la exterioridad de nuestros sentimientos.
Uno de los que leen de pie me mira de pronto con interés y vuelve á fijarse en su periódico, como si estableciese una comparación. Yo he visto desde mucho antes que en todos los diarios que leen los viajeros figuran varios retratos míos. Sonríe mi compañero de viaje con una satisfacción pueril al convencerse de que, efectivamente, soy yo el que aparece en su periódico, y soltando la anilla que le sirve de sostén lleva ambas manos á sus rodillas y se inclina todo lo que puede, saludándome. Los otros, sin que circule palabra alguna, por una especie de aviso telepático, van fijándose igualmente en mí para compararme con la imagen de sus papeles, y repiten el saludo é idénticas sonrisas, teniendo yo que contestar con los mismos ademanes á tales extremos de la cortesía japonesa.
Así llegamos á la estación de Tokío, ó mejor dicho, á una de sus varias estaciones, pues esta ciudad de dos millones de habitantes se halla muy esparcida, ocupando un perímetro tan grande como el de Londres.
Los estudiantes de la Escuela de Lenguas me esperan en un muelle distante, que era el destinado para la{206} llegada del tren especial, y al enterarse de que estoy en el lado opuesto de la estación, acuden corriendo.
Todos llevan la gorra de colegial, que acompaña al japonés desde la escuela de primeras letras hasta las más altas clases universitarias. Un signo dorado en el frente de la gorra indica el estudio especial y la categoría de cada alumno. Hasta en los caminos más apartados del Japón he encontrado pequeños muskos con un kimono azul á redondeles blancos por toda vestimenta, descalzos, el pelo cortado en franja, lo mismo que los chicuelos que figuran en los abanicos, pero llevando con orgullo en su cabeza la gorra de colegial á estilo de Occidente.
Los estudiantes de la Universidad de Tokío que vienen á recibirme tienen un aspecto indumentario menos incoherente que el de los burgueses que ocupaban el vagón. Sólo alguno que otro lleva kimono bajo su gabán azul y calza zuecos. Casi todos van vestidos como un estudiante europeo, guardando bajo el brazo un paquete de libros.
Han venido á recibirme, é inmediatamente volverán á sus clases. Se adivina en todos ellos una voluntad laboriosa y tenaz, un deseo de conseguir lo que se han propuesto, terminando cuanto antes su carrera. Me entregan un gran ramo de flores y un álbum ilustrado por artistas célebres que contiene las firmas de todos ellos. Después de este recibimiento visito con unos cuantos amigos las principales avenidas y paseos de Tokío.
Mi primera impresión de la capital japonesa se afirma y se agranda en los días sucesivos. El terremoto causó aquí tantas víctimas como en Yokohama, pero los edificios sufrieron menos. Hay barrios enteros, los más ricos, en los que apenas se nota la reciente catástrofe. Edificios altísimos construídos á estilo de los Estados{207} Unidos se mantienen sin ningún desperfecto visible. Otros siguen de pie, con hondas grietas en sus fachadas, cubiertas de andamios recientemente para su reparación.
Fué en los barrios apartados, compuestos de casitas de madera, donde el incendio produjo mayores daños. Además, ocurrió la gran catástrofe de la explanada de Hifukusho, en la que perecieron 40.000 personas, y de la que hablaré más adelante. Muchos centros oficiales están cerrados por tener que hacerse en ellos grandes reparaciones. La Universidad de Tokío y sus escuelas anexas están instaladas ahora en barracones, á causa de que todos sus cuerpos de edificios fueron consumidos por el incendio. Los museos aún no han sido abiertos... Pero la actividad japonesa sigue animando las calles de Tokío, como si todos hubiesen olvidado ya el recuerdo de la catástrofe.
Muchas de ellas ofrecen un aspecto de fiesta. Como se aproxima el primer día del año, los vecinos las han adornado con arcos de verdura, gran profusión de banderas y guirnaldas de faroles de papel. Las muestras extraordinarias con que se cubren las tiendas al llegar esta época de compras y regalos contribuyen al general hermoseamiento. El misterioso alfabeto japonés extiende sus letras en los anuncios, como si fuesen jeroglíficos artísticos trazados únicamente para placer de nuestros ojos en rótulos y banderas.
La muchedumbre es pintoresca, aunque no tan multicolor como nos la imaginamos en Occidente antes de conocer el Japón. Los kimonos floreados y de brillantes tintas sólo se ven en las representaciones de teatro ó en las casas de mujeres públicas del barrio llamado Yosywara. El Japón, en su vida histórica, sólo ha tenido tres colores: el negro, usado en las ceremonias palatinas{208} por el emperador y sus cortesanos y que las clases elevadas guardan aún; el rojo, que fué el de la nobleza media, y el azul, usado por la burguesía y el pueblo.
Hoy el azul continúa siendo el color de la muchedumbre. Los carreteros, los portafardos, los que recomponen las calles ó tiran de los vehículos como bestias uncidas, todos llevan chaqueta azul de amplias mangas, con la espalda escrita de blanco. No hay hombre del pueblo que no lleve en el dorso un jeroglífico, semejante al blasón que ostentaban en igual lugar de su cuerpo las gentes de la Edad Media occidental. Pero estos jeroglíficos que nos parecen obras de arte son simplemente rótulos que indican las más de las veces para qué compañía trabaja el obrero ó en qué barrio reside. La policía procura mantener el uso de esta vestimenta de los antiguos tiempos. Gracias á ella, si alguien comete una acción delictuosa es fácil reconocerlo, pues al huir muestra el nombre blanco sobre su espalda azul.
Se nota la escasez de animales de tiro. No se ven otros caballos que los del ejército. El automóvil ha sido una solución para las industrias necesitadas de arrastre. El buey japonés, pequeñito, gracioso y de aspecto algo frágil, no abunda en las calles de Tokío. Tira en yunta de reducidas carretas, sin que el boyero le obligue á grandes esfuerzos, y está tan bien cuidado que hasta lleva unas bonitas sandalias de esparto sostenidas por una correa en mitad de la pezuña, á semejanza de las que usan las personas.
Son los hombres de espalda blasonada los que hacen todos los trabajos que en otros países están reservados á las bestias. Tiran en filas de grandes carros ó se uncen á sus varas. Juntas con ellos se ven mujeres sucias, sudorosas, deformadas por el esfuerzo, que parecen tan hombres como los otros. Deslizándose entre los automóviles, tran{209}vías, ómnibus y grandes vehículos cargados de fardos, pasan veloces los kurumayas tirando de su ligero carruajito de un solo asiento, montado sobre ruedas de goma ligeras y altísimas, que le dan el aspecto de una araña de sutiles patas. Los caballos humanos de la koruma gritan incesantemente para avisar su paso, y muchas veces enganchan con una rueda al ciclista que viene en dirección opuesta. Nada de malas palabras ni de peleas. El que ha rodado por el suelo se levanta, apresurándose á saludar y dar excusas al otro, que hace lo mismo desde mucho antes.
Las calles de Tokío, exceptuando las avenidas principales, tienen un suelo desigual. Me dicen que esto es á consecuencia del temblor, que rompió el asfalto; pero veo muchas de ellas, lejos del centro, en las que no ha existido jamás pavimentación de ninguna clase. Esto no impide que sobre el barro, partido en profundos relejes y peligrosos badenes, circule incesantemente el movimiento vital de la enorme Tokío.
El Japón, que en realidad no es rico, sostiene un ejército y una flota enormes, necesitando invertir en el mantenimiento de tales fuerzas tres cuartas partes de sus ingresos. Le preocupan más sus medios ofensivos y defensivos que el ornato y la higiene de sus ciudades. Además, los japoneses no temen el barro, como los europeos. Llevan los pies montados en pequeños bancos, lo que les permite pasar sobre charcos y lodazales sin que sus plantas se humedezcan.
En las aceras de asfalto el paso de los transeuntes sostiene un continuo chacoloteo. Por encima del estrépito de los vehículos y los gritos de la muchedumbre resuena como un acompañamiento incesante, sirviendo de fondo á los demás ruidos, el chap-chap de miles y miles de pies, que al moverse levantan con los dedos su cal{210}zado de madera y vuelven á dejarlo caer. Los recién llegados al país necesitan acostumbrarse á este traqueteo que puede llamarse nacional. A las tres de la mañana empieza á sonar en las aceras de Tokío y no termina hasta horas avanzadas de la noche. Únicamente en las calles no pavimentadas y en las casitas de las afueras puede vivirse libre de este calzado ruidoso, incompatible con las vías modernas, chapadas de piedra ó de asfalto.
Las mujeres y las niñas circulan por los barrios populares llevando al hijo ó al hermanito acostado en su espalda. En algunos terrenos baldíos, las japonesas, siempre con la cabeza del pequeñuelo pegada á su cogote, juegan á la pelota ó al volante. Los muskos vuelan cometas que son flores caprichosas ó espantables dragones de papel.
Al encontrarse en una acera dos damas de la clase media se desarrolla en todo su esplendor la tradicional cortesía japonesa. Con los brazos cruzados sobre el pecho empiezan las dos á hacerse reverencias, doblando el cuerpo exageradamente. Procuran inclinarse á un lado para que sus cabezas no choquen, y así continúan los extremados arqueamientos de sus saludos, diez veces, quince, y más. Cuando se deciden á poner término á tales amabilidades se alejan en distintas direcciones; pero de pronto una de ellas vuelve los ojos, la otra hace lo mismo, y girando ambas sobre sus talones quedan otra vez frente á frente, repitiendo á mayor distancia sus doblegamientos de espinazo, mientras los transeuntes siguen adelante sin fijarse en esta cortesía interminable, que es para ellos algo ordinario.
La situación social de cada mujer se conoce por su peinado. La etiqueta japonesa creó cinco maneras de peinarse, para que los hombres no sufran equivocaciones al sentir interés por alguna de ellas. Hay el peinado de{211} las niñas de cinco á siete años; el llamado Momo-ware, que es para las muchachas de diez á quince; el Sokuhatsu, que puede llamarse de las intelectuales, pues sólo lo usan las estudiantes y las artistas; el Shimada, que es el de las solteras después de los diez y seis años, y el Maru-wage, de las casadas, que resulta el más abundante en las calles.
Un peinado japonés es algo complicado, dificultoso, monumental. El edificio de negros cabellos queda tan compacto y brillante, que parece de laca. Las mujeres generalmente sólo rehacen este peinado por entero una vez á la semana. Los otros días atienden á su alisamiento y brillo, dándole un baño de aceite de camelia. Yo he visto á las japonesas en los trenes durmiendo boca abajo, con la frente sobre los brazos cruzados, para mantener intacto su peinado. En sus casas se tienden de espaldas sobre la esterilla que les sirve de cama, y su cabecera es un banquito con un semicírculo, en el que descansan el cuello. Gracias á esta almohada de madera, el monumento capilar queda en alto, sin ningún contacto que lo deforme.
El primer día que paso en Tokío es el de Nochebuena en los países cristianos, pero aquí no tiene otro valor que ser uno de los anteriores á la fiesta de primero de año. Recordaré siempre este día por las numerosas ocupaciones y honoríficos agasajos que tuvo para mí. A las doce me obsequiaron con un almuerzo puramente japonés en el restorán Koyokan, establecimiento famoso en Tokío por sus fiestas, al que asisten los antiguos daimios y los personajes políticos mantenedores de las costumbres antiguas.
Es una agrupación de casas de madera, con techos ligeros y tabiques de papel, en el centro de un hermoso jardín. Los japoneses llenan de piedras sus jardines y{212} construyen sus edificios de madera y de papel. En los almacenes de flores venden piedras especiales, muy caras, para el adorno de los jardines, que son buscadísimas por los conocedores. Hasta las linternas que dan luz por la noche á los viejos paseos y á las avenidas de los santuarios son de piedra: unas capillitas de granito sobre pedestales en forma de torreón, que reciben el nombre de toro, y en cuyo interior, con puntiagudo remate de pagoda, se coloca una pequeña lámpara. En cambio, los edificios se componen simplemente de una plataforma de madera á medio metro del suelo, varios postes para sostener la techumbre de tablazón, y numerosos biombos, de lienzo ó de papel, como paredes.
La madera nunca la pintan los japoneses. El lujo es conservarla como si acabase de salir del almacén del carpintero. Esto, unido á la monotonía de los tabiques blancos y al color amarillo de la esterilla que cubre el suelo, da un aspecto de pobreza á toda casa tradicional. Un biombo pintado alegra á veces con sus colores esta uniformidad amarilla y blanca. Los salones no tienen otros muebles que una mesita del tamaño de uno de nuestros taburetes, con alguna flor, y el pequeño altar de los Antepasados. En el suelo hay unos cojines obscuros para sentarse, y nada más.
Entro en los salones del elegante Koyokan luego de haberme quitado los zapatos en las gradas que dan acceso al edificio. Me acompaña un español muy conocido en el Japón, el coronel Herrera, agregado militar de la Legación de España, que ha pasado gran parte de su vida en este país y asistió á la guerra con Rusia, así como á otras operaciones del ejército japonés. Los militares del Japón lo consideran como un compañero de armas.
En el comedor de gala encuentro numerosos persona{213}jes que han querido organizar este almuerzo para que conozca yo la cocina tradicional y las danzas y ceremonias del país. Algunos de ellos han estado en España y en casi todas las repúblicas americanas de origen español, hablando correctamente nuestra lengua.
El organizador de la fiesta, mi amigo Utiyama, es uno de los hombres más inteligentes y cosmopolitas del Japón moderno. Ha viajado mucho como diplomático, y es ahora secretario del ministro de Relaciones Exteriores. Me va presentando á los demás invitados, altos funcionarios de dicho Ministerio, profesores de Universidad, diplomáticos, periodistas célebres. El señor Arajiro Miura, antiguo secretario de la Legación del Japón en Madrid, habla el español de tal modo, que al pronunciar un discurso al final del almuerzo, todos los de lengua española le miramos asombrados por la facilidad y la corrección de sus palabras.
Aprecio la diferencia de aspectos entre los japoneses de clase superior que han viajado, poniéndose en contacto con los occidentales, y los que nunca salieron del país. Todos estos gentlemen amarillos llevan su ropa con una distinción europea y son menos feos que los otros. Algunos parecen sudamericanos de origen mestizo, y apenas sí un ligero fruncimiento de sus párpados y la tirantez de su cutis revelan el origen asiático.
Por amor á lo pintoresco y lo exótico, no diré la mentira enorme de que me parece agradable la cocina japonesa. Además, á los pocos segundos de estar sentado en el suelo, con las piernas cruzadas, empiezo á sentir los dolores de un lento y creciente suplicio. Colocan delante de cada uno de nosotros una mesita que es en realidad un pequeño banco y apenas si levanta dos palmos del suelo. Sobre este taburete de laca, las pequeñas criadas, sonrientes y graciosas como gatitas, van depositando{214} platos no más grandes que tazas y con los manjares en tan exigua cantidad, que nuestro banquete parece una comida de muñecas.
Para mí basta con lo que me dan, y pasaría seguramente un mal rato si me obligasen á comerlo por entero después de probarlo. Voy conociendo el sabor del pescado enteramente crudo, tal como lo sacan de las profundidades oceánicas, de la médula de bambú aderezada con vinagre, y otros platos cuya composición me abstengo de preguntar. Mi única defensa nutritiva es un tazón lleno de arroz hervido, que hace las veces de pan.
Frente á cada uno de nosotros hay una musmé sentada en el suelo, que nos mira sonriendo mientras comemos. Mete sus zarpitas en la mesilla para que todo se mantenga en un orden perfecto ó pide con dulces maullidos á sus compañeras que traigan lo que falta. Se cuida además de escanciar el saké, aguardiente hecho de arroz, que es el vino de los japoneses.
Mientras mis compañeros de estera, sentados como los antiguos sastres, almuerzan tranquilamente, manejando los dos palillos que les sirven de tenedor, yo me limito á comer arroz sólido y beber arroz fermentado, cambiando á cada momento de postura para que las piernas entumecidas recobren un poco la vida de la circulación. En este momento envidio á los que respiran, jadeantes y sofocados, después de una carrera violenta. ¡Quién pudiera levantarse y echar á correr!...
A los postres se desarrolla una ceremonia tradicional. Utiyama, como organizador del almuerzo, viene á sentarse frente á mi mesita, en el mismo lugar que ocupaba la musmé poco antes. En todo banquete japonés el anfitrión hace esto, como un acto de estima y respeto por su invitado principal.{215}
—¿Me concederá usted—dice—el alto honor de permitirme que beba en su copa?
Conozco el ritual de esta ceremonia. La copa es simplemente una jicarita de porcelana, que se sostiene al beber con la palma de la mano. La sumerjo en un tazón de agua que tenemos todos en la mesilla para nuestra propia limpieza, y luego de haberla secado con una servilleta de papel se la ofrezco á mi anfitrión llena de saké. Éste la bebe con grandes extremos de agradecimiento por el honor que le dispensa su primer invitado.
Debo advertir que Utiyama muestra una gravedad sincera. Ya no es el ingenioso y sonriente conversador que recuerda sus viajes por Europa y América, su vida en Madrid, sus impresiones en las corridas de toros. Tiene una seriedad de sacerdote oficiante al cumplir este rito de la hospitalidad antigua. Le veo sentado en el suelo, con elegante chaqué gris, chaleco de viso blanco y una corbata que adorna una gruesa perla, pero al mismo tiempo vive en mi imaginación cubierto con un kimono negro, el pelo recogido sobre el cogote, y dos sables cruzados en la cintura, igual que iban vestidos sus ascendientes.
Después, otros comensales notables vienen á sentarse en el mismo sitio, y yo les sirvo la copa llena de saké, repitiendo la ceremonia tradicional.
Por primera vez, luego de la catástrofe, se permite una comida con músicas y danzas. Como sólo puedo permanecer aquí unos días y desean que conozca los antiguos bailes, los organizadores del banquete han obtenido un permiso para alterar el duelo público.
Ya he dicho que los edificios japoneses se componen de una sucesión de tabiques movibles, bastidores ligeros de madera y papel. Con facilidad se le pueden quitar á{216} una casa todos sus muros laterales, dejándola convertida en simple sombraje. En su interior ocurre lo mismo. Añadiendo mamparas se crean nuevas habitaciones. Descorriéndolas se agrandan las piezas hasta formar un salón que se extiende de un lado á otro del edificio.
Vemos cómo se pliega el tabique del fondo de nuestro comedor y aparece otro salón sobre cuya tarima están sentadas en hilera varias mujeres con kimonos floreados y multicolores. Son la orquesta que acompañará las danzas.
Estas jóvenes van pintadas de blanco, pero un blanco lácteo y espeso, máscara que las uniforma, haciéndolas á todas semejantes. Los ojitos largos, oblicuos y casi cerrados, trazan dos líneas de carbón en dicha blancura. Un redondelito rojo y sangriento, igual á una cereza, indica el lugar de la boca. Y sobre este rostro de muñeca se eleva el peinado enorme, monumental, brillante, como un casco de laca negra.
Sus instrumentos son guitarras de mango larguísimo con tres cuerdas y una caja no más grande que un tazón, ó tamboriles puestos en el suelo, que repiquetean con dos palillos ágiles. Esta música causa extrañeza, así como los cánticos estridentes que se elevan sobre tal acompañamiento; pero minutos después empiezo á salir de mi desorientación auricular y voy adivinando las exóticas melodías, como el que pasa de la luz á las tinieblas y acostumbrándose á ellas acaba por vislumbrar poco á poco lo que le rodea.
Por una puerta lateral empiezan á salir de costado seis danzarinas, con pasos lentos y menudos, moviendo al mismo tiempo sus abanicos. Llevan kimonos azules y plateados de gran suntuosidad. Sus caras sonrientes é inmóviles son violentamente blancas, con dos toques negros y uno rojo. Van pintadas con más exageración aún{217} que las músicas. Se mueven lentamente hacia la derecha, luego hacia la izquierda, con una gracia tímida é infantil, pero se adivina al mismo tiempo en ellas algo de refinado que hace sospechar exóticas perversiones. Son las geishas célebres sobre las cuales tanto se ha escrito y tanto se ha exagerado. Lo que más admiro en las seis bailarinas azules y plateadas es su estatura. Me he acostumbrado ya á la pequeñez de la mujer japonesa. En las calles todas parecen, por su talla mediocre y su flacura extremada, niñas á las que faltan varios años de crecimiento.
Las danzarinas famosas del Koyokan me recuerdan por su cuerpo aventajado á las mujeres de Europa, y esto las hace más interesantes á mis ojos. Pero me doy cuenta de pronto que estoy sentado en el suelo y las veo de abajo á arriba, como se ve á las actrices en los teatros, posición favorable que aumenta su estatura y la majestad de su porte. Tal vez una de las causas del poderío que ejerce la geisha sobre el hombre del país consiste en que éste la contempla sentado y teniendo que levantar los ojos. Cuando termina el baile y consigo al fin ponerme de pie, veo que todas estas beldades, escandalosamente pintadas, con runruneos y gracias felinas de muñequita frágil, no me llegan al hombro.
El resto del día está lleno de ocupaciones para mí. A las dos de la tarde se ha reunido un público de estudiantes, de escritores y aficionados á la literatura, en el gran salón de fiestas del diario Hochi, uno de los más importantes de Tokío. Este diario ocupa un «rascacielos» como los de Nueva York, en el que no ha causado el terremoto ningún desperfecto. La sala de fiestas está en el último piso, desde el cual se goza una vista á vuelo de pájaro sobre gran parte de la inmensa Tokío. Como los locales universitarios fueron destrozados por el cataclismo, es{218} aquí donde una tarde entera se va á hablar de España, de su literatura y de mi persona, ante una concurrencia toda de japoneses. Para ellos es tan nueva y tan rara la materia, como lo sería para un público occidental un discurso sobre literatura japonesa. Y sin embargo, el salón, vasto como un teatro, ve ocupados todos sus asientos y mucho gentío de pie.
El profesor Nagata tuvo que abandonar nuestro almuerzo á las dos para irse al salón del Hochi que ya está repleto de público. Durante un par de horas habla de la novela española, de mi vida particular y literaria, de mis obras, algunas de las cuales han sido traducidas por él. Pero esto nada tiene de raro, pues su discurso lo pronuncia en japonés y todos pueden entenderle.
A las cuatro llego yo para dar una conferencia sobre «El arte de hacer novelas», y esto ya es más extraordinario, pues hablo en español. Una parte del público, compuesta de estudiantes y de japoneses que viajaron por la América del Sur, me entiende y aplaude al final de todos los párrafos. El resto muestra una atención reflexiva, pretendiendo comprender mis palabras, reteniéndolas en su memoria para convencerse luego de si las ha adivinado ó no. Cuando termino, el profesor Shizuo Kasai, otro traductor de mis libros, empieza la tarea de repetir en japonés á este público atento y estudioso todo lo que yo he dicho, frase por frase.
Como esto va á durar otras dos horas, me escapo con el coronel Herrera y varios amigos, para visitar la elegante casita que tiene este compatriota en las cercanías del templo de Meiji-Jinju, levantado en memoria del penúltimo emperador. A las seis volvemos al salón del Hochi, donde aún va á celebrarse otro acto para mí. Es un concierto dado por la mejor orquesta de la capital y en cuyo programa figuran, á la vez, obras de{219} Wágner, de Debussy, y dos sinfonías de Yamata, el primer músico moderno del Japón.
Encuentro en dicho concierto el mismo público que ha escuchado las conferencias de la tarde. Estos hombres y mujeres, siempre atentos, con expresión meditativa, ocupan su sitio desde las dos de la tarde... y son las ocho de la noche.
Termina la jornada con un banquete á la europea en el Hotel Imperial, obsequio de los propietarios y principales redactores del Hochi. El presidente y el vicepresidente de este diario, los señores Machida y Ohta, me presentan á los comensales, entre los que figura Syusei Tokuda, el gran novelista del Japón. Los más van vestidos de frac, pero algunos profesores se presentan con el kimono negro de seda, que es el traje de ceremonia de los japoneses distinguidos.
La mesa, elegantemente servida, ocupa un comedor aparte en este hotel enorme, de construcción bizarra é incoherente, obra del «modernismo» alemán. El centro de esta mesa, por la que pasan los mejores platos europeos, es un pequeño jardín japonés de un metro de longitud, con árboles pigmeos que tienen tal vez más años de existencia que nosotros, rumorosas cascadas, praderas de musgo natural, y peces vivos del tamaño de alfileres diminutos, nadando en lagos no más grandes que la palma de la mano.
Hablamos del Japón y de Europa con todo el reposo y los miramientos propios de una conversación entre nipones, cuya cortesía es algo refinado que va más allá de la nuestra y nos obliga á medir las palabras y á reflexionar mucho antes de emitir un pensamiento. Mientras tanto, suenan fuera del comedor martillazos, gritos báquicos y risotadas. Varios europeos residentes en Tokío están armando el árbol de Navidad y se pre{220}paran para la cena clásica tomando numerosos aperitivos.
Tengo á mi lado al maestro Yamada. Horas antes he visto dirigir á este compositor, todavía joven, una orquesta de más de ochenta profesores, todos ellos excelentes y obedeciendo á la batuta, con una precisión que recuerda la de las orquestas alemanas.
¡Y pensar que este pueblo hace cincuenta años no sabía lo que era un violín, ni conocía otra música que la de las geishas que he escuchado á la hora del almuerzo!...{221}
Las fiestas florales del año.—«Geishas» y japonesas honestas.—Cómo se casan los japoneses.—El amor fuera de casa.—El paraíso de los maridos.—Opiniones de un moralista japonés sobre las mujeres.—La esclavitud femenina.—Contradicciones del pudor japonés.—Las mancebías del Yosywara.—Hembras expuestas en escaparates.—15.000 muchachas quemadas.—La gran catástrofe de la explanada de Hifukusho.—Un brasero de 40.000 personas.—Ágil agonía de las madres japonesas.—Un policía que imita á los samurais.
Por observación directa y por las explicaciones de mis amigos japoneses, voy conociendo algo del alma de este pueblo, compleja y contradictoria, pues se funden en ella las tradiciones de 2.600 años y los transformismos violentos de un progreso que sólo tiene medio siglo y ha copiado casi de golpe los adelantos materiales del mundo occidental.
El japonés es de un positivismo áspero, prefiere las empresas prácticas, de utilidad inmediata, y al mismo tiempo adora con fervor de poeta los esplendores primaverales de la Naturaleza.
Las flores en el Japón apenas tienen perfume, algunas carecen completamente de él, y sin embargo ningún país de la tierra ama como éste la floricultura. Toda japonesa bien educada aprende el arte de hacer ramille{222}tes, como una señorita occidental aprende el piano ó la acuarela. No hay japonés que á la vista de un grupo de flores no quede inmóvil, en actitud reflexiva, lo mismo que un visitante de los museos de Europa ante un cuadro famoso. Hasta el bajo pueblo da su opinión sobre los matices y combinaciones de un ramillete, pues todos conocen desde la escuela el simbolismo y la armonía de las flores.
En el curso del año las principales fiestas populares están reglamentadas y escalonadas por las sucesivas floraciones de arbustos y árboles. El japonés abarca en su veneración todas las flores, dedicando mayor predilección á las de los árboles, casi inadvertidas en otros países, que á la de los arbustos, más conocidas y apreciadas en el Occidente. Cuando al iniciarse la primavera florecen los cerezos, se organizan fiestas de un extremo á otro del Japón, que duran mientras existe dicha flor. Al pie de los árboles se congregan las muchedumbres para presenciar el Miyaco-Odori, la «Danza de los Cerezos», y estas romerías dan motivo á un consumo enorme de saké, pues el pueblo se embriaga por tradición, como lo hicieron sus ascendientes durante siglos para glorificar la vuelta de la primavera.
Antes de la fiesta de los cerezos ha sido la de los ciruelos, en realidad la primera del año, pues dichos árboles florecen cuando las nieves empiezan á fundirse. Luego se suceden las otras fiestas florales, con acompañamiento de tacitas de saké, músicas y bailes de geishas. En Mayo es la fiesta de las peonías, que no son aquí inodoras, como en el resto de la tierra, gracias á los floricultores nipones que consiguieron darlas un ligero perfume de rosa. Después son festejadas las glicinas de largos racimos, y las azaleas, que abundan mucho en los campos. En el curso del verano dedican su alegre glori{223}ficación á los iris, á los lotos, y al empezar el otoño se celebra la fiesta de la flor que pudiéramos llamar nacional, pues simboliza al Japón en el resto del mundo, la crisantema, de infinitas variedades.
Además, el japonés festeja en el otoño el follaje de ciertos árboles que toma diversas tintas, como si sus hojas fuesen flores. Hay árboles que dan frutos en otros países y aquí se cultivan únicamente por su floración. En los ramilletes japoneses figuran como delicados componentes la flor del melocotonero, del peral, del ciruelo, del albaricoquero. Estas flores son infecundas; no contienen la esperanza de ningún fruto. Nacieron simplemente para lucir una belleza virgen y jamás conocerán la procreación.
Todo el que llega á este país con la memoria llena de lecturas literarias pregunta por las geishas, desea verlas, creyendo que son la representación femenina del país. Es algo semejante á lo que ocurre en España cuando los extranjeros desean ver gitanas, creyendo que todas las españolas son la Carmen de Merimée, ó á la candidez de ciertos visitantes de París, que se imaginan conocer á la mujer francesa porque conversaron y bebieron con las danzarinas nocturnas de Montmartre.
Algunos escritores europeos, después de cohabitar en un puerto del Japón con una musmé de alquiler, la han exaltado y glorificado con su genio artístico, hasta hacer de ella el símbolo de la feminidad nipona.
Esto es hermoso, pero completamente falso. En el Japón existen la esposa, la madre, la hija, mujeres de resignadas y virtuosas costumbres, que forman la inmensa mayoría de la población femenina, y existe igualmente la geisha, cada vez menos numerosa y más decadente, que es la bailarina y la música de los lugares de diversión.{224}
Esta especie de cocota nipona fué en otros tiempos, antes de que el Japón adoptase las costumbres occidentales, algo así como una institución nacional, destinada á satisfacer necesidades psicológicas más que físicas.
Para explicar esto con más claridad, necesito decir que en el Japón no existe el amor como lo entendemos los occidentales, y si alguna vez llega á nacer, es de un modo dramático é ilegal, fuera de la casa, al margen del matrimonio. El japonés constituye su familia bajo la dirección indiscutible de sus padres, que lo casan sin tomarse la molestia de consultar su opinión. Lo mismo los casaron á ellos é igualmente fueron contrayendo matrimonio sus remotos ascendientes en el curso de siglos y siglos.
Un amigo mío, profesor de lenguas europeas, me cuenta el breve y estupendo diálogo que tuvo hace pocos días con uno de sus discípulos.
—Mañana no podré venir á tomar mi lección, maestro, porque me caso.
Acoge el profesor con extrañeza tal noticia. Nunca le había hablado su alumno de noviazgos. ¿Cómo ha guardado esto en secreto hasta el último momento?... ¿Quién va á ser su esposa?...
—No sé—contesta el joven—. No la conozco. Todo lo han arreglado mis padres, y fué ayer cuando me dijeron que debo casarme mañana.
El japonés somete á su esposa á un régimen despótico, con arreglo á la tradición, y ésta le obedece en todo, sin la más leve protesta. Es posible entre ellos un plácido compañerismo, un afecto tranquilo y fraterno, pero no el amor tal como se ve en novelas y dramas. Por esta razón la literatura occidental sólo empieza á ser comprendida un poco por los japoneses que viven á{225} la moderna y han viajado. Los demás, al leer obras célebres en Europa que sistemáticamente tienen por base el amor, levantan los hombros y sonríen como en presencia de algo infantil, indigno de respeto.
La geisha ha representado siempre para el padre de familia japonés la poesía de la vida, lo imprevisto y complicado que hace sufrir y proporciona deleite al mismo tiempo; en una palabra, el amor. Tiene en su casa varias mujeres, por el privilegio de la poligamia, pero éstas son abejas obscuras y laboriosas, dedicadas á la buena marcha del hogar. La geisha es como la hetaira griega, y á semejanza de los atenienses del tiempo de Pericles, el daimio, el samurai ó el simple mercader han despreciado muchas veces á las hembras tranquilas y obedientes de su casa para ir en busca de la danzarina letrada, ingeniosa, maestra de buenas maneras y gran recitadora de versos.
Los principios de la carrera de geisha no son fáciles. Hay colegios especiales que las toman á los siete años, enseñándolas todo lo que puede hacer valer particularmente sus gracias y sirve para seducir á los hombres. Aprenden á tocar la guitarra, ejercitan sus voces, retienen en su memoria los pequeños poemas célebres, que ascienden á centenares, y sus maestras les enseñan además el arte de encontrar respuesta pronta é ingeniosa á las demandas masculinas. Su gran habilidad es la danza, sin saltos ni contorsiones, compuesta de actitudes que tienen algo de rituales, transmitidas á través de los siglos. Sólo á los catorce ó quince años salen de estos colegios, gobernados por una disciplina severa, para intervenir en los banquetes y alegrarlos con su presencia.
En realidad, la geisha no fué nunca una prostituída. Su verdadera misión es divertir á los comensales con su belleza y sus palabras. Todas ellas guardan las tra{226}diciones de la cortesía japonesa, y han mantenido en los hombres, con su fino trato, la etiqueta y el mesurado lenguaje de otros tiempos.
Las esposas quedaron siempre en el hogar conyugal, mientras el marido comía en la casa de té con las geishas. Algunas veces, si las mujeres legítimas asistían á tales banquetes, el marido no se mostraba intimidado por su presencia, y seguía acariciando familiarmente á las bailarinas, sin que esto pareciese extraordinario.
Afirman los tradicionalistas que la geisha es una profesional honesta y no va más allá de sus danzas, sus cantos y sus versos, evitando relaciones sexuales con sus clientes. Y añaden que éstos, por su parte, se contentan con la presencia y la conversación de las agradables muchachas. Tal vez haya sido así en muchas ocasiones, y los occidentales pequemos de maliciosos al no comprender unas orgías tan desinteresadas y puras. Mas no es menos cierto que algunas veces el japonés se enamora verdaderamente de la geisha, y como ésta es maestra en el arte de enardecer al hombre manteniéndolo á distancia y muestra una voracidad imprevisora y alegre para el derroche del dinero, tales relaciones duran años y años, perdiendo el enamorado en ellas toda su fortuna y hasta acaba suicidándose.
Así como muchos llaman á los Estados Unidos «el paraíso de las mujeres» por la influencia enorme que ejercen éstas en la vida privada y en la pública, el Japón puede titularse «el paraíso de los maridos». Las leyes escritas, las costumbres, la jerarquía social, la organización de la familia, todo fué fabricado para los hombres. La mujer es la esclava del esposo, y éste ha tenido la habilidad de moldear durante siglos y siglos el pensamiento femenino de un modo tan hábil, que la pobre hembra todavía muestra agradecimiento porque la man{227}tiene al lado de él y se esfuerza por adivinar su voluntad, cumpliéndola inmediatamente.
Todas las japonesas á estilo antiguo adoran á su esposo como un dios, le obedecen sabiendo que no puede equivocarse, y la menor protesta femenina equivaldría á un sacrilegio. Al mismo tiempo se consideran felices porque el marido se digna aceptar su sacrificio.
Vieron en su infancia cómo su madre se prosternaba ante el padre; aprendieron en el propio hogar que las mujeres son infinitamente inferiores al hombre, y por eso acogen con agradecimiento inmenso la menor muestra de consideración que se dignen darles. El japonés, por su lado, desde los primeros años de su niñez aprende con el ejemplo de sus mayores que la hembra sólo ha venido al mundo para servir al varón y procurarle placeres materiales. Así se comprende que la poligamia japonesa haya sido más tranquila y disciplinada que la de los musulmanes. Las esposas marcharon siempre de común acuerdo, como devotas unidas por el deseo de rendir culto á un mismo dios, sin las peleas y rivalidades de las reclusas del harén.
Es la tradición la que ha reglamentado la vida matrimonial. Sin embargo, existe un código escrito de los deberes de la mujer, que redactó en el siglo XVII un moralista llamado Kaibara. En él se dice que las mujeres «nacen con los defectos de la indocilidad, el eterno descontento, la murmuración, los celos y la escasez de inteligencia», lo que las hace inferiores al hombre, y por ello es legítimo y oportuno que éste las someta á una dirección vigorosa.
Según Kaibara, la mujer no debe tener dioses propios y mirará siempre á su marido como único dios, adorándolo al mismo tiempo que le sirve. El esposo debe ser su único cielo... Y como si reglamentase las ceremonias de{228} un culto, añade que la esposa debe vestirse con humildad, adornarse únicamente para inspirar deseos á su marido, levantarse la primera y acostarse la última, y mientras el esposo duerme la siesta ella debe trabajar.
Al casarse, el japonés pone á su esposa bajo la vigilancia y dirección de su propia madre, la cual, recordando lo que hicieron con ella, procura imponer á la recién llegada las mismas disciplinas que aguantó bajo la dominación de su suegra.
Todo esto es el Japón antiguo, el matrimonio tal como existió durante miles de años y como subsiste aún en el campo y las ciudades de provincia. Pero al adoptar el país los adelantos materiales de Occidente, copiando sus costumbres, esta constitución tiránica de la familia, dentro de la cual las esposas no son más que domésticas de clase superior, empieza á modificarse de un modo alarmante para los guardadores de la tradición.
El militar japonés uniformado como los de Occidente, el diplomático y el alto funcionario puestos de frac, han tenido que llevar sus esposas á las fiestas de la corte imperial y á las de las Legaciones, vestidas á la moda europea. Esto que al principio fué tolerado por los maridos como un disfraz necesario, porque así convenía á la nueva existencia del Japón y porque lo ordenaba el emperador, ha ido modificando el alma femenina con un lento goteo corrosivo y disolvente.
Existen ya en las altas clases muchas japonesas que no toleran la poligamia, conocen los celos, expresándolos francamente, y se niegan á continuar la esclavitud resignada y agradecida de sus abuelas. Con el transcurso del tiempo, este conflicto familiar—que es el tema de muchas novelas japonesas modernas—irá aumentando y se extenderá á todas las clases sociales. Se comprende dicha transformación después que las japonesas{229} han conocido de cerca la existencia más independiente y digna de las mujeres blancas, especialmente de las norteamericanas. Los esclavos—como dice Brieux[C]—sólo encuentran tolerable su situación mientras viven con seres de su misma clase, y se consideran desgraciados si ven de cerca á los que gozan de plena libertad.
La evolución industrial del país contribuye rápidamente á las transformaciones de la mujer. Ésta es ahora obrera en las fábricas, escribe á máquina en las oficinas, desempeña empleos en almacenes y tiendas, así como en muchas administraciones del gobierno, y al ganar su vida puede existir independientemente, sin el apoyo del hombre, que ya no es para ella el «dios único» recomendado por Kaibara. Si se casan y quedan viudas, no realizarán seguramente lo que exigía este venerable moralista, «pintarse los dientes de negro, cortarse los cabellos, afeitarse las cejas, hacerse feas para no inspirar tentación á ningún otro hombre».
Sin embargo, las mujeres que no son ricas y carecen de una profesión para ganarse el arroz continúan sometidas al despotismo marital, á estilo antiguo. Temen que su esposo pida el divorcio, pues rara vez el hombre deja de ser atendido por los tribunales cuando desea repeler á una de sus cónyuges. Los motivos de divorcio son numerosísimos en el Japón, y entre ellos figuran que la esposa no obedezca las órdenes de la suegra; que muestre celos del marido; que se enfade con él, profiriendo palabras descorteses. Si tales motivos rigiesen en los demás países, inútil es decir que ya estarían disueltos casi todos los matrimonios de la tierra.
Es diversa la moralidad del pueblo japonés á la de{230} las naciones occidentales, y ofrece un aspecto contradictorio, de difícil explicación para nosotros. Lo mismo ocurre con su pudor, que en todas partes es una consecuencia de la moral imperante.
No mostrará en público la mujer japonesa una línea de sus piernas ni una parte de su pecho. El escote y los brazos desnudos de las occidentales, vestidas con trajes de ceremonia, le parecen algo desvergonzado é inaudito. Las geishas van envueltas siempre en suntuosos kimonos, cerrados sobre el cuello y que descienden hasta sus manos y sus pies. En el Yosywara, barrio de placer de las principales ciudades japonesas, las rameras se mostraban hasta hace poco en escaparates á la parte exterior de los burdeles, pero todas ellas, llevando su rostro pintado como una máscara, permanecían con aire pudibundo envueltas hasta los talones en pesadísimas vestiduras bordadas de plata y oro.
Al mismo tiempo, este es el país donde hombres y mujeres toman el baño en público. Los tenderos, para no abandonar su establecimiento, tienen una bañera debajo del mostrador, medio tonel, dentro del cual permanecen en cuclillas. Si entra un parroquiano, se ponen de pie para servirle, y la tendera muestra sonriente, con tranquilo impudor, sus exiguas amenidades superiores, limitándose á colocar delante de ellas una servilleta de papel menos grande que la palma de la mano. En los hoteles á estilo del país, las criadas asisten al baño de los viajeros, y á su vez, se muestran con la mayor tranquilidad cuando salen casi desnudas del mismo lugar.
Como la mujer fué considerada siempre inferior al hombre, no mereciendo ningún aprecio moral, la prostitución ha sido tenida hasta hace poco como una industria femenina, sin consecuencias para el honor de las familias.{231}
Los padres vendían sus hijas á las grandes casas del Yosywara. Las familias decentes, cuando salían á paseo por la noche, se encaminaban á dicho barrio, á causa de la animación de sus calles esplendorosamente iluminadas y á la enorme cantidad de teatros y establecimientos de danza confundidos con las mancebías en este lugar de placeres. Las hijas de buena familia saludaban á sus amigas que, vistiendo kimonos de regia suntuosidad, se mostraban en los escaparates, esperando la orden de un cliente. Luego conversaban con ellas, sin ninguna extrañeza, considerando natural este cambio de situación.
El penúltimo emperador, que tantas reformas hizo en medio siglo de reinado, para dar un aspecto moderno á su país, tuvo que prohibir por una ley, en 1870, que los padres siguieran vendiendo sus hijas á las traficantes del Yosywara. Pero hay quien dice que no por eso se han cortado definitivamente las relaciones entre algunas familias y las casas de lenocinio.
Yo he visto los Yosywaras de otras ciudades japonesas, pero no el de Tokío, pues lo destruyó completamente el incendio hace tres meses, al ocurrir el último terremoto.
Me enseñan fotografías de este lugar alegre después de la catástrofe. Como todos sus palacios de paredes policromas y aleros salientes, cubiertos de inscripciones doradas, de linternas y banderolas, eran construídos con madera y lienzo, ardieron en unos minutos, abrasando á sus habitantes y cerrando el paso á los que huían. Sobre los tizones apagados veo pirámides de cadáveres desnudos, y confundidos de tal modo, que no se puede adivinar el sexo de cada uno de ellos. Únicamente sabiendo la extremada delgadez y la pequeña estatura de la japonesa, pueden reconocerse como cuerpos feme{232}ninos unos cadáveres que en el primer momento parecen de muchachos.
Quince mil huéspedas existían en el Yosywara de Tokío en el momento del incendio. Ya no se permite en los de otras ciudades que las mujeres se exhiban en escaparates sobre la calle. Éstos se abren ahora en el zaguán de la casa, y el transeunte no tiene mas que pasar un pie sobre el umbral para ver las mercancías expuestas en el interior. Lo que permanece sobre las fachadas de dichos establecimientos es una hilera de fotografías de tamaño más que natural, representando en trajes de geishas y con grandes flores sobre las sienes á las pensionistas del establecimiento.
Debo decir que estas jóvenes muestran una corrección pudorosa en la práctica de su industria. Esperan el momento de ejercerla tranquilamente, sin un ademán excitante, sin una palabra deshonesta, sin mostrar siquiera uno de sus pies. Su rostro guarda una sonrisa inmóvil, y están como encogidas dentro de sus vestiduras brillantes y gruesas de imagen sagrada. Es verdad que aunque quisieran ser descocadas en sus palabras no podrían conseguirlo. El idioma es el principal apoyo de la cortesía y las buenas maneras de este pueblo. La lengua japonesa no tiene palabras para insultar á un enemigo ni para expresar obscenidades. Todo su diccionario es un manual de buena educación.
El mortífero incendio del Yosywara, con sus 15.000 mujeres carbonizadas, me hace recordar una catástrofe mayor, ocurrida en otro de los barrios de Tokío.
Me muestran numerosas fotografías de la explanada de Hifukusho, donde perecieron 40.000 personas quemadas ó aplastadas. Al temblar la tierra huyeron las familias de sus viviendas, aglomerándose en los lugares descubiertos, plazas, paseos, terrenos baldíos. Esta expla{233}nada de Hifukusho, de unas cincuenta hectáreas, abierta en plena ciudad, y que tenía una cerca de planchas de cinc para ser utilizada por los militares, fué el sitio adonde afluyeron los habitantes de todos los barrios limítrofes. Los hombres arrastraban carretillas llevando en ellas sus mejores muebles; otros corrían doblados bajo el peso de fardos de ropa hechos apresuradamente. Las mujeres tiraban de filas de niños, gritando para atraer á los rezagados.
Un guardia de policía vigilaba su entrada. En el primer momento, fiel á su consigna, intentó oponerse al avance de la muchedumbre. Pero ésta fué engrosando, la tierra repetía sus temblores, gritaban las mujeres, lloraban los niños, y el policía, conmovido por el peligro general, acabó por olvidarse de su deber, dejándolos pasar. Al poco rato 40.000 personas se aglomeraban dentro de la explanada con sus carretones, muebles y fardos, tan estrechamente, que no podían moverse. Pero una alegría egoísta les hizo reir y bromear. En este espacio libre se consideraban salvos y seguros, mientras empezaba á arder Tokío.
Las llamas se fueron extendiendo por el horizonte y avanzaron como dos brazos rojos, hasta juntarse, cerrando toda salida. Esto no consiguió que la gran masa de refugiados perdiese su buen humor. El incendio estaba lejos y no podía llegar hasta ellos en una explanada completamente descubierta.
De pronto sopló el ciclón, completando la obra del terremoto y del incendio. Las llamas verticales se inclinaron bajo el impetuoso bufido, con una horizontalidad destructora. La succión atmosférica aumentó el ardor de los inmensos braseros. Llovieron maderas encendidas, arrastradas á enormes distancias. Se elevó la atmósfera á una temperatura de horno, y las planchas metálicas de{234} la cerca se enrojecieron, quemando á cuantos se aproximaban á ellas. Se arremolinó la enorme masa humana en este espacio, cada vez más angustioso para sus pulmones. Le era imposible moverse; le faltaba aire para respirar; llovía fuego.
Los más perecieron quemados vivos. Algunos, con el empuje de la desesperación, marcharon ágilmente sobre la muchedumbre, poniendo los pies en sus apretadas cabezas. Pero morían también al llegar á las vallas enrojecidas, ó más allá, junto á la línea de edificios llameantes.
Algunos testigos lejanos de la catástrofe describen un espectáculo inaudito, que presenciaron repetidas veces. Por el enorme calentamiento del aire ó por las succiones del ciclón, las personas subían ardiendo á través de la atmósfera lo mismo que cohetes voladores, cayendo poco después en un brasero crepitante de grasa cuyos tizones eran cuerpos humanos.
Cuando extinguido el incendio se procedió á la limpieza de la explanada de Hifukusho, los fúnebres exploradores tuvieron que recoger con palas y carretillas las cenizas de esta inmensa hoguera.
Más abajo de la costra de cuerpos carbonizados fueron encontrando otros cadáveres enteros, que habían perecido por aplastamiento y sofocación. Los de arriba les habían derribado y pateado para abrirse paso, sin conseguir otra cosa que morir á su vez ardiendo.
La capa inferior de muertos estaba compuesta de mujeres, de niños, de ancianos. Debajo de ella se encontraron varios pequeñuelos que respiraban aún y fueron devueltos á la vida.
Sus madres, pobres mujercitas amarillas, se habían arqueado sobre ellos, con instintiva precaución, procu{235}rando mantenerlos intactos hasta el último momento bajo sus cuerpos agonizantes.
El policía no fué de los muertos, pero como buen japonés creyó necesario expiar su olvido de la disciplina, su tolerancia misericordiosa, que había abierto las puertas de la eternidad á 40.000 personas.
Y fiel á la tradición del Hara-Kiri, se rajó el vientre con su machete, echándose las tripas afuera, como un antiguo samurai.{236}
Muchos templos y poca religiosidad.—La cortesía con todos los dioses.—Única religión verdadera del japonés.—Los muertos mandan.—Todos los japoneses acaban siendo dioses.—El sintoísmo.—Las tumbas de los dos Shogunes.—El Pericles japonés.—Sus máximas morales.—San Francisco Javier.—El consejo que le dan los japoneses.—Fácil difusión del cristianismo.—Inquietud de los Shogunes.—Miedo al Papa y al rey de España.—Se cierra el Japón por 250 años.—Persecuciones y martirios de los misioneros.—Camino de Niko.—La buena educación de una caja de comida.—Un regalo de cuarenta kilómetros de árboles gigantescos.
Abandono por unas semanas mi camarote del Franconia.
Voy á correr la parte más interesante del interior del Japón. Luego un buque del país me llevará á Fusán, puerto de Corea, atravesaré este ex reino que los japoneses se han apropiado, seguiré á través de la Manchuria, que ocupan igualmente con un carácter temporal, entraré en China, viviré en Pekín, y cruzando gran parte del Imperio Celeste, convertido hoy en República, llegaré á Shanghai, donde me esperará el paquebote con mi dormitorio flotante lleno de libros y recuerdos.
Primeramente voy hacia el Norte en mi viaje por el Japón, alejándome de la ruta que debo seguir después. No quiero irme de este país sin conocer Niko, la Sagra{237}da Montaña de Niko, el monumento fúnebre más suntuoso y artístico que posee el Japón.
En la tierra nipona abundan templos y santuarios. Contemplando el paisaje desde las ventanillas del tren, cada vez que veo un grupo de árboles sé que á continuación asomarán entre el follaje los tejados de un templo budista ó sintoísta. Todos ofrecen un exterior interesante, más por la vegetación que los rodea que por su arquitectura. Si arrasasen los grupos de árboles y de arbustos floridos, parecerían muchos de ellos miserables barracas.
Tal abundancia de templos no supone que el pueblo japonés sea extremadamente religioso. Por una contradicción de su carácter complejo, los japoneses son el pueblo de la tierra que posee más templos y al mismo tiempo el de menos religiosidad. Tal vez provenga esto de su cortesía extremada, que les aconseja asociarse á toda manifestación pública en honor de un gran personaje, sea hombre ó sea dios.
Los japoneses de clase superior, los letrados, fueron siempre discípulos de Confucio—como sus maestros los intelectuales chinos—, ó sea, racionalistas propensos á la incredulidad, no profesando ninguna de las religiones positivas. El pueblo, en cambio, las venera todas, sin establecer entre ellas ninguna diferencia.
La verdadera religión original del país fué el culto de los Kamis, de los Antepasados, que ha servido de base al moderno sintoísmo.
Durante muchos siglos esta religión veneró con sencillez los dioses de la mitología japonesa, de que ya hablamos, únicamente por ser padres del Japón; mas al despojarse el Mikado de su poder político para cederlo á los Shogunes, fué extremando su autoridad religiosa en su retiro de Kioto, convirtiéndose finalmente en una{238} especie de pontífice, que confirió la dignidad de altos sacerdotes á sus cortesanos.
En los tiempos modernos el culto de los Kamis ha ido tomando un carácter más concreto, hasta ser la religión patriótica del sintoísmo, única que respetan verdaderamente los japoneses. Yo he visto reir á familias enteras, regocijadas por los enormes Budas de majestuosa fealdad que existen en los templos de algunas ciudades. Igualmente ríen de muchas creencias antiguas, pero ninguno se permitirá la más ligera broma sobre el altar de los Antepasados que cada cual tiene en su casa, ni sobre el sintoísmo, culto de la patria japonesa.
El budismo, que penetró en el país á mediados del siglo VI, siguiendo la influencia de la civilización china, se ha corrompido mucho por la avaricia y el lujo de sus sacerdotes, dividiéndose hasta contar treinta y cinco sectas diferentes. Las boncerías ó conventos budistas se convirtieron en lugares de prostitución. Muchos de sus templos estaban rodeados hasta hace poco de las llamadas casas de té. Una peregrinación budista era una especie de Carnaval, abundante en desenfrenos carnales. Los Shogunes tuvieron que reprimir muchas veces los escándalos de los bonzos y los desórdenes provocados por ellos.
Al adoptar el Japón en nuestra época los progresos y usos de Occidente, necesitó como medida defensiva resucitar su antigua religión nacional, algo olvidada, y el culto de los Kamis tomó el nombre de sintoísmo. Este culto es algo superior que se sobrepone á las otras creencias y resulta compatible con todas ellas.
Un nipón puede ser budista, cristiano y hasta ateo, ejerciendo al mismo tiempo el culto sintoísta. En japonés, shinto significa «Camino de los dioses», y el nombre resulta apropiado, pues todos al morir en el Japón emprenden el camino para convertirse en dios.{239}
El sintoísmo es la religión de los muertos; pero los muertos japoneses no apartan sus espíritus de la tierra. En las demás religiones, cristianismo, mahometismo, etcétera, que proclaman la inmortalidad del alma, ésta, al separarse del cuerpo, va á habitar determinadas regiones, de felicidad ó de expiación, celestiales ó infernales, lejos de nuestro mundo. Para los japoneses, las almas de los muertos no se alejan de nuestro planeta. Siguen en él, con una existencia invisible para nuestros ojos, pero material, como el aire ó como el fuego. Viven alrededor de sus descendientes, les acompañan dentro de sus casas, residen en el altarcito de los Antepasados, y el japonés les ofrece arroz y saké, los saluda todas las mañanas y los consulta en momentos graves de su existencia. Cree firmemente que «los muertos mandan» porque son más numerosos que los vivos, y aglomerando sus experiencias saben más que éstos.
Los que aún están dentro de la vida se engañan cuando creen que sus actos son producto espontáneo de su voluntad. Los muertos les empujan sin que ellos lo sepan y les sugieren sus acciones. La devoción á la memoria de los Antepasados es, según los moralistas japoneses, «el resorte de todas las virtudes».
Cuando el almirante Togo destruyó la flota rusa, asegurando con ello el triunfo definitivo de su país, el viejo emperador envió la siguiente alocución á las tripulaciones: «Gracias á vuestra lealtad y vuestra bravura he podido contestar dignamente á las preguntas que me dirigían los espíritus de mis Antepasados.» Y al oir tales palabras, los marinos japoneses lloraron de emoción.
Este sintoísmo que acabo de describir en una forma sumaria, prescindiendo de las complicaciones y sutilezas niponas, es más grosero y material en el bajo pue{240}blo, predispuesto siempre á las supersticiones. Los templos sintoístas, al tener sacerdocio y culto oficiales, adoptaron poco á poco muchas ceremonias de los bonzos. Los japoneses, al entrar en un templo sintoísta, dan dos palmadas para que acudan los dioses á escucharles, si acaso están distraídos ó ausentes. Otras veces tiran de una cuerda al extremo de una campana, para atraer de igual modo la atención divina. Pero lo mismo el campesino y el marinero predispuestos á las ofrendas y los llamamientos para ablandar á los espíritus, que los letrados de incredulidad confuciana, todos, al ser sintoístas, adoran á su patria, único país de la tierra de origen divino, cuyos soberanos son nietos de los dioses, y con ello se adoran á sí mismos.
No hay japonés que no se considere en el camino que conduce á la divinidad, seguro de que cuando muera sus herederos le rendirán culto en el altar de familia. El agente de policía que reglamenta la circulación de los vehículos en la calle, el vendedor de frutas ó el campesino que pasan con un largo bambú sobre un hombro del que penden dos banastas, el viejo que tira de la koruma, el militar que va á caballo, el marinero que pesca en el Mar Interior tripulando un barco de forma arcaica, todos serán dioses con el curso del tiempo, y después de su muerte vivirán en la atmósfera, cerca de sus familias, influyendo en las acciones futuras de éstas, como los Antepasados dictan en la actualidad sus propias acciones. Los remotos descendientes se prosternarán ante su imagen invisible antes de emprender un viaje, implorando su protección, y al volver harán lo mismo para darle gracias. Quemarán varillas de incienso ante su altar, como él las quema ahora en honor de remotísimos abuelos, cuyos nombres desconoce, pero de cuya existencia divina no duda un momento.{241}
La Sagrada Montaña de Niko adonde yo voy está cubierta de templos de distintos ritos, y sin embargo las muchedumbres de peregrinos que la frecuentan todos los años sienten fundidas sus almas por una absoluta unidad religiosa y acuden á ella para venerar el espíritu de dos grandes muertos, dos Shogunes de la dinastía Tukagawa, llamados Yeyasu y Yemitsu, que hicieron la grandeza del Japón.
Yeyasu, el más célebre, sujetó para siempre á los señores feudales, abriendo una era de paz y progreso que duró 250 años. Muchos historiadores le llaman «el Pericles japonés».
Bajo su gobierno, en el siglo XVI, florecieron los poetas y pintores más notables del país. Estableció relaciones comerciales con los otros pueblos de Asia y las repúblicas mercantiles de Europa. Siguió atentamente lo que ocurría en América, viendo extenderse la conquista y la colonización españolas desde más arriba del golfo de Méjico al cabo de Hornos.
Este hombre de guerra, que venció en los combates á la revoltosa aristocracia de los daimios, fué al mismo tiempo un filósofo y ha dejado sabias máximas que repiten todavía las familias.
«La perseverancia es la base de la eterna felicidad.»
«El hombre que sólo ha visto la cumbre y no conoce las amarguras del valle no puede llamarse hombre.»
«La vida es un fardo muy pesado, pero no debes lamentarte de que te desuelle la espalda.»
«Necio es el que se deja marear por las vanidades humanas.»
«La culpa de nuestros males debemos atribuirla á nosotros mismos.»
«Todo en exceso causa pena, y es preferible que falte á que sobre.»{242}
Cuenta Lafcadio Hearn que cuando Yeyasu, después de sus victorias, era dueño absoluto del Imperio, lo sorprendió una mañana uno de sus servidores sacudiendo un viejo kimono de seda para conservarlo.
—No creas—dijo—que hago esto por el valor de la prenda, sino por respeto al trabajo de la pobre mujer que la fabricó con largos esfuerzos. Si al usar las cosas no recordamos el tiempo y las penas que ha costado su producción, esta falta de respeto nos coloca al nivel de las bestias.
Otra vez se negó á admitir unos vestidos nuevos que le ofrecía su mujer, añadiendo así:
—Cuando pienso en las multitudes que me rodean y en las generaciones que vendrán después, creo mi deber vivir económicamente, pues si despilfarro le quito á alguien la parte que le corresponde.
Al morir Yeyasu y ser enterrado en la Sagrada Montaña de Niko, la gratitud nacional transformó aquélla en monumento patriótico. Los templos se han amontonado en sus laderas, formando una escolta eterna á la tumba del célebre Shogun y á la de Yemitsu, su digno sucesor. Todos los años, en primavera, acuden miles de peregrinos desde las provincias más lejanas del Imperio para celebrar la memoria de estos gobernantes.
Guarda de ellos el pueblo un recuerdo casi legendario, haciendo de su época el período de mayor felicidad nacional. Y sin embargo, bajo su gobierno se cerró el Japón á los europeos, quedando aislado dos siglos y medio del resto del mundo. También en el período del segundo de los dos Tukagawa se inició la cruel persecución contra el cristianismo, ordenándose horribles suplicios, en los que perecieron tantos misioneros mártires de su fe.
El primer propagandista del cristianismo que pene{243}tró en el Japón fué un español, San Francisco Javier. Al conocer por el marino portugués Méndez Pinto la existencia de este Imperio idólatra y misterioso que acababa de descubrir, el misionero navarro se creyó escogido por Dios para evangelizar dicha tierra.
Nadie le opuso obstáculos en sus correrías por el archipiélago. La primera descripción de Kioto la hizo él durante su permanencia en esta capital teocrática. El Shogun que gobernaba entonces el Imperio acogió con escéptica bondad la llegada del propagandista de una nueva religión.
—Será una secta más—dijo—que tendremos en el país.
La gente instruída escuchó atentamente, con su cortesía tradicional, las predicaciones del futuro santo. Luego algunos letrados le dieron la siguiente respuesta, digna de su tolerancia confucista:
—Nuestros maestros son los chinos. De su país nos han llegado las artes, la literatura, la filosofía, el budismo. No pierda el tiempo predicándonos á nosotros. Vaya á la China, y si convence á las gentes de allá, seguiremos el mismo camino sin necesidad de misioneros.
Este consejo hizo honda impresión en San Francisco Javier, y desde entonces sólo pensó en la conquista espiritual de la China. Abandonó el Japón, volviendo á las misiones portuguesas de la India, y allí se dedicó al estudio del idioma chino y á reunir amistades para entrar libremente en el vasto Imperio. Pero cuando al fin pudo emprender el viaje á Cantón, tuvieron que desembarcarlo en una de las numerosas islas de la bahía de Hong-Kong, donde murió.
Detrás de él empezaron á llegar al Japón otros misioneros, que obtuvieron rápidos éxitos con sus predicaciones. El pueblo japonés había admitido la doctrina budista y no necesitaba hacer un esfuerzo enorme para{244} aceptar el cristianismo. En pocos años la nueva religión llegó á contar 200.000 adeptos. Uno de los misioneros españoles consiguió que el príncipe de Sendai, feudatario del Mikado, enviase una embajada al Papa. Ésta fué recibida en Roma y en la corte de Madrid con ostentosas ceremonias, creyendo todos, por la confusión geográfica de aquellos tiempos, que venía en nombre del emperador del Japón.
Fué además aquel período el de mayores guerras entre los daimios ingobernables y el Shogunato, empeñado en establecer el orden y la unidad nacional.
El avisado Yeyasu, vencedor definitivo del feudalismo, vió un peligro político en la nueva religión.
Pretendían emplearla los daimios más rebeldes como un medio para resucitar la guerra. La vanidad patriótica y el excesivo celo religioso de algunos misioneros, que no se recataban en mostrar públicamente su amistad con los rebeldes, aumentaron los recelos del Shogun. Éste seguía con inquietud el engrandecimiento de los reyes de España, dueños de la mayor parte de América y poseedores de las Filipinas, casi á las puertas del Japón. Varias veces llegaron hasta sus oídos palabras arrogantes proferidas por españoles religiosos ú hombres de mar. No consideraban empresa imposible que algún día el rey de las Españas enviase una flota á estas islas, como las había enviado á tantos países remotos.
Además, el Shogunato, al adquirir informes de la vida de Europa, consideró con cierto miedo al Papa. La suspicacia japonesa sintióse inquieta al saber que el jefe de la nueva religión, establecido en Roma, llevaba tres coronas en su tiara y tenía potestad divina para quitar los reinos á unos monarcas, dándoselos á otros para que sostuviesen la fe.
Los misioneros cristianos, en su mayor parte españo{245}les, parecían á los Shogunes más peligrosos por su energía y su afán de sacrificio que los corrompidos bonzos, domeñados por ellos para siempre. Eran unos conquistadores tan audaces y duros como sus compatriotas que se habían adueñado de América. Se valían de la palabra y del sacrificio pasivo, como los otros de la espada.
En tiempos de Yemitsu, el segundo Tukagawa enterrado en Niko, se ordenó la expulsión de todos los misioneros, la supresión del culto cristiano, y quedaron cerrados los puertos á todo buque que no fuese japonés, aislándose el Imperio del resto de la tierra. Ningún natural del país pudo salir de él y se prohibió bajo penas severas el aprender las lenguas occidentales.
Volvieron los misioneros ocultamente, arrostrando los tremendos castigos con que les amenazaban, y empezó el largo martirologio japonés de jesuítas, franciscanos y otras órdenes religiosas.
Los holandeses fueron los únicos blancos que obtuvieron permiso para hacer un pequeño comercio con el Japón, pero á costa de enormes humillaciones. Vivían acorralados en el exiguo islote de Décima, cerca de Nagasaki, y sólo podían traficar después de haber demostrado que no eran cristianos, para lo cual los sometían á varios actos blasfematorios y á otras ceremonias en las que infamaban los más altos símbolos del cristianismo. Muchos de estos mercaderes podían hacerlo sin remordimiento, pues en realidad eran judíos de origen español ó portugués nacionalizados en Holanda.
Llevo varias horas de viaje en el tren. Llegaremos á Niko muy entrada la noche, y creo oportuno comprar un bento para comer en el vagón.
El bento es una caja de madera blanca llena de comestibles, que venden en todas las estaciones. El arroz hervido está en una cajita de cartón con los correspon{246}dientes palillos para comerlo. Los otros manjares van envueltos en papeles de seda, con la prolijidad y limpieza de un pueblo de grandes embaladores. Además, me entregan una tetera de barro rojo con su tacita, para que remoje mi banquete á la japonesa con la bebida nacional.
Se muestra la exquisita cortesía nipona hasta en la preparación de esta cena comprada. El papel de seda que envuelve la caja lleva el siguiente saludo, que me traduce un amigo: «Sabemos que el presente bento es indigno de usted, pero sírvase aceptarlo por bondad.»
Este arte del embalaje, que igualmente poseen los chinos, se muestra en todos los bultos que llevan mis compañeros de vagón. El japonés no necesita comprar maletas. Cuando las usa, son de ligerísimo tejido de paja. Por regla general, se fabrica él mismo su equipaje con hojas de papel é hilos, siendo asombrosas la solidez y la gracia que sabe dar á sus envoltorios.
Ha cerrado la noche, borrándose los paisajes en los cristales de las ventanillas. Ahora son opacos y reflejan las luces interiores, así como nuestros rostros, algo caricaturescos por el incesante movimiento. Un amigo japonés, para distraerme, me va relatando las cinco grandes fiestas anuales del Japón, llamadas goséquis.
La primera es la del principio de año. Antes correspondía á nuestro primero de Febrero, pero el penúltimo emperador, deseoso de unificar la vida de su país con la del Occidente, decretó en 1873 que el año del Japón debía empezar con el nuestro.
Ahora solemnizan los japoneses el primero de Enero con visitas de felicitación y aguinaldos, que consisten especialmente en abanicos. Algunos tradicionalistas regalan, á estilo antiguo, un cucurucho de papel que contiene un pedazo de pescado seco. La segunda fiesta es la de las Muñecas, dedicada á las musmés. La tercera{247} la de las Banderas, y es la fiesta de los muchachos. La cuarta se llama de las Linternas y Lámparas, y tiene por escenario las hermosas noches del verano. La quinta es la de las Crisantemas, y en este día las familias deshojan dichas flores sobre las tazas de té ó las copas de saké.
Luego volvemos á hablar de los dos gloriosos Shogunes, y de cómo, después de muertos, el pueblo en masa contribuyó al embellecimiento de la Sagrada Montaña que guarda sus tumbas.
Un noble de aquella época tuvo una iniciativa, digna de este país que tanto ama los árboles y las flores. Dejó que los demás elevasen templos ó bordeasen las avenidas de la montaña con largas filas de linternas de piedra sobre pedestales, llamadas toros.
Otros admiradores de los dos Shogunes levantaron á la entrada de los caminos esas portadas japonesas, compuestas de dos enormes troncos cilíndricos que se remontan en suave disminución y sostienen un dintel de gruesos maderos, rematado horizontalmente por dos puntas ligeramente encorvadas como cuernos. (Tales arcos reciben el nombre de toris.)
El original donador, que era un daimio arruinado, ofreció plantar de criptomerios diez leguas del camino que conduce á Niko, y para que no le acusasen de tacaño, los plantó á corta distancia unos de otros. El criptomerio llega á adquirir gigantescas proporciones: es el cedro del Japón.
Los de Niko llevan ya trescientos años de crecimiento. Sus troncos se tocan, y este camino de 40 kilómetros entre dos vallas de árboles apretados resulta una de las maravillas más interesantes de la tierra.{248}
Niko en la noche.—El canto infinito de la Montaña Sagrada.—La temperatura inexplicable del Japón.—Nieve y plantas tropicales.—La desnudez japonesa.—Junto al brasero del anticuario.—El sereno de las castañuelas.—El amanecer en un hotel del interior del Japón.—El Puente Sagrado.—Cómo una enorme serpiente roja se doblegó en arco para servir á un santo.—Murmullos de agua y musgos invasores.—Los árboles casamenteros.
Llegamos á Niko en la espesa sombra de la noche, á merced de nuestros guías, sin saber adónde nos llevan.
Mucho antes vimos desde la ventanilla una muralla de ébano que iba extendiéndose ante el tren en sentido inverso para perderse en la obscuridad: el famoso camino de los criptomerios. Esta enorme cerca vegetal se interrumpe en las cercanías del pueblo; la han echado abajo para la edificación de nuevas casas.
Niko, cuyo nombre repiten todos en el Japón, es simplemente una aldea; menos que esto, una calle única; dos filas de casas á ambos lados del camino que conduce á la Montaña Sagrada. Estos edificios tienen sus puertas y ventanas enrojecidas por la luz cuando pasamos ante ellos sentados en veloces korumas. Son hospederías puramente japonesas para los peregrinos que llegan en la primavera y el estío; alojamientos donde los huéspedes comen sentados en el suelo y duermen sobre una esteri{249}lla con almohada de madera. En las otras casas hay tiendas de «recuerdos» para los visitantes, y como éstos no abundan en el invierno, sus dueños venden pieles de oso negro cazado en las montañas próximas.
Nos llevan al Hotel Kanaya, el alojamiento más importante, compuesto de numerosos edificios y un vasto jardín, especie de pueblo aparte dentro de Niko. Estos edificios son en su parte baja iguales á los grandes hoteles de Occidente. Su dueño actual, último representante de una dinastía de Kanayas que empezaron siendo guías de la Montaña Sagrada, muestra orgulloso un álbum con las firmas del heredero de la corona de Inglaterra y otros visitantes célebres del Japón que vinieron á alojarse en su establecimiento. Los pisos superiores tienen las comodidades europeas; pero una parte del mueblaje, la disposición de las habitaciones y su servidumbre puramente nipona hacen recordar al viajero que se halla en el centro de una isla del Extremo Oriente.
Acompañando á una señora vuelvo al pueblecito de Niko, para lo cual descendemos á pie la suave colina ocupada por el «Kanaya Hotel». Son las diez de la noche, ya están cerradas las tiendas, pero un guía nos habla de cierto almacén de antigüedades abierto hasta después de media noche para que los viajeros puedan dedicar en absoluto el día siguiente á la visita de los mausoleos. Marchamos por caminos desconocidos, en la penumbra azul de una noche suavemente iluminada por un cuarto de luna. Esta luz sólo se esparce por la parte alta del paisaje. Abajo se extienden murallas de compacta sombra, las arboledas centenarias de la Montaña Sagrada, que llegan hasta aquí.
Vemos entre las dos masas negras una especie de nube blanca é inmóvil. Es una cumbre nevada, que brilla como si fuese de plata en el misterio de la noche.{250} Sobre esta cúspide parpadean las estrellas. Canta el agua por todas partes. El recuerdo de Niko queda en la memoria acompañado de una orquesta rumorosa de arroyos temblones.
Avanzamos entre dos filas de árboles gigantescos, por la orilla de un río que salta sobre su cauce de piedras en continuas cascadas. Los fulgores perdidos de las estrellas hacen brillar estas caídas líquidas con azuladas fosforescencias. A las voces graves del agua glacial desplomándose en grandes masas vienen á unirse los gorgoritos femeninos de las fuentes salidas de las peñas y los vagidos infantiles de ocultos arroyuelos deslizándose bajo el musgo en delgadas láminas. La Montaña Sagrada guarda invisible entre los bosques de su cumbre un gran lago que deja caer sus excedentes hacia el valle. Este rezumamiento la cubre con regio manto vegetal y la arrulla al mismo tiempo con el poético murmullo del agua corriente.
Canta la Sagrada Montaña en el misterio de la noche, canta en la penumbra verdosa del día, cuando el sol apenas logra deslizar algunas flechas entre el follaje de sus cedros. Un coro de mil voces líquidas acompaña en sordina los gorjeos de los pájaros de sus espesuras.
La noche es fría, pero con un frío que puede llamarse japonés. No anonada, como el de otros países, ni impulsa á refugiarse bajo un techo. En plena noche hace sentir el deseo de caminar. Es un frío que excita la actividad y pica la epidermis con dulces cosquilleos. La temperatura del Japón resulta inexplicable para el recién llegado. El país está lejos del Trópico, en una latitud igual á la de muchas tierras que sufren rudos inviernos; hay nieve, se hiela el agua durante la noche, y sin embargo, el bambú alcanza proporciones enormes y crecen árboles y arbustos de los países cálidos.{251}
Los hombres muestran igual contradicción, entre su modo de vivir y los rigores de la temperatura que los rodea. El agricultor japonés va medio desnudo en invierno. Algunas veces trabaja en los campos ó tira de una carreta en los caminos, sin más vestidura que un sombrero y un vendaje que pasa bajo su vientre, como una concesión á la decencia, haciendo las veces de hoja de parra. Los niños, al ir á la escuela, sólo llevan un kimono delgadísimo de cretona negra á redondeles blancos. Las piernas desnudas que asoman por debajo de él son coriáceas y azuladas por el frío. Acostumbrado el japonés desde pequeño á la ablución glacial y la ropa ligera, apenas conoce el tormento de las temperaturas bajas. Todo su cuerpo, hasta en las partes más delicadas y secretas, tiene la misma curtimbre que la epidermis de nuestro rostro. En los japoneses que no han copiado aún el traje occidental, «todo es cara», desde la frente á las puntas de los pies.
Marchamos por este camino solitario, en las afueras de una población que no conocemos, y sólo de tarde en tarde se desliza junto á nosotros algún varón con kimono y peinado antiguo, que parece escapado de una vieja estampa japonesa. Y sin embargo, no sentimos inquietud. La Sagrada Montaña, con su arboleda rumorosa de tres siglos y su coro interminable de voces acuáticas, da una sensación de paz mística, de inocente seguridad. Parece imposible que pueda existir aquí la violencia.
Una fila de casitas de madera y lienzo empieza á extenderse ante el río. El guía llama á una de ellas, cuyas ventanas de papel transparentan la luz interior. Se corre el biombo de la puerta y subimos los peldaños que conducen á la plataforma, sobre la cual está asentado todo edificio japonés. Como este almacén recibe muchas visitas de occidentales, no hay que despojarse del calzado{252} al entrar en él. Su dueño ha tendido sobre la esterilla de paja tradicional que cubre la tablazón del suelo ricos tapices de la China y la India, para que no contaminen aquélla nuestros zapatos.
Permanecemos hasta media noche viendo las cosas preciosas que estos mercaderes corteses, bien hablados y abundosos en saludos, sacan de grandes cofres que esparcen un viejo olor de sándalo. Sobre los muebles se forman pilas de kimonos con todos los colores del iris, bordados de animales y flores fantásticas. Unas linternas de papel iluminan con suave luz las diversas habitaciones de esta tienda. La calma de la noche con su rumoroso cortejo de cascadas y arroyos penetra en el cerrado edificio á través de las paredes. El suelo de madera tiembla y se queja bajo nuestros pasos.
—Aún tengo algo mejor—dice el dueño en inglés, haciendo nuevas reverencias.
Y extrae de cualquier rincón una vestidura maravillosa, mostrándola con sonrisa tentadora á la dama que ha llegado en plena noche para comprar.
Como yo no he de adquirir ninguna de estas prendas femeninas, la dueña del establecimiento cuida de mí, con el extremado interés de la cortesía japonesa.
Me ha hecho sentar sobre dos cojines en la esterilla doméstica, junto á un brasero de bronce sostenido por tres dragones, cuyas brasas esparcen dulce calor. Habla continuamente, mostrando su dentadura chapada de oro. No entiendo sus palabras, pero adivino por su gesto que son hiperbólicas expresiones de modestia y gratitud porque me digno honrar su vivienda con mi visita; las mismas que dice á todos los occidentales, con una sinceridad y una sonrisa que obligan á creer en ellas.
Transcurre el tiempo, y como la burguesa nipona ya{253} no sabe qué decir, vuelve á llenar una pequeña pipa, cuyo contenido consume en pocas chupadas, y repite varias veces la operación, dando golpes en el borde del brasero para expeler las cenizas.
Un choque incesante de tabletas de madera se une á los rumores de la noche. Viene de lejos; pasa junto á la casa, por el otro lado de los tabiques de lienzo, madera y papel; se va perdiendo al sumirse en la lejanía nocturna. La tendera adivina mi curiosidad con sus ojillos ágiles y pide al guía que traduzca sus explicaciones. Es un vigilante nocturno el que acaba de pasar. En el Japón Central, lejos de las ciudades modernizadas de la costa, las gentes conservan aún muchas costumbres antiguas, y una de ellas es que el sereno anuncie su paso chocando dos tabletas que lleva en su diestra, á guisa de castañuelas. Así hace saber su presencia á los vecinos que aún están despiertos, pero avisa igualmente á los malhechores para que escapen.
A la mañana siguiente veo cómo la puerta de mi habitación, que he cerrado por dentro antes de acostarme, se va abriendo con suave facilidad. Una criadita nipona, que por su estatura parece de ocho años y tiene cara y gestos de mujer, entra con trotecito ratonil.
—¡O hayo!—dice la muñeca, sonriendo al notar mi confusión de durmiente bruscamente despertado.
Luego descorre los cortinajes enormes que cubren dos muros enteros de mi cuarto, y me doy cuenta de que éste es en realidad una especie de mirador ó galería encristalada. Sólo unos visillos en la parte baja de los vidrios impiden que me vean los huéspedes de las otras habitaciones. Por la parte superior alcanzan los ojos gran parte de los tejados del hotel y las frondosas copas de los criptomerios que lo rodean.
Lo primero que entra por los vidrios empañados es{254} el canto general del agua. Ha llovido durante la noche. Los techos brillan como si fuesen de laca, las hojas de los árboles sacuden sus últimas gotas.
En los hoteles japoneses, si no se da orden en contrario, las ágiles y sonrientes criaditas se presentan poco después de amanecer para servir una taza de té al viajero todavía en la cama. Veo entrar pasados algunos minutos á un mozo con un cubo de carbón y gruesos guantes de lana blanca, que carga la chimenea y le prende fuego, servicio oportuno, pues las dos vidrieras enormes, al mismo tiempo que me permiten ver el paisaje desde el lecho, dejan penetrar el frío agudo del alba. Ha empezado ya el movimiento en el hotel. Las japonesitas entran y salen para efectuar la limpieza de la habitación, repitiendo cada una al presentarse el mismo saludo sonriente: «¡O hayo!» (¡Buenos días!).
Ninguna de ellas se asusta de que el huésped baje de la cama ligero de ropas y proceda en su presencia á los actos de la higiene matinal. El pudor de la japonesa no ve en esto nada extraordinario.
Poco tiempo después emprendo mi peregrinación á la Montaña Sagrada.
Un río, el mismo que seguí anoche sin verlo, separa á ésta del pueblo de Niko. En la penumbra azul de las primeras horas diurnas suenan ahora las voces de sus frías cascadas más alegremente y con menos misterio, elevándose sobre cada una de ellas columnas de vapor blanco.
Dos puentes arqueados se tienden de orilla á orilla. El mayor es de piedra, y fué construído para que las muchedumbres devotas pudiesen llegar á la Santa Montaña en sus peregrinaciones. El otro es el Puente Sagrado, y sólo lo pisa el emperador. Tiene adornos de bronce color de oro y el rojo brillante de su laca parece absorber la luz.{255}
Hace muchos siglos, cuando la Santa Montaña era un lugar abrupto donde vivían dedicados á la meditación numerosos ascetas, llegó á orillas de este río un sacerdote budista de grandes virtudes, ansioso de quedarse para siempre en tal desierto. El río le cortó el paso, y al lamentar á gritos la presencia de este obstáculo que no le permitía recogerse en el santo lugar, surgió de la arboleda inmediata una enorme serpiente roja, y tendiéndose entre las dos orillas se arqueó en la misma forma de los puentes japoneses para que el sagrado personaje pasase sobre su lomo. Al pisar la ribera opuesta volvió el bonzo sus ojos para dar gracias al monstruo benéfico, pero éste acababa de disolverse hecho humo.
En memoria de tal prodigio construyeron los emperadores el Puente Sagrado, cuyo color y arqueamiento recuerdan á la serpiente roja. Por aquí pasaban los antiguos Mikados en sus procesiones á la Montaña Sagrada, precedidos de una escolta de guerreros de dos sables, que hacían volar las cabezas de los imprudentes cuando no se echaban de bruces en el suelo y pretendían ver al nieto de los dioses.
Me entretengo en examinar el puente, laqueado y dorado como un mueble japonés. Dos fuertes estribos de granito surgiendo de las entrañas espumosas del río afirman la estabilidad de este viaducto elegante, tan frágil en apariencia que parece va á mecerlo el viento como una hamaca de curva invertida.
Se acerca á mí un fotógrafo que va con kimono negro y ha abrigado su máquina, de una lluvia finísima, bajo enorme paraguas de papel. Pasa el día junto al puente rojo retratando á los compatriotas que llegan de todo el archipiélago para conocer la Montaña Sagrada. «Quien no ha visto Niko—dice un refrán japonés—, que no use la palabra «maravilla».{256}
Varios niños con kimono á redondeles y las piernas lívidas de frío pasan hacia una escuela inmediata. Al ver que el fotógrafo se dispone á trabajar, hacen alto, me sonríen con sus caras de luna llena, contraen los ojitos oblicuos, hasta no ser éstos mas que delgadas rayas, y se van aproximando poco á poco, humildes y suplicantes. Desean retratarse conmigo. Nunca verán la fotografía, pero les parece algo extraordinario, que los coloca por encima de todos sus camaradas, alinearse ante un aparato fotográfico al lado de un occidental.
Mientras los más tímidos miran á distancia, tres de ellos se colocan á mi lado, esperando con una tiesura militar el término de la importante operación.
Más allá del puente de los peregrinos empieza á desarrollarse la incomparable majestad vegetal de la Montaña Sagrada. Los árboles se apoyan unos en otros, como si fuesen arbustos, escalando la atmósfera tumultuosamente para buscar el aire libre y la luz.
No sé cómo será en verano este paisaje santo, cuando llegan las grandes peregrinaciones y se desarrolla una larguísima procesión en honor de los Shogunes. Durante los meses del invierno, el sol únicamente consigue tocar el suelo de las avenidas más amplias. En el resto de la Selva Sagrada se pierden sus rayos entre el ramaje eternamente fresco de una arboleda que cuenta varios siglos, mucho más vieja que los criptomerios tricentenarios del camino que conduce á Niko.
Se avanza por las sendas laterales bajo una luz verdosa igual á la de los fondos submarinos. Las ramas forman cúpula, y solamente en algunos espacios más abiertos se puede ver el cielo como si se contemplase desde el fondo de un pozo.
Los cedros japoneses, altos y rectilíneos, parecen obeliscos. Son iguales á las columnas de las portadas sacras{257} llamadas toris. Al avanzar por las suaves pendientes se van columbrando los esplendores que la religiosidad acumuló en este lugar. Asoma entre el ramaje la punta de una torre formada por varias pequeñas pagodas superpuestas; más allá un grupo de linternas de granito cubiertas de musgo ó una imagen solitaria de Buda con una aureola á su espalda en forma de almendra, que parece el respaldo de un sillón.
En esta selva siempre húmeda, las dos notas repetidas incesantemente son el canto del agua y el verde aterciopelamiento del musgo que cubre las piedras, los troncos de los árboles, las bases graníticas de las pagodas, los patios enlosados, los pavimentos de los caminos, los peldaños de las escalinatas. Este paño vegetal, tejido por el tiempo y la humedad, lo invade todo sin obstáculos. Los bonzos guardadores de la Montaña Sagrada lo respetan como si fuese algo litúrgico, y ayudan á su conservación, limpiándolo de insectos, rastrillándolo, como un jardinero inglés puede cuidar el césped de su parque.
Antes de llegar al mausoleo en memoria de Yeyasu, compuesto de diversos templos escalonados en mesetas, hay algunos santuarios que son como avanzadas de las construcciones ocultas más arriba, entre los cedros. Estos primeros templos serían admirables en otro lugar; aquí resultan secundarios y pobres. Oímos los cánticos y los repiques de timbal de los bonzos que oran en su interior; pero, siguiendo los consejos del guía, continuamos adelante.
Al lado del camino hay pinos y cedros enanos, que dan sombra á pequeñas imágenes de Buda ó de la diosa de la Misericordia, la Kuanon japonesa, que equivale á la Avaló-Kistesvara de los indostánicos.
Estos pequeños arbustos tienen en sus ramas unos{258} papelitos de arroz, hábilmente plegado, como las papillotas con que en otros tiempos preparaban las mujeres los rizos de su peinado. Todos ellos contienen peticiones á la divinidad. Mis acompañantes afirman que los más son de muchachas que escriben en ellos su nombre y su dirección, pidiendo á los dioses un buen marido.
De este modo, los tímidos ó los que no tienen padres que les busquen esposa pueden saber quiénes son las musmés que ansían casarse, y el arbusto sagrado sirve de agente matrimonial.{259}
El mausoleo del Shogun Yeyasu.—La Puerta del Día.—Los gestos de los Tres Monos.—Oro, oro, siempre oro.—Los dos sargentos japoneses.—El templo carcomido y sus bonzos pobres.—Ceremonia sintoísta en la soledad de la selva.—La sacerdotisa de sotana roja baila «El camino de los Dioses».—Me pierdo en las espesuras de la Santa Montaña.—«¡Arigató!»—Lucha de cortesías con un japonés.
Dos divinidades horribles, iguales á las de Kamakura, guardan la portada del mausoleo de Yeyasu; dos figurones, uno rojo y otro azul, con rostros aterrorizantes, que son los dioses del Viento y del Trueno. Pero aquí la puerta llamada de los Elementos no se abre en el vacío. Da entrada á un recinto cercado de santuarios, con filas de toros, que ya no son de granito, sino de bronce, prodigiosamente cincelados y vaciados.
Necesito hacer una advertencia para que el lector se imagine más ó menos aproximadamente este famoso monumento japonés. Sus templos no son de gran altura. En todo el Extremo Oriente, los edificios religiosos, así como los palacios, constan de un solo piso. Ninguno alcanza la altitud de las construcciones de Europa, hechas de piedra, y menos de las audaces torres de acero y cemento de la arquitectura norteamericana. Los materiales de construcción empleados en estas pagodas fueron el{260} granito como simple basamento, que apenas se eleva medio metro sobre el suelo, y después la madera. Hasta las columnas policromas son en su interior troncos de árbol perfectamente redondos. Pero la madera está trabajada hasta parecer una celosía ligerísima, casi un encaje, ó tiene cubierta la superficie de sus planos con lacas multicolores y mucho oro.
El aspecto de los templos de la Montaña Sagrada puede ser condensado en una breve enumeración descriptiva: columnas y muros de laca roja obscura, un rojo de sangre cuajada; figuras policromas, verdes, azules, rosadas, y sobre todo esto, oro, oro, oro, oro... Cuantas gradaciones de color puede tener el precioso metal se hallan aquí, en los templos elevados por el entusiasmo y la gratitud de todo un pueblo. Hay oros verdes, rojos, limón, rosa y bronce, pero con una densidad y una fijeza que desafía el roimiento de los años.
El budismo y el sintoísmo, confundidos en la Sagrada Montaña, dejan perplejo al visitante sobre el carácter de cada templo. En ninguno de ellos hay imágenes corpóreas. Los muros, todos de oro, tienen flores ó animales fantásticos, graciosamente contorneados sobre este fondo brillante por un pincel ligero, mojado en bermellón, violeta ó azul.
En todas las pagodas nos salen al paso bonzos vestidos de verde y de blanco para ofrecernos papeles de arroz con imágenes é inscripciones ininteligibles. Veo junto á las puertas de los templos grandes vasijas de bronce llenas de agua. Sirven para las necesidades del culto y para los incendios. En Niko, el agua de estos vasos enormes y cincelados tiene en esta mañana fría una gruesa lámina de hielo, que se ha desprendido de la pared metálica, y flota, guardando la forma redonda del recipiente.{261}
Ascendemos por una escalinata de granito á la segunda meseta. Se entra en ella á través de la llamada Puerta del Día, obra famosa en todo el Japón, que puede considerarse como lo mejor de la Montaña Sagrada.
Según las tradiciones, seiscientos escultores trabajaron en ella durante diez y seis años. No asombra por su grandeza; lo extraordinario es la abundancia y prolijidad de sus detalles escultóricos. Un mundo de pequeñas figuras, agrupadas en múltiples escenas, cubre pilastras, capiteles y cornisas, siendo todas ellas policromas, y conservando una frescura luminosa, como si las hubiesen pintado días antes.
Detrás de la Puerta del Día se encuentran los templos más renombrados. El de los Monos es célebre por tres animales de esta especie que figuran en su frontón. Uno se tapa los oídos, otro los ojos, y el tercero hace un ademán de silencio, indicando con tales posturas que no debemos escuchar, ver ni hablar cosas que propaguen el mal. Un templo inmediato, el de los Elefantes, está adornado con imágenes de estos animales, y los hay también que glorifican á otras bestias. Todo en ellos es de colores brillantes, frescos, con el charolado luminoso de la laca. Tienen estas construcciones algo de pueril, de fiesta de muñecas; parecen en el primer momento frívolos y frágiles, pero seducen luego con la atracción exótica é irresistible que ejerce el arte japonés.
Estas mesetas bordeadas de templos son tan extensas que sólo se hallan pavimentadas en su parte central con baldosas de granito, quedando el resto bajo una capa de piedras sueltas. En los bordes de dichos caminos se alinean los toros de roca ó de bronce, unas veces en fila simple, otras en hilera doble.
Todavía se sube por escalinatas de piedra á una tercera y una cuarta explanada, igualmente cubiertas de{262} templos, y en el fondo de la última se alza la más grande de las pagodas, el «Esplendor de Oriente», sin ninguna imagen divina. Sólo tiene una mesa para las ofrendas á los Antepasados, pero toda ella es de oro... ¡Siempre el oro!
Una estrecha escalera de granito se aparta de estos recintos suntuosos para remontarse á través de la vegetación. En la cumbre, al final de ella, hay otro templo, y detrás un corte vertical de la roca con una puerta de bronce que no se abre nunca. Al otro lado de esta lámina metálica es donde reposa simplemente dentro de una caverna el hombre amarillo en cuyo honor se han acumulado abajo tantas magnificencias.
Paralelo á este mausoleo existe en la misma ladera de la montaña una segunda aglomeración de templos en honor de Yemitsu. Son no menos brillantes y bien conservados que los del primer Shogun, pero la tumba de éste atrae con preferencia á los visitantes.
Fatigados del esplendor de tanto oro, de la artística fragilidad de unas paredes tan primorosamente talladas que parece van á temblar al menor soplo del viento cual si fuesen de telarañas, sentimos un vivo deseo de perdernos en las revueltas de la selva. Seguimos una avenida solitaria, en la que trabajan algunos barrenderos vestidos de kimono. Todos mueven á un tiempo, con militar precisión, sus escobas de ramaje, amontonando las hojas secas. El sol está muy alto, y únicamente á esta hora casi meridiana consigue pasar como una lluvia finísima entre el follaje de los criptomerios seculares.
En esta avenida, otro fotógrafo, vestido igualmente de kimono y con un paraguas de papel sobre su máquina, se prepara á retratar á dos sargentos. Son unos mocetones vigorosos, de estatura mediocre en otros países, mas aquí extraordinariamente aventajada dentro de un{263} ejército de soldados bravos pero chiquitines. Al ver que nos fijamos en sus personas, sonríen cortésmente, y no pudiendo ofrecernos otra cosa, nos invitan á que nos retratemos con ellos.
El fotógrafo se ve obligado á exigirles que se pongan serios. Ríen como niños, pareciéndoles aventura muy graciosa fotografiarse con una señora rubia y dos hombres blancos. Han venido sin duda de alguna guarnición lejana, aprovechando una licencia, para conocer las maravillas de Niko. Cuando abandonen el ejército y vuelvan á sus campos se acordarán siempre de esta peregrinación y de los tres occidentales sin nombre que conocieron unos minutos nada más y han quedado para siempre con ellos en la misma fotografía.
Repetidas veces volvemos á encontrarlos en el curso de la mañana al pasear por la selva. Como existe entre nosotros el obstáculo del idioma, se limitan á enseñarnos los dientes, con pequeños rugidos de amistad, y siguen adelante.
Observo lo que hacen estos modestos representantes del Japón moderno, que copió del mundo occidental todas las perfecciones tácticas y mecánicas para hacer la guerra y difundir la muerte. Van de una pagoda á otra, con el deseo de no marcharse sin haberlas visitado todas. Quedan erguidos un momento al pie de cada escalinata; se llevan una mano á la visera de su gorra; luego se quitan los pesados zapatos de ordenanza y penetran respetuosamente en el templo, no sin haber tirado antes la cuerda del pequeño esquilón que hay en la portada para avisar á los dioses su visita. Si no encuentran campana, dan dos palmadas y entran, para volver á salir momentos después.
Yo creo que no se enteran de si el santuario es budista ó sintoísta. Para ellos resulta lo mismo. Si en la{264} Sagrada Montaña hubiese capillas cristianas, las visitarían seguramente con la misma tranquilidad respetuosa. Les basta que cada edificio sea un lugar frecuentado por las gentes desde hace siglos y permitido por el Mikado. No necesitan más para adorar al habitante invisible de la santa construcción.
Mis compañeros regresan al hotel y yo marcho solo por los caminos verdes y rumorosos. El sol dora sus cimas, mientras abajo persiste la luz vagorosa y suave, de profundidad acuática. Siguiendo las inquietas siluetas de dos venados juguetones salidos de la espesura, que trotan sin miedo cerca de mí, acostumbrados al respeto de los transeuntes, desemboco de pronto en una explanada silenciosa.
Debe ser uno de los lugares menos frecuentados de la selva. Estoy, sin embargo, cerca de la gran avenida que conduce al mausoleo de Yeyasu. Sobre las copas de los árboles veo asomar la flecha terminal de una torre que un rico samurai elevó en honor del gran Shogun. Más bien que torre, es una superposición de cinco pagodas de laca roja, montadas una sobre otra y cada vez más pequeñas. Sus aleros salientes, encorvados en las puntas, forman una escalinata aérea.
En esta explanada de poco tránsito veo un templo enorme de madera, mal cuidado, que me atrae con la seducción de las cosas viejas, cuya decrepitud revela un pasado glorioso. Aquí los oros y las lacas ya no brillan. En algunas columnas la costra coloreada y luminosa se ha desprendido, viéndose la rugosidad obscura de su madera interior.
Junto al templo hay una barraca que sirve de boncería. Unos sacerdotes jóvenes, con perfil agudo de fanático, se meten en la casa, sorprendidos y molestados por la inesperada presencia de un occidental.{265}
Adivino que estoy ante un verdadero templo de la Sagrada Montaña, al margen de la gran corriente de viajeros que la visita. Estos bonzos tienen un aspecto menos cortés y sonriente que los otros instalados en los santuarios del doble mausoleo de los Shogunes. Parecen muy pobres y ásperamente altivos. Deben odiar al extranjero, y no tenderán la mano, como los sacerdotes de arriba, para mostrar su pagoda.
Se abren las hojas de papel de una ventana y veo un rostro femenino: una mujer carillena, con grietas concéntricas en torno á los ojos y la boca. Pero estos ojos, grandes, expresivos, casi horizontales, no parecen de japonesa. Su rostro me hace pensar en una manzana inverniza, gorda, obscurecida por el tiempo y de piel arrugada. Como es hembra sonríe, hasta para expresar sorpresa ó molestia. Lleva los dientes cubiertos de oro, pero sin duda masca betel, y éste ha obscurecido el metal, dándole la opacidad del cobre.
Me paseo en la explanada, fingiendo interés por los árboles que la bordean. Subo la escalinata del templo, pero no me atrevo á pisar su último peldaño, en el que se apoyan los troncos-columnas sostenedores de la techumbre. Todo su interior queda visible. Sólo hay en él algunos biombos blancos con inscripciones niponas y una mesa dorada en el centro, que guarda ciertos objetos dedicados indudablemente al culto.
Vuelvo á descender y continúo mis lentos paseos. Me avisa un instinto obscuro que debo permanecer aquí, en espera de algo extraordinario. Adivino entre las hojas entornadas de las ventanas de papel ojos que me espían con la esperanza de verme lejos. Transcurre el tiempo, y al fin aparece en el interior del santuario una especie de insecto enorme, blanco de cuerpo, las alas verdes y la cabeza negra. Es un bonzo, que acaba de llegar por{266} una galería cubierta que une la casa de los sacerdotes con el templo.
Va de un lado á otro, como un sacristán que prepara lo necesario para una ceremonia litúrgica. Luego resuena un golpe metálico de gong. Es la campana anunciando los oficios á una concurrencia de fieles que no ha de llegar nunca; pero el llamamiento se repite todos los días por exigencia ritual, excitando el canto de los pájaros en la arboleda inmediata, atrayendo la inocente curiosidad de los ciervos de la selva.
Adivino la indignación que provoca mi persona. Me han visto llegar en el momento preciso de su ceremonia. Tal vez la han retrasado para librarse de mi odiosa presencia. Convencidos de mi tenacidad toman la resolución de ignorarme, y á partir de tal momento me reconozco inferior á ellos. No existo. Estos sacerdotes repiten sus palabras y ademanes de todos los días convencidos de que solamente tienen á sus espaldas la arboleda, con sus enjambres de pájaros y sus cuadrúpedos dulces.
Se repite el golpe de gong. Dos bonzos entran en la pagoda, abierta por ambos frentes, y á través de cuyas columnas pasa la brisa de la selva esparciendo rumores de actividad alada y perfumes vegetales.
Llevan una vestidura blanca, semejante al alba de los sacerdotes católicos; encima una dalmática verde de mangas cuadradas, y en la cabeza un gorrito negro de dos puntas, en forma de tejadillo, con una borla en su frente, igual al antiguo gorro de cuartel de los militares. Se sientan en el suelo, con las piernas cruzadas, á un lado de la mesa que hace veces de altar.
Aprovechando el ambiente de indiferencia que me envuelve, empiezo á subir con paso lento y manso la sagrada escalinata, pero de pronto experimento una gran sorpresa. La mujer que me miró por la ventana entra{267} en el templo, vestida de un modo extraordinario, como sacerdotisa que va á tomar parte en la ceremonia. Lleva una sotana roja, idéntica á la de los monaguillos en nuestras catedrales, y encima un roquete blanco y rizado, que también recuerda el de los pequeños servidores del culto católico. Lo exótico de su indumentaria está en la cabeza. Sobre su brillante peinado japonés, esta cincuentona sacerdotal ostenta un lazo enorme, como el que usan las alsacianas, pero enteramente blanco. Además lleva al hombro un bastón del que penden numerosas tiras de papel: algo semejante á los espantamoscas de fabricación casera.
La ingrata no me mira, no sonríe, me ignora completamente, como los hostiles sacerdotes. Se sienta en el suelo frente á la mesa, de espaldas á mí, que me he inmovilizado en el penúltimo escalón. Al borde del siguiente empieza la esterilla fina del templo, que sólo puede pisarse con los pies descalzos, como los llevan los dos oficiantes y la mujer de la sotana roja.
El más viejo de los bonzos usa anteojos enormes, es de nariz aguileña, y tiene cierta semejanza con muchos sacerdotes europeos. Posee la misma expresión de fe religiosa, áspera é intransigente, idéntica delgadez ascética, de mejillas hundidas y afilada nariz, que se observan en los retratos de algunos monjes célebres. Sostiene con su diestra una paleta de madera algo encorvada, que por su forma y su tamaño parece un calzador para hombres de triple tamaño natural. Debe ser la insignia litúrgica del primer oficiante. El segundo sacerdote, mucho más joven, romo y con pómulos salientes, recita una oración larguísima.
De pronto la interrumpe para incorporarse sobre las plantas de sus pies. Luego marcha en cuclillas, casi arrastrando sus posaderas por el suelo, y desaparece{268} detrás de un biombo. Inmediatamente torna á presentarse llevando una especie de frutero dorado, que coloca en la mesa. Vuelve á su recitación y á marchar del mismo modo, rasando el suelo, y trae un segundo plato en forma de copa, para dejarlo sobre el altar. Por tres veces realiza dicho viaje, depositando sus ofrendas en honor de los Antepasados.
Me doy cuenta de que estoy presenciando una ceremonia del culto sintoísta en toda su pureza, como no puede verse en ninguna ciudad, sin público alguno, dirigiéndose los sacerdotes á las sombras augustas de los dos Shogunes en honor de los cuales se elevó este templo hace siglos. Los tres platos-copas deben contener arroz, saké y tal vez perfumes.
Cuando termina el ofertorio, el sacerdote principal guarda su paleta en la faja y saca de ésta una especie de abanico de madera, que es en realidad una sucesión de tabletas unidas por hilos, como una pequeña persiana. Las láminas de sándalo están escritas, y el sacerdote empieza á leer en voz alta el libro sagrado. Al terminar su lectura se abre un larguísimo silencio, en el que suenan más fuertes los chillidos de los pájaros. Se persiguen por el interior del templo ó revolotean bajo sus aleros, familiarizados con una ceremonia que se repite todos los días.
Tuerzo un momento la cabeza, adivinando una presencia extraordinaria abajo, en la explanada. Son los dos ciervos, que han vuelto, y aprovechando la quietud de este terreno despejado, se persiguen juguetones, y alzándose sobre las patas traseras, restriegan sus cornudas frentes.
La sacerdotisa se ha mantenido inmóvil durante el largo ofertorio. Me hace recordar á Parsifal, el héroe de Wágner, cuando permanece más de medio acto de es{269}paldas al público, presenciando la lenta ceremonia del Santo Graal. Calla el sacerdote orante, se guarda en la faja el libro-persiana, y suena á continuación un sordo y lejanísimo trueno.
Ha empezado el otro bonzo á golpear con ambas manos un timbal que yo no había visto. Presiento que va á desarrollarse lo mejor de la ceremonia. La sacerdotisa de la sotana roja se levanta del suelo, lentamente, con un movimiento ondulatorio, lo mismo que las cobras surgen del enrollamiento de su cuerpo, balanceando la cabeza al compás de la flauta del encantador. Ya está de pie y empieza á dar vueltas por la pagoda, siguiendo el ritmo del monótono tamborileo.
Horas antes he visto arriba, en uno de los templos del Shogun, las danzarinas sagradas, que esperan la ofrenda del viajero para bailar de un modo automático. Ésta no pide nada, no espera nada. Ni siquiera tiene un público, pues yo soy el único que la contempla y ella no quiere verme. Ha sacado de entre los pliegues de su roquete blanco un abanico de igual color, y lo mueve cadenciosamente mientras marcha á un lado y á otro, con el rostro grave, los ojos en éxtasis, y estremecidos sus pies de ligereza infantil.
Esta danza en honor de los Antepasados debe guardar una significación simbólica que yo no comprendo. Luego creo adivinarla al oir cómo acelera sus redobles el timbal, imitando el trote de un caballo, la marcha ordenada de una hueste, algo que significa camino y viaje. Al mismo tiempo, la boncesa se pone en un hombro el palo de las cintas blancas, como si fuese un bastón de viajero, y mueve el brazo izquierdo, acompañando sus pasos largos, lo mismo que si emprendiese un avance de horas, de años, de siglos. Esta danza debe expresar «El camino de los Dioses», base de la religión sintoísta,{270} el sendero más allá de la tumba que sigue todo japonés para encontrar á su término una vida nueva de personaje divino.
Acelera sus ritmos el timbal de un modo vertiginoso, y la danzarina ya no marcha cadenciosamente: corre, da saltos, se enardece con su propio movimiento. El vértigo va apoderándose de ella, hasta que al fin se desploma como un insecto rojo, abriendo sobre el suelo las alas blancas de sus brazos. Tendida de bruces, se nota el jadear de su costillaje dorsal, se adivina la respiración de su rostro invisible. El sacerdote se levanta, ella hace lo mismo, repentinamente serenada, y los tres salen en fila del templo, por el pasillo que conduce á la boncería.
Quedo solo y avergonzado por esta indiferencia hostil. Ni la más leve mirada de los seis ojos oblicuos antes de alejarse. Hasta los dos venados han huído de la plazoleta. Creo llegado el momento de desaparecer á mi vez, y me alejo del carcomido templo sin saber adónde voy, siguiendo al azar todo camino que se abre ante mis pasos.
Al poco tiempo me doy cuenta de que me he extraviado en la Selva Sagrada, y no podré salir de ella sin ayuda.
Encuentro pequeños santuarios, cerrados y silenciosos, que no había visto antes. Todos los caminos parecen iguales. Sólo se diferencian por la estabilidad de su suelo. Las avenidas anchas, á cuyo fondo desciende el sol, son de una tierra ligeramente húmeda, en la que se puede marchar fácilmente. Los senderos estrechos están empapados aún por la lluvia de la noche anterior, y la tierra pegajosa forma en torno de los pies bolas enormes de barro, patas grises de elefante.
Convencido de que cada vez me extraviaré más si continúo andando, espero junto á un Buda de piedra{271} roída, nimbo ojival y zócalo de musgo, el tránsito de algún japonés que se apiade de mí. En lo alto de las murallas verdes, los rayos del sol indican que ya ha pasado el mediodía. Pienso con envidia en mis amigos, que estarán almorzando á esta hora.
Se presenta el hombre providencial: un japonés vestido á la antigua, con kimono obscuro á redondeles blancos y zuecos en forma de banquitos.
—¿Kanaya Hotel?—pregunto con telegráfica concisión para que me entienda.
Él sonríe, y con una mímica precisa me va indicando la marcha que debo seguir: primeramente un sendero á mi izquierda, luego otro á la derecha, hasta que llegue al río.
Siento necesidad de expresarle mi agradecimiento en una forma extraordinaria, la mejor que pueda encontrar. El desprecio con que me trataron los bonzos me ha hecho humilde, con un encogimiento cortés de asiático. Apoyo las manos en mis rodillas, luego me inclino como si fuera á echarme de cabeza en el suelo, y digo por dos veces:
—¡Arigató! ¡arigató!...
Es una de las palabritas que aprendí en el buque: «¡Muchas gracias!», en japonés.
Mi salvador, sorprendido y agradablemente impresionado al oirme hablar en su idioma, lanza una risotada que en Europa resultaría ofensiva. Pero el japonés ríe siempre; considera el gesto triste, cuando se dirige á un extranjero, como algo incompatible con la buena crianza. La risa acompaña sus más diversas y contradictorias manifestaciones. Es igual al silbido del norteamericano, que le sirve indistintamente para expresar su entusiasmo ó su protesta. Yo he visto japoneses reir mientras me explicaban los horrores del terremoto en Yokohama y{272} Tokío. Pero su risa era una cortesía, y á través de ella se dejaba adivinar la emoción profunda del narrador.
Ríe este transeunte de satisfacción, halagado en su vanidad patriótica, porque cree encontrar un occidental que conoce su lengua. Empieza á hablarme, mientras hace profundas reverencias, con la certeza de que puedo entender su facundia creciente. Yo no hago otra cosa que repetir mis doblegamientos á la japonesa y mi única palabra de gratitud. Calla al fin, convencido de mi ignorancia, mas no por esto cesan sus cortesías.
Uno de los dos se cansa antes que el otro de encorvar su espinazo... Al fin, me veo siguiendo la dirección indicada por él. Vuelvo mis ojos para contemplar por última vez á este hombre de risa franca y alegría infantil que me ha socorrido cortésmente, cuyo nombre ignoro, y al que no volveré á ver nunca en mi existencia.
Está inmóvil en medio del sendero, y al notar que le miro, se inclina otra vez, reanudando sus ceremoniosos saludos. Yo hago lo mismo... Y todavía cruzamos una media docena de reverencias, queriendo cada cual ser el último.
No se me ocurre sonreir, ni aun en el momento presente, al recordar tal escena. Las cosas de nuestra vida son grotescas ó no lo son, según su ambiente.
Todas estas manifestaciones, de una buena crianza refinada hasta el exceso, se desarrollaron en el corazón de la gran isla japonesa, en la famosa Montaña Sagrada, en Niko la de las maravillas, teniendo por únicos testigos árboles de trescientos años, oyendo cantar las mil voces del agua sobre una tierra cubierta de pagodas y de musgos.{273}
El camino de los criptomerios.—Una maravilla que va á desaparecer.—Historia heroica de los cuarenta y siete samurais.—Zapatillas gratuitas en el tren.—Las pagodas de Kioto.—Cuatro cables de pelos de mujer.—Las ceremonias del culto budista y su rara semejanza con las del culto católico.—El tradicionalismo de Kioto.—Un perro xenófobo.—Las calles del alegre Yosywara.—Los teatros.—Actrices-hombres.—Mi encuentro ante un cinematógrafo.
Salimos de Niko por el camino de los criptomerios, yendo á tomar el tren en una estación situada á diez kilómetros. No queremos marcharnos de este país sagrado sin recorrer la cuarta parte de un camino que no tiene semejante en el resto de la tierra.
Para prolongar el espectáculo prescindimos del automóvil que nos ofrecen en el hotel y vamos en koruma. Los conductores están descansados y se han puesto ligeros de ropa para tirar mejor, conservando únicamente la chaqueta azul de mangas perdidas y el vendaje entre las piernas, desnudas y musculosas.
Corremos por un camino hondo, entre dos filas de obscuros obeliscos vegetales, que casi se tocan. Un tránsito de tres siglos ha ido profundizándolo, y por encima de nuestras cabezas vemos las tortuosas raíces de los cedros gigantescos. El verdadero tronco empieza más arriba. A pesar de sus proporciones extraordinarias,{274} estos árboles venerables tiemblan con el más leve estremecimiento atmosférico. Tienen la inseguridad de los dientes viejos en torno á cuyas raíces se ha ido descarnando la encía.
Muchos cayeron, y hay en la doble hilera grandes claros, viéndose á través de tales ventanas la campiña dorada por el sol de la tarde. Otros están aún de cuerpo presente, y hay que pasar por debajo de ellos, á causa de hallarse tendidos como una pasarela entre los dos ribazos. Nos dicen que los derribó hace poco uno de los tifones ó tornados que devastan todos los años el archipiélago japonés.
De tarde en tarde se interrumpe el desfile de colosos vegetales, y salimos de la penumbra vespertina que reina entre ellos. En estos espacios libres hay aldeas con acequias surcadas por escuadrillas de patos, vetustos santuarios de piedra rematados por tejadillos que tienen sus angulosidades en forma de cuerno, cementerios cuyas estelas copian la forma de los hongos.
Una sensación de inseguridad y peligro nos acompaña mientras avanzamos entre los cedros tricentenarios y sus raíces casi descuajadas. Es una inquietud igual á la del visitante de un viejo palacio con muros rajados, cuyos pisos tiemblan y se encorvan bajo los pasos. No obstante tal molestia, el espectáculo majestuoso que ofrece esta arboleda secular de cuarenta kilómetros, escalando las colinas y descendiendo á los valles hasta perderse en el infinito, es algo extraordinario que puede llamarse «único».
Se entristece el viajero al pensar que todo esto desaparecerá dentro de algunos años. Los cedros caen, sin que nadie los reemplace. La enorme línea de criptomerios ya está desportillada, con numerosos vacíos, como una dentadura vieja. Viendo los grupos de niños japo{275}neses que se muestran en lo alto de los ribazos y agitan una banderita de su nación, gritándonos «¡Banzai!», pienso que cuando lleguen á mi edad ya no existirá esta doble muralla vegetal, que es una de las maravillas de la tierra. Yo no lo veré más, pero he llegado á tiempo para admirarla con mis ojos. Los que vivan en la mitad del siglo actual sólo la conocerán de oídas, por los recuerdos de los ancianos de entonces.
Paso un día en Tokío antes de seguir mi viaje á las ciudades del Este del Japón. Quiero visitar, por curiosidad literaria, una vieja pagoda de sus alrededores, donde se suicidaron heroicamente los cuarenta y siete samurais.
Algunos lectores tal vez no conozcan esta historia de honor y de heroísmo, que es para los japoneses algo así como el Romancero del Cid para los españoles.
En la primera mitad del siglo XVII, el cortesano Kotsuké, amigo del emperador, después de haber insultado al príncipe Akao, negándose á darle una satisfacción por las armas, consiguió, gracias á su situación influyente de palaciego, que el Mikado condenase á muerte á este príncipe bueno, atribuyéndole un delito del que era inocente. Cuarenta y siete samurais, compañeros y vasallos fieles del ejecutado, juraron vengarle á costa de la vida si era necesario, y abandonando sus casas, sus esposas é hijos, se dedicaron á preparar y realizar tal designio con una tenacidad inaudita, guardando su secreto durante veinte años.
El traidor Kotsuké, sospechando los planes de estos hidalgos que permanecían invisibles, pasó muchísimo tiempo inquieto y en perpetua defensiva, rodeado de un pequeño ejército de guerreros á sueldo y habitando siempre palacios fortificados. Pero al transcurrir veinte años sus desconfianzas se adormecieron, dejó de creer en la{276} existencia de los vengadores, y una noche de invierno, cuando dormía en su palacio, ya mal guardado, vió aparecer á los cuarenta y siete samurais en torno de su lecho, con sus dos sables atravesados en la cintura, con sus yelmos y corazas que imitaban hocicos de fiera y coseletes de insecto.
Sin olvidar las reglas de la cortesía japonesa y con las ceremonias propias del caso, recordaron al traidor sus crímenes y le cortaron luego la cabeza, llevándola á la tumba de Akao, situada en la pagoda que yo visito. Antes se cuidaron de lavarla en una pequeña fuente inmediata á dicho templo. Los cuarenta y siete fueron después en busca de sus jueces y éstos los condenaron á muerte, de acuerdo con la ley; pero admirando al mismo tiempo su fidelidad, les concedieron que se matasen ellos mismos abriéndose el vientre.
Después de haberse dado el beso de despedida, tomaron asiento en las gradas de la pagoda, cerca de la tumba de su señor, y fueron haciéndose tranquilamente el Hara-Kiri. Otros samurais, compañeros de armas, les dieron en el pescuezo el sablazo decapitante, al mismo tiempo que cada uno de ellos se rajaba el vientre con su puñal, echando afuera las entrañas... Y cuarenta y siete cuerpos rodaron por las gradas con los estertores de la agonía, esparciendo una cascada de sangre.
Hoy sólo resta de dicha tragedia las tumbas de sus protagonistas junto á una pagoda de madera obscura y carcomida. Cerca de su escalinata se ve la fuente musgosa, donde lavaron los vengadores la cabeza del traidor. Ningún japonés introducirá en esta agua sus brazos ni sus piernas. Los cuarenta y siete fueron declarados por el Mikado, años después, santos y mártires, y desde entonces su historia es escuchada por todos los niños del Japón. Muchas familias van en romería á las tum{277}bas de estos héroes de poema, que supieron morir en masa, con el suicidio horrible de las antiguas gentes de honor.
Paso una noche en el tren entre Tokío y Kioto. Recorro los diversos vagones para ver cómo viajan los japoneses.
Hombres y mujeres se despojan á las pocas horas de sus disfraces occidentales y visten el kimono, librándose igualmente del calzado. Les fatiga sentarse como nosotros. Deben sentir un cansancio semejante al que sufren los blancos cuando las circunstancias los obligan á colocarse en el suelo con los muslos cruzados. Todos los japoneses suben finalmente sus piernas sobre la banqueta y se instalan como lo exige su comodidad, ó sea poniéndolas en cruz y apoyando las posaderas en sus talones. Así los asientos parecen estantes de vitrina con figuras de porcelana, que mueven las cabezas siguiendo los vaivenes del tren.
Todos los vagones tienen en su pasillo central unos embudos que dan sobre la vía. Esto facilita el barrido que los empleados deben repetir con frecuencia. Al mantener los viajeros sus pies sobre las banquetas, poco les importa la suciedad del suelo, y éste se va cubriendo de mondaduras de frutas y de papeles impregnados de grasa, que han servido de envoltura á los bentos.
En el vagón-dormitorio, apenas cierra la noche, el empleado se preocupa de nuestros pies. Como este es un país de gran higiene «pedestre», donde se marcha sin zapatos en todo lugar cubierto, sea templo ó simple vivienda particular, las gentes no gustan de permanecer muchas horas con sus extremidades calzadas. El servidor del vagón me ofrece unas zapatillas de lana blanca, escrupulosamente limpias. Luego hace igual regalo á los otros ocupantes del coche. La compañía del ferrocarril,{278} al mismo tiempo que vende una cama al viajero, le proporciona las zapatillas.
Cuando despierto, cerca de Kioto, veo la llanura dividida en campos de arroz, pequeños y bien trabajados. El agua encharcada parece reir bajo el sol con sus estremecimientos luminosos. Más allá, los campos son de hortalizas, pero siempre en reducidas parcelas, alineadas y cuidadas como un jardín. Es una agricultura meticulosa que puede llamarse de miniatura. Se abren en el horizonte las copas azules de varios lagos entre colinas cubiertas de bosquecillos. Todo es pequeño, gracioso, frágil, y sin embargo, revela una observación de siglos, una voluntad tenaz, para conseguir que el suelo dé los mayores rendimientos.
Visitamos las grandes pagodas en nuestras primeras correrías por Kioto.
Esta ciudad es la capital del budismo en el Japón, y tal vez ninguna del Extremo Oriente siente como ella la influencia de dicho culto religioso. Debo añadir que las doctrinas del dulce Gautama fueron modificadas por los bonzos, desfigurándose hasta el punto de no guardar mas que un ligero recuerdo de sus principios originales.
Dentro de Kioto existen muchísimas sectas del budismo, pero esto no impide que los intérpretes y comentadores más importantes de la teología budista vivan aquí. Hubo una época en que llegó á tener 3.893 templos y santuarios dedicados al citado culto. El número actual tal vez sea inferior en muy poco. A esto hay que añadir 2.500 templos y santuarios del culto sintoísta. Con razón los japoneses han llamado siempre á esta ciudad Kioto la Santa.
Visitamos en las primeras horas de la mañana la más grande de las pagodas, que es como una catedral del budismo. Cuando San Francisco Javier visitó Kioto ya{279} existía este templo. En realidad, es una agrupación de diversas pagodas dentro de una cerca común, pero separadas por vastísimos patios enlosados de granito.
Los edificios, todos de madera, tienen piezas gigantescas de carpintería como las que se empleaban para la construcción de los antiguos navíos. Las techumbres presentan también la robustez y las dimensiones de grandes barcos puestos con la quilla en alto, cuya parte interior ha sido dorada y trabajada por pacientes artistas durante siglos. Troncos de árboles enormes sirven de columnas para sostener estas techumbres, altísimas y monumentales si se las compara con la ligereza y la pequeñez graciosa de otras construcciones del país.
Todo fué cubierto de lacas y de oro, pero la pátina de los edificios religiosos encerrados en una ciudad y que se ven visitados diariamente por muchedumbres ha obscurecido el esplendor de dichas pagodas. Guardan todas ellas un aire de majestuosa vejez. Detrás del estuco se presiente la madera carcomida. Algunas pilastras redondas tienen herido su revoque y muestran por las desconchaduras el armazón hueco de su interior, formado con duelas y aros, como un tonel.
En una galería cubierta que une á dos de las pagodas me muestran cuatro cables enrollados y negros, mucho más grandes que los que se ven en los puertos. Son como boas de los tiempos prehistóricos, más allá de las proporciones de los reptiles actuales. Luego, un bonzo me explica con cierta vanidad la naturaleza y origen de estos cuatro cilindros. Sirvieron para subir á lo alto de la techumbre de la gran pagoda los maderos más pesados, y están tejidos los cuatro con pelos de mujer.
Examino los rollos enormes y reconozco que únicamente el pelo de las japonesas, duro, áspero y muy grueso, puede haber producido estas maromas irrompi{280}bles, cayo diámetro casi es igual al de una pierna de atleta. Cada uno de los cables tiene cien metros de longitud, lo que desorienta y asombra al calcular cuántos miles y miles de mujeres devotas necesitaron cortarse la cabellera para contribuir á esta obra.
Penetramos en el más importante de los santuarios de la gran pagoda. He leído muchos estudios sobre las semejanzas entre las ceremonias del budismo y las del culto católico, pero cuando las cosas se conocen de cerca, con una visión directa, dan la impresión de lo inesperado y de lo nuevo, por más que antes nos lo hayan hecho conocer los libros.
Creo estar asistiendo á una misa cantada en un templo católico de España ó de Italia, en las primeras horas matinales, cuando una parte de la asistencia está compuesta de mujeres que vuelven del mercado. Veo numerosas japonesas sentadas en el suelo y guardando cerca de ellas el cesto de comestibles repleto de compras recientes. Rezan todas ellas en voz baja, y para mí sus palabras ininteligibles suenan siempre lo mismo: «la-la... la-la».
Al otro lado de una verja, rodeando el altar mayor, en el que está Buda con un lirio en la mano, veo dos filas de bonzos que cantan sus oficios. Están colocados de un modo ritual, que me recuerda las grandes misas del domingo presenciadas en mi niñez. Estos cánticos budistas tienen un ritmo y unas modulaciones que no causan extrañeza al oído. Son música conocida. Recuerdan los que hemos escuchado en Occidente, como los plagios musicales resucitan la existencia de la obra original, aunque la tengamos olvidada.
A un lado del altar están los oficiantes, tres bonzos vestidos de blanco, llevando sobre los hombros un pedazo de tela dorada con rosas multicolores, igual, abso{281}lutamente igual en su tejido á las capas litúrgicas de los sacerdotes católicos. La única diferencia es de confección. En Occidente, estas telas son cortadas y cosidas para formar con ellas vestiduras de un tipo ritual, mientras que los bonzos las colocan sobre sus hombros sin modificarlas, tal como las adquieren, recién salidas de los famosos telares de Kioto.
Vuelvo á notar, como en Niko, una semejanza física entre algunos de estos bonzos y muchos sacerdotes europeos. Los hay de pura raza japonesa, con una fealdad asiática, y son los más. Pero otros de nariz aguileña, grandes anteojos y cierta gordura fresca, pálida y lustrosa, de varón que lleva una vida sedentaria y se mantiene á cubierto de la intemperie, recuerdan á muchos clérigos españoles, franceses é italianos. Debo añadir que esta misma semejanza la he encontrado entre los bracmanes de la India, como si la identidad de las funciones crease con el curso de los siglos un tipo sacerdotal común á toda la tierra.
Mientras cantan los bonzos sus oficios, contemplo los adornos de esta pagoda majestuosa. En las cornisas hay figuras humanas multicolores, de hermosas y sonrosadas carnes, tañendo diversos instrumentos de música. Son los «tomines», ángeles del budismo, también de rara semejanza con los ángeles de la religión católica, llevando las mismas alas é iguales rostros afeminados; pero los del budismo son menos ambiguos y tienen francamente formas de mujer.
Algo se mueve en lo alto, entre las tallas é imágenes. Mi vista se acostumbra á la semiobscuridad de las naves, y distingo numerosos ojos que brillan como pequeños diamantes. Luego unas envolturas de pelo obscuro avanzan con ligero trotecillo por los salientes arquitectónicos. Legiones de ratas habitan estos navíos sagrados, y{282} salen de sus escondrijos atraídas sin duda por el olor de los comestibles que llevan en sus cestos las devotas comadres y por los cánticos de los bonzos que están en el coro.
Veo que el oficiante principal se halla ahora derecho ante el altar, de espaldas á los fieles, con las dos manos al nivel de su cabeza, gesto idéntico á otro que he presenciado muchas veces. Luego se vuelve de frente á los devotos y agita las manos como si los bendijese, mientras susurra palabras ininteligibles.
Me marcho. No quiero ver más un espectáculo que carece para mí del atractivo de la novedad. ¡Las sorpresas del Asia!... Indudablemente estos bonzos han copiado de los misioneros sus gestos litúrgicos. Luego pienso que su religión es seis siglos más antigua que el cristianismo, y cuando llegó aquí San Francisco Javier ya tenían cerca de dos mil años las ceremonias que acabo de presenciar.
En los patios del templo vuelan grandes bandas de palomas. A veces cubren espacios enormes con una capa movediza de plumas y arrullos. Luego, al elevarse asustadas por una presencia extraordinaria, blanquean todo un alero, obscuro y carcomido, de estas pagodas vetustas.
Kioto es una de las poblaciones más grandes del Japón, pero se mantiene al margen de la reforma occidental, iniciada hace medio siglo. En ella los inventos modernos no hacen mas que deslizarse. Los hijos del país los emplean si les son útiles, pero siguen fieles á la tradición.
Esta ciudad, que es la más japonesa de todas, sirve de refugio á las viejas artes. Aquí viven en pequeños talleres de familia los pintores, bordadores, tejedores y orfebres más célebres. Cuando las otras poblaciones ne{283}cesitan un objeto precioso que simbolize el arte del país, lo encargan á Kioto.
Algunas calles están atravesadas por canales, en los que navegan barcazas de comercio, y sobre cuya superficie se elevan puentes desmesuradamente arqueados. En los almacenes, los vendedores van todos con kimono negro. Una cortesía para el comprador, como si los tenderos de Occidente fuesen todos vestidos de frac.
En sus vías, mejor empedradas que las de otras ciudades japonesas, apenas se ven extranjeros. Todos los transeuntes van vestidos con arreglo á la tradición. El europeo se siente abandonado al circular por Kioto, como si estuviese á una distancia infinita de su mundo. Al mismo tiempo se da cuenta de su inferioridad con relación á los que pasan junto á él. Todos le sonríen por cortesía, pero indudablemente se creen superiores.
Un animal nos hace ver de pronto la magnitud de nuestro aislamiento y la extrañeza que despierta nuestra presencia, marchando á pie por unas calles frecuentadas sólo por japoneses. No abundan los perros en la ciudad, pero cerca de un puente nos cruzamos con uno de pelo rojo y grandes colmillos. Voy en compañía de una señora, y ninguno de los dos nos hemos fijado en este animal. Él, al vernos, atraviesa la calle, enfurecido por una rabia agresiva, y pretende mordernos. Algunos transeuntes se interponen cortésmente y lo alejan. Luego sonríen, explicando su cólera. No está acostumbrado á los occidentales, y su presencia le inspira una xenofobia acometedora. En Kioto la Santa, los extranjeros van siempre en automóviles ó en korumas. Muy pocos marchan á pie.
Cae la noche y nos extraviamos en unas calles que empiezan á cubrirse de guirnaldas de luces, y sobre cuyos edificios, dorados y esculpidos, aletean enormes banderas.{284}
Todos ellos están destinados al público. Son teatros, cinematógrafos, casas de té ó de danzas. En algunos vemos sobre la fachada una fila de grandes fotografías de muchachas. Nos hemos metido sin saberlo en el Yosywara de Kioto.
A cada momento va engrosando la concurrencia en las calles. Todos, al abandonar su trabajo, vienen á este barrio de diversión, donde permanecerán hasta media noche. Sólo vemos japoneses. Nos miran con curiosidad hostil ó con extrañeza.
Esta extrañeza no es por el carácter especial del barrio. Se encuentran en él muchas familias respetables que van á los teatros. Ya dije lo que es el Yosywara para los japoneses. La extrañeza la muestran por el hecho de vernos á pie confundidos con las gentes del país. El extranjero es en Kioto un transeunte que sólo se muestra en lo alto de un vehículo y únicamente pone sus pies en tierra ante los monumentos interesantes.
Oímos guitarreos y dulces quejidos que salen de las casas de las geishas. Las fachadas de los teatros ostentan cuadros enormes, iguales á los que figuran en los cinematógrafos, y en estos lienzos veo pintadas las escenas más interesantes del drama que se está representando dentro. Casi siempre es una sucesión de hazañas realizadas por un mancebo japonés vestido á la moderna, como un cow-boy, pero con más valor y astucia que los cuarenta y siete samurais juntos. Se le ve batiéndose, puñal en mano, con dos docenas de asesinos y poniendo en fuga á los que no mata; deteniendo un caballo desbocado con solo una mano; asaltando un tren; destapando un volcán dormido.
A esta hora del anochecer, cada uno de dichos dramas debe estar ya en el acto treinta ó cuarenta, pues su representación empezó poco después de la salida del sol.{285} Pero esto no impide que entren nuevos espectadores y busquen asiento junto á los que han almorzado y comido sin moverse, y se disponen ahora á cenar, siguiendo con incansable atención las aventuras del héroe.
Sobre cada teatro hay banderas, más grandes á veces que la fachada del edificio, con rótulos en caracteres japoneses que extasían á muchos transeuntes. Aquí, cada actor célebre tiene banderas propias con su nombre y sus armas, colocándolas á la puerta del teatro para que sus admiradores no sufran equivocación. Y como cada uno cree ser el primero, procura que su bandera guarde relación con su importancia, llegando á dimensiones inverosímiles estas telas multicolores, que en días de viento representan un peligro para la solidez de los frontones que las sostienen.
Las actrices inspiran más entusiasmo aún que los actores. Pero el lector sabe que en el Japón los papeles femeninos son desempeñados por jovenzuelos. Éstos, al hacerse célebres, persisten en su trabajo, sin tener en cuenta el paso de los años; y más de una vez, la dama que conmueve con sus desventuras á los hombres, hace derramar lágrimas á las mujeres y cosquilleo á los muchachos con los primeros deseos de amor, es, en realidad, un viejo afeminado y vergonzosamente pintarrajeado. (No hay que escandalizarse por esto, pues algo semejante pasaba en Inglaterra en los tiempos de Shakespeare.) Una de estas actrices-hombres es actualmente el personaje teatral más célebre del Japón y gana 10.000 dólares todos los meses.
Empujados y mal mirados por un gentío que huele muchas veces á saké y al aglomerarse en las estrechas calles se ve obligado á marchar con paso lento, empezamos á sentir cierta inquietud. Hemos abandonado imprudentemente á nuestro guía, nadie nos conoce, ig{286}noramos la lengua del país; ¿á quién acudir si nos ocurriese algo malo?... Nos sentimos inmensamente solos entre esta muchedumbre de miles y miles de seres, sobre cuyo río de cabezas pasan músicas y se mueven banderas y faroles.
El cinematógrafo de origen americano bate al teatro japonés en el Yosywara de Kioto, como ocurre en tantos otros lugares de la tierra. Hay más salas cinematográficas que escenarios, y la gente de kimono penetra en ellas á borbotones.
En uno de dichos establecimientos atrae mi atención un cartel monumental de muchos metros cuadrados que cubre gran parte del cielo sobre el remate de la fachada. Veo pintados en él unos hombres-libélulas, de cintura sutil. Saltan como insectos, con un trapo en la mano, perseguidos por una bestia cornuda que parece lanzar fuego por sus narices. Tal vez es una escena de la prehistoria. Luego me hace recordar vagamente las corridas de toros.
Mis ojos tropiezan más abajo con un gran rótulo en japonés, y al lado, entre paréntesis, la traducción inglesa: (Blood and Sand). Es el film de mi novela Sangre y arena hecho en los Estados Unidos. Luego voy descubriendo, á los dos lados de la puerta, anuncios multicolores con escenas de la obra y retratos de los artistas.
Todos estos carteles de procedencia norteamericana han sido reformados á la japonesa, tal vez para armonizarlos con la corrida de toros fantástica que se exhibe en lo alto. A Rodolfo Valentino, protagonista de la obra, que las mujeres de los Estados Unidos llaman «el hombre más hermoso del mundo», le han acortado la nariz y subido las cejas con un pincel irreverente, para disimular su fealdad de blanco y que se aproxime á la belleza de un buen mozo japonés. Los demás artistas también{287} han sufrido iguales transformaciones. Hasta encuentro una fotografía mía, que sólo llego á reconocer por ciertos detalles del traje, y me veo en ella con la nariz recta y corta, las cejas oblicuas y un aire feroz, semejante al de los hércules japoneses que viven de luchar en público.
No importa. Este descubrimiento me tranquiliza, y ¿por qué no decirlo? me halaga, proporcionándome una de las satisfacciones mayores de mi vida.
¡Bendito cinematógrafo! Algo representa haber nacido en una ciudad de provincia, al otro extremo del mundo, y al venir á Kioto la Santa encontrar mi retrato y mi nombre en las calles bulliciosas del Yosywara.
Además, si necesito protección, puedo buscar á un policía, aunque no me entienda. Me bastará llevarlo hasta la puerta del cinematógrafo y decirle por señas ante mi retrato de luchador japonés: «Ese soy yo».{288}
Los palacios de Kioto.—La ceremonia de la coronación imperial.—Mezcolanzas de antiguo y moderno.—El templo de los «Treinta y tres mil trescientos treinta y tres dioses».—El taller de remiendos divinos.—La pagoda de la cumbre y su fuente milagrosa.—Lo que les ocurre á las japonesas que beben sus aguas.—El hombre de los dos cubos.—La balada de la hotelería japonesa.
Además de sus pagodas innumerables, guarda Kioto la Santa los antiguos palacios de sus emperadores. Ya hemos dicho cómo el Mikado vivió siete siglos en esta ciudad, sin mezclarse para nada en el gobierno del país, enteramente confiado á los Shogunes, é interviniendo sólo en los asuntos religiosos.
Hoy no ocupan estos palacios un espacio de quince leguas, como en otros tiempos. El ensanche de la ciudad y de los jardines públicos ha invadido una parte del antiguo dominio imperial. Pero todavía las actuales residencias del Mikado llenan un área considerable.
Son palacios faltos de muebles, que viven con un aspecto de abandono bajo la guarda de viejos empleados, y sólo ven abrirse sus salones cuando se presenta un grupo de viajeros.
Estos edificios, que inspiran al japonés un respeto histórico, únicamente recobran su antigua animación cuando muere un emperador y es coronado su heredero.{289} La entronización se celebra siempre en Kioto, y la corte abandona momentáneamente para tal ceremonia el palacio imperial de Tokío.
Yo he visto este último desde fuera y me pareció no menos silencioso y desierto que el de Kioto, dentro de sus tres recintos. Unas avenidas anchísimas, que más bien parecen plazas enormemente prolongadas, establecen un primer aislamiento alrededor del palacio imperial, á pesar de hallarse situado éste en el centro de la vasta Tokío. La segunda zona de defensa consiste en un foso profundo lleno de agua verde, dormida en apariencia y que un canal renueva todos los días. Sobre esta cintura acuática se levanta la tercera defensa, consistente en una muralla de seis metros, hecha de grandes bloques, como un malecón fluvial ó un muelle marítimo. Al ras de esta muralla se extienden los céspedes del parque con grupos de tortuosos pinos. Sobre la arboleda asoman los remates de diversas construcciones, que tienen exteriormente un aspecto de palacios rústicos, todas con paredes blancas y altísimos techos negros de pendiente cóncava y grandes aleros. En el centro de esta ciudad imperial, siempre silenciosa é infranqueable dentro del corazón de Tokío, está el templo de Jimmuteno, primer ascendiente de la dinastía.
Al visitar el palacio viejo de Kioto se nota que los emperadores se acordaron de él cuando dirigían la construcción del palacio nuevo de Tokío. Ambos edificios tienen igual aspecto exterior; sólo se diferencian en sus medios defensivos. Los emperadores de Kioto vivían al margen de los accidentes políticos, como dioses respetados y algo olvidados, sin presentir la posibilidad de que alguien los atacase. Su antigua residencia conserva una muralla exterior de tapia y postes de madera, rematada por tejados cóncavos, y alrededor de esta muralla se{290} desliza un canal. Pero es un canal decorativo, que se puede pasar con agua á la rodilla, y los muros únicamente son de piedra hasta medio metro de altura. Se adivina que esta débil fortificación la construyeron para advertir una vez más que la persona del emperador debe mantenerse aislada de los simples mortales. De nada podía servir en caso de ataque y de sitio.
Visito el Gran Palacio donde se celebran las coronaciones, situado en el centro de Kioto, y el Palacio de Verano, no menos grande, que se extiende en las afueras. Todos ellos tienen en torno vastos jardines públicos y numerosas pagodas, que han invadido gran parte de su antiguo solar. Estos palacios son de un solo piso y los componen varios grupos de edificios. Unos se mantienen aislados, otros están unidos por avenidas orladas de linternas y de monstruos. En estas avenidas hay varios toris, que equivalen á nuestros arcos triunfales.
El interior de sus salones ofrece un aspecto desolado, como si acabasen de sufrir todos ellos un saqueo. Carecen de muebles. En algunos las paredes están ricamente pintadas y doradas; pero sobre las esterillas del suelo no se ve un taburete, un cojín, un pequeño vaso de porcelana que sostenga una flor.
Y sin embargo, hay que quitarse los zapatos para visitar estos palacios abandonados. La cortesía japonesa aún tiene otra exigencia en lo que se refiere al emperador y á los altos personajes oficiales. No basta descalzarse para entrar en sus viviendas, ni dejar el sombrero en la antesala, como se hace en Occidente. Hay que desprenderse también del gabán y entrar á cuerpo en unos salones que nunca fueron calentados y por cuyos muros delgadísimos penetra fácilmente el frío. Conservar puesto el gabán cuando se pisa el umbral{291} de un palacio japonés es irreverencia tan enorme como mantenerse con el sombrero calado.
Sólo con un esfuerzo de imaginación pueden encontrarse interesantes estos monumentos imperiales de Kioto. En realidad, parecen por su forma exterior unas lujosas y enormes caballerizas de Inglaterra. Encuentro en uno de los salones varios dibujos multicolores, hechos sobre papel de arroz, que representan la ceremonia de la coronación en nuestros tiempos.
Debe ser un espectáculo raro, por los uniformes tradicionales de los cortesanos y esas mezcolanzas de antiguo y moderno que surgen con tanta frecuencia en la vida del Japón actual. Los generales y los príncipes, que usan diariamente uniformes á la alemana, abandonan para estas fiestas palatinas su aspecto de guerreros europeos y se visten como sus ascendientes. Todos llevan corazas y cascos dorados, con cuernos y antenas, dos sables en la cintura, un carcaj en la espalda lleno de flechas y un gran arco.
Las damas de la corte van vestidas de chinas más que de japonesas. Sus trajes de ceremonia son anteriores al kimono y á los peinados de las niponas actuales. Llevan pantalones rojos, dalmáticas negras bordadas, y en la cabeza unos tocados semejantes á los gorros de cuartel... Y por en medio de esta aglomeración de cortesanos acorazados como hace cinco siglos y con armas anteriores á la invención de la pólvora, avanza el nuevo emperador llevando uniforme de general, lo mismo que un rey europeo, y sentado en una carroza dorada, adquirida en Londres, con lacayos de peluca blanca y tricornio. Tales anacronismos que tan interesante hacen el acto de la coronación son una prueba más de la mezcolanza contradictoria é incoherente que sirve de base a la actual vida japonesa.{292}
Necesito hacer un esfuerzo para abandonar los jardines de estos palacios silenciosos y de una simplicidad majestuosa. Casi todos sus árboles son cedros retorcidos que tienen varios siglos de existencia. Al pie de ellos hay redondeles de musgo, escrupulosamente cuidado, de un diámetro igual al de sus copas.
Un grupo de mujeres pobres barre los senderos del parque y las aceras de granito en torno á los edificios de madera. Estas hembras de kimono obscuro, que reciben del intendente imperial una retribución modesta, nos enseñan, al sonreir, sus dientes cargados de oro. Ya dije que para la japonesa es motivo de vanidad poder llevar chapada de rico metal su dentadura, y hace cuanto puede por conseguirlo aunque sea á costa de sacrificios, lo mismo que una europea cuando ansía un traje ó un sombrero elegantes.
Deseo visitar cierta pagoda de esta ciudad que conozco de nombre hace muchos años, casi desde mi niñez, y nunca creí en aquellos tiempos que llegaría á verla directamente con mis ojos. Es el templo de los Treinta y tres mil trescientos treinta y tres dioses.
Exteriormente consiste en un largo edificio rojizo, que ocupa todo un lado de una plaza de la vieja Kioto. Varios grupos de bambúes enormes sombrean esta plaza, y al amparo de ellos colocan sus mesitas los vendedores de tarjetas postales, oraciones impresas en papel de arroz y pequeños objetos de culto. Como el templo es de madera y lleva varios siglos de existencia, tiene el mismo aspecto de barco viejo y carcomido que ofrecen casi todas las pagodas.
Sobre la meseta de la escalinata salen á recibirnos algunos bonzos con la redonda cabeza recién afeitada y un manto de color de azafrán, en el que se envuelven á estilo romano. Estos sacerdotes budistas son pedigüe{293}ños y explotan sistemáticamente la fama de la pagoda á que están agregados. Uno de ellos, con redondas gafas de concha, aguarda en la cancela detrás de una mesa y cobra á los visitantes por dejarles pasar, lo mismo que un portero de teatro. En el interior, otros bonzos azafranados nos acosan ofreciéndonos estampas, oraciones y pequeños objetos, á los que atribuyen influencias milagrosas.
Al entrar, se tropieza inmediatamente con una imagen gigantesca de metal, que ocupa lo que puede llamarse altar mayor, presidiendo esta asamblea numerosa de divinidades. A los dos lados del altar se extienden vastas escalinatas llenando las dos alas del templo, y en sus peldaños, lo mismo que si fuesen objetos de exposición, forman en luengas y superpuestas filas dos mil imágenes de bronce de tamaño natural representando á la diosa de la Misericordia. Estas dos mil mujeres tienen doce mil brazos, pues cada una de ellas ostenta tres á cada lado de su tronco.
En diversas naves de la pagoda se alinean formando hileras múltiples los otros dioses hasta el número de 33.333. Los hay de todos los tamaños, á partir de la talla humana hasta el exiguo volumen de un insecto. Son de oro, de bronce, de marfil, de madera, de piedras diversas, desde el precioso jade venido de la China y el lapislázuli de las minas de Siberia, al simple pedernal. Unos tienen formas regulares y una sonrisa de bondad celeste; otros llevan en su rostro gestos aterradores y son feos con una fealdad iracunda y amenazante, que parece secreto hereditario de los imagineros japoneses. Algunos, más cerca de la animalidad que de la perfección divina, se muestran erizados de múltiples piernas y brazos, como cangrejos monstruosos.
Guarda siempre este templo, con rigurosa exactitud,{294} el número de los dioses que deben habitarlo: 33.333. En el curso de varios siglos las guerras y los incendios quebrantaron el edificio muchas veces ó lo arruinaron por completo, suprimiendo una parte de su población divina; pero ésta no tardó en verse reconstituída por los bonzos, que son sus guardianes y servidores.
Junto al templo existe un taller, donde son recompuestos dioses y diosas todos los días. Trabajan en él unos imagineros, que recuerdan por su aspecto y sus gestos á los antiguos alquimistas. Algunos son extremadamente ancianos, y cuelgan de sus mandíbulas los filamentos blancos, esparcidos y lacios de una barba á la japonesa. El cráneo lo llevan oculto bajo un gorro muy ajustado y abotonado debajo de la barba, lo mismo que el becoquín del Doctor Fausto. Con grandes antiparras caladas ante sus ojos pegan á las pequeñas diosas un brazo de marfil que se ha desprendido entre los seis ú ocho que cubren su pecho, ó liman las piernas de los dioses para que no se conozcan los remiendos recién hechos en el bronce ó la madera.
Hay otra pagoda célebre en Kioto, que ocupa una colina dentro de la ciudad, y desde cuya cumbre puede abarcarse el hermoso espectáculo de sus barriadas, jardines y canales. A esta pagoda vienen en determinadas épocas numerosas peregrinas. Existe al pie de ella una fuente milagrosa, y toda mujer casada que bebe sus aguas es madre antes de un año. Algunas veces—¡caso estupendo!—el mismo prodigio se realiza en las musmés que beben su líquido, aunque vayan con peinado de soltera.
Como no hay peregrinaciones durante el invierno, encontramos solitarias las calles en declive que conducen á la cumbre donde está la pagoda. Son calles relativamente anchas, como si las hubiesen abierto en previsión de las multitudes que las llenan en ciertas fechas{295} del año. Todas las casas están ocupadas por comercios de objetos piadosos, abundando las figurillas de porcelana vulgar.
Un mundo de personajes abigarrados, de las más diversas cataduras, se alinea en los escaparates y anaqueles de estos vendedores de imágenes. Figurones grotescos y un poco obscenos se codean con imágenes divinas y pequeñas estatuitas ecuestres del penúltimo emperador. En estas tiendas del Extremo Oriente no se sabe nunca dónde termina lo religioso y empieza lo caricaturesco, quién es dios y quién simple monigote para hacer reir á las gentes.
Subimos con lentitud por la calle orlada de tiendas. Tenemos nuestras miradas fijas en la alta y gallarda pagoda que llena la perspectiva abierta entre dos filas ascendentes de edificios. Encima de los tejados, pero más abajo del templo, vemos bosquecillos de bambúes y senderos agrestes, por donde corren riendo, con una jovialidad de niñas, varias filas de mujeres. Deben ser de las que vienen en busca de la milagrosa fuente, oculta á nuestros ojos por los grupos de vegetación.
El deseo de toda mujer japonesa perteneciente á la clase popular es pasearse con la dulce mochila de un pequeñuelo que duerme, come, ríe ó llora, sujeto á su espalda, y muchas veces hace cosas peores, aguantando la madre con cierto deleite el tibio chorrillo filial que se desliza por sus riñones. La japonesa infecunda se considera en una situación peligrosa; el marido puede repudiarla en este país de fácil divorcio, y ansía intervenciones humanas ó celestes para conocer la maternidad.
Mientras camino pensando en esto, con la vista fija en la pagoda, cada vez más próxima, empiezo á percibir un hedor intolerable. Los que vienen conmigo experimentan idéntica molestia. Miramos las tiendecitas{296} próximas como si surgiese de ellas el nauseabundo olor. Pero nuestro olfato se va orientando, y acabamos por husmear lo que nos rodea más de cerca.
Delante de nosotros marchan varios niños y mujeres, atraídos por la curiosidad que provoca siempre en las calles del Japón provincial la presencia de un grupo de blancos. Se ha adherido también á nuestra marcha, saludándonos mudamente con una sonrisa que le hace mostrar sus dientes agudos, un mocetón casi en cueros, sin otro traje que un harapo pasado entre las musculosas piernas. Lleva en un hombro un grueso bambú y penden de él dos cubos, que se bambolean al compás de sus pasos, agitando su contenido líquido.
¡Ah, miserable!... De este caldo amarillento, en el que flotan pequeños cilindros de igual color, surge la pestilencia que va infestando la calle, sin que ningún vecino parezca sentir molestia en su olfato. Es un hortelano que acaba de vaciar una letrina todavía fresca, y lleva la hedionda materia á su huerta cercana. El abono humano es aquí más apreciado que el animal. Los chinos, maestros de los japoneses en tantas cosas, aprecian con mayor entusiasmo, si es posible, esta materia fecundante.
Hacemos alto para que el compañero nos abandone. Todavía insiste en acompañarnos, y se detiene con sus dos inmundos cubos; pero tales gritos y ademanes empleamos en nuestra protesta, que al fin se marcha, siempre sonriendo. Quedamos en la duda de si sonríe ahora de lástima, despreciándonos por nuestras absurdas preocupaciones.
Y sin embargo, este pueblo ama las flores como ninguno, y aunque es de espíritu estrechamente positivista, sorprende de pronto con las más poéticas invenciones.
Encuentro en todos los hoteles numerosos carteles impresos con caracteres del país, los cuales contienen,{297} según me dicen, máximas morales, consejos prácticos y sanos para la vida. En algunos de dichos establecimientos me atrajo por su dibujo primaveral uno de los tales anuncios representando un árbol con las ramas cargadas de flores y revoloteando en torno enjambres de pájaros. Aquí vuelvo á encontrar este paisaje misterioso, pero con una explicación al pie.
El Gran Hotel de Kioto tiene sus pisos bajos ocupados por tiendas que exhiben los mejores productos de las ricas industrias de la ciudad: kimonos de maravillosos colores, telas bordadas con faunas y floras fantásticas, obras de orfebrería y de esmalte. Los directores del establecimiento son los únicos que van vestidos á la europea. Todo el personal lleva trajes japoneses. En los salones hay grupos de hombres con kimono negro de seda, que parecen sacerdotes, y se abalanzan sobre todo el que entra para ofrecerle sus tarjetas. Son los corredores y enviados de las grandes tiendas de Kioto, que ascienden á centenares.
En uno de estos salones encuentro el cartel primaveral con su inscripción japonesa, pero el director del hotel ha agregado la traducción en inglés...
Son versos, un fragmento de poema. Y este cartel de flores y pájaros, que figura en todos los hoteles importantes del Japón, dice así, según la versión inglesa, que yo transcribo á mi modo:
Parece que los grandes hoteleros del Japón, al celebrar una de sus reuniones en Tokío, acordaron, entre otros medios de propaganda, encargar á un gran poeta{298} nacional una balada sobre las excelencias de los hoteles en el Imperio del Sol Naciente. Esto es algo extraordinario: hay que reconocerlo. A ningún hotelero de Europa ni de América se le ha ocurrido jamás nada semejante.
Debo advertir que la industria de la hotelería á estilo moderno sólo existe aquí desde hace pocos años. Todavía, en las provincias muy interiores del Japón, los dueños de las hospederías reciben al viajero como los hidalgos de otros tiempos daban albergue al peregrino, por seguir las tradiciones. No hay precio fijo, y el posadero se indignaría si le hablasen de retribución.
Cuando el pasajero se marcha, entrega de un modo disimulado á la esposa ó la doméstica más respetable la cantidad que le parece oportuna, añadiendo, después de este regalo discreto, que guardará eterna gratitud por tan benévola acogida.
Los hoteleros japoneses á la moderna, que se educaron en el extranjero y copian las costumbres de los occidentales, han querido dar á sus «Palaces» de varios pisos una originalidad tradicional y patriótica, y para ello nada les pareció mejor que buscar la colaboración de un poeta.
Además, estos nipones vestidos de levita que dirigen en su país la vida de los modernos «ciruelos» son tal vez más psicólogos que los gerentes de los «Palaces» de Europa y América, los cuales tratan á sus clientes con la altivez y el alejamiento de un monarca.
¿Quién puede discutir y regatear su cuenta después que lo han comparado con un ruiseñor?...{299}
Las plantaciones de té.—El dios que viajaba montado en un ciervo.—Los venados del Parque Sagrado.—Las linternas seculares de Nara.—El caballito blanco de ojos azules y rojos.—Los peces del lago santo.—El pan de Año Nuevo y su peligroso amasijo.—Trenes nevados y hombres semidesnudos.—Los dos Japones.—Ya tiran contra el nieto de los dioses.
Entre Kioto y Nara vemos los primeros campos de té. Este arbusto, de un metro escasamente de altura, lo plantan en filas y tiene la copa redonda como un naranjo enano. En primavera los agricultores colocan toldos sobre las plantas, para defenderlas de los vendavales que soplan sobre el archipiélago. Además, todas las plantaciones tienen orlas de bambúes, que las abrigan de las inclemencias atmosféricas.
Pasamos ante el pueblo de Uji, que es el principal mercado de té en el Japón. Aquí se hacen las grandes compras de esta hierba que produce la bebida nacional. El té japonés, consumido enteramente en el país, es más fuerte que el chino, de un sabor áspero y silvestre. El de Uji ejerce tal influencia sobre el sistema nervioso, que, según cuentan, quien toma dos tazas de él no puede dormir en toda la noche.
Los pueblos que vemos desde el tren ofrecen un aspecto alegre con motivo del año nuevo, cuyas fiestas{300} duran varios días. Todas las poblaciones tienen banderolas y faroles de papel en sus bocacalles. Las fajas de tela están adornadas con rótulos japoneses que no podemos entender. Pero los caracteres del alfabeto nipón con sus misteriosas y complicadas formas, representan un valioso elemento decorativo. Hay letras que parecen monigotes gesticulantes, otras semejan paisajes ó bestias monstruosas. Los muskos, libres de la escuela en estos días, pueblan la atmósfera con una fauna de cometas en forma de dragones, que ondean sobre el azul celeste sus rabos de papel.
Nara es la ciudad más antigua del Japón, la primera que habitaron los Mikados en una época casi fabulosa, cuando mantenían trato frecuente con sus abuelos los dioses y la historia del país era un relato mitológico en el que se mezclaban héroes y divinidades.
Uno de los personajes de la mitología japonesa vino á Nara montado en un gran ciervo, y desde entonces la ciudad mira con simpatía á los animales de esta especie. El Parque Sagrado de Nara tiene siempre una población de venados, que se renueva hace más de mil años, sin cambiar de sitio. En la actualidad son unos setecientos los que trotan por sus senderos confiadamente, saliendo al encuentro de los transeuntes, para toparles con un testuz suave, si no les ofrecen algo de comer.
Como todas las ciudades que viven de la afluencia de peregrinos, Nara es una aglomeración de posadas, figones y pequeños comercios de objetos piadosos y «recuerdos» del país. Atravesamos en koruma la calle principal, compuesta por entero de tiendas de esta especie, y vamos directamente al famoso parque.
Sus árboles centenarios no son más grandes que los de Niko. Tampoco tiene los abundantes arroyos que canturrean junto á los mausoleos de los dos Shogunes. Pero{301} las colinas de Nara son muy húmedas, en las oquedades que existen entre ellas se abren las copas azules de varios lagos pequeños y el musgo esparce su verde capa sobre la piedra, lo mismo que en la Montaña Sagrada. Los matorrales son más espesos y altos que en Niko, y los venados que pueblan la selva de Nara saltan de pronto en medio del camino, con gran estrépito de ramaje que se doblega ó se quiebra.
A estos venados que recuerdan la cabalgadura del dios viajero les dan en el país el nombre de kokos. Tal vez esta palabra fué empleada por su eufonía, que atrae á los animales, haciéndolos acudir indefectiblemente á tal llamamiento.
Apenas entramos en el parque, empiezan á correr junto á las korumas varias musmés graciosas, con kimonos á rayas amarillas y negras, y una faja de lazo enorme sobre los riñones. Todas llevan una cestita con galletas de salvado y melaza, agujereadas en su centro y unidas á docenas por un hilo que atraviesa los orificios. Es el manjar predilecto de los ciervos.
Los jayanes de mangas largas y piernas al aire que tiran de nuestros carruajitos están previamente de acuerdo con las vendedoras, y nos explican la costumbre tradicional de dedicar un obsequio á los descendientes de la cabalgadura del dios. Apenas quedan hechas las primeras compras, korumayas y musmés gritan con voz suave y acariciante:
—¡Koko!... ¡Koko!...
Y los kokos empiezan á surgir de todas partes, con la abundancia de una invasión de hormigas.
Son animales de aspecto dulce, pelo blanco y rojo, ojos húmedos y patas ligeras, de elegante trote. Sólo los más jóvenes conservan sus cuernos. Los de algunos años llevan la cabeza completamente mocha con dos muño{302}nes duros que revelan á flor de piel el lugar ocupado por las antiguas astas.
Todos los años, en la fiesta del dios viajero, los guardianes del parque atraen engañosamente á los venados de buena astamenta y se la cortan, para fabricar con su materia objetos piadosos, que los bonzos de Nara envían á las ricas familias de las principales ciudades del Japón.
Ninguno de los kokos muestra timidez. Se aproximan con una confianza que data de siglos, seguros de que el hombre que llega no les hará daño y trae para sus mandíbulas ansiosas el más grato de los alimentos. Si un perro se desliza en este lugar vedado, hombres y mujeres lo persiguen, para que no asuste á las dulces bestias, verdaderas dueñas del parque.
Marchan contoneándose al lado de las ruedas de las korumas. Cuando el visitante continúa su paseo á pie, lo escoltan estirando el cuello y pasan sobre su pecho el babeante hocico. Huelen el paquete que lleva en las manos, pero no osan morderlo. Esperan, con una cortesía que puede llamarse japonesa, á que les ofrezcan una galleta suelta, y la toman gravemente, haciendo reverencias con el testuz. Los más viejos, al alejarse en busca de la generosidad de otros visitantes, muestran dos almohadillas blancas, de pelo rizado y fino, en torno al arranque de su cola.
Después del almuerzo en el Gran Hotel de Nara, hermoso edificio moderno, á orillas de un lago, presenciamos la reunión de todos los venados del parque. Es un acto que se reserva para días de gran concurrencia de viajeros ó cuando, siendo pocos, pueden éstos pagar á los empleados forestales por su trabajo extraordinario.
Un japonés de chaqueta azul, con un crisantemo blanco en la espalda, hace sonar su trompeta en las de{303}siertas avenidas. Oímos su diana marcial alejándose por las tortuosidades y recovecos de la arboleda. Otros hombres gritan con modulaciones especiales para atraer á los kokos. Todos los que hemos costeado el espectáculo nos sentamos en un gran claro del parque.
Se va aproximando la trompeta, y vemos cómo surgen á la vez en un frente de medio kilómetro numerosos «chorros» de venados. Hay que emplear esta palabra, porque la invasión animal tiene el mismo ímpetu múltiple y diverso de las aguas de una inundación colándose en desorden por todos los vacíos que encuentran. Setecientos venados llegan casi á la vez á esta plaza de la selva, precediendo ó siguiendo al hombre de la trompeta y sus acólitos.
El suelo se cubre de un oleaje incesante de pelos rojos y blancos, sobre el cual se alzan centenares de cabezas, unas cornudas, otras con pétreas excrecencias. Suena un ruido suave como de agua corriente. Son los miles de patitas que, al moverse, hacen chirriar la arenilla del escampado.
Las musmés venden enteras sus cestas de galletas y van en busca de otras. Muchos espectadores de esta asamblea animal descienden á la extensa plaza ocupada por los venados, y avanzan en el mar de hocicos suplicantes, de bocas abiertas, deslizando un dulce redondel en cada una de ellas como si echasen cartas á un buzón. Los más audaces, mientras rumian el regalo, marchan detrás del generoso dispensador de tales golosinas y le topan continuamente en la espalda para que se vuelva y repita el obsequio.
Otro atractivo célebre de Nara, después de los ciervos sagrados, son las linternas ó toros. En las diversas colinas del parque, rematadas por pagodas budistas y sintoístas, los caminos están orlados con dobles ó tri{304}ples hileras de linternas de granito sobre torreones de la misma piedra.
Estas pagoditas de luz tienen á veces tres y cuatro siglos de existencia. Las familias ricas del Japón hacían construir en otro tiempo un toro en el Parque de Nara para honrar á sus Ascendientes, y venían á verlo el día de la fiesta de las linternas. Una vez por año los 3.000 ó 4.000 toros que existen bajo las arboledas de Nara se iluminan durante una noche, y hasta de las poblaciones más lejanas vienen gentes para presenciar este espectáculo tradicional.
Los miles de capillitas de piedra tienen en la citada noche alumbrado su interior por una lámpara ó un cirio. Son luces suaves, vagorosas, luces «del otro mundo», como las de los cuentos fantásticos, y los resplandores vacilantes dentro de su jaula de granito dan una vida sobrenatural á la selva obscura y dormida. Admiramos el musgo que cubre la piedra vieja de muchos de los toros. En Nara crece tan abundante y vigoroso este paño vegetal, que cuelga en forma de borlas verdes de los aleros de las linternas.
Presenciamos en una de las pagodas la danza de las bailarinas sagradas del sintoísmo, dos jovencitas que ejercen su profesión con menos gravedad que la sacerdotisa cincuentona de Niko, y ríen mientras bailan, mirando á los visitantes blancos. Su vestimenta y adornos son también menos austeros. Sobre la frente llevan una visera en forma de tejadillo. Pendientes de ella hay varios tubitos de metal, que se entrechocan sonoramente con los movimientos de la danza. Encima han colocado un manojo de claveles. El resto de su traje, aunque es blanco y rojo, como el de la boncesa de Niko, revela en sus adornos una coquetería profana, un deseo de recordar á los fieles que la oficiante es una mujer.{305}
En un pequeño establo cerca de una pagoda vemos un caballito blanco, absolutamente blanco, con las pupilas azules y las córneas rojas. Es una bestia sagrada, mantenida por los bonzos. El dios del templo inmediato llegó á Nara montado en un caballo blanco, y los sacerdotes procuran tener un animal de la misma especie siempre preparado, por si se le ocurre de pronto á su divino señor volverse á las tierras de donde vino hace siglos.
El Parque Sagrado tiene una variada fauna de carácter religioso. Además de sus centenares de kokos descendientes del gran siervo tradicional y del caballito blanco, al que obsequian los visitantes con galletas y terrones de azúcar, existe un lago abundante en peces rojos y dorados, que son igualmente bestias sagradas. Después de tantos años de respeto y generosa nutrición, estos peces han crecido hasta obtener dimensiones monstruosas.
Junto á dicho lago, los habitantes de Nara establecen un mercado de flores y árboles, donde se puede apreciar la habilidad de los japoneses como jardineros de exportación. Yo he visto vender en él naranjos enormes cubiertos de frutos, con las raíces tan hábilmente empaquetadas, que no había mas que subirlos á un carro ó un vagón para replantarlos á muchas leguas de distancia, sin ningún riesgo para su salud vegetal.
Bajo de mi koruma en las afueras de Nara, para visitar la forja de un fabricante de sables y puñales á estilo antiguo. Mientras regateo una daga con funda de bambú, cuyo filo es tan sutil que puede cortar los blanduchos papeles de arroz, me fijo en la casa inmediata, dentro de la cual varios hombres gritan y se mueven como si estuviesen realizando un esfuerzo penoso.
Al verlos de más cerca, oigo las risotadas con que{306} alegran su pesado trabajo. Todos ellos sudan y gesticulan, dando furiosas palmadas sobre una masa blanca. Están fabricando el pan de Año Nuevo, ceremonia tradicional que se repite durante varios días del primer mes.
Van ligeros de ropa, para trabajar con más soltura, pero llevan ceñido á las sienes un estrecho pañuelo rojo, con dos puntas colgantes, parecido al tocado de los aragoneses. Cinco de ellos dan palmadas á la pasta, entonando una melopea ruidosa, y el sexto levanta con ambas manos un mazo de madera pesadísimo y lo deja caer sobre el amasijo.
Es un deporte peligroso, y por eso se entregan á él con una alegría gallarda. El que mueve el mazo procura, con perversa astucia, pillar debajo de éste la mano de alguno de los amasadores, haciéndola añicos. La vanidad de los otros estriba en menudear el palmoteo, escapando con ligereza su diestra del mazazo brutal. Como esta ceremonia del amasijo del Año Nuevo hace sudar copiosamente, exige mucha bebida. Los joviales amasadores huelen á saké, y enardecidos por el alcohol de arroz y sus propios cánticos, se alternan en el manejo del mazo, con el santo deseo de ser más hábiles que los otros y poder aplastar la mano de un amigo.
Estando en la estación de Nara vemos llegar trenes cuyas techumbres blanquean bajo una gruesa capa de nieve. Vienen de la parte del Japón adonde vamos nosotros. En Nara no nieva aún, pero sopla un viento glacial. Esto no impide que muchos campesinos, casi desnudos, pasen tranquilamente junto á los vagones, que dejan caer pedazos de agua congelada. También pasan los eternos niños de las escuelas, con un kimono ligero á redondeles blancos por toda vestidura, gorra de colegial y las piernas al aire, mostrando su carne enrojecida y coriácea por el frío.{307}
En los andenes veo japoneses con un aspecto de súbditos del Mikado antes de que éste ordenase la nueva vida á estilo de Occidente. Algunos viejos llevan barbillas de pelos lacios y la cabellera larga atada sobre el cogote, con una melena á modo de plumero caída sobre la nuca, igual á la de los antiguos samurais. Al mismo tiempo, en las ventanillas de los vagones se muestran japoneses vestidos como los trabajadores occidentales, soldados con uniforme europeo, mujeres de aire independiente que saben ganar su arroz y se han emancipado de la antigua esclavitud femenina.
Hay dos Japones: uno que ha entrado á todo vapor en la evolución universal del progreso, y otro que, por razones políticas interiores y por inercia, quiere permanecer unido á la primitiva tradición. Este espectáculo contradictorio y paradojal no puede durar. Ha persistido algunos años como los platillos de una balanza, no obstante sus pesos distintos, permanecen durante una milésima de segundo igualados en el mismo nivel. Los cincuenta años de civilización moderna japonesa transcurridos hasta el presente significan un breve instante de su historia.
Repito que esta situación anómala no puede mantenerse indefinidamente. El Japón tendrá que volver atrás, si quiere conservar su organización tradicional. Si desea seguir progresando, deberá avanzar, confiándose á lo desconocido, pues representa una candidez infantil querer aprovecharse de las ventajas del progreso y no resignarse á correr sus riesgos y sufrir sus inconvenientes.
El Japón de las ciudades tradicionales, de los bosques sagrados, de las pagodas y las leyendas religiosas, es todavía una realidad; pero no lo es menos el Japón de los grandes centros industriales, de las masas obreras que{308} copian las organizaciones y reivindicaciones de los trabajadores de otros países. El socialismo tiene cada vez más adeptos en los centros industriales del Japón. Hay que imaginarse lo que pueden ser en el porvenir los jornaleros japoneses si dedican á las doctrinas revolucionarias el entusiasmo tenaz, el desprecio á la vida y la escasez de necesidades con que sus ascendientes sirvieron al Mikado.
La organización tradicional todavía es muy fuerte y con hondas raíces, pero resulta indudable que sus directores han perdido la confianza y la tranquilidad de otros tiempos. El gobierno japonés y sus funcionarios dan frecuentemente la prueba de esta inseguridad que les impulsa á emplear procedimientos indignos de un país salido de la barbarie. La policía ha matado á varios japoneses propagandistas del socialismo y á otros individuos, simplemente por pertenecer á las familias de aquéllos.
Un socialista famoso del Japón fué asesinado, estando en la cárcel, por un capitán de gendarmería, y tan escandaloso resultó el crimen, que los tribunales condenaron á varios años de presidio á su autor, aunque excusaron en parte su delito y la lenidad de su propia sentencia declarando que había matado «por desorientación moral, creyendo hacer un bien á su país».
Además, ya existen japoneses que disparan contra el Mikado. El penúltimo emperador, verdadero padre de la patria actual, fué objeto de una tentativa de asesinato político, á pesar de su gloriosa historia.
Estando yo en Nara leo la noticia de que un obrero acaba de disparar un pistoletazo contra el príncipe regente, que es en realidad el emperador.
Hay que haber vivido en este país para darse cuenta con exactitud de lo que significan tales atentados. El em{309}perador es el nieto de los dioses y habla con ellos frecuentemente.
Hasta hace pocos años no se mostraba nunca en público. Seguía la tradición de sus antecesores, que iban escoltados por guerreros de dos sables y si un japonés osaba acercarse al emperador para conocerlo sentía inmediatamente su cabeza desprenderse de los hombros. Aun en la época actual, el representante del Mikado sólo se deja ver en público muy de tarde en tarde... Y cuando esto ocurre, siempre hay algún japonés que tira contra él.
Es como si el Papa se decidiese á salir de su retiro del Vaticano para hacer un viaje por la Vendée ó las Provincias Vascongadas, y el hijo de un antiguo devoto lo saludase con varios tiros de revólver, apuntando á la cabeza.{310}
Osaka y su población industrial.—El famoso Mar Interior.—La isla de Myajima, donde nadie nace y nadie muere.—Ni perros, ni automóviles, ni telégrafo, ni luz eléctrica.—El dulce rincón de la paz y la vanidad patriótica.—El príncipe heredero de Corea, su esposa y su séquito.—Embarque bajo la nieve.—Adiós al Japón insular.—La terrible ironía del Pacífico.
Osaka es la ciudad más populosa del Japón, después de Tokío. En sus barrios céntricos, muchos edificios de pisos numerosos tienen en sus puertas chapas metálicas con rótulos de sociedades industriales. Por todas partes grandes almacenes y oficinas. Los transeuntes van vestidos á la europea, y solamente cuando pasa una mujer que conserva el traje japonés ó al encontrar alguna casita baja de madera que aún subsiste entre edificios enormes, á imitación de los de Nueva York, se recuerda que estamos en el Japón.
Una espesa red se tiende sobre las cruces de los postes y andamiajes férreos de las techumbres: teléfonos, telégrafos, cables conductores de luz y de fuerza. Centenares de chimeneas esparcen borrones de humo sobre un cielo donde hace medio siglo colocaban los artistas del país sus vuelos de blancas cigüeñas.
En algunos talleres las chimeneas de vapor son cuadradas y ostentan en una de sus caras el rótulo del esta{311}blecimiento, según la escritura japonesa, letra sobre letra. Tienen el aspecto de enormes barras de lacre rojizo clavadas en el suelo y con una misteriosa marca de fábrica. Aquí están las grandes manufacturas de la sedería japonesa y todos los centros de la industria moderna del país.
Canales anchísimos parten las principales avenidas. En todos ellos y en el río se ven sampanes de construcción arcaica y remolcadores flamantes llevando las mercancías hacia Kobé, que es en realidad el puerto de Osaka.
Se nota en esta urbe japonesa la influencia de la clase obrera. Al anochecer hay una muchedumbre trabajadora en las calles, compuesta especialmente de mujeres que salen de las hilanderías de seda. Entre estas japonesas y la musmé de hace pocos años existe una diferencia de siglos. Son jornaleras como las de Europa y las imitan en el adorno de su persona. Los hombres están organizados para la resistencia pasiva y la huelga.
Esta muchedumbre sometida á la industria da á Osaka una abundancia extraordinaria de espectáculos públicos y lugares de diversión. Todos los comediantes japoneses pasan por esta ciudad. Hay calles enteras de teatros y cinematógrafos, con carnavalescos adornos de linternas, lienzos escritos y enormes banderas. Como el japonés es sobrio en sus necesidades nutritivas, reserva gran parte del jornal para los recreos nocturnos. El deseo de todas las obreras es ir al cinematógrafo y vestir como las mujeres de Europa. En Osaka se vive ya muy lejos del antiguo Japón, visto en los libros y las estampas.
Salimos de esta ciudad para ir hacia Simonoseki, donde nos despediremos del Japón insular, pasando á la orilla firme de Asia, á la antigua Corea, que es hoy un{312} Japón continental. Pero antes de abandonar la mayor de las islas niponas, todavía volvemos á encontrar el primitivo pueblo japonés, retardatario y enamorado de sus tradiciones.
Marchamos en ferrocarril un día entero, siguiendo las costas del Mar Interior. Aquí están los paisajes y las marinas que copiaron en el transcurso de dos siglos y medio los grandes maestros del arte japonés.
Es un mar que nunca ofrece la desnuda monotonía de los horizontes oceánicos. Siempre tiene en su fondo un promontorio, una cúspide de montaña que emerge solitaria, ó un grupo de islas. El agua, al introducirse en la tierra nipona, ha roído las costas con una sucesión innumerable de cabos, pequeños golfos, bahías casi cerradas y desfiladeros marítimos. Estos últimos son más angostos que muchos ríos, pero de considerable profundidad, que permite el acceso á buques de gran calado y hasta á los paquebotes del Océano.
Pasamos ante golfos de un agua verde y dormida, en la que permanecen inmóviles los sampanes de cabotaje, con velas de persiana y popa de carabela. Más allá vemos deslizarse sobre la superficie acuática, como si marchasen en sentido inverso, grupos de islitas negras, compuestas de picachos volcánicos, que tienen agudas aristas. En otras ensenadas, el Mar Interior está agitado por una desviación caprichosa del viento, y varias filas de olas verdes y blancas se suceden casi tan juntas como los pliegues de un vestido. Es el mar de las estampas japonesas, que parece amanerado y antinatural por invención de los artistas, siendo sin embargo una copia exacta de la realidad.
Muchos pueblecitos de pescadores se extienden entre la playa y la vía férrea. Vemos barcas puntiagudas puestas al seco en plazas, paseos y jardines. Grupos de{313} muskos corretean ante las casitas con techo negro y cóncavo y paredes de madera sin pintar. Todos agitan los brazos y dan gritos viendo el paso del tren, con la exuberancia algo insolente de los muchachos japoneses. Éstos sólo adquieren la amabilidad risueña, concentrada y un poco inquietante del nipón cuando son hombres y las necesidades de la vida los obligan á tal cambio. Por algo las autoridades y las asociaciones cívicas, cuando instituyen premios públicos, los destinan á «las viudas virtuosas» y á «los niños respetuosos».
Al alejarnos por corto tiempo del Mar Interior pasamos ante el castillo de Himaja y otras viviendas fortificadas de los antiguos daimios. Estas residencias feudales tienen cóncavos tejados negros sobre sus murallas, así como en las torres y en el alcázar central. Las almenas al aire libre de los castillos de Europa no existieron en la Edad Media japonesa. Los samurais disparaban sus ballestas bajo techo y arrojaban igualmente piedras y líquidos sobre los asaltantes á cubierto de la lluvia y del sol.
Otra vez viajamos frente al Mar Interior, viendo canales salados que se deslizan como ríos entre la costa firme y las islas inmediatas. Vapores de gran tonelaje avanzan lentamente por estos corredores marítimos. En mitad de los pasos surgen islotes é isleoncillos, que aún los hacen más angostos.
Una rica fauna marina se multiplica en el laberinto de los canales verdes. Las barcas pescadoras son innumerables. Las orillas están ocupadas en un espacio de varios kilómetros por redes y otros artefactos modernos de pesca. Se ve que las poblaciones ribereñas tienen por única industria la explotación de este mar, en el que se quiebra la luz con infinitas variedades, según el contorno de las tierras que lo rodean. En ciertos lugares ce{314}rrados por montañas es á la vez verde, rojo y azul, como si un trozo del arco iris flotase sobre sus aguas.
Empieza á nevar, sin que por ello se oculte el sol. Los campos de arroz brillan lo mismo que espejos dentro de un marco blanco; la nieve ha cubierto sus ribazos. Aumenta el frío á medida que nos vamos alejando de la orilla japonesa que mira á las soledades del Pacífico. Nos aproximamos á Corea, península que al despegarse del continente Asiático recibe en su dorso el frío soplo de los vientos de Siberia.
Abandonamos el tren para visitar la famosa isla de Myajima, la Arcadia japonesa, un pedazo de tierra «donde nadie nace y nadie muere».
El viajero que llegando por Occidente ha desembarcado en Nagasaki y aún no ha visto nada del país, se siente profundamente impresionado por la paz campestre de esta isla. Los que vienen del interior del Japón después de haber visitado la selva de Niko y el parque sagrado de Nara, no pueden sentir del mismo modo las impresiones avasallantes de la novedad.
Myajima, separada de la tierra firme por un canal del Mar Interior, con sus bosques de criptomerios, pinos y árboles frutales que sólo dan flores, es toda ella un templo vegetal dedicado á los dioses. Por sus senderos trotan los venados, lo mismo que en Nara, con la confianza del que no ha conocido nunca el miedo. Nadie puede molestar á estos dulces animales, señores de la isla.
Los antiguos japoneses quisieron hacer de este pedazo de tierra un modelo de lo que sería la vida humana si no existiesen el dolor, la muerte y la necesidad de trabajar para comer.
Una paz absoluta y profunda sale al encuentro del viajero al poner sus pies en la isla. Los venados se acer{315}can á lamerle la mano, en espera de alguna golosina. En las revueltas de los senderos se tropieza con musmés de sonrisa franca que le miran sin los remilgos de la honestidad, como si perteneciesen á un mundo de primitiva inocencia, sin noción alguna de lo que es pecado. En las frondosidades de la selva sagrada va descubriendo capillitas con Budas de piedra, roída por los siglos, y linternas de granito que en ciertas noches esparcen su luz vagorosa para recuerdo de los Antepasados.
Todo lo que representa la vida moderna, con sus ruidos incómodos y sus hediondeces, está prohibido aquí. Ningún perro puede entrar en Myajima, para que los venados no sufran alarmas ni miedos. Además, no se toleran en la isla automóviles, carruajes de caballos, ni simples korumas. Todos deben marchar por sus pies, como en los primeros tiempos de la creación. La gasolina es contrabando. Tampoco son permitidos el telégrafo, el teléfono y la luz eléctrica.
Hasta hace cincuenta años estaba prohibido igualmente nacer ó morir dentro de la isla. Las mujeres embarazadas y los enfermos eran embarcados para la orilla de enfrente. La dulzura de una paz inalterable rodeaba á los habitantes de este paraíso. Todos sonreían. Jamás sonaba una mala palabra, ni las voces coléricas de una contienda.
Ahora la isla feliz conserva sus ciervos familiares y dulces, su arboleda sagrada y rumorosa, pero los habitantes humanos han cambiado. Se nace y se muere sobre su suelo, como en las demás tierras. Hay enfermos, y además hay hoteleros rapaces, que se han establecido en ella atraídos por la gran afluencia de visitantes.
El monumento religioso más frecuentado es una pagoda á orillas del mar, con la plataforma montada sobre pilotes. Aguas adentro, un tori enorme hunde sus dos co{316}lumnas de madera en la superficie tranquila, que refleja su imagen. Es tal vez el pórtico más hermoso del Japón por su emplazamiento marítimo. En cambio, el templo inmediato, cuando baja la marea y queda en seco sobre sus hileras de postes, tiene el aspecto de un balneario.
En el interior de este edificio dedicado á la paz se tropieza inmediatamente con recuerdos de guerra y peligrosas vanidades del patriotismo. Muchos soldados de la contienda ruso-japonesa dejaron aquí sus cucharas como un homenaje á la divinidad. En las paredes hay pinturas, algo primitivas, representando las principales batallas navales de la citada guerra, y el ingenuo artista se complació en detallar el efecto mortal de los tremendos cañonazos.
¿Será la paz un eterno ensueño de los humanos?... Estos hombres amarillos quisieron crear hace siglos un rincón en el que nadie conociese los dolores del nacimiento y de la muerte, un retiro de paz donde hombres y animales ignorasen las emociones del miedo, y el patriotismo viene ahora en peregrinación á depositar sus recuerdos de guerra y cubre las paredes con imágenes de enormes matanzas.
Cuando tomamos el tren para continuar nuestra marcha hacia Simonoseki, nos encontramos con un compañero inesperado de viaje, cuya persona atrae una afluencia oficial en todas las estaciones importantes. Es el príncipe heredero de Corea, que va á pasar una temporada en la capital del país regido en otro tiempo por sus ascendientes. Esto de príncipe heredero no es mas que un título. Nada puede ya heredar, pues el reino de Corea se lo anexionó definitivamente el Japón en 1910.
Vemos en los andenes grupos de militares que vienen por obligación á saludar ceremoniosamente á este príncipe olvidado, sin que les inspire una verdadera curiosi{317}dad. Los guerreros japoneses son los únicos que saben llevar bien su vestimenta de origen europeo. Los gobernadores civiles de las provincias se van presentando puestos de frac, con un lado del pecho cubierto de condecoraciones, lo mismo que un profesor de ocultismo y prestidigitación de los que actúan en los teatros.
La gente popular no se preocupa de este recibimiento monótono y aparatoso. En todos los andenes, por modesta que sea la estación, hay lavabos al aire libre, hechos de azulejos blancos y con espejos ovales. Todos ellos tienen agua caliente en abundancia, y los japoneses que afrontan el frío ligeros de ropa aprovechan la ocasión para lavarse el cuerpo en público, sin recato alguno, con este líquido que humea.
Sigue nevando, cada vez más copiosamente, y cuando llegamos á Simonoseki, á las diez de la noche, á pesar de que el tren se detiene á unos cien metros del embarcadero, resulta penoso el corto trayecto. Nos hundimos en la nieve hasta cerca de la rodilla, y así vamos llegando al buque estrecho y largo, que llena una gran parte del malecón con su pared blanca perforada por redondeles de luz interior.
Desde la última cubierta veo una procesión de linternas igual á las que figuran en las antiguas estampas japonesas. Es el príncipe que viene á embarcarse con todo su cortejo.
A este heredero sin corona, instalado en Tokío, cerca del gobierno, lo casaron con una japonesa de gran familia, para tenerlo de tal modo en la más absoluta sumisión. Gran número de policías, con uniforme ó en traje civil, avanzan sobre la nieve, llevando cada uno de ellos un farol redondo de papel. Entre las dos filas de resplandores rojos y amarillos que danzan sobre el suelo blanco veo venir al príncipe, un personaje asiático, de aspecto{318} decadente, vestido de general japonés y mirando á un lado y á otro mientras sonríe tímido é inquieto.
Delante de él marcha su esposa con una petulancia militar, balanceando marcialmente un brazo, irguiéndose para que la crean más alta, dentro de su gabán de viaje rematado por un sombrero á la moda de Europa. Un oficial va pegado á ella para defenderla de la nieve con un paraguas abierto de brillante cartón. Todas las atenciones son para la japonesa. El marido la sigue como uno de tantos individuos del séquito.
Antes de media hora vamos á alejarnos del Japón insular. Volveremos á encontrarlo en la tierra de Corea, pero ésta sólo es japonesa por las imposiciones de la fuerza y han de pasar muchos años de tranquilidad para que llegue á fundirse verdaderamente con su dominador.
Al alejarnos de las costas del antiguo Imperio del Sol Naciente reflexiono para concentrar y fijar mi opinión definitiva sobre él.
Esta opinión no es firme y homogénea. Resulta doble y contradictoria, como el espíritu del Japón actual. Admiro el enorme esfuerzo realizado por un pueblo que hace medio siglo vivía en su Edad Media y se asimiló en tan corto espacio de tiempo todos los progresos materiales realizados por el resto de la humanidad. Admiro su buena educación y me asombra igualmente su disciplina, que le permitió cambiar de un modo casi instantáneo sus pensamientos, sus costumbres y sus trajes, para obedecer las órdenes innovadoras del Mikado.
Algunos sólo han visto en todo esto una facilidad enorme de imitación, un trabajo simiesco extraordinario. Es cierto que hasta ahora los japoneses no han hecho mas que copiar, sin producir algo verdaderamente original. Pero medio siglo es un plazo muy corto, y no puede exigirse á un pueblo, después de haber{319} realizado en tan pocos años la absorción de varias civilizaciones ajenas, que produzca además obras propias y originales. Queda por ver en lo futuro si el japonés es un simple imitador ó si al dar por terminado el ciclo de su asimilación podrá contribuir al progreso universal con un aporte puramente suyo.
El porvenir del Japón resulta más enigmático que el de otros pueblos. No se sabe si continuará adelante, aceptando el progreso con todas sus consecuencias disolventes para el mundo antiguo, ó sentirá miedo al ver que la masa de su obrerismo, cada vez mayor, apadrina las reivindicaciones sociales de los blancos, y en tal caso se aislará de las demás naciones, cerrando sus puertos como en tiempo de los dos Shogunes.
Lo único que sé con certeza es que este pueblo ha sido elogiado con exceso, adulado en demasía.
Muchos que por ignorancia se imaginaban á los japoneses como unos «monos amarillos» antes de su guerra con Rusia, al verlos luego vencedores los han considerado unos superhombres, admirándolos ciegamente hasta en sus mayores defectos.
Repito que es asombroso el progreso material de este pueblo y las fuerzas defensiva y ofensiva que supo improvisar y organizar en cincuenta años. Pero la suerte le ayudó también de un modo extraordinario, una suerte que ahora parece haberse vuelto de espaldas, dejando caer sobre las islas niponas los cataclismos más destructores.
Para engrandecerse tuvo que batallar con la China, desorganizada y poco propensa á la guerra. Su único enemigo importante fué la Rusia de los zares, podrida hasta la médula por la inmoralidad administrativa, debilitada por el odio popular, y teniendo que mantener sus ejércitos casi en el lado opuesto del planeta, sin otro{320} medio de comunicación que el Transiberiano, ferrocarril incompleto, de vía única.
Las grandes potencias tratan con dureza á este pueblo, que continúa acariciando silenciosamente su ensueño de dominación sobre la mayor parte del Asia. Inglaterra, su antigua maestra y aliada, lo ha dejado de su mano. Los Estados Unidos, instalados en Hawai y en Filipinas, dispensan á la China amenazada una protección que se expresa con regalos más que con palabras.
El Japón siente una cólera sorda, cada vez más grande, al ver que no puede avanzar sin que la mano de alguna de las potencias blancas se apoye en su pecho.
¡Quién sabe si Magallanes, al dar el nombre de Pacífico al mayor de los Océanos, inventó, sin saberlo, la más cruel y sangrienta de las ironías de la Historia!...{321}
Una mala noche sobre las aguas que presenciaron la gran batalla naval de Tsushima.—El frío de Corea.—El traje grotesco de los coreanos.—Sus dos sombreros.—Cómo el Japón se apoderó del reino de la Mañana Tranquila.—Asesinato de la reina por los japoneses.—Horizontes dilatados.—Procesiones de fantasmas.—Cuervos y tumbas.—En Seul.—Las generosas ilusiones de un patriota.
Un barco nevado inspira una tristeza fúnebre.
En tierra, la nieve lo cubre todo con su blancura uniforme, la casa que habitamos, los campos inmediatos, las montañas, el último límite del horizonte. En el mar, la lívida superficie atrae con una succión de boa las blancas mariposas del invierno, haciéndolas desaparecer. Únicamente se amontona la nieve y persiste sobre la cubierta del buque, dándola un aspecto de féretro. Al andar por ella nos hundimos en la pasta glacial y su contacto nos recuerda el frío de la muerte.
Este buque japonés que va hacia Corea es largo, angosto y de poderosa máquina, como un torpedero. Fué construído para la velocidad, sin pensar en los nervios y entrañas de las gentes que irían dentro de él. Como toda su navegación es por un estrecho, el de Tsushima, entre el Japón y el continente asiático, recibe la marejada de lado, y dócil á la ola, se acuesta, navegando largo rato en tal posición, hasta que por las{322} leyes del equilibrio repite su tumbo sobre la banda contraria.
Pasamos una mala noche por la calidad del buque más que por las furias del mar.
Cerca de la isla de Tsushima, situada en mitad del estrecho, es tan violento el oleaje y de tal modo se ladea el barco, que para sostenerme dentro del lecho necesito agarrarme á sus bordes. No pudiendo dormir, salgo de mi camarote, á pesar del frío. En el comedor suena un estrépito de loza rota, que hace correr á los pequeños camareros japoneses.
Veo sentados en el salón, como si estuviesen de visita, á la mayor parte de los personajes del séquito del príncipe. Los militares conservan puestas sus medallas y cordones de oro, sus charreteras, su sable al cinto. Los funcionarios civiles siguen con su larga levita correctamente cruzada y el sombrero de copa en una rodilla.
Son las dos de la mañana. Como en el buque no hay camarotes disponibles para tanta gente, estos personajes amarillos, pequeños y estirados, insensibles á la noche y á la violencia de las olas, continúan en sus asientos sin perder nada de su aspecto oficial, sin desabrocharse un botón, con los ojitos casi cerrados, cambiando solamente de tarde en tarde alguna palabra. Están cumpliendo un servicio patriótico. Son los cortesanos del príncipe de Corea y al mismo tiempo sus guardianes. El príncipe vive sometido al Mikado y perdió todo crédito en su antiguo reino, pero nadie puede adivinar el porvenir, y montando la guardia junto al heredero sin herencia, velan por la seguridad del Japón.
Vuelvo á mi cama, y para entretener el insomnio recuerdo el célebre combate naval de Tsushima, la gran victoria que el almirante Togo obtuvo en estas mismas aguas sobre los rusos. Las sacudidas del mar me humi{323}llan y al mismo tiempo me hacen admirar la barbarie heroica de mis semejantes, que añaden al peligro de la ola y á la violencia del viento el estrago de las armas inventadas por ellos. ¡Valerse del cañón y del torpedo, metidos en unas cajas férreas é inseguras, sobre este mar tempestuoso!...
Hay que reconocer al hombre una brutal superioridad sobre los animales más fieros de la creación. Éstos, cuando se baten por comer, necesitan una tierra sólida y un ambiente tranquilo. Si tiembla el suelo, si estalla una tempestad, si sobreviene una inundación, las bestias más feroces cesan de pelear, el miedo las junta y huyen, sin ocurrírseles insistir en sus agresiones. El animal humano, sobre islas inestables y frágiles construídas por él, dispara cañones monstruosos y sólo piensa en destruir al enemigo que tiene enfrente, sin preocuparse del cariz del cielo, sin acordarse del abismo abierto bajo sus pies. ¡Y este encarnizamiento de su gloriosa superbestialidad empieza á repetirlo ahora en los silenciosos desiertos de la atmósfera!...
Al romper el día es menos violento el balanceo, el mar se va serenando, los objetos recobran el ritmo de su estabilidad, y al fin nos inmovilizamos, llegando á través de los ventanillos del buque un ruido de voces exteriores.
Estamos en Fusán, puerto el más importante de la Corea, organizado por los japoneses con todas las comodidades que exigen los transportes modernos. Desembarcamos fácilmente, y á corta distancia del muelle nos espera el tren que ha de llevarnos en diez horas á Seul, la capital.
Necesito hacer una aclaración. Corea y Seul son nombres que sólo usamos los blancos y desconocen los coreanos. El verdadero nombre de Corea para los del país es Chosen, y Seul se llama en coreano Keijo.{324}
Todos los Imperios del Extremo Oriente tienen un nombre poético, que les dieron sus primitivos habitantes de acuerdo con sus observaciones geográficas ó su vanidad patriótica.
Los japoneses llamaron siempre á su país Imperio del Sol Naciente. Como ven surgir el sol por el lado del Pacífico, el nombre no es inexacto. Pero juzgando lo que les rodeaba por sus propias sensaciones, llamaron á la China Imperio del Sol Poniente, ya que por el lado de esta nación continental descendía y se ocultaba el astro diurno.
El nombre de China lo ignoraron completamente los chinos hasta hace poco. Por primera vez se ha usado de un modo oficial al proclamarse la República. En los numerosos siglos que duró el régimen de los emperadores, el vastísimo país amarillo se tituló Imperio de Enmedio. Admitían que el Japón fuese el país del Sol Naciente, pero ellos no podían ser el del Sol Poniente, pues veían descender á éste más allá de sus dominios, en tierras desconocidas.
Colocado entre el Imperio del Sol Naciente y el Imperio de Enmedio, tomó el reino de Corea el título que le quedaba disponible, y se llamó Cho-Sen, que significa «Mañana Tranquila» ó «Mañana Fresca».
Pisamos el suelo del ex reino de la Mañana Tranquila. El día es clarísimo, luce un sol juvenil en un cielo de nítido azul, pero el frío resulta extraordinario: un frío más crudo y hostil que el de los países donde fueron establecidas las grandes urbes humanas.
De las fuentes de la estación y del muelle, así como de las techumbres de los vagones, penden estalactitas de hielo. Arroyos y charcas parecen de mármol blanco y bruñido. Hay que llevarse las manos frecuentemente á las orejas y la nariz para frotarlas con violencia. Un{325} viento cortante viene de la Siberia, á través de esta atmósfera azul empapada en luz solar.
Empezamos á ver por todas partes hombres vestidos de blanco, todos ellos con una bata ó amplia camisa hasta los talones, que aletea bajo el viento. Estas vestiduras parecen aumentar con su color de nieve la aguda sensación de frío que nos rodea. Los hombres que trabajan en el puerto llevan, además de su bata, un «pasa-montaña», casco tejido que les llega hasta los hombros y enmascara una parte de su rostro.
Luego, los verdaderos coreanos, los que usan completo el traje nacional, van llegando, atraídos por el desembarco de viajeros. ¿Cómo explicar la extravagancia de su indumento?... Visten todos la túnica blanca y debajo unos calzoncillos de igual color sujetos al tobillo, y unas sandalias de cuero ó de paja. Esto no es extraordinario, aunque resulte poco comprensible que, en una tierra cuyo invierno es de los más crudos, vayan las gentes vestidas veraniegamente, de algodón blanco. Su tocado es lo inverosímil. Todos llevan un sombrero de copa cuyo tamaño no llega á ser el de la mitad de su cabeza: un sombrero como el de los clowns, que se sostiene gracias á unas bridas atadas por debajo de la mandíbula inferior.
Este sombrero no sirve de nada, no puede librarles del sol ni de la lluvia, ni siquiera entra en su cabeza, sosteniéndose en la forma que ya hemos dicho; y sin embargo, la pequeña chistera, que parece fabricada para un niño, es objeto de atenciones y modificaciones, según la época del año. En invierno la llevan metida en una funda de hule reluciente; en verano le quitan dicha envoltura y queda tal como es, de gasa engomada con un armazón de alambre.
De vez en cuando se ve algún coreano que usa otra{326} clase de sombrero, antítesis por su enorme tamaño de la chisterita de payaso. Es una espuerta de paja con la boca invertida, una especie de plato de bordes tan amplios que casi toca los hombros del portador, dejando su rostro invisible. Este sombrero-cúpula sólo lo usan los que están de luto.
Sea cual sea el tocado de sus cabezas, los coreanos van á todas partes con una pipa de bambú de tubo larguísimo, que les precede lo mismo que una antena de insecto ó la hoja del pez-espada. A su final hay un hornillo de barro tan exiguo que pueden llenarlo con un pellizco de tabaco. Nunca abandonan esta pipa, y con ella en la boca labran los campos ó construyen los edificios de las ciudades, lo que da á su trabajo una lentitud soñolienta.
Su estatura aventajada aún parece más alta cuando pasan al lado de sus dominadores los japoneses. Estos pigmeos disciplinados, activos y enérgicos, vestidos de gris, no tienen la majestad de los arrogantes coreanos con sus luengas túnicas blancas. Tal es su aire solemne de personajes decadentes y perezosos, que el observador acaba por acostumbrarse á su pequeño sombrero de payaso, y hasta encuentra cierta belleza á sus rostros largos, de nariz algo aplastada, tez pálida y barbas lacias.
Este reino de la Mañana Tranquila es uno de los lugares del Extremo Oriente que más tardaron en recibir la visita de los blancos. Marco Polo, que estuvo en tantos pueblos del Asia del Este, no pasó nunca por Corea. El primero que penetró en el país fué un jesuíta español, el padre Gregorio de Céspedes, en 1594, pero no pudo ir más allá de los alrededores de Fusán, donde nos hallamos nosotros ahora.
Ningún pueblo asiático fué tan cruel como éste en{327} la persecución de los misioneros cristianos. Los martirios de Corea resultan los más espantosos de todos. Hace cuarenta años nada más, los propagandistas del cristianismo arrostraban aún espeluznantes tormentos al circular cautelosamente sobre esta tierra, visitando los grupos de coreanos que profesaban en secreto dicha religión. Para viajar con más seguridad los misioneros, disfrazados con trajes del país, empleaban el sombrero de luto, que oculta el rostro.
En nuestros tiempos se disputaron este reino decadente la China, Rusia y el Japón. El Imperio chino, gobernado por los soberanos manchures, que procedían de los límites de la Corea, era el dominador. Pero el Imperio del Sol Naciente, deseando esparcir su exceso de población en el suelo asiático, había puesto sus ojos en el país de la Mañana Tranquila.
Con el pretexto de libertar á los coreanos de la «tiranía china», hizo la guerra al Imperio de Enmedio en 1894, obligándolo á que reconociese la independencia de Corea. Después, como los rusos pretendían influir en la política de este país, hizo la guerra á Rusia en 1902, y la batió, siempre por defender la independencia de la pobre Corea. Y en 1910, para que nadie pudiese atentar más contra la tal independencia, se anexionó simplemente la península coreana, declarándola colonia japonesa. Pocas veces se ha visto en la Historia tanta generosidad aparente encubriendo una hipocresía tan cínica.
Hasta fines del siglo XIX la Corea fué un misterio. Ningún explorador europeo había penetrado en ella. Los geógrafos sólo podían saber lo que contaban los marinos después de navegar ante sus costas y los relatos algo vagos de los misioneros, más atentos á la conquista de las almas que al estudio físico del país. Todavía, en 1885,{328} al escribir Elíseo Reclús su famosa Geografía Universal, confesaba la escasez de sus conocimientos sobre la península de Corea, país que «había procurado mantenerse en el olvido sin intervenir en la historia de Asia», añadiendo que el lugar ocupado por este vasto reino daba la impresión de una tierra vacía.
Sólo conocían los europeos relatos confusos y fabulosos sobre Corea. De tarde en tarde se conmovían un poco al enterarse de horribles martirios sufridos por los misioneros. Los japoneses vivían más cerca, su calidad de amarillos les permitía deslizarse en el país, y como estaban enterados de la riqueza de sus minas y de su fertilidad agrícola, descuidada y abandonada, procuraron apoderarse de él por los medios falsamente generosos que hemos indicado.
Hubo una reina de Corea que, en 1895, intentó oponerse á los manejos absorbentes del Japón. Éste iba apoderándose del país con disimulo, y la reina, para contrarrestar su influencia, hizo una política nacionalista, francamente coreana, buscando apoyo para ello en los rusos, ya que las demás potencias europeas no mantenían relaciones seguidas con su patria.
Los japoneses, que son el pueblo más cortés de la tierra, no reconocen obstáculos cuando se proponen la realización de un deseo. Estos hombrecitos risueños y amantes de las flores consideran la muerte como un accidente sin importancia. Y como les estorbaba la reina de Corea, enviaron á Seul un embajador extraordinario, el vizconde Miura Goro, para que organizase simplemente el asesinato de dicha soberana.
Un grupo de bandidos á sueldo invadió pocos días después el palacio de Seul, mientras varios piquetes de soldados japoneses ocupaban sus puertas para que nadie pudiese escapar. Varios oficiales del ejército japo{329}nés acompañaron sable en mano al grupo de asesinos. Y la reina de Corea cayó hecha pedazos bajo tanta cuchillada mortal. Luego, su cadáver fué quemado en un bosquecillo del parque de palacio.
A partir de este crimen político, los monarcas coreanos fueron humildes servidores del Imperio japonés, y al emprender éste su guerra con Rusia y apoderarse militarmente de Corea, no hizo mas que completar una obra preparada desde algunos años antes.
Hoy el ex reino de la Mañana Tranquila es un Japón continental. En los primeros años de ocupación los japoneses se mostraron brutales y crueles. Luego, al quedar dueños absolutos del país con la aquiescencia de todas las naciones, el gobierno japonés ha cambiado de conducta, dedicándose á su fomento industrial y agrícola.
Debe reconocerse que en los últimos años los japoneses llevan hechos grandes trabajos en Corea. Han saneado las ciudades, construído ferrocarriles y carreteras, y sobre todo procuran engrandecer la agricultura canalizando los ríos, creando grandes zonas de riego, repoblando con enormes arboledas las montañas, taladas por los naturales. Tal vez el gobierno de Tokío ha realizado en esta colonización, fuera del antiguo solar patrio, mayores obras que para el progreso de su propio país.
Pero á ello contestan los coreanos que las reformas no las hacen los japoneses para el bienestar de los naturales, sino para mejor desarrollo y estabilidad de las muchedumbres niponas, que han caído sobre la tierra conquistada como una nube de langosta, acaparándolo todo con su actividad absorbente y agresiva. Y esto es tan verdad como lo otro.
Apenas nuestro tren empieza á marchar por las planicies de Corea nos damos cuenta de que hemos entrado{330} en un mundo distinto al del archipiélago japonés. En el Japón no se ven animales en los campos. La tierra es cultivada por el brazo humano, y la mujer trabaja tanto como el hombre. Todo está dividido en reducidas parcelas, y por más que se viaje horas y horas no se sale de una huerta interminable de pequeños cuadros de arroz ó de hortalizas, con surcos escrupulosamente rectos, donde todo está agrupado como en una decoración de teatro. El bambú orla las porciones de tierra cultivada, y entre éstas surgen árboles graciosos cuyas hojas tienen colores de flor.
En el reino de la Mañana Tranquila no existen las amenas sinuosidades del cultivo intensivo. Impera la línea horizontal, como en los desiertos azules del Océano. Nada es reducido y gracioso, todo es amplio y severo. Las montañas tienen más roca que tierra, y brillan bajo el sol con tonos rojos de carne desollada. Únicamente en los valles, atravesados por ríos y arroyos, se extiende un doble cordón de álamos. En el resto del paisaje, la tierra seca por el frío guarda la huella de los surcos, pero no se ven árboles, y el suelo sin labrar sólo alimenta matorrales. Los pueblos tienen un aspecto de pobreza crónica. Las viviendas son cabañas de techo redondo hechas de paja y barro.
Seguimos el curso de un gran río azul con láminas de hielo que se desprenden de las orillas nevadas y flotan sobre la corriente, lentas y cabeceantes. Unos perros enormes saltan junto á la vía é intentan correr á la par del tren, enviándole feroces ladridos. Recuerdo los animales fabulosos de piedra, mezcla de perro y de león, que decoran las escalinatas de los templos japoneses. Estas bestias de granito con mechones puntiagudos, ojos redondos y dentadura aguda de caimán, son llamadas por los budistas «perros celestiales» ó «perros coreanos», por{331} haber tomado los escultores como modelos á los canes de este país.
Vemos marchar á través de los sembrados largas filas de hombres blancos. Las rudas barcazas que descienden el río van tripuladas igualmente por hombres blancos. Los trabajadores que reparan la vía visten de idéntico color. Por todas partes las mismas procesiones blancas, como si fuese este país una tierra de fantasmas que se niegan á ocultarse en las horas de sol. Los menos pobres van montados en bueyes, que aquí sirven de cabalgaduras, sin abandonar por ello la larga pipa de bambú y el sombrerito de copa alta sujeto con cintas.
Pasean á grandes saltos por sembrados y caminos bandas de cuervos, gruesos como pavos. Es la primera aparición de este animal, dueño absoluto del cielo de Asia. Aquí es más grande y pesado, como si engordase con la miseria del país. En China, en la India, en todos los pueblos del mundo antiguo, vamos á encontrarlo más pequeño, más gracioso de movimientos, pero con una abundancia prolífica de calamidad alada.
Hacemos otro descubrimiento que va á acompañarnos por toda China, con la repetición obsesionante de un tema infinito. Vemos en ciertos campos una sucesión de montones redondos de tierra, iguales á los que forman los agricultores para quemar las hierbas nocivas, ó como las cúpulas de los hormigueros en África y América. Son tumbas. Todos los campos tienen algunas, y á veces esta sucesión de montículos ocupa colinas enteras. El Japón oculta discretamente sus sepulcros. En Corea y China la tierra amontonada sobre un ataúd queda así para siempre, y los muertos van ocupando con sus cúpulas una parte considerable del suelo que debe sustentar á los vivos.
Se nota en las montañas y en los sitios no cultivados{332} la despoblación forestal de otras épocas, que ahora procuran remediar los nuevos amos. Corea es un país de rudos inviernos, y sus habitantes no poseen la dureza de los japoneses para arrostrar el frío. Los coreanos han tomado de los chinos su sistema de calefacción. Todas las viviendas, por míseras que sean, tienen un subterráneo de piedra, donde se encienden hogueras que envían su calor á través del piso de tablas. Para poder calentarse durante numerosos siglos, los coreanos han cortado primeramente los troncos de sus bosques, y al fin arrancaron sus raíces.
Los japoneses, al menospreciar á estos amarillos que viven bajo su dominación, dicen que el fuego fué para los coreanos lo que el opio para los chinos. El placer del calor los adormeció, mientras su país iba decayendo.
Cerrada ya la noche llegamos á Seul, la antigua Keijo. Al abandonar el tren podemos darnos cuenta del frío de este país. Hasta ahora sólo lo habíamos sentido al abrir momentáneamente los vidrios de las ventanillas. La tierra está tan endurecida, que cruje bajo los pies como cristal en polvo. Las huellas de las ruedas sobre un suelo que fué blando parecen ahora abiertas con cincel en el granito. Los del país acogen con extrañeza nuestros estremecimientos. La temperatura no es mas que de 12 grados bajo cero; algo primaveral para ellos, que esperan fríos más crueles.
El Gran Hotel de Chosen, donde nos alojamos, está preparado afortunadamente para todos los rigores de este clima. Puertas y ventanas tienen vidrios dobles. La calefacción es generosa y amplia en todas las piezas.
Junto al pórtico hay grupos de mercaderes ambulantes, cuyo aspecto nos hace recordar que ya estamos en la verdadera Asia. En el Japón todos son japoneses. Sólo de tarde en tarde se ve algún blanco, llegado por{333} recreo ó por negocios. En la capital de la Corea nos sale al encuentro el Extremo Oriente cosmopolita.
Mezclados con los coreanos hay mogoles de alta tiara de pieles y casaca hecha con cueros peludos de oso negro; siberianos con gorro de astracán y levita de cosaco, llevando el pecho adornado de cartucheras; judíos rusos de perfil ganchudo; manchures de estatura de gigante y chinos: los primeros chinos que encontramos. Todos ellos ofrecen pieles sueltas de cibelina, de zorro plateado, de otras bestias de pelaje precioso, cazadas en la vecina Siberia. Además venden pequeños objetos de jade, como si fuesen anuncios del arte chino que vamos á encontrar muy pronto.
Después de comer y antes de ir al teatro coreano, hablo con un periodista de Seul, el más célebre de todos ellos, un verdadero héroe. Con el entusiasmo de la juventud, este escritor ha emprendido la generosa aventura de protestar contra la anexión japonesa y defender la antigua independencia coreana.
Sólo le sigue la clase popular, atraída siempre por los luchadores audaces y desinteresados. No tiene otras armas que su pluma y su energía. El gobernador japonés de Corea lo mete con frecuencia en la cárcel por sus artículos, pero el castigo aumenta su popularidad y su propio entusiasmo.
Cuando se reune en Europa algún congreso diplomático, se presenta el doctor Li, que así se llama dicho joven, con una comisión de compatriotas, para exigir que sea devuelta su independencia al país de la Mañana Tranquila. Como posee muchos idiomas, le es fácil expresar su protesta. En Ginebra los señores de la Sociedad de Naciones lo han escuchado muchas veces con aire distraído. ¡Pedir que el Japón renuncie á la Corea, cuando ya la posee hace años y guarda en su propia{334} casa, como un esclavo feliz, al último heredero de sus reyes!... Que se contente con esta única presa es lo que desean las otras potencias.
Si de tarde en tarde pasa por Seul un hombre político ó un escritor conocido, el doctor Li le visita para pedirle que aporte su concurso á la justa empresa de devolver á todo un pueblo la independencia que le arrebataron sin consultarlo.
Oigo en silencio la larga historia de trabajos y penalidades que me cuenta este propagandista de fe robusta de tenacidad quijotesca y al mismo tiempo de una candidez asombrosa en sus ilusiones.
Está convencido de que su causa triunfará finalmente, y confía para ello en Lloyd George y en los Estados Unidos. En una de sus visitas á Europa le prometió Lloyd George, sin pestañear, que Corea sería independiente dentro de diez años justos. ¡Ah, terrible burlón! ¿Por qué diez años y no nueve ú once?...
Para animar á este joven generoso finjo creer en la promesa del político inglés.
—Cuando él dijo eso—añado—sus razones tendrá para afirmarlo. En lo que se refiere á la ayuda de los Estados Unidos, tal vez se vea usted obligado á esperar un poquito más, querido doctor. Antes de exigir al Japón que devuelva á Corea su independencia, los señores de Wáshington tendrán que ocuparse de otros dos países que se llaman Puerto Rico y Filipinas.{335}
Las calles glaciales de Seul.—El teatro coreano.—Espectadores que se obsequian con hornillos encendidos.—La viuda enamorada del bonzo y el guerrero matador de su rival.—Bailes simbólicos.—El antiguo palacio de los reyes coreanos y el Capitolio de cemento de los japoneses.—La Puerta de la Independencia y sus caravanas.—De Seul á Pekín en sesenta días.—Salimos para la China en ferrocarril.—El escenario de la guerra ruso-japonesa.—Llegada á la estación de Mukden.—Grito mágico de los empleados.
Lo que atrajo más la atención de los primeros europeos que visitaron Seul fué la anchura de sus calles principales. Tal amplitud, copiada indudablemente de las avenidas de Pekín, resalta más enorme á causa de la escasa altura de sus edificios. Los japoneses han derribado barrios antiguos para abrir nuevas vías, y exceptuando algunas calles tortuosas donde subsisten por tradición los comercios más ricos, el resto de la ciudad tiene un trazado norteamericano, con amplias avenidas centrales y otras adyacentes, no menos desahogadas.
En estas calles de lejana perspectiva hay filas de postes, cuyos brazos en cruz sostienen numerosos hilos telefónicos y de alumbrado eléctrico. Además, por las avenidas centrales se deslizan los tranvías hasta horas avanzadas de la noche.
Son casi las diez cuando me dirijo solo al teatro co{336}reano. Ocupo una koruma, cuyo conductor tiene el raro arte de hacerse entender gracias á un idioma de su invención, más abundante en gestos que en palabras.
Corre á toda velocidad de sus piernas desnudas, y esta carrera aumenta el frío para mí. Voy envuelto en un gabán de pieles; llevo las piernas enrolladas en una manta, propiedad de mi kurumaya. Siento además sobre mis orejas unas segundas orejas de piel con largos pelos. Aquí todos llevan este adorno, hasta los policías y los soldados. Son dos parches lanudos con un agujero en su centro, para que su portador pueda oir aunque sea con cierta sordina. Pero á pesar de tales abrigos, me siento tan desnudo como en una playa al salir del baño.
Es un frío que cae del cielo y surge de la tierra á un mismo tiempo. Un vientecillo sutil parece arremolinarlo en torno á cada persona, para que no quede ninguna parte de su cuerpo sin conocerlo. Al respirar parece que la pulmonía va á colarse hasta lo más hondo del pecho.
Las tiendas están cerradas; no se ve luz en ninguno de los orificios de sus pequeños pisos superiores. Por el centro de la calle, bajo una hilera de grandes focos eléctricos, se deslizan los tranvías, enviándonos el glacial remolino del aire desplazado por su velocidad. También se cruzan con nosotros algunas korumas, cuyos conductores, medio desnudos y sudorosos, saludan al mío con alegres rugidos.
Entro en el teatro con mi «caballo» nipón, que continúa dándome explicaciones á su modo. Es un teatro blanco, grande y frío, hecho de cemento armado como cualquiera de Europa. Lo único que le distingue de los nuestros es su escenario, con plataforma movible. Mientras en una mitad de ella representan los cómicos, en la otra montan los maquinistas las nuevas decoraciones, y de este modo, al terminar el acto, no hay mas que ha{337}cerla girar para que aparezca el decorado siguiente y continúe la función.
Están representando un drama escrito en coreano, y los personajes necesitan hablar á toda voz para ser entendidos. Muchos espectadores conversan entre ellos al mismo tiempo que escuchan con expresión distraída.
Voy sabiendo, por las explicaciones de mi acompañante, que la protagonista que dialoga en la escena con un cazador es una mala mujer, deseosa de librarse de su esposo, para lo cual seduce al cazador, que se encargará de matarlo. Añade otros detalles que dan una lejana semejanza á esta obra coreana con uno de los dramas del alemán Hauptmann. Pero á mí me interesa más la gran masa de espectadores que veo abajo desde mi asiento del primer piso.
Todos van vestidos de blanco, con la luenga bata tradicional. Parecen un público de albañiles que aún no se han quitado las blusas del trabajo. Como los asientos no están en hileras fijas, los espectadores forman corrillos, según sus predilecciones y amistades. Algunos boys del café inmediato entran y salen para servir las bebidas que les encargan. Pero el género de mayor consumo es el fuego. Los grupos piden hornillos bien rellenos de carbones ardientes, y el boy coloca en medio del corro el deseado brasero, cobrando en seguida su importe. Algunos del grupo, para recibir el calor directamente, permanecen de espaldas al escenario, y sólo vuelven medio rostro cuando entra un personaje nuevo ó el rumor general les indica que va á ocurrir una peripecia interesante.
Encargo yo también un hornillo al mozo del café, y mis blancos vecinos de asiento, con sus mujeres algo marchitas y de flácidos pechos mal ocultos por un pañuelo de colorines, me agradecen, sonriendo, esta exce{338}lente idea. Pero ni con el auxilio del fuego puedo permanecer en este teatro, oyendo un drama que nunca llegaré á entender y aguantando un frío que me obliga á colocar las manos junto á las brasas. A la media hora me vuelvo al Gran Hotel de Chosen, atraído por la seductora tibieza de sus habitaciones.
En la noche siguiente asisto á una representación de bailes coreanos. La orquesta la forman hombres barbudos, que tañen sus instrumentos con gravedad, como si realizasen una función patriótica.
Un joven que ha viajado por muchas repúblicas americanas de lengua española, para ensalzar los progresos de la dominación japonesa en este país, y que yo me imagino á sueldo del gobernador de Corea, nos da primeramente una conferencia en inglés sobre el baile y la música coreana. Lo más interesante para nosotros es conocer el «argumento» de los bailes que vamos á presenciar, pues todos ellos consisten en fábulas dramáticas, expresadas por la danza y la mímica.
El primer baile es la historia de una viuda enamorada de un bonzo, santo varón que no quiere prestarse á sus impúdicos deseos. Esta novela bailada, que recuerda tantas novelas escritas, debe ser muy interesante.
Empieza á sonar la orquesta, compuesta de violines de una sola cuerda, guitarras de largo mástil, timbales y un gong enorme. La viuda sale bailando lentamente de los bastidores. Estas coreanas son menos exiguas de estatura que las japonesas; hay en ellas un poquito más de material femenino. La danzarina lleva una vestidura parda, de luengas mangas que casi tocan el suelo. Gira por el escenario moviendo los brazos y la cabeza, y cuando va transcurrido mucho tiempo sin otra novedad, avanza el músico del gong y lo coloca cerca de ella.
La viuda da vueltas alrededor del metálico redondel,{339} como si éste la atrajese. Luego lo golpea con las puntas de sus mangas, y así se entretiene varios minutos. ¿Cuándo saldrá el bonzo?... Después ya no da con sus mangas al gigantesco cuenco. Lo aporrea con ambos puños, mostrando un frenesí creciente, hasta que, vencida por el estruendo y por su propia excitación, cae al suelo. El público, que está en el secreto, aplaude, la artista se levanta, saluda y desaparece. Ha terminado el baile.
¿Y el bonzo?... El hombre de Dios no sale. Este baile es simbólico, y en ello estriba su mérito. La bailarina ha relatado la historia entera con sus pies, con sus manos, y sobre todo con sus mangas.
Nos cuenta el conferencista la fábula de otro baile que vamos á presenciar. Es la historia de un guerrero celoso de su general porque raptó á su amante. El guerrero consigue sublevar á todo el ejército contra su caudillo; hay batalla, mata á su rival, lo proclaman rey, y después de esto todavía realiza un sinnúmero de cosas que no puedo recordar.
Como ya estoy en pleno simbolismo coreano, espero que una sola bailarina representará con sus gestos al guerrero, al general, á un ejército de varios miles de hombres, al pueblo que aclama al nuevo monarca, etcétera. Pero los organizadores de la representación se han lanzado á hacer gastos extraordinarios por darnos gusto, y en vez de una bailarina veo aparecer dos, con casquetes dorados y unas espaditas de á palmo en sus diestras.
Bailan y bailan con diferentes ritmos. Luego hacen gestos, primeramente de pie y á continuación sentadas, una frente á otra. Chocan sus espaditas, corren, y de pronto saludan y se retiran. Ya está contada la historia, sin que hayamos perdido un solo episodio de ella.
No oso reirme de los bailes coreanos. Temo que á un{340} empresario se le ocurra llevarlos á París con un conferencista joven que explique sus simbolismos en relación con los cánones de la nueva estética. Las damas snobs, siempre al acecho de la última moda, pondrán los ojos en blanco al hablar de ellos, y no faltará quien escriba artículos y hasta libros sobre las sublimidades de un arte incomprensible para los miserables burgueses.
Paso un día corriendo la capital de Corea. En sus vías comerciales encuentro la confusión de tipos y razas que ya había notado en la puerta del hotel el día de mi llegada. Juntos con los hombres del país circulan chinos, mogoles y rusos. Pero los japoneses se han apoderado de la vida de la ciudad, lo mismo que en el campo tomaron posesión de las mejores tierras. Los dueños de los comercios de lujo, los obreros que trabajan en las calles, los kurumayas, todos son japoneses. Ningún coreano se gana la vida tirando de un cochecillo. Tal vez no le darían el permiso necesario para ejercer tal industria. Además, los kurumayas, como signo de su origen superior, llevan una gorra con insignias doradas, á estilo japonés.
Muchos personajes de camisa blanca se han colocado bajo la chisterita con funda de hule una toca, que les cubre desde la mitad de la frente hasta la nuca, y lleva en torno una franja de crines recortadas. Por en medio de la muchedumbre de súbditos resignados pasan en sus korumas y automóviles los altos funcionarios japoneses, con levita y sombrero de copa alta, ó los militares á caballo.
Visito el antiguo y múltiple palacio de los reyes de Corea. A pesar de su abandono, guarda la majestad melancólica de todo lo decaído que fué grande. Quedan fragmentos de la ancha muralla que lo defendía, con{341} sus puertas monumentales. Los diversos pabellones ocupan pequeñas alturas. Al final de sus graderíos de piedra las columnatas de laca roja sostienen techumbres cóncavas de tejas amarillas, por cuyos filos marchan procesiones de monos de bronce y dragones quiméricos.
En un extremo del palacio está el museo coreano, que guarda objetos de las remotas dinastías, cuando la historia del país aún era obscura y confusa. En los edificios que forman su parte central hay una sala de recepciones, de techo altísimo, que deslumbra por la diversidad de sus colores y sus oros. Aquí se conserva el trono de los antiguos soberanos. Detrás de él cubre el muro un riquísimo tapiz de seda con bordados que representan dos faisanes de plumaje multicolor. Esta pareja de aves, hermosas como el arco iris, fueron las bestias heráldicas del reino de la Mañana Tranquila, lo mismo que un par de dragones invertidos simbolizaron siempre al Imperio chino.
Quiero ver el salón donde los japoneses dieron muerte á la reina, y los diversos guías á quienes me dirijo, asombrosos políglotas hasta momentos antes, pierden de pronto el don de lenguas y hasta el oído. No me escuchan, y si insisto no me entienden. Ninguno sabe á qué reina me refiero.
Entro en los jardines del palacio real para conocer su famoso Comedor de Verano. Es un edificio de dos pisos, sin paredes, compuesto únicamente de columnatas y un techo con amplios y elegantes aleros. Este comedor se halla en el centro de un lago y se llega á él por un puente de mármol.
El lago está helado, profundamente helado, con una congelación que llega hasta su fondo, y un enjambre de chicuelos japoneses patina sobre él, dando gritos de triunfo. No miran á los pequeños coreanos que se agru{342}pan en las orillas; muestran la ceguera orgullosa de los hijos de los vencedores, siempre más presuntuosos y crueles que sus padres.
Un acto de bárbara vanidad indigna á todos los viajeros de buen gusto. El gobierno japonés de Corea disponía de numerosos terrenos en la capital, para construir un palacio que albergase al gobernador y sus oficinas principales. Pero los vencedores mostraron empeño en levantar este edificio sobre un patio de la antigua vivienda de los reyes, é imitando torpemente la arquitectura norteamericana han elevado una mala copia del Capitolio de Wáshington, hecha en cemento armado, que aplasta con su masa estúpida los delicados y ligeros pabellones del viejo palacio de la monarquía coreana y los oculta á los ojos del visitante, impidiendo que aprecie su conjunto.
Después de haber visto, lejos de Seul, el famoso «Buda Blanco», imagen enorme esculpida en el corte marmóreo de una montaña, me llevan á visitar la puerta más reciente de la ciudad, un arco de ladrillo y piedra sin ningún valor artístico. Pero esta obra conmemora la independencia de Corea, hace veintiocho años, cuando la libertaron los japoneses de la «tiranía china» para apoderarse luego de ella en absoluto.
Es lugar interesante á causa de la gran afluencia de gentes que pasa por él, y me hace recordar ciertas afueras de Madrid. Numerosos carretones de traperos, con la «busca» juntada en la ciudad, la llevan á los depósitos de inmundicias situados en los campos inmediatos. Los bueyes tiran solos. La yunta es considerada aquí como un lujo y sólo se emplea en vehículos enormes. Otros bueyes de poca alzada llevan cargas al lomo, como las mulas, ó van montados, cual si fuesen caballos, por jinetes de túnica blanca, sombrero de clown y larga pipa. Las{343} mujeres cubren sus aceitosos pelos con un gorro negro de cuartel. Algunos mogoles y manchures, bohemios del desierto, con un perfil picudo de ave de presa, pasan al trote de sus caballitos en perpetua rabia, que muerden el freno arrojando espuma.
De aquí arranca el camino para Pekín. Antes de que se terminase el ferrocarril á la China salían diariamente de esta puerta numerosas caravanas. Ahora todavía se forman, de vez en cuando, luengas filas de mulos y bueyes, que marchan con lento paso hacia la maravillosa urbe, situada para los antiguos coreanos en los últimos confines de la tierra.
Para llegar á Pekín desde esta puerta hay sesenta días de marcha, sesenta jornadas abundantes en privaciones y peligros, á través de tierras poco seguras y de un extremo del inclemente desierto de Gobi. Los blancos, al poder utilizar los diabólicos inventos de nuestros países, hacemos el viaje con más rapidez.
A los tres días de haber llegado á Seul salgo para la Manchuria y la China. Vuelvo á ver desde el vagón los horizontes amplios de Corea, que contrastan con la campiña japonesa, limitada y agradable.
Ríos y lagunas están bajo una gruesa costra de hielo. Los arrozales son láminas de cristal opaco. No se comprende cómo logran los hombres amarillos que el arroz grane en este país de nieve, siendo un producto de las tierras templadas y cálidas.
Sentado á una mesa del vagón-comedor aprecio el rudo contraste entre lo que puedo contemplar desde la ventanilla y lo que me rodea dentro del vehículo.
Comemos á estilo occidental, bebemos Burdeos, y al mismo tiempo, más allá del vidrio en que se apoya uno de mis hombros veo pasar campos nevados, grupos de chozas negras, hombres blancos como espectros, casas de{344} arquitectura china. El criado que nos sirve no es de raza blanca, ni tampoco el cocinero y los demás empleados. Son todos ellos japoneses; pero á estos asiáticos se les encuentra desde la orilla americana del Pacífico, y los consideramos por costumbre como unos amarillos distintos á los otros, como unos parientes por adopción que se han agregado á nuestras civilizaciones.
Al pasar junto á una pequeña ciudad vemos un cortejo nupcial. La novia ocupa un palanquín de colorines rematado por una flor de loto, dorada y balanceante. Detrás marchan los invitados masculinos bajo sombrillas pintadas con ramilletes y dragones. Las damas cierran la marcha sentadas en korumas.
Después de Heijo, ciudad que sigue en importancia á Seul, las montañas son rojas y amarillas. Escasean los arrozales. Los surcos están cubiertos de hielo, y sobre esta blancura uniforme, los caballones, con sus matojos negros, parecen líneas interminables de tinta china.
Empieza á nevar. Al atardecer, todos los campos están cubiertos de nieve reciente y blanquísima. Al ponerse el sol, la llanura y el cielo toman una tonalidad de rosa suave, que hace recordar el color de la sangre anémica. El termómetro marca 14 bajo cero... ¡Y pensar que hace menos de un mes estaba yo en países tropicales, vestido de blanco!
Los coreanos agrupados en las estaciones llevan gorros tártaros y casacas de pieles. Vemos en el campo grandes cortas de árboles, montones de troncos negros por abajo y amerengados en su cúspide. La nieve ya no es granujienta. Parece á la vista pegajosa y compacta, como la albúmina batida.
Corremos en la noche por inmensidades que no podemos ver; oímos títulos de estaciones que nada dicen á nuestra memoria. De tarde en tarde creemos recordar{345} algunos de estos nombres, y evocamos la guerra ruso-japonesa. Sobre estas tierras misteriosas, ocultas en la obscuridad, se mataron miles y miles de hombres hace veintidós años, y el mundo olvidó ya tan espantosa carnicería. Nuevas matanzas humanas han borrado su recuerdo. Y así continuará la historia del hombre, al que llaman el más inteligente de los animales.
En las estaciones hay tártaros y siberianos que ofrecen ricas pieles de bestias cazadas semanas antes. A media noche pasamos un puente y nos detenemos bajo una techumbre enorme. Es Mukden.
No conozco ninguna estación de ferrocarril que despierte tanta curiosidad é interés: ni aun las más célebres de Londres, de Nueva York, de París.
Aquí está el centro de una cruz que forman cuatro vías. Por el Este, ó sea por donde llegamos nosotros, se va al Japón. Por el Norte, á Siberia y á Rusia, pues aquí empieza, en realidad, el famoso Transiberiano. Por el Sur, á una distancia solamente de algunas docenas de kilómetros, está la nueva ciudad de Dairén y el famoso Port-Arthur de la guerra ruso-japonesa. Por el Oeste, se sigue hacia la China.
Cuando echamos pie á tierra, los empleados lanzan á gritos un aviso en chino, en japonés y en inglés; un anuncio de mágica influencia para la imaginación; unas cuantas palabras de extraordinaria novedad, preñadas de ilusiones y esperanzas; algo que no puede oirse muchas veces en la brevedad de una vida humana...
—¡Cambio de tren para Pekín!
FIN DEL TOMO PRIMERO
NOTAS:
[A] En muchas repúblicas de la América de habla española se han publicado numerosas ediciones de estas obras sin permiso del autor.
[B] Musmé, muchacha; musko, muchacho.
[C] El eminente dramaturgo francés Brieux ha publicado en su libro Au Japon estudios muy interesantes sobre la vida doméstica japonesa.
OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR
Terres maudites.—Traducción de G. Hérelle. París.
Fleur de Mai.—Traducción de G. Hérelle. París.
Boue et Roseaux.—Traducción de Maurice Bixio. París.
Dans l’ombre de la cathédrale.—Traducción de G. Hérelle. París.
Terras malditas.—Traducción de Napoleâo Toscano. Lisboa.
A Cathedral.—Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa. Lisboa.
Flor de Mayo.—Traducción de Josy Priems. Zurich.
Die Kathedrale.—Traducción de Josy Priems. Zurich.
Erdfluch.—Traducción de Wilhelm Thal. Berlín.
Schilfund Schlamm.—Traducción de Wilhelm Thal. Berlín.
Der Eindringling.—Traducción de J. Broutá. Berlín.
De Vloek.—Traducción del doctor A. A. Fokker. Haarlem.
Waar Oranjeboomen Blorien.—Traducción del doctor A. A. Fokker. Amsterdam.
Chalupa.—Traducción de A. Pikhart. Praga.
Marná Chlouba.—Traducción de A. Pikhart. Praga.
Ah, il pane!...—Traducción de F. Gelormini. Palermo.
Hvad en Mand har at gove.—Traducción de Johanne Allen. Copenhague.
Vinnyi Sklad.—Traducción de M. Watson. Petersburgo.
Bodega.—Traducción de K. G. Petersburgo.
Geleznodorognoy Zaiaz.—Traducción de M. Watson. Petersburgo.
Naloguiza obnagnenaia.—Traducción de M. Watson. Petersburgo.
Prokliatac Pole.—Traducción de M. Watson. Petersburgo.
Sobor.—Traducción de M. Watson. Petersburgo.
Duoyñoy vistrel.—Traducción de M. Watson. Petersburgo.
La Horde.—Traducción de G. Hérelle. París.
Arènes sanglantes.—Traducción de G. Hérelle. París.
O Intruso.—Traducción de Riveiro de Carvalho. Lisboa.
Miseraveis.—Traducción de Vasco Valdéz. Lisboa.
L’Intrus.—Traducción de Renée Lafont. París.
A Adega.—Traducción de E. Sousa Costa. Lisboa-Rio Janeiro.
Les morts commandent.—Traducción de B. Delaunay. París.
A cortezan de Sagunto.—Traducción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa. Lisboa.
Sur les Orangers.—Traducción de G. Menetrier. París.
The Blood of the Arena.—Traducción de F. Douglas. Chicago.
Sonnica.—Traducción de F. Douglas. Edición de Nueva York y edición de Londres.
The Shadow of the Cathedral.—Traducción de W. A. Gillespie. Londres.
Blood and sand.—Traducción de W. A. Gillespie. Londres.
Obras completas de Blasco Ibáñez (en ruso). Edición en 16 vol. con un retrato del autor.—Traducción de Taitiana Herzenstein y otros. Moscou.
Sangue e Arena.—Traducción de Ida Mango. Nápoles.
Oriente.—Traducción de Ferreira Martins. Lisboa.
Bloed en zand.—Traducción de Van Raalte. Amsterdam.
Die Hetare von Sagunt.—Traducción de W. Leydhecker. Berlín.
Les quatre cavaliers de l’Apocalypse.—Traducción de G. Hérelle. París.
The Matador.—Edición inglesa Nelson. Londres.
Wijn en Liefde.—Traducción de Van Raalte. Amsterdam.
I quattro cavalieri dell’ Apocalipse.—Traducción de Ida Mango. Milán.
The four horsemen of the Apocalypse.—Traducción de Charlotte Brewster Jordan (384 edic.). Edición de Nueva York y edición de Londres.
The Cabin.—Traducción del doctor Francis Haffkine-Snow. Nueva York.
Luna Benamor.—Traducción del doctor Isaac Goldberg. Boston.
The dead command.—Traducción de F. Douglas. Nueva York.
Blood and Sand.—Introduction by Dr. I. Goldberg. Edición de Nueva York y edición de Londres.
The Shadow of the Cathedral.—Introduction by William Dean Howells. Edición de Nueva York y edición de Londres.
The Fruit of the vine (La bodega).—Traducción del Dr. Isaac Goldberg. Edición de Nueva York y edición de Londres.
Our Sea (Mare nostrum).—Traducción de C. Brewster Jordan. Edición de Nueva York y edición de Londres.
De vier ruiters uit de Apocalypsis.—Traducción de Van Raalte. Gravenhage (Holanda).
Woman triumphant.—Traducción de Hayward Keniston. Nueva York.
La Révolution Mexicaine.—Traducción de Louis Fonges. París.
The enemies of Women.—Traducción de Arthur Livingston. Edición de Nueva York y edición de Londres.
Mexico in revolution.—Traducción de J. Padin y Arthur Livingston. Nueva York.
Mare Nostrum.—Traducción de Gilberto Beccari. Florencia.
Fra gli aranci.—Traducción Vitagliano. Milán.
De Dowler beveler.—Traducción de Van Raalte. Amsterdam.
La tragedie sur le lac.—Traducción de Renée Lafont. París.
The Mayflower.—Traducción de A. Livingston. Edición de Nueva York y edición de Londres.
Les ennemis de la femme.—Traducción de A. de Bengoechea. París.
The Torrent (Entre naranjos).—Traducción de I. Golberg y Artur Livingston. Edición de Nueva York y edición de Londres.
Fior di Maggio.—Traducción de Gilberto Beccari. Milán.
Palude tragica.—Traducción de Gilberto Beccari. Milán.
Contes Espagnols d’amour et de mort.—Traducción de F. Menetrier. París.
Vass och Dy.—Traducción de E. Staaff. Estocolmo.
Den Ubudne.—Traducción de Johanne Allen. Copenhague.
Fyrefaegteren.—Traducción de Johanne Allen. Copenhague.
Den gamle Roenne.—Traducción de Johanne Allen. Copenhague.
Os inimigos da mulher.—Traducción de Ferreira Martins. Lisboa.
Luna Benamor.—Traducción de Renée Lafont. París.
Die Apokalyptischen Reiter.—Traducción de E. Koert. Berlín.
Vérzö Aréna.—Traducción de Toth Andras. Budapest.
Május Virága.—Traducción de Berki Miklos y Gyori Karoly. Budapest.
Krev á Písek.—Traducción de María Votrubová-Haunerova. Praga.
Blod og Sand.—Traducción de Sophus Brekke. Prólogo de J. Bojor. Cristiania.
Apokalypsens Fyra Ryttare.—Traducción de Alberto Bonnier. Estocolmo.
Capítulos escogidos de V. Blasco Ibáñez.—Coleccionados por E. Alec Woolf. Editor G. Harrap. Londres.
Probuzeni Budhovo.—Traducción de Ch. Veith. Praga.
Een Liefde Op De Balearen.—Traducción holandesa de P. M. Wink. Zalt Bommel.
Vistas sudamericanas.—Libro para los estudiantes de español, con notas de Carolina Marcial Dorado. Ginn y C.ª, Editores. Nueva York.
La batalla del Marne.—Libro para los estudiantes de español, con notas del profesor Federico de Onís. Heath y C.ª, Editores. Nueva York.
Genski Ray (El paraíso de las mujeres).—Traducción rusa de Tatiana Herzenstein. La Editorial Rusa. Berlín.
A Nogyulolok.—Traducción de Toth Andras. Budapest.
La femme nue de Goya.—Traducción de A. de Bengoechea. París.
La cité des futailles.—Traducción de Renée Lafont. París.
The Temptress.—Traducción de A. Livingston. Nueva York.
Katedrála.—Traducción de Karel Vit. Praga.
Ctyri príserní jezdci z Apokalypsy.—Traducción checoeslovaca de Karel Vit. Ilustraciones de K. Relink. Praga.
Blod och Sand.—Traducción de Bruno Lindblom. Estocolmo.
Förbannad Jord.—Traducción de Adolf Hillman. Estocolmo.
La Tentatrice.—Traducción de Jean Carayón. París.
Mare Nostrum.—Traducción de Karel Vit. Praga.
I morti comandano.—Traducción de Gilberto Beccari y Giulio de Medici. Florencia.
La Tentatrice.—Traducción de Sante Bargellini. Turín.
In the land of Art.—Traducción de Francés Douglas. Nueva York.
Arenes Sanglantes.—Traducción francesa de G. Hérelle. Edición Nelson. Edimburgo (Escocia).
Kvet Cerne Reky.—Traducción de Karel Vit. Praga.
Mokuchi no Shixishi.—Traducción japonesa de Kanzo Miura. Tokío.
Chi to Tsuna.—Traducción japonesa de Atsuchi Sudzuki. Tokío.
Go-gatsu no hana.—Traducción japonesa de Soichi Okabé. Tokío.
Go-gatsu no hana.—Traducción japonesa de Katsuo Urazawa. Tokío.
Shioki ni naru onna.—Traducción japonesa de Hirosada Nagata. Tokío.
Rakuchitsu.—Traducción japonesa de Shiduo Kasai. Tokío.
Seppun.—Traducción japonesa de Shiduo Kasai. Tokío.
Hikigaeru.—Traducción japonesa de Shiduo Kasai. Tokío.
Ibañez Kessakushiu.—Traducción japonesa de la señora Nakagawa. Tokío.
Rodnoe more.—Traducción de M. Watson. Leningrado.
Zemlia disea.—Traducción de M. Watson. Moscou.
Korolawa Calafia.—Traducción de M. B. Batcoh. Leningrado.
OBRAS DEL AUTOR
CON EL NÚMERO DE EJEMPLARES IMPRESOS EN ESPAÑA[A]
DE CADA UNA DE ELLAS,
HASTA ENERO DE 1925
CUENTOS VALENCIANOS. | 60.000 | ejemplares. |
LA CONDENADA (cuentos). | 64.000 | id. |
EN EL PAÍS DEL ARTE (viajes). | 64.000 | id. |
ARROZ Y TARTANA (novela). | 68.000 | id. |
FLOR DE MAYO (novela). | 80.000 | id. |
LA BARRACA (novela). | 104.000 | id. |
SÓNNICA LA CORTESANA (novela). | 56.000 | id. |
ENTRE NARANJOS (novela). | 88.000 | id. |
CAÑAS Y BARRO (novela). | 64.000 | id. |
LA CATEDRAL (novela). | 72.000 | id. |
EL INTRUSO (novela). | 56.000 | id. |
LA BODEGA (novela). | 60.000 | id. |
LA HORDA (novela). | 44.000 | id. |
LA MAJA DESNUDA (novela). | 49.000 | id. |
ORIENTE (viajes). | 52.000 | id. |
SANGRE Y ARENA (novela). | 136.000 | id. |
LOS MUERTOS MANDAN (novela). | 56.000 | id. |
LUNA BENAMOR (novelas). | 48.000 | id. |
LOS ARGONAUTAS (novela).—Dos tomos. | 48.000 | id. |
LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS. | 164.000 | id. |
MARE NOSTRUM (novela). | 104.000 | id. |
LOS ENEMIGOS DE LA MUJER (novela). | 100.000 | id. |
EL MILITARISMO MEJICANO (artículos). | 40.000 | id. |
EL PRÉSTAMO DE LA DIFUNTA (novelas). | 44.000 | id. |
EL PARAÍSO DE LAS MUJERES (novela). | 36.000 | id. |
LA TIERRA DE TODOS (novela). | 66.000 | id. |
LA REINA CALAFIA (novela). | 60.000 | id. |
NOVELAS DE LA COSTA AZUL. | 20.000 | id. |
LA VUELTA AL MUNDO, DE UN NOVELISTA. | 80.000 | id. |
NOVELAS DE PRÓXIMA PUBLICACIÓN | ||
EL PAPA DEL MAR. | ||
Á LOS PIES DE VENUS. | ||
LAS RIQUEZAS DEL GRAN KAN. | ||
EL ORO Y LA MUERTE. |