The Project Gutenberg eBook of Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5), by Conde de Toreno
Title: Historia del levantamiento, guerra y revolución de España (3 de 5)
Author: Conde de Toreno
Release Date: November 23, 2022 [eBook #69411]
Language: Spanish
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Nota de transcripción
p. 1
HISTORIA
DEL
Levantamiento, Guerra y Revolución
de España.
p. 3
HISTORIA
DEL
Levantamiento, Guerra y Revolución
DE ESPAÑA
POR
EL CONDE DE TORENO.
TOMO III.
Madrid:
IMPRENTA DE DON TOMÁS JORDÁN,
1835.
p. 4
... quis nescit, primam esse historiæ legem, ne quid falsi dicere audeat? deinde ne quid veri non audeat? ne qua suspicio gratiæ sit in scribendo? ne qua simultatis?
Cicer., De Oratore, lib. 2, c. 15.
p. 5
RESUMEN
DEL
LIBRO NOVENO.
Conducta de la central después de Medellín. — Su decreto de 18 de abril. — Ideas añejas de algunos de sus individuos. — Repruébalas el gobierno inglés. — Fuerza que adquiere el partido de Jovellanos. — Proposición de Calvo de Rozas para convocar a cortes, 15 de abril. — Ensanche que se da a la imprenta. — Semanario patriótico. — Descontentos con la junta. — Infantado. — Don Francisco Palafox. — Montijo. — Alboroto que promueve el último en Granada, reprimido. — Discútese en la junta convocar a cortes. — Decídese convocar las cortes. — Decreto de 22 de mayo. — Efecto que produce en la opinión. — Restablecimiento de todos los consejos en uno solo. — Operaciones de los ejércitos. — Aragón. — Ríndese Jaca a los franceses. — El P. Consolación. — Pérdida de Monzón. — Son rechazados los franceses en Mequinenza. — p. 6Molina. — Pasa el 5.º cuerpo de Aragón a Castilla. — Suchet sucede a Junot en el mando de Aragón. — Formación del 2.º ejército español de la derecha. — Mándale Blake. — Reino de Valencia. — Reúne Blake el mando de toda la corona de Aragón. — Muévese Blake. — Conmociones en Aragón. — Albelda. — Tamarite. — Abandonan los franceses a Monzón. — En vano intentan recobrarle. — Ríndense 600 franceses. — Entra Blake en Alcañiz. — Va Suchet a su encuentro. — Batalla de Alcañiz. — Retírase Suchet a Zaragoza. — Situación crítica de Suchet. — Partidarios. — Adelántase Blake a Zaragoza. — Batalla de María. — Retírase Blake a Botorrita. — Retírase de Botorrita. — Batalla de Belchite. — Resultas desastradas de la batalla. — Pasa Blake a Cataluña. — Conspiración de Barcelona. — Suplicio de algunos patriotas. — Sucesos del mediodía de España. — Mariscal Victor. — Patriotismo de Extremadura. — Inacción de Victor. — Pasa Lapisse de tierra de Salamanca a Extremadura. — Entra en Alcántara. — Únense Lapisse y Victor. — Marchan contra Portugal. — Desisten de su intento. — Muévese Cuesta. — Partidarios de Extremadura y Toledo. — Vuelan los franceses el puente de Alcántara. — Ejército de la Mancha. — Va a su encuentro sin fruto José Bonaparte. — Campaña de Talavera. — Fuerzas que tomaron parte en ella. — Marcha Wellesley a Extremadura. — Planes diversos de los franceses. — Situación de Soult. — Cuesta en las Casas del Puerto. — Avístase allí con él Wellesley. — Plan que adoptan. — Medidas que había tomado la central. — Marcha adelante el ejército aliado. — p. 7Propone Wellesley a Cuesta atacar. — Rehúsalo el general español. — Incomódase Wellesley. — Avanza solo Cuesta. — Reconcéntranse los franceses. — Avanza Wilson a Navalcarnero. — Peligro que corre el ejército de Cuesta. — Batalla de Talavera 27 y 28 de julio. — Severidad de Cuesta. — Recompensas que da la junta central y el gobierno inglés. — Retíranse los franceses a diversos puntos. — No sigue Wellington el alcance. — Motivos de ello. — Llega Soult a Extremadura. — Va Wellington a su encuentro. — Tropas que se agolpan al valle del Tajo. — Cuesta se retira de Talavera. — El ejército aliado se pone en la orilla izquierda del Tajo. — Paso del Arzobispo por los franceses. — Deja Cuesta el mando. — Sucédele Eguía. — Nuevas disposiciones de los franceses. — Encuéntranse Wilson y Ney en el puerto de Baños. — Extorsiones del ejército de Soult. — Muerte violenta del obispo de Coria. — Ejército de Venegas. — Su marcha. — Nómbrale la junta capitán general de Castilla la Nueva. Su incertidumbre. — Defiende el paso del Tajo en Aranjuez. — Batalla de Almonacid. — Retirada del ejército español. — Su dispersión. — Contestaciones con los ingleses sobre subsistencias. — Llegada a España del marqués de Wellesley. — Plan de subsistencias. — Conducta y tropelías del gobierno de José. — Opinión de Madrid. — Júbilo que allí hubo el día de Santa Ana. — Nuevos decretos de José. — Medidas económicas. — Plata de particulares. — Del palacio. — De iglesias. — Mr. Napier. — Cédulas hipotecarias. — Cédulas de indemnización y recompensa. — Otros decretos.
p. 9
HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
El querer llevar a término en el libro anterior la evacuación de Galicia y de Asturias, nos obligó a no detenernos en nuestra narración hasta tocar con los sucesos de aquellas provincias en el mes de agosto. Volveremos ahora atrás para contar otros no menos importantes que acaecieron en el centro del gobierno supremo y demás partes.
La rota de Medellín sobre el destrozo del ejército había causado en
el pueblo de Sevilla mortales angustias por la siniestra voz esparcida
de que la junta central se iba a Cádiz parap. 10 de allí trasladarse a América. Semejante
nueva solo tuvo origen en los temores de la muchedumbre y en
indiscretas expresiones de individuos de la central. Mas de estos
los que eran de temple sereno y se hallaban resueltos a perecer
antes que a abandonar el territorio peninsular, aquietaron a sus
compañeros y propusieron un decreto publicado en 18 de abril, Su decreto
de 18 de abril. en el cual se
declaraba que nunca «mudaría [la junta] su residencia, sino cuando el
lugar de ella estuviese en peligro o alguna razón de pública utilidad
lo exigiese.» Correspondió este decreto al buen ánimo que había la
junta mostrado al recibir la noticia de la pérdida de aquella batalla,
y a las contestaciones que por este tiempo dio a Sotelo, y que ya
quedan referidas. Así puede con verdad decirse que desde entonces hasta
después de la jornada de Talavera fue cuando obró aquel cuerpo con más
dignidad y acierto en su gobernación.
Antes algunos individuos suyos, si bien noveles repúblicos e hijos
de la insurrección, continuaban tan apegados al estado de cosas de
los reinados anteriores, que aun faltándoles ya el arrimo del conde
de Floridablanca, a duras penas se conseguía separarlos de la senda
que aquel había trazado; presentando obstáculos a cualquiera medida
enérgica, y señaladamente a todas las que se dirigían a la convocación
de cortes, o a desatar algunas de las muchas trabas de la imprenta.
Apareció tan grande su obstinación que no solo provocó murmuraciones
y desvío en la gente ilustrada, según en su lugar se apuntó, sino que
también se disgustaron todasp.
11 las clases; y hasta el mismo gobierno inglés, temeroso de que
se ahogase el entusiasmo público, insinuó en una nota de 20 de julio
de 1809 que [*] Repruébalas
el gobierno
inglés.
(* Ap. n. 9-1.)
«si se atreviera a criticar [son sus palabras] cualquiera de las cosas
que se habían hecho en España, tal vez manifestaría sus dudas... de si
no había habido algún recelo de soltar el freno... a toda la energía
del pueblo contra el enemigo.»
Tan universales clamores y los desastres, principal aunque costoso
despertador de malos o poco advertidos gobiernos, hicieron abrir los
ojos a ciertos centrales y dieron mayor fuerza e influjo al partido
de Jovellanos, Fuerza
que adquiere
el
partido
de Jovellanos. el más sensato y distinguido de
los que dividían a la junta, y al cual se unió el de Calvo de Rozas,
menor en número pero más enérgico e igualmente inclinado a fomentar y
sostener convenientes reformas. Ya dijimos cómo Jovellanos fue quien
primero propuso en Aranjuez llamar a cortes, y también cómo se difirió
para más adelante tratar aquella cuestión. En vano con los reveses
se intentó después renovarla, esquivándola asimismo, mientras vivió,
el presidente conde de Floridablanca; a punto que no contento con
hacer borrar el nombre de cortes que se hallaba inserto en el primer
manifiesto de la central, rehusó firmar este, aun quitada aquella
palabra, enojado con la expresión sustituida de que se restablecerían
«las leyes fundamentales de la monarquía.» Rasgo que pinta lo aferrado
que estaba en sus máximas el antiguo ministro.
Ahora, muerto el conde y algún tanto ablandados los partidarios de sus doctrinas, osó Calvop. 12 de Rozas proponer de nuevo, en 15 de abril, el que se convocase la nación a cortes. Hubo vocales que todavía anduvieron reacios, mas estando la mayoría en favor de la proposición, fue esta admitida a examen; debiendo antes discutirse en las diversas secciones en que para preparar sus trabajos se distribuía la junta.
Por el mismo tiempo diose algún ensanche a la imprenta, y se permitió la continuación del periódico intitulado Semanario patriótico, obra empezada en Madrid por Don Manuel Quintana, y que los contratiempos militares habían interrumpido. Tomáronla en la actualidad a su cargo Don I. Antillón y Don J. Blanco, mereciendo este hecho particular mención por el influjo que ejerció en la opinión aquel periódico, y por haberse tratado en él con toda libertad, y por primera vez en España, graves y diversas materias políticas.
Mudado y mejorado así el rumbo de la junta, aviváronse las esperanzas de los que deseaban unir a la defensa de la patria el establecimiento de buenas instituciones, y se reprimieron aviesas miras de descontentos y perturbadores. Contábanse entre los últimos muchos que estaban en opuestos sentidos, divisándose, al par de individuos del consejo, otros de las juntas, y amigos de la inquisición al lado de los que lo eran de la libertad de imprenta. Desabrido por lo menos se mostró el duque del Infantado, Infantado. no olvidando la preferencia que se daba a Venegas, rival suyo desde la jornada de Uclés. D. Francisco de Palafox. Creíase que no ignoraba los manejos y amaños en que ya entonces andaban Don Francisco de Palafoxp. 13 y el conde del Montijo, Montijo. persuadido el primero de que bastaba su nombre para gobernar el reino, y arrastrado el segundo de su índole inquieta y desasosegada.
Centellearon chispas de conjuración en Granada, a donde el del Montijo, teniendo parciales, había acudido para enseñorearse de la ciudad. Acompañole en su viaje el general inglés Doyle; y el conde, atizador siempre oculto de asonadas, movió el 16 de abril un alboroto en que corrieron las autoridades inminente peligro. La pérdida de estas hubiera sido cierta si el del Montijo al llegar al lance no desmayara, según su costumbre, temiendo ponerse a la cabeza de un regimiento ganado en favor suyo y de la plebe amotinada. La junta provincial, habiendo vuelto del sobresalto, recobró su ascendiente y prendió a los principales instigadores. Mal lo hubiera pasado su encubierto jefe, si, a ruegos de Doyle, a quien escudaba el nombre de inglés, no se le hubiera soltado con tal que se alejara de la ciudad. Pasó el conde a Sanlúcar de Barrameda, y no renunció ni a sus enredos ni a sus tramas. Pero con el malogro de la urdida en Granada desvaneciéronse por entonces las esperanzas de los enemigos de la central, conteniéndolos también la voz pública, que pendiente de la convocación de cortes y temerosa de desuniones quería más bien apoyar al gobierno supremo, en medio de sus defectos, que dar pábulo a la ambición de unos cuantos, cuyo verdadero objeto no era el procomunal.
Mientras tanto, examinada en las diversas secciones de la junta la proposición de Calvo dep. 14 llamar a cortes, pasose a deliberar sobre ella en junta plena. Suscitáronse en su seno opiniones varias, siendo de notar que los individuos que había en aquel cuerpo más respetables por su riqueza, por sus luces y anteriores servicios sostuvieron con ahínco la proposición. De su número fueron el presidente marqués de Astorga, el bailío Don Antonio Valdés, Don Gaspar de Jovellanos, Don Martín de Garay y el marqués de Campo Sagrado. Alabose mucho el voto del último por su concisión y firmeza. Explayó Jovellanos el suyo con la erudición y elocuencia que le eran propias; mas excedió a todos en libertad y en el ensanche que quería dar a la convocatoria de cortes el bailío Valdés, asentando que salvo la religión católica y la conservación de la corona en las sienes de Fernando VII, no deberían dejar aquellas institución alguna ni ramo sin reformar, por estar todos viciados y corrompidos. Dictámenes que prueban hasta qué punto ya entonces reinaba la opinión de la necesidad y conveniencia de juntar cortes entre las personas señaladas por su capacidad, cordura y aun aversión a excesos populares.
Aparecieron como contrarios a la proposición Don José García de la
Torre, Don Sebastián Jócano, D. Rodrigo Riquelme y D. Francisco Javier
Caro. Abogado el primero de Toledo, magistrados los otros dos de poco
crédito por su saber, y el último mero licenciado de la universidad de
Salamanca, no parecía que tuviesen mucho que temer de las cortes ni de
las reformas que resultasen, y sin embargo se oponían a su reunión,
al paso que la apoyaban losp.
15 hombres de mayor valía, y que pudieran con más razón
mostrarse más asombradizos. Decídese
convocar
las cortes. A pesar de los encontrados dictámenes
se aprobó por la gran mayoría de la junta la proposición de Calvo y se
trató luego de extender el decreto.
Al principio presentose una minuta arreglada al voto del bailío
Valdés, mas conceptuando que sus expresiones eran harto libres, y aun
peligrosas en las circunstancias, y alegando de fuera y por su parte
el ministro inglés Frere razones de conveniencia política, variose el
primer texto, acordando en su lugar otro decreto que se publicó con
fecha de 22 de mayo,[2] Decreto
de 22 de
mayo.
(* Ap. n. 9-2.)
y en el que se limitaba la junta a anunciar «el restablecimiento de
la representación legal y conocida de la monarquía en sus antiguas
cortes, convocándose las primeras en el año próximo, o antes si las
circunstancias lo permitiesen.» Decreto tardío y vago, pero primer
fundamento del edificio de libertad que empezaron después a levantar
las cortes congregadas en Cádiz.
Disponíase también, por uno de sus artículos, que una comisión de cinco vocales de la junta se ocupase en reconocer y preparar los trabajos necesarios para el modo de convocar y formar las primeras cortes, debiéndose además consultar acerca de ello a varias corporaciones y personas entendidas en la materia.
El no determinarse día fijo para la convocación, el adoptar el lento y trillado camino de las consultas, y el haber sido nombrados para la comisión indicada, con los señores arzobispo de Laodicea, Castanedo y Jovellanos, los señores Riquelme y Caro, enemigos de la resolución,p. 16 excitó la sospecha de que el decreto promulgado no era sino engañoso señuelo para atraer y alucinar; por lo que su publicación no produjo en favor de la central todo el fruto que era de esperarse.
Poco después disgustó igualmente el restablecimiento de todos los consejos: a sus adversarios por juzgar aquellos cuerpos, particularmente al de Castilla, opuestos a toda variación o mejora, a sus amigos por el modo como se restablecieron. Según decreto de 3 de marzo, debía instalarse de nuevo el consejo real y supremo de Castilla, reasumiéndose en él todas las facultades que, tanto por lo respectivo a España como por lo tocante a Indias, habían ejercido hasta aquel tiempo los demás consejos. Por entonces se suspendió el cumplimiento de este decreto, y solo en 25 de junio se mandó llevar a debido efecto. La reunión y confusión de todos los consejos en uno solo fue lo que incomodó a sus individuos y parciales, y la junta no tardó en sentir de cuán poco le servía dar vida y halagar a enemigo tan declarado.
A pesar de esta alternativa de varias y al parecer encontradas providencias, la junta central, repetimos, se sostuvo desde el abril hasta el agosto de 1809 con más séquito y aplauso que nunca; a lo que también contribuyó no solo haber sido evacuadas algunas provincias del norte, sino el ver que después de las desgracias ocurridas se levantaban de nuevo y con presteza ejércitos en Aragón, Extremadura y otras partes.
Rendida Zaragoza, cayó por algún tiempo enp. 17 desmayo el primero de aquellos reinos. Conociéronlo los franceses, y para no desaprovechar tan buena oportunidad, trataron de apoderarse de las plazas y puntos importantes que todavía no ocupaban. De los dos cuerpos suyos que estuvieron presentes al sitio de Zaragoza, se destinó el 5.º a aquel objeto, permaneciendo el 3.º en la ciudad, cuyos escombros aún ponían espanto al vencedor. Hubieran querido los enemigos enseñorearse de una vez de Jaca, Monzón, Benasque y Mequinenza. Mas, a pesar de su conato, no se hicieron dueños sino de las dos primeras plazas, aprovechándose de la flaqueza de las fortificaciones y falta de recursos, y empleando otros medios además de la fuerza.
Salió para Jaca el ayudante Fabre, del estado mayor, llevando
consigo el regimiento 34.º y un auxiliar de nuevo género, que desdecía
del pensar y costumbres de los militares franceses. Era pues este
un fraile agustino, de nombre fray José de la Consolación, El Padre
Consolación. misionero tenido
en la tierra en gran predicamento, mas de aquellos cuyo traslado con
tanta maestría nos ha delineado el festivo y satírico padre Isla.
El 8 de marzo entró el fray José en la plaza, y la elocuencia que
antes empleaba, si bien con poca mesura, por lo menos en respetables
objetos, sirviole ahora para pregonar su misión en favor de los
enemigos de la patria, no siendo aquella la sola ocasión en que los
franceses se valieron de frailes y de medios análogos a los que
reprendían en los españoles. Convocó a junta el padre Consolación a
las autoridades y a otros religiosos, y saliéndole vanas por esta vez
sus p. 18predicaciones,
fomentó en secreto, ayudado de algunos, la deserción, la cual creció
en tanto grado que no quedando dentro sino poquísimos soldados, tuvo
el 21 que rendirse el teniente-rey Don Francisco Campos, que hacía de
gobernador. Aunque no fuese Jaca plaza de grande importancia por su
fortaleza, éralo por su situación que impedía comunicarse con Francia.
Desacreditose en Aragón el fraile misionero, prevaleciendo sobre el
fanatismo el odio a la dominación extranjera.
Perdiose Monzón a principios de marzo. Había el 1.º del mes llegado a sus muros el marqués de Lazán, procedente de Cataluña y acompañado de la división de que hablamos anteriormente. Adelantose a la sierra de Alcubierre, hasta que sabedor de la rendición de Zaragoza y de que los franceses se acercaban, retrocedió al cuarto día. Don Felipe Perena, a quien había dejado en Berbegal, tampoco tardó en retirarse a Monzón, en donde luego apareció con su brigada el general Girard. Informado Lazán de que el francés traía respetable fuerza, caminó la vuelta de Tortosa, y viéndose solo el gobernador de Monzón, Don Rafael de Anseátegui, desamparó con toda su gente el castillo, evacuando igualmente la villa los vecinos.
No salieron los franceses tan lucidos en otras empresas que en Aragón intentaron, a pesar del abatimiento que había sobrecogido a sus habitantes. El mariscal Mortier, jefe, como sabe el lector, del 5.º cuerpo, quiso apoderarse en persona y de rebate de Mequinenza, villa solo amparada de un muro antiguo y de un mal castillo,p. 19 pero de alguna importancia por ser llave hacia aquella parte del Ebro, y tener su asiento en donde este río y el Segre se juntan en una madre. Tres tentativas hicieron en marzo los enemigos contra la villa: en todas ellas fueron repelidos, auxiliando a los de Mequinenza los vecinos de la Granja, pueblo catalán no muy distante.
Extendiéronse igualmente los franceses vía de Valencia hasta Morella, de donde, exigidas algunas contribuciones, se replegaron a Alcañiz. Por el mediodía de Aragón se enderezaron a Molina, Molina. enojados del brío que mostraban los naturales, quienes, bajo la buena guía de su junta, habían atacado el 22 de marzo y ahuyentado en Truecha 300 infantes y caballos de los contrarios. Por ello, y por verse así cortada la comunicación entre Madrid y Zaragoza, dirigiéronse los últimos en gran número contra Molina, de lo que, advertida su junta, se recogió a cinco leguas en las sierras del señorío. Todos los vecinos desampararon la villa, cuyo casco ocuparon los franceses, mas solo por pocos días.
Napoleón, en tanto, creyendo que los aragoneses estaban sometidos con la caída de Zaragoza, e importándole acudir a Castilla a fin de proseguir las operaciones contra los ingleses, determinó que el 5.º cuerpo marchase a últimos de abril del lado de Valladolid, poniéndole después así como al 2.º y 6.º, según ya se dijo, bajo el mando supremo del mariscal Soult.
Quedó, por consiguiente, para guardar a Aragón solo el tercer cuerpo regido por el general Junot,p. 20 quien permaneció allí corto tiempo, habiendo caído enfermo, y no juzgándosele capaz de gobernar por sí país tan desordenado y poco seguro. Sucediole Suchet, que estaba al frente de una de las divisiones del 5.º cuerpo, y dejando dicho general a Mortier en Castilla, volvió a Zaragoza y se encargó del mando de la provincia y del tercer cuerpo, cuya fuerza se hallaba reducida con las pérdidas experimentadas en el sitio de aquella ciudad y con las enfermedades, notándose además en sus filas muy menguada la virtud militar. Llegó el 19 de marzo a Zaragoza el general Suchet con la esperanza de que tendría suficiente espacio para restablecer el orden y la disciplina sin ser incomodado por los españoles.
Mas engañose, habiendo la junta central acordado con laudable previsión medidas de que luego se empezó a recoger el fruto. Debe mirarse como la más principal la de haber ordenado a mediados de abril la formación de un segundo ejército de la derecha que se denominaría de Aragón y Valencia, y cuyo objeto fuese cubrir las entradas de la última provincia e incomodar a los franceses en la otra. Confiose el mando a Don Joaquín Blake, Mándale Blake. que se hallaba en Tortosa, habiéndole la central poco antes enviado a Cataluña bajo las órdenes de Reding, quien, a su arribo, le destinó a aquella plaza para mandar la división de Lazán acuartelada en su recinto. El nuevo ejército debía componerse de esta misma división que constaba de 4 a 5000 hombres, y de las fuerzas que aprontase Valencia.
p. 21
Rica y populosa esta provincia, hubiera en verdad podido coadyuvar grandemente a aquel objeto, si reyertas interiores no hubieran en parte inutilizado los impulsos de su patriotismo. Habíase su territorio mantenido libre de enemigos desde el junio del año anterior. Continuaba a su frente la primera junta, que era sobrado turbulenta, y permaneció mucho tiempo mandando como capitán general el conde de la Conquista, hombre no muy entusiasmado por la causa nacional, que consideraba perdida. En diciembre de 1808 se recogió allí desde Cuenca, hasta donde había acompañado al ejército del centro, Don José Caro, y con él una corta división. Luego que llegó este a Valencia fue nombrado segundo cabo, y prontamente se aumentaron los piques y sinsabores, queriendo el Don José reemplazar en el mando al de la Conquista. No cortó la discordia el barón de Sabasona, individuo de la central enviado a aquel reino en calidad de comisario: buen patricio, pero ignorante, terco y de fastidiosa arrogancia, no era propio para conciliar voluntades desunidas ni para imponer el debido respeto. Anduvieron pues sueltas mezquinas pasiones, hasta que por fin en abril de 1809 consiguió Caro su objeto, sin que por eso se ahogase, conforme después veremos, la semilla de enredos echada en aquel suelo por hombres inquietos. Así fue que Valencia, a pesar de sus muchos y variados recursos, y de tener cerca a Murcia, libre también de enemigos y sujeta en lo militar a la misma capitanía general, no ayudó por de pronto a Blake con otra fuerza que la de ocho batallones apostadosp. 22 en Morella a las órdenes de Don Pedro Roca.
Con estos, y la división mencionada de Lazán, empezó a formar Don
Joaquín Blake el segundo ejército de la derecha. Entonces solo
trató de disciplinarlos, contentándose con establecer una línea
de comunicación sobre el río Algas, y otra del lado de Morella.
Mas poco después, animado con que la central hubiese añadido a su
mando el de Cataluña, vacante por muerte de Reding, y sabedor de
que la fuerza francesa en Aragón se había reducido a la del tercer
cuerpo, como también que muchos de aquellos moradores se movían,
Muévese Blake. resolvió obrar antes
de lo que pensaba, saliendo de Tortosa el 7 de mayo. Manifestáronse
los primeros síntomas de levantamiento hacia Monzón. Conmociones
en Aragón. Sirvieron de
estímulo las vejaciones y tropelías que cometían en Barbastro y orillas
del Cinca las tropas del general Habert. Dio la señal en principios
de mayo la villa de Albelda, Albelda.
negándose a pagar las contribuciones y repartimientos que le habían
impuesto. Enviaron los franceses gente para castigar tal osadía; mas
protegidos los habitantes por 700 hombres que de Lérida envió el
gobernador Don José Casimiro Lavalle, a las órdenes de los coroneles
Don Felipe Perena y Don Juan Baget, no solo se libertaron del azote
que los amagaba, Tamarite. sino que
también consiguieron escarmentar en Tamarite a los enemigos, cuyo
mayor número se retiró a Barbastro, quedando unos 200 en Monzón. Abandonan
los franceses
a Monzón.
Alentados con el suceso los naturales de esta villa, y cansados del
yugo extranjero, levantáronse contra sus opresores y los obligaron a
retirarse de sus hogares.
p. 23Necesario era que
los franceses vengasen tamaña afrenta. Dirigieron, pues, crecida fuerza
a lo largo de la derecha del Cinca, y el 16 cruzaron este río por el
vado y barca del Pomar. En vano intentaron
recobrarle. Atacaron a Monzón, que guarnecía, con un reducido
batallón y un tercio de miqueletes, Don Felipe Perena: creían ya los
enemigos seguro el triunfo, cuando fueron repelidos y aun desalojados
del lugar del Pueyo. Insistieron al día siguiente en su propósito, y
hasta penetraron en las calles de Monzón; pero acudiendo a tiempo desde
Fonz Don Juan Baget, tuvieron que retirarse con pérdida considerable.
Escarmentados de este modo pidieron socorro a Barbastro, de donde
salieron con presteza en su ayuda 2000 hombres. Desgraciadamente para
ellos, el Cinca, hinchándose con las avenidas, salió de madre y les
impidió vadear sus aguas. Separados por este incidente, y sin poder
comunicarse los franceses de ambas orillas, conocieron su peligro los
que ocupaban la izquierda, y para evitarle corrieron hacia Albalate
en busca del puente de Fraga. Había antes previsto su movimiento el
gobernador español de Lérida, y se encontraron con que aquel paso
estaba ya atajado. Revolvieron entonces sobre Fonz y Estadilla,
queriendo repasar el Cinca del lado de las montañas situadas en la
confluencia del Esera. Hostigados allí por todos lados, faltos de
recursos y sin poder recibir auxilio de sus compañeros de la margen
derecha, Ríndense
600 franceses.
tuvieron que rendirse estos que en vano habían recorrido toda la
izquierda, entregándose prisioneros el 21 de mayo a los jefes
Perena y Baget, en número de unos 600 hombres.p. 24 Encendiose más y más con hecho tan glorioso
la insurrección del paisanaje, y fue estimulado Blake a acelerar sus
movimientos.
Ya este general después de su salida de Tortosa se había aproximado a la división francesa que en Alcañiz y sus alrededores mandaba el general Laval, obligándole a evacuar aquella ciudad el 18 del mes de mayo. Los enemigos todavía no tenían por allí numerosa fuerza, pues dicha división no permanecía entera y reunida en un punto, sino que, acantonada, se extendía hasta Barbastro, mediando el Ebro entre sus esparcidos trozos. Nada hubiera importado a los franceses semejante desparramamiento si no perdieran a Monzón, y si impensadamente no se hubiera aparecido Don Joaquín Blake, cuyos dos acontecimientos supiéronse en Zaragoza el 20 a la propia sazón que Suchet acababa de tomar el mando.
Se desvanecieron por consiguiente los planes de este general de mejorar el estado de su ejército antes de obrar, y en breve se preparó a ir a socorrer a su gente. Dejó en Zaragoza pocas tropas, y llevando consigo la mayor parte de la segunda división marchó a reforzar la primera del mando de Laval, que se reconcentraba en las alturas de Híjar. Juntas ambas ascendían a unos 8000 hombres, de los que 600 eran de caballería. Arengó Suchet a sus tropas, recordoles pasadas glorias, y yendo adelante se aproximó a Alcañiz, en donde ya estaba apostado Don Joaquín Blake. Contaba por su parte el general español, reunidas que fueron las divisiones valenciana de Morella y aragonesa de Tortosa, 8176 infantes y 481 caballos.
p. 25
La derecha al mando de Don Juan Carlos de Aréizaga se alojaba en el cerro de los Pueyos de Fórnoles; la izquierda gobernada por Don Pedro Roca permaneció en el cabezo o cumbre baja de Rodriguer, situándose el centro en el de Capuchinos a las inmediatas órdenes del general en jefe y de su segundo el marqués de Lazán. Corría a la espalda del ejército el río Guadalope, y más allá se descubría colocada en un recuesto la ciudad de Alcañiz.
A las seis de la mañana del 23 aparecieron los enemigos por el
camino de Zaragoza, retirándose a su vista la vanguardia española
que regía Don Pedro Tejada. Pusieron aquellos su primer conato
en apoderarse de la ermita de Fórnoles, atacando el cerro por el
frente y flanco derecho, al mismo tiempo que ocupaban las alturas
inmediatas. Contestaron con acierto los nuestros a sus fuegos, y
repelieron después con serenidad y vigorosamente una columna sólida
de 900 granaderos, que marchaba arma al brazo y con grande algazara.
Queriendo entonces el general Blake causar diversión al enemigo,
envió contra su centro un trozo de gente escogida al mando de Don
Martín de Menchaca. No estorbó esta atinada resolución el que Suchet
repitiese sus ataques para enseñorearse de la ermita de Fórnoles,
si bien infructuosamente, alcanzando gloria y prez Aréizaga y los
españoles que defendían el puesto. Enojados los franceses al ver cuán
inútiles eran sus esfuerzos, revolvieron sobre Menchaca, que acometido
por superiores fuerzas tuvo que recogerse al cerro de la mencionada
ermita. Extendiose en seguidap.
26 la pelea al centro e izquierda española, avanzando una
columna enemiga por el camino de Zaragoza con tal impetuosidad que
por de pronto todo lo arrolló. Mandábala el general francés Fabre, y
sus soldados llegaron al pie de las baterías españolas del centro, en
donde los contuvo y desordenó el fuego vivísimo de los infantes, y el
bien acertado a metralla de la artillería que gobernaba Don Martín
García Loigorri. Rota y deshecha esta columna, tuvieron los enemigos
que replegarse, dejando el camino de Zaragoza cubierto de cadáveres.
Nuestras tropas picaron algún trecho su retirada, y no insistió Blake
en el perseguimiento por la desconfianza que le inspiraba su propia
caballería que anduvo floja en aquella jornada. Perdieron los españoles
de 200 a 300 hombres: los franceses unos 800, quedando herido levemente
en un pie el general Suchet. Retírase Suchet
a Zaragoza. Prosiguieron los últimos por la noche su marcha
retrógrada, y tal era el terror infundido en sus filas que esparcida
la voz de que llegaban los españoles echaron sus soldados a correr, y
mezclados y en confusión llegaron a Samper de Calanda. Avergonzados con
el día volvieron en sí, y pudo Suchet recogerse a Zaragoza, cuyo suelo
pisó de nuevo el 6 de junio.
Satisfecho Blake de haber reanimado a sus tropas con la victoria alcanzada, limitose durante algunos días a ejercitarlas en las maniobras militares, mudando únicamente de acantonamientos. La junta de Valencia acudió en su auxilio con gente y otros socorros, y la central estableciendo un parte o correo extraordinario dos veces por semana, mantuvo activa correspondencia,p. 27 remitiendo en oro y por conducto tan expedito los suficientes caudales. Reforzado el general Blake y con mayores recursos se movió camino de Zaragoza, confiado también en que el entusiasmo de las tropas supliría hasta cierto punto lo que les faltase de aguerridas.
Por su parte el general Suchet tampoco desperdició el tiempo que le
había dejado su contrario, pues acampando su gente en las inmediaciones
de Zaragoza, procuró destruir las causas que habían algún tanto
corrompido la disciplina. Situación crítica
de Suchet. Formó igualmente con objeto de evitar cualquiera
sorpresa atrincheramientos en Torrero y a lo largo de la acequia,
barreó el arrabal, mejoró las fortificaciones de la Aljafería, y envió
camino de Pamplona lo más embarazoso de la artillería y del bagaje.
En las apuradas circunstancias que le rodeaban no solo tenía que prevenirse contra los ataques de Blake, sino también contra las asechanzas de los habitantes, Partidarios. y los esfuerzos de varios partidarios. De estos se adelantó orillas del Jalón un cuerpo franco de 1000 hombres al mando del coronel Don Ramón Gayán, y por el lado de Monzón e izquierda del Ebro acercose al puente del Gállego el brigadier Perena. De suerte que otro descalabro como el de Alcañiz bastaba para que tuviesen los franceses que evacuar a Zaragoza, y dejar libre el reino de Aragón.
Afanado así el general Suchet y lleno de zozobra ocupábase sobre todo en averiguar las operaciones de Don Joaquín Blake, cuando supo que este se aproximaba. Preparose pues a recibirle, y dejando la caballería en el Burgo, distribuyóp. 28 los peones entre el monte Torrero y el monasterio de Santa Fe, camino de Madrid, al paso que destacó a Muel al general Fabre con 1200 hombres.
El ejército español proseguía su movimiento, y engrosadas sus filas con nuevas tropas reunidas de varias partes, pasaba su número de 17.000 hombres. De ellos hallábase el 13 avanzada en Botorrita la división de Don Juan Carlos de Aréizaga, estando en Fuendetodos con los demás Don Joaquín Blake. Noticioso este general de que Fabre se había adelantado de Muel a Longares, apresuró su marcha en la misma tarde con intento de coger al francés entre sus tropas y las de Aréizaga. Mas aquel viéndose cortado del lado de Zaragoza, abandonó un convoy de víveres, y se retiró a Plasencia de Jalón. Inútilmente corrió en su ayuda la segunda división francesa, que ni pudo abrir la comunicación ni apoderarse del puesto que en Botorrita ocupaba Aréizaga, teniendo al fin que replegarse sabedora de que venía sobre ella el grueso del ejército español.
Cerciorado de lo mismo el general Suchet y resuelto a combatir, tomó sus disposiciones. La fuerza con que contaba ascendía a unos 12.000 hombres, debiéndose juntar en breve dos regimientos procedentes de Tudela, y Fabre que desde Plasencia caminaba a Zaragoza. La disciplina de sus soldados se había mejorado, mostrándose más serenos y animados que en Alcañiz.
En la mañana del 15 el general Blake, luego que llegó a María, distante dos leguas y media de Zaragoza, pasó más allá y cruzó el arroyop. 29 que pasa por delante de aquel pueblo. Su ejército estaba distribuido en columnas mandadas por coroneles, y le colocó sobre unas lomas repartido en dos líneas. La primera de estas la mandaba Don Pedro Roca, y en ella se mantuvo desde el principio Don Joaquín Blake. Estaba al frente de la segunda el marqués de Lazán. Situose sobre la derecha, que era la parte más llana, la caballería, capitaneada por el general Odonojú con algunos infantes, apoyándose en el Huerba, cuyas dos orillas ocupaba. La fuerza allí presente no pasaba de 12.000 hombres, continuando destacada en Botorrita la división de Aréizaga compuesta de 5000 combatientes.
Enfrente, y a corta distancia del nuestro, se divisaba el ejército francés, guiado por su general Suchet. Los españoles permanecían quietos en su puesto, y los enemigos no se apresuraron a empeñar la acción hasta las dos de la tarde que les llegó el refuerzo de los regimientos de Tudela. Entonces habiendo dejado de antemano en Torrero al general Laval para tener en respeto a Zaragoza, moviose Suchet por el frente haciendo otro tanto los españoles. Dieron estos muestras de flanquear con su izquierda la derecha de los enemigos, lo cual estorbó el general francés reforzándola, hasta querer por aquella parte romper nuestras filas. Separaba a entrambos ejércitos una quebrada que recibió orden de cruzar el general Musnier, a quien no solo repelieron los españoles, sino que reforzada su izquierda con gente de la derecha le desordenaron y deshicieron. Acudió en su auxilio por mandato de Suchet el intrépido general Harispe, consiguiendo,p. 30 aunque herido, restablecer entre sus tropas el ánimo y la confianza. En aquella hora sobrevino una horrorosa tronada con lluvia y viento que casi suspendió el combate, impidiendo a ambos ejércitos el distinguirse claramente.
Serenado el tiempo, pensó Suchet que sería más fácil romper la derecha no colocada tan ventajosamente, y en donde se hallaba la caballería, inferior a la suya en número y disciplina. Así fue que con una columna avanzó de aquel lado el general Habert, precediéndole Vattier con dos regimientos de caballería. Ejecutada la operación con celeridad se vieron arrollados los jinetes españoles y rota la derecha, apoderándose los franceses de un puentecillo por el cual se cruzaba el arroyo colocado detrás de nuestra posición. Permaneció no obstante firme en esta Don Joaquín Blake, y ayudado de los generales Lazán y Roca resistió durante largo rato y con denuedo a las impetuosas acometidas que por el frente y oblicuamente hicieron los franceses. Al fin, flaqueando algunos cuerpos españoles, se arrojaron todos abajo de las lomas que ocupaban, en cuyas hondonadas, formándose barrizales con la lluvia de la tormenta, se atascaron muchos cañones, de los que en todo se perdieron hasta unos quince. Fueron cogidos prisioneros el general Odonojú y el coronel Menchaca, siendo bastantes los muertos.
Retiráronse después los españoles sin particular molestia, uniéndose en Botorrita a la división de Aréizaga, que lastimosamente no tomó parte en la acción. Ignoramos las razones que asistieron a Don Joaquín Blake para tenerlap. 31 alejada del campo de batalla. Si fue con intento de buscar en ella refugio en caso de derrota, lo mismo le hubiera encontrado teniéndola más cerca y a su vista, con la diferencia de que, empleados oportunamente sus soldados al desconcertarse la derecha, muy otro hubiera sido el éxito de la refriega, bien disputada por nuestra parte, recientes todavía los laureles de Alcañiz, y desasosegados los franceses con la terrible imagen de Zaragoza, que a la espalda aguardaba silenciosa su libertad.
El general Suchet volvió por la noche a aquella ciudad, mandando al general Laval que de Torrero caminase a amenazar la retaguardia de los españoles. Permaneció Don Joaquín Blake el 16 en Botorrita, resuelto a aguardar a los franceses: pudiera haberle costado cara semejante determinación si el general Laval, descarriado por sus guías, no se hubiese retardado en su marcha. Admirose Suchet al saber que Blake aunque derrotado se mantenía en Botorrita, de cuyo punto no se hubiera tan pronto movido si el amo de la casa donde almorzó Laval no le hubiese avisado de la marcha de este. Así el patriotismo de un individuo preservó quizás al ejército español de un nuevo contratiempo.
Advertido Blake abrevió su retirada, sin que por eso hubiese antes habido ningún empeñado choque. Siguiole Suchet el 17 hasta la Puebla de Albortón, y el 18 ambos ejércitos se encontraron en Belchite. No era el de Blake más numeroso que en María, pues si bien por una parte se le unió la división de Aréizaga y un batallón del regimiento de Granada procedente de Lérida,p. 32 por otra habíase perdido en la acción mucha gente entre muertos y extraviados, y separádose el cuerpo franco de Don Ramón Gayán. Además la disposición de los ánimos era diversa, decaídos con la desgracia. Lo contrario sucedía a los franceses, que recobrado su antiguo aliento y contando casi las mismas fuerzas, podían confiadamente ponerse al riesgo de nuevos combates.
Está Belchite situado en la pendiente de unas alturas que le circuyen de todos lados excepto por el frente y camino de Zaragoza, en donde yacen olivares y hermosas vegas que riegan las aguas de la Cuba o pantano de Almonacid. Don Joaquín Blake puso su derecha en el Calvario, colina en que se respalda Belchite: su centro en Santa Bárbara, punto situado en el mismo pueblo, habiendo prolongado su izquierda hasta la ermita de nuestra señora del Pueyo. En algunas partes formaba el ejército tres líneas. Guarneciéronse los olivares con tiradores, y se apostó la caballería camino de Zaragoza. Aparecieron los franceses por las alturas de la Puebla de Albortón, atacando principalmente nuestra izquierda la división del general Musnier. Amagó de lejos la derecha el general Habert, y tropas ligeras entretuvieron el centro con varias escaramuzas. A él se acogieron luego nuestros soldados de la izquierda, agrupándose alrededor de Belchite y Santa Bárbara, lo que no dejó ya de causar cierta confusión. Sin embargo nuestros fuegos respondieron bien al principio a los de los contrarios, y por todas partes se manifestaban al menos deseos de pelear honradamente.p. 33 Mas a poco incendiándose dos o tres granadas españolas, y cayendo una del enemigo en medio de un regimiento, espantáronse unos, cundió el miedo a otros, y terror pánico se extendió a todas las filas, siendo arrastrados en el remolino mal de su grado aun los más valerosos. Solos quedaron en medio de la posición los generales Blake, Lazán y Roca, con algunos oficiales; los demás casi todos huyeron o fueron atropellados. Sentimos, por ignorarlo, no estampar aquí para eterno baldón el nombre de los causadores de tamaña afrenta. Como la dispersión ocurrió al comenzarse la refriega, pocos fueron los muertos y pocos los prisioneros, ayudando a los cobardes el conocimiento del terreno. Perdiéronse nueve o diez cañones que quedaban después de la batalla de María, y perdiose sobre todo el fruto de muchos meses de trabajos, afanes y preparativos. Aunque es cierto que no fue Don Joaquín Blake quien dio inmediata ocasión a la derrota, censurose con razón en aquel general la extremada confianza de aventurar una segunda acción tres días después de la pérdida de la de María, debiendo temer que tropas nuevas como las suyas no podían haber olvidado tan pronto tan reciente y grave desgracia.
Los franceses avanzaron el mismo 18 a Alcañiz. Los españoles se retiraron en más o menos desorden a puntos diversos: la división aragonesa de Lazán a Tortosa de donde había salido, la de Valencia a Morella y San Mateo: acompañaron a ambas varios de los nuevos refuerzos, algunos tiraron a otros lados. También repartiendo en columnas su ejército el generalp. 34 francés, dirigió una la vuelta de Tortosa, otra del lado de Morella, y apostó al general Musnier en Alcañiz y orillas del Guadalope. En cuanto a él, después de pasar en persona el Ebro por Caspe, de reconocer a Mequinenza y de recuperar a Monzón, volvió a Zaragoza, habiendo dejado de observación en la línea del Cinca al general Habert.
Ganada la batalla de Belchite, si tal nombre merece, y despejada la tierra, figurose Suchet que sería árbitro de entregarse descansadamente al cuidado interior de su provincia. En breve se desengañó, porque animados los naturales al recibo de las noticias de otras partes, y engrosándose las guerrillas y cuerpos francos con los dispersos del ejército vencido, apareció la insurrección, como veremos después, más formidable que antes, encarnizándose la guerra de un modo desusado.
Desde Tortosa volvió el general Blake la vista al norte de Cataluña, y en especial la fijó en Gerona, de cuyo sitio y anexas operaciones suspenderemos hablar hasta el libro próximo, por no dividir en trozos hecho tan memorable. En lo demás de aquel principado continuaron tropas destacadas, somatenes y partidas incomodando al enemigo, pero de sus esfuerzos no se recogió abundante fruto faltando en aquellas lides el debido orden y concierto.
Tampoco cesaban las correspondencias y tratos con Barcelona, y fue
notable y de tristes resultas lo que ocurrió en mayo. Tramábase ganar
la plaza por sorpresa. El general interino del principado, marqués de
Coupigny, se entendíap. 35
con varios habitantes, debiendo una división suya entrar el 16 a
hurtadillas y por la noche en la ciudad, al mismo tiempo que del lado
de la marina divirtiesen fuerzas navales a los franceses. Mas, avisados
estos, frustraron la tentativa, Suplicio
de
algunos
patriotas. arrestando a varios de los conspiradores
que el 3 de junio pagaron públicamente su arrojo con la vida. Entre
ellos, reportado y con firmeza, respondió al interrogatorio que precedió
al suplicio el doctor Pou de la universidad de Cervera: no menos
atrevido se mostró un mozo del comercio llamado Juan Massana, quien
ofendido de la palabra traidor con que le apellidó el general francés,
replicole «el traidor es V. E. que con capa de amistad se ha apoderado
de nuestras fortalezas.» Recompensó el patíbulo tamaño brío.
Había alterado al gobierno de José la excursión de Blake en Aragón, a
punto de pedir a Saint-Cyr que de Cataluña cayese sobre la retaguardia
del general español. Graves razones le asistían para tal cuidado, Sucesos
del mediodía
de España. pues
además de las inmediatas resultas de la campaña, temía el influjo que
podía esta ejercer en el mediodía de España, donde el estado de cosas
cada día presagiaba extensas e importantes operaciones militares.
Por lo cual será bien que volviendo atrás relatemos lo que por allí
pasaba.
Después de la batalla de Medellín había sentado el mariscal Victor sus reales en Mérida, ciudad célebre por los restos de antigüedades que aún conserva, y desde la cual situada en feraz terreno se podía fácilmente observar la plaza de Badajoz, y tener en respeto las reliquiasp. 36 del ejército de Don Gregorio de la Cuesta. Para mayor seguridad de sus cuarteles fortificó el mariscal francés la casa del Conventual, residencia hoy de un provisor de la orden de Santiago, y antes parte de una fortaleza edificada por los romanos, divisándose todavía del lado de Guadiana, en el lugar llamado el Mirador, un murallón de fábrica portentosa. En lo interior establecieron los franceses un hospital y almacenaron muchos bastimentos.
De Mérida destacaron los enemigos a Badajoz algunas tropas e intimaron la rendición a la plaza, confiados en el terror que había infundido la jornada de Medellín y también en secretos tratos. Salió su esperanza vana, respondiendo a sus proposiciones la junta provincial a cañonazos. Era en esta parte tan unánime la opinión de Extremadura, que por entonces no consiguió el mariscal Victor que pueblo alguno prestase juramento ni reconociese el gobierno intruso. Solo en Mérida obtuvo de varios vecinos, casi a la fuerza, que firmasen una representación congratulatoria a José; mas el acto produjo tal escándalo en toda la provincia, que al decretar la junta contra los firmantes formación de causa, prefirieron estos comparecer en Badajoz y correr todo riesgo a mancillar su fama con la tacha de traidores. Su espontánea presentación los libertó de castigo. No era extraño que los naturales mirasen con malos ojos a los que seguían las banderas del extranjero, cuando este saqueaba y asolaba horrorosamente la desgraciada Extremadura.
Por lo demás Victor había permanecido inmoblep. 37 después de lo de Medellín, no tanto porque
temiese invadir la Andalucía cuanto por ser principal deseo del
emperador la ocupación de Portugal. Ya dijimos fuera su plan, que al
tiempo que Soult penetrase aquel reino vía de Galicia, otro tanto
hiciesen Lapisse por Ciudad Rodrigo y Victor por Extremadura. La falta
de comunicaciones impidió dar a lo mandado el debido cumplimiento,
dificultándose estas a punto de que se interrumpieron aun entre
los dos últimos generales. Ocasionoles tamaño embarazo Sir Roberto
Wilson, quien, antes de pasar a Portugal en cooperación de Wellesley,
había destacado dos batallones al puerto de Baños, y cortado así la
correspondencia a los enemigos. Incomodados estos con tales obstáculos,
estuviéronlo mucho más con la insurrección del paisanaje que cundió
por toda la tierra de Ciudad Rodrigo, Pasa
Lapisse
de tierra
de Salamanca
a Extremadura. de
manera que temiendo Lapisse no entrar en Portugal a tiempo, determinó
pasar a Extremadura y obrar de acuerdo con Victor. Así lo verificó
haciendo una marcha rápida sobre Alcántara por el puerto de Perales.
Los vecinos de aquella villa trataron de defender la entrada apostándose en su magnífico puente, mas, vencidos, penetraron los franceses dentro, y en venganza todo lo pillaron y destruyeron, sin que respetasen ni aun los sepulcros. Diéronse no obstante los últimos priesa a evacuarla, continuando por la noche su camino, temerosos del coronel Grant y de Don Carlos de España que seguían su huella, y los cuales, entrando por la mañana en Alcántara, se hallaron con el espantoso espectáculo de casas incendiadasp. 38 y de calles obstruidas de cadáveres. Se incorporó en seguida Lapisse con Victor en Mérida el 19 de abril.
Entonces prevaleciendo ante todo en la mente de los franceses la invasión de Portugal, mandó José al mariscal Victor que en unión con el general Lapisse marchase la vuelta de aquel reino. Parecía oportuno momento para cumplir a lo menos en parte el plan del emperador, pues a la propia sazón se enseñoreaba el mariscal Soult de la provincia de Entre Duero y Miño.
Encaminose pues Victor hacia Alcántara, poniendo al cuidado de
Lapisse repasar el puente, ocupado a su llegada por el coronel inglés
Mayne, quien en ausencia de Wilson al norte de Portugal, mandaba la
legión lusitana. Quiso el inglés volar un arco del puente, y no
habiéndolo conseguido se replegó el 14 de mayo a su antigua posición
de Castelo Branco. Hasta allí, después de cruzar el Tajo, envió Lapisse
sus descubiertas por querer el mariscal Victor ir más adelante. Desisten
de su intento. Mas, aunque
resuelto a ello, detuvieron a este temores del general Mackenzie,
el cual, según apuntamos en el libro anterior, apostado en Abrantes
al avanzar Wellesley a Oporto, salió al encuentro de los franceses
para prevenir su marcha. El movimiento del inglés y voces vagas que
empezaron a correr de la retirada de Soult de las orillas del Duero,
decidieron a Victor no solo a desistir de su primer propósito, sino
también a retroceder a Extremadura.
Por su parte, Don Gregorio de la Cuesta, luego que supo la partida de
aquel mariscal, moviosep. 39
con su ejército, rehecho y engrosado, y puso los reales en la Fuente
del Maestre, amagando sin estrecharle al Conventual de Mérida que
guarnecían los franceses. Victor al volver de su correría se colocó
en Torremocha, vigilando sus puestos avanzados los pasos de Tajo y
Guadiana. Pero su inútil tentativa contra Portugal, el haber asomado
ingleses a los lindes extremeños, y el reequipo y aumento del ejército
de Cuesta, dieron aliento a la población de las riberas del Tajo, la
cual, interceptando las comunicaciones, molestó continuadamente a los
enemigos. Partidarios
de Extremadura
y
Toledo. Mucho estimuló a la insurrección la junta de Extremadura,
enviando para dirigirla a Don José Joaquín de Ayesterán y a Don
Francisco Longedo, quienes de acuerdo con Don Miguel de Quero, que ya
antes había empezado a guerrear en la Higuera de las Dueñas, provincia
de Toledo, juntaron un cuerpo de 600 infantes y 100 caballos bajo
el nombre de voluntarios y lanceros de Cruzada del valle de Tiétar.
Recorriendo la tierra molestaron los convoyes enemigos, y fueron
notables más adelante dos de sus combates, uno trabado el 29 de junio
en el pueblo de Menga con las tropas del general Hugo, comandante de
Ávila, otro el que sostuvieron el 1.º de julio en el puente de Tiétar,
y de cuyas resultas cogieron a los franceses mucho ganado lanar y
vacuno. Se agregó después esta gente a la vanguardia del ejército de
Cuesta.
Mientras tanto el mariscal Victor, viendo lo que crecía el
ejército español, y temeroso de las fuerzas inglesas que se iban
arrimando a Castelo Branco, repasó el Tajo situándose el 19 dep. 40 junio en Plasencia.
Vuelan
los franceses
el puente
de
Alcántara. Poco antes envió un destacamento para volar el famoso
puente de Alcántara, admirable y portentosa obra del tiempo de Trajano,
que nunca fuera tan maltratada como esta vez, habiéndose contentado los
moros y los portugueses en antiguas guerras con cortar uno de sus arcos
más pequeños.
Otras atenciones obligaron luego a Victor a mudar de estancia. En la Mancha y asperezas de Sierra Morena, después que Venegas tomó el mando de aquel ejército, se habían aumentado sus filas, ascendiendo el número de hombres a principios de junio a unos 19.000 infantes y 3000 caballos. Para no permanecer ocioso y foguear su gente, resolvió Venegas salir en 14 del mismo mes de las estrechuras de la sierra y sus cercanías, y recorrer las llanuras de la Mancha. Alcanzaron sus partidas de guerrilla algunas ventajas, y el 28 de junio la división de vanguardia, regida por Don Luis Lacy, escarmentó con gloria al enemigo en el pueblo de Torralba.
La repentina marcha de Venegas asustó en Madrid a José, ya
inquieto, según hemos dicho, con la entrada de Blake en Aragón.
Va a su encuentro
sin fruto
José
Bonaparte. Así fue que, al paso que ordenó a Mortier que
se aproximase por el lado de Castilla la Vieja a las sierras de
Guadarrama, previno al mariscal Victor que poniéndose sobre Talavera
le enviase una división de infantería y la caballería ligera. Agregada
esta fuerza a sus guardias y reserva, se metió José desde Toledo en la
Mancha, y uniéndose con el 4.º cuerpo del mando de Sebastiani, avanzó
hasta Ciudad Real. Venegas, que por entonces no pensaba comprometer sus
huestes, replegosep. 41 a
tiempo, y ordenadamente tornó a Santa Elena. Penetró el rey intruso
hasta Almagro, y no osando arriscarse más adentro, se restituyó a
Madrid devolviendo al mariscal Victor las tropas que de su cuerpo de
ejército había entresacado.
Tales fueron las marchas y correrías que precedieron en Extremadura y Mancha a la campaña llamada de Talavera, la cual siendo de la mayor importancia, exige que antes de entrar en la relación de sus complicados sucesos, contemos las fuerzas que para ella pusieron en juego las diversas partes beligerantes.
De los ocho cuerpos en que Napoleón distribuyó su ejército al
hacer en octubre de 1808 su segunda y terrible invasión, incorporose
más tarde el de Junot con los otros, reduciéndose por consiguiente a
siete el número de todos ellos. Fuerzas
que tomaron
parte en ella. Cinco fueron los que casi en
su totalidad coadyuvaron a la campaña de Talavera. Tres, el 2.º,
5.º y 6.º, acantonados en julio en Valladolid, Salamanca y tierra de
Astorga bajo el mando supremo del mariscal Soult, y el 1.º y 4.º,
alojados por el mismo tiempo en la Mancha y orillas del Tajo hacia
Extremadura. Concurrió también de Madrid la reserva y guardia de José,
pudiéndose calcular que el conjunto de todas estas tropas rayaba en
100.000 hombres. De los españoles vinieron sobre aquellos puntos los
ejércitos de Extremadura y Mancha, el 1.º de 36.000 combatientes,
el 2.º de unos 24.000. La fuerza de Wellesley, acampada en Abrantes
después de su vuelta de Galicia, aunque engrosada con 5000 hombres,
no excedía de 22.000, menguada con los muertos y enfermos. Pasaban de
4000 portuguesesp. 42 y
españoles los que regía el bizarro Sir Roberto Wilson: de los últimos,
dos batallones habían sido destacados del ejército de Cuesta. Además,
15.000 de los primeros, que disciplinaba el general Beresford, desde el
Águeda se trasladaron después hacia Castelo Branco. Por manera que el
número de hombres llamado a lidiar o a cooperar en la campaña era, de
parte de los franceses, según acabamos de decir, de unos 100.000, y de
casi otro tanto de la de los aliados, con la diferencia de ser aquellos
homogéneos y aguerridos, y estos de varia naturaleza y en su mayor
parte noveles y poco ejercitados en las armas.
El general Wellesley, aunque al desembarcar en Lisboa había
conceptuado como más importante la destrucción del mariscal Victor,
empezó sin embargo, conforme relatamos, por arrojar a Soult de Portugal
para caer después más desembarazadamente sobre el primero. Así se lo
había ofrecido al gobierno español al ir a Oporto, rogando que en el
intermedio evitasen los generales españoles de Extremadura y Mancha
todo serio reencuentro con los franceses. Marcha
Wellesley
a Extremadura. Cumpliose por ambas partes lo
prometido; viose forzado Soult a evacuar a Portugal, y Wellesley,
después de haber dado descanso y respiro a sus tropas en Abrantes,
salió de allí el 27 de junio poniéndose en marcha hacia la frontera de
Extremadura.
Andaban los franceses divididos acerca del plan que convendría adoptar en aquellas circunstancias. José deseaba conservar lo conquistado, y sobre todo no abandonar a Madrid, pensando,p. 43 quizá con razón, que la evacuación de la capital imprimiría en los ánimos errados sentimientos, en ocasión en que aún se mostraba viva la campaña de Austria. El mariscal Soult, ateniéndose a reglas de la más elevada estrategia, prescindía de la posesión de más o menos territorio, y opinaba que se obrase en dos grandes cuerpos o masas, cuyos centros se establecerían uno en Toro donde él estaba, y otro donde José residía.
Después de la vuelta de Soult a Castilla nada de particular había ocurrido allí, esforzándose solamente dicho mariscal por arreglar y reconcentrar los tres cuerpos que el emperador había puesto a su cuidado. Encontró en ello estorbos, así en algunas providencias de José que había, según se dijo, llamado hacia Guadarrama a Mortier, y así en la mal dispuesta voluntad del mariscal Ney, quien picado de la preferencia dada por el emperador a su compañero, quería separarse, so pretexto de enfermedad, del mando del 6.º cuerpo. Embarazaban también escaseces de varios efectos, y sobre todo el carecer de artillería el 2.º cuerpo, abandonada a su salida de Portugal. Para remover tales obstáculos, pedir auxilios y predicar en favor de su plan, envió Soult a Madrid al general Foy, que en posta partió el 19 de julio. Tornó este el 24 del mismo, y aunque se remediaron las necesidades más urgentes, y se compusieron hasta cierto punto las desavenencias entre Ney y Soult, no se accedió al plan de campaña que el último proponía, atento solamente José a conjurar el nublado que le amenazaba del lado del Tajo.
p. 44
Manteníase en Extremadura tranquilo D. Gregorio de la Cuesta, en espera del movimiento del general Wellesley, no habiendo emprendido, aunque bien a su pesar, acción alguna de gravedad. Hubo solamente choques parciales, y honró a las armas españolas el que sostuvo en Aljucén Don José de Zayas, y otro que con no menor dicha trabó en Medellín el brigadier Ribas. Forzoso le era al anciano general reprimir su impaciencia, pues tal orden tenía de la junta central. Limitábase a avanzar siempre que los franceses retrocedían, y al situarse en Plasencia el mariscal Victor el 19 de junio, sentó Cuesta el 20 del mismo sus cuarteles en las Casas del Puerto, orilla izquierda del Tajo. Allí aguardó a que adelantasen los ingleses, enviando al comisionado de esta nación, coronel Bourke, a proponer a su general el plan que le parecía más oportuno para abrir la campaña.
Sir Arturo Wellesley después de levantar el 27 de junio su
campo de Abrantes, prosiguió su marcha y estableció el 8 de julio
su cuartel general en Plasencia, Avístase
allí
con él Wellesley. pasando el 10 a avistarse con Cuesta
en las Casas del Puerto. Conferenciaron entre sí largamente ambos
generales, y propuestos varios planes, se adoptó al fin el siguiente
como preferible y más acomodado. Plan
que adoptan. Sir Roberto Wilson con la fuerza de su mando y
dos batallones que Cuesta le proporcionaría, había de marchar el 16
por la Vera de Plasencia con dirección al Alberche, ocupando hasta
Escalona los pueblos de la orilla derecha; el 18 cruzaría el ejército
británico por la Bazagona el Tiétar, en que se había echado un
puente provisional,p. 45
y dirigiéndose por Majadas y Centenilla a Oropesa y al Casar, había
de extender su izquierda hasta San Román y ponerse en contacto con
la división de Wilson. El ejército español de Cuesta cruzando el 19
el Tajo por Almaraz y Puente del Arzobispo había de seguir el camino
real de Talavera, y ocupar el frente del enemigo desde el Casar hasta
el puente de tablas que hay sobre el Tajo en aquella ciudad, mas
procurando en su marcha no embarazar la del ejército aliado. También se
acordó que Venegas, cuyo cuartel general estaba entonces en Santa Cruz
de Mudela, y que dependía hasta cierto punto de Cuesta, avanzase si la
fuerza del general Sebastiani no era superior a la suya, y que pasando
el Tajo por Fuentidueña se pusiese sobre Madrid, debiendo retroceder a
la sierra por Tarancón y Torrejoncillo, en caso que acudiesen contra
él tropas numerosas. Agradó este plan por lo respectivo al movimiento
de Cuesta y de los ingleses: no pareció tan atinado en lo tocante a
Venegas, cuyo ejército alejándose demasiado del centro de operaciones,
ni podía fácilmente darse la mano con los aliados en cualquiera mudanza
de plan que hubiese, ni era posible acudir con prontitud en su auxilio,
si aceleradamente caían reforzados sobre él los enemigos.
Acordes Cuesta y Wellesley volvió el último a Plasencia, e
impensadamente escribió el 16 al ayudante general Don Tomás Odonojú
diciéndole que si bien estaba pronto a ejecutar el plan convenido,
desprovisto su ejército de muchos artículos y sobre todo de
transportes, podríanp. 46
quizá presentarse dificultades inesperadas, y después añadía con tono
más acerbo, que en todo país en que se abre una campaña, debiendo
los naturales proveer de medios de subsistencia, si en este caso no
se proporcionaban, tendría España que pasarse sin la ayuda de los
aliados. Tal fue la primera queja que de este género se suscitó. Medidas
que había tomado
la central.
Había la junta central ofrecido suministrar cuantos auxilios estuviesen
en su mano, y en efecto expidió órdenes premiosas a las juntas de
Badajoz, Plasencia y Ciudad Rodrigo para hacer abundantes acopios de
todos los artículos precisos a la subsistencia del ejército británico,
escogiendo además a Don Juan Lozano de Torres, con los correspondientes
comisarios de guerra, para que le saliesen a recibir a la frontera de
España. Semejantes resoluciones pudieran haber bastado en tiempos
ordinarios, ahora no, mayormente estando nombrado para ejecutarlas el
Lozano de Torres, hombre antes embrollador que prudente y activo. Las
escaseces fueron reales, mas agriándose las contestaciones, se trataron
con injusticia unos y otros, dando ocasión, según después veremos, a
enojos y desabrimientos.
Comenzó no obstante al tiempo convenido la marcha de los ejércitos aliados, haciendo solo en ella los españoles una corta variación por falta de agua en el camino de Talavera. El 21 de julio se alojaban ambos entre Oropesa y Velada: prosiguieron el 22 su camino encontrándose la vanguardia regida por Don José de Zayas con fuerza enemiga, capitaneada por el general Latour-Maubourg. Las escaramuzas duraron partep. 47 del día, portándose nuestros soldados bizarramente, y con eso, y aparecer los ingleses, cruzaron los enemigos el Alberche, estando en Cazalegas el cuartel general del mariscal Victor. Las divisiones de Villatte y Lapisse formaban sobre su derecha en altozanos que dominan la campaña, y la de Ruffin cubría sobre la izquierda tocando al Tajo el puente del Alberche, larguísimo y de tablas, amparado además su desembocadero con 14 piezas de artillería. Ascendían sus fuerzas a 25.000 hombres, y permanecieron en sus puestos los días 22 y 23.
Acercáronse allí por su lado los ejércitos aliados, y Sir Arturo
Wellesley propuso a Don Gregorio de la Cuesta atacar a los enemigos sin
tardanza el mismo 23, mas el general español pidió que se difiriese
hasta la madrugada siguiente. Rehúsalo
el
general
español. Fútiles fueron las razones que después
alegó para tal dilación, contrastando el detenimiento de ahora con el
prurito que tuvo siempre y renovó luego de combatir a todo trance.
Aseguran algunos extranjeros que se negó por ser domingo, mas ni Cuesta
pecaba de tan nimio, ni en España prevalecía semejante preocupación.
Ha habido ingleses que han tachado a cierto oficial del estado mayor
de Cuesta de la nota de entenderse con los enemigos. Ignoramos el
fundamento de sus sospechas. Lo cierto es que los franceses, ya en
situación apurada, decamparon en la noche del 23 al 24, y en lugar
de seguir el camino de Madrid, tomaron por Torrijos el de Toledo.
Falló así destruir al mariscal Victor a la sazón que sus fuerzas eran
inferiores a las aliadas, y falló por la inoportuna prudencia dep. 48 Cuesta, prenda nunca antes
notada entre las de este general.
Incomodado por ello Wellesley, receloso de que continuasen
escaseando las subsistencias, y pareciéndole quizá arriesgado
internarse más antes de estar cierto de lo que pasaba en Castilla la
Vieja, declaró formalmente que no daría un paso más allá del Alberche
a no afianzársele la manutención de sus tropas. Cuesta que el 23 se
remoloneaba para atacar, impelido ahora por aviesa mano, o renaciendo
en su ambicioso ánimo el deseo de entrar antes que ninguno en Madrid,
Avanza solo
Cuesta. marchó solo y sin
los ingleses, y llegó el 24 al Bravo y Cebolla, y adelantándose el 25 a
Santa Olalla y Torrijos, hubo de costar cara su loca temeridad.
Los franceses no se retiraban sino para reconcentrarse y engrosar
sus fuerzas. José después de dejar en Madrid una corta guarnición,
había salido con su guardia y reserva, uniéndose a Victor el 25 por
Vargas y orilla izquierda del Guadarrama. Otro tanto hizo Sebastiani,
que observaba a Venegas en la Mancha cerca de Daimiel, cuando se le
mandó acudir al Tajo. Con esta unión los franceses que poco antes
tenían para oponerse a los aliados solo unos 25.000 hombres, contaban
ahora sobre 50.000 alojados a corta distancia de Cuesta, detrás del
río Guadarrama. Venegas, sabedor de la marcha de Sebastiani, envió
en pos de él y hacia Toledo una división al mando de Don Luis Lacy,
aproximándose en persona a Aranjuez con lo restante de su ejército.
Avanza Wilson
a Navalcarnero. No
por eso dividieron los franceses sus fuerzas, ni tampoco por otros
movimientosp. 49 de Sir
Roberto Wilson, quien extendiéndose con sus tropas por Escalona y la
villa del Prado, se había el 25 metido hasta Navalcarnero, distante
cinco leguas de Madrid, cuyo suceso hubo de causar en la capital un
levantamiento.
Aunque juntos los cuerpos de Victor y Sebastiani con la reserva y guardia de José, no pensaban los franceses empeñarse en acción campal, aguardando a que el mariscal Soult, con los tres cuerpos que capitaneaba en Salamanca, viniese sobre la espalda de los aliados por las sierras que dividen aquellas provincias de la de Extremadura. Plan sabio, de que había sido portador desde Madrid el general Foy, y cuyas resultas hubieran podido ser funestísimas para el ejército combinado. La impaciencia de los franceses malogró en el campo lo que prudentemente se había determinado en el consejo.
Viendo el 26 de julio la indiscreta marcha de Cuesta, quisieron escarmentarle. Así arrollaron aquel día sus puestos avanzados, y aun acometieron a la vanguardia. El comandante de esta, Don José de Zayas, avanzó a las llanuras que se extienden delante de Torrijos, en donde lidió largo rato, tratando solo de retirarse al noticiarle que mayor número de gente venía a su encuentro. Comenzó entonces ordenadamente su movimiento retrógado, pero arredrados los infantes con ver que no podía maniobrar el regimiento de caballería de Villaviciosa metido entre unos vallados, retrocedieron en desorden a Alcabón, a donde corrió en su amparo el duque de Alburquerque, asistido de una divisiónp. 50 de 3000 caballos. Diose con esto tiempo a que la vanguardia se recogiese al grueso del ejército, que teniendo a su cabeza al general Cuesta caminaba no con el mejor concierto a abrigarse del ejército inglés. La vanguardia de este ocupaba a Cazalegas, y su comandante, el general Sherbrooke, hizo ademán de resistir a los enemigos que se detuvieron en su marcha. Parecía que con tal lección se ablandaría la tenacidad del general Cuesta, mas desentendiéndose de las justas reflexiones de Sir Arturo Wellesley, a duras penas consintió repasar el Alberche.
Anunciaba la unión y marcha de los enemigos la proximidad de una batalla, y se preparó a recibirla el general inglés. En consecuencia mandó a Wilson que de Navalcarnero volviese a Escalona, y no dejó tropa alguna a la izquierda del Alberche, resuelto a ocupar una posición ventajosa en la margen opuesta.
Escogió como tal el terreno que se dilata desde Talavera de la Reina hasta más allá del cerro de Medellín, y que abraza en su extensión unos tres cuartos de legua. Alojábase a la derecha y tocando al Tajo el ejército español: ocupaba el inglés la izquierda y centro. Era como sigue la fuerza y distribución de entrambos. Componíase el de los españoles de cinco divisiones de infantería y dos de caballería, sin contar la reserva y vanguardia. Mandaban las últimas Don Juan Berthuy y Don José de Zayas. De las divisiones de caballería, guiaba la primera Don Juan de Henestrosa, la segunda el duque de Alburquerque. Regían las de infantería según el orden de su numeración el marqués de Zayas,p. 51 Don Vicente Iglesias, el marqués de Portago, Don Rafael Manglano y Don Luis Alejandro Bassecourt. El total de tropas españolas, deducidas pérdidas, destacamentos y extravíos, no llegaba a 34.000 hombres, de ellos cerca de 6000 de caballería. Contaban allí los ingleses más de 16.000 infantes y 3000 jinetes repartidos en cuatro divisiones a las órdenes de los generales Sherbrooke, Hill, Mackenzie y Campbell.
La derecha que formaban los españoles se extendía delante de Talavera y detrás de un vallado que hay a la salida. Colocose en frente de la suntuosa ermita de Nuestra Señora del Prado una fuerte batería, con cuyos fuegos se enfilaba el camino real que conduce al puente del Alberche. Por el siniestro costado de los españoles, y en un intermedio que había entre ellos y los ingleses, empezose a construir en un altozano un reducto que no se acabó; viniendo después e inmediatamente la división de Campbell, a la que seguía la de Sherbrooke, cubriendo con la suya la izquierda el general Hill. Permaneció apostada cerca del Alberche la división del general Mackenzie con orden de colocarse en 2.ª línea y detrás de Sherbrooke al trabarse la refriega. Era la llave de la posición el cerro en donde se alojaba Hill, llamado de Medellín, cuya falda baña por delante y defiende con hondo cauce el arroyo Portiña, separándole una cañada por el siniestro lado de los peñascales de la Atalaya e hijuelas de la sierra de Segurilla.
Al amanecer del 27 de julio, poniendo José desde Santa Olalla sus columnas en movimiento, llegaron aquellas a la una del día a las alturasp. 52 de Salinas, izquierda del Alberche. Sus jefes no podían ni aun de allí descubrir distintamente las maniobras del ejército combinado, plantado el terreno de olivos y moreras. Mas, escuchando José al mariscal Victor que conocía aquel país, tomó en su consecuencia las convenientes disposiciones. Dirigió el 4.º cuerpo, del mando de Sebastiani, contra la derecha que guardaban los españoles, y el 1.º, del cargo de Victor, contra la izquierda, al mismo tiempo que amenazaba el centro la caballería. Cruzado el Alberche, siguió el 4.º cuerpo con la reserva y guardia de José, que le sostenía, el camino real de Talavera, y el 1.º, que vino por el vado, cayó tan de repente sobre la torre llamada de Salinas, en donde estaba apostado el general Mackenzie, que causó algún desorden en su división, y estuvo para ser cogido prisionero Sir Arturo Wellesley, que observaba desde aquel punto los movimientos del enemigo. Pudieron al fin todos, aunque con trabajo, recogerse al cuerpo principal del ejército aliado.
Iba pues a empeñarse una batalla general. Los franceses, avanzando, empezaron antes de anochecer su ataque con un fuerte cañoneo y una carga de caballería sobre la derecha, que defendían los españoles, de los que ciaron los cuerpos de Trujillo y Badajoz de línea y Leales de Fernando VII, y aún hubo fugitivos que esparcieron la consternación hasta Oropesa, yendo envueltos con ellos y no menos aterrados algunos ingleses. No fue sin embargo más allá el desorden, contenido el enemigo por el fuego acertado de la artillería y de los otros cuerpos, yp. 53 también por ser su principal objeto caer sobre la izquierda en que se alojaba el general Hill.
Dirigieron contra ella las divisiones de los generales Ruffin y Villatte, y encaramáronse al cerro, a pesar de ser la subida áspera y empinada, con la dificultad también de tener que cruzar el cauce del Portiña. Atropellándolo todo con su impetuosidad, tocaron a la cima de donde precipitadamente descendieron los ingleses por la ladera opuesta. El general Hill, aunque herido su caballo y a riesgo de caer prisionero, volvió a la carga y con la mayor bizarría recuperó la altura. Ya bien entrada la noche insistieron los franceses en su ataque, extendiéndole por la izquierda de ellos el general Lapisse contra otra de las divisiones inglesas. Viva fue la refriega y larga, sin fruto para los enemigos. Pasadas las doce de la misma noche, un arma falsa, esparcida entre los españoles, dio ocasión a un fuego graneado que duró algún tiempo, y causó cierto desorden que afortunadamente no cundió a toda la línea.
Al amanecer del 28 renovaron los franceses sus tentativas, acometiendo el general Ruffin el cerro de Medellín por su frente y la cañada de la izquierda; sostúvole en su empresa el general Villatte. La pelea fue porfiada, repetidos los ataques, ya en masa, ya en pelotones, la pérdida grande de ambas partes. Herido el general Hill, dudoso el éxito en ocasiones, hasta que los franceses, tornando a sus primeros puestos, abrigados de formidable artillería, suspendieron el combate.
Falto el ejército británico de cañones de grueso calibre, pidió el general Wellesley algunos dep. 54 esta clase a Don Gregorio de la Cuesta, los cuales se colocaron, al mando del capitán Uclés, en el reducto empezado a construir en el altozano, interpuesto entre españoles e ingleses. Viendo también el general Wellesley el empeño que ponía el enemigo en apoderarse del cerro de Medellín, sintió no haber antes prolongado su izquierda y guarnecídola del lado de la cañada; por lo que, para corregir su olvido, colocó allí parte de su caballería, que sostuvo la de Alburquerque, y alcanzó de Cuesta el que destacase la 5.ª división, del mando de Bassecourt, cuyo jefe se situó cubriendo la cañada en la falda y peñascales de la Atalaya.
En aquel momento dudó José de si convenía retirarse o continuar el combate. Victor estaba por lo último, el mariscal Jourdan por lo primero. Vacilante José algún tiempo, decidiose por la continuación, habiendo recorrido antes la línea en todo su largo.
En el intermedio hubo un respiro que duró desde las nueve hasta las doce de la mañana, bajando sin ofenderse los soldados de ambos ejércitos a apagar en el arroyo de Portiña la sed ardiente que les causaba lo muy bochornoso del día.
Por fin los franceses volvieron a proseguir la acción. Vigilaba sus movimientos Sir Arturo Wellesley desde el cerro de Medellín. Acometió primero el general Sebastiani el centro, por la parte en que se unían los ingleses y los españoles. Aquí se hallaban de parte de los últimos las divisiones 3.ª y 4.ª, al cuidado ambas de Don Francisco de Eguía, formando dos líneas, la primera más avanzada que la inmediata dep. 55 los ingleses. El francés quiso sobre todo apoderarse de la batería del reducto; mas, al poner el pie en ella, recibieron sus soldados una descarga a metralla de los cañones puestos allí poco antes al mando del capitán Uclés, y cayendo los ingleses en seguida sobre sus filas, experimentaron estas horrorosa carnicería. Replegados en confusión los franceses a su línea, rechazaron a sus contrarios cuando avanzaron. Reiteráronse tales tentativas, hasta que en la última, intentando los enemigos meterse entre los ingleses y los españoles, se vieron flanqueados por la primera línea de estos, más avanzada, y acribillados por una batería que mandaba Don Santiago Piñeiro, militar aventajado. Repelidos así, y al tiempo que ya flaqueaban, dio sobre ellos asombrosa carga el regimiento español de caballería del Rey, guiado por su coronel Don José María de Lastres, a quien, herido, sustituyó en el acto con no menor brío su teniente Don Rafael Valparda. Todo lo atropellaron nuestros jinetes, dando lugar a que se cogieran diez cañones, de los que cuatro trajo al campo español el mencionado Piñeiro.
A la misma sazón, en la izquierda del ejército aliado, trató la división del general Ruffin de rodear por la cañada el cerro de Medellín, amenazando parte de la de Villatte subir a la cima. Colocada la caballería inglesa en dicha cañada, aunque padeció mucho, en especial un regimiento de dragones, logró desconcertar a Ruffin, sosteniendo sus esfuerzos la división de Bassecourt y la caballería de Alburquerque. También sirvió de mucho la oportunidad con que el distinguidop. 56 oficial Don Miguel de Álava, ayudante del último, condescendiendo con los deseos del general inglés Fane, y sin aguardar, por la premura, el permiso de su jefe, dispuso que obrasen dos cañones al mando del capitán Entrena, que hicieron en el enemigo grande estrago. Así se ve como en ambas alas andaba la refriega favorable a los aliados.
Hubo de comprometerse su éxito durante cierto espacio en el centro. Acometió allí al general Sherbrooke el francés Lapisse, el cual, si bien al principio fue rechazado gallardamente, prosiguiendo los guardias ingleses con sobrado ardor el triunfo, repeliéronlos a su vez los franceses, introduciendo confusión en su línea, momento apurado, pues roto el centro, hubieran los aliados perdido la batalla. Felizmente, al ver Wellesley lo que se empeñaban los guardias, con previsión ordenó desde el cerro donde estaba bajar al regimiento número 48, mandado por el coronel Donnellan, cuyo cuerpo se portó con tal denuedo que, conteniendo a los franceses, dio lugar a que los suyos volviesen en sí y se rehiciesen. Sucedido lo cual, avanzando de la 2.ª línea la caballería ligera, a las órdenes de Cotton, y maniobrando por los flancos la artillería, entre la que también lució con sus cañones el capitán Entrena, ciaron desordenados los franceses, cayendo mortalmente herido el general Lapisse. Ya entonces se mostraron por toda la línea victoriosos los aliados. Recogiéronse los franceses a su antigua posición, cubriendo el movimiento los fuegos de su artillería. El calor y lo seco de la tierra, con el tráfago y pisar de aquelp. 57 día, produjeron poco después en la yerba y matorrales un fuego que, recorriendo por muchas partes el campo, quemó a muertos y a postrados heridos. Perdieron los ingleses en todo 6268 hombres, los franceses 7389, con 17 cañones; murieron de cada parte dos generales. Ascendió la pérdida de los españoles a 1200 hombres, quedando herido el general Manglano.
De este modo pasó la batalla de Talavera de la Reina, que,
empezada el 27 de julio, no concluyó hasta el siguiente día, y la
cual tuvo, por decirlo así, tres pausas o jornadas. En la última
del 28 se comportaron los españoles con valor e intrepidez. Severidad
de Cuesta. A los cuerpos que el
27 flaquearon, nada menos intentó Cuesta que diezmarlos, como si su
falta no proviniese más bien de anterior indisciplina que de cobardía
villana. Intercedió el general inglés y amansó el feroz pecho del
español, mas desgraciadamente cuando ya habían sido arcabuceados 50
hombres.
Nombró la junta central a Sir Arturo Wellesley capitán general de ejército, y elevole su gobierno a par de Inglaterra bajo el título de Lord vizconde Wellington de Talavera, con el cual le distinguiremos en adelante. Dispensó también la central otras gracias a los jefes españoles, condecorando a Don Gregorio de la Cuesta con la gran cruz de Carlos III.
El 29 de julio repasaron los franceses el Alberche, apostándose en las alturas de Salinas. Marchó en seguida José con el cuarto cuerpo y la reserva a Santa Olalla, y se colocó el 31 en Illescas, habiendo antes destacado una división vuelta de Toledo, a cuya ciudad amenazaba gentep. 58 de Venegas. El mariscal Victor, recelándose de los movimientos por su flanco de Sir Roberto Wilson, cuya fuerza creía superior, se retiró también el 1.º de agosto hacia Maqueda y Santa Cruz del Retamar, creciendo el desacuerdo entre él y el mariscal Jourdan, como acontece en la desgracia.
Lord Wellington y los españoles se mantuvieron en Talavera, adonde llegó el 29 con 3000 hombres de refresco el general Craufurd, que al ruido de la batalla se apresuró a incorporarse a tiempo, aunque inútilmente, al grueso del ejército. No quiso Wellington a pesar del refuerzo seguir el alcance, ya porque considerase a los franceses más bien repelidos que deshechos, o ya porque no se fiase en la disciplina y organización del ejército español, tolerable en posición abrigada, pero muy imperfecta para marchas y grandes evoluciones. Motivos de ello. Otras causas pudieron también influir en su determinación: tal fue el anuncio del armisticio de Znaim, que se publicó en Gaceta extraordinaria de Madrid de 27 de julio; tal asimismo la marcha progresiva de Soult, de que se iban teniendo avisos más ciertos. Sin embargo, no fundó el general inglés su resolución en ninguna de tan poderosas e insinuadas razones, fuese que no quisiera ofender a los caudillos españoles, o que temiera sobresaltar los ánimos con malas nuevas. Disculpose solamente para no avanzar con la falta de víveres, pareciendo a algunos que si realmente tal escasez afligía al ejército, no era oportuno modo de remediarla permanecer en el lugar en donde más se sentía, cuando yendo adelante se encontraríanp. 59 países menos devastados, y ciudades y pueblos que ansiosamente y con entusiasmo aguardaban a sus libertadores.
Por tanto, creyose en general que, si bien no abundaban las vituallas, la detención del ejército inglés pendía principalmente de los movimientos del mariscal Soult, quien, según aviso recibido en 30 de julio, intentaba atravesar el puerto de Baños, defendido por el marqués del Reino con cuatro batallones, dos destacados anteriormente del ejército de Cuesta y dos de Béjar. A la primera noticia pidió Lord Wellington que tropa española fuese a reforzar el punto amenazado, y dificultosamente recabó de Don Gregorio de la Cuesta que destacase para aquel objeto en 2 de agosto la quinta división del mando de Don Luis Bassecourt: poca fuerza y tardía, pues no pudiendo el marqués del Reino resistir a la superioridad del enemigo se replegó sobre el Tiétar, entrando los franceses en Plasencia el 1.º de agosto.
Cerciorados los generales aliados de tan triste acontecimiento, convinieron en que el ejército británico iría al encuentro de los enemigos, y que los españoles permanecerían en Talavera para hacer rostro al mariscal Victor, en caso de que volviese a avanzar por aquel lado. Las fuerzas que traían los franceses constaban del quinto, segundo y sexto cuerpo, ascendiendo en su totalidad a unos 50.000 hombres. Precedía a los demás el quinto, a las órdenes del mariscal Mortier, seguíale el segundo, a las inmediatas de Soult, que además mandaba a todos en jefe, y cerraba la marcha el sexto capitaneado por el mariscalp. 60 Ney. Fue de consiguiente Mortier quien arrojó de Baños al marqués del Reino, extendiéndose ya hacia la venta de la Bazagona por una parte y por otra hacia Coria, cuando el 3 de agosto pisó Soult las calles de Plasencia, y cuando Ney cruzaba en el mismo día los lindes extremeños. Tal y tan repentina avenida de gente asoló aquella tierra frondosísima en muchas partes, no escasa de cierta industria, y en donde aún quedan rastros y mijeros de una gran calzada romana. El general Beresford, que antes estaba situado con unos 15.000 portugueses detrás del Águeda, siguió al ejército francés en una línea paralela, y atravesando el puerto de Perales llegó a Salvatierra el 17 de agosto, desde cuyo punto trató de cubrir el camino de Abrantes.
Íbanse de esta manera acumulando en el valle o prolongada cuenca que forma el Tajo desde Aranjuez hasta los confines de Portugal muchedumbre de soldados, cuyo número, inclusos los ejércitos de Venegas y Beresford, rayaba en el de 200.000 hombres de muchas y varias naciones. Siendo difícil su mantenimiento en tan limitado terreno, y corto el tiempo que se requería para reunir las masas, era de conjeturar que unos y otros estaban próximos a empeñar decisivos trances. Pero en aquella ocasión, como en tantas otras, no aconteció lo que parecía más probable.
Lord Wellington, informado de que el mariscal Soult se interponía
entre su ejército y el puente de Almaraz, resolvió pasar por el del
Arzobispo y establecer su línea de defensa detrás del Tajo. Cuesta se retira
de Talavera. Por su parte
Don Gregorio de lap. 61
Cuesta, temeroso también de aguardar solo en Talavera a José y Victor,
que de nuevo se unían, abandonó la villa y se juntó en Oropesa con
la quinta división y el ejército británico. Desazonó a Wellington la
determinación del general español por parecerle precipitada, y sobre
todo por no haber puesto el correspondiente cuidado en salvar los
heridos ingleses que había en Talavera. Desatendió por tanto y con
justicia los clamores de Don Gregorio de la Cuesta, que insistía en
que se conservase la posición de Oropesa como propia para una batalla.
Cruzó pues Wellington el puente del Arzobispo, y estableció su cuartel
general en Deleitosa el 7 de agosto, poniendo en Mesas de Ibor su
retaguardia. Envió también por la orilla izquierda de Tajo al general
Craufurd con una brigada y seis piezas, el cual llegó felizmente a
tiempo de cubrir el paso de Almaraz y los vados.
Forzado, bien a su pesar, el general Cuesta a seguir al ejército inglés, pasó el 5 el puente del Arzobispo, hacia donde con presteza se agolpaban los enemigos. Prosiguió su marcha por la Peraleda de Garvín a Mesas de Ibor, dejando en guarda del puente a la quinta división del cargo de Don Luis Bassecourt, y por la derecha en Azután, para atender a los vados, al duque de Alburquerque con 3000 caballos. Mas apenas había llegado Cuesta a la Peraleda, cuando ya eran dueños los enemigos del puente del Arzobispo.
Acercándose allí de todas partes el quinto cuerpo, se había colocado su jefe Mortier en la Puebla de Naciados. Estaba a la sazón en Navalmoral el mariscal Ney, y Soult desde el Gordop. 62 había destacado caballería camino de Talavera para ponerse en comunicación con Victor, de vuelta ya este el 6 en aquella villa. Así todas las tropas francesas podían ahora darse la mano y obrar de acuerdo.
Reconcentráronse pues para forzar el paso del Arzobispo el quinto y segundo cuerpo, al tiempo que Victor por el puente de tablas de Talavera debía llamar la atención de los españoles, y aun acometerlos siguiendo la izquierda del Tajo. A las dos de la tarde del 8 formalizaron los franceses su ataque contra el paso del Arzobispo; dirigíalo el mariscal Mortier. El calor del día y el descuido propio de ejércitos mal disciplinados hizo que no hubiese de nuestra parte gran vigilancia, por lo cual en tanto que los enemigos embestían el puente cruzaron descansadamente un vado 800 caballos suyos, guiados por el general Caulincourt, quedando unos 6000 al otro lado prontos a ejecutar lo mismo. Procuraron los españoles impedir el paso del Arzobispo abriendo un fuego muy vivo de artillería, ajenos de que Caulincourt, pasando el vado acometería, como lo hizo, por la espalda. Solo había en el puente 300 húsares del regimiento de Extremadura que contuvieron largo rato los ímpetus de los jinetes enemigos, a quienes hubiera costado caro su arrojo si Alburquerque hubiese llegado a tiempo. Pero los caballos de este, desensillados y sin bridas, tardaron en prepararse, acudiendo después atropelladamente, con cuya detención y falta de orden diose lugar a que vadease el río toda la caballería francesa, que ayudada de algunos infantes desconcertó a nuestrap. 63 gente, de la cual parte tiró a Guadalupe y parte a Valdelacasa, perdiéndose cañones y equipajes.
Afortunadamente, no prosiguieron los enemigos más adelante,
dirigiendo sus fuerzas a otros puntos, por lo que los aliados pudieron
mantenerse tranquilos; los ingleses sobre la izquierda hacia Almaraz
con su cuartel general en Jaraicejo, los españoles sobre la derecha
con el suyo en Deleitosa, atentos también a proteger la posición
de Mesas de Ibor. Deja Cuesta
el mando.
Sucédele Eguía. Don Gregorio de la Cuesta, abrumado con los años,
sinsabores e incomodidades de la campaña, hizo dimisión del mando el
12 de agosto, sucediéndole interinamente, y después en propiedad, Don
Francisco de Eguía.
Puestos los aliados a la orilla izquierda del Tajo, y temiendo José movimientos en Castilla la Vieja, cuyas guarniciones estaban faltas de gente, determinó, siguiendo el parecer de Ney, suspender las operaciones del lado de Extremadura. Así lo tenía igualmente insinuado Napoleón desde Schönbrunn con fecha de 29 de julio, desaprobando que se empeñasen acciones importantes hasta tanto que llegasen a España nuevos refuerzos que se disponía a enviar del norte. Conforme a la resolución de José, situose Soult en Plasencia, reemplazó en Talavera al cuerpo de Victor el de Mortier, y retrocedió con el suyo a Salamanca el mariscal Ney.
Caminaba el último tranquilamente a su destino sin pensar en enemigos, cuando de repente tropezó en el puerto de Baños con obstinada resistencia. Causábala Sir Roberto Wilson, quien, abandonado, y estando el 4 de agosto en Veladap. 64 sin noticia del paradero de los aliados, repasó el Tiétar, y atravesando acelerada e intrépidamente las sierras que parten términos con las provincias de Ávila y Salamanca, fue a caer a Béjar por sitios solitarios y fragosos. Desde allí, queriendo incorporarse con los aliados, contramarchó hacia Plasencia por el puerto de Baños, a la propia sazón que el mariscal Ney revolvía sobre Salamanca. La fuerza de Wilson, de 4000 hombres, la componían portugueses y españoles. Dos batallones de estos, avanzados en Aldeanueva, defendieron a palmos el terreno hasta la altura del desfiladero, en donde se alojaban los portugueses. Sostúvose Wilson en aquel punto durante horas, y no cedió sino a la superioridad del número: según la relación de tan digno jefe, sus soldados se portaron con el mayor brío, y al retirarse, los hubo que respondiendo a fusilazos a la intimación del enemigo de rendirse, se abrieron paso valerosamente.
El cuerpo del mariscal Soult mientras permaneció en tierra de
Plasencia, acostumbrado a vivir de rapiña, taló campos, quemó
pueblos, y cometió todo género de excesos. Al obispo de Coria Don
Juan Álvarez de Castro, anciano de ochenta y cinco años, Muerte violenta
del obispo
de Coria.
postrado en una cama, sacáronle de ella violentamente merodeadores
franceses, y sin piedad le arcabucearon. Parecida atrocidad cometieron
con otros pacíficos y honrados ciudadanos.
En tanto, José pensó en hacer frente al general Venegas, que por su parte había puesto en gran cuidado a la corte intrusa adelantándose al Tajo en 23 de julio, al tiempo que el generalp. 65 Sebastiani retrocedió a Toledo. Era el ejército de Don Francisco Venegas de los mejor acondicionados de España, y sobresalían sus jefes entre los más señalados. Estaba distribuido en cinco divisiones que regían: la primera Don Luis Lacy; la segunda Don Gaspar Vigodet; la tercera Don Pedro Agustín Girón; la cuarta Don Francisco González Castejón, y la quinta Don Tomás de Zeráin. Gobernaba la caballería el marqués de Gelo. Ya hablamos de su fuerza total.
El 27 de julio dispuso el general Venegas que la primera división pasase a Mora, cayendo sobre Toledo, al paso que él se trasladaba a Tembleque con la cuarta y quinta, y avanzaban a Ocaña la segunda y tercera. Ejecutose la operación, yendo hasta Aranjuez en la mañana del 29. Un destacamento de 400 hombres, mandados por el coronel Don Felipe Lacorte, se extendió a la cuesta de la Reina, en donde dispersó tropas del enemigo y les cogió varios prisioneros.
En tal situación, parecía natural que Venegas se hubiera metido
en Madrid, desguarnecido con la salida de José vía de Talavera.
Nómbrale
la junta
capitán general de
Castilla
la Nueva. Aguijón era para ello el nombramiento que
el mismo día 29 recibió de la central, encargándole interinamente el
mando de Castilla la Nueva, con prevención de que residiese en Madrid.
Pero siendo el verdadero motivo de concederle esta gracia el disminuir
el influjo pernicioso de Cuesta, caso que nuestras tropas ocupasen
la capital, se le advertía al mismo tiempo que no se empeñase muy
adelante, pues los ingleses, con pretexto de falta de subsistencias, no
pasarían del Alberche.
Hubiera aún podido detener a Venegas parap. 66 entrar en Madrid el parte que el 30 le dio Lacy desde Nuestra Señora de la Sisla, de que enemigos se agolpaban a Toledo, si en el mismo día no hubiese también recibido oficio de Cuesta anunciando la victoria de Talavera, coligiéndose de ahí que la gente divisada por Lacy venía más bien de retirada que con intento de atacarle. Sin embargo se limitó Venegas a reconcentrar su fuerza en Aranjuez, apostando en el puente largo la división de Lacy que había llamado de las cercanías de Toledo.
Permanecía así incierto, cuando el 3 de agosto le avisó Don Gregorio de la Cuesta cómo se retiraba de Talavera. Con esta noticia parecía que quien se había mostrado circunspecto en momentos favorables, seríalo ahora mucho más y con mayor fundamento. Pero no fue así, pues en vez de retirarse, tomó el 5 disposiciones para defender el paso del Tajo. Apostó en sus orillas las divisiones primera, segunda y tercera, al mando todas de Don Pedro Agustín Girón, que debían atender a los vados y a los puentes Verde, de Barcas y la Reina, quedándose detrás camino de Ocaña con las otras dos divisiones el mismo Venegas.
Los franceses se presentaron en la ribera derecha a las dos de la tarde del mismo 5, y empezaron por atacar la izquierda española colocada en el jardín del infante Don Antonio, acometiendo después los tres puentes. A todas partes acudía el general Girón con admirable presteza, y en particular a la izquierda, apoyando sus esfuerzos los generales Lacy y Vigodet. No menos animosos se mostraban los otros jefes yp. 67 soldados, y los hubo que apenas curados de sus heridas volvían a la pelea. Los franceses viendo la porfía de la defensa abandonaron al anochecer su intento. Perdimos 200 hombres; los enemigos 500, estando más expuestos a nuestros fuegos.
Bastábale a Venegas la ventaja adquirida para que satisfecho se retirase con honra; mas creciendo su confianza permaneció en Ocaña, y se aventuró a una batalla campal. Los franceses frustrado su deseo de pasar el Tajo por Aranjuez, hicieron continuos movimientos con dirección a Toledo, lo cual excitó en Venegas la sospecha de que querían atravesar hacia allí el río, y cogerle por la espalda. Situó en consecuencia su ejército en escalones desde Aranjuez a Tembleque, en donde estableció su cuartel general, enviando la quinta división sobre Toledo. En efecto, los franceses pasaron en 9 de agosto el Tajo por esta ciudad y los vados de Añover, y el 10 juntó el general español sus fuerzas en Almonacid.
En la creencia de que los franceses solo eran 14.000, repugnábale a Don Francisco Venegas desamparar la Mancha, inclinándose a presentar batalla. Oyó, sin embargo, antes la opinión de los demás generales, la cual coincidiendo con la suya, se acordó entre ellos atacar a los franceses el 12, dando el 11 descanso a las tropas. Mas en este día previnieron los enemigos los deseos de los nuestros trabando la acción en la madrugada.
Componíase la fuerza francesa del cuarto cuerpo, al mando de Sebastiani, y de la reserva, a las órdenes de Dessolles y de José en persona, cuyo total ascendía a 26.000 infantes y 4000 caballos.p. 68 Situáronse los españoles delante de Almonacid y en ambos costados. El derecho le guarnecía la segunda división, el izquierdo la primera, y ocupaban el centro la cuarta y quinta. Quedó la reserva a retaguardia, destacándose solo de ella dos o tres cuerpos. Distribuyose la caballería entre ambos extremos de la línea, excepto algunos jinetes que se mantuvieron en el centro.
Empezó a atacar el general Sebastiani antes que llegase su reserva, dirigiéndose contra la izquierda española. Viose, por tanto, muy comprometido un cuerpo de la primera división, y a punto de tener que replegarse sobre los batallones de Bailén y Jaén, que eran dos de los destacados de la tercera división. Ciaron también estos de la cresta de un monte a la izquierda de la línea donde se alojaban, herido mortalmente el teniente coronel de Bailén Don Juan de Silva. Inútilmente fue a su socorro el general Girón, hasta que desplegando al frente de las columnas enemigas Don Luis Lacy, con lo restante de su primera división contuvo a aquellas y las rechazó, apoyado por la caballería.
A la sazón llegó el general Dessolles con parte de la reserva francesa, y animando a los soldados de Sebastiani renovose con más ardor la refriega. Viéronse entonces también acometidas la cuarta y quinta división española; la última, colocada a la derecha de Almonacid, dio luego indicio de flaquear; mas la otra sostúvose bizarramente, distinguiéndose los cuerpos de Jerez, Córdoba y Guardias españolas, guiado el segundo con conocimiento y valentía por Don Franciscop. 69 Carvajal. Cargaba igualmente la caballería, y anunciábase allí la victoria cuando, muerto el caballo del comandante de aquellos jinetes, vizconde de Zolina, hombre de nimia superstición aunque de valor no escaso, parose este tomando por aviso de Dios la muerte de su caballo.
Entretanto acudió José con el resto de la reserva al campo de batalla, y rota la quinta división que ya había flaqueado, penetraron los franceses hasta el cerro del castillo, al que subieron después de una muy viva resistencia. Llegó con esto a ser muy crítica la situación del ejército español, en especial la de la gente de Lacy, por lo cual Venegas juzgó prudente retirarse. Para ello ordenó a la segunda división del mando de Vigodet, que era la menos comprometida, que formase a espaldas del ejército. Ejecutó dicho jefe esta maniobra con prontitud y acierto, siguiendo a su división la cuarta, del cargo de Castejón.
No bastó tan oportuna precaución para verificar la retirada ordenadamente, pues asustados algunos caballos con la voladura de varios carros de municiones, dispersáronse e introdujeron desorden. De allí, no obstante, con más o menos concierto, dirigiéronse todas las divisiones por distintos puntos a Herencia, y en seguida a Manzanares. Su dispersión. En esta villa, corriendo entre la caballería la voz falsa y aciaga de que los enemigos estaban ya a la espalda en Valdepeñas, desrancháronse los soldados, y de tropel y desmandadamente no pararon hasta Sierra Morena, en donde, según costumbre, se juntaron después y rehicieron. Costó a los españoles la batalla de Almonacidp. 70 4000 hombres, unos 2000 a los franceses.
Tan desventajosamente finalizó esta campaña de Talavera y la Mancha, comenzada con favorable estrella. No se advirtió sin embargo en sus resultas, a lo menos de parte de los españoles, lo que comúnmente acontece en las guerras, en las que, según con razón asienta Montesquieu, no suele ser lo más funesto las pérdidas reales que en ellas se experimentan, sino las imaginarias y el desaliento que producen. Lo que hubo de lastimoso en este caso fue haber desaprovechado la ocasión de lanzar tal vez a los franceses del Ebro allá y sobre todo la desunión momentánea de los aliados, a la que sirvió de principal motivo la falta de bastimentos.
Cuestión ha sido esta que ya hemos tocado, y no volveríamos a renovarla si no hubiese tenido particular influjo en las operaciones militares, y mezcládose también en los vaivenes de la política. Hubo en ella por ambas partes injusticia en las imputaciones, achacándose a la central mala voluntad y hasta perfidia, y calificando esta de mero pretexto las quejas, a veces fundadas, de los ingleses. Todos tuvieron culpa, y más las circunstancias de entonces, juntamente con la dificultad de alimentar un ejército en campaña cuando no es conquistador, y de prevenir las necesidades por medio de oportunos almacenes. Se equivocó la central en imaginar que con solo dar órdenes y enviar empleados se abastecería el ejército inglés y español. A aquellas hubieran debido acompañar medidas vigorosas de coacción, poniendo también cuidado en encargar el desempeño de comisión tan espinosap. 71 a hombres íntegros y capaces. Cierto que a un gobierno de índole tan débil como la central, érale difícil emplear la coacción, sobre todo en Extremadura, provincia devastada, y en donde hasta las mismas y fértiles comarcas del valle y vera de Plasencia, primeras que habían de pisar los ingleses, acababan de ser asoladas por las tropas del mariscal Victor. Pero hubo azar en escoger por cabeza de los empleados a Lozano de Torres, quien, al paso que bajamente adulaba al general en jefe inglés, escribía a la central que eran las quejas de aquel infundadas: juego doble y villano, que descubierto, obligó a Wellington a echar con baldón de su campo al empleado español.
De parte de los ingleses hubo imprevisión en figurarse que a pesar de los ofrecimientos y buenos deseos de la central, podría su ejército ser completamente provisto y ayudado. Ya había este padecido en Portugal falta de muchos artículos, aunque en realidad el gobierno británico allí mandaba, y con la ventaja de tener próxima la mar. Mayores escaseces hubieran debido temer en España, país entonces por lo general más destruido y maltratado, no pudiendo contar con que solo el patriotismo reparase el apuro de medios después de tantas desgracias y escarmientos. Creer que el gobierno español hubiera de antemano preparado almacenes, era confiar sobradamente en su energía y principalmente en sus recursos. Los ingleses sabían por experiencia lo dificultoso que es arreglar la hacienda militar o sea comisariato, pues todavía en aquel tiempo tachaban ellos mismos de defectuosísimo elp. 72 suyo, y no era dable que España, en todo lo demás tan atrasada respecto de Inglaterra, se le aventajase en este solo ramo y tan de repente.
En vano pensó la junta suprema remediar en parte el mal enviando a Extremadura a D. Lorenzo Calvo de Rozas, individuo suyo, y en cuyo celo y diligencia ponía firme esperanza. Semejante determinación, que no se tomó hasta 1.º de agosto, llegaba ya tarde, indispuestos los ánimos de los generales entre sí, y agriados cada vez más con el escaso fruto que se sacaba de la campaña emprendida. De poco sirvió también para concordarlos la dejación voluntaria que hizo Cuesta de su mando, anhelada por los mismos ingleses y expresamente pedida por su ministro en Sevilla. Lord Wellington viendo que la abundancia no crecía [*] (* Ap. n. 9-3.) cual deseaba, y que sus soldados enfermaban y perecían sus caballos, declaró que estaba resuelto a retirarse a Portugal. Entonces Eguía y Calvo hicieron, para desviarle de su propósito, nuevos ofrecimientos, concluyendo con decirle el primero que, a no ceder a sus instancias, creería que otras causas y no la falta de subsistencias le determinaban a retirarse. Otro tanto y con más descaro escribiole Calvo de Rozas. Ásperamente replicó Wellington, indicando a Eguía que en adelante sería inútil proseguir entre ellos la comenzada correspondencia.
Algunos, no obstante, mantuvieron esperanzas de que todo se compondría
con la venida a Sevilla del marqués de Wellesley, hermano del general
inglés y embajador nombrado por S. M. B. cerca del gobierno de España.
Habíap. 73 llegado el
marqués a Cádiz el 4, y acogídole la ciudad cual merecía su elevada
clase y la fama de su nombre. No nos detendremos en describir su
entrada, mas no podemos omitir un hecho que allí ocurrió digno de
memoria. Fue, pues, que queriendo el embajador, agradecido al buen
recibimiento, repartir dinero entre el pueblo, Juan Lobato, zapatero de
oficio, y de un batallón de voluntarios, saliendo de entre las filas
díjole mesuradamente: «Señor Excelentísimo, no honramos a V. E. por
interés sino para corresponder a la buena amistad que nuestra nación
debe a la de V. E.» Rasgo muy característico y frecuente en el pueblo
español. Pasó después a Sevilla el nuevo embajador y reemplazó a
Mr. Frere, a quien la junta dio el título de marqués de la Unión en
prueba de lo satisfecha que estaba de su buen porte y celo. Uno de los
primeros puntos que trató Wellesley con la junta fue el de la retirada
de su hermano. Plan
de subsistencias.
Recayendo la principal queja sobre la falta de provisiones, rogole
el gobierno español que le propusiese un remedio, y el marqués
extendió un plan sobre el modo de formar almacenes y proporcionar
transportes, como si el estado general de España y el de sus caminos
y sus carruajes estuviese al par del de Inglaterra. No obstante los
obstáculos insuperables que se ofrecían para su ejecución, aprobolo la
central, quizá con sus puntas de malicia, sin que por eso se adelantase
cosa alguna. Retírase
Wellington
a
Badajoz
y fronteras
de Portugal. Lord Wellington había
ya empezado el 20 de agosto, desde Jaraicejo, su marcha retrógrada, y
deteniéndose algunos días en Mérida y Badajoz, repartió en principios
de septiembre sup. 74
ejército entre la frontera de Portugal y el territorio español. Muchos
atribuyeron esta retirada al deseo que tenía el gobierno inglés de
que recayese en Lord Wellington el mando en jefe del ejército aliado.
Nosotros, sin entrar en la refutación de este dictamen, nos inclinamos a
creer que, más que de aquella causa y de la falta de subsistencias, que
en efecto se padeció, provino semejante resolución del rumbo inesperado
que tomaron las cosas de Austria. Los ingleses habían pasado a España
en el concepto de que prolongándose la guerra en el Norte, tendrían
los franceses que sacar tropas de la península, y que no habría por
tanto que luchar en las orillas del Tajo sino con determinadas fuerzas.
Sucedió lo contrario, atribuyendo después unos y otros a causas
inmediatas lo que procedía de origen más alto. De todos modos, las
resultas fueron desgraciadas para la causa común, y la central, como
diremos después, recibió de este acontecimiento gran menoscabo en su
opinión.
El gobierno de José, por su parte, lleno de confianza, había aumentado ya desde mayo sus persecuciones contra los que no graduaba de amigos, incomodando a unos y desterrando a otros a Francia. Confundía en sus tropelías al prócer con el literato, al militar con el togado, al hombre elocuente con el laborioso mercader. Así salieron juntos, o unos en pos de otros, a tierra de Francia el duque de Granada y el poeta Cienfuegos, el general Arteaga y varios consejeros, el abogado Argumosa y el librero Pérez. Mala manera de allegar partidarios, e innecesaria para la seguridad de aquel gobierno, no siendop. 75 los extrañados hombres de arrojo ni cabezas capaces de coligación. Expidiéronse igualmente entonces por José decretos destemplados, como lo fueron el de disponer de las cosechas de los habitantes sin su anuencia, y el de que se obligase a los que tuviesen hijos sirviendo en los ejércitos españoles a presentar en su lugar un sustituto o dar en indemnización una determinada suma. Estos decretos, como los demás, o no se cumplían o cumplíanse arbitrariamente, con lo que, en el último caso, se añadía a la propia injusticia la dureza en la ejecución.
La guerra de Austria, aunque había alterado algún tanto al
gobierno intruso, no le desasosegó extremadamente, ni le contuvo en
sus procedimientos. Opinión de Madrid.
Llegole más al alma la cercanía de los ejércitos aliados y el ver que
con ella los moradores de Madrid recobraban nuevo aliento. Procuró por
tanto deslumbrarlos y divertir su atención haciendo repetidas salvas
que anunciasen las victorias conseguidas en Alemania; mas el español,
inclinado entonces a dar solo asenso a lo que le era favorable,
acostumbrado además a las artimañas de los franceses, no dando fe a
lejanas nuevas, reconcentraba todas sus esperanzas en los ejércitos
aliados, cuya proximidad en vano quiso ocultar el gobierno de José.
Júbilo
que allí hubo
el día
de
Santa Ana. Tocó en frenesí el contentamiento de los madrileños
el 26 de julio, día de Santa Ana, en el que los aldeanos que andan
en el tráfico de frutas de Navalcarnero y pueblos de su comarca,
esparcieron haber llegado allí y estar de consiguiente cercano a la
capital Sir Roberto Wilson y su tropa. Con la noticia, saliendo de sus
casas los vecinos,p. 76
espontáneamente y de montón se enderezaron los más de ellos hacia
la puerta de Segovia para esperar a sus libertadores. Los franceses
no dieron muestra de impedirlo, limitándose el general Belliard, que
había quedado de gobernador, a sosegar con palabras blandas el ánimo
levantado de la muchedumbre. Durante el día reinó por todo Madrid el
júbilo más exaltado, dándose el parabién conocidos y desconocidos,
y entregándose al solaz y holganza. Pero en la noche, llegado aviso
del descalabro que padeció el mismo 26 la vanguardia de Zayas,
anunciáronlo los franceses al día siguiente como victoria alcanzada
contra todo el ejército combinado, sin que la publicación hiciese mella
en los madrileños, calificándola de falsa, sobre todo cuando el 31 de
resultas de la batalla de Talavera vieron que los franceses tomaban
disposiciones de retirada, y que los de su partido se apresuraban a
recogerse al Retiro. Salieron no obstante fallidas, según en su lugar
contamos, las esperanzas de los patriotas; mas, inmutables estos en
su resolución, comenzaron a decir el tan sabido no importa,
que, repetido a cada desgracia y en todas las provincias, tuvo en la
opinión particular influjo, probando, con la constancia del resistir,
que aquella frase no era hija de irrefleja arrogancia sino expresión
significativa del sentimiento íntimo y noble de que una nación, si
quiere, nunca es sojuzgada.
José, sin embargo, persuadido de que con la retirada de los ejércitos aliados, las desavenencias entre ellos, la batalla de Almonacid y lo que ocurría en Austria, se afirmaba más y másp. 77 en el solio, tomó providencias importantes y promulgó nuevos decretos. Antes ya había instalado el consejo de estado, no pasando a convocar cortes, según lo ofrecido en la constitución de Bayona, así por lo arduo de las circunstancias, como por no agradar ni aun la sombra de instituciones libres al hombre de quien se derivaba su autoridad. Entre los decretos, muchos y de varia naturaleza, húbolos que llevaban el sello de tiempos de división y discordia, como fueron el de confiscación y venta de los bienes embargados a personas fugitivas y residentes en provincias levantadas, y el de privación de sueldo, retiro o pensión a todo empleado que no hubiese hecho de nuevo para obtener su goce solicitud formal. De estas dos resoluciones, la primera, además de adoptar el bárbaro principio de la confiscación, era harto amplia y vaga para que en la aplicación no se acreciese su rigor; y la segunda, si bien pudiera defenderse atendiendo a las peculiares circunstancias de un gobierno intruso, mostrábase áspera en extenderse hasta la viuda y el anciano, cuya situación era justo y conveniente respetar, evitándoles todo compromiso en las discordias civiles.
Decidió también José no reconocer otras grandezas ni títulos sino los que él mismo dispensase por un decreto especial, y suprimió igualmente todas las órdenes de caballería existentes, excepto la militar de España que había creado, y la antigua del Toisón de Oro; no permitiendo ni el uso de las condecoraciones ni menos el goce de las encomiendas: por cuyas determinaciones ofendiendo la vanidad de muchosp. 78 se perjudicó a otros en sus intereses, y tratose de comprometer a todos.
Aplaudieron algunos un decreto que dio José el 18 de agosto para la supresión de todas las órdenes monacales, mendicantes y clericales. Napoleón, en diciembre, había solo reducido los conventos a una tercera parte; su hermano ampliaba ahora aquella primera resolución, ya por no ser afecto a dichas corporaciones, ya también por la necesidad de mejorar la hacienda.
Los apuros de esta crecían, no entrando en arcas otro producto sino
el de las puertas de Madrid, aumentado solo con el recargo de ciertos
artículos de consumo. Semejante penuria obligó al ministro de hacienda,
conde de Cabarrús, a recurrir a medios odiosos y violentos, como el del
repartimiento de un empréstito forzoso entre las personas pudientes de
Madrid, Plata
de particulares. y el
de recoger la plata labrada de los particulares. En la ejecución de
estas providencias, y sobre todo en la de la confiscación de las casas
de los grandes y otros fugitivos, cometiéronse mil tropelías, teniendo
que valerse de individuos despreciables y desacreditados, por no querer
encargarse de tal ministerio los hombres de vergüenza. Así fue que ni
el mismo gobierno intruso reportó gran provecho, echándose aquella
turba de malhechores, con la suciedad y ansia de harpías, sobre cuantas
cosas de valor se ofrecían a su rapacidad.
Del palacio real se sacaron al propio tiempo todos los útiles de plata que por antiguos o de mal gusto se habían excluido del uso común y se llevaron a la casa de la moneda. Díjose quep. 79 del rebusco se juntaron cerca de ochocientas mil onzas de plata, cálculo que nos parece excesivo.
Tomáronse asimismo de las iglesias muchas alhajas, trasladándose a Madrid bastante porción de las del Escorial. Cierto es que, entre ellas, varias que se creían de oro no lo eran, y otras que se tenían por de plata aparecieron solo de hojuela. Mr. Napier. El historiador inglés Napier [ya es preciso nombrarle] empeñado siempre en denigrar la conducta de los patriotas, dice que esta medida del intruso excitó la codicia de los españoles, y produjo la mayor parte de las bandas que se llamaron guerrillas. Aserción tan errónea y temeraria que consta de público, y puede averiguarse en los papeles del gobierno nacional, que si los jefes de aquellas tropas interceptaron parte de la plata u otras alhajas de las que se llevaban a Madrid, por lo general las restituyeron fielmente a sus dueños o las enviaron a Sevilla. Lo contrario sucedió del lado de los franceses que, mirando a España como conquista suya, u obligados sus jefes a echar mano de todo para mantener sus tropas, se reservaron gran porción de aquellos efectos, en vez de remitirlos al gobierno de Madrid. Con frecuencia se quejaba entre sus amigos de tal desorden el conde de Cabarrús, añadiendo que Napoleón nunca conseguiría su intento en la península, si no adoptaba el medio de hacer la conquista con 600 millones y 60.000 hombres en lugar de 600.000 hombres y 60 millones, pues solo así podría ganar la opinión, que era su más terrible enemigo.
p. 80Aquel ministro, de cuya condición y prendas hemos hablado anteriormente, juzgó político y miró como inagotable recurso la creación que hizo por decreto de 9 de junio, Cédulas hipotecarias. bajo nombre de cédulas hipotecarias, de unos documentos que habían de trocarse contra los créditos antiguos del estado de cualquiera especie, y emplearse en la compra de bienes nacionales, con la advertencia de que los que rehusaran adquirir dichos bienes recibirían en cambio inscripciones del libro de la deuda pública que se establecía, cobrando al año cuatro por ciento de interés. También discurrió Cabarrús prohibir el curso de los vales reales en los países dominados por los franceses, si no llevaban el sello del nuevo escudo adoptado por José; lo que, en lugar de atraer los vales a la circulación de Madrid, ahuyentolos, temerosos los tenedores de que el gobierno legítimo se negase a reconocerlos con la nueva marca. Coligiéndose de ahí ser Cabarrús el mismo de antes, esto es, sujeto de saber y viveza, pero sobradamente inclinado a forjar proyectos a centenares, por lo cual le había ya calificado con oportunidad el célebre conde de Mirabeau d’homme à expédients.
Además, todas estas medidas, que flaqueaban ya por tantos
lados y particularmente por el de la confianza, base fundamental
del crédito, acabaron de hundirse con crear otras cédulas, Cédulas
de indemnización
y recompensa.
llamadas de indemnización y recompensa, pues aunque al
principio se limitó la suma de estas a la de 100.000.000, y en forma
diferente de las otras, claro era que en un gobierno sin trabas como
el de José, y en el que había de contentarsep. 81 a tantos, pronto se abusaría de aquel medio,
ampliándole y absorbiendo de este modo gran parte de los bienes
nacionales destinados a la extinción de la deuda. Así fue que, si
bien al principio algunos cortesanos y especuladores hicieron compras
de cédulas hipotecarias, con que adquirieron fincas pertenecientes a
confiscos y comunidades religiosas, padeció en breve aquel papel gran
quebranto, quedando casi reducido a valor nominal.
No sacando, pues, de ahogo tales medidas económicas al gobierno de Madrid, tuvo Napoleón, mal de su grado, que suministrar de Francia 2.000.000 de francos mensuales, siendo aquella la primera guerra que, en lugar de producir recursos a su erario, los menguaba.
Más atinado anduvo José en otros decretos que también promulgó desde junio hasta fines del año 1809; entre ellos merece particular alabanza el que abolió el voto de Santiago, impuesto gravosísimo a los agricultores, del que hablaremos al tratar de las cortes de Cádiz. Igualmente fueron notables el de la enseñanza pública, el de la milicia y sus grados, el de municipalidades y el de quitar a los eclesiásticos toda jurisdicción civil y criminal. Providencias estas y otras, que si bien en mucha parte tiraban a la mejora del reino, no eran apreciadas por falta de ejecución, y sobre todo porque desaparecía su beneficio al lado de otras ruinosas, y de las lástimas que causaban las persecuciones de particulares y los males comunes de la guerra.
p. 83
RESUMEN
DEL
LIBRO DÉCIMO.
Sitio de Gerona. — Mal estado de la plaza. — Descripción de Gerona. — Su población y fuerza. — Álvarez, gobernador. — Defectos de la plaza. — Entusiasmo de los gerundenses. — San Narciso declarado generalísimo. — Se presentan los franceses delante de Gerona. Mayo. — Circunvalan la plaza. Junio. — Formalizan su ataque. — Entereza de Álvarez. — Acometen los enemigos las torres avanzadas de Monjuich. — Empieza el bombardeo contra la ciudad. — Beramendi. — Nieto. — Apodéranse los enemigos de las torres avanzadas de Monjuich. — Desalojan los españoles del Pedret a los enemigos. — Saint-Cyr con todo su ejército pasa al sitio de Gerona. — Ocupa a San Feliú de Guíxols. — p. 84Correrías de los partidarios. — Julio. — Embisten los enemigos a Monjuich. — Intrepidez de Montoro. — Asalto de Monjuich. — Por cuatro veces son repelidos los franceses. — Retíranse. — Pierson. El tambor Ancio. — Vuélase la torre de S. Juan. — Arrojo de Beramendi. — Toman los franceses a Palamós. — Mariscal Augereau. — Su proclama. — Partidarios que molestan a los franceses. — Socorro que intenta entrar en Gerona. — Marshall. — Continúan los franceses su ataque contra Monjuich. — Agosto. — Ataque del revellín de Monjuich. — Grifols. — Abandonan los españoles a Monjuich. — Esperanzas vanas de los franceses con la ocupación de Monjuich. — Estrechan la plaza. — Respuesta notable de Álvarez. — Su diligencia. — Don Joaquín Blake. — Va al socorro de Gerona. — Buenas disposiciones que para ello se toman. — Septiembre. — Vese Saint-Cyr engañado. — Entra un convoy y refuerzo en Gerona a las órdenes de Conde. — Salida malograda de la plaza. — Asaltan los franceses la plaza el 19 de septiembre. — Valor de la guarnición y habitantes. — Álvarez. — Muerte de Marshall. — Son repelidos los franceses en todas partes con gran pérdida. — Convierten los franceses el sitio en bloqueo. — Intenta en vano Blake socorrer de nuevo la plaza. — O’Donnell. — Haro. — Ventajas de los españoles y de los ingleses cerca de Barcelona. — Octubre. — Empieza el hambre en Gerona. — Únese O’Donnell al ejército. — El mariscal Augereau sucede a Saint-Cyr en Cataluña. — Estréchase el bloqueo. — Auméntanse el hambre y las enfermedades. — Tercera e inútil tentativa de Blake para socorrer a Gerona. — p. 85Noviembre. — Hambre horrorosa. Carestía de víveres. — Vacila el ánimo de algunos. — Inflexibilidad de Álvarez. — Bando de Álvarez. — Gracias que concede la central a Gerona. — Congreso catalán. — Estado deplorable de la plaza. — Diciembre. — Renuevan los franceses sus ataques. — Ataque del 7 de diciembre. — Se agolpan contra Gerona todo género de males. — Enfermedad de Álvarez. — Sustitúyele Don Julián Bolívar. — Háblase de capitular. — Honrosa capitulación de Gerona. — Extraordinaria defensa la de esta plaza. — Álvarez, trasladado a Francia. — Su muerte. — Sospechas de que fue violenta. — Honores concedidos a la memoria de Álvarez. — Estado de las otras provincias. — Provincias libres. — Provincias ocupadas. — Navarra y Aragón. — Renovales. — Combates en Roncal. — Correspondencia entre los franceses y Renovales. — Sarasa. — San Julián de la Peña quemado. — Combates en los valles de Ansó y Roncal. — Capitulan los valles. — Benasque. — Perena y otros partidarios. — Nuevas partidas. — Ríndese Benasque. — Junta de Aragón. — Gayán. — Le atacan los franceses. — Se apoderan de la Virgen del Tremedal. — Entra Suchet en Albarracín y Teruel. — Cuenca y Guadalajara. — Atalayuelas. — El Empecinado. — Hechos de este. — La Mancha. — Francisquete. — León y Castilla. — Don Julián Sánchez. — El Capuchino, Saornil. — Juntas y partidarios en el camino de Francia. — Mina el mozo. — Sucesos generales de la nación. — Estado de desasosiego de la central. — Don Francisco de Palafox. — Consulta del consejo. — Su ceguedad. — Altercados de las p. 86juntas de provincia y la central. Sevilla. — Extremadura. — Valencia. — Exposición de esta contra el consejo. — Trama para disolver la central. — Descúbrela el embajador de Inglaterra. — Trata la central de reconcentrar la potestad ejecutiva. — Diversidad de opiniones. — Nómbrase al efecto una comisión. — Nómbrase otra segunda. — Nuevos manejos. — Palafox. — Romana. — Su inconsiderada conducta y su representación. — Nómbrase la comisión ejecutiva. — Fíjase el día de juntarse las cortes. — Instálase la comisión ejecutiva. — Estado de Europa. — Expediciones inglesas. — Contra Nápoles. — Contra el Escalda. — Desgraciadísima esta. — Paz entre Napoleón y el Austria. — Manifiesto de la central. — Prurito de batallar de la central. — Ejército de la izquierda. — General Marchand. — Carrier. — Primera defensa de Astorga. — Muévese el duque del Parque al frente del ejército de la izquierda. — Batalla de Tamames. — Gánanla los españoles. — Únese Ballesteros a Parque. — Entra Parque en Salamanca. — Únesele la división castellana. — Ejércitos españoles del mediodía. — Únese al de la Mancha parte del ejército de Extremadura. — Fuerza de este ejército reunido al mando de Eguía. — Posición de los franceses. — Irresolución de Eguía. — Sucédele en el mando Aréizaga. — Favor de que este goza. — Lord Wellington en Sevilla. — Ibarnavarro consejero de Aréizaga. — Muévese este. — Choque en Dos Barrios. — Aréizaga en Tembleque. — Ejército español en Ocaña. — Movimientos inciertos y mal concertados de Aréizaga. — Choque de caballería en Ontígola. — Fuerzas que acercan p. 87los franceses. — Batalla de Ocaña. — Horrorosa dispersión. Pérdida de Ocaña. — Resultas. — Se retira Alburquerque a Trujillo. — Movimientos del duque del Parque. — Acción de Medina del Campo. — Acción de Alba de Tormes. — Valor de Mendizábal. — Retirada de los españoles. — Retirada de los ingleses del Guadiana al norte del Tajo. — Flaqueza de la comisión ejecutiva. — Comisionados enviados a La Carolina. — Prisión de Palafox y Montijo. — Manejos de Romana y de su hermano Caro. — Tropelías. — Estado deplorable de la junta central. — Providencias de la comisión ejecutiva y de la junta. — Proposición de Calvo sobre libertad de imprenta. — Modo de convocarse las cortes. — Mudanza de individuos en la comisión ejecutiva. — Decreto de la central para trasladarse a la Isla de León.
p. 89
HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
«Será pasado por las armas el que profiera la voz de capitular o de rendirse.» Tal pena impuso por bando, al acercarse los franceses a Gerona, su gobernador Don Mariano Álvarez de Castro. Resolución que por su parte procuró cumplir rigurosamente, y la cual sostuvieron con inaudito tesón y constancia la guarnición y los habitantes.
Preludio fueron de esta tercera y nunca bien ponderada defensa las otras dos, ya relatadas, de junio y julio del año anterior. Los franceses no consideraban importante la plaza de Gerona, habiéndolap. 90 calificado de muy imperfecta el general Marescot, comisionado para reconocerla; juicio tanto más fundado, cuanto, prescindiendo de lo defectuoso de sus fortificaciones, estaban entonces estas, unas cuarteadas, otras cubiertas de arbustos y malezas, y todas desprovistas de lo más necesario. Corrigiéronse posteriormente algunas de aquellas faltas, sin que por eso creciese en gran manera su fortaleza.
Gerona, cabeza del corregimiento de su nombre, situada en lo antiguo cuesta abajo de un monte, extendiose después por las dos riberas del Oñar, llamándose el Mercadal la parte colocada a la izquierda. La de la derecha se prolonga hasta donde el mencionado río se une con el Ter, del que también es tributario por el mismo lado, y después de correr por debajo de varias calles y casas el Galligans, formado de las aguas vertientes de los montes situados al nacimiento del sol. Comunícanse ambas partes de la ciudad por un hermoso puente de piedra, y las circuía un muro antiguo con torreones, cuyo débil reparo se mejoró después, añadiendo siete baluartes, cinco del lado del Mercadal y dos del opuesto; habiendo solo foso y camino cubierto en el de la puerta de Francia. Dominada Gerona en su derecha por varias alturas, eleváronse en diversos tiempos fuertes que defendiesen sus cimas. En la que mira al camino de Francia y, por consiguiente, en la más septentrional de ellas, se construyó el castillo de Monjuich, con cuatro reductos avanzados, y en las otras, separadas de esta por el valle que riega el Galligans, los del Calvario, Condestable, reinap. 91 Ana, Capuchinos, del Cabildo y de la Ciudad. Antes del sitio se contaban algunos arrabales, y abríase delante del Mercadal un hermoso y fértil llano que, bañado por el Ter, el riachuelo Güell y una acequia, estaba cubierto de aldeas y deleitables quintas.
La población de Gerona en 1808 ascendía a 14.000 almas, y al
comenzar el tercer sitio constaba su guarnición de 5673 hombres de
todas armas. Mandaba la plaza, en calidad de gobernador interino,
D. Mariano Álvarez de Castro, Álvarez,
gobernador. natural de Granada y de familia ilustre de Castilla
la Vieja, quien con la defensa inmortalizó su nombre. Era teniente de
rey Don Juan Bolívar, que se había distinguido en las dos anteriores
acometidas de los franceses, y dirigían la artillería y los ingenieros
los coroneles Don Isidro de Mata y Don Guillermo Minali; el último
trabajó incesantemente y con acierto en mejorar las fortificaciones.
Por la descripción que acabamos de hacer de Gerona y por la noticia que hemos dado de sus fuerzas, se ve cuán flacas eran estas y cuán desventajosa su situación. Enseñoreada por los castillos, tomado que fuese uno de ellos, particularmente el de Monjuich, quedaba la ciudad descubierta, siendo favorables al agresor todos los ataques. Además, si atendemos a los muchos puntos que había fortificados, y a la extensión del recinto, claro es que para cubrir convenientemente la totalidad de las obras, se requerían por lo menos de 10 a 12.000 hombres, número lejano de la realidad. A todo suplió el patriotismo.
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Animados los gerundenses con antiguas memorias, y reciente en ellos la de las dos últimas defensas, apoyaron esforzadamente a la guarnición, distribuyéndose en ocho compañías que, bajo el nombre de Cruzada, instruyó el coronel Don Enrique O’Donnell. Compusiéronla todos los vecinos sin excepción de clase ni de estado, incluso el clero secular y regular, y hasta las mujeres se juntaron en una compañía que apellidaron de Santa Bárbara, la cual, dividida en cuatro escuadras, llevaba cartuchos y víveres a los defensores, recogiendo y auxiliando a los heridos.
Anteriormente, habíase también tratado de excitar la devoción de los gerundenses nombrando por generalísimo a San Narciso, su patrono. Desde muy antiguo tenían los moradores en la protección del santo entera y sencilla fe. Atribuían a su intercesión prosperidades en pasadas guerras, y en especial la plaga de moscas que tanto daño causó, según cuentan, en el siglo decimotercero al ejército francés que bajo su rey Felipe el Atrevido puso sitio a la plaza; sitio en el que, por decirlo de paso, grandemente se señaló el gobernador Ramón Folch de Cardona, quien, al asalto, como refiere Bernardo Desclot, tañendo su añafil y soltadas las galgas, no dejó sobre las escalas francés que no fuese al suelo herido o muerto. Ciertos hombres, sin profundizar el objeto que llevaron los jefes de Gerona, hicieron mofa de que se declarase generalísimo a San Narciso, y aun hubo varones cuerdos que desaprobaron semejante determinación, temiendo el influjo de vanas y perniciosas supersticiones.p. 93 Era el de los últimos arreglado modo de sentir para tiempos tranquilos, pero no tanto para los agitados y extraordinarios. De todas las obligaciones, la primera consiste en conservar ilesos los hogares patrios, y lejos de entibiar para ello el fervor de los pueblos, conviene alimentarle y darle pábulo hasta con añejas costumbres y preocupaciones; por lo cual, el atento político y el verdadero hombre religioso, enemigos de indiscretas y reprensibles prácticas, disculparán, no obstante, y aun aplaudirán en el apretado caso de Gerona, lo que a muchos pareció ridícula y singular resolución, hija de grosera ignorancia.
Los franceses, preparándose de antemano para el sitio, se presentaron a la vista de la plaza el 6 de mayo, en las alturas de Costa Roja. Mandaba entonces aquellas tropas el general Reille, hasta que el 13 le reemplazó Verdier, quien continuó a la cabeza durante todo el sitio. Con este general, y sucesivamente, llegaron otros refuerzos, y el 31 arrojaron los enemigos a los nuestros de la ermita de los Ángeles, que fue bien defendida. Hubo varias escaramuzas, pero lo corto de la guarnición no permitió retardar, cual conviniera, las primeras operaciones del sitiador. Solamente los paisanos de las inmediaciones de Montagut, tiroteándose con él a menudo, le molestaron bastantemente.
Al comenzar junio fue la plaza del todo circunvalada. Colocose la división westfaliana de los franceses, al mando del general Morio, desde la margen izquierda del Ter, por San Medir, Montagut y Costa Roja; la brigada de Joba en Pont-Mayor, y los regimientos de Berg yp. 94 Wurszburgo en las alturas de San Miguel y Villa Roja hasta los Ángeles; cubrieron el terreno del Oñar al Ter por Montelibi, Palau y el llano de Salt tropas enviadas de Vic por Saint-Cyr, ascendiendo el conjunto de todas a 18.000 hombres. Hubiera preferido el último general bloquear estrechamente la plaza a sitiarla; mas sabiéndose en el campo francés que no gozaba del favor de su gobierno, y que iba a sucederle en el mando el mariscal Augereau, no se atendieron debidamente sus razones, llevando Verdier adelante su intento de embestir a Gerona.
Reunido el 8 de junio el tren de sitio correspondiente,
resolvieron los enemigos emprender dos ataques, uno flojo contra
la plaza, otro vigoroso contra el castillo de Monjuich y sus
destacadas torres o reductos. Mandaban a los ingenieros y artillería
francesa los generales Sanson y Taviel. Antes de romper el fuego
se presentó el 12 un parlamentario para intimar la rendición,
Entereza
de Álvarez. mas el
fiero gobernador Álvarez respondió que no queriendo tener trato ni
comunicación con los enemigos de su patria, recibiría en adelante
a metrallazos a sus emisarios. Hízolo así en efecto siempre que el
francés quiso entrar en habla. Criticáronle algunos de los que piensan
que en tales lances han de llevarse las cosas reposadamente, mas le loó
muy mucho el pueblo de Gerona, empeñando infinito en la defensa tan
rara resolución, cumplida con admirable tenacidad.
Los enemigos habían desde el 8 empezado a formar una paralela en la altura de Tramón a 600 toesas de las torres de San Luis y San Narciso,p. 95 dos de las mencionadas de Monjuich, sacando al extremo de dicha paralela un ramal de trinchera, delante de la cual plantaron una batería de ocho cañones de a 24 y dos obuses de a nueve pulgadas. Colocaron también otra batería de morteros detrás de la altura Denroca a 360 toesas del baluarte de San Pedro, situado a la derecha del Oñar en la puerta de Francia. Los cercados, a pesar del incesante fuego que desde sus muros hacían, no pudieron impedir la continuación de estos trabajos.
Progresando en ellos y recibida que fue por los franceses la repulsa del gobernador Álvarez, empezó el bombardeo en la noche del 13 al 14, y todo resonó con el estruendo del cañón y del mortero. Los soldados españoles corrieron a sus puestos, otro tanto hicieron los vecinos, acompañándolos a todas partes las doncellas y matronas alistadas en la compañía de Santa Bárbara. Sin dar descanso prosiguieron en su porfía los enemigos hasta el 25, y no por eso se desalentaron los nuestros, ni aun aquellos que entonces se estrenaban en las armas. El 14 incendiose y quedó reducido a cenizas el hospital general; gran menoscabo por los efectos allí perdidos, difíciles de reponer. La junta corregimental, que en todas ocasiones se portó dignamente, reparó algún tanto el daño, Beramendi. coadyuvando a ello la diligencia del intendente Don Carlos Beramendi y el buen celo del cirujano mayor Don Juan Andrés Nieto, Nieto. que en un memorial histórico nos ha transmitido los sucesos más notables de este sitio.
Al rayar del 14 también acometieron los enemigos las torres de San Luis y San Narciso,p. 96 apagaron sus fuegos, descortinaron su muralla, y abriendo brecha obligaron a los españoles a abandonar el 19 ambas torres. Lo mismo aconteció el 21 con la de San Daniel, que evacuaron nuestros soldados. Este pequeño triunfo envalentonó a los sitiadores, causándoles después grave mal su sobrada confianza.
En la noche del 14 al 15 desalojaron los mismos a una guerrilla española del arrabal del Pedret, situado fuera de la puerta de Francia; y levantando un espaldón, trataron de establecerse en aquel punto. Temeroso el gobernador de que erigiesen allí una batería de brecha, dispuso una salida combinada con fuerza de Monjuich y de la plaza. Destruyeron los nuestros el espaldón y arrojaron al enemigo del arrabal.
En tanto, el general en jefe francés Saint-Cyr, habiendo enviado
a Barcelona sus enfermos y heridos, aproximose a Gerona. En su
marcha cogió ganado vacuno, que del Llobregat iba para el abasto
de la ciudad sitiada. Sentó el 20 de junio su cuartel general
en Caldas, y extendiendo sus fuerzas hacia la marina, Ocupa
a San Feliú
de Guíxols. se
apoderó el 21, aunque a costa de sangre, de San Feliú de Guíxols. Con
su llegada aumentose el ejército francés a unos 30.000 hombres.
Los somatenes y varios destacamentos molestaban a los franceses
en los alrededores, Correrías
de los
partidarios. y antes de acabarse junio cogieron un convoy
considerable y 120 caballos de la artillería que venían para el general
Verdier. Corrió así aquel mes sin que los franceses hubiesen alcanzado
en el sitio de Gerona otra ventaja más que la de hacerse dueños de las
torres indicadas.
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Pusieron ahora sus miras en Monjuich. Guarnecíanle 900 hombres, a las órdenes de Don Guillermo Nash, estando todos decididos a defender el castillo hasta el último trance. Al alborear del 3 de julio empezaron los enemigos a atacarle valiéndose de varias baterías, y en especial de una llamada Imperial que plantaron a la izquierda de la torre de San Luis, compuesta de 20 piezas de grueso calibre y 2 obuses. En todo el día aportillose ya la cara derecha del baluarte del norte, y los defensores se prepararon a resistir cualquiera acometida practicando detrás de la brecha oportunas obras. El fuego del enemigo había derribado del ángulo flanqueado de aquel baluarte la bandera española que allí tremolaba. Intrepidez de Montoro. Al verla caída, se arrojó al foso el subteniente Don Mariano Montoro, recobrola y subiendo por la misma brecha la hincó y enarboló de nuevo: acción atrevida y digna de elogio.
No tardaron los enemigos en intentar el asalto del castillo.
Emprendiéronle furiosamente a las diez y media de la noche del 4 de
julio; vanos fueron sus esfuerzos, inutilizándolos los nuestros con
su serenidad y valentía. Suspendieron por entonces los contrarios sus
acometimientos; mas en la mañana del 8 renovaron el asalto en columna
cerrada y mandados por el coronel Muff. Por
cuatro veces
son repelidos
los franceses. Tres veces
se vieron repelidos haciendo en ellos grande estrago la artillería
cargada con balas de fusil, particularmente un obús dirigido por Don
Juan Candy. Insistió el jefe enemigo Muff en llevar sus tropas por
cuarta vez al asalto, hasta que, herido él mismo, desmayaron los suyos
y se retiraron. Retíranse. Perdieron
en esta ocasiónp. 98 los
sitiadores unos 2000 hombres, entre ellos 11 oficiales muertos y 66
heridos. Mandaba en la brecha a los españoles Don Miguel Pierson,
Pierson. que pereció defendiéndola, y
distinguiose al frente de la reserva Don Blas de Fournás. Durante el
asalto tuvieron constantemente los franceses en el aire, contra el
punto atacado, 7 bombas y muchos otros fuegos parabólicos. Grandes y
esclarecidos hechos allí se vieron. El tambor
Ancio. Fue de notar el del mozo Luciano Ancio, tambor apostado
para señalar con la caja los tiros de bomba y granada. Llevole un casco
parte del muslo y de la rodilla, y al quererle transportar al hospital
opúsose, diciendo: «No, no, aunque herido en la pierna tengo los brazos
sanos para con el toque de caja librar de las bombas a mis amigos.»
Enturbió algún tanto la satisfacción de aquel día el haberse volado la torre de San Juan, obra avanzada entre Monjuich y la plaza. Casi todos los españoles que la guarnecían perecieron, salvando a unos pocos Don Carlos Beramendi, Arrojo de Beramendi. que sin reparar en el horroroso fuego del enemigo acudió a aquel punto, mostrándose entonces, como en tantos otros casos de este sitio, celoso intendente, incansable patriota y valeroso soldado.
Esto ocurría en Gerona cuando el general Saint-Cyr, atento a
alejar de la plaza todo género de socorros, después de haber
ocupado a San Feliú de Guíxols creyó también oportuno apoderarse
de Palamós, enviando para ello el 5 de julio al general Fontane.
Toman
los franceses
a Palamós.
Este puerto casi aislado hubiera podido resistir largo tiempo si le
hubieran defendido tropas aguerridas y buenas fortificaciones.p. 99 Pero estas, de suyo malas,
se hallaban descuidadas, y solamente las coronaban algunos somatenes
y miqueletes, que sin embargo se negaron a rendirse y disputaron
el terreno a palmos. Cañoneras fondeadas en el puerto hicieron
al principio bastante fuego; mas el de los enemigos las obligó a
retirarse. Entraron los franceses la villa y casi todos los defensores
perecieron, no siéndoles dado acogerse según lo intentaron a las
cañoneras y otros barcos que tomaron viento y se alejaron.
Por el mismo tiempo llegó a Perpiñán el mariscal Augereau. Confiado en que los catalanes escucharían su voz, dirigioles una proclama en mal español, que mandó publicar en los pueblos del principado. Su proclama. Mas apenas se habían fijado tres de aquellos carteles, cuando el coronel Don Antonio Porta destruyó en San Lorenzo de la Muga el destacamento encargado de tal comisión, volviendo a Perpiñán pocos de los que le componían. Un ataque de gota en la mano y el ver que no era empresa la de Cataluña tan fácil como se figuraba, detuvieron algún tiempo al mariscal Augereau en la frontera, por lo que continuó todavía mandando el séptimo cuerpo el general Saint-Cyr.
No desayudaban tampoco a los heroicos esfuerzos de Gerona las escaramuzas con que divertían a los franceses los somatenes, miqueletes y alguna tropa de línea. Don Antonio Porta los molestaba desde la raya de Francia hasta Figueras; de aquí a Gerona entreteníalos el doctor Don Francisco Robira, infatigable y audaz partidario. El general Wimpffen, Don Pedrop. 100 Cuadrado y los caudillos Miláns, Iranzo y Clarós, corrían la tierra que media desde Hostalrich por Santa Coloma hasta la plaza de Gerona. Por tanto para despejar la línea de comunicación con Francia tuvo Saint-Cyr que enviar el 12 de julio una brigada del general Souham a Bañolas, al mismo tiempo que el general Guillot desde Figueras se adelantaba a San Lorenzo de la Muga.
Muy luego de comenzar el sitio habían los de Gerona pedido socorro, y en respuesta a su demanda trataron las autoridades de Cataluña de enviar un convoy y alguna fuerza a las órdenes de Don Rodulfo Marshall, Marshall. irlandés de nación y hombre de bríos, que había venido a España a tomar parte en su sagrada lucha. Pasaron los nuestros delante del general Pino en Llagostera sin ser descubiertos; mas avisado el enemigo por un soldado zaguero, tomó el general Saint-Cyr sus medidas, y el 10 interceptó en Castellar el socorro, entrando solo en la plaza el coronel Marshall con unos cuantos que lograron salvarse.
Los sitiadores después del malogrado asalto de Monjuich prolongaron sus trabajos, y abrazando los dos frentes del nordeste y noroeste se adelantaron hasta la cresta del glacis. Nuevas y multiplicadas baterías levantaron sin que los detuviesen nuestros fuegos ni el valor de los sitiados. Perecieron el 31 muchos de ellos en la torre de San Luis, que voló una bomba arrojada de la plaza, y en una salida que voluntariamente hicieron del castillo en el mismo día varios soldados.
p. 101
Entrado agosto, continuaron los franceses con el mismo ahínco en acometer a Monjuich, y en la noche del 3 al 4 quisieron apoderarse del revellín del frente de ataque. Frustrose por entonces su intento; pero al día siguiente se hicieron dueños de aquella obra, alojándose en la cresta de la brecha: 800 hombres defendían el revellín, 50 perecieron, Grifols. y con ellos su bizarro jefe Don Francisco de Paula Grifols. Ni aun así se enseñorearon los franceses de Monjuich. Los defensores antes de abandonarle hicieron una salida el 10 en daño de los contrarios.
Sin embargo, previendo el gobernador del castillo, Don Guillermo
Nash, que no le sería ya dado sostenerse por más tiempo, había
consultado en aquellos días a su jefe Don Mariano Álvarez,
quien opuesto a todo género de capitulación o retirada tardó en
contestarle. Abandonan
los españoles
a Monjuich. Nash entonces juntó un consejo de guerra y con su
acuerdo evacuó a Monjuich el 12 de agosto a las seis de la tarde,
destruyendo antes la artillería y las municiones. Ocuparon los
franceses aquellos escombros, siendo maravillosa y dechado de defensas
la de este castillo, pues los sitiadores solo penetraron en su recinto
al cabo de dos meses de expugnación, y después de haber levantado
diez y nueve baterías, abierto varias brechas, y perdido más de 3000
hombres. De los 900 que componían la guarnición española murieron
18 oficiales y 511 soldados, sin quedar apenas quien no estuviese
herido.
Poco antes de la evacuación, y ya esta resuelta, recibió Don Guillermo Nash pliegos del gobernador Álvarez, en los que, lejos de aprobarp. 102 la retirada de Monjuich, estimulaba a la defensa con premios y ofrecimientos. No por eso se cambió de parecer, juzgando imposible prolongar la resistencia. Los jefes, al entrar en la plaza, pidieron que se les formase consejo de guerra si no habían cumplido con su obligación. Pero Álvarez, justo no menos que tenaz y valeroso, aprobó su conducta.
Miraba el enemigo como tan importante la rendición de Monjuich que al dar Verdier cuenta de ella a su gobierno, afirmaba que la ciudad se entregaría dentro de ocho o diez días. Grande fue su engaño. Cierto era que la plaza, con la pérdida del castillo, quedaba por aquella parte muy comprometida, cubriéndola solo un flaco y antiguo muro, y ningunos otros fuegos sino los de la torre de la Gironella y los de dos baterías situadas encima de la puerta de San Cristóbal y muralla de Sarracinas. También los franceses se habían posesionado el 2 del convento de San Daniel, en la cañada del Galligans, e impedido la entrada de los cortos socorros que todavía de cuando en cuando penetraban en la plaza por aquel lado.
Hasta entonces, persuadidos los sitiadores de que con la ocupación de Monjuich abriría la ciudad sus puertas, no habían contra ella apretado el sitio. Solo por medio de una batería de 4 cañones y 2 obuses, plantada en la ladera del Puig Denroca, molestaban a los vecinos y hacían desde su elevada posición daño en los baluartes de San Pedro, Figuerola y en San Narciso. Construyeron ahora tres baterías: una en Monjuich de 4 cañones de a 24; otra encimap. 103 del arrabal de San Pedro, y la tercera en el monte Denroca. Rompieron todas ellas sus fuegos el día 19, atacando principalmente la muralla de San Cristóbal y la puerta de Francia. Los sitiados para remediar el estrago y ofrecer nuevos obstáculos imaginaron muchas y oportunas obras: cerraron las calles que desembocan en la plaza de San Pedro, y abrieron una gran cortadura defendida detrás por un parapeto. Los franceses, que, escarmentados con el ejemplar de Zaragoza, huían de empeñar la lucha en las calles, no insistieron con ahínco en su ataque de la puerta de Francia, y revolvieron contra la de San Cristóbal y muralla de Santa Lucía, paraje en verdad el más flaco y elevado de la plaza. Adelantaron para ello sus trabajos, y construidas nuevas baterías de brecha y morteros, vomitaron estas muerte y destrozos los últimos días de agosto, con especialidad en los dos puntos últimamente indicados y en los cuarteles nuevo y viejo de Alemanes. Quisieron el 25 alojarse los enemigos en las casas de la Gironella; pero una partida española que salió del fuerte del Condestable impidió su intento, matando a unos y cogiendo a otros prisioneros.
Pocos esfuerzos de esta clase le era lícito hacer a la guarnición, escasa de suyo y menguada con las pérdidas de Monjuich y las diarias de la plaza. La corta población de Gerona tampoco daba ensanche, como en Zaragoza, para repetir las salidas. Ni aun apenas hubiera quedado gente que cubriese los puestos si de cuando en cuando, y subrepticiamente, no se hubiesen introducido en el recinto algunos hombres llevados dep. 104 verdadera y desinteresada gloria, de los cuales en aquellos días hubo 100 que vinieron de Olot.
No obstante, el gobernador Don Mariano Álvarez, activo al propio tiempo que cuerdo, no desaprovechaba ocasión de molestar al enemigo y retardar sus trabajos, y a un oficial que encargado de una pequeña salida le preguntaba que adónde, en caso de retirarse, se acogería, respondiole severamente, al cementerio.
Mas luego que vio atacado el recinto de la plaza, puso su mayor conato en reforzar el punto principalmente amenazado: para lo cual, construyendo en parajes proporcionados varias baterías, hasta colocó una de dos cañones encima de la bóveda de la catedral. Aunque los enemigos desencabalgaron pronto muchas piezas, ofendíales en gran manera la fusilería de las murallas, y sobre todo las granadas, bombas y polladas que de lugares ocultos se lanzaban a las trincheras y baterías vecinas. Los apuros, sin embargo, crecían dentro de la ciudad, y se disminuía más y más el número de defensores, siendo ya tiempo de que fuese socorrida.
El general Don Joaquín Blake, quien, después de su desgraciada campaña de Aragón, regresó, según dijimos, a Cataluña, puesta también bajo su mando, salió en julio de Tarragona con solo sus ayudantes, y recorrió la tierra hasta Olot. En su viaje, si bien detenido por una indisposición, no permaneció largo tiempo, retrocediendo a Tortosa antes de concluirse el mes; de allí, tomadas ciertas disposiciones, pensó con eficacia en auxiliar a Gerona.
Aguijábanle a ello las vivas reclamacionesp. 105 de aquella plaza, y las que de palabra hizo
Don Enrique O’Donnell, enviado por Álvarez al intento. Blake, resuelto
a la empresa, atendió antes de su partida a distraer al enemigo en
las otras provincias que abrazaba su distrito, por cuyo motivo envió
una división a Aragón, dejó otra en los lindes de Valencia, y él
con la de Lazán se trasladó en persona a Vic, en donde, no terminado
todavía agosto, estableció su cuartel general. A su llegada agregó a
su gente las partidas y somatenes que hormigueaban por la tierra, y
pasó a Sant Hilari y ermita del Padró. Desde este punto quiso llamar
la atención del enemigo a varios otros para ocultar el verdadero por
donde pensaba introducir el socorro. Buenas
disposiciones
que para ello
se toman. Así fue que el 30
de agosto en la tarde envió a Don Enrique O’Donnell con 1200 hombres
la vuelta de Bruñolas, habiendo antes dirigido por el lado opuesto a
Don Manuel Llauder sobre la ermita de los Ángeles. Don Francisco Robira
y Don Juan Clarós debían también divertir al enemigo por la orilla
izquierda del Ter.
El general Saint-Cyr, cuyos reales desde el 10 de agosto se habían trasladado a Fornells, estando sobre aviso de los intentos de Blake, tomó para estorbarlos varias medidas de acuerdo con el general Verdier, y reunió sus tropas, desparramadas por la dificultad de subsistencias. Mas a pesar de todo consiguieron los españoles su objeto. Llauder se apoderó de los Ángeles, y O’Donnell atacando vivamente la posición de Bruñolas, trajo hacia sí la mayor parte de la fuerza de los enemigos que creyeron ser aquel el punto que se quería forzar.
p. 106
Amaneció el 1.º de septiembre cubierta la tierra de espesa niebla, y
Saint-Cyr, a quien Verdier se había ya unido, aguardó hasta las tres de
la tarde a que los españoles le atacasen. Hizo para provocarlos varios
movimientos del lado de Bruñolas; pero viendo que al menor amago daban
aquellos traza de retirarse, tornó a Fornells, en donde, con admiración
suya, encontró en desorden la división de Lecchi que, regida ahora
por Milosewitz, había quedado apostada en Salt. Justamente por allí
fue por donde el convoy se dirigió a la plaza, siguiendo la derecha
del Ter. Componíase de 2000 acémilas que custodiaban 4000 infantes y
2000 caballos a las órdenes del general Don Jaime García Conde. Entra un convoy
y refuerzo
en Gerona
a las
órdenes
de Conde. Cayó este de repente sobre los franceses
de Salt, arrollolos completamente, y mientras que en derrota iban la
vuelta de Fornells, entró en Gerona el convoy tranquila y felizmente.
Álvarez dispuso una salida que bajo Don Blas de Fournás fuese al
encuentro de Conde, divirtiendo asimismo la atención del enemigo del
lado de Monjuich. A la propia sazón Clarós penetró hasta San Medir, y
Robira tomó a Montagut, de donde arrojó a los westfalianos que solos
habían quedado para guardar la línea, matando un miquelete al general
Hadeln con su propia espada. Clavaron los nuestros tres cañones, y
persiguieron a sus contrarios hasta Sarriá. En grande aprieto estaban
los últimos cuando, repasando el Ter el general Verdier, volvió a su
orilla izquierda y contuvo a los intrépidos Clarós y Robira. Por su
parte el general Conde después de dejar en la plaza el convoyp. 107 y 3287 hombres, tornó
con el resto de su gente a Hostalrich, y a Olot Don Joaquín Blake,
que había permanecido en observación de los diversos movimientos de
su ejército. Fueron estos dichosos en sus resultas y bastante bien
dirigidos, quedando completamente burlado el general Saint-Cyr no
obstante su pericia.
Dio aliento tan buen suceso a la corta guarnición de Gerona que se vio así reforzada; mas por este mismo aumento no se consiguió disminuir la escasez con los víveres introducidos.
Los franceses ocuparon de nuevo los puntos abandonados, y el 6 de septiembre recobraron la ermita de los Ángeles, pasando a cuchillo a sus defensores, excepto a tres oficiales y al comandante Llauder, que saltó por una ventana. No intentaron contra la plaza en aquellos días cosa de gravedad, contentándose con multiplicar las obras de defensa. No desaprovecharon los sitiados aquel respiro, y atareándose afanadamente, aumentaron los fuegos de flanco y parabólicos, y ejecutaron otros trabajos no menos importantes.
Pasado el 11 de septiembre, renovaron los enemigos el fuego con mayor furor y ensancharon tres brechas ya abiertas en Santa Lucía, Atemanes y San Cristóbal, maltratando también el fuerte del Calvario, cuyo fuego sobremanera los molestaba.
Dispuso el 15 Don Mariano Álvarez una salida con intento de retardar los trabajos del sitiador y aun de destruir algunos de ellos. Dirigíala Don Blas de Fournás, y aunque al principio todo lo atropellaron los nuestros, no siendop. 108 después convenientemente apoyadas las dos primeras columnas por otra que iba de respeto, tuvieron que abrigarse todas de la plaza sin haber recogido el fruto deseado.
Aportilladas de cada vez más las brechas, y apagados los fuegos del frente atacado, trataron los enemigos de dar el asalto. Pero antes enviaron parlamentarios, que según la invariable resolución de Álvarez, fueron recibidos a cañonazos.
Irritados de nuevo con tal acogida, corrieron al asalto a las
cuatro de la tarde del 19 de septiembre, distribuidos en cuatro
columnas de a 2000 hombres. Entonces brillaron las buenas y previas
disposiciones que había tomado el gobernador español: allí mostró este
su levantado ánimo. Al toque de la generala, al tañido triste de la
campana que llamaba a somatén, Valor
de la
guarnición
y habitantes. soldados y paisanos, clérigos y
frailes, mujeres y hasta niños acudieron a los puestos de antemano y a
cada uno señalados. En medio del estruendo de doscientas bocas de cañón
y de la densa nube que la pólvora levantaba, ofrecía noble y grandioso
espectáculo la marcha majestuosa y ordenada de tantas personas de
diversa clase, profesión y sexo. Silenciosos todos, se vislumbraba
sin embargo en sus semblantes la confianza que los alentaba. Álvarez. Álvarez a su cabeza, grave y denodado,
representábase a la imaginación en tan horrible trance a la manera de
los héroes de Homero, superior y descollando entre la muchedumbre, y
cierto que si no se aventajaba a los demás en estatura como aquellos,
sobrepujaba a todos en resolución y gran pecho.p. 109 Con no menor orden que la marcha se habían
preparado los refuerzos, la distribución de municiones, la asistencia y
conducción de heridos.
Presentose la primera columna enemiga delante de la brecha de
Santa Lucía que mandaba el irlandés Don Rodulfo Marshall. Dos veces
tomaron en ella pie los acometedores, y dos veces rechazados quedaron
muchos de ellos allí tendidos. Muerte
de
Marshall. Tuvieron los españoles el dolor de que fuese herido
gravemente y de que muriese a poco el comandante de la brecha Marshall,
quien antes de expirar prorrumpió diciendo «que moría contento por tal
causa y por nación tan brava.»
Otras dos columnas enemigas emprendieron arrojadamente la entrada por las brechas más anchurosas de Alemanes y San Cristóbal, en donde mandaba Don Blas de Fournás. Por algún tiempo alojáronse en la primera hasta que al arma blanca los repelieron los regimientos de Ultonia y Borbón, apartándose de ambas destrozados por el fuego que de todos lados llovía sobre ellos. No menos padeció otra columna enemiga que largo rato se mantuvo quieta al pie de la torre de la Gironella. Herido aquí el capitán de artillería Don Salustiano Gerona, tomó el mando provisional Don Carlos Beramendi, y haciendo las veces de jefe y de subalterno causó estrago en las filas enemigas.
Amenazaron también estas durante el asalto los fuertes del Condestable y del Calvario igualmente sin fruto.
Tres horas duró función tan empeñada. Todas las brechas quedaron llenas de cadáveres yp. 110 despojos enemigos; el furor de los sitiados era tal, que dejando a veces el fusil, sus membrudos y esforzados brazos cogían las piedras sueltas de la brecha y las arrojaban sobre las cabezas de los acometedores. Don Mariano Álvarez animaba a todos con su ejemplo y aun con sus palabras precavía los accidentes, reforzaba los puntos más flacos, y arrebatado de su celo no escuchaba la voz de sus soldados que encarecidamente le rogaban no acudiese como lo hacía a los parajes más expuestos. Perdieron los enemigos varios oficiales de graduación y cerca de 2000 hombres: entre los primeros contaron al coronel Floresti, que en 1808 subió a posesionarse del Monjuich de Barcelona, en donde entonces mandaba Don Mariano Álvarez. De los españoles cayeron aquel día de 300 a 400, en su número muchos oficiales que se distinguieron sobremanera, y algunas de aquellas mujeres intrépidas que tanto honraron a Gerona.
Escarmentados los franceses con lección tan rigorosa, desistieron de repetir los asaltos a pesar de las muchas y espaciosas brechas, convirtiendo el sitio en bloqueo, y contando por auxiliares, como dice Saint-Cyr, el tiempo, las calenturas y el hambre.
Don Joaquín Blake, a quien algunos motejaban de no divertir la atención del enemigo del lado de Francia, intentó de nuevo avituallar la plaza. Para ello preparado un convoy en Hostalrich apareció el 26 de septiembre con 12.000 hombres en las alturas de La Bisbal a dos leguas de Gerona. O’Donnell. Gobernada la vanguardia por Don Enrique O’Donnell, desalojó a los francesesp. 111 de los puntos que ocupaban desde Villa Roja hasta San Miguel. Salieron al propio tiempo de la plaza y del Condestable Haro. 400 hombres guiados por el coronel de Baza D. Miguel de Haro, que también ha trazado con imparcialidad la historia de este sitio. Seguía a O’Donnell Wimpffen con el convoy, el cual constaba de unas 2000 acémilas y ganado lanar. Quedó el grueso del ejército teniendo al frente a Blake en las mencionadas alturas de La Bisbal.
Enterado Saint-Cyr de la marcha del convoy, trató de impedir su entrada en la plaza. Consiguiolo desgraciadamente esta vez interponiéndose entre O’Donnell y Wimpffen y todo lo apresó, excepto unas 170 cargas que se salvaron y metieron en Gerona. Achacose la culpa a la sobrada intrepidez de O’Donnell que se alejó más de lo conveniente de Wimpffen, y también a la tímida prudencia de Blake que no acudió debidamente en auxilio del último. Así no llegaron a Gerona víveres tan necesarios y deseados, y perdió malamente el ejército de Cataluña unos 2000 hombres. O’Donnell y Haro se abrigaron de los fuertes del Condestable y Capuchinos. Trataron los franceses cruelmente a los arrieros del convoy, ahorcando a unos y fusilando a otros en el Palau a vista de la ciudad.
Corta compensación de tamaña desdicha fueron algunas ventajas conseguidas en el Llobregat y Besós por los miqueletes y tropas de línea. Tampoco pudo servir de consuelo el haber dispersado los ingleses y cogido en parte un convoy que escoltaban navíos de guerra franceses, y que llevaba víveres y auxilios a Barcelona;p. 112 ventura que no habían tenido poco antes con el que mandaba el almirante francés Cosmao que entró y salió de aquel puerto sin que nadie se lo estorbase.
Realmente en nada remediaba esto a Gerona, cuyas enfermedades y penuria crecían con rapidez. Se esmeraban en vano para disminuir el mal la junta y el gobernador. No se habían acopiado víveres sino para cuatro meses, y ya iban corridos cinco. Imperceptibles fueron, conforme manifestamos, los socorros introducidos en 1.º de septiembre, aumentándose las cargas con el refuerzo de tropas.
Por lo mismo, y según lo requería la escasez de la plaza, Don Enrique O’Donnell, que desde la malograda expedición del convoy de 26 de septiembre permanecía al pie del fuerte del Condestable, tuvo que alejarse, y atravesando la ciudad en la noche del 12 de octubre, cruzó el llano de Salt y Santa Eugenia, uniéndose al ejército por medio de una marcha atrevida.
En aquel día llegó igualmente al campo enemigo el mariscal
Augereau, habiendo partido el 5 el general Saint-Cyr. Con el nuevo
jefe francés, y posteriormente, acudieron a su ejército socorros
y refuerzos, estrechándose en extremo el bloqueo. Levantaron para
ello los sitiadores varias baterías, formaron reductos, Estréchase
el bloqueo. y llegó a tanto su
cuidado que de noche ponían perros en las sendas y caminos, y ataban
de un espacio a otro cuerdas con cencerros y campanillas; por cuya
artimaña, cogidos algunos paisanos, atemorizáronse los pocos que
todavía osaban pasar con víveres a la ciudad.
p. 113
La escasez por tanto tocaba al último punto. Los más de los
habitantes habían ya consumido las provisiones que cada uno en
particular había acopiado, y de ellos y de los forasteros refugiados
en la plaza veíanse muchos caer en las calles muertos de hambre.
Apenas quedaba otra cosa en los almacenes para la guarnición que
trigo, y como no había molinos, suplíase la falta machacando el grano
en almireces o cascos de bomba, y a veces entre dos piedras; y así, y
mal cocido, se daba al soldado. Nacieron de aquí y se propagaron todo
género de dolencias, estando henchidos los hospitales de enfermos, y sin
espacio ya para contenerlos. Solo de la guarnición perecieron en este
mes de octubre 793 individuos, comenzando también a faltar hasta los
medicamentos más comunes. Tercera e inútil
tentativa de Blake
para socorrer
a Gerona. Inútilmente
Don Joaquín Blake trató por tercera vez de introducir socorros. De
Hostalrich aproximose el 18 de octubre a Bruñolas, y aguantó el 20 un
ataque del enemigo, cuya retaguardia picó después O’Donnell hasta los
llanos de Gerona. Acudiendo el mariscal Augereau con nuevas fuerzas,
retirose Blake camino de Vic dejando solo a O’Donnell en Santa Coloma,
quien a pesar de haber peleado esforzadamente, cediendo al número tuvo
que abandonar el puesto y todo su bagaje. Quedaban así a merced del
vencedor las provisiones reunidas en Hostalrich que pocos días después
fueron por la mayor parte destruidas, habiendo entrado el enemigo la
villa, si bien defendida por los vecinos con bastante empeño.
Dentro de Gerona no dio noviembre lugarp. 114 a combates excusados y peligrosos en
concepto de los sitiadores. Renováronse, sí, de parte de estos las
intimaciones, valiéndose de paisanos, de soldados y hasta de frailes
que fueron o mal acogidos o presos por el gobernador. Pero las
lástimas y calamidades se agravaban más y más cada día.[*] Hambre
horrorosa.
Carestía
de víveres.
(* Ap. n. 10-1.) Las carnes
de caballo, jumento y mulo de que poco antes se había empezado a
echar mano, íbanse apurando ya por el consumo de ellas, ya también
porque faltos de pasto y alimento, los mismos animales se morían de
hambre comiéndose entre sí las crines. Cuando la codicia de algún
paisano, arrostrando riesgos, introducía comestibles, vendíanse estos a
exorbitantes precios; costaba una gallina diez y seis pesos fuertes,
y una perdiz cuatro. Adquirieron también extraordinario valor aun
los animales más inmundos, habiendo quien diese por un ratón cinco
reales de vellón, y por un gato treinta. Los hospitales, sin medicinas
ni alimentos, y privados de luz y fuego, habíanse convertido en un
cementerio en que solo se divisaban no hombres sino espectros. Las
heridas eran por lo mismo casi todas mortales y se complicaban con las
calenturas contagiosas que a todos afligían, acabando por manifestarse
el terrible escorbuto y la disentería.
A la vista de tantos males juntos de guerra, hambre, enfermedades y
dolorosas muertes, flaqueaban hasta los más constantes. Solo Álvarez
se mantenía inflexible. Inflexibilidad
de Álvarez. Había algunos, aunque contados, que hablaban de
capitular; otros, queriendo incorporarse al ejército, proponían abrirse
paso por medio del enemigo. De los primerosp. 115 hubo quien osó pronunciar en presencia del
gobernador la palabra capitulación, pero este interrumpiéndole
prontamente díjole: «¿Cómo, solo usted es aquí cobarde? Cuando ya no
haya víveres nos comeremos a usted y a los de su ralea, y después
resolveré lo que más convenga.»
Entre los que con pensamientos más honrados ansiaban salir por fuerza de la plaza, se celebraron reuniones y aun se hicieron varias propuestas, mas la junta, recelando desagradables resultas, atajó el mal, y todos se sometieron a la firme condición del gobernador.
Este, cuanto más crecía el peligro, más impertérrito se mostraba, dando por aquellos días un bando así concebido. «Sepan las tropas que guarnecen los primeros puestos que los que ocupan los segundos tienen orden de hacer fuego, en caso de ataque, contra cualquiera que sobre ellos venga, sea español o francés, pues todo el que huye hace con su ejemplo más daño que el mismo enemigo.»
La larga y empeñada resistencia de Gerona dio ocasión a que la junta central concediese a sus defensores iguales gracias que a los de Zaragoza, y provocó en el principado de Cataluña el deseo de un levantamiento general para ir a socorrer la plaza. Con intento de llevar a cabo esta última medida, Congreso catalán. se juntó en Manresa antes de concluirse noviembre un congreso compuesto de individuos de todas clases y de todos los puntos del principado.
Pero ya era tarde. Tras del triste y angustiado verano en el que ni las plantas dieron flores, ni cría los brutos, llegó el otoño que húmedop. 116 y lluvioso acreció las penas y desastres. Desplomadas las casas, desempedradas las calles, y remansadas en sus hoyos las aguas y las inmundicias, quedaron los vecinos sin abrigo y respirábase en la ciudad un ambiente infecto, corrompido también con la putrefacción de cadáveres que yacían insepultos en medio de escombros y ruinas. Habían perecido en noviembre 1378 soldados y casi todas las familias desvalidas. No se veían mujeres encintas, falleciendo a veces de inanición en el regazo de las madres el tierno fruto de sus entrañas. La naturaleza toda parecía muerta.
Los enemigos, aunque prosiguieron arrojando bombas e incomodando
con sus fuegos, no habían renovado sus asaltos, escarmentados en
sus anteriores tentativas. Mas el mariscal Augereau, viendo que el
congreso catalán excitaba a las armas a todo el principado, recelose
que Gerona con su constancia diese tiempo a ser socorrida, por lo que
en la noche del 2 de diciembre, Renuevan
los franceses
sus ataques. aniversario de la coronación de
Napoleón, emprendió nuevas acometidas. Ocupó de resultas el arrabal del
Carmen, y levantando aún más baterías, ensanchó las antiguas brechas y
abrió otras. El 7 se apoderó del reducto de la ciudad y de las casas
de la Gironella, en donde sus soldados se atrincheraron y cortaron la
comunicación con los fuertes, a cuyas guarniciones no les quedaba ni
aun de su corta ración sino para dos días. Imperturbable Álvarez, si
bien ya muy enfermo, dispuso socorrer aquellos puntos, y consiguiolo
enviando trigo para otros tres días, que fue cuanto pudo recogerse en
su extrema penuria.
En la tarde del 7, después de haber inútilmentep. 117 procurado los enemigos intimar la rendición a la plaza, rompieron el fuego por todas partes desde la batería formada al pie de Montelibi hasta los apostaderos del arrabal del Carmen, imposibilitando de este modo el tránsito del puente de piedra.
Gerona, en fin, se hallaba el 8 sin verdadera defensa. Perdidos
casi todos sus fuertes exteriores, veíase interrumpida la comunicación
con tres que aún no lo estaban. Siete brechas abiertas, 1100 hombres
era la fuerza efectiva, y estos convalecientes o batallando, como los
demás, contra el hambre, el contagio y la continua y penosa fatiga.
De sus cuerpos no quedaba sino una sombra, y el espíritu aunque
sublime no bastaba para resistir a la fuerza física del enemigo. Hasta
Álvarez, de cuya boca, como de la de Calvo, gobernador de Maestricht,
no salían otras palabras que las de «no quiero rendirme», doliente
durante el sitio de tercianas, Enfermedad
de Álvarez. rindiose al fin a una fiebre nerviosa que el
4 de diciembre ya le puso en peligro. Continuó no obstante dando
sus órdenes hasta el 8, en que, entrándole delirio, hizo el 9, en
un intervalo de sano juicio, dejación del mando en el teniente de
rey Don Julián Bolívar. Sustitúyele
D.
Julián Bolívar. Su enfermedad fue tan grave que recibió la
extremaunción, y se le llegó a considerar como muerto. Hasta entonces
no parecía sino que aun las bombas en su caída habían respetado tan
grande alma, pues destruido todo en su derredor y los más de los
cuartos de su propia casa, quedó en pie el suyo, no habiéndose nunca
mudado del que ocupaba al principio del sitio.
p. 118
Postrado Álvarez, postrose Gerona. En verdad ya no era dado resistir
más tiempo. D. Julián Bolívar congregó la junta corregimental y una
militar. Dudaban todos qué resolver, ¡tanto les pesaba someterse al
extranjero!; pero habiendo recibido aviso del congreso catalán de que
su socorro no llegaría con la deseada prontitud, tuvieron que ceder a
su dura estrella, y enviaron para tratar al campo enemigo a D. Blas
de Fournás. Honrosa
capitulación
de
Gerona.
(* Ap. n. 10-2.)
Acogió bien a este el mariscal Augereau y se ajustó [*] entre ambos
una capitulación honrosa y digna de los defensores de Gerona. Entraron
los franceses en la plaza el 11 de diciembre por la puerta del Areny,
y asombráronse al considerar aquel montón de cadáveres y de escombros,
triste monumento de un malogrado heroísmo. Habían allí perecido de 9 a
10.000 personas, entre ellas 4000 moradores.
Carnot nos dice que, consultando la historia de los sitios modernos, apenas puede prolongarse más allá de 40 días la defensa de las mejores plazas, ¡y la de la débil Gerona duró siete meses! Atacáronla los franceses, conforme hemos visto, con fuerzas considerables, levantaron contra sus muros 40 baterías de donde arrojaron más de 60.000 balas y 20.000 bombas y granadas, valiéndose por fin de cuantos medios señala el arte. Nada de esto sin embargo rindió a Gerona, «solo el hambre, según el dicho de un historiador de los enemigos, y la falta de municiones pudo vencer tanta obstinación.»
Dirigieron los españoles la defensa, no solo con la fortaleza que infundía Álvarez, sino con tino y sabiduría. Mejor avituallada, hubiera Geronap. 119 prolongado sin término su resistencia, teniendo entonces los enemigos que atacar las calles y las casas, en donde, como en Zaragoza, hubieran encontrado sus huestes nuevo sepulcro.
El gobernador Don Mariano Álvarez, aunque desahuciado, volvió en sí,
y el 23 de diciembre le sacaron para Francia. Desde allí tornáronle
a poco a España, y le encerraron en un calabozo del castillo de
Figueras, habiéndole antes separado de sus criados y de su ayudante Don
Francisco Satué. Al día siguiente de su llegada susurrose que había
fallecido, y los franceses le pusieron de cuerpo presente tendido en
unas parihuelas, Sospechas
de que fue
violenta. apareciendo la cara del difunto hinchada y de color
cárdeno a manera de hombre a quien han ahogado o dado garrote. Así se
creyó generalmente en España, y en verdad la circunstancia de haberle
dejado solo, los indicios que de muerte violenta se descubrían en su
semblante, y noticias confidenciales [*] (* Ap.
n. 10-3.) que recibió el
gobierno español, daban lugar a vehementes sospechas. Hecho tan atroz
no merecía sin embargo fe alguna, a no haber amancillado su historia
con otros parecidos el gabinete de Francia de aquel tiempo.
La junta central decretó «que se daría a Don Mariano Álvarez, si estaba vivo, una recompensa propia de sus sobresalientes servicios, y que si por desgracia hubiese muerto, se tributarían a su memoria y se darían a su familia los honores y premios debidos a su ínclita constancia y heroico patriotismo.» Las cortes congregadas más adelante en Cádiz mandaron grabar su nombre en letras de oro en el salón de lasp. 120 sesiones, al lado de los ilustres Daoiz y Velarde. En 1815 Don Francisco Javier Castaños, capitán general de Cataluña, pasó a Figueras, hízole las debidas exequias, y colocó en el calabozo en donde había expirado una lápida que recordase el nombre de Álvarez a la posteridad. Honores justamente tributados a tan claro varón.
Ocurrieron durante el largo sitio de Gerona en las demás partes de España diversos e importantes acontecimientos. De los más principales hasta la batalla de Talavera dimos cuenta. Reservamos otros para este lugar, sobre todo los que acaecieron posteriormente a aquella jornada. Entre ellos distinguiremos los generales y que tomaban principio en el gobierno central, de los particulares de las provincias, empezando por los últimos nuestra narración.
Debe considerarse en aquel tiempo el territorio español como dividido en país libre y en país ocupado por el extranjero. Valencia, Murcia, las Andalucías, parte de Extremadura y de Salamanca, Galicia y Asturias respiraban desembarazadas y libres, trabajadas solo por interiores contiendas. Mostrábase Valencia rencillosa y pendenciera, excitando al desorden el ambicioso general Don José Caro, quien, habiéndose valido de ciertas cabezas de la insurrección para derribar de su puesto al conde de la Conquista, las persiguió después y maltrató encarnizadamente. Murcia, aunque satélite, por decirlo así, de Valencia en lo militar, daba señales de moverse con mayor independencia cuando se trataba de mantener la unión y el orden. Asiento las Andalucías del gobierno central, no recibíanp. 121 por lo común otro impulso que el de aquel, teniendo que someterse a su voluntad la altiva junta de Sevilla. Permaneció en general sumisa Extremadura, y la parte libre de Salamanca estaba sobradamente hostigada con la cercanía del enemigo para provocar ociosas reyertas. En Galicia y Asturias no reinaba el mejor acuerdo, resintiéndose ambas provincias de los males que causó la atropellada conducta de Romana. Desabrida la primera con la persecución de los patriotas, no ayudó al conde de Noroña que quedó mandando y a quien también faltaba el nervio y vigor entonces tan necesarios, lo cual excitó de todas partes vivas reclamaciones al gobierno supremo para que se restableciese la junta provincial que Romana ni pensó ni quiso convocar. Al cabo, pero pasados meses, se atendió a tan justos clamores. Gobernaban a Asturias el general Mahy y la junta que formó el mismo Romana, autoridades ambas harto negligentes. En octubre fue reemplazado el primero por el general Don Antonio de Arce. Habíale enviado de Sevilla la junta central en compañía del consejero de Indias Don Antonio de Leiva, a fin de que aquel capitanease la provincia y de que los dos oyesen las quejas de los individuos de la junta disuelta por Romana. Ejecutose lo postrero mal y lentamente, y en lo demás nada adelantó el nuevo general, hombre pacato y flojo. Reportose, por tanto, poco fruto en las provincias libres de las buenas disposiciones de los habitantes, siendo menester que el enemigo punzase de cerca para estimular a las autoridades y acallar sus desavenencias.
p. 122
Tampoco faltaban rivalidades en las provincias ocupadas, particularmente entre los jefes militares, achaque de todo estado en que las revueltas han roto los antiguos vínculos de subordinación y orden. Vamos a hablar de lo que en ellas pasó hasta fines de 1809.
Pulularon en Aragón, después de las funestas jornadas de María y Belchite, los partidarios y cuerpos francos. Recorrían unos los valles del Pirineo e izquierda del Ebro, otros la derecha y los montes que se elevan entre Castilla la Nueva y reino de Aragón. Aquellos obraban por sí y sostenidos a veces con los auxilios que les enviaba Lérida; los segundos escuchaban la voz de la junta de Molina y en especial la de la de Aragón, que, restablecida en Teruel el 30 de mayo, tenía a veces que convertirse, como muchas otras y a causa de las ocurrencias militares, en ambulante y peregrina.
Abrigáronse partidarios intrépidos de las hoces y valles que
forma el Pirineo desde el de Benasque en la parte oriental,
hasta el de Ansó situado al otro extremo. También aparecieron
muy temprano en el de Roncal, que pertenece a Navarra, fragoso
y áspero, propio para embreñarse por selvas y riscos. Renovales. En estos dos últimos y aledaños
valles campeó con ventura D. Mariano Renovales. Prisionero en Zaragoza,
se escapó cuando le llevaban a Francia, y dirigiéndose a lugares
solitarios, se detuvo en Roncal para reunir varios oficiales también
fugados. Noticioso de ello el general francés D’Agoult, que mandaba en
Navarra, y temeroso de un levantamiento, envió en mayo para prevenirle
al jefep. 123 de batallón
Puisalis con 600 hombres. Súpolo Renovales, y allegando apresuradamente
paisanos y soldados dispersos, se emboscó el 20 del mismo mes
en el país que media entre los valles del Roncal y Ansó. Combates
en Roncal. El 21, antes de la
aurora, comenzaron los combates, trabáronse en varios puntos, duraron
todo aquel día y el siguiente, en que se terminaron con gloria nuestra
al pie del Pirineo, en la alta roca llamada Undarí. Todos los franceses
que allí acudieron fueron muertos o hechos prisioneros, excepto unos
120 que no penetraron en los valles.
Animado con esto Renovales, pero mal municionado, buscó recursos en Lérida y trajo armeros de Éibar y Plasencia. Pertrechado algún tanto, aguardó a los franceses, quienes invadiendo de nuevo aquellas asperezas el 15 de junio, fueron igualmente deshechos y perseguidos hasta la villa de Lumbier. Interpusiéronse en seguida los nuestros en los caminos principales, y sembraron entre los enemigos el desasosiego y la zozobra.
Dieron lugar tales movimientos a que el comandante de Zaragoza, Plicque, y el gobernador de Navarra, D’Agoult, entablasen correspondencia con Renovales. En ella, al paso que agradecían los enemigos el buen porte de que usaba el general español con los franceses que cogía, reclamaban altamente el castigo de algunos subalternos, que se habían desmandado a punto de matar varios prisioneros, quejándose también de que el mismo Renovales se hubiese escapado, sin atender a la palabra empeñada. Respecto de lo primero, olvidaban los franceses que a tanp. 124 lamentables excesos habían dado ellos triste ocasión, mandando D’Agoult ahorcar poco antes, socolor de bandidos, a cinco hombres que formaban parte de una guerrilla de Roncal; y respecto de lo segundo replicó Renovales: «si yo me fugué antes de llegar a Pamplona, advertid que se faltó por los franceses al sagrado de la capitulación de Zaragoza. Fui el primero a quien el general Morlot, sin honor ni palabra, despojó de caballos y equipaje, hollando lo estipulado. Si al general francés es lícita la infracción de un derecho tan sagrado, no sé por qué ha de prohibirse a un general español faltar a su palabra de prisionero.»
Los triunfos de Roncal y Ansó infundieron grande espíritu en todas aquellas comarcas, y Don Miguel Sarasa, hacendado rico, después de haber tomado las armas y combatido en julio en varios felices reencuentros, formó la izquierda de Renovales apostándose en San Juan de la Peña, monasterio de benedictinos, y en cuya espelunca, como la llama Zurita, nació la monarquía aragonesa y se enterraron sus reyes hasta Don Alfonso el II.
Viendo los enemigos cuán graves resultas podría traer el
levantamiento de los valles del Pirineo, mayormente no habiéndoles
sido dado apagarle en su origen, idearon acometer a un tiempo el país
que media entre Jaca y el valle de Salazar, en Navarra, llamando
al propio tiempo la atención del lado de Benasque. Con este fin
salieron tropas de Zaragoza y Pamplona y de otros puntos en que tenían
guarnición, no olvidando tampoco amenazar de la parte de Francia.p. 125 Un trozo dirigiose por
Jaca sobre San Juan de la Peña, otro ocupó los puertos de Salvatierra,
Castillo Nuevo y Navascués, y se juntó una corta división en el
valle de Salazar. San Juan
de la Peña
quemado. Fue San Juan de la Peña el primer punto atacado.
Defendiose Sarasa vigorosamente, mas, obligado a retirarse, quemaron el
26 de agosto los franceses el monasterio de benedictinos, conservándose
solo la capilla abierta en la peña. Con el edificio ardió también
el archivo, habiéndose perdido allí, como en el incendio del de la
diputación de Zaragoza, ocurrido durante el sitio, preciosos documentos
que recordaban los antiguos fueros y libertades de Aragón. El general
Suchet fundó, por vía de expiación, en la capilla que quedaba del
abrasado monasterio, una misa perpetua con su dotación correspondiente.
Pensaba quizá cautivar de este modo la fervorosa devoción de los
habitantes, mas tomose a insulto dicha fundación y nadie la miró como
efecto de piedad religiosa.
Vencido este primer obstáculo avanzaron los franceses de todas partes hacia los valles de Ansó y Roncal. El 27 empezó el ataque en el primero, y a pesar de la porfiada oposición de los ansotanos, entraron los enemigos la villa a sangre y fuego.
Contrarrestó Renovales su ímpetu en Roncal los días 27, 28 y 29,
retirándose hasta el término y boquetes de la villa de Urzainqui.
Mas, agolpándose a aquel paraje los franceses del valle de Ansó, los
del de Salazar y una división procedente de Oleron en Francia, no
fue ya posible hacer por más tiempo rostro a tanta turba dep. 126 enemigos. Así, deseando
Renovales salvar de mayores horrores a los roncaleses, Capitulan
los valles. determinó que Don
Melchor Ornat, vecino de la villa, capitulase honrosamente por los
valles, como lo hizo, asegurando a los naturales la libertad de sus
personas y el goce de sus propiedades. Renovales con varios oficiales,
soldados y rusos desertores se trasladó al Cinca.
En tanto que esto pasaba en Navarra y valles occidentales de Aragón, llamaron también los franceses la atención a los orientales, incluso el de Arán, en Cataluña. No llevaron en todos ellos su intento más allá del amago, siendo rechazados en el puerto de Benasque, en donde se señaló el paisano Pedro Berot.
Descendiendo la falda de los Pirineos, y siguiendo la orilla izquierda del Cinca, Don Felipe Perena, Baget y otros partidarios tuvieron con los franceses reñidos choques. En varios sacaron ventaja los nuestros, incomodándolos incesantemente y cogiéndoles reses y víveres que llevaban para su abastecimiento. Ansiosos los franceses de libertarse de tan porfiados contrarios, enviaron al general Habert para dispersarlos y despejar las riberas del Cinca. Consiguió Habert penetrar hasta Fonz, en donde sus tropas asesinaron desapiadadamente a los ancianos y enfermos que habían quedado. Al mismo tiempo que Habert, cruzó el Cinca por cima de Estadilla el coronel Robert, quien al principio fue rechazado, pero concertando ambos jefes sus movimientos, replegáronse los partidarios españoles a Lérida, Mequinenza y puntos abrigados, tomando después el mando de todos ellos Renovales.p. 127 Ocuparon los franceses a Fraga y Monzón, como importantes para la tranquilidad del país.
Mas ni aun así consiguieron su objeto. Sarasa en octubre y noviembre apareció de nuevo en las cercanías de Ayerbe, y procuró cortar las comunicaciones entre Zaragoza y Jaca. Los españoles de Mequinenza también hicieron en 16 de octubre una tentativa sobre Caspe, en un principio dichosa, al último malograda. Otras parciales refriegas ocurrían al mismo tiempo por aquellos parajes, poniendo al fin los franceses su conato en apoderarse de Benasque.
Mandaba allí desde 1804 el marqués de Villora, y el 22 de octubre del año en que vamos, intimándole el comandante francés de Benavarre, La Pageolerie, que se rindiese, contestole el marqués dignamente. Mas en noviembre, acudiendo otra vez los franceses, cedió Villora sin resistencia; y por esto, y por entrar después al servicio del intruso, tachose su conducta de muy sospechosa.
En la margen derecha del Ebro, las juntas de Molina y Aragón trabajaban incansables en favor de la defensa común. La última, aunque metida en Moya, provincia de Cuenca, después de la vergonzosa jornada de Belchite, desvivíase por juntar dispersos y promover el armamento de la provincia. Don Ramón Gayán, Gayán. separado ya del ejército de Blake al desgraciarse la acción de María, sirvió de mucho con su cuerpo franco para ordenar la resistencia. Ocupaba la ermita del Águila en el término de Cariñena, y la junta agregole el regimiento provincial de Soriap. 128 y el de la Princesa venido de Santander. Hubo entre los nuestros y los enemigos varios reencuentros. Los últimos, en julio, desalojaron a Gayán de la ermita del Águila, y frustrose un plan que la junta de Aragón tenía trazado para sorprender a los franceses que enseñoreaban a Daroca.
Falló en parte, por disputas de los jefes que eran de igual graduación. Para prevenir en adelante todo altercado, envió Blake desde Cataluña, a petición de la mencionada junta, a Don Pedro Villacampa, entonces brigadier, el cual reuniendo bajo su mando la tropa puesta antes a las órdenes de Gayán, y además el batallón de Molina con otros destacamentos, formó en breve una división de 4000 hombres. A su cabeza adelantose el nuevo jefe, antes de finalizar agosto, a Calatayud, arrojó a los enemigos del puerto del Frasno, y haciendo varios prisioneros, los persiguió hasta la Almunia.
En arma los franceses con tal embestida, después de verse algo desembarazados en la orilla izquierda del Ebro, revolvieron en mayor número contra Villacampa. Prudentemente se había recogido este a los montes llamados Muela de San Juan y sierras de Albarracín, célebres por dar nacimiento al Tajo y otros ríos caudalosos, habiéndose situado en Nuestra Señora del Tremedal, santuario muy venerado de los naturales, y adonde van en romería de muchas leguas a la redonda. De las tropas de Villacampa habían quedado algunas avanzadas en la dirección de Daroca, las cuales fueron en octubre arrojadas de allí por el general Chlopicki, quep. 129 avanzó hasta Molina destruyendo o pillando casi todos los pueblos.
Don Pedro Villacampa juntó en el Tremedal entre soldados y paisanos sin armas unos 4000 hombres. El santuario está situado en un elevado monte en forma de media luna, y a cuyo pie se descubre la villa de Orihuela. Pinares que se extienden por los costados y la cumbre roqueña de la montaña dan al sitio silvestre y ceñudo semblante. Había acumulado allí la devoción de los fieles muchas y ricas ofrendas, respetadas hasta de los salteadores, siendo así que de día y noche se dejaban abiertas las puertas del santuario. Por lo menos así lo aseguraban los clérigos o mosenes, como en Aragón los llaman, encargados del culto y custodia del templo.
Había Villacampa hecho en la subida algunas cortaduras, y dedicábase a disciplinar en aquel retiro su gente bisoña. Conocieron los franceses el mal que se les seguiría si para ello le dejaban tiempo, y trataron de destruirle o por lo menos de aventarle de aquellas asperezas. Tuvo orden de ejecutar la operación el coronel Henriod, con su regimiento 14 de línea, alguna más infantería, un cuerpo de coraceros y tres piezas. Maniobró el francés diestramente, amagando la montaña por varios puntos, y el 25 se apoderó del Tremedal, de donde, arrojados los españoles, se escaparon por la espalda camino de Albarracín. Los enemigos saquearon e incendiaron a Orihuela, volándose el santuario con espantoso estrépito. Salvose la Virgen que a tiempo ocultó un mosén, y retirados los franceses acudieron ansiosamente los paisanos del contornop. 130 a adorar la imagen, cuya conservación graduaban de milagro.
Aunque con tales excursiones conseguían los enemigos despejar el país de ciertas partidas, no por eso impedían que en otros parajes los molestasen nuevas guerrillas. Así, al adelantarse aquellos vía del Tremedal, los hostilizaban a su retaguardia el alcalde de Illueca y el paisanaje de varios pueblos. Lo mismo ocurría con mayor o menor ímpetu en casi todas las comarcas, fatigando a los invasores tan continuo e infructuoso pelear.
Suchet sin embargo insistía en querer apaciguar a Aragón, y sabiendo que de Madrid había ido a Cuenca el general Milhaud para desbandar las guerrillas de aquella provincia, avanzó también por su parte el 25 de diciembre hasta Albarracín y Teruel, cuyo suelo aún no habían pisado los franceses, obligando a la junta de Aragón que entonces se albergaba en Rubielos a abandonar su territorio, teniendo que refugiarse en las provincias vecinas.
De estas, las de Cuenca y Guadalajara traían a maltraer al enemigo. En la primera era uno de los principales jefes el marqués de las Atalayuelas, Atalayuelas. que solía ocupar a Sacedón y sus cercanías; y en la segunda, el Empecinado, El Empecinado. a quien ya vimos en Castilla la Vieja, y que se aventajaba a los demás en fama y notables hechos. Por disposición de la central habíase establecido el 20 de julio en Sigüenza [ciudad poco antes muy mal tratada por los franceses] una junta con objeto de gobernar la provincia de Guadalajara. Juntas. Trabajó con ahínco la nueva autoridad en reunirp. 131 las partidas sueltas, efectuar alistamientos y hostigar de todos modos al enemigo, y así esta junta, como otra que se erigió en tierra de Cuenca, uniéndose en ocasiones o concertándose con las de Aragón y Molina, formaron en aquellas montañas un foco de insurrección que hubiera sido aún más ardiente si a veces no hubiesen debilitado su fuerza quisquillas y enojosas pendencias.
Don Juan Martín, el Empecinado, guerreaba allende la cordillera carpetana; mas, buscado en septiembre por la junta de Guadalajara, acudió gustoso al llamamiento. Comenzó aquel caudillo a recorrer la provincia, y no dejando a los franceses un momento de respiro tuvo ya en los meses de septiembre y octubre choques bastante empeñados en Cogolludo, Alvarés y Fuente la Higuera. Los franceses, para vencerle, recurrieron a ardides. Tal fue el que pusieron en planta en 12 de noviembre, aparentando retirarse de la ciudad de Guadalajara para luego volver sobre ella. Pero el Empecinado, después de haberse provisto de porción de paños de aquellas fábricas, rompió por medio de la hueste que le tenía rodeado y se salvó. Pagó en seguida a los franceses el susto que entonces le dieron, principalmente sorprendiendo el 24 de diciembre en Mazarrulleque a un grueso trozo de contrarios.
Entre los guerrilleros de la Mancha, de que ya entonces se hablaba, además de Mir y Jiménez merece particular mención Francisco Sánchez, conocido con el nombre de Francisquete, Francisquete. natural de Camuñas. Habían los franceses ahorcadop. 132 a un hermano suyo que se rindiera bajo seguro, y en venganza Francisco hízoles sin cesar guerra a muerte. Otros partidarios empezaron también a rebullir en esta provincia y en la de Toledo; mas, o desaparecieron pronto, o sus nombres no sonaron hasta más adelante.
En las que componen los reinos de León y Castilla la Vieja, descolló,
entre otros muchos, cerca de Ciudad Rodrigo Don Julián Sánchez. Vivía
este en la casa paterna después de haber militado en el regimiento de
Mallorca. Don Julián
Sánchez. Pisaron
los enemigos en sus correrías aquellos umbrales, y mataron a sus padres
y a una hermana, atrocidad que juró Sánchez vengar: empezó con este
fin a reunir gente, y luego allegó hasta 200 caballos con el nombre de
Lanceros, de cuya tropa nombrole capitán el duque del Parque, general
que allí mandaba. Don Julián unas veces se apoyaba en el ejército
o en la plaza de Ciudad Rodrigo, otras obraba por sí y se alejaba
con su escuadrón. Infundía tal desasosiego en los franceses que en
Salamanca el general Marchand dio contra él y sus soldados una proclama
amenazadora, y cogió en rehenes, como a patrocinadores, a unos cuantos
ganaderos ricos de la provincia. Sánchez, agraviado de que el francés
calificase a sus hombres de asesinos y ladrones, replicole de una
manera áspera y merecida. Cruda guerra que hasta en el hablar enconaba
así de ambos lados el ánimo de los combatientes.
Por el centro y vastas llanuras de Castilla la Vieja andaban asimismo al rebusco de franceses partidas pequeñas, como las del Capuchino, Saornil y otras que todavía no gozaban de muchop. 133 nombre, pero que dieron lugar a una circular curiosa al par que bárbara del general francés Kellermann, comandante de aquellos distritos, y por la que, haciendo en 25 de octubre una requisición de caballos, mandaba bajo penas rigurosas sacar el ojo izquierdo y marcar o inutilizar de otro modo para la milicia los que no fuesen destinados a su servicio. Porlier, también ejecutando a veces rápidas y portentosas marchas, rompía por la tierra y atropellaba los destacamentos enemigos, descolgándose de las montañas de Galicia y Asturias, que eran su principal guarida.
En todo el camino carretero de Francia, desde Burgos hasta los lindes de Álava, y en ambas riberas por aquella parte del Ebro, hormiguearon de muy temprano las guerrillas. Tenía la codicia en qué cebarse con la frecuencia de convoyes y pasajeros enemigos, y muchos de los naturales, dados ya desde antes al contrabando por la línea de aduanas allí establecida, conocían a palmos el terreno y estaban avezados a los riesgos de su profesión, imagen de los de la guerra. Fomentaron tales inclinaciones varias juntas que se formaron de cuarenta en cuarenta lugares, y las cuales, o se reunieron después o se sujetaron a las que se apellidaban de Burgos, Soria y La Rioja. Reconocieron la autoridad de estos cuerpos las más de las partidas, de las que se miraron como importantes la de Ignacio Cuevillas, Don Juan Gómez, el cura Tapia, Don Francisco Fernández de Castro, hijo mayor del marqués de Barriolucio, y el cura de Villoviado, de quien ya se hizo mención en otro libro.
Sus correrías solían ser lucrosas, en perjuiciop. 134 del enemigo, y no faltas de gloria, sobre todo cuando muchas de ellas se unían y obraban de concierto. Sucedió así en septiembre para sostener a Logroño, estando a su frente Cuevillas: lo mismo el 18 de noviembre en Sausol de Navarra, en donde deshicieron a más de 1000 franceses, guiadas las partidas reunidas por el capitán de navío Don Ignacio Narrón, presidente de la junta de Nájera.
En esta función tuvo ya parte Don Francisco Javier Mina, sobrino del después tan célebre Espoz. Cursaba en Zaragoza a la sazón que estalló el levantamiento de 1808: su edad entonces era la de 19 años, y tomó las armas como los demás estudiantes. Había nacido en Idocin, pueblo de Navarra, de labradores acomodados. Retirado por enfermo al lugar de su naturaleza, se hallaba en su casa cuando la saquearon los franceses en venganza de un sargento asesinado en la vecindad. Para libertar a su padre de una persecución se presentó Mina el mozo a los franceses, redimiéndose por medio de dinero del arresto en que le pusieron. Airado de la no merecida ofensa y de ver su casa allanada y perdida, armose, y uniéndosele otros doce comenzó sus correrías, reciente aún en Roncal la memoria de Renovales. Aumentose sucesivamente su cuadrilla, y con ímpetu daba de sobresalto en los destacamentos franceses de Navarra, como también en los confinantes de Aragón y Rioja. Fue extremada su audacia, y antes de concluirse 1809 admiró con sus hechos a los habitantes de aquellas partes.
Hasta aquí los sucesos parciales ocurridos estep. 135 año en las provincias. Necesario ha sido dar una idea de ellos aunque rápida, pues si bien se obedecía en todo el reino al gobierno supremo, la índole de la guerra y el modo como se empezó inclinaba a las provincias o las obligaba a veces a obrar solas o con cierta independencia. Ocupémonos ahora en la junta central y en los ejércitos, y asuntos más generales.
Vivos debates habían sobrevenido en aquella corporación al concluirse el mes de agosto y comenzar septiembre. Procedieron de divisiones internas y de la voz pública que le achacaba el malogramiento de la campaña de Talavera. Hervían con especialidad en Sevilla los manejos y las maquinaciones. Ya desde antes, como dijimos, y sordamente, trabajaban contra el gobierno varios particulares resentidos, entre ellos ciertos de la clase elevada. Cobraron ahora aliento por el arrimo que les ofrecía el enojo de los ingleses, y la autoridad del consejo reinstalado el mes anterior. No menos pensaban ya que en acudir a la fuerza, pero antes creyeron prudente tentar las vías pacíficas y legales. Sirvioles de primer instrumento Don Francisco de Palafox, individuo de la misma junta, quien el 21 de agosto leyó en su seno un papel en el que, doliéndose amargamente de los males públicos y pintándolos con negras tintas, proponía como remedio la reconcentración del poder en un solo regente, cuya elección indicaba podría recaer en el cardenal de Borbón. Encontró Palafox en sus compañeros oposición, presentándole algunas objeciones bastante fuertes, a las que no pudiendo de pronto responder comop. 136 hombre de limitado seso, dejó su réplica para la siguiente sesión en que leyó otro papel explicativo del primero.
Aquel día, que era el 22, vino en apoyo suyo, con aire de concierto, una consulta del consejo. Este cuerpo, que en vez de mostrarse reconocido teníase por agraviado de su restablecimiento, como hecho, según pensaba, en menoscabo de sus privilegios, andaba solícito buscando ocasiones de arrancar la potestad suprema de las manos de la central, y colocarla o en las suyas o en otras que estuviesen a su devoción. Figurose haber llegado ya el plazo tan deseado, y perjudicó con ciega precipitación a su propia causa. Su ceguedad. En la consulta no se ciñó a examinar la conducta de la junta central, y a hacer resaltar los inconvenientes que nacían de que corporación tan numerosa tuviese a su cargo la parte ejecutiva, sino que también atacó su legitimidad y la de las juntas provinciales pidiendo la abolición de estas, el restablecimiento del orden antiguo, y el nombramiento de una regencia conforme a lo dispuesto en la ley de Partida. ¡Contradicción singular! El consejo que consideraba usurpada la autoridad de las juntas, y por consiguiente la de la central emanación de ellas, exigía de este mismo cuerpo actos para cuya decisión y cumplimiento era la legitimidad tan necesaria.
Pero prescindiendo de semejante modo de raciocinar, harto común en asuntos de propio interés, hubo gran desacuerdo en el consejo en proceder así, enajenándose voluntades que le hubieran sido propicias. Descontentaban a muchos las providencias de la central; parecíalesp. 137 monstruoso su gobierno; mas no querían que se atacase su legitimidad derivada de la insurrección. Tocó en desvarío querer el consejo tachar del mismo defecto a las juntas provinciales, por cuya abolición clamaba. Estas corporaciones tenían influjo en sus respectivos distritos. Atacarlas era provocar su enemistad, resucitar la memoria de lo ocurrido al principio de la insurrección en 1808, y privarse de un apoyo tanto más seguro cuanto entonces se habían suscitado nuevas y vivas contestaciones entre la central y algunas de las mismas juntas.
La provincial de Sevilla nunca olvidaba sus primeros celos y rivalidades, y la de Extremadura antes más quieta, moviose al ver que su territorio quedaba descubierto con la ida de los ingleses, de cuya retirada echaba la culpa a la central. Así fue que, sin contar con el gobierno supremo, por sí dio pasos para que Lord Wellington mudase de resolución, y diolos por el conducto del conde del Montijo, que en sus persecuciones y vagancia había de Sanlúcar pasado a Badajoz. Desaprobó altamente la junta central la conducta de la de Extremadura como ajena de un cuerpo subalterno y dependiente, e irritola que fuera medianero en la negociación un hombre a quien miraba al soslayo, por lo cual apercibiéndola severamente mandó prender al del Montijo que se salvó en Portugal. Ofendida la junta de Extremadura de la reprensión que se le daba, replicó con sobrada descompostura, hija quizá de momentáneo acaloramiento, sin que por eso fuesen más allá afortunadamente tales contestaciones. Valencia. Las que habíanp. 138 nacido en Valencia al instalarse la central se aumentaron con el poco tino que tuvo en su comisión a aquel reino el barón de Sabasona, y nunca cesaron, resistiendo la junta provincial el cumplimiento de algunas órdenes superiores, a veces desacertadas, como lo fue la provisión en tiempos de tanto apuro de las canonjías, beneficios eclesiásticos y encomiendas vacantes, cuyo producto juiciosamente había destinado dicha junta a los hospitales militares. Encontradas así ambas autoridades a cada paso se enredaban en disputas, inclinándose la razón ya de un lado ya de otro.
Dolorosas eran estas divisiones y querellas, y de mucho hubieran servido al consejo en sus fines, si acallando a lo menos por el momento su rencorosa ira contra las juntas, las hubiera acariciado en lugar de espantarlas con descubrir sus intentos. Enojáronse pues aquellas corporaciones, y la de Valencia, aunque una de las más enemigas de la central, se presentó luego en la lid a vindicar su propia injuria. En una exposición fecha en 25 de septiembre clamó contra el consejo, recordó su vacilante si no criminal conducta con Murat y José, y pidió que se le circunscribiese a solo sentenciar pleitos. Otro tanto hicieron de un modo más o menos explícito varias de las otras juntas, añadiendo sin embargo la misma de Valencia que convendría que la central separase la potestad legislativa de la ejecutiva, y que se depositase esta en manos de uno, tres o cinco regentes.
Antes que llegase esta exposición, y atropellando por todo en Sevilla los descontentos, pensaronp. 139 recurrir a la fuerza, impacientes de que la central no se sometiese a las propuestas de Palafox, del consejo y sus parciales. Era su propósito disolver dicha junta, transportar a Manila algunos de sus individuos, y crear una regencia, reponiendo al consejo real en la plenitud de su poder antiguo y con los ensanches que él codiciaba. Habíanse ganado ciertos regimientos, repartídose dinero, y prometido también convocar cortes, ya por ser la opinión general del reino, ya igualmente para amortiguar el efecto que podría resultar de la intentada violencia. Pero esta última resolución no se hubiera realizado, a triunfar los conspiradores como apetecían, pues el alma de ellos, el consejo, tenía sobrado desvío por todo lo que sonaba a representación nacional, para no haber impedido el cumplimiento de semejante promesa.
Ya en los primeros días de septiembre estaba próximo a realizarse el plan, cuando el duque del Infantado, queriendo escudar su persona con la aquiescencia del embajador de Inglaterra, confiósele amistosamente. Asustado el marqués de Wellesley de las resultas de una disolución repentina del gobierno, y no teniendo por otra parte concepto muy elevado de los conspiradores, procuró apartarlos de tal pensamiento, y sin comprometerlos dio aviso a la central del proyecto. Advertida esta a tiempo, e intimidados también algunos de los de la trama con no verse apoyados por la Inglaterra, prevínose todo estallido, tomando la central medidas de precaución sin pasar o escudriñar quienes fuesen los culpables.
p. 140
La junta, no obstante, viendo cuán de cerca la atacaban, que
la opinión misma del embajador de Inglaterra, si bien opuesto a
violencias, era la de reconcentrar la potestad ejecutiva, y que hasta
las autoridades que le habían dado el ser eran las más de idéntico o
parecido sentir, resolvió ocuparse seriamente en la materia. Algunos
de sus individuos pensaban ser conveniente la remoción de todos los
centrales o de una parte de ellos, acallando así a los que tachaban su
conducta de ambiciosa. Suscitó tal medida el bailío Don Antonio Valdés,
la cual contados de sus compañeros sostuvieron, desechándola los
más. Diversidad
de opiniones. Tres
dictámenes prevalecían en la junta, el de los que juzgaban ocioso hacer
una mudanza cualquiera debiendo convocarse luego las cortes, el de los
que deseaban una regencia escogida fuera del seno de la central, y en
fin el de los que repugnando la regencia querían sin embargo que se
pusiese el gobierno o potestad ejecutiva en manos de un corto número de
individuos sacados de los mismos centrales. Entre los que opinaban por
lo segundo se contaba Jovellanos, pero tan respetable varón, luego que
percibió ser la regencia objeto descubierto de ambición que amenazaba a
la patria con peligrosas ocurrencias, mudó de parecer y se unió a los
del último dictamen.
Al frente de este se hallaba Calvo, que acababa de volver de Extremadura y quien, con su áspera y enérgica condición, no poco contribuyó a parar los golpes de los que dentro de la misma junta solo hablaban de regencia para destruir la central e impedir la convocación de cortes.p. 141 Trajo hacia sí a Jovellanos y sus amigos, los que concordes consiguieron después de acaloradas discusiones, que se aprobasen el 19 de septiembre dos notables acuerdos: 1.º, la formación de una Comisión ejecutiva encargada del despacho de lo relativo a gobierno, reservando a la junta los negocios que requiriesen plena deliberación; y 2.º, fijar para 1.º de marzo de 1810 la apertura de las cortes extraordinarias.
Antes de publicarse dichos acuerdos nombrose una comisión para
formar el reglamento o plan que debía observar la ejecutiva, y
como recayese el encargo en Don Gaspar de Jovellanos, bailío Don
Antonio Valdés, marqués de Campo Sagrado, Don Francisco Castanedo
y conde de Gimonde, amigos los más del primero, creyose que a la
presentación de su trabajo serían los mismos escogidos para componer
la comisión ejecutiva. Pero se equivocaron los que tal creyeron. Nómbrase
otra segunda. En el intermedio
que hubo entre formar el reglamento y presentarle, los aficionados al
mando y los no adictos a Jovellanos y sus opiniones se movieron, y bajo
un pretexto u otro alcanzaron que la mayoría de la junta desechase el
reglamento que la comisión había preparado. Escogiose entonces otra
nueva para que le enmendase con objeto de renovar, si ser pudiese,
la cuestión de regencia, o si no de meter en la comisión ejecutiva
las personas que con más empeño sostenían dicho dictamen. Nuevos manejos. Viose a las claras ser aquella
la intención oculta de ciertas personas por lo que de nuevo sucedió
con Don Francisco de Palafox. Palafox.
Este vocal, juguete de embrolladores, resucitó la olvidadap. 142 controversia cuando se
discutía en la junta el plan de la comisión ejecutiva. Los instigadores
le habían dictado un papel que al leerle produjo tal disgusto que,
arredrado el mismo Palafox, se allanó a cancelar en el acto mismo las
cláusulas más disonantes.
Viendo la facción cuán mal había correspondido a su confianza el
encargado de ejecutar sus planes, trató de poner en juego al marqués
de la Romana, recién llegado del ejército, y cuya persona más respetada
gozaba todavía entre muchos de superior concepto. Había sido el marqués
nombrado individuo de la comisión sustituida para corregir el plan
presentado por la primera, y en su virtud asistió a sus sesiones,
discutió los artículos, enmendó algunos, y por último firmó el plan
acordado, si bien reservándose exponer en la junta su dictamen
particular. Parecía no obstante que se limitaría este a ofrecer
algunas observaciones sobre ciertos puntos, habiendo en lo general
merecido su aprobación la totalidad del plan. Su
inconsiderada
conducta y su representación. Mas cuál fue
la admiración de sus compañeros al oír al marqués en la sesión del
14 de octubre renovar la cuestión de regencia por medio de un papel
escrito en términos descompuestos, y en el que haciendo de sí propio
pomposas alabanzas, expresaba la necesidad de desterrar hasta la
memoria de un gobierno tan notoriamente pernicioso como lo era
el de la central. Y al mismo tiempo que tan mal trataba a esta y que
la calificaba de ilegítima, dábale la facultad de nombrar regencia y
de escoger una diputación permanente, compuesta de cinco individuos y
un procurador,p. 143 que
hiciese las veces de cortes, cuya convocación dejaba para tiempos
indeterminados. A tales absurdos arrastraba la ojeriza de los que
habían apuntado el papel al marqués, y la propia irreflexión de este
hombre, tan pronto indolente, tan pronto atropellado.
A pesar de crítica tan amarga y de las perjudiciales consecuencias que podría traer un escrito como aquel, difundido luego por todas partes, no solo dejó la junta de reprender a Romana, sino que también, ya que no adoptó sus proposiciones, fue el primero que escogió para componer la comisión ejecutiva. No faltó quien atribuyese semejante elección a diestro artificio de la central, ora para enredarle en un compromiso por haber dicho en su papel que a no aprobarse su dictamen renunciaría a su puesto, ora también para que experimentase por sí mismo la diferencia que media entre quejarse de los males públicos y remediarlos.
Sea de ello lo que fuere, lo cierto es que el marqués admitió el nombramiento y que sin detención se eligieron sus otros compañeros. La comisión ejecutiva conforme a lo acordado debía constar de seis individuos y del presidente de la central, renovándose a la suerte parte de ellos cada dos meses. Los nombrados además de Romana fueron D. Rodrigo Riquelme, D. Francisco Caro, Don Sebastián de Jócano, D. José García de la Torre y el marqués de Villel. En el curso de esta historia ya ha habido ocasión de indicar a que partido se inclinaban estos vocales, y si el lector no lo ha olvidado recordará que se arrimaban al del antiguo orden de cosas,p. 144 por lo cual hubieran muchos llevado a mal su elección si no hubiese sido acompañada con el correctivo del llamamiento de cortes.
Anunciose tal novedad en decreto de 28 de octubre publicado en 4 de noviembre, especificándose en su contenido que aquellas serían convocadas en 1.º de enero de 1810 para empezar sus augustas funciones en el 1.º de marzo siguiente. El deseo de contener las miras ambiciosas de los que aspiraban a la autoridad suprema, alentó a los centrales partidarios de la representación nacional a que clamasen con mayor instancia por la aceleración de su llamamiento. Don Lorenzo Calvo de Rozas, entre ellos uno de los más decididos y constantes, promovió la cuestión por medio de proposiciones que formalizó en 14 y 29 de septiembre, renovando la que hizo en abril anterior y que había provocado el decreto de 22 de mayo. Suscitáronse disensiones y altercados en la junta, mas logrose la aprobación del decreto ya insinuado, apretando a la comisión de cortes para que concluyese los trabajos previos que le estaban encomendados, y que particularmente se dirigían al modo de elegir y constituir aquel cuerpo. Esta comisión desempeñó ahora con menos embarazo su encargo por haber reemplazado a Riquelme y Caro, rémoras antes para todo lo bueno, los señores Don Martín de Garay y conde de Ayamans, dignos y celosos cooperadores.
La ejecutiva se instaló el 1.º de noviembre, no entendiendo ya la junta plena en ninguna materia de gobierno, excepto en el nombramiento de algunos altos empleos que se reservó. Siguiéronsep. 145 no obstante tratando en las sesiones de la junta los asuntos generales, los concernientes a contribuciones y arbitrios, y las materias legislativas. Continuó así hasta su disolución, dividido este cuerpo en dichas dos porciones, ejerciendo cada una sus facultades respectivas.
En tanto, el horizonte político de Europa se encapotaba cada vez
más. Estimulada la gran Bretaña con la guerra de Austria, no se había
ceñido a aumentar en la península sus fuerzas, sino que también
preparó otras dos expediciones Expediciones
inglesas.
Contra Nápoles. a puntos opuestos, una a las
órdenes de Sir Juan Stuart contra Nápoles, y otra al Escalda e isla de
Walcheren mandada por Lord Chatam. Malos consejos alejaron la primera
de estas expediciones de la costa oriental de España, adonde se había
pensado enviarla, y se empleó en objeto infructuoso como lo fue la
invasión del territorio napolitano. Contra
el Escalda. La segunda, formidable y una de las mayores que
jamás saliera de los puertos ingleses, se componía de 40.000 hombres
de desembarco, tropas escogidas, ascendiendo en todo la fuerza de
tierra y mar a 80.000 combatientes. Proponíase con ella el gobierno
británico destruir ante todo el gran arsenal que en Amberes había
Napoleón construido. Lástima fue que en este caso no hubiese aquel
gabinete escuchado a sus aliados. El emperador de Austria opinaba por
el desembarco en el norte de Alemania, en donde el ejemplo de Schill,
caudillo tan bravo y audaz, hubiera sido imitado por otros muchos
al ver la ayuda que prestaban los ingleses. La junta central instó
porque la expedición llevase el rumbo hacia las costas cantábricas y
sep. 146 diese la mano
con la de Wellesley: y cierto que si las tropas de Stuart y Chatam
hubiesen tomado tierra en la península o en el norte de Alemania en el
tiempo en que aún duraba la guerra en Austria, quizá no hubiera esta
tenido un fin tan pronto y aciago. Prescindiendo de todo el gobierno
inglés sacrificó grandes ventajas a la que presumía inmediata de la
destrucción del arsenal de Amberes, ventaja mezquina aunque la hubiera
conseguido, en comparación de las otras.
Es ajeno de nuestro propósito entrar en la historia de aquellas expediciones, y así solo diremos que al paso que la de Stuart no tuvo resultado, pereció la de Chatam miserablemente sin gloria y a impulsos de las enfermedades que causó en el ejército inglés la tierra pantanosa de la isla de Walcheren a la entrada del Escalda. Tampoco se encontraron con habitantes que les fueran afectos, de donde pudieron aprender cuán diverso era, a pesar del valor de sus tropas, tener que lidiar en tierra enemiga o en medio de pueblos que, como los de la península, se mantenían fieles y constantes.
Colmó tantas desgracias la paz de Austria, en favor de cuya potencia
había cedido la junta central una porción de plata [*] en barras que
venían de Inglaterra para socorro de España, y además permitió, sin
reparar en los perjuicios que se seguirían a nuestro comercio, que
el mismo gobierno británico negociase con igual objeto en nuestros
Sacrificios
de la central
en favor
de Austria. puertos de América 3.000.000 de pesos fuertes:
sacrificios inútiles. Desde el armisticio de Znaim pudo ya temerse
cercana la paz. El gabinete de Austria, viendo su capitalp. 147 invadida, incierto de
la política de la Rusia, y no queriendo buscar apoyo en sus propios
pueblos, de cuyo espíritu comenzaba a estar receloso, decidiose a
terminar una lucha que, prolongada, todavía hubiera podido convertirse
para Napoleón en terrible y funesta, manifestándose ya en la población
de los estados austriacos síntomas de una guerra nacional. Y ¡cosa
extraña! un mismo temor, aunque por motivos opuestos, aceleró entre
ambas partes beligerantes la conclusión de la paz. Firmose esta en
Viena el 15 de octubre. El Austria, además de la pérdida de territorios
importantes y de otras concesiones, se obligó, por el artículo 15 del
tratado, a «reconocer las mutaciones hechas o que pudieran hacerse en
España, en Portugal y en Italia.»
La junta central, a vista de tamaña mengua, publicó un manifiesto en que procurando desimpresionar a los españoles del mal efecto que produciría la noticia de la paz, con profusión derramó amargas quejas sobre la conducta del gabinete austriaco, lenguaje que a este ofendió en extremo.
Disculpable era, hasta cierto punto, el gobierno español, hallándose de nuevo reducido a no vislumbrar otro campo de lides sino el peninsular. Mas semejante estado de cosas, y las propias desgracias, hubieran debido hacerle más cauto, y no comprometer en batallas generales y decisivas su suerte y la de la nación. El deseo de entrar en Madrid, y las ventajas adquiridas en Castilla la Vieja, pesaban más en la balanza de la junta central que maduros consejos.
Hablemos pues de las indicadas ventajas. Luegop. 148 que el marqués de la Romana dejó en el mes de agosto en Astorga el ejército de su mando, llamado de la izquierda, condújole a Ciudad Rodrigo D. Gabriel de Mendizábal para ponerle en manos del duque del Parque, nombrado sucesor del marqués. Llegaron las tropas a aquella plaza antes de promediar septiembre, y a estar todas reunidas, hubiera pasado su número de 26.000 hombres; pero compuesto aquel ejército de cuatro divisiones y una vanguardia, la 3.ª, al mando de Don Francisco Ballesteros, no se juntó con Parque hasta mediados de octubre, y la 4.ª quedose en los puertos de Manzanal y Foncebadón a las órdenes, según insinuamos, del teniente general Don Juan José García.
El 6.º cuerpo francés, después de su vuelta de Extremadura, ocupaba la tierra de Salamanca, mandándole el general Marchand en ausencia del mariscal Ney, que tornó a Francia. Continuaba en Valladolid el general Kellermann Carrier. y vigilaba Carrier con 3000 hombres las márgenes del Esla y del Órbigo.
Atendían los franceses de Castilla, más que a otra cosa, a seguir los movimientos del duque del Parque, no descuidando por eso los otros puntos. Así aconteció que en 9 de octubre quiso el general Carrier posesionarse de Astorga, ciudad antes de ahora nunca considerada como plaza. Gobernaba en ella desde 22 de septiembre D. José María de Santocildes; guarnecíanla unos 1100 soldados nuevos, mal armados y con solos 8 cañones que servía el distinguido oficial de artillería Don César Tournelle. En tal estado, sin fortificaciones nuevas y con muros viejos y desmoronados,p. 149 se hallaba Astorga cuando se acercó a ella el general Carrier seguido de 3000 hombres y dos piezas. Brevemente y con particular empeño, cubiertos de las casas del arrabal de Reitibia, embistieron los franceses la puerta del Obispo. Cuatro horas duró el fuego, que se mantuvo muy vivo, no acobardándose nuestros inexpertos soldados ni el paisanaje, y matando o hiriendo a cuantos enemigos quisieron escalar el muro o aproximarse a aquella puerta. Retiráronse por fin estos con pérdida considerable. Entre los españoles que en la refriega perecieron señalose un mozo, de nombre Santos Fernández, cuyo padre al verle expirar, enternecido pero firme, prorrumpió en estas palabras: «Si murió mi hijo único, vivo yo para vengarle.» Hubo también mujeres y niños que se expusieron con grande arrojo, y Astorga, ciudad por donde tantas veces habían transitado pacíficamente los franceses, rechazolos ahora preparándose a recoger nuevos laureles.
Esta diversión, y las que causaban al enemigo Don Julián Sánchez y otros guerrilleros, ayudaban también al duque del Parque que, colocado a fines de septiembre a la izquierda del Águeda, había subido hasta Fuenteguinaldo. Su ejército se componía de 10.000 infantes y 1800 caballos. Regía la vanguardia Don Martín de la Carrera, y las dos divisiones presentes, 1.ª y 2.ª, Don Francisco Javier de Losada y el conde de Belveder. Púsose también por su lado en movimiento el general Marchand, con 7000 hombres de infantería y 1000 de caballería. Ambos ejércitos marcharon y contramarcharon, y los franceses,p. 150 después de haber quemado a Martín del Río y de haber seguido hasta más adelante la huella de los españoles, retrocedieron a Salamanca. El duque del Parque avanzó de nuevo el 5 de octubre por la derecha de Ciudad Rodrigo, e hizo propósito de aguardar a los franceses en Tamames.
Situada esta villa a nueve leguas de Salamanca en la falda
septentrional de una sierra que se extiende hacia Béjar, ofrecía en
sus alturas favorable puesto al ejército español. El centro y la
derecha, de áspero acceso, los cubría con la 1.ª división Don Francisco
Javier de Losada, ocupaba la izquierda con la vanguardia Don Martín
de la Carrera, y siendo este punto el menos fuerte de la posición,
colocose allí en dos líneas, aunque algo separada, la caballería.
Quedó de respeto la 2.ª división, del cargo del conde de Belveder,
para atender adonde conviniese. 1500 hombres entresacados de todo el
ejército guarnecían a Tamames. El general Marchand, reforzado y trayendo
10.000 peones, 1200 jinetes y 14 piezas de artillería, presentose
el 18 de octubre delante de la posición española. Distribuyendo sin
tardanza su gente en tres columnas, arremetió a nuestra línea poniendo
su principal conato en el ataque de la izquierda, como punto más
accesible. Carrera se mantuvo firme con la vanguardia, esperando a que
la caballería española, apostada en un bosque a su siniestro costado,
cargase las columnas enemigas; pero la 2.ª brigada de nuestros jinetes,
ejecutando inoportunamente un peligroso despliegue, se vio atacada por
la caballería ligera de los franceses, que ap. 151 las órdenes del general Maucune rompió
a escape por sus hileras. Metiose el desorden entre los caballos
españoles, y aun llegaron los franceses a apoderarse de algunos
cañones. El duque del Parque acudió al riesgo, arengó a la tropa, y
su segundo Don Gabriel de Mendizábal echando pie a tierra contuvo a
los soldados con su ejemplo y sus exhortaciones, restableciendo el
orden. No menos apretó los puños en aquella ocasión el bizarro Don
Martín de la Carrera, casi envuelto por los enemigos y con su caballo
herido de dos balazos y una cuchillada. Los franceses entonces
empezaron a flaquear. En balde trataron de sostenerse algunos cuerpos
suyos. El conde de Belveder, avanzando con un trozo de su división, y
el príncipe de Anglona, con otro de caballería, que dirigió con valor
y acierto, acabaron de decidir la pelea en nuestro favor. Gánanla
los españoles. La vanguardia y los
jinetes que primero se habían desordenado volviendo también en sí,
recobraron los cañones perdidos y precipitaron a los franceses por la
ladera abajo de la sierra. Igualmente salieron vanos los esfuerzos
del ejército contrario para superar los obstáculos con que tropezó
en el centro y derecha. Don Francisco Javier de Losada rechazó todas
las embestidas de los que por aquella parte atacaron, y los obligó a
retirarse al mismo tiempo que los otros huían del lado opuesto. Al
ver los españoles apostados en Tamames el desorden de los franceses,
desembocaron al pueblo, y haciendo a sus contrarios vivísimo fuego,
les causaron por el costado notable daño. Dos regimientos de reserva
de estos protegieron a los suyos en la retirada, molestadosp. 152 por nuestros tiradores,
y con aquella ayuda y al abrigo de espesos encinares y de la noche
ya vecina, pudieron proseguir los franceses su camino la vuelta de
Salamanca. Su pérdida consistió en 1500 hombres, la nuestra en 700,
habiendo cogido un águila, un cañón, carros de municiones, fusiles
y algunos prisioneros. El general Marchand se detuvo cinco días en
Salamanca aguardando refuerzos de Kellermann: no llegaron estos, y el
del Parque habiendo cruzado el Tormes en Ledesma obligó al general
francés a desamparar aquella ciudad.
Al día siguiente de la acción, uniose al grueso del ejército español, con 8000 hombres, Don Francisco Ballesteros. Había este general padecido dispersión, sin notable refriega, en su nueva y desgraciada tentativa de Santander, de que hicimos mención en el libro 8.º Rehecho en las montañas de Liébana, obedeció a la orden que le prescribía ir a juntarse con el ejército de la izquierda.
Unido ya al duque del Parque, entró este en Salamanca el 25 de
octubre en medio de las mayores aclamaciones del pueblo entusiasmado,
que abasteció al ejército larga y desinteresadamente. El 1.º de
noviembre llegó de Ciudad Rodrigo la división castellana, Únesele
la división
castellana.
llamada 5.ª, al mando del marqués de Castro-Fuerte, con la que, y
la asturiana de Ballesteros, 3.ª en el orden, contó el del Parque
unos 26.000 hombres, sin la 4.ª división, que continuó permaneciendo
en el Bierzo. Faltábale mucho a aquel ejército para estar bien
disciplinado, participando su organización actual de los males dep. 153 la antigua y de los que
adolecía la varia e informe que a su antojo habían adoptado las
respectivas juntas de provincia. Pero animaba a sus tropas un excelente
espíritu, acostumbradas muchas de ellas a hacer rostro a los franceses
bajo esforzados jefes, en San Payo y otros lugares.
No pasó un mes sin que un gran desastre viniese a enturbiar las alegrías de Tamames. Ocurrió del lado del mediodía de España, y por tanto necesario es que volvamos allá los ojos para referir todo lo que sucedió en los ejércitos de aquella parte, después de la retirada y separación del anglo-hispano, y de la aciaga jornada de Almonacid.
Puestos los ingleses en los lindes de Portugal y persuadida la junta
central de que ya no podía contar con su activa coadyuvación, determinó
ejecutar por sí sola un plan de campaña cuyo mal éxito probó no ser
el más acertado. Al paso que en Castilla debía continuar divirtiendo
a los franceses el duque del Parque, y que en Extremadura quedaban
solo 12.000 hombres, dispúsose que lo restante de aquel ejército
pasase con su jefe Eguía a unirse al de la Mancha. Creyó la junta
fundadamente que se dejaba Extremadura bastante cubierta con la fuerza
indicada, no siendo dable que los franceses se internasen teniendo por
su flanco y no lejos de Badajoz al ejército británico. Se trasladó
pues Don Francisco Eguía Fuerza
de este
ejército
reunido al mando
de Eguía. a la Mancha antes de
finalizar septiembre, y estableciendo su cuartel general en Daimiel,
tomó el mando en jefe de las fuerzas reunidas: ascendía sup. 154 número en 3 de octubre a
51.869 hombres, de ellos 5766 jinetes, con 55 piezas de artillería.
De las tropas francesas que habían pisado desde la batalla de
Talavera las riberas del Tajo, ya vimos cómo el cuerpo de Ney volvió a
Castilla la Vieja, y fue el que lidió en Tamames. Permaneció el 2.º en
Plasencia, apostándose después en Oropesa y Puente del Arzobispo; quedó
en Talavera el 5.º, y el 1.º y 4.º, regidos por Victor y Sebastiani,
fueron destinados a arrojar de la Mancha a Don Francisco Eguía. El
12 de octubre ambos cuerpos se dirigieron, el 1.º, por Villarubia a
Daimiel, el 4.º, por Villaharta a Manzanares. Había de su lado avanzado
Eguía, quien, reconvenido poco antes por su inacción, enfáticamente
respondió que «solo anhelaba por sucesos grandes que libertasen a la
nación de sus opresores.» Irresolución
de Eguía. Mas el general español, no obstante su dicho, a la
proximidad de los cuerpos franceses tornó de priesa a su guarida
de Sierra Morena. Desazonó tal retroceso en Sevilla, donde no se
soñaba sino en la entrada en Madrid, y también porque se pensó que la
conducta de Eguía estaba en contradicción con sus graves, o sean más
bien ostentosas palabras. No dejó de haber quien sostuviese al general
y alabase su prudencia, atribuyendo su modo de maniobrar al secreto
pensamiento de revolver sobre el enemigo y atacarle separadamente,
y no cuando estuviese muy reconcentrado; plan sin duda el más
conveniente. Pero en Eguía, hombre indeciso e incapaz de aprovecharse
de una coyuntura oportuna, era irresoluciónp. 155 de ánimo lo que en otro hubiera quizá sido
efecto de sabiduría.
Retirado a Sierra Morena escribió a la central pidiéndole víveres y auxilios de toda especie, como si la carencia de muchos objetos le hubiese privado de pelear en las llanuras. Colmada entonces la medida del sufrimiento contra un general a quien se le había prodigado todo linaje de medios, se le separó del mando, que recayó en Don Juan Carlos de Aréizaga, llamado antes de Cataluña para mandar en la Mancha una división. Acreditado el nuevo general desde la batalla de Alcañiz, tenía en Sevilla muchos amigos, y de aquellos que ansiaban por volver a Madrid. Aparente actividad, y el provocar a su llegada al ejército el alejamiento de un enjambre de oficiales y generales que ociosos solo servían de embarazo y recargo, confirmó a muchos en la opinión de haber sido acertado su nombramiento. Mas Aréizaga, hombre de valor como soldado, carecía de la serenidad propia del verdadero general y escaso de nociones en la moderna estrategia, libraba su confianza más en el coraje personal de los individuos que en grandes y bien combinadas maniobras: fundamento ahora de las batallas campales.
Acabó el general Aréizaga de granjear en favor suyo la gracia
popular proponiendo bajar a la Mancha y caer sobre Madrid, porque
tal era el deseo de casi todos los forasteros que moraban en
Sevilla, y cuyo influjo era poderoso en el seno del mismo gobierno.
Unos suspiraban por sus casas, otros por el poder perdidop. 156 que esperaban recobrar en
Madrid. Nada pudo apartar al gobierno del raudal de tan extraviada
opinión. Lord Wellington
en Sevilla.
Lord Wellington que en los primeros días de noviembre pasó a Sevilla
con motivo de visitar a su hermano el marqués de Wellesley, en vano
unido con este manifestó los riesgos de semejante empresa. Estaban
los más tan persuadidos del éxito o por mejor decir tan ciegos, que
la junta escogió a los señores Jovellanos y Riquelme para acordar
las providencias que deberían tomarse a la entrada en la capital.
Diéronse también sus instrucciones al central Don Juan de Dios Rabé,
que acompañaba al ejército, eligiéronse varias autoridades Ibarnavarro,
consejero
de Aréizaga.
y entre ellas la de corregidor de Madrid, cuya merced recayó en Don
Justo Ibarnavarro, amigo íntimo de Aréizaga y uno de los que más le
impelían a guerrear. Lágrimas sin embargo costaron y bien amargas tan
imprudentes y desacordados consejos.
Empezó Don Juan Carlos de Aréizaga a moverse el 3 de noviembre. Su ejército estaba bien pertrechado, y tiempos hacía que los campos españoles no habían visto otro ni tan lucido ni tan numeroso. Distribuíase la infantería en siete divisiones, estando al frente de la caballería el muy entendido general Don Manuel Freire. Caminaba el ejército repartido en dos grandes trozos, uno por Manzanares y otro por Valdepeñas. Precedía a todos Freire con 2000 caballos; seguíale la vanguardia que regía Don José Zayas, y a la que apoyaba con su 1.ª división Don Luis Lacy. Los generales franceses Paris y Milhaud eran los más avanzados, y alp. 157 aproximarse los españoles se retiraron, el primero del lado de Toledo, el segundo por el camino real a La Guardia.
Media legua más allá de este pueblo, en donde el camino corre por una cañada profunda, situáronse el 8 de noviembre los caballos franceses en la cuesta llamada del Madero, y aguardaron a los nuestros en el paso más estrecho. Freire diestramente destacó dos regimientos al mando de Don Vicente Osorio que cayesen sobre los enemigos alojados en Dos Barrios, al mismo tiempo que él con lo restante de la columna atacaba por el frente. Treparon nuestros soldados por la cuesta con intrepidez, repelieron a los franceses y los persiguieron hasta Dos Barrios. Unidos aquí Osorio y Freire continuaron el alcance hasta Ocaña, en donde los contuvo el fuego de cañón del enemigo.
Mientras tanto Aréizaga sentó el 9 su cuartel general en Tembleque, y aproximó adonde estaba Freire la vanguardia de Zayas, compuesta de 6000 hombres casi todos granaderos, y la 1.ª división de Lacy: providencia necesaria por haberse agregado a la caballería de Milhaud la división polaca del 4.º cuerpo francés. Volvió Freire a avanzar el 10 a Ocaña, delante de cuya villa estaban formados 2000 caballos enemigos, y detrás, a la misma salida, la división nombrada con sus cañones. Empezaron a jugar estos y a su fuego contestó la artillería volante española, arrojando los jinetes a los del enemigo contra la villa, que abrigados de su infantería reprimieron a su vez a nuestros soldados. No aun dadas las cuatro de la tarde llegaron Zayasp. 158 y Lacy. Emboscado el último en un olivar cercano, dispúsose a la arremetida, pero Zayas, juzgando estar su tropa muy cansada, difirió auxiliar el ataque hasta el día siguiente. Aprovechándose los enemigos de esta desgraciada suspensión, evacuaron a Ocaña, y por la noche se replegaron a Aranjuez.
El 11 de noviembre, en fin, todo el ejército español se hallaba junto en Ocaña. Resueltos los nuestros a avanzar a Madrid, hubiera convenido proseguir la marcha antes de que los franceses hubiesen agolpado hacia aquella parte fuerzas considerables.
Mas Aréizaga, al principio tan arrogante, comenzó entonces a vacilar, y se inclinó a lo peor, que fue a hacer movimientos de flanco lentos para aquella ocasión y desgraciados en su resultado. Envió pues la división de Lacy a que cruzase el Tajo del lado de Colmenar de Oreja, yendo la mayor parte a pasar dicho río por Villamanrique, en cuyo sitio se echaron al efecto puentes. El tiempo era de lluvia, y durante tres días sopló un huracán furioso. Corrió una semana entre detenciones y marchas, perdiendo los soldados, en los malos caminos y aguas encharcadas, casi todo el calzado. Aréizaga, con los obstáculos cada vez más indeciso, acantonó su ejército entre Santa Cruz de la Zarza y el Tajo.
Mientras tanto los franceses fueron arrimando muchas tropas a
Aranjuez. El mariscal Soult había ya antes sucedido al mariscal
Jourdan en el mando de mayor general de los ejércitos franceses, y
las operaciones adquirieron fuerza y actividad. Sabedor de que los
españoles se dirigíanp. 159
a pasar el Tajo por Villamanrique, envió allí el día 14 al mariscal
Victor, quien, hallándose entonces solo con su primer cuerpo, hubiera
podido ser arrollado. Detúvose Aréizaga y dio tiempo a que los
franceses fuesen el 16 reforzados en aquel punto; lo cual visto por
el general español, hizo que algunas tropas suyas puestas ya del otro
lado del Tajo repasasen el río, y que se alzasen los puentes. Caminó
en la noche del 17 hacia Ocaña, a cuya villa no llegó sino en la tarde
del 18, y algunas tropas se rezagaron hasta la mañana del 19. Choque
de caballería
en Ontígola.
La víspera de este día hubo un reencuentro de caballería cerca de
Ontígola: los franceses rechazaron a los nuestros, mas perdieron
al general Paris, muerto a manos del valiente cabo español Vicente
Manzano, que recibió de la central un escudo de premio. Por nuestra
parte también allí fue herido gravemente, y quedó en el campo por
muerto, el hermano del duque de Rivas, Don Ángel de Saavedra, no menos
ilustre entonces por las armas que lo ha sido después por las letras.
Aréizaga, que, moviéndose primero por el flanco, dio lugar al avance
y reunión de una parte de las tropas francesas, retrocediendo ahora a
Ocaña y andando como lanzadera, permitió que se reconcentrasen o diesen
la mano todas ellas. Difícil era idear movimientos más desatentados.
Juntáronse pues del lado de Ontígola y en Aranjuez los cuerpos 4.º y 5.º, del mando de Sebastiani y Mortier, la reserva, bajo el general Dessolles, y la guardia de José, ascendiendo por lo menos el número de gente a 28.000 infantesp. 160 y 6000 caballos. De manera que Aréizaga, que antes tropezaba con menos de 20.000, ahora a causa de sus detenciones, marchas y contramarchas, tenía que habérselas con 34.000 por el frente, sin contar con los 14.000 del cuerpo de Victor colocados hacia su flanco derecho, pues juntos todos pasaban de 48.000 combatientes; fuerza casi igual a la suya en número, y superiorísima en práctica y disciplina.
Don Juan Carlos de Aréizaga escogió para presentar batalla la
villa de Ocaña, considerable y asentada en terreno llano y elevado a
la entrada de la mesa que lleva su nombre. Las divisiones españolas
se situaron en derredor de la población. Apostose él a la izquierda
del lado de la agria hondonada donde corre el camino real que va
a Aranjuez. En el ala opuesta se situó la vanguardia de Zayas con
dirección a Ontígola, y más a su derecha la primera división de Lacy,
permaneciendo a espaldas casi toda la caballería. Hubo también tropas
dentro de Ocaña. El general en jefe no dio ni orden ni colocación
fija a la mayor parte de sus divisiones. Encaramose en un campanario
de la villa, desde donde, contentándose con atalayar y descubrir el
campo, continuó aturdido, sin tomar disposición alguna acertada. El 4.º
cuerpo, del mando de Sebastiani, sostenido por Mortier, empeñó la pelea
con nuestra derecha. Zayas, apoyado en la división de Don Pedro Agustín
Girón, y el general Lacy batallaron vivamente, haciendo maravillas
nuestra artillería. El último sobre todo avanzó contra el general
Leval, herido, y empuñando en una mano para alentar a los suyosp. 161 la bandera del regimiento
de Burgos, todo lo atropelló y cogió una batería que estaba al frente.
Costó sangre tan intrépida acometida, y entre todos fue allí gravemente
herido el marqués de Villacampo, oficial distinguido y ayudante de
Lacy. A haber sido apoyado entonces este general, los franceses, rotos
de aquel lado, no alcanzaran fácilmente el triunfo; pero Lacy, solo,
sin que le siguiera caballería ni tampoco le auxiliara el general
Zayas, a quien puso, según parece, en grande embarazo Aréizaga, dándole
primero orden de atacar y luego contra orden, tuvo en breve que cejar,
y todo se volvió confusión. El general Girard entró en la villa, cuya
plaza ardió; Dessolles y José avanzaron contra la izquierda española,
Horrorosa
dispersión.
Pérdida
de
Ocaña. que se retiró precipitadamente, y ya por los llanos de la
Mancha no se divisaban sino pelotones de gente marchando a la ventura,
o huyendo azorados del enemigo. Aréizaga bajó de su campanario, no tomó
providencia para reunir las reliquias de su ejército, ni señaló punto
de retirada. Continuó su camino a Daimiel, de donde serenamente dio un
parte al gobierno el 20, en el que estuvo lejos de pintar la catástrofe
sucedida. Esta fue de las más lamentables. Contáronse por lo menos
13.000 prisioneros, de 4 a 5000 muertos o heridos, fueron abandonados
más de 40 cañones, y carros, y víveres, y municiones: una desolación.
Los franceses apenas perdieron 2000 hombres. Solo quedaron de los
nuestros en pie algunos batallones, la división segunda, del mando de
Vigodet, y parte de la caballería a las órdenes de Freire. En dos meses
no pudieron volver a reunirse ap.
162 las raíces de Sierra Morena 25.000 hombres.
Conservó por algún tiempo el mando Don Juan Carlos de Aréizaga sin que entonces se le formase causa, como se tenía de costumbre con muchos de los generales desgraciados: ¡tan protegido estaba! Y en verdad, ¿a qué formarle causa? Habíanse estas convertido en procesos de mera fórmula, de que salían los acusados puros y exentos de toda culpa.
Terror y abatimiento sembró por el reino la rota de Ocaña, temiendo fuese tan aciaga para la independencia como la de Guadalete. Holgáronse sobremanera José y los suyos, entrando aquel en Madrid con pompa y a manera de triunfador romano, seguido de los míseros prisioneros. De sus parciales no faltó quien se gloriase de que hubiesen los franceses con la mitad de gente aniquilado a los españoles. Hemos visto no ser así; mas aun cuando lo fuese, no por eso recaería mengua sobre el carácter nacional, culpa sería en todo caso del desmaño e ignorancia del principal caudillo.
La herida de Ocaña llegó hasta lo vivo. Con haberlo puesto todo a la temeridad de la fortuna, abriéronse las puertas de las Andalucías. José quizá hubiera tentado pronto la invasión si la permanencia de los ingleses en las cercanías de Badajoz, juntamente con la del ejército mandado ahora por Alburquerque en Extremadura, y la del Parque en Castilla la Vieja, no le hubiesen obligado a obrar con cordura antes de penetrar en las gargantas de Sierra Morena, ominosas a sus soldados. Prudente, pues, era destruir por lo menos parte de aquellas fuerzas, yp. 163 aguardar, ajustada ya la paz con Austria, nuevos refuerzos del norte.
El duque de Alburquerque, desamparado con lo ocurrido en Ocaña, se aceleró a evitar un suceso desgraciado. La fuerza que tenía, de 12.000 hombres dividida en tres divisiones, vanguardia y reserva, había avanzado el 17 de noviembre al Puente del Arzobispo para causar diversión por aquel lado. Desde allí y con el mismo fin, siguiendo la margen izquierda de Tajo, destacó la vanguardia, a las órdenes de Don José Lardizábal, con dirección al puente de tablas de Talavera. Este movimiento obligó a retirarse a los franceses alojados en el Arzobispo enfrente de los nuestros; mas a poco, sobreviniendo el destrozo de Ocaña, retrocedió el de Alburquerque y no paró hasta Trujillo.
Puso en mayor cuidado a los enemigos el ejército del duque del Parque, sobre todo después de la jornada de Tamames. Motivo por que envió el mariscal Soult la división de Gazan al general Marchand, camino de Ávila, para coger al duque por el flanco derecho. El general español, a fin de coadyuvar también a la campaña de Aréizaga, moviose con su ejército, y el 19 intentó atacar en Alba de Tormes a 5000 franceses que, advertidos, se retiraron.
Prosiguió el del Parque su marcha, y noticioso de que en Medina del Campo se reunían unos 2000 caballos y de 8 a 10.000 infantes, juntó el 23 a la madrugada sus divisiones en el Carpio a tres leguas de aquella villa. Colocó la vanguardia en la loma en que está sito el pueblo, ocultando detrás y por los lados la mayor partep. 164 de su fuerza. No logró, a pesar del ardid, que los franceses se acercasen, y entonces se adelantó él mismo a la una del propio día, yendo por la llanura con admirable y bien concertado orden. Marchaba en batalla la vanguardia, del mando de Don Martín de la Carrera, a su derecha, parte también en batalla, parte en columnas, la tercera división regida por Don Francisco Ballesteros, a la izquierda la primera, de Don Francisco Javier de Losada; cubría la caballería las dos alas. Iba de reserva la segunda división, a las órdenes del conde de Belveder, y dejose en el Carpio, con su jefe el marqués de Castro-Fuerte, la 5.ª división, o sea la de los castellanos. Los franceses, aunque reforzados con 1000 jinetes, cejaron a una eminencia inmediata a Medina. Empeñose allí vivo fuego, y engrosados aún los enemigos con dos regimientos de dragones y alguna infantería, cayeron sobre los jinetes del ala derecha, que cedieron el terreno, con lo cual se vio descubierta la 3.ª división, que era la de los asturianos. Mas estos, valientes y serenos, reprimieron al enemigo, en particular tres regimientos que le recibieron a quema ropa con fuegos muy certeros. En la pelea perecieron el intrépido ayudante general de la división, Don Salvador de Molina, y el coronel del regimiento de Lena, Don Juan Drimgold. Rechazados o contenidos en los demás puntos los franceses, sobrevino la noche, y Parque durante dos horas permaneció en el campo de batalla. Después obligado a dar alimento y descanso a su tropa, y avisado de que el enemigo podría ser reforzado, antes de amanecer tornó al Carpio. Los francesesp. 165 por su parte no creyéndose bastante numerosos, se alejaron para unirse a nuevos refuerzos que aguardaban.
Les llegaron estos de varias partes, y el general Kellermann, reuniendo toda la fuerza que pudo, entre ella 3000 caballos, se mostró el 25 delante del Carpio. El duque del Parque, hasta entonces prudente y afortunado caudillo, descuidose, y en vez de retirarse sin tardanza viendo la superioridad de la caballería, temible en aquella tierra llana, suspendió todo movimiento retrógrado hasta la noche del 26, y entonces lo realizó, aguijado con el aviso de las lástimas de Ocaña; cuya nueva, derramada por el ejército, descorazonó al soldado.
El 28 por la mañana entraron los nuestros en Alba, tristes y ya perseguidos por la vanguardia enemiga. Asentada aquella villa a la derecha del Tormes, comunica con la orilla opuesta por un puente de piedra. El duque del Parque dejó dentro de la población, con negligencia notable, el cuartel general, la artillería, los bagajes, la mayor parte en fin de su fuerza, excepto dos divisiones que pasaron al otro lado. Alegose por disculpa la necesidad de dar de comer a la tropa, fatigada y sin alimento ya hacía muchas horas, como si no se hubiera podido acudir al remedio y con mayor orden poniendo todo el ejército en la orilla más segura, y en disposición de proteger a los encargados de avituallarle.
Esparcidos los soldados por Alba para buscar raciones, y cundiendo
la voz de que llegaban los franceses, atropelláronse al puente hombres
y bagajes, y casi le barrearon. Pudieronp. 166 con todo los jefes colocar fuera del pueblo
las tropas, y parar la primera embestida de 400 franceses que iban
delante, hasta que, aproximándose un grueso de caballería, cargó este
nuestra derecha, en donde se hallaba la primera división del mando de
Losada y 800 caballos. Arrollados los últimos, huyeron también los
infantes que repasaron el Tormes abandonando su artillería. El ala
izquierda, que se componía de la vanguardia de Carrera y de parte de
la segunda división, se mantuvo firme, Valor
de
Mendizábal. y puesto Mendizábal a su cabeza, repelieron
nuestros soldados por tres veces a los jinetes enemigos formando el
cuadro, y respondieron a fusilazos a la intimación que les hicieron de
rendirse. En vano los acometieron otros escuadrones por la espalda:
forzados se vieron estos a aguardar a sus infantes, de los que
algunos llegaron al anochecer. Mendizábal cruzó con sus intrépidos
soldados el puente y tocó gloriosamente la orilla opuesta. Retirada
de los españoles. Allí todo era
desorden y atropellamiento con los bagajes y caballería fugitiva. El
duque del Parque perdió entonces del todo la presencia de ánimo, y sus
tropas, careciendo de órdenes precisas, se alejaron de aquel punto y
se repartieron entre Ciudad Rodrigo, Tamames y Miranda del Castañar.
Semejante y no calculado movimiento excéntrico salvó al ejército, pues
el general Kellermann dejó de perseguirle, incierto de su paradero, y
limitándose a dejar ocupada la línea del Tormes volviose a Valladolid.
El duque del Parque, al principiar diciembre, sentó su cuartel general
en El Bodón, a dos leguas de Ciudad Rodrigo, y echáronse de menos
entrep. 167 dispersión y
pelea unos 3000 hombres. Antes de concluirse el mes pasó el duque a San
Martín de Trevejo, detrás de sierra de Gata.
Con tales desdichas, destruidos o menguados unos tras otros los mejores ejércitos españoles, debieron naturalmente los ingleses, meros espectadores hasta entonces, tomar en su extrema prudencia medidas de precaución. Lord Wellington determinó dejar las orillas del Guadiana y pasar al norte del Tajo, empezando su movimiento en los primeros días de diciembre. Despidiose antes de la junta de Extremadura, y mostrose muy satisfecho «del celo y laborioso cuidado [son sus expresiones] con que aquel cuerpo había proporcionado provisiones a las tropas de su ejército acantonadas en las cercanías de Badajoz.» Dicha junta había sido una de aquellas autoridades contra las que tanto se había clamado pocos meses antes acerca del asunto de abastecimientos, tachándolas hasta de mala voluntad. El testimonio irrecusable de Lord Wellington probaba ahora que la premura del tiempo y la gran demanda fueron causa de la escasez, y no otras reprehensibles miras.
La profunda sima en que la nación se abismaba, consternó a la comisión ejecutiva de la junta central, poniendo a prueba la capacidad y energía de sus individuos. Mas entonces se vio que no basta reconcentrar el poder para que este aparezca en sus efectos vigoroso y pronto, sino que también es preciso que las manos escogidas para su manejo sean ágiles y fuertes. No formando parte de la comisión ninguno de los pocos centrales a quienes se consideraba por su saberp. 168 como más aptos, o como más notables por los bríos de su condición, escasearon en aquel nuevo cuerpo las luces y el esfuerzo, faltas tanto más graves cuanto los acontecimientos habían puesto a la nación en el mayor estrecho.
Así resultó que al saberse la derrota de Ocaña, quedó la comisión
como aturdida y aplanada, no desplegando la firmeza que tanto honró
al gobierno español cuando la jornada de Medellín. Redujéronse sus
providencias a las más comunes y generales, habiendo en vano nombrado a
Romana para recomponer el ejército del centro, tan menguado y perdido;
pues aquel general permaneció en Sevilla temeroso quizá de que sus
hombros flaqueasen bajo la balumba de tan pesada carga. Para llenar
su hueco, a lo menos en ciertas medidas de reorganización, Comisionados
enviados
a La Carolina.
partieron camino de La Carolina Don Rodrigo Riquelme y el marqués de
Camposagrado, uno individuo de la comisión y otro de la junta, quienes,
en unión con el vocal Rabé, debían impulsar la mejora y aumento del
ejército, y atender a la defensa de los pasos de la sierra. Repetición
de lo que hizo la central al retirarse de Aranjuez, con la diferencia
de que ahora no hubo mucho vagar ni espacio.
Tampoco se destruyeron con el nombramiento de la comisión ejecutiva
las maquinaciones de los ambiciosos. Volvió a salir a plaza Don
Francisco de Palafox, deseoso de erigirse, por lo menos, en lugarteniente
de Aragón. Sospechábase que le prestaba su asistencia el conde del
Montijo, que, a hurtadillas, se fue de Portugal acercando a Sevilla.
Tuvo de ello aviso el gobierno,p.
169 y Romana, a quien antes no disgustaban tales manejos,
ahora que podían perjudicar a los en que él mismo andaba, Prisión
de Palafox
y Montijo. instó
para que se aprehendiesen las personas de Palafox y Montijo juntamente
con sus papeles. El último fue cogido en Valverde y trasladado a
Sevilla, en donde también se arrestó al primero sin que lo impidiese su
calidad de central. Metió algún ruido la detención de estos personajes,
y mayor hubiera sido a no tenerlos tan desopinados sus continuos
enredos. Los acontecimientos que sobrevinieron terminaron en breve la
persecución de entrambos.
Romana, que tanta diligencia ponía en descubrir y cortar las tramas de los demás, no por eso cesaba en alterar con su conducta la paz y buena armonía del gobierno supremo. Favorecía grandemente sus miras su hermano D. José Caro, que a nada menos aspiraba que a ver a su familia mandando en el reino. En la provincia de Valencia, puesta a su cuidado, trabajaba los ánimos en aquel sentido, y con profusión esparció el famoso voto de Romana de 14 de octubre. La junta provincial ayudole mucho en ocasiones, y este cuerpo, provocando unas veces el nombramiento de una regencia exclusiva, desechándolo en otras, vario e inconstante en sus procedimientos, manifestaba que a pesar de su buen celo por la causa de la patria, influían en sus deliberaciones hombres de seso mal asentado.
Don José Caro remitió a las demás juntas una circular, a nombre de la de Valencia, en que, alabando los servicios, el talento, las virtudes de su hermano el marqués de la Romana, se hablaba de la necesidad de adoptar lo que estep. 170 había propuesto en su voto, y se indicaba a las claras la conveniencia de nombrarle regente. La central, en una exposición que hizo a las juntas, y antes de finalizar noviembre, grave y victoriosamente rechazó los ataques y opinión de la de Valencia, invitando a todas a aguardar la próxima reunión de cortes. Las provincias apoyaron el dictamen de la central, y en Valencia se separaron de Caro varios que le habían estado unidos. Para cortar las disensiones, debió Romana pasar a aquella ciudad, viaje que no verificó, enviando en su lugar a Don Lázaro de las Heras, hechura suya, Tropelías. pues el marqués tomaba a veces por sí resoluciones sin cuidarse de la aprobación de sus compañeros. Las Heras, como era de esperar, procedió en Valencia según las miras de Romana, y atropelló en diciembre y confinó a la isla de Ibiza a Don José Canga Argüelles y a otros individuos de la junta, ahora encontrados en opiniones con el general Caro.
Pero con estas reyertas y miserias crecían los males de la patria, y la central, en cuyo cuerpo no habían en un principio reinado otras divisiones sino aquellas que nacen de la diversidad de dictámenes, se vio en la actualidad combatida por la ambición y frenéticas pasiones de Palafox, de Romana y sus secuaces, convirtiéndose en un semillero de chismes, pequeñeces y enredos impropios de un gobierno supremo, con lo cual cayó aún más en tierra su crédito y se anticipó su ruina.
La comisión ejecutiva, cuya alma era el mismo Romana, nada pues de importante obró, poniéndose de manifiesto lo nulo de aquel generalp. 171 para todo lo que era mando. La junta, por su parte, y en el círculo de facultades que se había reservado, animada del buen espíritu de Jovellanos, Garay y otros, acordó algunas providencias no desacertadas, aunque tardías, como fue el aplicar a los gastos de la guerra los fondos de encomiendas, obras pías, y también la rebaja gradual de sueldos, exceptuándose a los militares que defendían la patria.
En el periodo en que vamos, o poco antes, examinose asimismo en la junta central una proposición de Don Lorenzo Calvo de Rozas sobre la importante cuestión de libertad de imprenta. La junta, ora por la gravedad de la materia, ora quizá para esquivar toda discusión, pasó la propuesta de Calvo a consulta del consejo, el cual, como era natural, mostrose contrario, excepto Don José Pablo Valiente. Extendida la consulta, subió a la central, y esta la remitió a la comisión de cortes, que a su vez la pasó a otra comisión creada bajo el nombre de instrucción pública, corriendo por aquella inacabable cadena de juntas, consejos y comisiones a que siempre ¡mal pecado! se recurrió en España. En la de instrucción pública halló la propuesta de Calvo favorable acogida, leyendo en su apoyo una memoria muy notable el canónigo D. José Isidoro Morales. Mas en estos pasos, idas y venidas, se concluía ya diciembre, y las desgracias cortaron toda resolución en asunto de tan grande importancia.
Entre tanto se acercaba también el día señalado para convocar las cortes. La comisión encargada de determinar la forma de su llamamiento,p. 172 tenía ya casi concluidos sus trabajos. No entraremos aquí en los debates que para ello hubo en su seno [cosa ajena de nuestro propósito], ni en los pormenores del modo adoptado para constituirse las cortes, pues retardada por los acontecimientos de la guerra la reunión de estas, nos parece más conveniente suspender hasta el tiempo en que se juntaron el tratar detenidamente de la materia. Solo diremos en este lugar que se adoptó igualdad de representación para todas las provincias de España, debiéndose dividir las cortes en dos cuerpos, el uno electivo y el otro de privilegiados, compuesto de clero y nobleza.
Las convocatorias que entonces se expidieron fueron solo las que iban dirigidas al nombramiento de los individuos que habían de componer la cámara electiva, reservando circular las de los privilegiados para más adelante. Motivó tal diferencia el que en el primer caso se necesitaba de algún tiempo para realizar las elecciones, no sucediendo lo mismo en el segundo, en que el llamamiento había de ser personal. Mas de esta tardanza resultó después, según veremos, no concurrir a las cortes sino los miembros elegidos por el pueblo, quedando sin efecto la formación de una segunda cámara.
El mismo día que partieron las convocatorias, se mudaron también los tres individuos más antiguos de la comisión ejecutiva conforme a lo prevenido en el reglamento. Eran aquellos el marqués de la Romana, Don Rodrigo Riquelme y Don Francisco Caro, entrando en su lugar el conde de Ayamans, el marqués del Villarp. 173 y Don Félix Ovalle. Su imperio no fue de larga duración.
Todo presagiaba su caída y la de la junta central, y todo una próxima invasión de los franceses en las Andalucías. Para no ser cogida tan de improviso como en Aranjuez, dio la junta un decreto en 13 de enero, por el que anunció que debía hallarse reunida el 1.º del mes inmediato en la Isla de León, a fin de arreglar la apertura de las cortes, señalada para el 1.º de marzo, sin perjuicio de que permaneciese en Sevilla algunos días más un cierto número de vocales que atendiese al despacho de los negocios urgentes. Este decreto, en tiempos lejanos de todo peligro, hubiera parecido prudente y aun necesario, pero ahora, cuando tan de cerca amagaba el enemigo, considerose hijo solo del miedo, impeliendo a despertar la atención pública, y a traer hacia los centrales los contratiempos y sinsabores que, como referiremos luego, precedieron y acompañaron al hundimiento de aquel gobierno.
p. 175
RESUMEN
DEL
LIBRO UNDÉCIMO.
Amenazas de Napoleón acerca de la guerra de España. — Su divorcio con Josefina. — Su casamiento con la archiduquesa de Austria. — Refuerzos que envía a España. — Resolución de invadir las Andalucías. — Sus preparativos. — Los de los españoles. — Los franceses atacan y cruzan la Sierra Morena. — Entran en Jaén y en Córdoba. — Ejército del duque de Alburquerque. — Viene sobre Andalucía. — Retírase de Sevilla la junta central. — Contratiempos en el viaje de sus individuos. — Sospechas de insurrección en Sevilla — Verifícase. — Junta de Sevilla. — Providencias que toma. — Continúan los franceses sus movimientos. — Encuentran en Alcalá la Real la caballería española. — Piérdese en Iznallozp. 176 un parque de artillería. — Toma Blake el mando de las reliquias del ejército del centro. — Entran los franceses en Granada. — Avanzan sobre Sevilla. — Se retira Alburquerque camino de Cádiz. — Ganan los franceses a Sevilla. — Preséntase el mariscal Victor delante de Cádiz. — Mortier va a Extremadura. — Baja también allí el 2.º cuerpo. — Va sobre Málaga Sebastiani. — Abello alborota la ciudad. — Éntranla los franceses. — Junta central en la Isla de León. Su disolución. — Decide nombrar una regencia. — Reglamento que le da. — Su último decreto sobre cortes. — Regentes que nombra. — Eligen una junta en Cádiz. — Ojeada rápida sobre la central y su administración. — Padecimientos y persecución de sus individuos. — Idea de la regencia y de sus individuos. — Felicitación del consejo reunido. — Idea de la junta de Cádiz. — Providencias para la defensa y buena administración de la regencia y la junta. — Breve descripción de la Isla gaditana. — Fuerzas que la guarnecen. — Españolas. — Inglesas. — Fuerza marítima. — Recio temporal en Cádiz. — Intiman los franceses la rendición. — La junta de Cádiz encargada del ramo de hacienda. — Sus altercados con Alburquerque. — Deja este el mando del ejército y pasa a Londres. — Impone la junta nuevas contribuciones. — José en Andalucía. — Modo con que le reciben. — Sus providencias. — Vuelve a Madrid. — Nueva invasión de Asturias. — Llano Ponte. — Porlier. — Entra Bonnet en Oviedo. — Evacúa la ciudad. — Ocúpala de nuevo. — Castellar y defensa del puente de Peñaflor. — Bárcena. Retíranse los españoles al Narcea. — p. 177Don Juan Moscoso. — El general Arce. — Conducta escandalosa de Arce y del consejero Leiva. — Nueva instalación de la junta general del principado. — Auxilio de Galicia. — Desampara Bonnet a Oviedo. — Se enseñorea por tercera vez de la ciudad. — Estado de Galicia. — Alboroto del Ferrol. Muerte de Vargas. — Mahy, general de las tropas de aquel reino. — Sitio de Astorga. — Capitula. — Licenciado Costilla. — Aragón. — Mina el mozo. — Expedición de Suchet sobre Valencia. — Estado de este reino y de la ciudad. — Malógrasele a Suchet su expedición. — Pozoblanco. — Ventajas de los españoles en Aragón. — Cae prisionero Mina el mozo. — Sucédele su tío Espoz y Mina. — Estado de Cataluña. — Varias acciones. — Bloqueo de Hostalrich. — Va Augereau al socorro de Barcelona. — Descalabro de Duhesme en Santa Perpetua y en Mollet. — Entra Augereau en Barcelona. — O’Donnell nombrado general de Cataluña. — Ejército que junta. — Acción de Vic el 19 de febrero. — Pertinaz defensa de Hostalrich. — Socorre de nuevo Augereau a Barcelona. — Retírase O’Donnell a Tarragona. — Feliz ataque de Don Juan Caro. — Evacúan los españoles a Hostalrich. — El mariscal Macdonald sucede a Augereau en Cataluña. — Parte Suchet a Lérida. — Entran sus tropas en Balaguer. — Sitio de Lérida. — Desgraciada tentativa de O’Donnell para socorrer la plaza. — Entran los franceses en Lérida y ríndese su castillo. — También el fuerte de las Medas. — Sucesos de Aragón. — Sitio de Mequinenza. — La toman los franceses. — Toman también el castillo de Morella. — Cádiz. — Tomanp. 178 los franceses a Matagorda. — Manda Blake el ejército de la isla. — Trasládase a Cádiz la regencia. — Varan en la costa dos pontones de prisioneros. — Trato de estos. — Pasan a las Baleares. Su trato allí. — Resistencia en las Andalucías. — Condado de Niebla. — Serranía de Ronda. — Don José Romero. Acción notable. — Tarifa. — Ejército del centro en Murcia. — Correría de Sebastiani en aquel reino. — Su conducta. — Evacúale. — Partidas de Cazorla y de las Alpujarras. — Extremadura. Ejército de la izquierda. — Romana. — Ballesteros. — Don Carlos O’Donnell. — Decreto de Soult de 9 de mayo. — Otro en respuesta de la regencia de España. — Decreto de Napoleón sobre gobiernos militares. — Une a su imperio los Estados Pontificios y la Holanda. — Inútil embajada de Azanza a París. — Tentativa para libertar al rey Fernando. — Barón de Kolly. — Vida de los príncipes en Valençay. — Préndese a Kolly. — Insidiosa conducta de la policía francesa. — Cartas de Fernando.
p. 179
HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
Nuevos desastres amagaban a España al comenzar el año de 1810. Napoleón, de vuelta de la guerra de Austria, que para él tuvo tan feliz remate, anunció al senado francés «que se presentaría a la otra parte de los Pirineos, y que el leopardo aterrado huiría hacia el mar, procurando evitar su afrenta y su aniquilamiento.» No se cumplió este pronóstico contra los ingleses, ni tampoco se verificó el indicado viaje, persuadido quizá Napoleón de que la guerra peninsular, como guerra de nación, no se terminaría con una ni dos batallas: único caso en quep. 180 hubiera podido empeñar con esperanza de gloria su militar nombradía.
Ocupábanle también por entonces asuntos domésticos que quería acomodar a la razón de estado, y la afición que tenía a su esposa, la emperatriz Josefina, y las buenas prendas que a esta adornaban cedieron al deseo de tener heredero directo, y al concepto tal vez de que enlazándose con alguna de las antiguas estirpes de Europa, afianzaría la de los Napoleones, a cuyo trono faltaba la sólida base del tiempo. Resolvió, pues, separarse de aquella su primera esposa, y a mediados de diciembre de 1809 publicó solemnemente su divorcio, dejando a Josefina el título y los honores de emperatriz coronada.
Pensó después en escoger otra consorte, inclinándose al principio a la familia de los zares, mas al fin trató con la corte de Austria y se casó en marzo siguiente con la archiduquesa María Luisa, hija del emperador José II: unión que si bien por de pronto pudo lisonjear a Napoleón, sirviole de poco a la hora del infortunio.
Antes y en el tiempo en que mostró al senado su propósito de cruzar los Pirineos, dio cuenta el ministro de la guerra de Francia del estado de fuerza que había en España, manifestando que para continuar las operaciones militares bastaba completar los cuerpos allí existentes con 30.000 hombres reunidos en Bayona. Pasaron en efecto estos la frontera, y con ellos y otros refuerzos que posteriormente llegaron, ascendió dentro de la península el número de franceses, en el año de 1810 en que vamos, a unos 300.000 hombres de todas armas.
p. 181
Llamaba singularmente la atención del gabinete de las Tullerías el destruir el ejército inglés, situado ya en Portugal a la derecha del Tajo. Pero el gobierno de José prefería a todo invadir las Andalucías, esperando así disolver la junta central, principal foco de la insurrección española. Por tanto puso su mayor ahínco en llevar a cabo esta su predilecta empresa.
Destináronse para ella los tres cuerpos de ejército 1.º, 4.º y 5.º, con la reserva y algunos cuerpos españoles de nueva formación, en que tenían los enemigos poca fe, constando el total de la fuerza de unos 55.000 hombres. Mandábalos José en persona, teniendo por su mayor general al mariscal Soult, que era el verdadero caudillo.
Sentaron los franceses sus reales el 19 de enero en Santa Cruz de Mudela. A su derecha y en Almadén del Azogue se colocó antes el mariscal Victor con el primer cuerpo, debiendo penetrar en Andalucía por el camino llamado de la Plata. A la izquierda apostose en Villanueva de los Infantes el general Sebastiani, que regía el 4.º y que se preparaba a tomar la ruta de Montizón. Debía atravesar la sierra, partiendo del cuartel general de Santa Cruz, y dirigiendo su marcha por el centro de la línea, cuya extensión era de unas 20 leguas, el 5.º cuerpo del mando del mariscal Mortier, al que acompañaba la reserva guiada por el general Dessolles.
Los franceses así distribuidos y tomadas también otras precauciones, se movieron hacia las Andalucías. No habían de aquel suelo pisado anteriormente sino hasta Córdoba, y la memoriap. 182 de la suerte de Dupont traíalos todavía desasosegados. Sepáranse aquellas provincias de las demás de España por los montes Marianos, o sea la Sierra Morena, cuyos ramales se prolongan al levante y ocaso, y se internan por el mediodía, cortando en varios valles con otros montes, que se desgajan de Ronda y Sierra Nevada, las mismas Andalucías en donde ya los moros formaron los cuatro reinos en que ahora se dividen: tierra toda ella, por decirlo así, de promisión, y en la que por la suavidad de su temple (* Ap. n. 11-1.) y la fecundidad de sus campos, pusieron los antiguos, según la narración de Estrabón [*] con referencia a Homero, la morada de los bienaventurados, los Campos Elisios.
Pocos tropiezos tenían los enemigos que encontrar en su marcha. No eran extraordinarios los que ofrecía la naturaleza, y fueron tan escasos los trabajos ejecutados por los hombres, que se limitaban a varias cortaduras y minas en los pasos más peligrosos y al establecimiento de algunas baterías. Se pensó al principio en fortificar toda la línea adoptando un sistema completo de defensa, dividido en provisional y permanente, el primero con objeto de embarazar al enemigo a su tránsito por la sierra, y el segundo con el de detenerle del todo, levantando detrás de las montañas y del lado de Andalucía unas cuantas plazas fuertes que sirviesen de apoyo a las operaciones de la guerra, y a la insurrección general del país. Una comisión de ingenieros visitó la cordillera y aun dio su informe, pero como tantas otras cosas de la junta central, quedose esta en proyecto. También se trató de abandonarp. 183 la sierra y de formar en Jaén un campo atrincherado, de lo que igualmente se desistió, temerosos todos de la opinión del vulgo que miraba como antemural invencible el de los montes Marianos.
Dio ocasión a tal pensamiento el considerar las escasas fuerzas que había para cubrir convenientemente toda la línea. Después de la dispersión de Ocaña, solo se habían podido juntar unos 25.000 hombres, que estaban repartidos en los puntos más principales de la sierra. Una división, al mando de Don Tomás de Zeráin, ocupaba a Almadén, de donde ya el 15 se replegó acometida por el mariscal Victor. Otra, a las órdenes de Don Francisco Copons, permaneció hasta el 20 en Mestanza y San Lorenzo. Colocáronse tres con la vanguardia en el centro de la línea. De ellas, la 3.ª, del cargo de Don Pedro Agustín Girón, en el puerto del Rey, y la vanguardia, junto con la 1.ª y 4.ª, gobernadas respectivamente por los generales Don José Zayas, Lacy y González Castejón, en la venta de Cárdenas, Despeñaperros, Collado de los Jardines y Santa Elena. Situose a una legua de Montizón, en Venta Nueva ,la 2.ª, a las órdenes de Don Gaspar Vigodet, a la que se agregaron los restos de la 6.ª que antes mandaba Don Peregrino Jácome.
El 20 de enero se pusieron los franceses en movimiento por toda la línea. Su reserva y su 5.º cuerpo dirigiéronse a atacar el puerto del Rey, y el de Despeñaperros, ambos de difícil paso a ser bien defendidos. Por el último va la nueva calzada, ancha y bien construida, abierta en losp. 184 mismos escarpados de la montaña de Valdazores, y a grande altura del río Almudiel, que, bañándola por su izquierda, corre engargantado entre cerrados montes que forman una honda y estrechísima quebrada. La angostura del terreno comienza a unos 300 pasos de la venta de Cárdenas, yendo de la Mancha a Andalucía, y termina no lejos de las Correderas, casería distante una legua de la misma venta. En este trecho habían los españoles excavado tres minas, levantando detrás, en el collado de los Jardines, una especie de campo atrincherado. Por la derecha de Despeñaperros lleva al puerto del Rey un camino que parte de la venta de Melocotones, antes de llegar a la de Cárdenas; este era el antiguo, mal carretero y en parajes solo de herradura, juntándose después, y más allá de Santa Elena, con el nuevo. Entre ambos hay una vereda que guía al puerto del Muradal, existiendo otras estrechas que atraviesan la cordillera por aquellas partes.
En la mañana del indicado 20 salió del Viso el general Dessolles con la reserva de su mando y además un regimiento de caballería. Dirigiose al puerto del Rey que defendía el general Girón. La resistencia no fue prolongada: los españoles se retiraron con bastante precipitación y del todo se dispersaron en las Navas de Tolosa. Al mismo tiempo la división del general Gazan acometió el puerto del Muradal con una de sus brigadas, y con la otra se encaramó por entre este paso y Despeñaperros, viniendo a dar ambas a las Correderas, esto es, a espalda de los atrincheramientos y puestos españoles. El mariscalp. 185 Mortier, al frente de la división Girard, con caballería, artillería ligera y los nuevos cuerpos creados por José, pensó en embestir por la calzada de Despeñaperros, y lo ejecutó cuando supo que a su derecha el general Gazan, habiendo arrollado a los españoles, estaba para envolver las posiciones principales de estos. Las minas que en la calzada había reventaron, mas hicieron poco estrago; los enemigos avanzaron con rapidez, y los nuestros, temiendo ser cortados, todo lo abandonaron, como también el atrincheramiento del collado de los Jardines. Perdieron los españoles 15 cañones y bastantes prisioneros, salvándose por las montañas algunos soldados, y tirando otros, con Castejón, hacia Arquillos, en donde luego veremos no tuvieron mayor ventura. Aréizaga, que todavía conservaba el mando en jefe, acompañado de algunos oficiales y cortas reliquias, precipitadamente corrió a ponerse en salvo al otro lado del Guadalquivir. Los franceses llegaron la noche del mismo 20 a La Carolina, y al día siguiente pasaron a Andújar después de haber atravesado por Bailén, cuyas glorias se empañaban algún tanto con las lástimas que ahora ocurrían. El mariscal Soult y el rey José no tardaron en adelantarse hasta la citada villa en donde pusieron su cuartel general.
Llegó también luego a Andújar el mariscal Victor, que desde Almadén no había encontrado grandes tropiezos en cruzar la sierra. La junta de Córdoba pensó ya tarde en fortificar el paso de Mano de Hierro y el camino de la Plata, y en juntar los escopeteros de las montañas.p. 186 La división de Zeráin y la de Copons tuvieron que abandonar sus respectivas posiciones, y el mariscal Victor, después de hacer algunos reconocimientos hacia Santa Eufemia y Belalcázar, se dirigió sin artillería ni bagajes por Torrecampo, Villanueva de la Jara y Montoro a Andújar, en donde se unió con las fuerzas de su nación que habían desembocado del puerto del Rey y de Despeñaperros. De estas, el mariscal Soult envió la reserva de Dessolles con una brigada de caballería por Linares sobre Baeza, para que se diese la mano con el general Sebastiani, a cuyo cargo había quedado pasar la sierra por Montizón.
Dicho general, aunque no fue en su movimiento menos afortunado que sus compañeros, halló, sin embargo, mayor resistencia. Guarnecía por aquella parte Don Gaspar Vigodet las posiciones de Venta Nueva y Venta Quemada, y las sostuvo vigorosamente durante dos horas con fuerza poco aguerrida e inferior en número, hasta que el enemigo habiendo tomado la altura llamada de Matamulas, y otra que defendió con gran brío el comandante Don Antonio Brax, obligó a los nuestros a retirarse. Vigodet mandó, en su consecuencia, a todos los cuerpos que bajasen de las eminencias y se reuniesen en Montizón, de donde, replegándose con orden y en escalones, empezó luego a desbandársele un escuadrón de caballería que con su ejemplo descompuso también a los otros, y juntos atropellaron y desconcertaron la infantería, disolviéndose así toda la división. Con escasos restos entró Vigodet el 20 de enero, después de anochecido,p. 187 en el pueblo de Santisteban, y al amanecer, viéndose casi solo, partió para Jaén, a cuya ciudad habían ya llegado el general en jefe Aréizaga y los de división Girón y Lacy, todos desamparados y en situación congojosa.
Sebastiani continuó su marcha, y cerca de Arquillos tropezó el 29 con el general Castejón que se replegaba de la sierra con algunas reliquias. La pelea no fue reñida; caído el ánimo de los nuestros y rota la línea española, quedaron prisioneros bastantes soldados y oficiales, entre ellos el mismo Castejón. El general Sebastiani se puso entonces por la derecha en comunicación con el general Dessolles, y destacando fuerzas por su izquierda hasta Úbeda y Baeza, ocupó hacia aquel lado la margen derecha del Guadalquivir. Lo mismo hicieron por el suyo hasta Córdoba los otros generales, con lo que se completó el paso de la sierra, habiendo los franceses maniobrado sabiamente, si bien es verdad tuvieron entonces que habérselas con tropas mal ordenadas y con un general tan desprevenido como lo era Don Juan Carlos de Aréizaga.
Prosiguiendo su movimiento pasó el general Sebastiani el Guadalquivir y entró el 23 en Jaén, en donde cogió muchos cañones y otros aprestos que se habían reunido con el intento de formar un campo atrincherado. El mariscal Victor entró el mismo día en Córdoba, y poco después llegó allí José. Salieron diputaciones de la ciudad a recibirle y felicitarle, cantose un Te Deum y hubo fiestas públicas en celebración del triunfo. Esmerose el clero en los agasajos, y se admiró José de ser mejor tratado que en las demásp. 188 partes de España. Detuviéronse los franceses en Córdoba y sus alrededores algunos días, temerosos de la resistencia que pudiera presentar Sevilla, e inciertos de las operaciones del ejército del duque de Alburquerque.
Ocupaba este general las riberas del Guadiana después que se retiró de hacia Talavera, en consecuencia de la rota de Ocaña; tenía en Don Benito su cuartel general. En enero constaba su fuerza en aquel punto de 8000 infantes y 600 caballos, y además se hallaban apostados entre Trujillo y Mérida unos 3100 hombres a las órdenes de los brigadieres Don Juan Senén de Contreras y Don Rafael Menacho; tropa esta que se destinaba, caso que avanzasen los franceses, para guarnecer la plaza de Badajoz, muy desprovista de gente.
La junta central, luego que temió la invasión de las Andalucías, empezó a expedir órdenes al de Alburquerque las más veces contradictorias, y en general dirigidas a sostener por la izquierda la división de Don Tomás de Zeráin, avanzada en Almadén. Las disposiciones de la junta, fundándose en voces vagas, más bien que en un plan meditado de campaña, eran por lo común desacertadas. El duque de Alburquerque, sin embargo, deseando cumplir por su parte con lo que se le prevenía, trataba de adelantarse hacia Agudo y Puertollano cuando, sabedor de la retirada de Zeráin, y después de la entrada de los franceses en La Carolina, mudó por sí de parecer y se encaminó la vuelta de la Andalucía, con propósito de cubrir el asiento del gobierno. Este, al fin, y ya apretado, ordenó a aquel hiciesep. 189 lo mismo que ya había puesto en obra, mas con instrucciones de que acertadamente se separó el general español, disponiendo, contra lo que se le mandaba, que las tropas de Senén de Contreras y Menacho partiesen a guarnecer la plaza de Badajoz.
Con lo demás de la fuerza, esto es, con 8000 infantes y 600 caballos, encaminándose Alburquerque el 22 de enero por Guadalcanal a Andalucía, cruzó el Guadalquivir en las barcas de Cantillana haciendo avanzar a Carmona su vanguardia y a Écija sus guerrillas, que luego se encontraron con las enemigas. La junta central había mandado que se uniesen a Alburquerque las divisiones de D. Tomás Zeráin y de D. Francisco Copons, únicas de las que defendían la sierra que quedaron por este lado. Mas no se verificó, retirándose ambas separadamente al condado de Niebla. La última, más completa, se embarcó después para Cádiz en el puerto de Lepe. Lo mismo lucieron en otros puntos las reliquias de la primera.
Siendo las tropas que regía el duque de Alburquerque las solas que podían detener a los franceses en su marcha, déjase discurrir cuán débil reparo se oponía al progreso de estos, y cuán necesario era que la junta central se alejase de Sevilla si no quería caer en manos del enemigo.
Ya conforme al decreto, en su lugar mencionado, del 13 de enero,
habían empezado a salir de aquella ciudad, pasado el 20, varios
vocales, enderezándose a la Isla de León, punto del llamamiento.
Mas, estrechando las circunstancias,p. 190 casi todos partieron en la noche del
23 y madrugada del 24, unos por el río abajo y otros por tierra.
Contratiempos
en el viaje
de sus
individuos. Los primeros viajaron sin obstáculo, no así los
otros a quienes rodearon muchos riesgos, alborotados los pueblos del
tránsito, que se creían, con la retirada del gobierno, abandonados
y expuestos a la ira e invasión enemigas. Corrieron, sobre todo,
inminente peligro el presidente, que lo era a la sazón el arzobispo de
Laodicea, y el digno conde de Altamira, marqués de Astorga, salvándose
en Jerez ellos y otros compañeros suyos como por milagro de los puñales
de la turba amotinada.
Asegurose que, contando con la inquietud de los pueblos, se habían despachado de Sevilla emisarios que aumentasen aquella y la convirtiesen en un motín abierto para dirigir a mansalva tiros ocultos contra los azorados y casi prófugos centrales. Pareció la sospecha fundada al saberse la sedición que se preparaba en Sevilla, y estalló luego que de allí salieron los individuos del gobierno supremo. De los manejos que andaban tuvo ya noticia el 18 de enero Don Lorenzo Calvo de Rozas, y dio de ello cuenta a la central. Para impedir que cuajaran, mandose sacar de Sevilla a Don Francisco de Palafox y al conde del Montijo, que, aunque presos, se conceptuaban principales promotores de la trama. La apresuración con que los centrales abandonaron la ciudad, el aturdimiento natural en tales casos, y la falta de obediencia estorbaron que se cumpliese la orden.
Alejado de Sevilla el gobierno, quedaron dueños del campo los conspiradores de aquella ciudad,p. 191 y el 24 por la mañana amotinaron al pueblo, declarándose la junta provincial a sí misma suprema nacional, lo que dio claramente a entender que en su seno había individuos sabedores de la conjuración. Entraron en la junta además Don Francisco Saavedra, nombrado presidente, el general Eguía y el marqués de la Romana, que no se había ido con sus compañeros, y salía de Sevilla en el momento del alboroto con Mr. Frere, único representante de Inglaterra después de la ausencia del marqués de Wellesley. Agregáronse también a la junta los señores Palafox y conde del Montijo, que al efecto soltaron de la prisión; el último esquivó por un rato acceder al deseo popular, fuese para aparentar que no obraba de acuerdo con los revoltosos, fuese que, según su costumbre, le faltara el brío al tiempo del ejecutar.
Creose igualmente una junta militar, que fue la que realmente mandó
en los pocos días de la duración de aquel extemporáneo gobierno, y
la cual se compuso de los individuos nuevamente agregados. Providencias
que toma. Desde luego nombró
esta al marqués de la Romana general del ejército de la izquierda, en
lugar del duque del Parque, que destinaba a Cataluña, y encargó el
mando del que se llamaba ejército del centro a Don Joaquín Blake.
Expidiéronse además a las provincias todo linaje de órdenes y
resoluciones que, o no llegaron, o felizmente fueron desobedecidas,
pues de otra manera nuevos disturbios hubieran desgarrado a la nación
entonces tan acongojada. Quedaron, sin embargo, con el mando, según
veremos, los generales Romana y Blake, habiéndosep. 192 posteriormente conformado el verdadero
gobierno supremo con la resolución de la junta de Sevilla.
Procuró esta alentar a los moradores de la ciudad a la defensa de sus hogares, y excitar en sus proclamas hasta el fanatismo de los clérigos y los frailes, que por lo general se mantuvieron quietos. Duró el ruido pocos días, poniendo pronto término la llegada de los franceses. Ya se la temían el conde del Montijo y los principales instigadores de la conmoción, y alejándose aquel el 26 del lugar del peligro, con pretexto de desempeñar una comisión para el general Blake, quedaron los sediciosos sin cabeza, careciendo para defender la ciudad del ánimo que sobradamente habían mostrado para perturbarla. Cierto que Sevilla no era susceptible de ser defendida militarmente, y solo los sacrificios y el valor de Zaragoza hubieran podido contener el torrente de los enemigos, de cuya marcha volveremos a tomar ahora el hilo de la narración.
Dueños los franceses de la margen derecha del Guadalquivir, y
habiéndose adelantado el general Sebastiani hasta Jaén, prosiguió este
su movimiento para acabar con el ejército del centro, cuyas dispersas
reliquias iban en su mayor parte la vuelta de Granada. Por decirlo así
no quedaban ya en pie sino unos 1500 jinetes a las órdenes del general
Freire, y un parque de artillería compuesto de 30 cañones situado en
Andújar. Los oficiales que mandaban dicho parque no recibiendo orden
ninguna del general en jefe, juzgaron prudente sabiendo las desventuras
de la sierra, pasar elp.
193 Guadalquivir y encaminarse a Guadix, lo que empezaron a
poner en obra sin tener caballería ni infantería que los protegiese.
El general Sebastiani al avanzar de Jaén el 26 de enero, tomó con el
grueso de su fuerza la dirección de Alcalá la Real, enviando por su
izquierda camino de Cambil y Llanos de Pozuelo al general Peyremont con
una brigada de caballería ligera. Encuentran
en Alcalá la Real
la caballería
española. El 27, pasado
Alcalá la Real, alcanzó Sebastiani la caballería española de Freire
que resistió algún tiempo; pero que después fue rota y en parte cogida
y dispersa, atacada por un número superior de enemigos, y sin tener
consigo infantería alguna que la ayudase. Tocole a la otra columna
francesa, que tiró por la izquierda a Cambil, apoderarse de la
artillería que dijimos había salido de Andújar.
Caminaba esta con dirección a Guadix a la sazón que el conde de
Villariezo, capitán general de Granada, impelido por el pueblo a
defenderse, ordenó a los jefes de la artillería indicada que desde
Pinos Puente torciesen el camino y viniesen a la ciudad en que
mandaba. Obedecieron; pero luego que estuvieron dentro, notando que
todo era allí confusión, trataron de salvar sus cañones volviendo
a salir de Granada. Desgraciadamente, para continuar su marcha se
vieron forzados a tomar un rodeo, retrocediendo al ya mencionado
Pinos Puente, pues entonces no era camino de ruedas el de los Dientes
de la Vieja, más corto y directo que el otro para Diezma y Guadix.
Piérdese
en Iznalloz
un parque
de artillería. Con semejante atraso perdieron tiempo, dando
en Iznalloz con los caballos ligeros del general Peyremont; en
donde,p. 194 como no tenían
los artilleros españoles infantes ni jinetes que los protegiesen,
tuvieron, bien a pesar suyo, que abandonar las piezas y salvarse en los
caballos de tiro. Así iba desapareciendo del todo aquel ejército, que
dos meses antes inundaba los llanos de la Mancha.
Por fin, al expirar enero, tomó en Diezma el mando de tan tristes reliquias Don Joaquín Blake, quien, yendo a Málaga de cuartel, de vuelta de Cataluña, recibió en aquel pueblo el nombramiento que le había conferido la Junta de Sevilla. Cediole el puesto sin obstáculo el mismo Don Juan Carlos de Aréizaga, y dio, en efecto, Blake prueba de patriotismo en encargarse en semejantes circunstancias de empleo tan espinoso, sin reparar en la autoridad de que procedía. No había otro cuerpo reunido sino el primer batallón de guardias españolas mandado por el brigadier Otedo; lo demás del ejército reducíase a dispersos de varios cuerpos. Blake retrocedió todavía a Huércal Overa, villa del reino de Granada en los confines de Murcia; y despachando proclamas y órdenes a todas partes, consiguió juntar en los primeros días de febrero hasta unos cinco mil hombres de todas armas; no habiéndosele incorporado otros generales de los que mandaban divisiones en la sierra, sino Vigodet y además Freire con unos cuantos caballos.
El general Sebastiani entró en Granada el 28 de enero. Quiso el pueblo defenderse, mas disuadiéronle los hombres prudentes y los tímidos con capa de tales; también contribuyó a ello el clero, que en estas Andalucías mostrose sobradamentep. 195 obsequioso a los conquistadores. Se envió una diputación a recibir a Sebastiani; y agregose a este, poco después de su entrada, el regimiento suizo de Reding. Trató el general francés con ceño y palabras airadas a las autoridades españolas, e impuso una gravosísima y extraordinaria contribución.
Entre tanto, el 1.º y 5.º cuerpo avanzaron por disposición de José
hacia Sevilla, tiroteándose el mismo día 28, cerca de Écija, con las
guerrillas de caballería del duque de Alburquerque; noticioso este
general de que los enemigos avanzaban por El Arahal y Morón, para
ponerse en Utrera a su retaguardia, y cortarle así la retirada sobre la
Isla gaditana, Se retira
Alburquerque
camino de Cádiz. abandonó a Carmona y comenzó su marcha
retrógrada hacia la costa. La caballería y la artillería las envió por
el camino real, dirigiendo la infantería por las Cabezas de San Juan y
Lebrija para unirse todos en Jerez. Fue tan oportuno este movimiento,
que al llegar a Utrera dejose ya ver desde Morón un destacamento
enemigo. Tomole, pues, Alburquerque la delantera; y recogiendo en Jerez
todas sus fuerzas, pudo entrar al principiar febrero en la Isla de
León sin ser particularmente incomodado, y habiendo solo la caballería
sostenido en su marcha algunas escaramuzas. Si en esta ocasión hubieran
los franceses andado con su acostumbrada presteza, hubieran tal vez
podido interponerse entre el ejército español y la Isla gaditana; y
muy otra fuera entonces la suerte de aquel inexpugnable baluarte. El
duque de Alburquerque contribuyó, en cuanto pudo, a salvar tan precioso
rincón, y con él quizá lap.
196 independencia de España. Por ello justas alabanzas le son
debidas.
Los franceses, recelosos en aquellas circunstancias de comprometerse demasiadamente, midieron sus movimientos, anteponiendo a todo el apoderarse de Sevilla, posesión codiciada por sus riquezas y renombre. Presentose a vista de sus muros al finalizar enero el mariscal Victor. De la nueva Junta casi todos los individuos habían desaparecido, por lo que su formación de nada aprovechó, sino de sobresaltar a los pueblos, acrecentar la división de los ánimos, e impedir la salida de cuantiosos e importantes efectos.
Sevilla, ciudad vasta y populosa, y en la que brillan, según se explica en su lenguaje sencillo la crónica de San Fernando, «muchas y grandes noblezas..., las cuales pocas ciudades hay que las tengan», había sido por mandato de la central circunvalada de triples líneas, para cuya guarnición se requerían 50.000 hombres. Invirtiéronse por tanto inútilmente en dicha fortificación muchos caudales, pues no pudiendo defenderse aquel recinto, conforme a las reglas de la milicia, y solo sí acudiendo al patriotismo y brío del vecindario, hubiera debido la central pensar más bien que en fortalecerla regularmente, en entusiasmar los ánimos y cuidar de su disciplina y buena dirección.
Preparábanse los franceses a acometer a Sevilla, cuando el 31 les enviaron de dentro parlamentarios. Querían estos entre varias cosas, que se distinguiese aquella ciudad de las otras en la capitulación, como una de las principalesp. 197 cabeceras de la monarquía, y también hicieron la notable petición de que se convocasen cortes. No accedió el mariscal Victor, como era de presumir, a la última demanda; y en respuesta a las proposiciones que se le presentaron envió una declaración, según la cual, prometía amparo a los habitantes y a la guarnición, como también no escudriñar los hechos ni opiniones contrarias a José, anteriores a aquel día; otorgaba además otras concesiones y señaladamente la de no imponer contribución alguna ilegal: artículo que pronto se quebrantó, o que nunca tuvo cumplimiento.
Accediendo los sevillanos a las condiciones de Victor, entraron los franceses en la ciudad el 1.º de febrero a las 3 de la tarde. La víspera por la noche había salido la escasa guarnición hacia el condado de Niebla a las órdenes del Vizconde de Gand, cuyo camino tomaron también algunos de los más respetables individuos de la antigua Junta provincial, enemigos del desbarato y excesos de los últimos días, los cuales, establecidos en Ayamonte, se constituyeron luego en autoridad legítima de los partidos libres de la provincia.
En Sevilla cogieron los franceses municiones, fusiles, gran número de cañones de aquella magnífica fábrica, y muchos pertrechos militares. Asimismo otra porción de preciosidades y valores, particularmente tabacos y azogues, tan necesarios los últimos para el beneficio de las minas de América, botín que debió el enemigo parte a descuido e imprevisión de la junta central, parte, según apuntamos, a losp. 198 alborotos y al atropellamiento que en Sevilla hubo.
Sojuzgada esta ciudad, se encaminó el primer cuerpo francés, a las
órdenes de su jefe el mariscal Victor, la vuelta de la Isla gaditana,
cuyos alrededores pisó el 5 de febrero. La anterior llegada a aquel
punto del duque de Alburquerque previno los hostiles intentos del
enemigo, e impidió todo rebate. Parose, pues, Victor a la vista,
quedando su cuerpo de ejército destinado a formar el bloqueo.
Aprestose en Córdoba la reserva bajo el mando de Dessolles; Mortier va
a Extremadura. y el 5.º, del
cargo del mariscal Mortier, después de dejar una brigada en Sevilla,
asomó a Extremadura Baja también allí
el 2.º
cuerpo. y diose más adelante la mano con el 2.º, que desde el
Tajo avanzó a las órdenes del general Reynier. En seguida se encaminó
Mortier a Badajoz, y habiendo inútilmente intimado la rendición a la
plaza, volvió atrás y estableció en Llerena su cuartel general.
Sebastiani, por su lado, dio a sus operaciones cumplido acabamiento. Tranquilo poseedor de Granada, quiso recorrer la costa, y sobre todo enseñorearse de la rica e importante ciudad de Málaga, con tanta mayor razón cuanto allí se encendía nueva lumbre insurreccional.
Era atizador y caudillo un coronel de nombre Don Vicente Abello, natural de la Habana, hombre fogoso y arrebatado, mas falto de la capacidad necesaria para tamaño empeño. Siguió su pendón la plebe, tan enemiga allí como en las demás partes de la dominación extraña. Agregáronse a Abello pocos sujetos de cuenta,p. 199 asustados con los desórdenes que se levantaron y previendo la imposibilidad de defenderse. Los únicos más notables que se le juntaron fueron un capuchino llamado Fr. Fernando Berrocal, y el escribano San Millán, con sus hermanos; de ellos los hubo que partieron a Vélez-Málaga para sublevar aquella ciudad y su partido. Cometiéronse tropelías, y se empezaron a exigir forzadas y exorbitantes derramas, habiendo embargado y cogido al solo Duque de Osuna unos 50.000 duros. Prendieron a los individuos de la junta del casco de la ciudad, y al anciano general Don Gregorio de la Cuesta, que vivía allí retirado, pero que al fin pudo embarcarse para Mallorca.
El general Sebastiani procediendo de Granada por Loja a Antequera, adelantose el 5 de febrero a Málaga. Al atravesar la garganta llamada Boca del Asno, dispersó una turba de paisanos que en vano quisieron defender el paso, y se aproximó al recinto de la ciudad. Fuera de ella le aguardaba Abello, tan desacertado en sus operaciones militares como en las políticas y económicas. Su gente era numerosa, pero allegadiza, y la mitad sin armas. Al primer choque quedó deshecha, y amigos y enemigos entraron confundidos en la ciudad. Empezó el pillaje, mediaron las autoridades antiguas que había quitado Abello, ofreció Sebastiani suspensión de hostilidades, pero no cesaron estas hasta el día siguiente. Cayeron en poder del general francés intereses públicos y privados, incluso el dinero del duque de Osuna; e impuso además a la ciudad una contribución de docep. 200 millones de reales, de que cinco habían de ser pagados al contado.
Don Vicente Abello logró refugiarse en Cádiz, donde padeció larga prisión, de que las cortes le libertaron. El capuchino Berrocal y otros, cogidos en Málaga y en Motril, tuvieron menos ventura, pues Sebastiani los mandó ahorcar. Tratamiento sobradamente duro; porque si bien este general nos ha dicho haberse comportado así, siendo los tales frailes y fanáticos, su razón no nos pareció fundada, pues además de no estar en aquel caso todos los que padecieron la pena indicada, ¿por qué no sería lícito a los eclesiásticos tomar las armas en una guerra de vida o muerte para la patria? Castigáraseles en buen hora, si cometieron otros excesos, mas no por oponerse a la conquista del extranjero.
Al propio tiempo que los franceses se esparcían por las Andalucías
y se enseñoreaban de sus principales ciudades, acontecían importantes
mudanzas en la Isla de León y en Cádiz. A ambos puntos, como también al
Puerto de Santa María, habían llegado, antes de acabarse enero, muchos
vocales de la junta central, los cuales se reunieron sin tardanza en la
citada Isla de León. La tormenta que habían corrido, la voz pública,
los temores de no ser obedecidos, todo en fin los compelió a hacer
dejación del mando antes de congregarse las cortes, y a sustituir en
su lugar otra autoridad. Decide nombrar
una
Regencia. Don Lorenzo Calvo de Rozas formalizó la proposición
de que se nombrase una regencia de cinco individuos que ejerciese la
potestad ejecutiva en toda sup.
201 plenitud, quedando a su lado la central como cuerpo
deliberante, hasta que se juntasen las cortes. La junta aprobó la
primera parte de la proposición y desechó la última; declarando además
que sus individuos resignaban el mando, sin querer otra recompensa
que la honrosa distinción del ministerio que habían ejercido, y
excluyéndose a sí propios de ser nombrados para el nuevo gobierno.
También se formó un reglamento que sirviese de pauta a la nueva autoridad, a la que se dio el nombre de Supremo consejo de regencia, y se aprobó un decreto por el que reuniendo todos los acuerdos acerca de la institución y forma de las cortes, ya convocadas para el inmediato marzo, se trataba de hacer sabedor al público de tan importantes decisiones.
En el reglamento, además de los artículos de orden interior, había uno muy notable, y según el cual la regencia «propondría necesariamente a las cortes una ley fundamental que protegiese y asegurase la libertad de la imprenta, y que entre tanto se protegería de hecho esta libertad como uno de los medios más convenientes, no solo para difundir la ilustración general, sino también para conservar la libertad civil y política de los ciudadanos.» Así la central, tan remisa y meticulosa para acordar en su tiempo concesión de tal entidad, imponía ahora en su agonía la obligación de decretarla a la autoridad que iba a ser sucesora suya en el mando. Disponíase igualmente en dicho reglamento que se crease una diputación compuesta de ocho individuos, celadora de la observanciap. 202 de aquel y de los derechos nacionales. Ignoramos por qué no se cumplió semejante resolución, y atribuimos el olvido al azoramiento de la junta central, y a no ser la nueva regencia aficionada a trabas.
En el decreto tocante a cortes se insistía en el próximo llamamiento de estas, y se mandaba que inmediatamente se expidiesen las convocatorias a los grandes y a los prelados, adoptándose la importante innovación de que los tres brazos no se juntasen en tres cámaras o estamentos separados sino solo en dos, llamado uno popular y otro de dignidades.
Se ocurría también en el decreto al modo de suplir la representación de las provincias que, ocupadas por el enemigo, no pudiesen nombrar inmediatamente sus diputados, hasta tanto que, desembarazadas, estuviesen en el caso de elegirlos por sí directamente. Lo mismo y a causa de su lejanía se previno respecto de las regiones de América y Asia. Había igualmente en el contexto del precitado decreto otras disposiciones importantes y preparatorias para las cortes y sus trabajos. La regencia nunca publicó este documento, motivo por el que le insertamos íntegro en el apéndice.[*] (* Ap. n. 11-2.) Echose la culpa de tal omisión al traspapelamiento que de él había hecho un sujeto respetabilísimo a quien se conceptuaba opuesto a la reunión de las cortes en dos cámaras. Pero habiendo este justificado plenamente la entrega, así de dicho documento como de todos los papeles pertenecientes a la central, en manos de los comisionados nombrados para ello por la regencia, aparecióp. 203 claro que la ocultación provenía no de quien desaprobaba las cámaras o estamentos, sino de los que aborrecían toda especie de representación nacional.
La junta central, después de haber sancionado en 29 de enero todas las indicadas resoluciones, pasó inmediatamente a nombrar los individuos de la regencia. Cuatro de ellos debían ser españoles europeos, y uno de las provincias ultramarinas. Recayó pues la elección en Don Pedro de Quevedo y Quintano, obispo de Orense; en Don Francisco de Saavedra, consejero de estado; en el general de tierra Don Francisco Javier Castaños, en el de marina Don Antonio Escaño, y en Don Esteban Fernández de León. El último, por no haber nacido en América, aunque de familia ilustre arraigada en Caracas, y por la oposición que mostró la junta de Cádiz, fue removido casi al mismo tiempo que nombrado, entrando en su lugar Don Miguel de Lardizábal y Uribe, natural de Nueva España. El 2 de febrero era el señalado para la instalación de la regencia; pero, inquieto el público y disgustado con la tardanza, tuvo la central que acelerar aquel acto, y poniendo en posesión a los regentes en la noche del 31 de enero, (* Ap. n. 11-3.) disolviose inmediatamente, dando en una proclama [*] cuenta de todo lo sucedido.
Al lado de la nueva autoridad, y presumiendo de igual o superior, habíase levantado otra que, aunque en realidad subalterna, merece atención por el influjo que ejerció, particularmente en el ramo de hacienda. Queremos hablar de una junta elegida en Cádiz. Emisarios despachadosp. 204 de Sevilla por los instigadores de los alborotos, y el justo temor de ver aquella plaza entregada sin defensa al enemigo, fueron el principal móvil de su nombramiento. Diole también inmediato impulso un edicto que en virtud de pliegos recibidos de Sevilla publicó el gobernador Don Francisco Venegas, considerando disuelta la junta central y ofreciendo resignar su mando en manos del ayuntamiento, si este quisiese confiarle a otro militar más idóneo. Conducta que algunos tacharon de reprensible y liviana, mas disculpable en tan arduos tiempos.
El ayuntamiento conservó al general Venegas en su empleo, y atento a una petición de gran número de vecinos que elevó a su conocimiento el síndico personero Don Tomás Istúriz, abolió la Junta de defensa que había y trató de que se pusiese otra nueva más autorizada. El establecimiento de esta fue popular. Cada vecino cabeza de casa presentó a sus respectivos comisarios de barrio una propuesta cerrada de tres individuos: del conjunto de todas ellas formose una lista en la que el ayuntamiento escogió 54 vocales electores, quienes a su vez sacaron de entre estos 18 sujetos, número de que se había de componer la junta relevándose a la suerte cada cuatro meses la tercera parte. Se instaló la nueva corporación el 29 de enero con aplauso de los gaditanos, habiendo recaído el nombramiento en personas por lo general muy recomendables.
He aquí, pues, dos grandes autoridades, la regencia y la junta de Cádiz, impensadamente creadas, y otra la junta central abatida y disuelta.p. 205 Antes de pasar adelante, echaremos sobre las tres una rápida ojeada.
De la central habrá el lector podido formar cabal juicio, ya por lo que de ella dijimos al tiempo de instalarse, y ya también por lo que obró durante su gobernación. Inclinose a veces a la mejora en todos los ramos de la administración; pero los obstáculos que ofrecían los interesados en los abusos, y el titubeo y vaivenes de su propia política, nacidos de la varia y mal entendida composición de aquel cuerpo, estorbaron las más veces el que se realizasen sus intentos. En la hacienda casi nada innovó, ni en el género de contribuciones, ni en el de su recaudación, ni tampoco en la cuenta y razón. Trató, a lo último, de exigir una contribución extraordinaria directa que en pocas partes se planteó ni aun momentáneamente. Ofreció, sí, por medio de un decreto, una variación completa en el ramo, aproximándose al sistema erróneo de un único y solo impuesto directo. Acerca del crédito público tampoco tomó medida alguna fundamental. Es cierto que no gravó la nación con empréstitos pecuniarios, reembolsándose en general las anticipaciones del comercio de Cádiz o de particulares con los caudales que venían de América u otras entradas; mas no por eso se dejó de aumentar la deuda, según especificaremos en el curso de esta historia, con los suministros que los pueblos daban a las partidas y a la tropa. Medio ruinoso, pero inevitable en una guerra de invasión y de aquella naturaleza.
En la milicia, las reformas de la central fueronp. 206 ningunas o muy contadas. Siguió el ejército constituido como lo estaba al tiempo de la insurrección, y con las cortas mudanzas que hicieron algunas juntas provinciales, debiéndose a ellas el haber quitado en los alistamientos las excepciones y privilegios de ciertas clases, y el haber dado a todos mayor facilidad para los ascensos.
Continuaron los tribunales sin otra alteración que la de haber reunido en uno todos los consejos, o sean tribunales supremos. Ni el modo de enjuiciar, ni todo el conjunto de la legislación civil y criminal padecieron variación importante y duradera. En la última hubo, sin embargo, la creación temporal del tribunal de seguridad pública para los delitos políticos; creación, conforme en su lugar notamos, más bien reprensible por las reglas en que estribaba, que por funesta en sus efectos.
En sus relaciones con los extranjeros mantúvose la junta en los límites de un gobierno nacional e independiente; y si alguna vez mereció censura, antes fue por haber querido sostener sobradamente y con lenguaje acerbo su dignidad que por su blandura y condescendencias. Quejáronse de ello algunos gobiernos. Pocos meses antes de disolverse declaró la guerra a Dinamarca, motivada por guardar aquel gobierno, como prisioneros, a los españoles que no habían podido embarcarse con Romana; guerra en el nombre, nula en la realidad.
Sobresalió la central en el modo noble y firme con que respondió e hizo rostro a las propuestas e insinuaciones de los invasores, sustentandop. 207 los intereses e independencia de la patria, sin desesperanzar nunca de la causa que defendía. Por ello la celebrará justamente la posteridad imparcial.
Lo que la perjudicó en gran manera fueron sus desgracias, mayormente verificándose su desistimiento a la sazón que aquellas de todos lados acrecían. Y los pueblos rara vez perdonan a los gobiernos desdichados. Si hubiera la junta concluido su magistratura en agosto después de la jornada de Talavera, e instalado al mismo tiempo las cortes, sus enemigos hubieran enmudecido, o por lo menos faltáranles muchos de los pretextos que alegaron para vituperar sus procedimientos y oscurecer su memoria. Acabó, pues, cuando todo se había conjurado contra la causa de la nación, y a la central echósele exclusivamente la culpa de tamaños males.
Irritados los ánimos, aprovecháronse de la coyuntura los adversarios de la junta, y no solo desacreditaron a esta aun más de lo que por algunos de sus actos merecía, sino que, obligándola a disolverse con anticipación y atropelladamente, expusieron la nave del estado a que pereciese en desastrado naufragio, deleitándose, además, en perseguir a los individuos de aquel gobierno, desautorizados ya y desvalidos.
Padecieron más que los otros el conde de Tilly y Don Lorenzo Calvo de Rozas. Mandó prender al primero el general Castaños, y aun obtuvo la aprobación de la central, si bien cuando ya esta se hallaba en la Isla y a punto de fenecer. Achacábase al conde haber concebido enp. 208 Sevilla el plan de trasladarse a América con una división si los franceses invadían las Andalucías, y se susurró que estaba con él de acuerdo el duque de Alburquerque. Dieron indicio de los tratos mal encubiertos que andaban entre ambos su mutua y epistolar correspondencia y ciertos viajes del duque o de emisarios suyos a Sevilla. De la causa que se formó a Tilly parece que resultaban fundadas sospechas. Este, enfermo y oprimido, murió algunos meses después en su prisión del castillo de Santa Catalina de Cádiz. Como quiera que fuera hombre muy desopinado, reprobaron muchos el mal trato que se le dio, y atribuyéronlo a enemistad del general Castaños. La prisión de Don Lorenzo Calvo de Rozas, exclusivamente decretada por la regencia, tachose con razón de más infundada e injusta, pues con pretexto de que Calvo diese cuentas de ciertas sumas, empezaron por vilipendiarle, encarcelándole como a hombre manchado de los mayores crímenes. Hasta la reunión de las cortes no consiguió que se le soltara.
Escandalizáronse igualmente los imparciales, y advertidos de la orden que se comunicó a todos los centrales, según la cual permitiéndoles «trasladarse a sus provincias, excepto a América, se les dejaba a la disposición del gobierno bajo la vigilancia y cargo especial de los capitanes generales, cuidando que no se reuniesen muchos en una provincia.» No contentos con esto los perseguidores de la junta, lanzaron en la liza a un hombre ruin y oscuro, a fin de que apoyase con su delación la calumniap. 209 esparcida de que los ex centrales se iban cargados de oro. Con tan débil fundamento mandáronse, pues, registrar los equipajes de los que estaban para partir a bordo de la fragata Cornelia, y respetables y purísimos ciudadanos viéronse expuestos a tamaño ultraje en presencia de la chusma marinera. Resplandeció su inocencia a la vista de los asistentes y hasta de los mismos delatores, no encontrándose en sus cofres sino escaso peculio y en todo corta y pobre fortuna.
Ayudó a medida tan arbitraria e injusta el celo mal entendido de la junta de Cádiz, arrastrada por encarnizados enemigos de la central y por los clamores de la bozal muchedumbre. La regencia accedió a lo que de ella se pedía, mas procuró antes escudarse con el dictamen del consejo. Este en la consulta que al afecto extendió, repetía su antigua y culpable cantilena de que la autoridad ejercida por los centrales «había sido una violenta y forzada usurpación tolerada más bien que consentida por la nación... con poderes de quienes no tenían derecho para dárselos.» Después de estas y otras expresiones parecidas, el consejo mostrando perplejidad acababa sin embargo por decir que de igual modo que la regencia había encontrado méritos para la detención y formación de causa respecto de Don Lorenzo Calvo de Rozas y del conde de Tilly, se hiciese otro tanto con cuantos vocales resultasen «por el mismo estilo descubiertos», y que así a unos como a otros «se les sustanciasen brevísimamente sus causas y se les tratase con el mayor rigor.» Modo indeterminadop. 210 y bárbaro de proceder, pues ni se sabía qué significado daba el consejo a la palabra descubiertos, ni qué entendía tampoco por tratar a los centrales con el mayor rigor, admirando que magistrados depositarios de las leyes aconsejasen al gobierno, no que se atuviera a ellas, sino que resolviese a su sabor y arbitrariamente. Dolencia grande la nuestra obrar por pasión o aficiones, mas bien que conforme a la letra y tenor de la legislación vigente: así ha andado casi siempre de través la fortuna de España.
Nos hemos detenido en referir la persecución de los miembros de la junta suprema, no solo por ser suceso importante, recayendo en personas que gobernaron la nación durante catorce meses, sino también con objeto de señalar el mal ánimo de los enemigos de reformas y novedades. Porque el enojo contra la central nacía, no tanto de ciertos actos que pudieran mirarse como censurables, cuanto de la inclinación que mostró aquel cuerpo a mudanzas en favor de la libertad. En esta persecución, como después en la de otros muchos afectos a tan noble causa, partió el golpe de la misma o parecida mano, procurando siempre tapar el dañino y verdadero intento con feas y vulgares acusaciones.
Hubiérase a lo sumo podido tomar cuenta a la junta de su gobernación, pero no atropellando a sus individuos. La regencia, más que todos, estaba interesada en que los respetasen, y en defender contra el consejo el origen legítimo de su autoridad, pues atacada esta lo era tambiénp. 211 la de la misma regencia, emanación suya. Además, los gobiernos están obligados aun por su propio interés a sostener el decoro y dignidad de los que les han precedido en el mando, si no, el ajamiento de los unos tiene después para los otros dejos amargos.
Hablemos ya de la regencia y de los individuos que la componían. No llegó hasta fines de mayo a Cádiz el obispo de Orense, residente en su diócesis. Austero en sus costumbres y célebre por su noble y enérgica contestación cuando le convidaron a ir a Bayona, no correspondió en el desempeño de su nuevo cargo a lo que de él se esperaba, por querer ajustar a las estrechas reglas del episcopado el gobierno político de una nación. Presumía de entendido, y aun ambicionaba la dirección de todos los negocios, siendo con frecuencia juguete de hipócritas y enredadores. Confundía la firmeza con la terquedad, y difícilmente se le desviaba de la senda derecha o torcida que una vez había tomado. Don Francisco Javier Castaños, antes de la llegada del obispo, y aun después, tuvo gran mano en el despacho de los asuntos públicos. Pintámosle ya cual era como general. Antiguas amistades tenían gran cabida en su pecho. Como estadista solía burlarse de todo, y quizá se figuraba que la astucia y cierta maña bastaban aun en las crisis políticas para gobernar a los hombres. Oponíase a veces a sus miras la obstinación del obispo de Orense; pero retirándose este a cumplir con sus ejercicios religiosos, daba vagar a que Castaños pusiese en el intermedio al despacho los expedientes o asuntos que favorecía.p. 212 En el libro tercero tuvimos ocasión de delinear el carácter y prendas de Don Francisco de Saavedra, hombre dignísimo, mas de corto influjo como regente, debilitada su cabeza con la edad, los achaques y las desgracias. Atendía exclusivamente a su ramo, que era el de marina, Don Antonio Escaño, inteligente y práctico en esta materia y de buena índole. Excusado es hablar de Don Esteban Fernández de León, regente solo horas, no así de su sustituto, Don Miguel de Lardizábal y Uribe, travieso y aficionado a las letras, de cuerpo contrahecho, imagen de su alma retorcida y con fruición de venganzas. Castaños tenía que mancomunarse con él, mas cediendo a menudo a la superioridad de conocimientos de su compañero.
Compuesta así la regencia, permaneció fiel y muy adicta a la causa de la independencia nacional; pero se ladeó y muy mucho al orden antiguo. Por tanto los consejeros, los empleados de palacio, los que echaban de menos los usos de la corte y temían las reformas, ensalzaron a la regencia, y asiéronse de ella hasta querer restablecer ceremoniales añejos y costumbres impropias de los tiempos que corrían.
El consejo, especialmente, trató de aprovecharse de tan dichoso momento para recobrar todo su poder. Nada al efecto le pareció más conveniente que tiznar con su reprobación todo lo que se había hecho durante el gobierno de las juntas de provincia y de la central. Así se apresuró a manifestarlo el 2 de febrero en su felicitación a la regencia, afirmando que las desgracias habían dependido de la propagación dep. 213 «principios subversivos, intolerantes, tumultuarios y lisonjeros al inocente pueblo», y recomendando el que se venerasen «las antiguas leyes, loables usos y costumbres santas de la monarquía», instaba porque se armase de vigor la regencia contra los innovadores. Apoyada pues esta en tales indicaciones, y llevada de su propia inclinación, olvidó la inmediata reunión de cortes a que se había comprometido al instalarse.
La junta de Cádiz, émula de la regencia, y si cabe con mayor autoridad, estaba formada de vecinos honrados, buenos patriotas, y no escasos de luces. Apegada quizá demasiadamente a los intereses de sus poderdantes, escuchaba a veces hasta sus mismas preocupaciones, y no faltó quien imputase a ciertos de sus vocales el sacar provecho de su cargo, traficando con culpable granjería. Pudo quizá en ello haber alguno que otro desliz; pero la verdad es que los más de los individuos de la junta portáronse honoríficamente, y los hubo que sacrificaron cuantiosas sumas en favor de la buena causa. El querer sujetar a regla a los dependientes de la hacienda militar, a los jefes y oficiales de los mismos cuerpos y a todos los empleados, clase en general estragada, acarreó a la junta sinsabores y enconadas enemistades. La entrada e inversión de caudales, sin embargo, se publicó, y pareció muy exacta su cuenta y razón, cuidando con particularidad de este ramo Don Pedro Aguirre, hombre de probidad, imparcial e ilustrado.
Ahora que hemos ya echado la vista sobre la pasada gobernación de la central, y dado ideap. 214 del comienzo y composición de la regencia y junta de Cádiz, será bien que entremos en la relación de las principales providencias que estas dos autoridades tomaron en unión o separadamente. Empezaron, pues, por las que aseguraban la defensa de la Isla gaditana.
La naturaleza y el arte han hecho casi inexpugnable este punto: en él se comprenden la Isla de León y la ciudad propiamente dicha de Cádiz. Distan entre sí ambas poblaciones, juntándose por medio de un extendido istmo, dos leguas. Tres tiene de largo toda la Isla gaditana, y de ancho una y cuarto en la parte más espaciosa. La separa del continente el brazo de mar que llaman río de Santi Petri, profundo, y el cual se cruza por el puente de Suazo, así apellidado del Doctor Juan Sánchez de Suazo, que le rehabilitó a principios del siglo XV. El arsenal de la Carraca, situado en una isleta contigua a la misma Isla de León, y formada por el mencionado río de Santi Petri y el caño de las Culebras, quedó también por los españoles. El vecindario de Cádiz, en el día bastante disminuido, no pasa de 60.000 habitantes, y el de la Isla, que está en igual caso, de unos 18.000. La principal defensa natural de la última son sus saladares, que, empezando a poca distancia de Puerto Real, se dilatan por espacio de legua y media hasta el río Zurraque, enlazados entre sí e interrumpidos por caños e impracticables esguazos, de suelo inconstante y mudable. Al sur hay otras salinas, llamadas de San Fernando, rodeando a toda la isla por las demás partes, o el océano, o las aguas de la bahía. En medio de los saladaresp. 215 y caños que hay delante del río de Santi Petri se levanta un arrecife largo y estrecho que conduce al puente de Suazo. En su calzada se practicaron muchas cortaduras y se levantaron baterías que hacían inexpugnable el paso. Al llegar Alburquerque estaban muy atrasados los trabajos; pero este general y sus sucesores los activaron extraordinariamente. Fortificose, en consecuencia, con una línea triple de baterías el frente de ataque del río de Santi Petri, avanzando otras en las mismas ciénagas o lagunajos, y cuidando muy particularmente de poner a cubierto el arsenal de la Carraca y la derecha de la línea, parte la más endeble.
Aun ganada la Isla de León, no pocas dificultades hubieran estorbado
al enemigo entrar en Cádiz. Además de varias baterías apostadas en
la lengua de tierra que sirve de comunicación a ambas poblaciones,
construyose en lo más estrecho de aquella, y bañada por los dos mares,
una cortadura en que trabajaron con entusiasmo todos los habitantes,
erizada de cañones y de admirable fortaleza, quedando después por
vencer las obras del recinto de Cádiz, ejecutadas según las reglas
modernas del arte, y que solo presentan un frente de ataque. Fuerzas
que la guarnecen. Para guarnecer
punto tan extenso como el de la Isla gaditana y tan lleno de defensas,
necesitábase gran número de tropas de tierra y no poca fuerza de mar.
Españolas. El ejército de Alburquerque
aumentado cada día con los oficiales y soldados dispersos que de las
costas aportaban a Cádiz, llegó a contar a últimos de marzo de 14
a 15.000 hombres. Inglesas. También
los ingleses enviaron una división compuestap. 216 de soldados suyos y portugueses. Pidió
aquel socorro a Lord Wellington la junta de Cádiz, por medio del
cónsul británico y de Lord Burghest, que al efecto partió a Lisboa
antes que se supiese la venida a la isla del duque de Alburquerque.
Llegó a ascender en marzo esta fuerza auxiliar a unos 5000 hombres,
reemplazando en el mismo mes en el mando de ella a su primer jefe
Stewart el general Sir Tomás Graham. La guardia de la plaza de Cádiz
se hacía en parte por la milicia urbana y por los voluntarios, cuyos
batallones de vistoso aspecto los formaban los vecinos honrados y
respetables de la ciudad, constando su número de unos 8000 hombres,
inclusos los que se levantaron extramuros y en la Isla de León,
servicio que, si bien penoso, era desempeñado con celo y patriotismo, y
que descargaba de mucha faena a las tropas regladas.
Siendo esencial la marina para la defensa de posición tan costanera, fondeaban en bahía una escuadra británica a las órdenes del almirante Purvis, y otra española a las de Don Ignacio de Álava. Padecieron ambas gran quebranto en un recio temporal acaecido en el 6 de marzo y días siguientes: de la inglesa se perdió el navío portugués María, y de la nuestra perecieron otros tres de línea, una fragata y una corbeta de guerra con otros muchos mercantes. Los franceses se portaron en aquel caso inhumanamente, pues en vez de ayudar a los desgraciados que arrastraba a la costa la impetuosidad del viento, hiciéronles fuego con bala roja. Varados los buques en la playa ardieron casi todos ellos. No cesando por eso los preparativos de defensa, se armaron asimismop. 217 fuerzas sutiles mandadas por Don Cayetano Valdés, que vimos herido allá en Espinosa. Eran estas de grande utilidad, pues arrimándose a tierra e internándose a marea alta por los caños de las salinas, flanqueaban al enemigo y le incomodaban sin cesar.
Cuando se supo que los franceses avanzaban, comenzose, aunque tarde, a destruir y desmantelar todas las baterías y castillos que guarnecían la costa desde Rota y se extendían bahía adentro por Santa Catalina, Puerto de Santa María, río de San Pedro, Caño del Trocadero y Puerto Real, pues Cádiz estaba más bien preparado para resistir las embestidas de mar que las de tierra, siendo dificultoso vaticinar que tropas francesas descolgándose del Pirineo y atravesando el suelo español se dilatarían hasta las playas gaditanas.
Confiados los franceses en esto, en el descuido natural de los españoles, y en el desánimo que produjo la invasión de las Andalucías, miraban a Cádiz como suyo, y en ese concepto intimaron la rendición a la ciudad y al ejército mandado por el duque de Alburquerque. Para el primer paso se valieron de ciertos españoles parciales suyos que creían gozar de opinión e influjo dentro de la plaza, los cuales el 6 de febrero hicieron desde el Puerto de Santa María la indicada intimación. La junta superior contestó a ella, con la misma fecha, sencilla y dignamente, diciendo: «La ciudad de Cádiz, fiel a los principios que ha jurado, no reconoce otro rey que al señor Don Fernando VII.» Aunque más extensa, igualmente fue vigorosa y noble la respuestap. 218 que dio sobre el mismo asunto al mariscal Soult el duque de Alburquerque. De consiguiente, por ambos lados se trabajó desde entonces con grande ahínco en las obras militares: los franceses, para abrigarse contra nuestros ataques y molestarnos con sus fuegos; nosotros, para acabar de poner la Isla gaditana en un estado inexpugnable. Así, pues, corrió el mes de febrero sin choque ni suceso alguno notable.
Tales y tan extensos medios de defensa pedían por parte de los españoles recursos pecuniarios, y método y orden en su recaudación y distribución. La regencia solo podía contar con las entradas del distrito de Cádiz y con los caudales de América. Difícil era tener aquellas si la junta no se prestaba a ello, y aún más difícil aumentar sin su apoyo las contribuciones, no disfrutando el gobierno supremo dentro de la ciudad de la misma confianza que los individuos de aquella corporación, naturales del suelo gaditano o avecindados en él hacía muchos años.
Obvias reflexiones que sobre este asunto ocurrieron, y el triste estado del erario promovieron la resolución de encargar a la junta superior de Cádiz la dirección del ramo de hacienda. Desaprobaron muchos, particularmente los rentistas, semejante determinación, y sin duda a primera vista parecía extraño que el gobierno supremo se pusiera, por decirlo así, bajo la tutoría de una autoridad subalterna. Pero siendo la medida transitoria, deplorable la situación de la hacienda y arraigados sus vicios, los bienes que resultaron aventajáronse a los males, habiendo en los pagamentos mayor regularidad y justicia. Quizá lap. 219 junta mostrose a veces algún tanto mezquina, midiendo el orden del estado por la encogida escala de un escritorio; mas el otro extremo de que adolecía la administración pública perjudicaba con muchas creces al interés bien entendido de la nación. (* Ap. n. 11-4.) Adoptose en seguida, para la buena conformidad y mejor inteligencia, un reglamento [*] que mereció en 31 de marzo la aprobación de la regencia.
Ya antes, si bien no con tanta solemnidad, estaba encargada del
ramo de hacienda, habiéndose suscitado entre ella y varios jefes
militares, principalmente el duque de Alburquerque, desazones y agrios
altercados. Escuchó tal vez el último demasiadamente las quejas de los
subalternos avezados al desorden, y la junta no atendió del todo en sus
contestaciones al miramiento y respetos que se debían al duque. Deja este
el mando
del ejército
y pasa a
Londres. Esto y otros disgustos fueron parte para que dicho jefe
dejase el mando del ejército de la isla al acabar marzo, nombrándole la
regencia embajador en Londres. En aquella capital escribió más adelante
un manifiesto muy descomedido contra la junta de Cádiz, la cual, aunque
en defensa propia, replicó de un modo atrabilioso y descompuesto.
Contestación que causó en el pundonoroso carácter del duque tal
impresión que a pocos días perdió la razón y la vida; fin no debido a
sus buenos servicios y patriotismo.
Entre no pocos afanes y obstáculos la junta de Cádiz continuó con celo en el desempeño de su encargo. Impuso una contribución de cinco por ciento de exportación a todos los géneros y mercadurías que saliesen de Cádiz, y un veintep. 220 por ciento a los propietarios de casas, gravando además en un diez a los inquilinos. Con estos y otros arbitrios, y sobre todo con las remesas de América y buena inversión, no solo se aseguraron los pagos en Cádiz y la isla, y se cubrieron todas las atenciones, sino que también se enviaron socorros a las provincias.
Afianzada así la defensa de aquellos dos puntos tan importantes, convirtiéronse sus playas en baluarte incontrastable de la libertad española.
José había en todo este tiempo recorrido las ciudades y pueblos
principales de las Andalucías, recreándose tanto en su estancia que
la prolongó hasta entrado mayo. Cuidaba Soult del mando supremo
del ejército que apellidaron del mediodía, el cual constaba de las
fuerzas ya indicadas al hablar del paso de la Sierra Morena. Modo con que
le reciben. Acogieron los
andaluces a José mejor que los moradores de las demás partes del
reino, y festejáronle bastantemente, por cuyo buen recibimiento premió
a muchos con destinos y condecoraciones, y expidió varios decretos
en favor de la enseñanza y de la prosperidad de aquellos pueblos.
Nombró para establecer su gobierno y administración en las provincias
recién conquistadas comisarios regios, cuyas facultades a cada paso
eran restringidas por el predominio y arrogancia de los generales
franceses. Manifestó José en Sevilla su intención de convocar cortes
en todo aquel año de 1810, para lo que en decreto de 18 de abril
dispuso que se tomase conocimiento exacto de la población de España.
Sus providencias. Por el mismo tiempo
trató igualmente de arreglar el gobierno interior de los pueblos, y
distribuyóp. 221 el reino
en treinta y ocho prefecturas, las cuales se dividían a su vez en
subprefecturas y municipalidades, remedando o más bien copiando, en
esto y en lo demás del decreto publicado al efecto, la administración
departamental de Francia. Providencia que, habiendo tomado arraigo,
hubiera podido mejorar la suerte de los pueblos; pero que en algunos no
se estableció, desapareciendo en los más lo benéfico de la medida con
los continuos desmanes de las tropas extranjeras. La milicia cívica,
ya decretada por José en julio de 1809, y en la que se negaban por lo
general a entrar los habitantes de otras partes, disgustó menos en
Andalucía donde hubo ciudades que se prestaron sin repugnancia a aquel
servicio.
Por ello, y por el modo con que en aquellos reinos había sido recibido el intruso, motejaron acerbamente a sus habitadores los de las otras provincias de España, tachando a aquellos naturales de hombres escasos de patriotismo y de condición blanda y acomodaticia. Censura infundada, porque las Andalucías, singularmente el reino de Granada, no solo habían hecho grandes sacrificios en favor de la causa común, sino que, igualmente al tiempo de la invasión, estuvieron muy dispuestos a repelerla. Faltoles buena guía, estando abatidas y siendo de menguado ánimo sus propias autoridades. Cierto es que en estas provincias era mayor que en otras el número de indiferentes y de los que anhelaban por sosiego, lo cual en gran parte pendía de que, atacado tarde aquel suelo, considerábase a España como perdida, y también de que, habiendo los habitantes sido de cerca testigos de los errores yp. 222 aun injusticias de los gobiernos nacionales, ignoraban los perjuicios y destrozos de la irrupción y conquista extranjera, males que no habían por lo general experimentado, como lo demás del reino. Desengañados pronto, empezaron a rebullir, y las montañas de Ronda y otras comarcas mostraron no menos bríos contra los invasores que las riberas del Llobregat y del Miño.
Las delicias y el temple de Andalucía, que recordaban a José su mansión en Nápoles, hubieran tal vez diferido su vuelta a Madrid, si ciertas resoluciones del gabinete de Francia no le hubiesen impelido a regresar a la capital, en donde entró el 13 de mayo: resoluciones importantes, y en cuyo examen nos ocuparemos luego que hayamos contado los movimientos que hicieron los franceses en otras provincias de España, algunos de los cuales concurrieron con los de las Andalucías.
Tales fueron los que ejecutaron sobre Asturias y Valencia, juntamente con el sitio de Astorga. Tomó el primero a su cargo el general Bonnet. Manteníase aquel principado como desguarnecido, después que, al mando de Don Francisco Ballesteros, se alejó de sus montañas la flor de sus tropas. Quedaban 4000 soldados escasos en la parte oriental, hacia Colombres, y 2000 de reserva en las cercanías de Oviedo; sin contar con unos 1000 hombres de Don Juan Díaz Porlier, quien antes de esta invasión de Asturias, abriendo portillo por medio de los enemigos, recorrió el país llano de Castilla, tocó en La Rioja, y divirtiendo grandemente la atención de los franceses, tornó en seguida a buscarp. 223 abrigo en las asperezas de donde se había descolgado. Linaje de empresas que perturbaban al enemigo, y diferían por lo menos, si no trastrocaban, sus premeditados planes.
Continuaban mandando en el principado el general Don Antonio Arce y la junta nombrada por Romana; permaneciendo al frente de la línea de Colombres D. Nicolás de Llano Ponte. Este, no más afortunado ahora que lo había sido en la campaña de Vizcaya, cejó sin gran resistencia cuando, en 25 de enero, le atacaron 6000 franceses a las órdenes del general Bonnet. Los españoles, en verdad inferiores en número, solo hubieran podido sacar ventaja de algunos sitios favorables por su naturaleza. Forzaron los enemigos el puente de Purón, en donde nuestra artillería, bien servida, les causó estrago. Llano Ponte replegose precipitadamente hacia el Infiesto, y el general Arce con las demás autoridades evacuaron a Oviedo, haciendo alto por de pronto en las orillas del Nalón.
Alteró algún tanto el gozo de los invasores la intrepidez de Don Juan Díaz Porlier, quien, noticioso de la irrupción francesa en Asturias, metiose en lo interior del Principado, viniendo de las faldas meridionales de sus montañas, en donde estaba apostado. Atacó por la espalda las partidas sueltas de los enemigos, cogió a estos bastantes prisioneros, y caminando la vuelta de la costa por Gijón y Avilés, se situó descansadamente en Pravia, a la izquierda de las tropas y dispersos que se habían retirado con el general Arce. Imitaron a Porlier Don Federico Castañón y otros partidarios que se colocaron en elp. 224 camino real de León, por cuyo paraje con sus frecuentes acometidas molestaban a los contrarios.
El general Bonnet ocupó a Oviedo el 30 de enero, de cuya ciudad, como en la primera invasión, habían salido las familias más principales. En esta entrada se portó aquel general con sobrada dureza, habiendo ejecutado algunos actos inhumanos: amansose después y gobernó con bastante justicia, en cuanto cabe al menos en un conquistador hostigado incesantemente por una población enemiga.
A pocos días de estar en Oviedo, temeroso Bonnet de los movimientos
de Porlier y demás partidarios, desamparó la ciudad y se reconcentró en
la Pola de Siero. Confiados demasiadamente los jefes españoles con tan
repentina retirada, avanzaron de sus puestos del Nalón, se posesionaron
de Oviedo, y apostaron en el puente de Colloto la vanguardia mandada
por Don Pedro Bárcena. Los franceses, que no deseaban sino ver
reunidos a los nuestros, para acabar con ellos más fácilmente por la
superioridad que les daba en ordenada batalla su práctica y disciplina,
Ocúpala
de nuevo. revolvieron el
14 de febrero sobre las tropas españolas, y atropellándolo todo
recuperaron a Oviedo y asomaron el 15 a Peñaflor, en cuyo puente los
detuvieron algunos paisanos, Castellar
y
defensa
del Puente
de Peñaflor. mandados animosamente
por el oficial de estado mayor Don José Castellar, que ya se señaló
allá, en San Payo, y ahora quedó aquí herido.
Don Pedro Bárcena, volviendo también a reunir su gente, a la que
se agregaron otros dispersos,p.
225 rechazó a los franceses en Puentes de Soto, y se sostuvo
allí algún tiempo. Pero al fin, amenazándole continuamente enemigos
numerosos, juzgó prudente recogerse a la línea del Narcea, quedando
solo sobre la izquierda, en Pravia, orillas del Nalón, Don Juan Díaz
Porlier. Encomendose entonces el mando del ejército de operaciones
al mencionado Bárcena, hombre sereno y de gran bizarría. Don Juan
Moscoso. Ayudaba en todo con sus
consejos y ejemplo el coronel Don Juan Moscoso, jefe de estado mayor,
que en el arte de la guerra era entendido y aun sabio.
El general Arce, amilanado a la vista de los peligros de una invasión que le cogía desprevenido, resolviose a dejar el mando de la provincia; mas antes, con intento de poder alegar que estaba concluida la comisión que le había llevado allí, determinó restablecer la junta constitucional que Romana a su antojo había destruido, y para ello ordenó que los concejos nombrasen, según lo hicieron, diputados que concurriesen a formar la citada corporación; desmoronándose de este modo la obra levantada por Romana, obra de desconcierto y arbitrariedad.
Como quiera que fuese loable la medida de Arce, mirose esta como nacida de las circunstancias, más bien que del buen deseo de deshacer una injusticia y de granjearse las voluntades de los asturianos. Dio fuerza a la opinión que acerca de su partida enunciamos, el que dicho general y su compañero de comisión, el consejero Leiva, se llevaron consigo, so color de sueldos atrasados, 16.000 duros. Paso que debep. 226 severamente condenarse en un tiempo en que el hacendado y hasta el hombre del campo, se privaban de sus haberes por alimentar al soldado, a veces en apuros y en extrema desdicha.
La nueva junta se instaló en Luarca el 4 de marzo, y no desmayando con la ausencia de Don Antonio Arce, nombró en su lugar a Don José Cienfuegos, general de la provincia e hijo suyo; formando al mismo tiempo un consejo de guerra, con cuyo acuerdo se dirigiesen las operaciones militares.
De Galicia llegó luego, en auxilio de Asturias, una corta división
de 2000 hombres, con lo que, alentados los jefes, determinaron atacar
el 19 de marzo a las tropas francesas. Hízose así acometiendo el grueso
de nuestra fuerza del lado del puente de Peñaflor al mismo tiempo que
se llamaba por la derecha la atención del enemigo, y que Porlier por
la izquierda, embarcándose en la costa, caía sobre las espaldas a la
orilla opuesta del Nalón. Desampara
Bonnet
a Oviedo. Ejecutada con ventura la maniobra, evacuó Bonnet
a Oviedo y no paró hasta Cangas de Onís; así para reforzarse, como
también para ir en busca de acopios y pertrechos de guerra, que solo
muy escoltados podían llegar a su ejército.
Con mayor circunspección que en la ocasión anterior se adelantaron esta vez los nuestros, sacando además de Oviedo todos los útiles de la fábrica de armas. Precaución tanto más oportuna, cuanto Bonnet engrosado y de refresco tornó en breve y obligó a los nuestros a retirarse, enseñoreándose por tercera vez de la capital el 29 del mismo marzo. Los españoles sep. 227 recogieron entonces a su antigua línea del Nalón, poniendo su derecha en el Padrún, camino real de León, y su izquierda en Pravia.
Ni aun allí los dejaron quietos por largo tiempo los franceses, teniendo que refugiarse, después de varios y reñidos choques, las tropas de Asturias y Porlier a Tineo y Somiedo, y la división gallega al Navia. Prosiguieron durante abril los reencuentros, sin que les fuese dable a los enemigos dominar del todo el Principado.
La ocupación de este no se hubiera prolongado a haber puesto la junta del reino de Galicia mayor esmero en cooperar a que se evacuase. Dicha autoridad se hallaba instalada desde el mes de enero, y si bien contaba entre sus individuos hombres de conocido celo e ilustración, no desplegó sin embargo la conveniente energía, desaprovechando los muchos recursos que ofrecía provincia tan populosa. Así, ni aumentó en estos meses considerablemente su ejército, ni tampoco se atrevió al principio a poner debido coto a los atrevimientos y oposición de la junta subalterna de Betanzos, harto desmandada.
Con las reyertas que de aquí y de otras partes nacían, no solo se descuidaban los asuntos de la guerra, únicos entonces de urgencia, sino que se dio margen a que en el mes de febrero gente aviesa suscitase en el Ferrol un alboroto. Fue en él víctima del furor popular el comandante de arsenales Don José María de Vargas, sirviendo de pretexto para el motín los atrasos que se debían a la maestranza. Restablecido el sosiego, formose causa a algunas personas, y castigosep. 228 con el último suplicio a una mujer del pueblo que se probó haber sido la que primero acometió e hirió al desgraciado Vargas.
La junta de Galicia, disculpándose además, para no ayudar a Asturias, con los temores de que los franceses invadiesen su propio suelo por el lado de Astorga, cuya ciudad amenazaban y sitiaron luego, desatendió las reclamaciones de aquella provincia, ni convino tampoco en adoptar la proposición que su junta le hizo de nombrar de acuerdo ambas corporaciones un mismo jefe militar; puesto que la regencia a causa de la distancia no podía con prontitud acudir al remedio de los males que causaba la división.
Solo el general Mahy, a quien se había confiado el mando superior de las tropas de Galicia, procuró por sí y en cuanto pudo auxiliar al principado. Mas el asedio de Astorga, y tener que cubrir el Bierzo, obligábanle a permanecer en Lugo y Villafranca con las principales fuerzas de su ejército, que eran poco considerables.
No le incomodaron, sin embargo, tanto como temiera los franceses, cuya mira se enderezaba a Portugal; habiéndolos también detenido la defensa de Astorga, más porfiada de lo que permitía la flaqueza de sus fortificaciones. Ciudad aquella antigua, nunca fue plaza en los tiempos modernos, cercándola un muro viejo flanqueado de medios torreones. Tres arrabales facilitaban su acceso, careciendo de foso, estacada y de toda obra exterior. La población, antes de 600 vecinos, ahora menguada con sus muchos padecimientos. En el intermedio que corrió desdep. 229 el anterior ataque del pasado octubre hasta el de esta primavera del año de 1810, se trató de mejorar el estado de sus defensas, fortaleciendo principalmente el arrabal de Reitibia con fosos, estacadas, cortaduras y pozos de lobo. Se formaron cuadrillas de paisanos, y la guarnición ascendía a unos 2800 hombres. Continuaba siendo gobernador Don José María de Santocildes.
En febrero estaban los franceses alojados en las riberas del Órbigo, hacia donde los nuestros, para aumentar el repuesto de sus víveres, extendían las correrías. El 11 del mes el general Loison, con 9000 hombres y seis piezas de campaña, se presentó delante de la ciudad, haciendo el 16 intimación de rendirse. Contestó a ella negativamente Santocildes, y entonces el general francés se alejó de la plaza, sin que por eso cesasen sus guerrillas de tirotearse diariamente con las nuestras. Así se prosiguió hasta que el 21 de marzo pensaron los franceses en formalizar el sitio.
Habíase arrimado hacia aquella parte el general Junot, duque de Abrantes, encargado del mando del 8.º cuerpo, vuelto a formar de nuevo, y uno de los que habían de componer el ejército que Napoleón destinaba contra los ingleses de Portugal. Habiéndose Santocildes opuesto a recibir un pliego que Junot le expidiera, comenzó desde luego este los trabajos del sitio. Impidieron su progreso los cercados, y aun el 26 rechazaron una tentativa de los sitiadores sobre el arrabal de Reitibia. Escaseaban los españoles de cañones, y los que había solo eran de menor calibre; carecíase también de municiones;p. 230 abundaba, sí, el entusiasmo de la tropa y del paisanaje. Por ambos lados se escaramuzaba sin cesar, manteniendo los sitiados la esperanza de ser socorridos por el general Mahy, que permanecía en el Bierzo, cuyas avenidas observaban atentamente los franceses, trabándose a veces pelea entre unos y otros.
Mientras tanto, concluida el 19 de abril la batería de brecha,
rompieron los enemigos el fuego en el siguiente día con piezas de
grueso calibre, y se dirigieron contra la puerta de Hierro, por donde
aportillaron el muro. Con las granadas se incendió la catedral,
quemándose parte de ella y varias casas contiguas. El vecindario y la
guarnición se defendían con serenidad y denuedo. Practicable a poco
tiempo la brecha, aunque Junot intimó por segunda vez la rendición,
amenazando pasar a cuchillo soldados y moradores, se desechó su
propuesta y se prepararon todos a repeler el asalto. Emprendiéronle
los enemigos, embistiendo a la misma sazón que la brecha abierta en
la puerta de Hierro, el arrabal de Reitibia. Duró el ataque desde la
mañana hasta después de oscurecido. Los sitiados rechazaron con el
mayor valor todas las acometidas sin que los franceses consiguiesen
entrar la ciudad. Capitula. Vecinos
y militares se mostraban resueltos a insistir en la defensa, mas
desgraciadamente era imposible. Ya no quedaban sino 24 tiros de
cañón, pocos de fusil; estando además desfogonadas las piezas y rotas
sus cureñas. En tal angustia, reunidas las autoridades, determinaron
la entrega. Solo en el ayuntamiento hubo un anciano de más de
60p. 231 años, y de
nombre el licenciado Costilla, Licenciado
Costilla. imagen por su esfuerzo de los antiguos varones de
León, que levantándose de su asiento prorrumpió en las siguientes y
enérgicas palabras: «Muramos como numantinos.»
Decidida la rendición, se posesionaron los enemigos de Astorga el 22 de abril, en virtud de capitulación honrosa. Computose la pérdida que experimentamos en aquel sitio en 200 hombres; superior la de los contrarios.
De esta manera, los franceses de Castilla asegurando poco a poco su flanco derecho, y teniendo en suspenso las provincias del norte mientras José ocupaba las Andalucías, se disponían al propio tiempo, según veremos en el libro próximo, a invadir a Portugal.
Por su lado Suchet trató en Aragón de llamar igualmente la atención de los españoles moviéndose hacia Valencia. Antes había este general ocupádose en sosegar su provincia y sobre todo Navarra, cuyo reino bastantemente tranquilo en un principio, comenzó a rebullir en tanto grado que con trabajo transitaban los correos franceses, y apenas era reconocida la autoridad intrusa fuera de la plaza de Pamplona. Mina el mozo. Mina el mozo causaba tamaña mudanza. Obedecido por todas partes, y nunca descubierto ni vendido, dominaba la comarca y aun obligó en enero al gobernador de Navarra a entrar con él en tratos para el canje de prisioneros.
Disgustado el gobierno francés con tener a sus puertas tan osado enemigo, encomendó al general Suchet el restablecimiento de la tranquilidad en Navarra. Burló Mina por algún tiempop. 232 con su diligencia y maña los intentos de los franceses, y especialmente los del general Harispe, encargado en particular de perseguirle. Acosado al fin, no solo por este, sino también por tropas que se destacaron de hacia Logroño, y otras que salieron de Pamplona, desbandó su gente y ocultó sus armas, aguardando reunir de nuevo aquella luego que los enemigos le dejasen algún respiro. La osadía de Mina era tal que, aun después, yendo Suchet a Pamplona con objeto de arreglar la administración francesa, bastante desordenada, disfrazose de paisano y se metió cerca de Olite en un grupo deseoso de ver pasar en el tránsito al general su contrario. Arrojo a que también impelía la seguridad con que era dado recorrer la tierra a los españoles que guerreaban contra los franceses.
El general Suchet, compuestas las cosas de Navarra, y llegando allí de Francia nuevas tropas, tornó a Aragón disponiéndose a invadir el reino de Valencia. Proyecto que le fue indicado por el príncipe de Neufchatel, quien, finalizada la campaña de Austria, volvió a desempeñar el empleo de mayor general de los ejércitos franceses en España, no obstante el mando en jefe dado al rey José: complicación de supremacías que causaba, por decirlo de paso, encontradas resoluciones, señaladamente en las provincias rayanas de Francia. Modificáronse, al parecer, por otras posteriores las primeras insinuaciones que respecto a Valencia había hecho el príncipe de Neufchatel; pero no pudiendo tampoco las últimas calificarse de órdenes positivas, prefirió Suchet someterse a una terminantep. 233 y clara que recibió del intruso, escrita en Córdoba el 27 de enero, según la cual se le prevenía que marchase rápidamente la vuelta del Guadalaviar. No llegó el pliego a manos de Suchet hasta el 15 de febrero, siendo dificultosa la travesía por hormiguear los guerrilleros.
Resuelto el general francés a la empresa, dejó en Aragón alguna fuerza que amparase las comarcas más amenazadas por los partidarios, y fortaleció varios puntos. Tres divisiones, en que se distribuían las reliquias del ejército español de Aragón después de la dispersión de Belchite, llamaban con particularidad su atención. Era una la que estaba a las órdenes de Don Pedro Villacampa, situada cerca de Villel, partido de Teruel, en un campo atrincherado, del que no sin trabajo la desalojó el general polaco Chlopicki; otra, la que cubría la línea del Algas, regida por Don Pedro García Navarro, que luego pasó a Cataluña; y la última, la que andaba entre el Cinca y Segre a cargo de Don Felipe Perena; divisiones todas no muy bien pertrechadas, pero que contaban unos 13.000 hombres.
Ascendiendo ahora el primer cuerpo enemigo, con los refuerzos venidos de Francia, a 30.000 combatientes, érale a Suchet más fácil tener en respeto a los aragoneses, asegurar las diversas comunicaciones y partir a su expedición de Valencia, para la cual llevó de 12 a 14.000 soldados escogidos.
Empezó pues a realizar su plan, y el 25 de febrero llegó en persona a Teruel. En consecuencia, el general Habert, con una columna de cerca de 5000 hombres, se dirigió el 27 sobrep. 234 Morella, debiendo continuar por San Mateo y la costa, y casi al propio tiempo, con la división de Laval y la brigada de Paris, componiendo en todo unos 9000 soldados, partió de Teruel, siguiendo la ruta de Segorbe, el mismo Suchet. Al ponerse en marcha, recibió de París la orden por duplicado [habiendo sido interceptada la primera] de desistir de la expedición de Valencia y formalizar los sitios de Lérida y Mequinenza; pero tarde ya para variar de rumbo, a pesar de la responsabilidad en que incurría, llevó adelante su propósito.
La fama de la inminente invasión llegó muy en breve a la ciudad de Valencia, en donde con el temor se desencadenaron las pasiones. El general Don José Caro, en lugar de dirigirlas al único y laudable fin de la defensa, fuese miedo, fuese deseo de satisfacer odios y personales rivalidades, dio rienda suelta a todo linaje de excesos y a enojosas venganzas. No compensó hasta cierto punto tan reprensible conducta con activas y oportunas providencias militares: medio seguro de reprimir los malévolos, y de tener en su favor la gran mayoría de los honrados ciudadanos. Un año era corrido desde que Caro mandaba, y ni se había fortificado Murviedro ni otros puntos importantes, ni el ejército de línea se había aumentado más allá de 11.000 hombres. La población en parte se encontraba armada, mas tan oportuna providencia antes bien había nacido de la espontaneidad de los habitantes, que de disposición enérgica de la autoridad superior; flojedad común a casi todos los jefes y juntas de España, suplida, en cuantop. 235 era dado, por el buen seso y ánimo de los naturales.
En tanto, las dos columnas francesas avanzaban. La de Morella entró sin resistencia en la villa y ocupó el castillo, abandonado por el coronel Miedes. La de Teruel se aproximó a Alventosa, en donde la vanguardia del ejército valenciano estaba colocada detrás del barranco por donde corre el Mijares. Al principio, las guerrillas, capitaneadas por Don José Lamar, alcanzaron ventajas; mas luego, recibida orden de Caro de replegarse sobre Valencia, y al tiempo que los franceses trataban ya de envolver la izquierda española, se retiraron los nuestros el 2 de marzo sobradamente de prisa, pues dejaron abandonados cuatro cañones de campaña. Entraron después los franceses en Segorbe, ciudad que pillaron desamparada por los habitadores.
Llegó el 3 a Murviedro el general Suchet, en donde se le juntó con su columna el general Habert. No estando todavía fortificado aquel sitio, que lo fue de la antigua y célebre Sagunto, se sometió la ciudad; encaminándose en seguida a Valencia los enemigos, ya más gozosos por comenzar a competir desde allí el cultivo del hombre con la lozanía de la vegetación.
Según se iban los franceses aproximando a la ciudad, crecía en ella la fermentación, y más se desbocaba Don José Caro en cometer tropelías. Envió a San Felipe de Játiva la junta superior, y creó una comisión militar de policía, instrumento de sus venganzas. Cierto que para ellas había un pretexto honroso en secretos tratos que el enemigo mantenía dentro de Valencia;p. 236 pero en vez de solo descargar sobre los culpados la justicia de las leyes, arrestáronse indistintamente y para satisfacer enemistades buenos y malos patriotas.
En tal estado, presentáronse los franceses delante de Valencia el 5 de marzo, estableciendo Suchet en el Puig su cuartel general. Ocuparon fuera de los muros, y a la izquierda del Guadalaviar, el arrabal de Murviedro, el colegio de San Pío V, el palacio real, el convento de la Zaidía y otros, extendiéndose al Grao y su comarca en gran detrimento de los pueblos. Intimó el 7 el general Suchet a Don José Caro la rendición, quien en este caso respondió cual debía. Se mantuvo Suchet hasta el 10 en las cercanías esperando a que estallase en su favor dentro de la ciudad una conmoción, mas saliendo fallida su esperanza y temeroso de las guerrillas que se formaban en su derredor, levantó el campo en la noche del 10 al 11 y retrocedió por donde había venido.
Grande algazara y justa alegría se manifestó en Valencia al saberse el alejamiento del enemigo. Mas no por eso cesó Caro en sus persecuciones. Varios de los presos, aunque inocentes, continuaron encarcelados, y fue ahorcado el barón de Pozoblanco. Dudamos aún si este infeliz era o no delincuente, y si en realidad había seguido correspondencia con el enemigo. Natural de la isla de la Trinidad, unían en otro tiempo a él y a Caro estrechos vínculos, que tuvieron principio cuando el último visitaba como marino las costas americanas. Convirtiose después en odio la antigua amistad, y se acusó a Caro de haberp. 237 usado en aquel lance de la potestad suprema no imparcial ni desapasionadamente.
Suchet, al retirarse, se encontró con muchos paisanos armados que se habían levantado a su espalda, y también con la noticia de que el reino de Aragón, aprovechándose de su ausencia, comenzaba de nuevo a estar muy movido. En efecto, Don Pedro Villacampa, revolviendo el 7 de marzo sobre Teruel, había entrado la ciudad y obligado al coronel Plicque a encerrarse con su guarnición en el seminario, ya de antes fortificado. No contento aun así el español, había salido a esperar y cogido en la venta de Malamadera, a corta distancia de Teruel, un convoy enemigo procedente de Daroca. Apoderose de 4 piezas, de unos 200 hombres y de muchas municiones. Otro tanto hizo por opuesto lado con una compañía de polacos avanzada en Alventosa. El seminario, estrechado por los nuestros y próximo a caer en sus manos, se libertó el 12 de marzo con la llegada del ejército de Suchet, que forzó a Villacampa a alejarse. D. Felipe Perena también por el Cinca había hecho sus correrías, destruyendo en Fraga el puente y los atrincheramientos enemigos.
El 17 volvió Suchet a Zaragoza, y quiso ante todo acabar con
Mina el mozo, que por su lado se había igualmente adelantado a las
Cinco Villas. Inquietó bastante este caudillo en aquellos días a
los franceses, Cae prisionero
Mina el
mozo. mas, perseguido en Aragón por el gobernador de Jaca y el
general Harispe, y en Navarra por Dufour, cayó desgraciadamente el
31 en poder de los puestos franceses, que al cogerle le maltrataron.
Sin detenciónp. 238
lleváronsele a Francia, y le encerraron en el castillo de Vincennes,
donde permaneció, como tantos otros españoles, hasta 1814. Sucédele su tío
Espoz y Mina. Sucediole su
tío, el renombrado Don Francisco Espoz y Mina, quien con sus hechos y
mejor fortuna oscureció las breves glorias de su sobrino.
Arregladas las cosas de Aragón, trató Suchet de cumplir con lo que se le había mandado de París, sitiando a Lérida. No por eso estaba bajo su dependencia Cataluña, encomendada al mariscal Augereau, dejando solo a cargo del primero el asedio de las plazas que formaban, por decirlo así, cordón entre aquel principado y las provincias rayanas.
De luto había cubierto a Cataluña la caída de Gerona. Don Joaquín Blake, por su parte, no admitiéndole la central la dejación que repetidamente había hecho de su mando, se separó de autoridad propia en 10 de diciembre de su ejército, poniendo interinamente a su cabeza al marqués de Portago. Motivó semejante resolución haber aprobado la central, contra el dictamen de dicho general, lo determinado por el congreso catalán de levantar 40.000 hombres de somatén. Blake quería crear cuerpos de línea y no reuniones informes de indisciplinados paisanos. Pero los catalanes, apegados a su antigua manera de guerrear, hallaron arrimo en el gobierno supremo, desatendiéndose las reflexiones juiciosas y militares de Blake, quien, en medio de sus conocimientos, no gozaba de popularidad a causa de su mala estrella.
Ausente este general, no quedó Portago largo tiempo en el mando, pues cayendo enfermo,p. 239 dejó en su lugar a Don Jaime García Conde, sustituido también en breve por el general más antiguo Don Juan Henestrosa. El congreso catalán, después de expedir varias providencias en favor de la defensa del principado, tomando para darlas más bien consejo de los falsos conceptos del provincialismo que de atento e imparcial juicio, se disolvió y quedó solo para el despacho de los negocios la junta superior.
El somatén que se había levantado no produjo el efecto que esperaban los catalanes. Apareció tarde y al caer Gerona, y no queriendo tampoco los partidos desprenderse de sus respectivos contingentes para prestarse mutuo auxilio, faltó el necesario concierto. Permaneció en Vic el grueso del ejército español, teniendo apostado en el Grao de Olot un cuerpo volante. Clarós estaba hacia Besalú, y Rovira camino de Figueras, ambos con bastante fuerza a causa de los somatenes que se les agregaron. Para despejar el país y asegurar las comunicaciones con Francia marcharon contra ellos los generales Souham y Verdier. Hubo con este motivo varios reencuentros de los que se contaron algunos favorables para los somatenes. En los mismos días, el enemigo, que de todos lados acometía, hizo de Francia inútiles esfuerzos contra el valle de Arán.
Dispuso en seguida Augereau que 10.000 hombres suyos, yendo sobre Vic, atacasen el ejército español. Trabáronse por aquella parte desde 1.º de enero frecuentes y reñidos combates, honrosos para los españoles, pues con fuerza inferior hicieron rostro a contrarios aguerridos.p. 240 Pero viendo los nuestros la superioridad de los franceses, celebraron el 12 consejo de guerra y determinaron replegarse hacia Manresa y Tarrasa, dejando en Tona una división, al mando del general Porta. Varias acciones. Siguieron aun entonces las refriegas. Los franceses entraron en Vic, y avanzando se encontraron con los nuestros el 14 y 15, siendo de notar la acción habida en Moya, en la que los generales O’Donnell y Porta rechazaron a los enemigos, de los que perecieron más de 200. El primero peleó con ventaja, hasta como soldado y cuerpo a cuerpo.
Urgíale en tanto al mariscal Augereau, aseguradas en algún modo sus
comunicaciones con Francia, abrir las de Barcelona, plaza que empezaba
a estar apurada por falta de bastimentos. Conveniente era para ello la
toma de Hostalrich, pero no cediendo el gobernador a las intimaciones,
Bloqueo
de Hostalrich. Augereau, así
que ocupó la villa, dejó al coronel Mazzuchelli encargado de bloquear
el castillo. Arrimó también allí las fuerzas de Souham para alejar a
los somatenes, y él en persona dispúsose a marchar prontamente sobre
Barcelona.
La población de esta ciudad había disminuido, careciendo de trabajo los fabricantes y sus operarios, y avergonzada la mocedad de no acudir al llamamiento que por medio de su congreso y junta continuamente les hacía la provincia. El general Duhesme mandaba, como antes en Barcelona, y con frecuencia se veía obligado a ir en busca de víveres, teniendo que atacar a los somatenes y a una división que siempre permaneció en el Llobregat, cuyas fuerzas reunidasp. 241 estrechaban la plaza, acorralando a veces dentro de ella a las tropas francesas.
Augereau, aunque hostigado por las guerrillas, se adelantó con el convoy y 9000 hombres, y Duhesme, seguido de unos 2000, salió de Barcelona hasta Granollers a su encuentro. De hacia Tarrasa desembocó, para interceptar el socorro, el marqués de Campoverde, al paso que Orozco, comandante de la división del Llobregat, llamaba de aquel lado la atención.
Campoverde atacó el 20 en Santa Perpetua a Duhesme, haciéndole 400 prisioneros; juntósele después Porta, que acudió por Casteltersoll, y ambos en Mollet cayeron sobre el 2.º escuadrón de coraceros y le cogieron casi entero. Felizmente para la demás tropa del general Duhesme, llegó a tiempo Augereau, libertando a un batallón que se defendía en Granollers. En seguida pudieron los franceses sin obstáculo meter el convoy en Barcelona.
Aquel mariscal, cumpliendo de este modo con el principal objeto de su expedición, quitó a Duhesme el gobierno de aquella plaza, nombró en su lugar a Mathieu, y se replegó a Hostalrich, temiendo que de nuevo se le estorbara el paso.
Con tanta mayor razón se mostraba desconfiado, cuanto Don Enrique O’Donnell iba a capitanear las tropas de Cataluña. Así lo ansiaba el principado, y el 21 de enero se recibió la orden de la junta central, a la sazón todavía existente, confiriendo a aquel general el mando supremo.
O’Donnell, mozo activo y valiente, codiciosop. 242 de gloria aunque algo atropellado, se había atraído las voluntades de los catalanes con su adhesión a la causa de la independencia y su gran intrepidez, mostrada ya en el primer cerco de Gerona. Ahora, autorizado, empezó a obrar con diligencia y a mejorar la disciplina. Distribuyó igualmente su ejército en nuevas brigadas y divisiones, reconcentrando el 6 de febrero en Manresa casi toda la fuerza disponible. Solo dejó en Martorell y línea del Llobregat la 3.ª división, a las órdenes del brigadier Martínez.
El nuevo general llegó pronto a tener consigo 8000 infantes y 1000
caballos bien dispuestos. El 14 de febrero atacó con feliz éxito a
los enemigos cerca de Moya, y el 19 se aproximó a Vic con ánimo de
desalojarlos. Siguió lo principal de su fuerza el camino que de Tona
se dirige a aquella ciudad, marchando una columna vía de San Cugat
hasta la altura del Vendrell, Acción de Vic
el 19 de febrero. donde se paró. A las nueve de la mañana
la vanguardia, o sea cuerpo volante mandado por Sarsfield, rompió
el fuego. Una hora después cundió por toda la línea, sostenido con
tenacidad de ambas partes. Mandaba a los franceses el general Souham.
Carecían los nuestros de cañones, no habiendo podido traerlos por lo
fragoso de la tierra; no más de dos tenían los contrarios. A las doce
se reforzaron los últimos con 2500 hombres que se les juntaron de Vic.
Entonces O’Donnell, que conservaba a sus inmediatas órdenes la división
situada en las alturas del Vendrell, bajó con ella al llano. Avivose el
fuego y continuó reciamente hasta las tres de la tarde, en cuya hora,
flanqueado Porta, que regíap.
243 el ala izquierda, a pesar de los esfuerzos de O’Donnell
quedaron desbaratados los nuestros y se retiraron a Tona y Collsuspina.
Perdimos, entre muertos y heridos, 900 hombres, otros tantos
prisioneros; no fue corto el daño que experimentaron los franceses,
siendo reñida la acción aunque malograda para los españoles.
Aguardaba en el intermedio el mariscal Augereau a orillas del Tordera refuerzos de Francia, y apretaba la división de Pino el bloqueo de Hostalrich. Situado este castillo en una elevada cima, enseñorea el camino de Barcelona, obstruyendo, de consiguiente, en tiempo de guerra, las comunicaciones. Don Julián de Estrada, entonces gobernador, resuelto a defenderle hasta el último trance, decía: «Hijo Hostalrich de Gerona, debe imitar el ejemplo de su madre.» Cumplió Estrada su palabra, desoyendo cuantas proposiciones se le hicieron de acomodamiento. Desde el 13 de enero hasta el 20 del mes inmediato, limitáronse los franceses a bloquear el castillo, mas en aquel día comenzó horroroso bombardeo.
Al propio tiempo fueron llegando a Augereau los refuerzos de Francia que hicieron ascender su ejército al comenzar marzo a 30.000 combatientes, sin contar la guarnición de Barcelona. Escasa nuevamente esta plaza de medios, tuvo Augereau que volver a su socorro, y consiguió, no obstante pérdidas y tropiezos, meter dentro un convoy.
Semejante movimiento obligó a O’Donnell a replegarse, mayormente coincidiendo con la correría que por aquel tiempo hizo Suchet sobrep. 244 Valencia. El 21 entró en Tarragona el general español, y acampó en las cercanías el grueso de su ejército. Juntósele la división aragonesa del Algas, o sea de Tortosa, compuesta de unos 7000 hombres. No se estuvo O’Donnell quieto allí sino que luego ejecutó otros movimientos.
Tal fue el que verificó al concluirse marzo, noticioso de que en Villafranca de Panadés se alojaba un trozo bastante considerable de franceses. Envió, pues, contra ellos a Don Juan Caro, asistido de 6000 hombres. Viendo los enemigos que los nuestros se aproximaban, se encerraron en el cuartel de aquella villa, fuerte edificio sito a la entrada, pero en breve, a pesar de su precaución y resistencia, tuvieron que capitular, cayendo prisioneros 700 hombres. Portose Caro con destreza y bizarría, y quedó herido.
Sucediole en el mando Campoverde, quien marchó sobre Manresa para darse la mano con Rovira, siendo el intento de O’Donnell distraer al enemigo, y si era posible auxiliar a Hostalrich. El general Schwartz hacía por aquellas partes frente a los somatenes, cuya tenacidad desconcertaba al francés, y aun le causaba a veces descalabros. En principios de abril tomó la resistencia tal incremento que, asustado Augereau, salió el 11 de Barcelona y se dirigió a Hostalrich, para impedir los socorros que los españoles querían introducir en el castillo, como ya lo habían conseguido una vez, guiados por el coronel Don Manuel Fernández Villamil.
Sin embargo, todo ya era demás. La penuria del fuerte tocaba en su
último punto, faltando hasta el agua de los aljibes, única que surtía
a lap. 245 guarnición. El
bizarro gobernador, los oficiales y soldados habían todos sobrellevado
de un modo el más constante la escasez y miseria que igualó, si no
sobrepasó, la de Gerona. Mas desesperanzado Estrada de recibir auxilio
alguno, y prefiriendo correr los mayores riesgos a capitular, resolvió
salvarse con su gente de la que aún le quedaban 1200 hombres. A las
diez de la noche del 12 púsose en movimiento, y salió por el lado
de poniente, descendiendo la colina de carrera. Cruzó en seguida el
camino real, y atravesando la huerta llegó, repelidos los puestos
franceses, a las montañas detrás de Masanas y a Arbucias. Mas en aquel
paraje, descarriado el valiente Estrada, tuvo la desgracia de caer
prisionero, con tres compañías. El resto, que ascendía a 800 hombres,
sacole a buen puerto el teniente coronel de artillería Don Miguel López
Baños, quien el 14 entró en Vic, ciudad libre entonces de franceses.
Estrada no se rindió sino después de viva refriega, y Augereau, aunque
incomodado con que se le escapase la mayor parte de la guarnición,
hizo alarde en gran manera de haberse hecho dueño de su gobernador.
El mariscal
Macdonald
sucede
a
Augereau
en Cataluña. De poco le sirvió tan feliz acaso,
pues no tardó en desgraciarse con Napoleón, quien nombró para sucederle
al mariscal Macdonald. Dícese que contribuyeron a su remoción quejas de
Suchet, desazonado porque no le ayudaba debidamente en sus empresas.
De estas, una de las principales era la que por entonces, y después de su retirada de Valencia, intentaba contra Lérida, conformándose con la orden que se le dio de París. Así después dep. 246 dejar un tercio de su fuerza en Aragón, a las órdenes del general Laval, se enderezó con lo restante a Cataluña. Pero destruido por los españoles el puente de Fraga, y estando de aquel lado próximo el castillo de Mequinenza, prefirió Suchet al camino más directo, el de Alcubierre, y estableció en Monzón sus almacenes y hospitales.
Se hallaba a la sazón en Balaguer Don Felipe Perena con alguna fuerza, y aunque es ciudad en que no quedan sino reliquias de sus antiguos muros, interesaba a los franceses su posesión a causa de un famoso puente de piedra que tiene sobre el Segre. Atento a ello, ordenó Suchet al general Habert que atacase a los españoles. Mas Perena, creyendo ser desacuerdo resistir a fuerzas tan superiores, cejó a Lérida, y los franceses entraron en Balaguer el 4 de abril.
El 13 embistió Suchet aquella plaza. Asentada Lérida a la derecha del Segre, río que también allí se cruza por hermoso puente, ha sido desde tiempos remotos ciudad muy afamada. En sus alrededores acabó César con Afranio y Petreyo, del partido pompeyano, y antes, cuando estos ocupaban la ciudad, pasó aquel caudillo grandes angustias, acampado en la altura en donde ahora se divisa el fuerte de Garden. En la defensa de este, y sobre todo en la del castillo, colocado al extremo opuesto del lado del norte, en la cumbre de un cerro, consiste la principal fortaleza de Lérida, si bien ambos no se prestan entre sí grande ayuda. Muro sin foso ni camino cubierto, parte con baluartes, parte con torreones, rodea lo demás del recinto. Algunas obras nuevas se habían ejecutado, a saber: una a la entradap. 247 del puente, y también dos reductos, llamados del Pilar y San Fernando, en la meseta de Garden, en el paraje opuesto a la plaza, fuera de cuyos muros está situado aquel fuerte. La población, que ya ascendía a más de 12.000 almas, se hallaba aumentada con los paisanos que del campo se habían refugiado dentro. Contaba la guarnición 8000 hombres, inclusa la tropa de Perena. Mandaba como gobernador Don Jaime García Conde.
Todavía los franceses no habían empezado los trabajos del sitio, y ya Don Enrique O’Donnell pensó en hacer levantarle, o por lo menos en socorrer la plaza. Ignoraba su intento el general francés, por lo que el 21 de abril avanzó este hasta Tárrega, temiendo solo a Campoverde, que vimos se adelantara hacia Manresa; tanto sigilo guardaban los catalanes, de rara y laudable fidelidad.
O’Donnell se había el día antes puesto en marcha con 6000 infantes y 600 caballos, y el 22, sabiendo por el gobernador de Lérida que parte del ejército francés se había alejado de la plaza, miró como asegurada su empresa. Empezó, pues, O’Donnell en la mañana del 23 a aproximarse a la ciudad, siguiendo el llano de Margalef, repartida su fuerza en tres columnas, una más avanzada por el camino real, las otras dos por los costados. Desgraciadamente, sabedor al fin Suchet de la salida de O’Donnell de Tarragona, tornó de priesa hacia Lérida, y tomó oportunas disposiciones para que se malograse el plan del general español. Caminaba este confiado en su triunfo, cuando de repente se vio arremetidop. 248 por fuerzas considerables. El general Harispe trabó luego pelea con la 1.ª columna, y Musnier, saliendo de Alcoletge, acometió a la que iba por la derecha del camino. Los nuestros se desordenaron, principalmente la caballería, arrollada por un regimiento de coraceros. O’Donnell, aunque sobrecogido con tal contratiempo, pudo juntar parte de su gente, y antes de anochecer retirarse con ella en buen orden camino de Montblanch. La pérdida de las dos columnas atacadas fue sin embargo considerable, quedando prisioneros batallones enteros.
Los franceses, queriendo aprovecharse del terror que aquel descalabro infundiría en los leridanos, embistieron en la misma noche los reductos del fuerte de Garden. Dichosos los enemigos al principio en el ataque del Pilar, salieron mal en el de San Fernando, teniendo que retirarse, y aun evacuar el primero que ya habían ocupado.
Al día siguiente tanteó el general Suchet el ánimo del gobernador, proponiendo a este, para hacerle ver lo inútil de la defensa, que enviase personas de su confianza que por sí mismos examinasen la pérdida que en el día anterior habían los españoles padecido en Margalef. La réplica de García Conde fue enérgica y concisa. «Señor general, dijo, esta plaza nunca ha contado con el auxilio de ningún ejército.» Lástima que a las palabras no correspondiesen los hechos, como en Zaragoza y Gerona.
Empezaron los franceses el 29 de abril los trabajos de trinchera, escogiendo por frente de ataque el espacio que media entre el baluarte dep. 249 la Magdalena y el del Carmen, que era por donde embistió la plaza el duque de Orleans en la guerra de sucesión.
Los sitiados no repelieron con grande empeño los aproches del enemigo. Así, esta defensa no fue larga ni digna de memoria. Merece, no obstante, honrosa excepción la resistencia que hizo, en la noche del 12 al 13 de mayo, el reducto de San Fernando, ya bien sostenido, como arriba hemos dicho, en una primera acometida. En la última se defendió con tal tenacidad que de 300 hombres que le guarnecían apenas sobrevivieron 60.
Los franceses asaltaron el 13 del mismo mes la ciudad, y la entraron
sin tropezar con extraordinarios impedimentos. La guarnición se recogió
al castillo, en donde también se metieron casi todos los habitantes,
viendo que los acometedores no les daban cuartel. Crueldad ejecutada
de intento, para que hacinados muchos individuos en corto recinto
obligaran al gobernador a rendirse. Hubiera sin embargo García Conde
podido despejar aquella fortaleza echando fuera la gente inútil; pero
Suchet, para no desaprovechar la ocasión de acabar en breve el sitio,
empezó desde luego a tirar bombas, las cuales cayendo sobre tantas
personas apiñadas en reducido espacio, causaron en poco tiempo el
mayor estrago. Entran
los franceses
en
Lérida
y ríndese
su castillo. Blandeando el ánimo de
García Conde con los lamentos de mujeres, niños y ancianos, y forzado
hasta cierto punto por la junta corregimental, que creía que nada
importaba la defensa del castillo si la ciudad perecía, capituló el 14,
habiendo los franceses concedidop.
250 a la guarnición los honores de la guerra. Ejemplo que siguió
el fuerte de Garden. Pérdida sensible la de Lérida, conquista que abría
a los invasores las comunicaciones entre Aragón y Cataluña.
Tachose a García Conde de traidor, opinión que adquirió crédito con haber después abrazado el partido del gobierno intruso. Lo cierto es que era hombre de limitados alcances, y juzgamos que su conducta más bien dimanó de esto y de fatal desdicha que de premeditada maldad.
Por entonces, para que las desgracias vinieran juntas, ocuparon también los franceses el fuerte de la isla de las Medas, al embocadero del Ter, puesto importante malamente entregado por el gobernador español, Don Agustín Cailleaux.
Así iban de caída las cosas de Cataluña, no habiendo acontecido en lo restante de mayo y en el inmediato junio sino acometidas parciales de somatenes y guerrilleros, que siempre hostigaban al enemigo. Don Enrique O’Donnell, molestado de sus heridas, dejó por unos pocos días su puesto a Don Juan María de Villena. Contaba el ejército a pesar de sus pérdidas 21.798 hombres, inclusas las guarniciones de las plazas, entre las que Tarragona se miraba como la base de las operaciones. En esta ciudad volvió O’Donnell a empuñar el 1.º de julio el bastón del mando, con objeto de instalar allí el 17 del mismo mes un congreso catalán, que de nuevo había convocado para reanimar el espíritu algo abatido de los naturales, y buscar medio de oponerse con fuerza al mariscal Macdonald, quien daba muestras de obrar activamente.
p. 251
Por su parte el general Suchet, terminada la expedición de Lérida, pensó en poner sitio a la plaza de Mequinenza. Mientras duró el de la primera hubo muchos y parciales combates, ya en las comarcas septentrionales de Cataluña que lindan con Aragón, y ya en Aragón mismo. Aquí hizo contra los franceses de Alcañiz una tentativa infructuosa Don Francisco de Palafox, destinado por la regencia a aquellas partes, siendo más afortunado Don Pedro Villacampa en una sorpresa que dio el 13 de mayo a los enemigos en Purroy, partido de Calatayud, en donde cogió al comandante Petit con un convoy y más de 100 hombres.
Las ventajas conseguidas por aquel caudillo irritaron a los franceses, quienes desde el 14 de mayo se pusieron a perseguirle, partiendo de Daroca el general Chlopicki. Fuese retirando Villacampa, y no paró hasta Cuenca. Siguieron de cerca su huella los enemigos, sin llegar a aquella ciudad, pero dejando rastra de su paso en Molina y demás pueblos del camino. Diversos choques de menor importancia acaecieron también en otros puntos de Aragón, porfiado pelear que cansaba sobremanera a los franceses.
Del 15 al 20 de mayo embistió el general Musnier la plaza de Mequinenza, importante por su situación y necesaria para enseñorear el Ebro. Villa esta de 1500 vecinos, estriba su principal defensa en el castillo, antigua casa fuerte de los marqueses de Aytona, colocado en lo alto de una elevada montaña, de áspera e inaccesible subida por todos lados, excepto por el de poniente, que se dilata en planicie, cuyo frentep. 252 amparan un camino cubierto, foso y terraplén abaluartado revestido de mampostería. Guarnecían la plaza 1200 hombres. Gobernábala, como antes, el coronel Don Manuel Carbón, y dirigía la artillería Don Pascual Antillón, ambos oficiales muy distinguidos.
No tenía el castillo otros aproches sino los que ofrecía a la parte
occidental la planicie mencionada, y no era cosa fácil traer hasta
ella artillería. Pronto discurrió la diligencia francesa medio de
conseguirlo, abriendo desde Torriente y por la cima de las montañas
un camino que viniese a dar al punto indicado. Tuvieron los enemigos
concluida su obra el 1.º de junio, y en el intermedio no descuidaron
tomar en rededor y en ambas orillas del Ebro, y en las del Segre
su tributario, los puestos importantes. La
toman
los franceses. Entraron los sitiadores la villa en la
noche del 4 al 5, la saquearon y prendieron fuego a muchas casas. Las
tropas se refugiaron en el castillo. El gobernador resistió allí cuanto
pudo los ataques de los franceses, mas, arruinadas ya las principales
defensas y no habiendo abrigo alguno contra los fuegos enemigos, se
entregó el 8, quedando la guarnición prisionera de guerra.
La víspera de la rendición había llegado a Mequinenza el general Suchet, quien deseando sacar de su triunfo la mayor ventaja, despachó dos horas después de la entrega al general Montmarie para que se apoderase del castillo de Morella, lo que ejecutó dicho general sin obstáculo el 13 de junio. Posesión que, aunque no tan importante como la de Mequinenza, éralo bastante por estar situado aquel fuerte en los confinesp. 253 de Aragón y Valencia, y porque así iban los franceses preparándose a nuevas empresas, y afianzaban poco a poco y de un modo sólido su dominación.
No obstante, hallábase esta lejos de arraigarse. Los pueblos continuaban casi por todas partes haciendo guerra a muerte a los invasores, y la Isla gaditana, punto céntrico de la resistencia, no solo mantenía la llama sagrada del patriotismo, sino que la fomentaba procurando además acrecer y mejorar en su recinto las fortificaciones.
De nada influyó para no llevar adelante semejante propósito la pérdida de Matagorda, acaecida el 22 de abril. Situado aquel castillo no lejos de la costa del caño del Trocadero, sostuviéronle con tenacidad los ingleses, encargados de su defensa, y solo le abandonaron ya convertido en ruinas. Luego mostró la experiencia lo poco que sus fuegos perjudicaban a las comunicaciones por agua, y sus proyectiles a la plaza.
El mismo día de la evacuación del mencionado fuerte fondeó en bahía, viniendo del reino de Murcia, Don Joaquín Blake, nombrado por la regencia para suceder al de Alburquerque en el mando de la Isla gaditana, cuyas fuerzas, sin contar las de los aliados ni la milicia armada, ascendían de 17 a 18.000 hombres, engrosado el ejército con los dispersos y reliquias que de la costa aportaban, y con nuevos alistados, que acudían hasta de Galicia. A la llegada de Blake considerose dicho ejército como parte integrante del denominado del centro, que sep. 254 alojaba en el reino de Murcia, repartiéndose entre ambos puntos las divisiones en que se distribuía.
El consejo de regencia trasladose el 29 de mayo de la Isla de León a Cádiz, y escogió para su morada el vasto edificio de la aduana. Se le reunió por aquellos días el obispo de Orense, que no había hasta el 26 arribado al puerto, retardado su viaje por la distancia, ocupaciones diocesanas y malos tiempos.
En este mes nada muy importante en lo militar avino en Cádiz, sino el haber varado en la costa de enfrente los pontones Castilla y Argonauta, llenos de prisioneros franceses. Aprovecháronse los que estaban a bordo del primero de un furioso huracán que sopló en la noche del 15 al 16 para desamarrar el buque y dar a la costa; eran unos 700, los más oficiales. Imitáronlos el 26 los del Argonauta, 600 en número, sin que pudiesen estorbar su desembarco nuestras baterías y cañoneras.
Con este motivo han clamoreado muchos extranjeros, y lo que es más raro, ingleses, contra el mal trato dado a los prisioneros, y sobre todo contra la dureza de mantenerlos tanto tiempo en la estrechura de unos pontones. Nos lastimamos del caso y reprobamos el hecho, pero ocupadas o invadidas a cada paso las más de nuestras provincias, imposible era para custodia de aquellos buscar dentro de la península paraje seguro y acomodado. La Gran Bretaña, libre y poderosa, permitió también que en pontones gimiesen largos años sus muchos prisioneros. Quisiéramos que nuestro gobierno no hubiese seguidop. 255 tan deplorable ejemplo, dando así justa ocasión de censura a ciertos historiadores de aquella nación, tan prontos a tachar excesos de otros como lentos en advertir los que se cometen en su mismo suelo.
El gobierno español, sin embargo, había resuelto suavizar la suerte de muchos de aquellos desgraciados, enviando a unos a las islas Canarias y a otros a las Baleares. Dichosos los primeros, no cupo a los últimos igual ventura. Alborotados contra ellos los habitantes de Mallorca y Menorca, a causa de la relación que de las demasías del ejército francés les venían de la península, necesario fue conducirlos a la isla de Cabrera, siendo al embarco maltratados muchos, y aun algunos muertos. Aquella isla al sur de Mallorca, si bien de sano temple y no escasa de manantiales, estaba solo poblada de árboles bravíos sin otro albergue más que el de un castillo. Suministráronse tiendas a los prisioneros, pero no las bastantes para su abrigo, como tampoco instrumentos con que pudiesen suplir la falta de casas, fabricando chozas. Unos 7000 de ellos la ocuparon, y llegó a colmo su miseria, careciendo a veces hasta del preciso sustento, ora por temporales que impedían o retardaban los envíos, ora también por flojedad y descuido de las autoridades. Feo borrón que no se limpia con haber en ello puesto al fin las cortes conveniente remedio, ni menos con el bárbaro e inhumano trato que al mismo tiempo daba el gobierno francés a muchos jefes e ilustres españoles, sumidos en duras prisiones y castillos, pues nunca la crueldad ajena disculpó la propia.
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Entre tanto el gobierno español no solo atendió en su derredor a la defensa de la Isla gaditana, sino que también pensó en divertir la atención del enemigo, molestándole en las mismas Andalucías y provincias aledañas. Dos de los puntos que para ello se presentaban más cercanos e importantes, eran, al ocaso, el condado de Niebla, y al levante, la Serranía de Ronda. El primero, además de ser tierra costanera y en partes montuosa, respaldábase en Portugal, para cuya invasión tenían los enemigos que prepararse de intento; y por lo que respecta a Ronda, favorecía sus operaciones y alzamiento la vecina e inexpugnable plaza de Gibraltar, depósito de grandes recursos, principalmente de pertrechos de guerra.
La regencia, para dar mayor estímulo a la defensa, encargó el mando de aquellos distritos a jefes de su confianza. Para el condado escogió a Don Francisco de Copons y Navia, que permanecía en Cádiz después que en febrero arribó allí con su división. Partió pues el general nombrado, y el 14 de abril tomó el mando de aquel país, muy trabajado con las vejaciones del enemigo, y solo defendido por unos 700 hombres, remanente de cuerpos dispersos o situados en otras partes. Procuró Copons unir y aumentar esta masa bastante informe, recoger los caudales públicos, mantener libre la comunicación de la costa con Cádiz, y hostigar con frecuencia a los franceses. Consiguió su objeto, si bien con suerte varia, teniendo a veces que replegarse a Portugal.
Del lado de Ronda la resistencia fue mayor,p. 257 mas empeñada y duradera. Partido occidental esta serranía de la provincia de Málaga, y cordillera de montes elevados que arrancan desde cerca de Tarifa, extendiéndose al este, se compone de muchos pueblos ricos en producciones y dados al contrabando, a que los convida la vecindad de Gibraltar. Sus moradores, avezados a prohibido tráfico, conocen a palmos el terreno, sus angosturas y desfiladeros, sus cuevas, las más escondidas, y teniendo a cada paso que lidiar con los aduaneros y las tropas enviadas en persecución suya, están familiarizados con riesgos que son imagen de los de la guerra. Empléanse las mujeres en los trabajos del campo, y en otros no menos penosos inherentes a la profesión de los hombres, y así son de robustos miembros y de condición asemejada a la varonil. Llena, pues, de bríos población tan belicosa, y previendo los obstáculos que recrecerían a su comercio si los franceses afianzaban su imperio, rehusó someterse al yugo extranjero.
Ya dieron aquellos habitantes señales de desasosiego al tiempo de la ocupación de Sevilla. José pensó que los tranquilizaría con su presencia y discursos, para lo cual pasó a Ronda antes de concluir febrero. Satisfecho quizá de su excursión, o temiendo más bien otras resultas, no se detuvo allí muchos días, dejando solamente alguna fuerza y un gobernador con extensas facultades. Pero la autoridad del francés redújose pronto a estrechos límites, ciñéndola a la ciudad la insurrección de los serranos. Acaudillaron a estos varias cabezas, siendo uno de los que más promovieron el alzamiento Don Andrés Ortizp. 258 de Zárate, que los naturales denominaron el Pastor.
El consejo de regencia, por su lado, envió de comandante al campo de San Roque, cuyas líneas enfrente de Gibraltar se habían destruido, de acuerdo con el gobernador inglés Campbell, a Don Adrián Jácome, con encargo de recoger dispersos y de soplar el fuego en la serranía. Hombre Jácome pacato e irresoluto, de poco sirvió a la buena causa. Afortunadamente los serranos, siguiendo los ímpetus de su propio instinto, solían a veces obrar con más acierto que algunos jefes que presumían de entendidos.
Al ánimo de aquellos debiose en breve que el levantamiento tomase tal vuelo que ya el 12 de marzo se presentaron numerosas bandas delante de Ronda, capitaneadas por Don Francisco González. Los franceses, viendo el tropel de gente que venía sobre ellos, evacuaron de noche la ciudad y se retiraron a Campillos. Penetraron luego los paisanos por las calles de Ronda, y comenzó gran desorden, y aun hubo pillaje y otros destrozos. Contuviéronlos algún tanto patriotas de influjo que llegaron oportunamente.
A poco se reforzaron también los enemigos con tropa que llevó de Málaga el general Peyremont, y el 21 recobraron a Ronda. No permaneció allí largo tiempo dicho general, pues entrada en su ausencia por los paisanos la ciudad de Málaga, tuvo que volar a su socorro. La guerra continuó por toda la sierra sin que los franceses pudiesen solos dar un paso, y no transcurriendo día en que sus puestos no fuesen inquietados.p. 259 Formose en Jimena una junta, y nombró el gobierno comandante del distrito a Don José Serrano Valdenebro, bajo la inspección de Don Adrián Jácome. Creciendo los jefes, crecieron los celos y las competencias, y se suscitaron trastornos y mudanzas.
Por tristes que fuesen tales ocurrencias, inevitables en guerra de esta clase, no por eso se cedía en la lucha, llevando a cumplido remate proezas que recuerdan las del tiempo de la caballería. Fue una de las más memorables la que avino en Montellano, pueblo de 4000 habitantes inmediato a la sierra. Era alcalde Don José Romero, y ya el 14 de abril, al frente del vecindario, había repelido de sus calles a 300 franceses. Tornaron estos el 22, reforzados con otros 1000, para vengar la primera afrenta. Encontraron a su paso obstáculos en Grazalema; pero llegando al fin a Montellano tuvieron allí que vencer la braveza de los moradores, lidiando con ellos de casa en casa. Impacientados los franceses de tamaña obstinación recurrieron al espantoso medio de incendiar el pueblo. Redujéronle casi todo él a pavesas, excepto el campanario, en que se defendían unos cuantos paisanos, y la casa de Romero. Este varón tan esforzado como Villandrando, haciendo de sus hogares formidable palenque y ayudado de su mujer y sus hijos, continuó por mucho tiempo con terrible puntería causando fiero estrago en los enemigos, y tal que, no atreviéndose ya estos a acercarse, resolvieron derribar a cañonazos paredes para ellos tan fatales. Grande entonces el aprieto de Romero, inevitable fuera su ruina si no le salvarap. 260 de ella la repentina retirada de los franceses, que se alejaron temerosos de gente que acudía de Puerto Serrano y otras partes. Libre Romero, a duras penas pudo arrancársele de los escombros de Montellano, respondiendo a las instancias que se le hacían: «Alcalde de esta villa, este es mi puesto.»
Imitaban al mismo tiempo en Tarifa la conducta de los serranos. No habían los enemigos ocupado antes esta plaza, situada en el extremo meridional de España, contentándose con sacar de ella raciones en una ocasión en que se aproximaron a sus muros. Pudieran entonces haberla fácilmente tomado, pero no juzgaron prudente exponerse a ello sin mayores fuerzas. Los españoles después aumentaron los medios de defensa, y aun vinieron en su ayuda algunos ingleses mandados por el mayor Brown. Ignorábanlo los franceses, y el 21 de abril intentaron entrar la plaza de rebate. Salioles mal la empresa, rechazados con pérdida por el paisanaje y sus aliados.
Vemos así cuánto distraían a los franceses las conmociones e incesante guerrear de los puntos más inmediatos a Cádiz. Tampoco se los dejaba tranquilos en otros más distantes de las mismas Andalucías, ya por la parte de Murcia, en que permanecía el ejército del centro, ya por la de Extremadura, en que estaba el de la izquierda.
Puesto aquel a últimos de enero, según queda referido, bajo las órdenes del general Blake, fue creciendo y disciplinándose en cuanto las circunstancias lo permitían, y fomentó con su presenciap. 261 partidas que se levantaron en las montañas del lado de Cazorla y Úbeda, y en las Alpujarras.
A principios de marzo, Don Joaquín Blake, con motivo de la entrada de Suchet en el reino de Valencia, moviose hacia aquella parte; mas, enterado luego de la retirada de los franceses, retrocedió a sus cuarteles, volviendo a unirse al general Freire, a quien con alguna tropa había dejado en la frontera de Granada. Entonces fue cuando Blake recibió la orden de pasar a la Isla, quedando en ausencia suya Don Manuel Freire al frente del ejército, cuya fuerza constaba de 12.000 infantes y cerca de 2000 caballos, con 14 piezas de artillería.
Hizo a poco una correría la vuelta de aquel punto el general Sebastiani, acompañado de 8000 hombres. Enderezose por Baza a Lorca, y Freire se replegó sobre Alicante, metiendo en Cartagena la 3.ª división de su ejército al mando de Don Pedro Otedo. Los franceses se adelantaron sin oposición, y el 23 de abril se posesionaron de la ciudad de Murcia, siendo aquella la vez primera que pisaban su suelo. Los vecinos de más cuenta y las autoridades se habían ausentado la víspera. Sebastiani anunció a su entrada que se respetarían las personas y las propiedades; pero no se conformó su porte con tan solemnes promesas.
En la mañana del 24 fue a la catedral, y después de mandar que se llevase preso a un canónigo revestido con su traje de coro, hizo que se interrumpiesen los divinos oficios, obligando al cabildo eclesiástico a que inmediatamentep. 262 se le presentase en el palacio episcopal. Provenía su enojo de que no se le hubiese cumplimentado al presentarse en la iglesia. Maltrató de palabra a los canónigos, y ordenó que en el término de dos horas le entregasen todos sus fondos. Pidiéndole el cabildo que por lo menos alargase el plazo a cuatro horas, respondió altaneramente: «Un conquistador no deshace lo que una vez manda.»
Con no menos despego y altivez trató Sebastiani a los individuos de un ayuntamiento que se había formado interinamente. Reprendioles por no haberle recibido con salvas de artillería y repique de campanas, imponiendo al vecindario en castigo 100.000 duros, suma que a muchos ruegos rebajó a la mitad. Tomaron además el general francés y los suyos, no contando las raciones y otros suministros, todo el dinero de los establecimientos públicos, y la plata y alhajas de los conventos, sin que se libertasen del saqueo varias casas principales.
Esta correría ejecutada, al parecer, más bien con intento de esquilmar el reino de Murcia, aún intacto de la rapacidad enemiga, que de afianzar el imperio del intruso, fue muy pasajera. El 26 del mismo abril ya todos los franceses habían evacuado la ciudad, y bien les vino, empezando a reinar grande efervescencia en la huerta y contornos. Idos los invasores, se ensañaron los paisanos en las personas y haciendas de los que graduaron de afectos a los enemigos, y mataron al corregidor interino Don Joaquín Elgueta, el cual había también corrido gran peligro de parte de los franceses queriendo ampararp. 263 a los vecinos. ¡Triste y no merecida suerte! Mejor hubieran los murcianos empleado sus puños en defenderse contra el común enemigo que haberse manchado con la sangre inocente de sus conciudadanos.
Envió después Freire la caballería y algunos infantes a la frontera de Granada, quedándose él en Elche. Con tal apoyo, volvieron a fomentarse las partidas por el lado de Cazorla, y por el opuesto de las Alpujarras, y hubo muchos reencuentros entre ellas y cuerpos destacados del enemigo, compuestos de 200 a 400 hombres. La conducta de algunas tropas francesas contribuía también no poco a la irritación de los habitantes, habiéndose mostrado feroces en Vélez Rubio y otros pueblos, por lo que los vecinos defendían sus hogares de consuno, tocando a rebato y a manera de leones bravos. En las Alpujarras, ásperas pero deliciosas sierras, y en cuyas vertientes a la mar se dan las producciones del trópico, señaláronse varios partidarios como Mena, Villalobos, García y otros, aspirando los moradores, como ya en su tiempo decía Mármol, a que se les tuviese por invencibles.
Andaba también a veces la guerra bastante viva en la parte de las Andalucías que linda con Extremadura. La junta de Badajoz, luego que Mortier se retiró el 12 de febrero de enfrente de la plaza, puso gran conato en derramar guerrillas hacia el reino de Sevilla y riberas del Tajo. Caminó luego hacia las del Guadiana desde San Martín de Trevejo el ejército de la izquierda, excepto la división de La Carrera, que quedó apostada para impedir las comunicaciones entre Extremadurap. 264 y el país allende la Sierra de Baños. Este ejército, unido a la fuerza que había en Badajoz, constaba de unos 26.000 infantes y de más de 2000 hombres de caballería, la mitad desmontados. Romana. El marqués de la Romana le distribuyó colocando en su izquierda cerca de Castelo de Vide y en Alburquerque, dos divisiones al mando de Don Gabriel de Mendizábal y de Don Carlos O’Donnell [hermano de Don Enrique] una, y su cuartel general en Badajoz mismo, y otras dos a su derecha en Olivenza y camino de Monesterio, a las órdenes de los generales Ballesteros Ballesteros. y Senén de Contreras. Servía de arrimo al ejército de Romana, además de Badajoz, la plaza de Elvas y otras no tan importantes que guarnecen ambas fronteras española y portuguesa, en donde también había una división aliada que regía el general Hill. Se trabaron así de ambas partes continuos choques, ya que no batallas, y en algunos sostuvieron los españoles con ventaja la gloria de nuestras armas. Ballesteros, por la derecha, fue quien más lidió, siendo notables los combates de 25 y 26 de marzo en Santa Olalla y el Ronquillo, los del 15 de abril y 26 de mayo en Zalamea y Aracena, junto con los de Burguillos y Monesterio que se dieron al finalizar junio, todos contra las tropas del mariscal Mortier. Era el principal campo de Ballesteros y su acogida el país montuoso que se eleva entre Extremadura, Portugal y reino de Sevilla, desde donde igualmente se daba la mano con los españoles del condado de Niebla. Sus servicios fueron dignos de loa, si bien a veces ponderaba sobradamente sus hechos.
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Don Carlos O’Donnell no dejaba tampoco de hostigar al enemigo por el lado izquierdo. Tenía allí que habérselas con el 2.º cuerpo, a cargo del general Reynier, quien, en principios de marzo, viniendo del Tajo, sentó sus reales en Mérida. Varias refriegas. Se escaramuzó con frecuencia entre unos y otros, y Reynier también hacía correrías contra las demás divisiones españolas, formalizándose en ocasiones las refriegas. Tal fue la que se trabó en 5 de julio entre él y los jefes Imaz y Morillo, en Jerez de los Caballeros: los españoles se defendieron desde por la mañana hasta la caída de la tarde, y se retiraron con orden cediendo solo al número. Permaneció Reynier en aquellas partes hasta el 12 de julio, en cuyo tiempo repasó el Tajo aproximándose a los cuerpos de su nación que iban a emprender, camino de Ciudad Rodrigo, la conquista de Portugal. Observole en su marcha, moviéndose paralelamente, la división del general Hill.
Siguió haciendo siempre la guerra en el mediodía de Extremadura el cuerpo del mariscal Mortier; mas este jefe, disgustado con Soult, anhelaba por alejarse, y aun pidió licencia para volver a Francia.
Molestaba la pertinaz resistencia de los españoles al mariscal Soult en tanto grado que con nombre de reglamento dio el 9 de mayo un decreto ajeno de naciones cultas. En su contexto notábase, entre otras bárbaras disposiciones, una que se aventajaba a todas concebida en estos términos: «No hay ningún ejército español, fuera del de S. M. C. Don José Napoleón; así, todas las partidas que existan en las provincias,p. 266 cualquiera que sea su número, y sea quien fuere su comandante, serán tratadas como reuniones de bandidos... Todos los individuos de estas compañías que se cogieren con las armas en la mano, serán al punto juzgados por el preboste y fusilados; sus cadáveres quedarán expuestos en los caminos públicos.»
Así quería tratar el mariscal Soult a generales y oficiales, así a
soldados, cuyos pechos quizá estaban cubiertos de honrosas cicatrices,
así a los que vencieron en Bailén y Tamames, confundiéndolos con
forajidos. La regencia del reino tardó algún tiempo en darse por
entendida de tan feroz decreto con la esperanza de que nunca se
llevaría a efecto. Otro en respuesta
de la
regencia
de España. Pero, víctimas de él algunos españoles,
publicó al fin en contraposición otro en 15 de agosto, expresando que
por cada español que así pereciese, se ahorcarían tres franceses; y que
«mientras el duque de Dalmacia no reformase su sanguinario decreto...
sería considerado personalmente como indigno de la protección del
derecho de gentes, y tratado como un bandido si cayese en poder de las
tropas españolas.» Dolorosa y terrible represalia, pero que contuvo al
mariscal Soult en su desacordado enojo.
Entibiaban tales providencias las voluntades aun de los más afectos al gobierno intruso, coadyuvando también a ello en gran manera los yerros que Napoleón prosiguió cometiendo en su aciaga empresa contra la península. De los mayores, por aquel tiempo, fue un decreto que dio en 8 de febrero,[*] (* Ap. n. 11-5.) según el cual se establecían en varias provincias de España gobiernos militares.p. 267 Encubríase el verdadero intento so capa de que, careciendo de energía la administración de José, era preciso emplear un medio directo para sacar los recursos del país, y evitar así la ruina del erario de Francia, exhausto con las enormes sumas que costaba el ejército de España. Todos, empero, columbraron en semejante resolución el pensamiento de incorporar al imperio francés las provincias de la orilla izquierda del Ebro, y aun otras si las circunstancias lo permitiesen.
El tenor mismo del decreto lo daba casi a entender. Cataluña, Aragón, Navarra y Vizcaya se ponían bajo el gobierno de los generales franceses, los cuales, entendiéndose solo para las operaciones militares con el estado mayor del ejército de España, debían «en cuanto a la administración interior y policía, rentas, justicia, nombramiento de empleados y todo género de reglamentos, entenderse con el emperador por medio del príncipe de Neufchatel, mayor general.» Igualmente los productos y rentas ordinarias y extraordinarias de todas las provincias de Castilla la Vieja, reino de León y Asturias, se destinaban a la manutención y sueldos de las tropas francesas, previniéndose que con sus entradas hubiera bastante para cubrir dichas atenciones.
Ya que tales providencias no hubiesen por sí mostrado a las claras el objeto de Napoleón, los procedimientos de este a la propia sazón respecto de otras naciones de Europa, probaban con evidencia que su ambición no conocía límites. Los estados del papa, en virtud de un senado-consulto,p. 268 se unieron a la Francia, declarando a Roma segunda ciudad del imperio, y dando el título de rey suyo al que fuese heredero imperial. Debían además los emperadores franceses coronarse en adelante en la iglesia de San Pedro, después de haberlo sido en la de Notre Dame de París. El senado-consulto, ostentoso en sus términos, anunciaba el renacimiento del imperio de occidente, y decía: «mil años después de Carlomagno se acuñará una medalla con la inscripción Renovatio imperii.» Agregose también a la Francia en este año la Holanda, aunque regida por un hermano de Napoleón, y ocupó su territorio un ejército francés, imaginando el emperador, en su desvarío, pues no merece otro nombre, que países tan diversos en idioma y costumbres, tan distantes unos de otros, y cuya voluntad no era consultada para tan monstruosa asociación, pudieran largo tiempo permanecer unidos a un imperio cimentado solo en la vida de un hombre.
En España, muy en breve se empezaron a sentir las consecuencias del establecimiento de los gobiernos militares. Procuró ocultar aquella medida, en tanto que pudo, el gabinete de José, conociendo su mal influjo. Los generales franceses, aun en las provincias no comprendidas en el decreto, «dispusieron luego a su arbitrio [*] (* Ap. n. 11-6.) [como afirman Azanza y Ofarrill], o sin otra dependencia directa que la del emperador, de todos los recursos del país. Por consecuencia de esto, las facultades del rey José [añaden los mismos] fueron disminuyendo hasta quedarse en una mera sombra de autoridad.»
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Sumamente incomodó a José la inoportuna y arbitraria resolución de su hermano, concebida en menoscabo de su poder y aun en desprecio de su persona. Trastornáronse también los ánimos de los españoles, sus adherentes, quienes además de ver en tal desacuerdo la prolongación de la guerra, dolíanse de que España pudiese como nación desaparecer de la lista de las de Europa. Porque entre los de este bando, no obstante sus compromisos, conservaban muchos el noble deseo de que su patria se mantuviese intacta y floreciente.
Menester pues era que por parte de ellos se pusiese gran conato en que el emperador revocase su decreto. Creyeron así oportuno enviar a París una persona escogida y de toda confianza, y nadie les pareció más al caso que Don Miguel José de Azanza, conocido de Napoleón ya en Bayona, y ministro de genio suave y de índole conciliadora.[*] (* Ap. n. 11-7.) Hemos leído la correspondencia que con este motivo siguió Azanza; y nada mejor que ella prueba el desdén y desprecio con que trataba al de Madrid el gabinete de Francia.
En principios de mayo llegó a París como embajador extraordinario el mencionado Don Miguel. Tardó en presentar sus credenciales, y a mediados de junio de vuelta ya Napoleón desde 1.º del mes de un viaje a la Bélgica, no había aún tenido el ministro español ocasión de ver al emperador más que una vez cuando le presentaron. Pasados algunos días mirábase Azanza como muy dichoso solo porque ya le hablaban [*] (* Ap. n. 11-8.) [son sus palabras]. Satisfacción poco duraderap. 270 y de ninguna resulta. Prolongó su estancia en París hasta octubre, y nada logró, como tampoco el marqués de Almenara que de Madrid corrió en su auxilio por el mes de agosto. Hubo momentos en que ambos vivieron muy esperanzados; hubo otros en que por lo menos creyeron que se daría a España en trueque de las provincias del Ebro el reino de Portugal: ilusiones que al fin se desvanecieron diciendo Azanza al rey José en uno de sus últimos oficios [24 de septiembre]:[*] (* Ap. n. 11-9.) «El duque de Cadore [Champagny], en una conferencia que tuvimos el miércoles, nos dijo expresamente que el emperador exigía la cesión de las provincias de más acá del Ebro por indemnización de lo que la Francia ha gastado y gastará en gente y dinero para la conquista de España. No se trata de darnos a Portugal en compensación. El emperador no se contenta con retener las provincias de más acá del Ebro, quiere que le sean cedidas.»
Fuéronse, por lo mismo, estas organizando a la manera de Francia en cuanto permitían las vicisitudes de la guerra, y cierto que la providencia de su incorporación al imperio se hubiera mantenido inalterable si las armas no hubieran trastrocado los designios de Napoleón. Suerte aquella fácil de prever después de los acontecimientos de Bayona en 1808, según los cuales, y atendiendo a la ambición y poderío del emperador de los franceses, necesariamente el gobierno de José, privado de voluntad propia, tenía que sujetarse a fatal servidumbre de nación extraña.
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En una de las primeras cartas de la citada correspondencia [*] de Don Miguel de Azanza, háblase de un suceso que por entonces hizo gran ruido en Francia, y cuyo relato también es de nuestra incumbencia. Fue pues una tentativa hecha en vano para que pudiese el rey Fernando escaparse de Valençay. Habíanse propuesto varios de estos planes al gobierno español, los cuales no adoptó este por inasequibles, o por lo menos no tuvieron resulta. En la actual ocasión, tomó origen semejante proyecto en el gabinete británico, siendo móvil y principal actor el barón de Kolly, empleado ya antes en otras comisiones secretas. Muchos han tenido a este por irlandés, y así lo declaró él mismo; pero el general Savary, bien enterado de tales negocios, nos ha asegurado que era francés y de la Borgoña.
Kolly pasó a Inglaterra para ponerse de acuerdo con aquel ministerio, del que era individuo el marqués de Wellesley, después de su vuelta de España. Diéronsele a Kolly los medios necesarios para el logro de su empresa y papeles que acreditasen su persona y comprobasen la veracidad de sus asertos. Desembarcó en la bahía de Quiberon, acercándose también a la costa una escuadrilla inglesa destinada a tomar a su bordo a Fernando. En seguida partió Kolly a París para dar comienzo a la ejecución de su plan, de difícil éxito, ya por la extrema vigilancia del gobierno francés, ya por el poco ánimo que para evadirse tenían el rey y los infantes.
No hemos hablado de aquellos príncipes después de su confinamiento en Valençay. Su estancia no había hasta ahora ofrecido hecho algunop. 272 notable. Apenas en su vida diaria se habían desviado de la monótona y triste que llevaban en la corte de España. Divertíanse a veces en obras de manos, particularmente el infante Don Antonio, muy aficionado a las de torno, y de cuando en cuando la princesa de Talleyrand los distraía con saraos u otros entretenimientos. No les agradaba mucho la lectura y como en la biblioteca del palacio se veían libros que, en el concepto del citado infante, eran peligrosos, permanecía este continuamente en acecho para impedir que sus sobrinos entrasen en aposentos henchidos a su entender de oculta ponzoña. Así nos lo ha contado el mismo príncipe de Talleyrand. Salían poco del circuito del palacio y las más veces en coche, llegando a punto la desconfianza de la policía francesa que, con tretas indignas de todo gobierno, casi siempre les estorbaba el ejercicio de a caballo.
La familia que los acompañó en su destierro antes de cumplirse el año fue separada de su lado, y confinados algunos de sus individuos a varias ciudades de Francia, entre ellos el duque de San Carlos y Escóiquiz. Quedó solo Don Juan Amézaga, pariente del último, hombre con apariencias de honrado, de ocultos manejos, y harto villano para hacerse confidente y espía de la policía francesa.
En tal situación y con tantas trabas, dificultoso era acercarse a los príncipes sin ser descubierto, y más que todo llevar a feliz término el proyecto mencionado. Ni tanto se necesitó para que se malograse. Kolly, a pocos días de llegar a París, fue preso, habiendo sido vendidop. 273 por un pseudo-realista, y por un tal Richard, de quien se había fiado. Metiéronle en Vincennes el 24 de marzo, y no tardó en tener un coloquio con Fouché, ministro de la policía general. Admirábase este de que hombres de buen seso hubiesen emprendido semejante tentativa, imposible [decía] de realizarse, no solo por las dificultades que en sí misma ofrecía, sino también porque Fernando no hubiera consentido en su fuga.
Sin embargo, aunque estuviese de ello bien persuadida la policía francesa, quisieron sus empleados asegurarse aún más, ya fuera para sondear el ánimo de los príncipes, o ya quizá para tener motivo de tomar con sus personas alguna medida rigurosa. En consecuencia, se propuso a Kolly el ir a Valençay y hablar a Fernando de su proyecto, dorando la policía lo infame de tal comisión con el pretexto de que así se desengañaría Kolly, y vería cuál era la verdadera voluntad del príncipe. Prometiósele en recompensa la vida y asegurar la suerte de sus hijos. Desechó honradamente Kolly propuesta tan insidiosa e inicua, y de resultas volviéronle a Vincennes donde continuó encerrado hasta la caída de Napoleón, siendo de admirar no pasase más allá su castigo.
La policía, no obstante la repulsa del barón, no desistió de su intento, y queriendo probar fortuna, envió a Valençay al bellaco de Richard, haciéndole pasar por el mismo Kolly. Abocose primero en 6 de abril con Amézaga el disfrazado espía; mas los príncipes, rehusando dar oídos a la proposición, denunciaron a Richard,p. 274 como emisario inglés, al gobernador de Valençay Mr. Berthemy, ora porque en realidad no se atrevieran a arrostrar los peligros de la huida, ora más bien porque sospecharan ser Richard un echadizo de la policía. Terminose aquí este negocio, en el que no se sabe si fue más de maravillar la osadía de Kolly, o la confianza del gobierno inglés en que saliera bien una empresa rodeada de tantas dificultades y escollos.
Publicose en el Monitor, con la mira sin duda de desacreditar a Fernando, una relación del hecho acompañada de documentos, y antes en el mismo año se habían ya publicado otros, de que insertamos parte en un apéndice de los libros anteriores. Entre aquellos de que aún no hemos hablado, pareció notable una carta (* Ap. n. 11-11.) que Fernando había escrito a Napoleón en 6 de agosto de 1809,[*] felicitándole por sus victorias. Notable también fue otra de 4 de abril de 1810,[*] (* Ap. n. 11-12.) del mismo príncipe a Mr. Berthemy, en que decía: «lo que ahora ocupa mi atención es para mí un objeto del mayor interés. Mi mayor deseo es ser hijo adoptivo de S. M. el emperador, nuestro soberano. Yo me creo merecedor de esta adopción que verdaderamente haría la felicidad de mi vida, tanto por mi amor y afecto a la sagrada persona de S. M., como por mi sumisión y entera obediencia a sus intenciones y deseos.» No se esparcían mucho por España estos papeles, y aun los que los leían considerábanlos como pérfido invento de Napoleón. A no ser así, ¡qué terrible contraste no hubiera resaltado entre la conducta del rey, y el heroísmo de la nación!
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RESUMEN
DEL
LIBRO DUODÉCIMO.
Ejército francés que se destina a Portugal. Mariscal Massena, general en jefe. — Sitio de Ciudad Rodrigo. — Herrasti, su gobernador. — Situación de Wellington. — Don Julián Sánchez. — Capitula la plaza. — Gloriosa defensa. — Clamores contra los ingleses por no haber socorrido la plaza. — Excursión de los franceses hacia Astorga y Alcañices. — Toman la Puebla de Sanabria. — La pierden. — La ocupan de nuevo. — Campaña de Portugal. — Estado de este reino y de su gobierno. — Plan de Lord Wellington. — Fuerza que mandaba. — Subsidios que da Inglaterra. — Posición de Wellington. Devastación del país. — Líneas de Torres Vedras. — Dicho de Wellington a Álava. — Preparativos y fuerza dep. 276 los franceses. — Escaramuzas. Fuerte de la Concepción. — Combate del Coa. — Sitio de Almeida. — Vuélase. — Capitula. — Proscripciones y prisiones en Lisboa. — Temores de los ingleses. — Repliégase Wellington. — Dificultades que tiene Massena. — Aguíjale Napoleón. — Empieza Massena la invasión. — Posición de Wellington y medidas que toma. — Descripción del valle de Mondego. — Distribución de los cuerpos de Massena. — Muévese sobre Celórico y Viseo. — Entran sus avanzadas en Viseo. — Continúa Wellington su retirada. — Ataca Trant la artillería y equipajes franceses. — Detiénese Wellington en Buçaco. — Acción de Buçaco. — Cruza Massena la sierra de Caramula. — Los franceses en Coimbra. — Condeixa. — Desórdenes en el ejército inglés. — Sorprende Trant a los franceses de Coimbra. — Alcoentre. — Alenquer. — Los ingleses en las líneas. — Massena no las ataca. — Formidable fuerza y posición de Wellington. — Únesele con dos divisiones Romana. — Moléstase también al enemigo fuera de las líneas. — Don Carlos de España. — Situación crítica de los franceses. — Galicia. — Asturias. — Expediciones de Porlier por la costa. — Extremadura. — Refriega en Cantaelgallo. — En Fuente de Cantos. — Expedición de Lacy a Ronda. — Al condado de Niebla. — Situación de esta comarca. — Operaciones en Cádiz. — Fuerza sutil de los enemigos. — Fuerzas de los aliados en Cádiz y la Isla. — Blake en Murcia. — Sebastiani se dirige a Murcia. — Medidas que toma Blake. — Se retira Sebastiani. — Insurrecciones en el reino de Granada. — Expedición contra Fuengirola y Málaga. — Avanza Blakep. 277 a Granada. — Acción de Baza, 3 de noviembre. — Provincias de Levante. — Valencia. — Choques en Morella y Albocácer. — Avanza Caro y se retira. — Caro huye de Valencia. — Le sucede Bassecourt. — Cataluña. — Su congreso. — O’Donnell. — Macdonald. — Convoyes que lleva a Barcelona. — Ejército español de Cataluña. — Intenta Suchet sitiar a Tortosa. — Sus disposiciones. — Salidas de la plaza y combates parciales. — Adelanta Macdonald a Tarragona. — Se retira. — Dificultades con que tropieza. — Avístase en Lérida con Suchet. — Macdonald incomodado siempre por los españoles. — Sorpresa gloriosa de La Bisbal. — Y de varios puntos de la costa. — Guerra en el Ampurdán. — Eroles manda allí. — Campoverde en Cardona. — Otro convoy para Barcelona. — No adelantan los enemigos en el sitio de Tortosa. — Convoyes que van allí de Mequinenza. — Los atacan los españoles. — Carvajal en Aragón. — Villacampa infatigable en guerrear. — Andorra. — Las Cuevas. — Alventosa. — Combate de la Fuensanta. — Nuevos convoyes para Tortosa. — Combates parciales. — Los españoles desalojados de Falset. — Movimiento de Bassecourt. — Acción de Ulldecona. — Macdonald socorre a Barcelona y se acerca a Tortosa. — Formaliza el sitio Suchet. — Deja O’Donnell el mando. — Partidas en lo interior de España. — En Andalucía. — En Castilla la Nueva. — En Castilla la Vieja. — Santander y provincias Vascongadas. — Expedición de Renovales a la costa Cantábrica. — Navarra. Espoz y Mina. — Cortes. — Remisa la regencia en convocarlas. — Clamor general por ellas. — Las pidenp. 278 diputados de las juntas de provincia. — Decreto de convocación. — Júbilo general en la nación. — Dudas de la regencia sobre convocar una segunda cámara. — Costumbre antigua. — Opinión común en la nación. — Consulta la regencia al consejo reunido. — Respuesta de este. — Voto particular. — Consulta del consejo de estado. — No se convoca segunda cámara. — Modo de elección. — El antiguo de España. — Poderes que se dan a los diputados. — Llámanse a las cortes diputados de las provincias de América y Asia. — Elección de suplentes. — Opinión sobre esto en Cádiz. — Parte que toma la mocedad. — Enojo de los enemigos de reformas. — Número que acude a las elecciones. — Temores de la regencia. — Restablece todos los consejos. — Quiere el consejo real intervenir en las cortes. — No lo consigue. — Señálase el 24 de septiembre para la instalación de cortes. — Comisión de poderes. — Congojosa esperanza de los ánimos.
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HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
Proseguían los franceses en su intento de invadir el reino de Portugal y de arrojar de allí al ejército inglés, operación no menos importante que la de apoderarse de las Andalucías, y de más dificultosa ejecución, teniendo que lidiar con tropas bien disciplinadas, abundantemente provistas y amparadas de obstáculos que a porfía les prestaban la naturaleza y el arte. Destinaron los franceses para su empresa los cuerpos 6.º y 8.º, ya en Castilla, y el 2.º, que luego se les juntó yendo de Extremadura. Formaban los tres un total de 66.000 infantes y unos 6000 caballos. Nombrosep. 280 para el mando en jefe al duque de Rívoli, el célebre mariscal Massena.
Antes de pisar el territorio portugués, forzoso les era a los
franceses no solo asegurar algún tanto su derecha, como ya lo
habían practicado metiéndose en Asturias y ocupando a Astorga, sino
también enseñorearse de las plazas colocadas por su frente. Sitio de
Ciudad Rodrigo. Ofrecíase la
primera a su encuentro Ciudad Rodrigo, la cual, después de varios
reconocimientos anteriores y de haber hecho a su gobernador inútiles
intimaciones, embistieron de firme en los últimos días del mes de
abril.
A la derecha del Águeda y en paraje elevado, apenas se puede contar
a Ciudad Rodrigo entre las plazas de tercer orden. Circuida de un
muro alto antiguo y de una falsabraga, domínala al norte, y distante
unas 290 toesas, el teso llamado de San Francisco, habiendo entre
este y la ciudad otro más bajo con nombre del Calvario. Cuéntanse dos
arrabales, el del Puente, al otro lado del río, y el de San Francisco,
bastante extenso, y el cual, colocado al nordeste, fue protegido con
atrincheramientos; se fortalecieron, además, en su derredor varios
edificios y conventos como el de Santo Domingo, y también el que se
apellida de San Francisco. Otro tanto se practicó en el de Santa Cruz,
situado al noroeste de la ciudad, y por la parte del río se levantaron
estacadas y se abrieron cortaduras y pozos de lobo. Despejáronse los
aproches de la plaza y se construyeron algunas otras obras. Se carecía
de almacenes y de edificios a prueba de bomba, por lo que hubo de
cargarse la bóvedap. 281
de la torre de la catedral y depositar allí y en varias bodegas la
pólvora, como sitios más resguardados. La población constaba entonces
de unos 5000 habitantes, y ascendía la guarnición a 5498 hombres,
incluso el cuerpo de urbanos. Se metió también en la plaza, con 240
jinetes, Don Julián Sánchez, e hizo el servicio de salidas. Herrasti,
su gobernador. Era gobernador
Don Andrés Pérez de Herrasti, militar antiguo, de venerable aspecto,
honrado y de gran bizarría, natural de Granada, como Álvarez el de
Gerona, y que así como él, había comenzado la carrera de las armas en
el cuerpo de Guardias españolas.
Confiaban también los defensores de Ciudad Rodrigo en el apoyo que les daría Lord Wellington, cuyo cuartel general estaba en Viseo y se adelantó después a Celórico. Su vanguardia, a las órdenes del general Craufurd, se alojaba entre el Águeda y el Coa, y el 19 de marzo, en Barba del Puerco, hubo, entre cuatro compañías suyas y unos 600 franceses que cruzaron el puente de San Felices, un reñido choque, en el que, si bien sorprendidos al principio los aliados, obligaron, no obstante, en seguida a los enemigos a replegarse a sus puestos. Uniose en mayo a la vanguardia inglesa la división española de Don Martín de la Carrera, apostada antes hacia San Martín de Trevejo.
Viniendo sobre Ciudad Rodrigo, apareciéronse los franceses el 25 de abril vía de Valdecarros, y establecieron sus estancias desde el cerro de Matahijos hasta la Casablanca. Descubriéronse igualmente gruesas partidas por el camino de Zamarra, y continuando en acudir hastap. 282 junio tropas de todos lados, llegáronse a juntar más de 50.000 hombres, que se componían de los ya nombrados 6.º y 8.º cuerpos y de una reserva de caballería, que guiaban el mariscal Ney y los generales Junot y Montbrun. El primero había vuelto de Francia y tomado el mando de su cuerpo, con la esperanza de ser el jefe de la expedición de Portugal. Por demás hubiera sido emplear tal enjambre de aguerridos soldados contra la sola y débil plaza de Ciudad Rodrigo, si no hubiera estado cerca el ejército anglo-portugués.
Tuvo el 6.º cuerpo el inmediato encargo de ceñir la plaza; situose
el 8.º en San Felices y su vecindad, y se extendió la caballería por
ambas orillas del Águeda. Pasose el mes de mayo en escaramuzas y
choques, distinguiéndose varios oficiales, y sobre todos D. Julián
Sánchez. Don Julián
Sánchez.
Maravillose de las buenas disposiciones y valor de este el comandante
de la brigada británica Craufurd, que desde Gallegos había pasado
a Ciudad Rodrigo a conferenciar con el gobernador. Era el 17 de
mayo, y de vuelta a su campo escoltaba al inglés Sánchez, cuando se
agolpó contra ellos un grueso trozo de enemigos. Juzgaba Craufurd
prudente retroceder a la plaza, mas Don Julián, conociendo el terreno,
disuadiole de tal pensamiento, y con impensado arrojo, acometiendo
al enemigo en vez de aguardarle, le ahuyentó, y llevó salvo a sus
cuarteles al general inglés.
Intimaron el 12 de nuevo los franceses la rendición, y Herrasti, sin leer el pliego, contestó que excusaban cansarse, pues ahora no trataría sino a balazos.
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Los enemigos, después de haber echado dos puentes de comunicación entre ambas orillas y completado sus aprestos, avivaron los trabajos de sitio al principiar junio.
El 6 verificaron los cercados una salida, mandada por el valiente oficial Don Luis Minayo, que causó bastante daño a los franceses, e hicieron hoyos en las huertas llamadas de Samaniego, en donde se escondían sus tiradores, incomodando con sus fuegos a nuestras avanzadas. Continuaron adelantando los franceses sus apostaderos, y a su abrigo, en la noche del 15 al 16 de junio abrieron la trinchera que arrancaba en el mencionado teso, y que los enemigos dilataron aunque a costa de mucha sangre por su derecha y por el frente de la plaza. 400 hombres de las compañías de cazadores y el batallón de voluntarios de Ávila, capitaneados por el entendido y valeroso oficial Don Antonio Vicente Fernández, se señalaron en los muchos reencuentros que hubo sostenidos siempre por nuestra parte con gloria.
Teniendo ya los enemigos el 22 muy adelantadas sus líneas, y de modo que imposibilitaban el maniobrar de la caballería, resolviose que Don Julián Sánchez saliese del recinto con sus lanceros y se uniese a Don Martín de la Carrera. Ejecutose la operación con intrepidez, y el denodado Sánchez, a la cabeza de los suyos, dirigiéndose a las once de la noche por la dehesa de Martín Hernando, forzó tres líneas enemigas con que encontró, y matando y atropellando logró gallardamente su intento.
Acometieron los sitiadores en la noche delp. 284 23 el arrabal de San Francisco y, en especial, los conventos de Santo Domingo y Santa Clara, pero fueron rechazados. Lo mismo practicaron en el arrabal del Puente, si bien tuvieron igual o semejante suerte. A la verdad no fueron estos sino simulados ataques.
Apareció como verdadero el que dieron contra el convento de Santa Cruz, situado, según queda dicho, al noroeste de la plaza. Cercáronle en efecto por todos lados, de noche, escalaron las tapias de su frente, y quemando la puerta principal se metieron en la iglesia, a cuyas paredes aplicaron camisas embreadas. Pensaron en seguida asaltar el cuerpo del edificio, en donde se alojaba la tropa que guarnecía el puesto y que constaba de 100 soldados, a las órdenes de los capitanes Don Ildefonso Prieto y Don Ángel Castellanos. Los defensores repelieron diversas acometidas, y habiendo de antemano y con maña practicado una cortadura en la escalera de subida, al trepar por ella con esfuerzo los granaderos franceses, quitaron los nuestros unos tablones que cubrían la trampa y cayeron los acometedores precipitados en lo hondo, en donde perecieron miserablemente, junto con un brioso oficial que los capitaneaba, el sable en una mano y en la otra una hacha de viento encendida. Duró la pelea cerca de tres horas, firmes los españoles, aunque rodeados de enemigos y casi chamuscados con las llamas que consumían la iglesia contigua. Recelosos los franceses con lo acaecido en la escalera, no osaban penetrar dentro, y al fin, fatigados de tal porfía, y expuestos también al fuego continuo de la plaza, se retiraron,p. 285 dejando el terreno bañado en sangre. Honraron a nuestras armas con su defensa las tropas del convento de Santa Cruz: fue su acción de las más distinguidas de este sitio.
Ocupados hasta ahora los franceses en los ataques exteriores y en sus preparativos contra la plaza, molestados asimismo y continuamente por los sitiados, y prevenidos a veces en sus tentativas, no habían aún establecido sus baterías de brecha. Atrasó también las operaciones el haberse retardado la llegada de la artillería gruesa, detenida en su viaje a causa del tiempo que, lluviosísimo, puso intransitables los caminos.
Por fin, listos ya los franceses, descubrieron el 25 de junio 7 baterías de brecha coronadas de 46 cañones, morteros y obuses, que con gran furia empezaron a disparar contra la ciudad balas, bombas y granadas. Se extendía la línea enemiga desde el teso de San Francisco hasta el jardín de Samaniego.
Respondió la plaza con no menor braveza, acudiendo en ayuda de la tropa el vecindario sin distinción de clase, edad ni sexo. Entre las mujeres sobresalió una del pueblo, de nombre Lorenza, herida dos veces, y hasta dos ciegos, guiado uno por un perro fiel que le servía de lazarillo, se emplearon en activos y útiles trabajos, y tan joviales siempre y risueños entre el silbar y granizar de las balas, que gritaban de continuo en los parajes más peligrosos: «Ánimo muchachos; viva Fernando VII, viva Ciudad Rodrigo.»
Los enemigos dirigieron el primer día sus fuegos contra la ciudad para aterrarla, y empezaronp. 286 el 26 a batir en brecha el torreón del Rey, que del todo quedó derribado en la mañana siguiente. Hiciéronles los españoles, por su parte, grande estrago, bien manejada su artillería, cuyo jefe era el brigadier Don Francisco Ruiz Gómez.
El 28 intimó de nuevo el mariscal Ney la rendición a la plaza, y habiendo ya entonces llegado al campo francés el mariscal Massena, que antes había pasado por Madrid a visitar a José, hízose a su nombre dicha intimación, honorífica sí, aunque amenazadora. Contestó dignamente Herrasti diciendo, entre otras cosas: «Después de 49 años que llevo de servicios, sé las leyes de la guerra y mis deberes militares... Ciudad Rodrigo no se halla en estado de capitular.»
Sin embargo, imaginándose el oficial parlamentario que parte de la confianza del gobernador pendía de la esperanza de que le socorriese Lord Wellington, propúsole entonces de palabra despachar a los reales ingleses un correo, por cuyo medio se cerciorase de cuál era el intento del general aliado. Convino Herrasti, mas Ney, sin cumplir lo ofrecido por su parlamentario, renovó el fuego y adelantó sus trabajos hasta 60 toesas de la plaza.
Descontento el mariscal Massena con el modo adoptado para el ataque, mejorole y trazó dos ramales nuevos hacia el glacis y enfrente de la poterna del Rey, rematándolos en la contraescarpa del foso de la falsabraga. Desde allí socavaron sus soldados unas minas para volar el terreno y dar proporción más acomodada al pie de la brecha. Contuviéronlos algún tanto losp. 287 nuestros, y los ingenieros, bien dirigidos por el teniente coronel Don Nicolás Verdejo, abrieron una zanja y practicaron otros oportunos trabajos, contrarrestando al mismo tiempo la plaza con todo género de proyectiles los esfuerzos de los enemigos.
En el intermedio, en vano estos habían acometido repetidas veces el arrabal de San Francisco. Constantemente rechazados, solo le ocuparon el 3 de julio, en que los nuestros, para reforzar los costados de la brecha, le habían ya evacuado, excepto el convento de Santo Domingo.
El gobernador, siempre diligente, velaba por todas partes, y el 5 ideó una salida a cargo de los capitanes Don Miguel Guzmán y Don José Robledo, cuyas resultas fueron gloriosas. Empezaron los nuestros su acometida por el arrabal del Puente, y después, corriéndose al de San Francisco por la derecha del convento de Santo Domingo, sorprendieron a los enemigos, les mataron gente y destruyeron muchos de sus trabajos.
Con esto, enardecidos los españoles, cada día se empeñaban más en la defensa. Sustentábalos también todavía la esperanza de que viniese a su socorro el ejército inglés, no pudiendo comprender que los jefes de este, tan numeroso y tan inmediato, dejasen a sangre fría caer en poder de los franceses plaza que se sostenía con tan honroso denuedo. Salió no obstante fallida su cuenta.
Las baterías enemigas crecieron grandemente, y el 8 algunas de ellas enfilaban ya nuestras obras. La brecha abierta en la falsabraga y en lap. 288 muralla alta de la plaza ensanchose hasta 20 toesas, con lo que, y noticioso el gobernador de que los ingleses, en vez de aproximarse, se alejaban, resolvió el 10 capitular de acuerdo con todas las autoridades.
A la sazón preparábanse los enemigos a dar el asalto, y tres de sus soldados arrojadamente se habían ya encaramado para tantear la brecha. Enarbolada por los nuestros bandera blanca, salió de la plaza un oficial parlamentario, quien encontrándose con el mariscal Ney, volvió luego con encargo de este de que se presentase el gobernador en persona para tratar de la capitulación. Condescendió en ello Herrasti, y Ney, recibiéndole bien y elogiándole por su defensa, añadió que era excusado extender por escrito la capitulación, pues desde luego la concedía amplia y honorífica, quedando la guarnición prisionera de guerra.
El mariscal Ney dio su palabra en fe de que se cumpliría lo pactado, y según la noticia que del sitio escribió el mismo Herrasti, llevose a efecto con puntualidad. Fueron sin embargo tratados rigorosamente los individuos de la junta, porque, encarcelados con ignominia y llevados a pie a Salamanca, trasladáronlos después a Francia.
En este asedio quedaron de los españoles fuera de combate 1400 soldados; del pueblo, unos 100. Perdieron por lo menos 3000 los franceses. Gloriosa defensa. Massena encomió la defensa, pintándola como de las más porfiadas. «No hay idea [decía en su relación] del estado a que está reducida la plaza de Ciudad Rodrigo, todo yace porp. 289 tierra y destruido, ni una sola casa ha quedado intacta.»
Enojó a los españoles el que el ejército inglés no socorriese la plaza. Lord Wellington había venido allí desde el Guadiana, dispuesto y aun como comprometido a obligar a los franceses a levantar el sitio. No podía, en este caso, alegarse la habitual disculpa de que los españoles no se defendían, o de que estorbaban con sus desvaríos los planes bien meditados de sus aliados. El marqués de la Romana pasó de Badajoz al cuartel general de Lord Wellington y unió sus ruegos a los de los moradores y autoridades de Ciudad Rodrigo, a los del gobierno español y aun a los de algunos ingleses. Nada bastó. Wellington, resuelto a no moverse, permaneció en su porfía. Los franceses, aprovechándose de la coyuntura, procuraron sembrar cizaña, y el Monitor decía: «Los clamores de los habitantes de Ciudad Rodrigo se oían en el campo de los ingleses, seis leguas distante, pero estos se mantuvieron sordos.» Si nosotros imitásemos el ejemplo de ciertos historiadores británicos, abríasenos ahora ancho campo para corresponder debidamente a las injustas recriminaciones que con largueza y pasión derraman sobre las operaciones militares de los españoles. Pero, más imparciales que ellos, y no tomando otra guía sino la de la verdad, asentaremos, al contrario, prescindiendo de la vulgar opinión, que Lord Wellington procedió entonces como prudente capitán, si para que se levantase el sitio era necesario aventurar una batalla. Sus fuerzas no eran superiores a las de los franceses, carecíanp. 290 sus soldados de la movilidad y presteza convenientes para maniobrar al raso y fuera de posiciones, no teniendo tampoco todavía los portugueses aquella disciplina y costumbre de pelear que da confianza en el propio valer. Ganar una batalla pudiera haber salvado a Ciudad Rodrigo, pero no decidía del éxito de la guerra: perderla destruía del todo el ejército inglés, facilitaba a los enemigos el avanzar a Lisboa, y dábase a la causa española un terrible, ya que no un mortal, golpe. Con todo, la voz pública atronó con sus quejas los oídos del gobierno, calificando, por lo menos, de tibia indiferencia la conducta de los ingleses. Don Martín de la Carrera, participando del común enfado, se separó, al rendirse Ciudad Rodrigo, del ejército aliado y se unió al marqués de la Romana.
Envió en seguida el mariscal Massena algunas fuerzas que arrojasen allende las montañas al general Mahy, que había avanzado y estrechaba a Astorga. Retirose el español, y el general Sainte-Croix atacó en Alcañices a Echevarría, que de intendente se había convertido en partidario y tenido ya anteriormente reencuentros con los franceses. Defendiose dicho Echevarría en el pueblo con tenacidad y de casa en casa. Arrojado, en fin, perdió en su retirada bastante gente que le acuchilló la caballería enemiga.
Por entonces quisieron también los franceses apoderarse de la Puebla de Sanabria, que ocupaba con alguna tropa Don Francisco Taboada y Gil. Aquella villa, solo rodeada de muros de corto espesor y guarecida de un castillo poco fuerte, ya vimos como la entraron sin tropiezop. 291 los franceses al retirarse de Galicia, habiéndola después evacuado. Su conquista no les fue ahora más difícil. Taboada la desamparó, de acuerdo con el general Silveira, que mandaba en Braganza. Enseñoreose por tanto de ella el general Serras, y creyendo ya segura su posesión, se retiró con la mayor parte de su gente y solo dejó dentro una corta guarnición.
Enterados de su ausencia los generales portugués y español, revolvieron sobre la Puebla de Sanabria el 3 de agosto, y después de algunas refriegas y acometidas, la recuperaron en la noche del 9 al 10. Cayó prisionera la guarnición, compuesta de suizos, a los que se les prometió embarcarlos en la Coruña bajo condición de que no volverían a tomar las armas contra los aliados.
En breve tornó, y de priesa, en auxilio de la plaza el general Serras, con 6000 hombres. A su llegada estaba ya rendida, pero Taboada y Silveira juzgaron prudente abandonarla, no teniendo bastantes fuerzas para resistir a las superiores de los enemigos. Lleváronse los prisioneros, y Serras de nuevo se posesionó de la villa y su castillo, cuya anterior toma, con la pérdida de los suizos, le costaba más de lo que militarmente valía.
Comenzó, entre tanto, el mariscal Massena la invasión de Portugal. Pasaremos a hablar, aunque con rapidez, de acontecimiento de tanta importancia, refiriendo antes los preparativos y medios de defensa que allí había, como también la situación de aquel reino.
Después de la evacuación que en el año pasadop. 292 de 1809 efectuó el mariscal Soult de las provincias septentrionales de Portugal, puede aseverarse que ni esta nación ni su ejército habían tomado parte activa o directa en la lucha peninsular. Achacaron algunos la culpa a la flojedad del gobierno de Lisboa, y muchos al influjo que ejercía la Inglaterra, cuyo gabinete acabó por ser árbitro de la suerte de aquel país, no conviniendo a la política británica, según se creía, el que se estableciese íntima unión entre Portugal y España. Hubo de los gobernadores del reino [nombre que se daba a los individuos de la regencia portuguesa] quien se disgustó de tal predominio, y así se verificaron por este tiempo mudanzas en las personas que componían aquella corporación. El marqués de las Minas se retiró, y se agregaron a los que quedaban otros gobernadores, de los que fue el más notable y principal Sousa, hermano de los embajadores portugueses residentes en el Brasil y en Londres. Poco después, en septiembre, entró también en la regencia Sir Carlos Stuart, a la sazón embajador de Inglaterra en Lisboa. Del ejército, además del mando inmediato dado a Beresford, disponía en jefe, como mariscal general de Portugal, Lord Wellington, independiente del gobierno y absoluto en todo lo relativo a la fuerza combinada anglo-portuguesa, de cualquiera clase que fuese. Igualmente se confirió la dirección suprema de la marina al almirante inglés Berkeley. En fin, el gabinete del Brasil, o por mejor decir, las circunstancias, arreglaron de modo la administración pública de Portugal que, conforme a la expresión de un historiador inglés, en esta parte nada sospechoso,p. 293 aquel reino [*] (* Ap. n. 12-1.) «fue reducido a la condición de un estado feudatario.»
Por lo mismo, no con mayor resignación que el marqués de las Minas, se sometían algunos de los otros gobernadores del reino, aun de los nuevos, a la intervención extraña. Las reyertas eran frecuentes y vivas, echando los ingleses en cara al gobierno de Lisboa que, en vez de remover obstáculos, los aumentaba, entorpeciendo la ejecución de medidas las más cumplideras. Pero tales quejas partían a veces de apasionada irreflexión, pues si bien ciertas resoluciones de los comandantes británicos solían ser eficaces para el éxito final de la buena causa, producían por el momento incalculables males, poco sentidos por extranjeros que solo miraban los campos lusitanos como teatro de guerra, y desoían los clamores de un país que no era su patria.
Lord Wellington, para hacer frente a tantas dificultades, y no abrumado con la grave carga que pesaba sobre sus hombros, desplegó asombrosa firmeza y se mostró invariable en sus determinaciones. Ministrole gran sostenimiento la suprema autoridad de que estaba proveído, y los socorros y dinero que la Inglaterra profusamente derramaba en Portugal.
De antemano había Lord Wellington meditado un plan de defensa y elevádole al conocimiento del gobierno británico, después de examinar detenidamente los medios económicos y militares que para ello deberían emplearse. Extendió su dictamen en un oficio dirigido a Lord Liverpool, obra maestra de previsión y maduro juicio. El gabinete inglés, descorazonado conp. 294 la paz de Austria y el desastrado remate de la expedición de Walcheren, había vacilado en si continuaría o no protegiendo con esfuerzo la causa peninsular. Pero arrastrado de las razones de Wellington, apoyadas con elocuencia y saber por su hermano el marqués de Wellesley, miembro ahora de dicho gabinete, accedió al fin a las propuestas del general británico. Según ellas, debiendo aumentarse el ejército anglo-portugués, tenían que ser mayores los gastos y concederse nuevos subsidios al gobierno de Lisboa.
Aprobado, pues, en Londres el plan de Wellington, en breve contó este con una fuerza armada bastante numerosa. Había en la península, no incluyendo los de Gibraltar, cerca de 40.000 ingleses, y dejando aparte los enfermos y los cuerpos que contribuían a guarnecer a Cádiz, quedábanle por lo menos al general británico de 26 a 27.000 hombres de su nación. Dividíase la gente portuguesa en reglada, de milicias y en ordenanzas, las últimas mal pertrechadas y compuestas de paisanaje. Los estados que de toda la fuerza se formaron tuviéronse por muy exagerados, y según un cómputo prudente no pasaba la milicia arriba de 26.000 hombres, y el ejército de 30.000. No es fácil enumerar con puntualidad la fuerza real de las ordenanzas. Por manera que casi al comenzarse la campaña hallábanse ya bajo el mando de Lord Wellington unos 80.000 hombres bien mantenidos, armados y dispuestos, con los que, apoyados por las ordenanzas, o sea la población, debía defenderse el reino de Portugal.
El subsidio con que a este acudía la granp. 295 Bretaña llegó a ascender por año a cerca de 1.000.000 de libras esterlinas. Rayaba el costo del ejército puramente británico en la suma de 1.800.000 libras de la misma moneda, 500.000 más de las que hubiera consumido en su propio país. Encareciose sobre manera el enganche de soldados, no permitiendo las leyes inglesas en el reemplazo de las tropas de tierra conscripciones forzadas. Se pagaban once guineas de premio por cada hombre que pasase de la milicia a la línea, y diez por los que se alistasen en la primera.
Lord Wellington, colocado ya en el valle del Mondego, o ya avanzando hacia la frontera de España, estaba como en el centro de la defensa, formando las alas la milicia y ordenanzas portuguesas. Todo el territorio hasta cerca de Coimbra, por donde se pensaba había de invadir Massena, fue destruido. Arruináronse los molinos, rompiéronse los puentes, quitáronse las barcas, devastáronse los campos, y obligando a los habitantes a que levantasen sus casas y llevasen sus haberes, se ordenó que la población entera, del modo que pudiese, hostigase al enemigo por los costados y espalda y le cortase los víveres, mientras que el ejército aliado por su frente le traía a estancias en que fuese probable batallar con ventaja.
De aquellas se contaban a retaguardia de los anglo-portugueses varias que eran muy favorables, sobrepujando a todas las que se conocieron después con el nombre de líneas de Torres Vedras. Fortaleciéronse estas cuidadosamente, proviniendo la primera idea de mantenerlas y asegurarlas de planos que de todos sus puestosp. 296 mandó levantar en 1799 el general Sir Carlos Stuart [padre del Stuart por este tiempo embajador en Lisboa], trabajo que ya entonces se hizo con el objeto de cubrir la capital de Portugal de una invasión francesa. Wellington, desde muy temprano, concibió el designio de realizar pensamiento tan provechoso.
Dos fueron las principales líneas que se fortificaron. Partía la primera de Alhandra, orillas del Tajo, y corría por espacio de siete leguas, siguiendo la conformación sinuosa de las montañas hasta el mar y embocadero del Sizandro, no lejos de Torres Vedras. La segunda que era la más fuerte y que distaba de la primera de dos a tres leguas, según la irregularidad del terreno, arrancaba en Quintela, y dilatándose cosa de seis leguas remataba en el paraje en donde desagua el río llamado San Lorenzo. Había además, pasado Lisboa, al desembocar del Tajo, otra tercera línea, en cuyo recinto quedaba encerrado el castillo de San Julián, no teniendo la última más objeto que el de favorecer, en caso de necesidad, el embarco de los ingleses. Contábanse en tan formidables líneas 150 fuertes y unos 600 cañones. Se habían construido las obras bajo la dirección del teniente coronel de ingenieros Fletcher, a quien auxilió el capitán Chapman.
Puso Lord Wellington particular ahínco en que se fortificasen estas líneas cumplida y prontamente, pues como decía al digno oficial Don Miguel de Álava, comisionado por el gobierno español cerca de su persona, «no ha podido cabernos mayor fortuna que el haber asegurado el punto en la Isla gaditana y este de Torresp. 297 Vedras, inexpugnables ambos, y en los que, estrellándose los esfuerzos del enemigo, daremos lugar a otros acontecimientos, y nos prepararemos con nuevos bríos a ulteriores y más brillantes empresas.»
Los franceses, por su parte, habían preparado grandes fuerzas, para que no se les malograse la expedición de Portugal. El mariscal Massena no solo tenía a su disposición los tres cuerpos indicados y la caballería de Montbrun, sino que, comprendiéndose igualmente en su mando las provincias de Castilla la Vieja y las Vascongadas, el reino de León y Asturias, de su arbitrio pendía sacar de allí las fuerzas que hubiese disponibles. Además, se alojaba entre Zamora y Benavente, a las órdenes del general Serras, una columna móvil de 8000 hombres que amenazaba a Tras-os-Montes, y en agosto entró en España un 9.º cuerpo de ejército de 20.000 hombres, formado en Bayona y regido por el general Drouet; a mayor abundamiento, en la misma ciudad se juntaba otro, al cargo del general Caffarelli. No eran inútiles semejantes precauciones si querían los enemigos conservar firme su base y evitar el que se interrumpiesen las comunicaciones por las partidas españolas.
Así fue que el mariscal Massena, próximo a entrar en Portugal, dio en Ciudad Rodrigo una proclama a los habitadores de aquel reino, expresando que se hallaba a la cabeza de 110.000 hombres. Aserción no jactanciosa si se cuentan todos los cuerpos y divisiones que estaban bajo su obediencia, y que se extendían por España desde la frontera lusitana hasta la de Francia.
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Hubo ya escaramuzas en los primeros días de julio entre ingleses y franceses. Aquellos volaron y acabaron de arruinar el 21 del mismo mes el fuerte de la Concepción, en la raya perteneciente a España, y bien fortificado antes de 1808, pero que, al principiarse en dicho año la insurrección, se vio abandonado por los españoles, y destruido en parte por los franceses.
Craufurd, general de la vanguardia inglesa, se colocó entonces a la margen derecha del Coa, y sin tener la aprobación de Lord Wellington, decidiose el 24 a trabar pelea con los franceses, llevado quizá del deseo de cubrir a Almeida, bajo cuyos cañones apoyaba su izquierda. Consistía la fuerza de Craufurd en 4000 infantes y 1100 caballos, situados en una línea que se extendía por espacio de media legua, formación algo semejable a las desadvertidas del general Cuesta. Vino sobre los ingleses el mariscal Ney, acompañado de su cuerpo de ejército, y por consiguiente muy superior a aquellos en número. Y si bien los batallones de la vanguardia aliada y los individuos combatieron por separado valerosamente, maniobrose mal en la totalidad, y los movimientos no fueron más atinados que lo había sido la colocación de las tropas. Los franceses rompieron las filas inglesas, obligando a sus soldados a pasar el Coa. Sirvió a estos para no ser del todo deshechos y atropellados por los jinetes enemigos lo desigual del terreno y los viñedos, y también el haberse negado a evolucionar oportunamente con la caballería el general Montbrun, disculpándose con no tener orden del general en jefe mariscal Massena. Hallaronp. 299 así los ingleses hueco para cruzar el puente, cuyo paso defendido con grande aliento, detuvo al francés en su marcha. Perdió Craufurd cerca de 400 hombres; bastantes Ney por el empeño que puso, aunque inútil, en ganar el puente.
Tal contratiempo, en vez de coadyuvar a la defensa de Almeida, no podía menos de perjudicarla. Los franceses, en efecto, intimaron luego la rendición; mas no por eso obraron con su acostumbrada presteza, pues hasta el 15 de agosto en la noche no abrieron trinchera.
Parecía natural que Almeida, plaza bajo todos respectos preeminente a Ciudad Rodrigo, imitase tan glorioso ejemplo, prolongando aun por tiempo más largo la resistencia. Los antiguos muros se hallaban, mucho antes de la actual guerra, mejorados, conforme al sistema moderno de fortificación, con foso, camino cubierto, seis baluartes, seis revellines y un caballero que dominaba la campiña. Había también almacenes a prueba de bomba. Estaba ahora la plaza municionada muy bien, y sus obras más perfeccionadas. Guarnecíanla 4000 hombres, y mandaba en ella el coronel inglés Cox.
Rompieron los franceses el 26 horroroso fuego, y a poco ardieron muchas casas. Al anochecer del mismo día, tres almacenes, los más principales, encerrados en un castillo antiguo situado en medio de la ciudad, se volaron con pasmoso estrépito y causaron deplorable ruina. Por unas partes resquebrajáronse los muros, por otras se aportillaron; los cañones casi todos fueron o desmontados o arrojados al foso; perecieron 500 personas; hubo heridas muchas otras, y apenasp. 300 quedaron seis casas en pie. Tal espectáculo ofreció Almeida en la mañana del 27. No faltó quien atribuyese a traición semejante desdicha; los bien informados, a casualidad o descuido.
Sin tardanza repitieron los franceses la intimación de rendirse. El gobernador Cox, aunque ya miraba imposible la defensa, quería alargarla dos o tres días, esperando que el ejército aliado acudiese en socorro de la plaza; pero obligole a capitular un alboroto, agavillado por el teniente de rey Bernardo de Costa. Presúmese que en él influyeron los portugueses adictos al francés, y que estaban en su campo. El teniente de rey fue en adelante arcabuceado, si bien no resultó claramente que llevase tratos con el enemigo.
De resultas, la regencia de Portugal también declaró traidores a varios individuos que seguían el bando francés. Entre ellos sonaban los nombres de los marqueses de Alorna y de Loulé, del conde de Ega, de Gómez Freire de Andrade y otros de cuenta. Se prendió asimismo en Lisboa a muchas personas so pretexto de conspiración, sin pruebas ni acusación fundada. Enviáronlas después unas a Inglaterra, otras a las Azores. Dieron ocasión a tan vituperable demasía livianos motivos y privadas venganzas. Extrañose que Lord Wellington, y particularmente el embajador Stuart, miembro de la regencia y de poderoso influjo, no estorbasen procedimientos en que por lo menos pudiera achacárseles cierta connivencia, como sucedió. Pero la regencia de Lisboa, tomando la defensa de ambos,p. 301 manifestó no haber tomado parte ninguno de ellos en aquella ocurrencia.
Mientras tanto, la caída de Almeida, el contratiempo de Craufurd y la idea agigantada que entonces tenían los ingleses del ejército francés, causaban en el británico grande descaecimiento. Las cartas de los oficiales a sus amigos en Inglaterra no estaban más animosas, y su mismo gobierno se mostraba casi desesperanzado del buen éxito de la lucha peninsular. Así fue que, no obstante haber accedido a los planes de Lord Wellington, indicábase a este, en particulares instrucciones, que S. M. B. vería con gusto la retirada de su ejército, más bien que el que corriese el menor peligro por cualquiera dilación en su embarco. Otro general de menos temple que Lord Wellington y menos confiado en los medios que le asistían, hubiera quizá vacilado acerca del rumbo que convenía tomar, y dado un nuevo ejemplo de escandalosa retirada. Mas Wellington mantúvose firme, a pesar de que la repentina e inesperada pérdida de Almeida aceleraba las operaciones del enemigo.
Acaecida tamaña desgracia se replegó el general inglés a la
izquierda del Mondego, estableció en Gouvea sus reales, colocó detrás
de Celórico los infantes, y en este mismo pueblo la caballería. Dificultades
que tiene
Massena.
Massena, teniendo dificultades en acopiar víveres a causa de las
partidas españolas y de la mala voluntad de los pueblos, retardó la
invasión, y aun dudaba poderla realizar tan pronto. Dos meses eran
corridos después de la toma de Ciudad Rodrigo. Almeida apenas había
ofrecido resistencia, y el ejército francés aúnp. 302 permanecía a la derecha del Coa. Tanto
ayudaba a los aliados la constante enemistad que conservaban los
habitantes a los invasores.
Napoleón, que no palpaba de cerca como sus generales los obstáculos del país, maravillábase de la dilación, mayormente siendo superior en número al anglo-portugués el ejército de los franceses. Así se lo manifestaba a Massena en instrucciones que le expidió en septiembre; pero antes de recibir estas, ya aquel mariscal se había puesto en marcha.
Fue su primer plan, aseguradas las plazas de Ciudad Rodrigo y Almeida, moverse por ambas orillas del Tajo. Pero después, contando con que las tropas francesas de Extremadura y Andalucía amenazarían por el Alentejo, y no creyéndose con bastante fuerza para dividir esta, limitó sus miras a su solo frente, y determinó obrar por uno de los tres principales caminos que por allí se le ofrecían, de Belmonte, Celórico y Viseo.
Wellington, conservando en Gouvea sus cuarteles, extendía los puestos avanzados de su ejército, comprendiendo las fuerzas de Hill y otras sobre la derecha, desde el lado de Almeida, por la sierra de Estrella, a Guarda y Castelo Branco; en caso de ataque del enemigo debían todas las divisiones replegarse concéntricamente hacia las líneas. El inconveniente de esta posición consistía en lo dilatado de ella, pudiendo el enemigo, al paso que amagase a Celórico, interponerse por Belmonte entre Lord Wellington y el general Hill, a quienes separaba gran distancia. El último, siguiendo paralelamente, conforme indicamos,p. 303 los movimientos del francés Reynier, había llegado a Castelo Branco el 21 de julio. Dejó aquí una guardia avanzada, y obedeciendo las órdenes de Lord Wellington, que le había reforzado con caballería, se acampó con 16.000 hombres y 18 cañones en Sarcedas. Para prevenir el que los franceses se interpusiesen, se rompió de Covilhã arriba el camino, ejecutáronse otros trabajos de defensa, se apostó en Fundão una brigada portuguesa, y colocose entre dos posiciones que se atrincheraron detrás del Cécere, río tributario del Tajo, y junto al Alva, que lo es del Mondego, una reserva formada en Tomar, y compuesta de 8000 portugueses y 2000 ingleses, bajo el mando del general Leith.
El cuerpo principal del ejército de Wellington podía, desde Celórico, tomar para su retirada o el camino que va a la sierra de Murcela, o el de Viseo. El primero corre por espacio de quince leguas lo largo de un desfiladero entre el río Mondego y la sierra de Estrella, teniendo al extremo la de Murcela, que circunda el Alva. De allí un camino que lleva a Espinhal facilitaba las comunicaciones con Hill y Leith, y un ramal suyo las de Coimbra. La otra ruta insinuada, la de Viseo, es de las peores de Portugal, interrumpida por el Criz y otras corrientes, y también estrechada entre el Mondego y la sierra de Caramula, que se une por medio de un país montuoso a la de Buçaco, límite, por decirlo así, del valle, y que hace frente a la de Murcela, pasando entre las faldas de ambas sierras el mencionado Mondego. La decisión de Wellington pendía del partido que tomasen los franceses.
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Massena no conocía a fondo el terreno, y tomando consejo de los portugueses que había en su campo, a quienes suponía enterados, resolvió dirigirse a Viseo y de allí a Coimbra, habiéndosele pintado aquella ruta como fácil y sin particulares obstáculos. En consecuencia, reconcentró el 16 de septiembre los tres cuerpos de ejército que mandaba: el de Ney y la caballería pesada en Maçal do Chão, el de Junot en Pinhel, y el de Reynier en Guarda. Hizo distribuir a los soldados pan para trece días, pensando caminar aceleradamente, y deseando anticiparse a Wellington en su marcha. Massena, colocando así su ejército, amenazaba los tres caminos indicados de Celórico, Belmonte y Viseo, y dejaba en duda el verdadero punto de su acometida. Reynier había hecho desde su retirada de Extremadura varios movimientos, ya dando indicios de dirigirse a Castelo Branco, ya adelantándose hasta Sabugal, ya retrocediendo a Zarza la Mayor. Por fin se incorporó, según acabamos de ver, a los otros cuerpos de Massena.
De estos, el 2.º y 6.º, unidos con la caballería de Montbrun, cayeron en breve sobre Celórico, replegándose los puestos de los aliados a Cortiça. Wellington entonces comenzó su retirada por la izquierda del Mondego sobre el Alva, y el 17 notó que los dos mencionados cuerpos franceses se dirigían a Viseo por Fornos; quedaba el 8.º de Junot hacia Trancoso, en observación de 10.000 hombres de milicia, al mando del coronel Trant y de los jefes Miller y Juan Wilson, recogidos del norte de Portugal, y que se pusieron a las órdenes del general Bacellar para molestarp. 305 el flanco derecho y la retaguardia del enemigo.
Entraron en Viseo las avanzadas francesas el 18. La ciudad estaba desierta. Wellington sin demora hizo cruzar de la margen izquierda del Mondego a la opuesta la brigada portuguesa que mandaba Pack, y la apostó más allá del Criz, rotos sus puentes. Continúa Wellington su retirada. En seguida empezó también el ejército aliado a pasar el Mondego por Penacova, Olivares y otras partes: colocose la división ligera de Craufurd en Mortagua para sostener a Pack; la 3.ª y 4.ª, del mando de Picton y Cole, entre la sierra de Buçaco y aquel pueblo, situándose al frente del mismo en un llano la caballería. Pasó al otro lado de la citada sierra la 1.ª división, regida por el general Spencer, y se dirigió a Meallada con la mira de observar el camino de Oporto a Coimbra, pues todavía se dudaba si Massena procuraría desde Viseo salir hacia aquella ruta, o continuar lo largo de la derecha del Mondego. Por igual motivo el coronel Trant, con parte de la milicia, debía marchar por San Pedro de Sul a Sardão, y juntarse al general Spencer. En tanto, el general Leith llegaba al Alva, y siguiole de cerca Hill, quien, sabiendo que Reynier se había juntado a Massena, se anticipó afortunadamente sin que hubiese todavía recibido órdenes de Wellington, y vino a incorporarse al ejército aliado.
El grueso del de los franceses llegó a Viseo el 20; pero su artillería y equipajes se detuvieron por los tropiezos del camino, y por una embestida del coronel Trant. Atacolos este caudillo el mismo 20 en Tojal, viniendo de Moimentap. 306 da Beira, con algunos caballos y 2000 hombres de milicia. Cogioles 100 prisioneros, algún bagaje, y su triunfo hubiera sido más completo si la gente que mandaba hubiera sido menos novicia. Sin embargo, tan inesperado movimiento desasosegó a los franceses, cuya artillería, equipajes y gran parte de la caballería no llegó a Viseo hasta el 22, lo cual hizo perder a Massena dos días, y no desaprovechó a Wellington, a quien hubiera podido andar el tiempo escaso.
Parecía ahora que este general, prosiguiendo en su propósito de no aventurar batallas, no se detendría en donde estaba, sino que, cerciorado de que los franceses iban adelante, se replegaría para aproximarse a las líneas. Suposición esta tanto más fundada cuanto, no habiendo querido empeñar acción para salvar dos plazas, no era regular lo hiciese en la actual ocasión, en que no concurría motivo tan poderoso. Mas no sucedió así. Presúmese que varió de parecer a causa de los clamores que contra los ingleses se levantaron en Portugal, viendo que dejaban el país a merced del enemigo.
Wellington determinó, pues, hacer alto en la sierra de Buçaco, y disponer su gente en nuevas y acomodadas posiciones. Corren aquellos montes por espacio de dos leguas, cayendo por un lado rápidamente, según hemos apuntado, sobre la derecha del Mondego, y enlazándose por el opuesto con la sierra de Caramula. Tres caminos llevan a Coimbra: uno cruza lo más alto, y allí se levanta un convento célebre en Portugal de carmelitas descalzos, en donde Lord Wellington estableció el cuartel general, y aquella moradap. 307 antes silenciosa y pacífica convirtiose ahora en estrepitoso alojamiento de gente de guerra. De los otros dos caminos, uno venía de San Antonio de Cantaro, y el otro seguía el Mondego a Penacova. A través del último se colocó el cuerpo de Hill, que llegó el 26; a su izquierda Leith. Seguía la 3.ª división, y entre esta y el convento formaba la 1.ª La 4.ª se puso en el extremo opuesto para cubrir un paso que conduce a Meallada, en cuyo llano se apostó la caballería, quedando solo en las cumbres un regimiento de esta arma. La brigada de Pack se alojaba delante de la 1.ª división, a la mitad de la bajada del lado de los franceses; también se situó descendiendo y enfrente del convento la vanguardia de Craufurd con algunos jinetes. Había en ciertos parajes, a retaguardia de la línea, portugueses que sostenían el cuerpo de batalla. Hallose Wellington con toda su fuerza principal reunida, en número de unos 50.000 hombres.
Túvose a dicha que los franceses se hubiesen parado hasta el día 27, pues a haber acelerado su marcha y acometido treinta y seis horas antes, conforme se asegura quería Ney, la suerte del ejército aliado hubiera podido ser muy otra, reinando alguna confusión en sus movimientos. Leith pasaba el Mondego, Hill todavía no había llegado, y apenas estaban en línea 25.000 hombres.
El mariscal Massena, después de algunas dudas, se resolvió a embestir la Sierra el 27 al amanecer. Tenían sus soldados, para llegar a la cima, que trepar por una subida empinada y escabrosa, cuya desigualdad sin embargo los favorecía,p. 308 escudando hasta cierto punto sus personas. El mariscal Ney se enderezó al convento, y Reynier del otro lado, por San Antonio de Cantaro. Junot se quedó en el centro y de respeto con la caballería y artillería.
Las tropas de Reynier acometieron con tal ímpetu que se encaramaron en la cima, y por un rato se enseñorearon de un punto de la línea de los aliados, arrollando parte de la 3.ª división, que mandaba Picton. Pero acudiendo el resto de ella, y también el general Leith por el flanco con una brigada, fueron los enemigos desalojados, y cayeron con gran matanza la montaña abajo.
Ni aun tan afortunado logró ser por el otro punto el mariscal Ney. Dueño desde el principio de la acción de una aldea que amparaba sus movimientos, comenzó a subir la sierra por la derecha encubierto con lo agrio y desigual del terreno. El general Craufurd, que se hallaba allí, tomó en esta ocasión atinadas disposiciones. Dejó acercarse al enemigo, y a poca distancia rompió contra sus filas vivísimo fuego, cargándole después a la bayoneta por el frente y los costados. Precipitáronse los franceses por aquellas hondonadas, perdieron mucha gente, y quedó prisionero el general Simon. Ganaron después los ingleses a viva fuerza el pueblecillo que habían al principio ocupado sus contrarios. Lo recio de la pelea duró poco, el enemigo no insistió en su ataque, y se pasó lo que restaba del día en escaramuzas y tiroteos. Perdieron los franceses unos 4000 hombres, murió el general Graindorge, y fueron heridos Foy y Merle. De losp. 309 aliados perecieron 1300, menos que de los otros a causa de su diversa y respectiva posición.
Convencido el mariscal Massena de las dificultades con que se tropezaba para apoderarse de la sierra por el frente, trató de salvarla poniéndose en franquía por la derecha, y obligando de este modo a los ingleses a abandonar aquellas cumbres, ya que no pudiese sorprenderlos por el flanco y escarmentarlos. Lo difícil era encontrar un paso, mas al fin consiguió averiguar de un paisano que desde Mortagua partía un camino al través de la sierra de Caramula, el cual se juntaba con el que de Oporto va a Coimbra. Contento el mariscal francés con tal descubrimiento, decidió tomar prontamente aquella vía, y disfrazó su resolución manteniendo el 28 falsos ataques y escaramuzas. Mientras tanto fue marchando a la desfilada lo más de su ejército, y hasta en la tarde no advirtieron los ingleses el movimiento de sus contrarios.
No les era ya dado el estorbarlo, por lo que desampararon a Buçaco antes del alborear del 29. Hill repasó el Mondego, y por Espinhal se retiró sobre Tomar; hacia Coimbra y la vuelta de Meallada, Wellington, con el centro y la izquierda. Cubría la retaguardia la división ligera de Craufurd, a la que se unió la caballería.
Los franceses, después de cruzar la sierra de Caramula, llegaron el mismo día 28 a Boyalvo sin encontrar ni un solo hombre. El coronel Trant se hallaba a una legua, en Sardão, adonde había venido desde San Pedro de Sul, pero con poca gente. Las partidas enemigas le arrojaron fácilmente más allá del Vouga.
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Por la relación que hemos hecho de la acción de Buçaco aparece claro que con ella no se alcanzó otra cosa que el que brillase de nuevo el valor británico y se adquiriese mayor confianza en las tropas portuguesas, las cuales pelearon con brío y buena disciplina. Pero no se recogió ninguno de aquellos importantes frutos, por los que un general aventura de grado una batalla. Ni siquiera había los motivos que para ello asistían durante los sitios de Ciudad Rodrigo y de Almeida. Y hasta la prudencia de Lord Wellington falló en esta ocasión, dejando un portillo por donde no solo se metieron los franceses, sino que también por él pudieron envolver al ejército aliado o a lo menos flanquearle con gran menoscabo. En vano se alega en disculpa haber mandado Wellington que avanzase el coronel Trant con la milicia: la escasa fuerza y la índole bisoña de esta tropa no hubiera podido detener, cuanto menos rechazar, las numerosas huestes de Massena. Tan cierto es que de un hilo cuelga la suerte de las armas, aun gobernadas por generales los más advertidos.
Puesto el mariscal francés en Boyalvo, marchó sobre Coimbra. En aquel tránsito no estaba el país tan destruido y talado como hasta Buçaco. No se cumplieron allí rigurosamente las disposiciones de Wellington, parte por creerse lejano el peligro, parte también porque a la regencia portuguesa, gobierno nacional, no le era lícito llevar a efecto órdenes tan duras con la misma impasibilidad y fortaleza que al brazo de hierro de un general que, aunque aliado, era extranjero.
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Hubo, por tanto, en Coimbra desbarato y confusión, y si bien los vecinos desampararon la ciudad, con la precipitación se dejaron víveres y otros recursos al arbitrio del enemigo. No le aprovecharon sin embargo a este: Junot, a pesar de órdenes contrarias del general en jefe, permitió o no pudo impedir el pillaje.
De aquí nació que agolpándose muchedumbre de población fugitiva de aquella ciudad y otras partes a los desfiladeros que van a Condeixa, hubo de comprometerse la división de Craufurd, que cubría la retirada del ejército aliado, porque, detenida en su marcha, se dio lugar a que se aproximaran los jinetes enemigos. A su vista suscitose gran desorden, y si hubieran venido asistidos de infantería, quizá hubieran destrozado a Craufurd. Este consiguió, aunque a duras penas, poner en salvo su división.
Lo apacible del tiempo había favorecido en su retirada a los ingleses, abundaban en provisiones, y no obstante cometieron excesos, a punto de robar sus propios almacenes. El cuartel general se estableció en Leiría el 2 de octubre, y creciendo la perturbación y las demasías, hubiéranse quizá repetido en compendio las escenas deplorables del ejército de Moore, a no haber Lord Wellington reprimido el desenfreno con castigos ejemplares y con vedar que los regimientos más díscolos entrasen en poblado.
El saqueo de Coimbra y sus desórdenes impidieron también, por su parte, al mariscal Massena moverse de aquella ciudad antes del 4, respiro que aprovechó a los ingleses. No obstante, acometiendo de repente los enemigos a Leiría,p. 312 se vieron aquellos al pronto sobrecogidos. Atajados al fin los ímpetus del francés, prosiguieron la retirada los aliados, yendo su derecha por Tomar y Santarén, la izquierda por Alcobaza y Óbidos, el centro por Batalha y Rio Maior: enviose fuerza portuguesa a guarnecer a Peniche, pequeña plaza orillas de la mar.
No bien hubo el mariscal Massena salido de Coimbra, cuando el coronel Trant, viniendo desde el Vouga con milicia portuguesa, pudo el 7 sorprender en aquella ciudad a los franceses que la custodiaban, coger a los que se habían fortificado en el convento de Santa Clara, apoderarse, en una palabra, de 5000 hombres, contados heridos y enfermos, y asimismo de los depósitos y hospitales. Al siguiente día llegaron también, con sus milicianos, los jefes Miller y Juan Wilson, y tomaron, extendiéndose por la línea de comunicación, 300 hombres más.
No detuvo a Massena semejante contratiempo, ni tampoco las lluvias, que empezaron a ser muy copiosas. En nada reparaba la impetuosidad francesa, Alcoentre. y el 9, en Alcoentre, viose sorprendida una brigada de artillería inglesa, y hasta perdió sus cañones. Costó mucho recobrarlos. Parecida desgracia ocurrió el 10 a la división de Craufurd en Alenquer, Alenquer. permaneciendo este general muy descuidado cuando tenía cerca un enemigo tan diligente. El terror fue grande, y aunque se disipó, no por eso dejó de correr la voz de que aquella división había sido cortada; por lo cual, temeroso Hill de la suerte de la 2.ª línea, que era la más importante, se echó atrás para cubrirla, y dejó desamparada la primera desdep. 313 Alhandra a Sobral, cosa de dos leguas. Felizmente los enemigos no lo notaron, y antes de la madrugada del 11 tornó Hill a sus anteriores puestos. Infiérese de aquí lo poco firme que todavía andaba el ánimo del ejército inglés.
Había este ido entrando sucesivamente en las líneas de Torres Vedras, y admirábase, no teniendo de ellas cumplida idea. No menos se maravilló, al acercarse, el mariscal Massena, quien hasta pocos días antes ni siquiera sabía que existiesen. Ignorancia pasmosa, ya dimanase del sigilo con que se habían construido obras de tal importancia, ya de la falta de secretas correspondencias de los enemigos en el campo aliado.
Massena gastó algunos días en reconocer y tantear las líneas; se trabaron varias escaramuzas, la más seria el 14, cerca de Sobral. Fue herido el general inglés Harvey, y en Villafranca mató el fuego de una cañonera al general francés Sainte-Croix.
No vislumbrando Massena, después de su examen, probabilidad de forzar las líneas, consultó con los otros jefes principales del ejército, y juntos decidieron pedir refuerzos a Napoleón, y reducir en cuanto fuese dado a bloqueo las operaciones. Estableció, de consiguiente, Massena su cuartel general en Alenquer, situó el cuerpo de Reynier en Villafranca, el de Junot mirando a Sobral, y mantuvo el de Ney en Ota, a retaguardia.
Por su parte, el ejército de Lord Wellington estaba distribuido
así: la derecha, a las órdenes de Hill, en Alhandra; la izquierda,
que mandaba Picton, en Torres Vedras; Wellington mismo yp. 314 Beresford en el centro,
el último tenía su cuartel general en Monte Agraço, el primero en
Quinta de Peronegro, cerca de Enxara dos Cavaleiros. Fuese el ejército
británico reforzando, y cubriéronse sus huecos con tropas de Inglaterra
y Cádiz; Únesele
con dos divisiones
Romana. también se le unió de Badajoz, antes de acabar octubre,
el marqués de la Romana, con dos divisiones mandadas por los generales
Carrera y Don Carlos O’Donnell, que ambas componían unos 8000
hombres.
Juzgó conveniente, además, Lord Wellington no solo tener a su disposición fuerza real y efectiva bien organizada, sino igualmente gran avenida de hombres que aumentasen el número y las apariencias. Así la milicia cívica de Lisboa, la de la provincia de la Extremadura portuguesa y sus ordenanzas se metieron en el recinto de las líneas, pues allí podían ser útiles y representar aventajado papel. Creció tanto la gente que, al rematar octubre, recibían raciones dentro de dichas líneas 130.000 hombres, de los que 70.000 pertenecían a cuerpos regulares y dispuestos a obrar activamente; guardaban casi todos los castillos y fuertes de la primera y segunda línea la milicia y artillería portuguesas; la tercera, que era la última y más reducida, la tropa de marina inglesa.
Tan enorme masa de gente, abrigada en estancias tan formidables, teniendo a su espalda el espacioso y seguro puerto de Lisboa, y con el apoyo y los socorros que prestaban el inmenso poder marítimo y la riqueza de la gran Bretaña, ofrece a la memoria de los hombres un caso de los más estupendos que recuerdan los anales militaresp. 315 del mundo. ¡Qué recursos asistían al dominador de Francia para superar tantos y tantos impedimentos!
Por de fuera de las líneas no descuidó Wellington el que se
hostilizase al enemigo. La milicia del norte de Portugal le punzaba
por la espalda y se comunicaba con Peniche, hacia donde se destacó un
batallón español de tropas ligeras y un cuerpo de caballería inglesa,
también sostenidos por una columna volante que salía de Torres Vedras a
hacer sus excursiones, y por el pueblo de Óbidos en estado de defensa.
Del otro lado maniobraba la milicia de la Beira baja, dándose la mano
con la del norte y apoyada por Don Carlos
España. Don Carlos España que, con una columna móvil, había
pasado el Tajo y obraba la vuelta de Abrantes, villa esta en poder de
los aliados y fortificada. De suerte que los franceses estaban metidos
como en una red, costándoles mucho avituallarse y formar almacenes.
En la lejanía dañábales igualmente el continuo pelear de los partidarios españoles de León, Castilla y provincias vascongadas, que dificultaban los convoyes y socorros e interrumpían la correspondencia con Francia. No menos los desfavoreció la guerra que por las alas hacían las tropas españolas, ya en la frontera de Galicia, ya en Asturias y también en Extremadura.
De las primeras, Galicia, aunque libre, ceñía sus operaciones a hacer de cuando en cuando correrías hasta el Órbigo y el Esla, de donde, según ya quedó apuntado, solían los enemigos arrojar a los nuestros, obligándolos a replegarse a los puertos de Manzanal y Foncebadón, y aun alp. 316 Bierzo. El general Mahy continuaba mandando, como antes, aquel ejército, cuyas fuerzas apenas llegaban a 12.000 hombres y pocos caballos, todo no muy arreglado. Y, ¡cosa de admirar!, los gallegos, que se habían esmerado tanto en defender sus propios hogares, mostráronse perezosos en cooperar fuera de su suelo al triunfo de la buena causa. Mas esto pendió mucho, aquí como en las demás partes, de las autoridades, y no de reprensible falta en el carácter de los habitantes. Aquellas, por lo general, eran flojas y adolecían de los vicios de los gobiernos anteriores, careciendo de la previsión y bien entendida energía que da la ciencia práctica del gobierno.
Las operaciones, pues, del general Mahy fueron muy limitadas. Ocuparon, sin embargo, sus tropas por dos veces a León, e inquietaron con frecuencia, y a veces con ventaja, a los franceses. Distinguiéronse en semejantes reencuentros los oficiales superiores Meneses y Evia. Diósele después a Mahy el mando de las tropas de Asturias, para que, reuniendo este al que ya tenía, se procediese más de concierto. Al fin, autorizósele también con la capitanía general de Galicia, y se creyó de este modo que, poniendo en una mano la supremacía militar del distrito y la de las fuerzas activas de ambas provincias, tomarían los movimientos de la guerra rumbo más fijo. Mahy, en consecuencia, y para obrar de acuerdo con la junta de Galicia y hacer que de un solo centro partiesen las providencias convenientes, pasó a la Coruña en 2 de septiembre, y dejó en su lugar, al frente del ejército, a Don Francisco Taboada y Gil, que vimos en Sanabria. Colocó este generalp. 317 las tropas en Manzanal y Foncebadón, con puestos destacados sobre las avenidas de la Puebla de Sanabria por un lado, y por otro sobre Asturias, vía de las Babias. Formose asimismo una columna volante de 2000 hombres, al mando del coronel Mascareñas, que particularmente maniobraba hacia León, la cual desbarató algunas tropas del enemigo en la Robla antes de acabar octubre, y en San Feliz de Órbigo al empezar noviembre. También el 26 de aquel mes, en Tábara, Don Manuel de Nava sorprendió a los franceses y les hizo algunos prisioneros. Mas el único beneficio que de tales operaciones resultó, ciñose a obligar al enemigo a que mantuviese fuerzas bastantes en las riberas del Órbigo y del Esla.
Mahy no alcanzó nada importante con su ida a la Coruña. Habían traído allí fusiles de Inglaterra y otros auxilios, de que no se sacó gran fruto. Las autoridades discurrían, es cierto, mucho entre sí, y aun ideaban planes, pero casi todos ellos o no llegaron a plantearse o se frustraron. Hombre de sanas intenciones, escaseaba Mahy de nervio y de aquella voluntad firme que imprime en la mente de los demás respeto y sumisión.
Dejamos en abril las tropas de Asturias colocadas en la Navia y en el país montuoso que sigue casi la misma línea. Las primeras se componían de la división de Galicia, y las mandaba Don Juan Moscoso: las otras, que eran las asturianas, Don Pedro de la Bárcena, a quien se había agregado con su cuerpo franco Don Juan Díaz Porlier. Atacó Moscoso el 17 de mayo enp. 318 Luarca a los franceses. Por desgracia nuestras tropas flaquearon, y con pérdida volvieron a ocupar su primera línea. A Bárcena, acometido al mismo tiempo, sucediole igual fracaso. Conservose íntegro el cuerpo de Porlier, que en seguida se situó en el puente de Salime, a la derecha de Moscoso.
Se retiró a poco este del principado, cuyo mando supremo militar confirió la regencia de Cádiz a Don Ulises Albergotti, hombre muy anciano e incapaz de desempeñar encargo que en aquel tiempo requería gran diligencia. El nuevo general permaneció en Navia, y allí, en 5 de julio, acometiéronle los franceses, penetrando por el lado de Trelles. Estaba Albergotti desprevenido, y con el sobresalto no paró hasta Meira en Galicia. Los enemigos extendieron sus correrías a Castropol, límite de aquel reino y de Asturias. Dos días antes, el 3, Bárcena, que había avanzado hacia Salas, también fue atacado y se recogió a la Pola de Allande.
Mahy entonces, como general en jefe de todas las fuerzas de Galicia
y Asturias, quiso poner remedio a tan repetidas desgracias, hijas
las más de descuido en algunos jefes y de mala inteligencia entre
ellos, y meditó un plan para desembarazar de enemigos el principado.
Envió, pues, 600 hombres que reforzasen la división gallega, mandó
que esta partiese a Salime y comunicase con Bárcena, y además destacó
del grueso del ejército de Galicia, que estaba en el Bierzo, un trozo
de 1500 hombres al cargo de D. Esteban Porlier, el cual, cruzando
el puerto de Leitariegos, debía obrar mancomunadamente conp. 319 las fuerzas de Asturias.
Expediciones
de Porlier
por la
costa. Al propio tiempo, el otro Porlier [Don Juan Díaz] estaba
destinado a llamar, con la infantería de su cuerpo franco, la atención
de los franceses del lado de Santander, embarcándose a este propósito
en Ribadeo a bordo, y escoltado de cinco fragatas inglesas.
Semejante plan hubiera podido realizarse con buen éxito si Mahy, usando de su autoridad, hubiera hecho que todos los jefes concurriesen prontamente a un mismo fin. Porlier dio la vela de Ribadeo, dirigiendo la expedición marítima el Comodoro inglés Roberto Mends. Amagaron los aliados varios puntos de la costa y tomaron tierra en Santoña, puerto que, bien fortificado, hubiera sido en el norte de España un abrigo tan inexpugnable como lo eran en el mediodía las plazas de Gibraltar y Cádiz. Tal deseo asistía a Porlier, pero su expedición, puramente marítima, no llevaba consigo los medios necesarios para fortificar y poner en estado de defensa un sitio cualquiera de la marina. Desembarcó, sin embargo, en varios parajes además de Santoña, cogió 200 prisioneros, desmanteló las baterías de la costa, alistó en sus banderas bastantes mozos del país ocupado, y felizmente tornó a la Coruña con la expedición el 22 de julio.
Repitió este activo e infatigable jefe otra tentativa del mismo género el 3 de agosto, y aportó a la ensenada de Cuevas, entre Llanes y Ribadesella. Dirigiose a Potes, deshizo en las montañas de Santander algunas partidas enemigas, y retrocediendo a Asturias obró de consuno con Don Salvador Escandón y otros jefes de guerrillas que lidiaban al oriente del principado.
p. 320
Bárcena, por su parte, también avanzó, y el 15 de agosto tuvo en Linares de Cornellana un reencuentro con los franceses. Siguiéronse otros, y parecía que pronto se vería Oviedo libre de enemigos, favoreciendo las empresas de la tropa reglada las alarmas de varios concejos, nombre que, como dijimos, se daba al paisanaje armado de la provincia. Pero no fue así: cuando unos jefes avanzaban, se retiraban otros, y nunca se llevó a cabo un plan bien concertado de campaña. Teníase, sí, en sobresalto al enemigo, forzábaselo a conservar en aquellas partes considerable número de gente, mas la guerra, yendo al mismo son en el principado de Asturias que en la frontera de Galicia, no reportó las ventajas que se hubieran sacado con mayor unión y vigor en las autoridades y ciertos caudillos.
Fue importante, si no siempre favorable en sus resultas, la asistencia que dio Extremadura a la campaña de Portugal, pues por lo menos se entretuvo el cuerpo del mariscal Mortier, y se impidió que, metiéndose en el Alentejo, quitase a Lisboa los auxilios que aquel territorio suministraba.
Dimos cuenta hasta entrado julio de las operaciones más principales del ejército de dicha provincia de Extremadura, que se llamaba de la izquierda. Privado este del apoyo del general Hill, había puesto Lord Wellington en manos del general en jefe, marqués de la Romana, la plaza de Campomayor, y enviádole a mediados de agosto una brigada portuguesa, a las órdenes de Madden.
Aun sin tales arrimos continuaban las tropasp. 321 de Extremadura incomodando con mayor o menor ventura al enemigo. Ya al retirarse Reynier le siguieron la huella los soldados de Don Carlos O’Donnell, cogieron a los que se rezagaban, y el 31 de julio el jefe España se apoderó de 100 hombres que guardaban una torre y casa fuerte sita en la confluencia del Almonte y Tajo, cerca de donde se divisan los famosos restos del puente romano de Alconétar, que el vulgo apellida de Mantible, nombre célebre en algunas historias españolas de caballería. Mas por este lado hubo la desgracia de que en Alburquerque, con la caída de un rayo se volase, casi al mismo tiempo que en Almeida, un almacén de pólvora, accidente que causó daños y ruinas.
La guerra que hasta aquí había hecho el ejército de Extremadura no
dejó de ser prudente y acomodada a las circunstancias y a la calidad
de sus tropas, si bien se quejaban todos de la indolencia y dejadez
del general en jefe. Y así, más bien que por premeditado plan de este,
dirigiéronse las operaciones según el valor o el buen sentido de los
generales subalternos, los cuales evitaban grandes choques, y solo
parcialmente hostigaban al enemigo y le traían en continuo movimiento.
Quiso Romana en agosto probar por sí fortuna y dar a la campaña nuevo
impulso y mayor ensanche. En consecuencia, saliendo de Badajoz el 5,
se unió a las divisiones de los generales Ballesteros y La Carrera
que se hallaban en Salvatierra, ambas a las órdenes de Don Gabriel
de Mendizábal, y juntos se adelantaron, recogiéndose atrás a Llerena
los franceses que había en Zafra. Refriega
en Cantaelgallo. Aguardaron estosp. 322 en las alturas de Villagarcía, y los
nuestros se colocaron en las de Cantaelgallo, separadas de las primeras
por un valle. Los enemigos atacaron el 11, y valiéndose de diestras
maniobras, estuvieron próximos a envolver a los infantes españoles si
La Carrera, con la caballería, no los hubiera sacado de tan mal paso.
Portose asimismo con habilidad y honra la artillería. Se retiró Romana
a Almendralejo, y los franceses volvieron a Zafra.
No pasaron por entonces más adelante porque, como en aquella guerra tenían a un tiempo que acudir a tantas partes, luego que en una triunfaban los llamaba a otra algún suceso desagradable o inesperado. Verificose particularmente en Extremadura este trasiego, este continuado ir y venir, distrayendo la atención de las tropas de Mortier ya las ocurrencias del condado de Niebla, ya las de Ronda u otros lugares.
Después de lo que aconteció en Cantaelgallo, fueron reforzadas las tropas españolas con los jinetes del general Butrón que ocupaban otros sitios, y con los portugueses ya indicados, al mando de Madden. Quietos los franceses y aun replegados de nuevo, avanzó Butrón a Monesterio, y se colocó La Carrera, con su división de caballería y la artillería volante, en Fuente de Cantos. Vinieron los enemigos sobre ellos el 15 de septiembre, en número de 13.000 infantes y 1800 caballos. Butrón se incorporó a Carrera y ambos pelearon bien hasta que, oprimidos por la superioridad enemiga, empezaron a retirarse. Los franceses tenían oculta parte dep. 323 su tropa, casi a espaldas de los nuestros, y cargando de improviso, introdujeron desorden y se apoderaron de algunos cañones. Mayor hubiera sido la desgracia de los españoles a no haber acudido pronto en su favor el inglés Madden, apostado con los portugueses en Calzadilla, quien contuvo a los jinetes franceses y aun los escarmentó. El general Butrón también después, en Azuaga, les cogió 100 hombres. Paráronse los nuestros en Almendralejo, y los enemigos no pasaron de Zafra y de los Santos de Maimona.
Prosiguió de este modo la guerra sin ningún considerable empeño, y Romana saliendo, como hemos dicho, para Lisboa, se juntó en octubre con el ejército inglés. Determinación que tomó de propia autoridad, y no de acuerdo con el gobierno supremo. Cierto es que no hubiera obtenido Romana la aprobación de aquel a haberle consultado, pues claro era que las tropas que llevó consigo hacían más falta para cubrir la Extremadura española, y aun para impedir la entrada de los franceses en el Alentejo, que en las líneas de Torres Vedras, abundantemente provistas de gente y de medios de defensa. Antes de partir nombró Romana, para que le reemplazase en el mando en jefe, a Don Gabriel de Mendizábal, puso a Badajoz como si estuviera amagado de sitio, y mandó que la junta y demás autoridades se trasladasen a Valencia de Alcántara.
Tenía inmediata correlación con las operaciones del ejército de Extremadura la guerra que se hacía en el condado de Niebla, en lap. 324 serranía de Ronda y en otros lugares de la Andalucía.
Se daba desde Cádiz pábulo a semejante lucha por medio de auxilios y de algunas expediciones marítimas. Hízose a la vela la primera de estas el 17 de junio, compuesta de 3189 hombres de buenas tropas, a las órdenes del general Don Luis Lacy, y dirigió su rumbo a Algeciras, en donde desembarcó. Tenía por objeto dicha empresa fomentar la insurrección de la serranía de Ronda, adoptando un plan que constantemente mantuviese allí la guerra. El que proponía Lacy, siguiendo en parte los pensamientos del general Serrano Valdenebro, comandante de la sierra, se presentaba como el más adecuado y consistía en establecer de mar a mar, quedando Gibraltar a la espalda, una línea de puntos fortificados que abrigasen respectivamente ambos flancos cuando se obrase ya en uno o ya en otro de ellos. Se habilitaban también en lo interior de la sierra varios castillejos, antiguos vestigios de los moros, colocados los más en parajes casi inaccesibles. El ejército había de obrar no en masa sino en trozos, reuniéndose solo en determinadas ocasiones, y se dejaba a cargo del paisanaje guarnecer los castillos, y suplir con reclutas las bajas del ejército en Cádiz. Mas para realizar este plan necesitábase tiempo, y no era probable que los franceses se descuidasen y permitiesen el que se llevara a efecto.
Lacy, luego que hubo desembarcado, se encaminó a Gaucín, desde donde quiso acercarse a Ronda. En esta ciudad se habían los francesesp. 325 fortalecido en el antiguo castillo y formado varios atrincheramientos: tomar uno y otro a viva fuerza no era maniobra fácil ni pronta, principalmente conservando los enemigos en Grazalema una columna móvil.
Limitose, pues, Lacy a hacer algunos movimientos, y a contener a veces los ímpetus del enemigo. Le ayudaban los partidarios, favorecidos del conocimiento que tenían del terreno, siendo los de más nombre Don José de Aguilar, Don Juan Becerra y Don José Valdivia. También los ingleses, de acuerdo con el general español, enviaron al este de la sierra 800 hombres que sirviesen de apoyo en cualquier desmán.
Inquietos los franceses con la expedición, y persuadidos de que si se mantenía firme en los montes de Ronda, desasosegaría continuamente las fuerzas que sitiaban a Cádiz, y aun las de Sevilla y Málaga, diéronse priesa a frustrar tales intentos. Y así, al paso que el general Girard buscaba a Lacy hacia el frente, destacó el mariscal Victor tropas del primer cuerpo por el lado de poniente, y Sebastiani otras del 4.º por el de levante. De manera que, temeroso Don Luis Lacy de ser envuelto, se trasladó a la fuerte posición de Casares, embarcándose después en Estepona y Marbella. Tomó a poco tierra en Algeciras, y tornando a San Roque se corrió otra vez a la banda de Marbella, a fin de alentar y socorrer la guarnición de aquel castillo que, bajo el mando de Don Rafael Cevallos Escalera, burló diversas tentativas que para ocuparle hizo el enemigo. Don Francisco Javierp. 326 Abadía, comandante de San Roque, aunque asistido de escasa fuerza, cooperó igualmente a los movimientos de Lacy, y llamó por Algeciras la atención de los franceses.
Pero al fin, agolpándose estos en gran número a la sierra, se reembarcó la expedición, y regresó a Cádiz el 22 de julio. No se sacaron de ella más ventajas que la de molestar a los enemigos y divertirlos de otras operaciones, particularmente de las que intentaba en Extremadura, tan conexas con las de Portugal. Poca o mala inteligencia entre las tropas de línea y los paisanos desfavoreció la empresa. Para aquellas había oscura gloria y mucho trabajo en la guerra de partidarios, única que convenía en la sierra; no así para los otros, habituados a tales peleas, y cuya ambición de fama estaba satisfecha con que se pregonasen sus hazañas en el ejido de sus pueblos.
Ni un mes se pasó sin que el mismo Don Luis Lacy, con
otra expedición, saliese de Cádiz llevando rumbo opuesto
al anterior de Ronda, esto es, al condado de Niebla. Situación
de esta comarca. En dicha comarca
proseguía el general Copons entreteniendo al enemigo, que, bajo el
mando del duque de Aremberg, hacía con una columna móvil excursiones en
el país, y le molestaba. La junta de Sevilla contribuía desde Ayamonte
al buen éxito de las operaciones de Copons, y oportunamente formó de la
isla llamada Canela, en el Guadiana, un lugar de depósito resguardado
de los ataques repentinos del enemigo. En breve aquel terreno, antes
arenoso y desierto, se convirtió en una población donde se albergaron
muchas familias,p. 327
refugiándose a veces los habitantes de aldeas enteras y villas
invadidas. Construyéronse allí barracas, almacenes, pozos, hornos, y se
fabricaron en sus talleres monturas, cartuchos y otros pertrechos de
guerra. Al fin, fortificáronse también sus avenidas, de manera que se
hizo el punto casi inexpugnable.
Constaba la expedición de Lacy de unos 3000 hombres, y escoltábala fuerza sutil, española e inglesa, al mando la primera de Don Francisco Maurelle, y la segunda al del capitán Jorge Cockburn. Desembarcó la gente el 23 de agosto, a dos leguas de la barra de Huelva, entre las Torres del Oro y de la Arenilla. La fuerza sutil se metió por la ría que forman a su embocadero las corrientes del Odiel y el Tinto, con propósito de ayudar la evolución de tierra y atacar por agua a Moguer. En este sitio tenían los franceses 500 infantes y 100 caballos que, sorprendidos, se retiraron, no asistiendo mayor dicha a otros tantos que corrieron a su socorro de San Juan del Puerto.
Copons, al desembarcar Lacy, se hallaba en Castillejos, 12 leguas distante, y habiéndose por desgracia retardado el pliego que le anunciaba el arribo, no pudo acudir a la costa con la puntualidad deseada, malográndose así el coger entre dos fuegos a los franceses que estaban avanzados. Vino Copons, sin embargo, a Niebla, y se puso luego en comunicación con Lacy. Los pueblos recibieron a este con el júbilo más colmado, y fiados en su apoyo dieron a los enemigos terrible caza. Pero no teniendo otra mira la expedición de Don Luis Lacy sino la de divertirp. 328 al francés de Extremadura, en tanto que el ejército de Romana también por su lado se movía, miró aquel general como concluido su encargo luego que le amenazaron superiores fuerzas, y de consiguiente se reembarcó el 26 del mismo agosto. Desagradó en el condado lo rápido de la excursión, y muchos pensaron que, sin comprometer su gente, hubiera podido Lacy permanecer allí más tiempo, y maniobrar en unión con el general Copons. Desamparados los pueblos, padecieron nuevas molestias del enemigo, en especial Moguer, que se había declarado y tomado parte desembozadamente. Quiso en seguida Lacy acometer a Sanlúcar de Barrameda, pero los franceses, ya sobre aviso, frustráronle el proyecto.
De vuelta a Cádiz el mismo general, estimulado por el gobierno y de acuerdo con él y los otros jefes, verificó el 29 de septiembre una salida camino del puente de Suazo, consiguiendo con ella destruir algunas obras del enemigo, siendo esta la sola operación digna de mentarse que, hasta finalizar el presente año de 1810, practicaron en la Isla gaditana las tropas de tierra.
Pudieron las de mar haber tenido ocasión de señalarse, a no
estorbárselo tiempos contrarios. El mariscal Soult, convencido de
que para cualquiera empresa contra Cádiz y la Isla de León, si
había de ser fructuosa, era indispensable fuerza sutil, Fuerza sutil
de los enemigos. ideó que
se construyesen buques al caso en Sanlúcar y en Sevilla. Para ello
valiose de barcos de aquellos puertos, ordenó una tala en los montes
inmediatos, y recibióp. 329
de Francia carpinteros, marinos y calafates. En octubre, dispuesta ya
una flotilla, se trasladó en persona a Sanlúcar dicho mariscal a
fin de presenciar desde la costa la dificultosa travesía que tenían
que emprender los referidos buques desde la boca del Guadalquivir
hasta lo interior de la bahía de Cádiz. Empezose a poner en obra el
proyecto en la noche del 31, pasando la flotilla por entre los bajos
de Punta Candor, y atracando siempre a la costa. Se componía en todo
de unos 26 cañoneros: dos vararon, nueve se metieron la misma noche
en el puerto de Santa María, y los otros anclaron en Rota, de donde,
aprovechando vientos frescos y favorables, se juntaron a los que habían
ya entrado, sin que les hubiese sido dable impedirlo a las fuerzas de
mar anglo-españolas. Pero de nada sirvió a los franceses suceso en
su entender tan dichoso. En balde después quisieron que su flotilla
doblase la punta del Trocadero, en balde trasladaron por tierra los
barcos a Puerto Real. Durante el sitio ya no se menearon de allí,
obligándolos a permanecer quedos las superiores y mejor marineras
fuerzas de los aliados.
No por eso dejaron los franceses de perfeccionar las obras de tierra, y de establecer una cadena de fuertes que se dilataba desde la entrada de la bahía hasta Chiclana, por cuya parte, y en una batería inmediata al cerro de Santa Ana, perdieron, muerto de una granada, al distinguido general de artillería Senarmont.
Los aliados tampoco se mantuvieron ociosos. Mejoraron cada vez más las fortificaciones,p. 330 y las tropas se engrosaron y adquirieron buena disciplina. De las inglesas se contaron en julio 8500 hombres; volviéronse a reducir a 5000 por los refuerzos que se enviaron a Portugal; mas antes de fines de año crecieron otra vez a 7000 con gente que llegó de Sicilia y Gibraltar. Las tropas españolas de línea pasaban de 18.000 hombres. Don Joaquín Blake continuó a su cabeza hasta 23 de julio, en cuyo tiempo se transfirió a Murcia, extendiéndose su mando, conforme apuntamos, a las divisiones existentes en aquel reino, las cuales formaban con las de la Isla de León el ejército llamado del centro.
Llegado que hubo el general Blake a su nuevo destino, restableció paz y armonía, que andaba escasa entre algunos jefes. El ejército se había aumentado a punto que poco antes enviara a Cádiz una división de 4000 hombres al mando del general Vigodet. Blake llegó el 2 de agosto, y la fuerza disponible era de unos 14.000 soldados, 2000 de caballería.
Alrededor de este ejército revoloteaban, por decirlo así, muchos partidarios, en especial del lado de Jaén y de Granada. Entre los primeros sobresalían los nombrados Uribe, Alcalde y Moreno, puestos a las órdenes del comandante Bielsa; entre los otros, el coronel Don José de Villalobos.
Cuando Blake se incorporó al ejército, se hallaba este repartido en Murcia, Elche, Alicante, Cartagena y pueblos de los contornos: algunos batallones estaban destacados en la Mancha, sierra de Segura y frontera de Granada, en dondep. 331 permanecía la caballería, extendiéndose hasta cerca de Huéscar.
Fijó la idea de Blake la atención de los franceses, y desde luego resolvió Sebastiani hacer otra excursión la vuelta de Murcia, lisonjeándose que de ella saldría tan airoso como la vez primera, y aun también de que disiparía como humo el ejército de los españoles.
Informado Blake de los intentos del enemigo, preparose a recibirle. Agrupó sucesivamente en la huerta de Murcia sus tropas, y las colocó de esta manera: la 5.ª división, al mando del brigadier Creagh, ocupó la derecha en Añora; detrás, guarnecía un batallón el monasterio de jerónimos, teniendo apostaderos por la izquierda hasta el río; delante, se plantaron cuatro piezas de artillería. Alojábase la izquierda del ejército en el lugar de Don Juan, y la componía la 3.ª división, del cargo del brigadier Sanz, teniendo un destacamento por su siniestro costado. Enlazábase esta posición con la del centro por medio de un molino aspillerado y de una batería circular, colocada en donde una de las acequias mayores se distribuye en dos atajeas. Dicho centro, que cubría la 1.ª división, al mando del general Elío, estaba cerca de Alcántara, en la Puebla.
Dispúsose además la inundación de la huerta; medio oportuno pero no del todo hacedero, ya por no ser nunca, y menos en aquella estación, muy caudaloso el Segura, ya también porque, aun en caso de una rápida avenida, las obras allí practicadas estanlo en términos que solo sirven para sangrar el río, y no para favorecerp. 332 estragos, como construidas con el único objeto de dar a los campos el necesario y fecundante beneficio del riego. Sin embargo, se inundaron los caminos y una faja de bancales por la orilla, amparando lo demás de la huerta sus naranjos y sus cidros, sus limoneros y moreras, en fin toda su intrincada y lozana frondosidad.
Siguiose en esto, y en lo de armar al paisanaje, la conducta del obispo Don Luis Belluga en la guerra de sucesión. Ahora, como entonces, acudieron todos los partidos, hasta el de Orihuela, aunque perteneciente a Valencia, y se distribuyeron en compañías y secciones, incorporándose al ejército. Manifestaron los paisanos grande entusiasmo y mucha docilidad; perfecta armonía reinó entre ellos y los soldados. Blake, declarando a Murcia amenazada de inmediato ataque, la sometió al solo y puro gobierno militar; providencia que las autoridades respetaron, y que en aquel lance obedecieron con gusto.
En el intermedio se había ido acercando el general Sebastiani, y echádose atrás nuestra caballería, a las órdenes de Don Manuel Freire, que sustentó con destreza varios reencuentros. Según los enemigos se aproximaban, daban aviso de todos sus pasos al general Blake los alcaldes de los pueblos y muchos particulares con rara puntualidad, llegando a su colmo la diligencia de todos. Los franceses aparecieron el 28 de agosto en Librilla, a 4 leguas de Murcia, y nuestros jinetes se situaron en Espinardo, con puestos avanzados sobre el río Segura. El partidariop. 333 Villalobos, que había acompañado a Freire, se colocó en Molina.
Luego que el general Sebastiani llegó a Librilla hizo varios reconocimientos; y arredrado del modo con que los nuestros le aguardaban, se apartó del intento de penetrar en Murcia, y en la noche del 29 al 30 se replegó a Totana. Hostilizáronle en la retirada los paisanos, particularmente los de Lorca, y en esta ciudad y en otros pueblos cometió el francés mil tropelías. Bien le vino a este no insistir en la empresa proyectada, pues a haber padecido descalabro, como era probable, en los laberintos de la huerta de Murcia, toda su gente hubiera sido muy maltratada, ya por los habitantes de este reino, ya por los de Granada, cuyos ánimos se encrespaban acechando la ocasión de escarmentar a sus opresores. Haberse expuesto a tal riesgo y cansado inútilmente la tropa, con marchas y contramarchas de más de cien leguas en estación tan calurosa, fueron los frutos que reportó Sebastiani de una expedición que de antemano había pregonado como fácil.
Entre los que empezaron en el reino de Granada a levantar cabeza
durante la ausencia del general francés, señalose el alcalde de
Otívar, de nombre Fernández, quien entró en Almuñecar y Motril, y aun
se apoderó de sus castillos. Estas y otras empresas que propagaron
la llama de la insurrección por las sierras y por varios pueblos de
la costa, a pesar de algunos amigos y parciales que tuvieron allí
los enemigos, impulsó a los ingleses a dar cierto apoyo a aquellos
movimientos. Decidiéronse, sobre todo,p. 334 a atacar a Málaga, guarida entonces de
corsarios, y en cuyo puerto también fondeaba una flotilla enemiga de
lanchas cañoneras. Expedición
contra
Fuengirola
y Málaga. Al efecto se preparó en Ceuta una
expedición de 2500 hombres españoles e ingleses, a las órdenes de
Lord Blayney, la cual dio la vela el 13 de octubre con dirección a
Fuengirola. Empezaron luego los aliados a embestir este castillo,
guarnecido por 150 polacos, con esperanza de que así llamarían hacia
aquel punto las fuerzas enemigas, y podrían, reembarcándose, caer
repentinamente sobre Málaga que se vería desprovista de gente. Pero
dándose Lord Blayney torpe maña, en vez de sorprender a sus contrarios,
él fue, por decirlo así, el sorprendido, acometiéndole de improviso el
general Sebastiani con 5000 hombres. Al querer retirarse, fue dicho
Lord cogido prisionero, y las tropas inglesas volvieron en confusión a
sus barcos; solo un regimiento español, el Imperial de Toledo, único
de los nuestros que allí iba, tornó a bordo sin pérdida y en buena
ordenanza.
El ruido de semejantes acontecimientos y el deseo de ensanchar los límites de su territorio, estimularon al general Blake a avanzar a la frontera de Granada, habiéndose ocupado todo aquel tiempo, desde agosto, en mejorar la disciplina de su ejército y en adiestrarle, como igualmente en asegurar sus estancias de Murcia. Envió asimismo a la Mancha, con un trozo de 300 caballos, a Don Vicente Osorio, queriendo extraer granos de aquella provincia para la manutención de su ejército. Las partidas, si bien fomentadas por Blake en todas partes, fuéronlop. 335 en especial del lado de Jaén, en donde Don Antonio Calvache sucedió a Bielsa en el mando de ellas. Mas los enemigos, persiguiendo de cerca al nuevo jefe, después de haber quemado casi toda la villa de Segura, le mataron el 24 de octubre en Villacarrillo.
Don Joaquín Blake, reuniendo sus tropas, distribuidas por la mayor parte, sin contar las de las plazas, en Murcia, Caravaca y Lorca, se puso el 2 de noviembre sobre Cúllar, movimiento hecho a las calladas y del que los franceses estaban ignorantes. Dejó Blake 2000 hombres en dicho Cúllar, y a las doce de la mañana del 3 se colocó con 7000, de los que unos 1000 eran de caballería, en las lomas que dominan la hoya de Baza, y que lame el río Guadalquitón.
Los enemigos tenían en el llano una división de caballería, que acaudillaba el general Milhaud, asistida de artillería volante: además habían situado de 2 a 3000 infantes en las inmediaciones de la ciudad, bajo la guía del general Rey. No acudió allí Sebastiani hasta después de concluida la acción que ahora iba a trabarse.
Empezó esta a las dos de la tarde, desembocando la caballería española, a las órdenes de Don Manuel Freire, por el camino real que de Cúllar va a Baza. Nuestros jinetes tiraron por la derecha, y formaron en batalla en dos líneas, sosteniendo sus costados artillería y guerrillas de fusileros. Los enemigos ciaron hacia sus peones, y entonces el general Blake, dejando apostados en las lomas la mitad de sus infantes,p. 336 se adelantó con los otros y 3 piezas en 4 columnas cerradas, repartidas en ambos lados del camino.
Nuestros caballos proseguían confiadamente su marcha; mas al querer efectuar un movimiento, se embarazaron algunos, y el enemigo, descargando sobre ellos con impetuoso arranque, los desordenó lastimosamente. Tras su ruina vino la de los infantes que habían avanzado, y solo consiguieron unos y otros rehacerse al abrigo de las tropas que habían quedado en las lomas. El enemigo no persistió mucho en el alcance. Quedaron en el campo 5 piezas; y se perdieron entre muertos, heridos y prisioneros 1000 hombres. De los franceses muy pocos.
Descalabro fue el de Baza que causó desmayo y contuvo en cierto modo el vuelo de la insurrección de aquellas comarcas. Adverso era, en esto de batallar, el hado de Don Joaquín Blake, y vituperable su empeño en buscar las acciones que fuesen campales antes que limitarse a parciales sorpresas y hostigamientos. No permaneció después largo espacio al frente de aquel ejército, llamado a desempeñar cargo de mayor alteza.
Por lo demás, y en medio de reveses y contratiempos, la tenacidad española, la serie innumerable de combates en tantos puntos y a la vez, fatigaban a los franceses, y su ejército de las Andalucías no gozó en todo el año de 1810 de mucha mayor ventura que la que tenían los de las otras provincias. Y si bien ordenadas batallas no menguaban extremadamente las filas enemigas, aniquilábanse aquí, como en lo demásp. 337 del reino, en marchas y contramarchas, y en apostaderos y guerra de montaña.
Del lado de Levante las provincias de Valencia, Cataluña y aun lo que restaba libre de la de Aragón, hubieran, obrando unidas, entorpecido muy mucho los intentos del enemigo, siendo entre ellas tanto más necesaria buena hermandad cuanto para sojuzgarlas estaban de concierto el tercero y el primer cuerpo francés. Pero la multiplicidad de autoridades, su diversa condición, los obstáculos mismos que nacían de la naturaleza de la actual guerra estorbaban completa concordia y adecuada combinación. Por fortuna, los caudillos enemigos, aunque no menos interesados en aunarse, y aquí más que en otras partes, a duras penas lo conseguían, no ya por las rivalidades personales que a veces se suscitaban, sino principalmente por lo dificultoso de acudir al cumplimiento de un plan convenido.
En Valencia Don José Caro, más bien que en la guerra pensaba en ir
adelante con sus desafueros. Dejó que se perdiesen Lérida, Mequinenza y
hasta el castillo de Morella, sin dar señales de oponerse al enemigo,
ni siquiera de distraerle. Al fin, viendo Caro que se aproximaban los
franceses y que la voz pública se acedaba contra tan culpable abandono,
mandó a D. Juan Odonojú, prisionero en la batalla de María y ahora
libre, que se adelantase con 4000 hombres. El 24 de junio arrojaron
estos de Villabona a los enemigos, que se abrigaron a Morella, Choques
en Morella
y Albocácer. delante
de cuyo pueblo se trabó el 25 un choque muy vivo retirándose después
los nuestros en vista dep.
338 haberse reforzado los contrarios. Por segunda vez avanzó
en julio el mismo Odonojú, y aun llegó el 16 a intimar la rendición
al castillo de Morella, pero revolviendo sobre él prontamente el
general Montmarie, le obligó a alejarse y causole en Albocácer un
descalabro.
No había Don José Caro tomado parte personalmente en ninguna de semejantes refriegas, hasta que en agosto, pidiendo su cooperación el general de Cataluña para aliviar a Tortosa, amenazada de sitio, se movió aquel por la costa lentamente y más tarde de lo que conviniera. Llevó consigo 10.000 hombres de línea y otros tantos paisanos, y se situó en Benicarló y San Mateo. El general Suchet vino por Cálig a su encuentro con diez batallones y también con artillería y caballería. Caro no le aguardó, replegándose, después de ligeras escaramuzas, a Alcalá de Chivert, y de allí el 16 de agosto a Castellón de la Plana y Murviedro. No retrocedió en desorden el ejército valenciano, si bien su jefe Don José Caro dio el triste y criminal ejemplo de ser de los primeros y aun de los pocos que desaparecieron del campo. Zahiriole por ello agriamente su hermano Don Juan, hombre ligero pero arrojado, de quien hablamos allá en Cataluña.
Con la conducta que en esta ocasión mostró el general de Valencia se acreció el odio contra su persona, y lo que aún es peor, menospreciósele en gran manera. Se descubrieron asimismo tramas que urdía y proscripciones que intentaba, propalándose en el público sus proyectos con tintas que entenebrecían el cuadro. Temeroso,p. 339 por tanto, se escabulló disfrazado de fraile [traje harto extraño para un general], y pasó luego a Mallorca, sin cuya precaución hubiera tal vez sido blanco de las iras del pueblo.
Sucediole inmediatamente en el mando Don Luis de Bassecourt, que estaba a la cabeza de una división volante en Cuenca, hombre que si bien alabancioso al dar sus partes y no de grande capacidad, aventajábase en valor y otras prendas a su antecesor, procurando también con mayor ahínco acordar sus operaciones con los generales de los demás distritos, en especial con los de Aragón y Cataluña.
En este principado hacíase la guerra con otra eficacia y obstinación que en Valencia, merced al celo de su congreso y a la pronta diligencia y esmero de su general Don Enrique O’Donnell. O’Donnell. Luego que en 17 de julio estuvo reunida aquella corporación, tomó varias resoluciones, algunas bastantemente acertadas. En la milicia acomodó los alistamientos a la índole de los naturales, imponiendo solo la obligación de un enganche de dos años, con facultad de gozar cada seis meses de una licencia de 15 días. Sin embargo, los catalanes, tan dispuestos a pelear como somatenes, repugnaban a tal punto el servicio de tropa reglada que tuvo su congreso que establecer comisiones militares para castigar a los desertores, y aun a los distritos que no aprontasen su contingente. Recaudáronse con mayor regularidad los impuestos y se realizó, a pesar de lo exhausto que ya estaba el país, un empréstito de medio millón de duros. Aplicáronse a los hospitales los productos que antes percibía la curia romana,p. 340 y ahora los obispos, por dispensas y otras gracias o exenciones. El alma de muchas de estas providencias era el mismo Don Enrique O’Donnell, quien puso además particular conato en adiestrar sus tropas, en inculcar en ellas emulación y buen ánimo, y también en mejorar la instrucción de los oficiales.
Por su parte, el mariscal Macdonald apenas podía ocuparse en otras operaciones que en las de avituallar a Barcelona: los convoyes de mar estaban interrumpidos, y los de tierra, escasos y lentos, tenían con frecuencia que repetirse y ser escoltados con la mayor parte del ejército si no se quería que fuesen presa de los somatenes y de las tropas españolas. Macdonald trató en un principio de granjearse las voluntades de los habitantes, contrastando su porte con la ferocidad del mariscal Augereau, que había, por decirlo así, guarnecido las orillas de algunos caminos con patíbulos y cadáveres. Estaban los ánimos sobradamente lastimados de ambas partes para que pudiesen olvidarse antiguas y recíprocas ofensas. Así, no surtieron grande efecto las buenas intenciones, y aun medidas, del mariscal Macdonald, acabando también él mismo por adoptar a veces resoluciones rigurosas.
En junio, y poco después de tomar el mando, acompañó no sin tropiezos un convoy a Barcelona. Volvió después a Gerona y preparose a conducir otro en mediados de julio a la misma ciudad. O’Donnell trató de estorbarlo, y destacó a Granollers 6500 infantes y 700 caballos, unidos a 2500 paisanos bajo las órdenes de D. Miguel Iranzo. Trabose un reñido choque entrep. 341 los nuestros y los franceses, pero mientras tanto pasó a la deshilada el convoy y se metió en Barcelona.
Doliose mucho O’Donnell del malogro de aquella empresa, y no faltó quien lo atribuyese a desmaño del general que en Granollers mandaba. El plan que O’Donnell había resuelto seguir en Cataluña pareció el más acertado. Evitando batallas generales, quería por medio de columnas volantes sorprender los destacamentos enemigos, interceptar o molestar sus convoyes y aniquilar así sucesivamente la fuerza de aquellos. Por tanto, el ejército español de Cataluña que, según dijimos, constaba en julio de unos 22.000 hombres, sin contar somatenes ni guerrilleros, estaba colocado al principiar agosto del modo siguiente: la 1.ª división ocupaba las orillas del Llobregat y observaba a Barcelona, estando también fortificada la montaña de Montserrat; la 2.ª acampaba en Falset y no perdía de vista a Suchet que, como poco hace apuntamos, intentaba sitiar a Tortosa; parte de la 3.ª cubría en Esterri las avenidas del valle de Arán; la reserva, distribuida en dos trozos, mantenía uno en el Coll del Alba, próximo a Tortosa, y el otro en Arbeca y Borjas Blancas, para enfrenar la guarnición de Lérida. Un cuerpo de húsares y tropas ligeras se alojaban en Olot y acechaban las comarcas de Besalú y Bañolas; varios guerrilleros recorrían la demás tierra, aprovechándose todos de las ocasiones que se presentaban para desvanecer los intentos del enemigo e incomodarle continuamente. El cuartel general permanecía en Tarragona, desde donde O’Donnell gobernabap. 342 las maniobras más notables, tomando a veces en ellas parte muy principal. Con esta distribución, creyó el general de Cataluña que, vigilando las plazas y puntos más señalados, llevaría a cumplido efecto su plan, y que el ejército francés se rehundiría poco a poco, y en combates parciales.
Si en todo no se llenaron los deseos de D. Enrique O’Donnell, se lograron en parte. El mariscal Macdonald, afanado siempre con el abastecimiento de Barcelona, no pudo, desde el segundo convoy que metió allí en julio, pensar en cosa importante sino en preparar otro tercero, que consiguió introducir el 12 de agosto. Entonces, más libre, resolvió, aunque todavía en balde, favorecer directamente las operaciones del general Suchet.
No desistía este general del indicado propósito de sitiar a Tortosa, lo que dio ocasión a varios combates y reencuentros, algunos ya referidos, con las tropas españolas de Cataluña, Aragón y Valencia, que precedieron a la formalización del cerco, ligándose de parte de los franceses las más de las operaciones, aun las lejanas de aquel principado, con tan primario objeto, por lo que a una y en el mejor orden que nos sea posible, si bien brevemente, daremos de ellas cuenta.
Suchet, para emprender el sitio, estableció en Mequinenza un depósito de municiones de guerra y boca: transportarlas de allí a Tortosa era grande dificultad. Ofrecía el Ebro comunicación por agua; pero, interrumpida en partes con varias cejas o bajos, solo se podían estos salvar enp. 343 las crecidas, y rara vez en los tiempos secos del estío. Del lado de tierra era aún más trabajoso y aun impracticable el tránsito, encallejonándose los caminos que van desde Caspe a Mequinenza entre montañas cada vez más escarpadas según avanzan a Mora, las Armas, Jerta y Tortosa, por lo que ya en 21 de julio empezaron los franceses a componer uno antiguo de ruedas, cuyos rastros al parecer se conservaban del tiempo de la guerra de sucesión. Suchet, antes de que la ruta se concluyese, fue arrimando fuerzas a la plaza.
En los primeros días de julio, la división que mandaba el general Habert dirigiose, partiendo de cerca de Lérida, por la izquierda del Ebro, y llegó a García, estando pronto a caer sobre Tivenys y Tortosa. Poco antes salió de Alcañiz la división de Laval, y después de haberse movido la vuelta de Valencia, retrocedió, y se colocó el 3 de julio a la derecha del Ebro, delante del puente de Tortosa, prolongando su derecha a Amposta y destacando tropas que observasen el Cenia, siendo esta división, o parte de ella, la que tuvo que habérselas con los valencianos en los combates parciales acaecidos allí por este tiempo, y ya relatados. Suchet mantuvo a su lado la brigada del general Paris, y sentó el 7 sus reales en Mora, dándose la mano con los dos generales Laval y Habert, y echando para la comunicación de ambas orillas del Ebro dos puentes, sin que sus soldados consiguiesen, como lo intentaron, quemar el de barcas de Tortosa.
La guarnición de esta plaza hizo desde el principio varias salidas e incomodó a Laval, quep. 344 se atrincheraba en su campo. Igualmente parte de la división española que se alojaba en Falset atacó con vigor los puestos enemigos en Tivisa, y el 15 toda ella, teniendo al frente al marqués de Campoverde, rechazó una acometida de los enemigos y aun siguió el alcance.
Eran tales maniobras precursoras de otras que ideaba O’Donnell, quien el 29 acometió en persona al general Habert. No pudo el español desalojar de Tivisa a su contrario, mas el 1.º de agosto se metió en Tortosa y dispuso para el 3 una salida contra Laval. La mandaba Don Isidoro Uriarte, y embistiendo los nuestros intrépidamente al enemigo, le rechazaron al principio y destruyeron varias de sus obras. La población sirvió de mucho, pues llena de entusiasmo auxiliaba a los combatientes, aun en los parajes en que había peligro, con abundantes refrescos, y aliviaba a los heridos con prontos y acomodados socorros. Reforzados al cabo los franceses, tuvieron los españoles que recogerse a la plaza, dejando algunos prisioneros, entre ellos al coronel Don José María Torrijos. Semejantes operaciones hubieran sido más cumplidas si D. José Caro, con quien se contaba, no hubiera por su parte procedido, según hemos visto, tarde y malamente.
También Don Enrique O’Donnell se vio obligado a retroceder en breve a Tarragona, adonde le llamaban otros cuidados. El mariscal Macdonald, después de haber introducido en Barcelona el convoy mencionado de agosto, se adelantó vía de Tarragona ya para cercar si podía esta plaza, ya para coadyuvar en caso contrariop. 345 al asedio de Tortosa. Desistió de lo primero, falto de almacenes y escasos los víveres en aquella comarca, cuyos granos de antemano recogiera O’Donnell. Este, además, se apostó de suerte que, guarecido de ser atacado con buen éxito, trató de reducir a hambre el cuerpo de Macdonald, situado desde el 18 de agosto en Reus y sus contornos. Frustrósele el 21 al mariscal francés un reconocimiento que tentó del lado de Tarragona, escarmentándole los nuestros en la altura de La Canonja. Se retira. Para evitar mayor desastre, retirose Macdonald el 25 de Reus, pidiendo antes la exorbitante contribución de 136.000 duros, e imponiendo otra también muy pesada sobre géneros ingleses y ultramarinos.
El camino que tomó fue el de Lérida, para abocarse en esta ciudad con el general Suchet, y desde Alcover, dirigiéndose a Montblanch, pasaron sus tropas por el estrecho de la Riba. Aquí las detuvo por su frente la división que mandaba el brigadier Georget, que de antemano había dispuesto O’Donnell viniese de hacia Urgel, en donde estaba. Al mismo tiempo, D. Pedro Sarsfield las atacó por flanco y retaguardia en las alturas de Picamoixons y Coll de las Molas, maniobrando a la izquierda varias partidas. Los enemigos, con tan impensado ataque y las asperezas del camino, se vieron muy comprometidos, pero siendo numerosas sus fuerzas, alcanzaron, por último, forzar el paso y ganar las cumbres, ayudándoles mucho una salida que hizo, a espaldas de Georget, la guarnición de Lérida. Con todo, perdieron los franceses unos 400 hombres, entre muertos y heridos, y 150 prisioneros.
p. 346
Llegado a Lérida el mariscal Macdonald, se avistó el 29 con el general Suchet, que ya le aguardaba. Convinieron ambos en limitar ahora sus operaciones al sitio de Tortosa, emprendiéndole el último por sí y con sus propios medios, al paso que el primero debía protegerle, con tal que tuviese víveres, los que le suministró Suchet en cuanto le fue dable. Entonces creyó este que podría obrar activamente y apoderarse en breve de Tortosa, sobre todo habiendo empezado a acercar a la plaza, favorecido de una crecida del Ebro, piezas de grueso calibre. Pero sus esperanzas no estaban todavía próximas a realizarse.
El ejército francés de Cataluña continuó siempre escaso de granos y embarazado para menearse, a pesar de los grandes esfuerzos de Suchet y de Macdonald, pues las partidas, la oposición de los pueblos, la cuidadosa diligencia de O’Donnell y sus movimientos desbarataban o detenían los planes más bien combinados. Se colocó, en los primeros días de septiembre, en Cervera, el mariscal Macdonald: y el general español vislumbró desde luego que su enemigo tomaba aquellas estancias para cubrir las operaciones de Suchet, amenazar por retaguardia la línea del Llobregat, y enseñorearse de considerable extensión de país que le facilitase subsistencias. Prontamente determinó O’Donnell suscitar al francés nuevos estorbos, continuando en su primer propósito de esquivar batallas campales.
Nada le pareció para conseguirlo tan oportuno como atacar los puestos que el enemigo tenía a retaguardia, cuyos soldados se juzgaban seguros, fuera del alcance del ejército español, yp. 347 bastante fuertes y bien situados para resistir a las partidas. O’Donnell, firme en su resolución, ordenó que se embarcasen en Tarragona pertrechos, artillería y algunas tropas, yendo todo convoyado por cuatro faluchos y dos fragatas, una inglesa y otra española. Partió él en persona, el 6 de septiembre, por tierra, poniéndose en Villafranca al frente de la división de Campoverde, que de intento había mandado venir allí. En seguida dirigiose hacia Esparraguera, colocó fuerzas que observasen al mariscal Macdonald, y otras que atendiesen a Barcelona, y uniendo a su tropa la caballería de la división de Georget, prosiguió su ruta por San Cugat, Mataró y Pineda. Salió de aquí el 12, envió por la costa a Don Honorato de Fleyres con dos batallones y 60 caballos, y él se encaminó a Tordera. Marchó Fleyres contra Palamós y San Feliú de Guíxols, y O’Donnell, después de enviar exploradores hacia Hostalrich y Gerona, avanzó a Vidreras. Para obrar con rapidez, tomó el último consigo, al amanecer del 14, el regimiento de caballería de Numancia, 60 húsares y 100 infantes, que fueron tan de priesa que las ocho horas de camino que se cuentan de Vidreras a La Bisbal, las anduvieron en poco más de cuatro. Siguió detrás, y más despacio, el regimiento de infantería de Iberia, situándose Campoverde con lo demás de la división en el valle de Aro, a manera de cuerpo de reserva.
Luego que O’Donnell llegó enfrente de La Bisbal, ocupó todas las avenidas, y diose tal maña que no solo cogió piquetes de coraceros que patrullaban y un cuerpo de 130 hombres quep. 348 venía de socorro, sino que en la misma noche del 14 obligó a capitular al general Schwartz con toda su gente que juntos se habían encerrado en un antiguo castillo del pueblo. Desgraciadamente, queriendo poco antes reconocer por sí O’Donnell dicho fuerte, con objeto de quemar sus puertas, fue herido de gravedad en la pierna derecha, cuyo accidente enturbió la común alegría.
Fleyres, afortunado en su empresa, se apoderó de San Feliú de Guíxols, y el teniente coronel Don Tadeo Aldea de Palamós, teniendo este la gloria de haber subido el primero al asalto. Entre ambos puntos, el de La Bisbal y otros de la costa tomaron los españoles 1200 prisioneros, sin contar al general Schwartz y 60 oficiales, habiendo también cogido 17 piezas. Mereció más adelante Don Enrique O’Donnell, por expedición tan bien dirigida y acabada, el título de conde de La Bisbal.
Posteriormente a este suceso creció la guerra contra los franceses en el norte de Cataluña. Don Juan Clarós los molestaba hacia Figueras y el coronel Don Luis Creeft, con los húsares de San Narciso, por Besalú y Bañolas. Marchó a Puigcerdá el marqués de Campoverde, acosó un trozo de enemigos hasta Montluis y exigió contribuciones en la misma Cerdaña francesa, de donde revolviendo sobre Calaf, estrechó de aquel lado al mariscal Macdonald, al paso que el brigadier Georget le observaba por Igualada.
El barón de Eroles, que ya se había distinguido en el sitio de Gerona, se encargó, después de Campoverde, del mando de los distritos delp. 349 norte de Cataluña, bajo el título de comandante general de las tropas y gente armada del Ampurdán. Empezó luego a hacer grave daño a los enemigos, y al promediar de octubre les apresó un convoy cerca de la Junquera, acometiéndolos el 21, con ventaja, en su campamento de Lladó.
El propio día, junto a Cardona, hizo asimismo frente el marqués de Campoverde a las tropas del mariscal Macdonald. Vinieron estas de hacia Solsona, cuya catedral habían quemado pocos días antes, y, encontrando resistencia, tornaron a sus anteriores puestos: con la noche también se recogieron los españoles a Cardona.
No eran decisivas, ni a veces de importancia, las más de dichas acciones ni otras refriegas que omitimos; pero con ellas embarazábanse los franceses, y se retardaban sus operaciones, renovándose la escasez de víveres y creciendo la dificultad de su recolección.
Motivo por el que volvió Barcelona a dar a los enemigos fundados temores. Dos meses eran ya corridos después de la entrada en la plaza del último socorro, y los apuros se reproducían en su recinto. Se esperaba el alivio de un convoy que partiera de Francia; mas como no bastaban para custodiarle las fuerzas que regía en el Ampurdán el general D’Hilliers, tuvo Macdonald que ir en noviembre camino de Gerona para conducir salvo dicho convoy hasta la capital del principado.
Así el cerco de Tortosa, suspendido en los meses de septiembre y octubre, continuó del mismo modo durante el noviembre. No había aquellap. 350 interrupción pendido solamente de las razones que estorbaron al mariscal Macdonald cooperar a aquel objeto, según había ofrecido, sino también de los obstáculos que se presentaron al general Suchet, nacidos unos de la naturaleza, otros del hombre. Los primeros parecían vencidos con las lluvias del equinoccio, que empezaron a hinchar el Ebro, y con lo que se adelantaba en el camino de ruedas arriba indicado; no así los segundos, que llevaban traza de crecer en lugar de allanarse.
Resueltos, sin embargo, los franceses a proseguir en su intento,
habían tratado ya en septiembre de enviar desde Mequinenza convoyes
por agua, y de asegurar el tránsito haciendo el 17 pasar de Flix a la
otra orilla del Ebro un batallón napolitano. El barón de La Barre,
que mandaba una división española en Falset (punto que los nuestros
volvieron a ocupar luego que Macdonald en agosto se dirigió a Lérida),
Los atacan
los españoles. destacó
un trozo de gente, a las órdenes del teniente coronel Villa, contra
el mencionado batallón, al cual este jefe sorprendió y cogió entero.
Afortunadamente para los franceses, el convoy que debió partir retardó
su salida, escaso todavía de agua el río Ebro, sin lo cual hubiera
aquel tenido la misma suerte que los napolitanos. No solo en este sino
también en otros lances prosiguió el barón de La Barre incomodando al
enemigo lo largo de aquella orilla.
Por la derecha desempeñaron igual faena los aragoneses. Gobernábalos en jefe desde agosto Don José María de Carvajal, a quien la regencia de Cádiz había nombrado con objeto de quep. 351 obedeciesen a una sola mano las diversas partidas y cuerpos que recorrían aquel reino. Pensamiento loable, pero cuya ejecución se encomendó a hombre de limitada capacidad. Carvajal paró solo mientes en lo accesorio del mando, y descuidó lo más principal. Estableció en Teruel grande aparato de oficinas, con poca previsión almacenes, y dio ostentosas proclamas. En vez de ayudar, embarazaba a los jefes subalternos, y mostrábase quisquilloso con sus puntas de celos.
Importunaba más que a los otros a Don Pedro Villacampa, como quien descollaba sobre todos. Este caudillo, sin embargo, continuando infatigable la guerra, cogió el 6 de septiembre, en Andorra, Andorra. un destacamento enemigo, y al siguiente día, en Las Cuevas de Cañart, Las Cuevas. un convoy con 136 soldados y 3 oficiales. El coronel Plicque, que lo mandaba, logró escaparse, achacándose a Carvajal la culpa por haber retenido lejos, so pretexto de revista, parte de las tropas. Desazonado Suchet con tales pérdidas, envió de Mora para ahuyentar a Villacampa alguna fuerza a las órdenes del general Habert, que, reunido a los coroneles Plicque y Kliski, que estaban hacia Alcañiz, obligó al español a enmarañarse en las sierras.
Mas pasado un mes, volviendo Villacampa a avanzar, resolvió de nuevo Suchet que le atacasen sus tropas, y destacó a Chlopicki del bloqueo de Tortosa, con 7 batallones y 400 caballos. Villacampa retrocedió, y Carvajal evacuó a Teruel, donde entraron los franceses el 30. Siguieron estos de cerca a los españoles, Alventosa. y en la mañana siguiente alcanzaron su retaguardia másp. 352 allá de la quebrada de Alventosa, y cogieron 6 piezas, varios caballos y carros de municiones.
Chlopicki creyó con esto haber dispersado del todo a los españoles; pero luego se desengañó, quedando en pie la mayor parte de la fuerza del general Villacampa. Por lo mismo trató de aniquilarla, y se encontró con ella apostada, el 12 de noviembre, en las alturas inmediatas al santuario de la Fuensanta, espaldas de Villel. Don Pedro Villacampa tenía unos 3000 hombres, manteniéndose Carvajal con alguna gente en Cuervo, a una legua del campo de batalla. La posición española era fuerte, aunque algo prolongada, y la defendieron los nuestros dos horas porfiadamente, hasta que la izquierda fue envuelta y atropellada. Perecieron de los españoles unos 200 hombres, ahogándose bastantes en el Guadalaviar al cruzar el puente de Libros, que con el peso se hundió.
Chlopicki tornó después al sitio de Tortosa, y dejó a Kliski con 1200 hombres para defender por aquella parte contra Villacampa la orilla derecha del Ebro.
Entre tanto, sosteniéndose altas con mayor constancia las aguas de
este río, apresuráronse los enemigos a transportar lo que exigía el
entero complemento del asedio de aquella plaza. Mas no lo ejecutaron
sin tropiezos y contratiempos. Combates
parciales. El 3 de noviembre, diecisiete barcas partieron de
Mequinenza, escoltadas con tropa francesa que las seguían por las
márgenes del Ebro; la rapidez de la corriente hizo que aquellas tomasen
la delantera. Aprovechose de tal acaso el teniente coronel Villa,
puesto en emboscadap. 353
entre Fayón y Ribarroja, y atacando el convoy cogió varias barcas,
salvándose las otras al abrigo de refuerzos que acudieron. No les
faltaron tampoco, antes de llegar a su destino, nuevas refriegas. Lo
mismo sucedió el 27 de noviembre a otro convoy, con la diferencia de
que en este caso las barcas se habían retrasado, anticipándose las
escoltas, y catalanes en acecho acometieron aquellas, las hicieron
varar, y cogieron 70 hombres de la guarnición de Mequinenza que habían
salido a socorrerlas.
Como semejantes tentativas y correrías o eran proyectadas por la división española alojada en Falset, o por lo menos las apoyaba, había ya determinado Suchet, tanto para escarmentarla, cuanto para facilitar la aproximación del 7.º cuerpo, al que siempre aguardaba, atacar a los españoles en aquel puesto. Verificolo así el 19 de noviembre por medio del general Habert, quien, no obstante una viva resistencia de los nuestros, regidos por el barón de La Barre, se enseñoreó del campo y cogió 300 prisioneros, de cuyo número fue el general García Navarro, si bien luego consiguió escaparse.
Don Luis de Bassecourt, por el lado de Valencia, también tentó
molestar a los franceses, y aun divertirlos del sitio de Tortosa. En la
noche del 25 de noviembre partió de Peñíscola la vuelta de Ulldecona,
con 8000 infantes y 800 caballos distribuidos en tres columnas: la del
centro la mandaba el mismo Bassecourt; la de la derecha, que se dirigía
camino de Alcanar, Don Antonio Porta; y la de la izquierda, Don Melchor
Álvarez. Al llegar el primero cerca de Ulldecona,p. 354 Acción
de
Ulldecona. perdió tiempo aguardando a Porta; pero, impaciente,
ordenó al fin que avanzasen guerrillas de infantería y caballería, y
que al oír cierta señal atacasen. Hízose así, sustentando Bassecourt
la acometida por el centro con el grueso de los jinetes, y por los
flancos con los peones. Hasta tercera vez insistieron los nuestros en
su empeño, en cuya ocasión no descubriéndose todavía ni a Porta, ni
a Don Melchor Álvarez, tuvieron que cejar con quebranto, en especial
el escuadrón de la Reina, cuyo coronel, Don José Velarde, quedó
prisionero. Bassecourt se retiró por escalones y en bastante orden
hasta Vinaroz, donde se le juntó Don Antonio Porta. Los franceses
vinieron luego encima, habiendo juntado todas sus fuerzas el general
Musnier, que los mandaba, con lo que los nuestros, ya desanimados,
se dispersaron. Recogiose Bassecourt a Peñíscola, en donde se volvió
a reunir su gente, y llegó noticia de haberse mantenido salva la
izquierda que capitaneaba Don Melchor Álvarez, ya que no acudiese con
puntualidad al sitio que se le señalara. Corta fue de ambos lados la
pérdida; los prisioneros por el nuestro, bastantes, aunque después se
fugaron muchos. Achacose en parte la culpa de este descalabro a la
lentitud de Porta: otros pensaron que Bassecourt no había calculado
convenientemente los tropiezos que en la marcha encontrarían las
columnas de derecha e izquierda.
Al mismo tiempo que se avanzó hacia Ulldecona, dio la vela de Peñíscola una flotilla, con intento de atacar los puestos franceses de la Rápita y los Alfaques; mas, estando sobre aviso el generalp. 355 Harispe, que había sucedido en el mando de la división a Laval, muerto de enfermedad, tomó sus precauciones y estorbó el desembarco.
Se acercaba, en tanto, el día en que Macdonald, después de largo
esperar, ayudase de veras a la completa formalización del sitio de
Tortosa. Permitióselo el haber podido meter en Barcelona el convoy
que insinuamos fue a buscar vía del Ampurdán. Aseguradas de este modo
por algún tiempo las subsistencias en dicha plaza, dejó en ella 6000
hombres; 14.000 a las órdenes del general Baraguey D’Hilliers en Gerona
y Figueras, de que la mayor parte quedaba disponible para guerrear
en el campo y mantener las comunicaciones con Francia, y con 15.000
restantes marchó el mismo Macdonald la vuelta del Ebro, entrando en
Mora el 13 de diciembre. Concertáronse él y Suchet, y sentando este en
Jerta su cuartel general, Formaliza el sitio
Suchet. ocupó el otro los puestos que antes cubría la división
de Habert, y se dio principio a llevar con rapidez los trabajos del
sitio de Tortosa, del que hablaremos en uno de los próximos libros.
A la propia sazón el ejército español de Cataluña, dejando una
división que observase el Llobregat, y continuando el Ampurdán al
cuidado del barón de Eroles, se colocó en su mayor parte frontero
a Macdonald, en figura de arco, alrededor de Lent, y apoyada la
derecha en Montblanch. Deja O’Donnell
el
mando. Faltole luego el brazo activo y vigoroso de Don Enrique
O’Donnell, quien debilitado a causa de su herida, empeorada con los
cuidados, tuvo que embarcarse para Mallorca antesp. 356 de acabar diciembre, recayendo el mando
interinamente, como más antiguo, en Don Miguel de Iranzo.
Por la relación que acabamos de hacer de las operaciones militares de estos meses en Cataluña, Aragón y Valencia, harto enmarañadas, y quizá enojosas por su menudencia, habrá visto el lector cómo, a pesar de haber escaseado en ellas trabazón y concierto, fueron para el enemigo incómodas y ominosas; pues desde principio de julio que embistió a Tortosa, no pudo hasta diciembre formalizar el sitio. Nuevo ejemplo de lo que son estas guerras. Sesenta mil franceses, no obstante los yerros y la mala inteligencia de nuestros jefes, nada adelantaron por aquella parte durante varios meses en la conquista, estrellándose sus esfuerzos contra el tropel de refriegas y pertinacia de los pueblos.
En el riñón de España, junto con las provincias vascongadas y Navarra, se aumentaban las partidas, y en este año de 10 llegaron a formar algunas de ellas cuerpos numerosos y mejor disciplinados; pues en tales lides, como decía Fernando del Pulgar, «crece el corazón con las hazañas, y las hazañas con la gente, y la gente con el interés.» Proseguían también allí, en algunos parajes, gobernando las juntas, las cuales, sin asiento fijo, mudaban de morada según la suerte de las armas, y ya se embreñaban en elevadas sierras, o ya se guarecían en recónditos yermos. La regencia de Cádiz nombraba a veces generales que tuviesen bajo su mando los diversos guerrilleros de un determinado distrito, o ensalzaba a los que de entre ellos mismosp. 357 sobresalían, autorizándolos con grados y comandancias superiores. Igualmente envió intendentes u otros empleados de hacienda que recaudasen las contribuciones y llevasen, en lo posible, la correspondiente cuenta y razón, invirtiéndose los productos en las atenciones de los respectivos territorios. Y si no se estableció en todas partes entero y cumplido orden, incompatible con las circunstancias y la presencia del enemigo, por lo menos adoptose un género de gobernación que, aunque llevaba visos de solo concertado desorden, remedió ciertos males, evitó otros, y mantuvo siempre viva la llama de la insurrección.
No poco por su lado contribuían los franceses al propio fin. Sus extorsiones pasaban la raya de lo hostigoso e inicuo. Vivían, en general, de pesadísimas derramas y de escandaloso pillaje, cuyos excesos producían en los pueblos venganzas, y estas crueles y sanguinarias medidas del enemigo. Los alcaldes de los pueblos, los curas párrocos, los sujetos distinguidos, sin reparar en edad ni aun en sexo, tenían que responder de la tranquilidad pública, y con frecuencia, so pretexto de que conservaban relaciones con los partidarios, se los metía en duras prisiones, se los extrañaba a Francia, o eran atropelladamente arcabuceados. ¡Qué pábulo no daban tales arbitrariedades y demasías al acrecentamiento de las guerrillas!
Asaltados por ellas en todos lugares, tuvieron los enemigos que establecer de trecho en trecho puestos fortificados, valiéndose de antiguos castillos de moros, o de conventos y casas-palacio. Por este medio aseguraban sus caminos militares,p. 358 la línea de sus operaciones, y formaban depósitos de víveres y aprestos de guerra. Su dominio no se extendía generalmente fuera del recinto fortalecido, teniendo a veces que oír, mal de su grado y sin poder estorbarlo, las jácaras patrióticas que en su derredor venían a entonar, con los habitantes, los atrevidos partidarios.
Al viajante presentaban por lo común aquellos caminos triste y desoladora vista: pueblos desiertos, arruinados, continua soledad que interrumpían de tarde en tarde escoltados convoyes, o la aparición de los puestos franceses, cuyos soldados recelosamente salían de entre sus empalizadas. Resultas precisas, pero lastimosas, de tan cruda y bárbara guerra.
Conservar de este modo las comunicaciones exigía de los franceses suma vigilancia y mucha gente. Así, en las provincias de que vamos hablando, nada menos contaban que unos 70.000 hombres, 24.000 en Madrid y lo restante de Castilla la Nueva. En la Vieja, además de Segovia y Ávila, y de otros puntos de inmediato enlace con las operaciones de Portugal y Asturias, había en Valladolid de 6 a 7000 hombres, y 10.000 en Burgos, Soria y sus contornos; 7000 se esparcían por Álava, Vizcaya y Guipúzcoa, y 22.000 se alojaban en Navarra. Distribuíase toda esta gente en columnas móviles, o se juntaba, según los casos, en cuerpos más numerosos y compactos.
En orden a los partidarios, causadores de tanto afán, no nos es dado hacer de todos particular especificación, y menos de sus hechos, como ajena de una historia general. Subía a 200p. 359 la cuenta de los caudillos más conocidos, apareciendo y desapareciendo otros muchos con las oleadas de los sucesos.
Los que andaban cerca de los ejércitos en la circunferencia peninsular, y de que ya hemos hablado, permanecían más fijos en sus respectivos lugares, como dependientes de cuerpos reglados. Los que ahora nos ocupan, si bien de preferencia tenían, digámoslo así, determinada vivienda, trasladábanse de una provincia a otra al son de las alternativas y vueltas de la guerra, o según el cebo que ofrecía alguna lucrativa o gloriosa empresa.
En Andalucía, aparte de las guerrillas nombradas y que recorrían las sierras de Granada y Ronda, diéronse a conocer bastante las de Don Pedro Zaldivia, Don Juan Mármol y Don Juan Lorenzo Rey, habiendo una, que apellidaron del Mantequero, metídose en el barrio de Triana un día de los del mes de septiembre, con gran sobresalto de los franceses de Sevilla.
Continuaban en la Mancha haciendo sus excursiones Francisquete y los ya insinuados en otro libro. Oyéronse ahora los nombres de Don Miguel Díaz y de Don Juan Antonio Orobio, juntamente con los de Don Francisco Abad y Don Manuel Pastrana, el primero bajo el mote de Chaleco, y el último bajo el de Chambergo. Usanza esta general entre el vulgo, no olvidada ahora con caudillos que por la mayor parte salían de las honradas pero humildes clases del pueblo.
Apareció en la provincia de Toledo Don Juan Palarea, médico de Villaluenga, y en la mismap. 360 murió el famoso partidario Don Ventura Jiménez, de resultas de heridas recibidas el 17 de junio en un empeñado choque junto al puente de San Martín. Igual y gloriosa suerte cupo a Don Toribio Bustamante, alias el Caracol, que recorría aquella provincia y la de Extremadura. Tomó las armas después de la batalla de Rioseco, en donde era administrador de correos, para vengar la muerte de su mujer y de un tierno hijo, que perecieron a manos de los franceses en el saco de aquella ciudad. Finó el 2 de agosto, lidiando en el puerto de Miravete.
En las cercanías de Madrid hervían las partidas, a pesar de las fuerzas respetables que custodiaban la capital; bien es verdad que dentro tenía la causa nacional firmes parciales, y auxilios y pertrechos, y hasta insignias honoríficas recibían de su adhesión y afecto los caudillos de las guerrillas.
Don Juan Martín [el Empecinado], que por lo común peleaba en la provincia vecina de Guadalajara, era a quien especialmente se dirigían los envíos y obsequiosos rendimientos. Cuerpos suyos destacados rondaban a menudo no lejos de Madrid, y el 13 de julio hasta se metieron en la Casa de Campo, tan inmediata a la capital y sitio de recreo de José. A tal punto inquietaban estos rebatos a los enemigos, y tanto se multiplicaban, que el conde de Laforest, embajador de Napoleón cerca de su hermano, después de hablar en un pliego, escrito en 5 de julio al ministro Champagny, de que las «sorpresas que hacían las cuadrillas españolas de los puestos militares, de los convoyes y correos, eran cada díap. 361 más frecuentes», añadía, «que en Madrid nadie se podía, sin riesgo, alejar de sus tapias.»
Mirando los franceses al Empecinado como principal promovedor de tales acometidas, quisieron destruirle, y ya en la primavera habían destacado contra él, a las órdenes del general Hugo, una columna volante de 3000 infantes y caballos, en cuyo número había españoles de los enregimentados por José, pero que comúnmente solo sirvieron para engrosar las filas del Empecinado.
El general Hugo, aunque al principio alcanzó ventajas, creyó oportuno, para apoyar sus movimientos, fortalecer en fines de junio a Brihuega y Sigüenza. No tardó el Empecinado en atacar a esta ciudad, constando ya su fuerza de 600 infantes y 400 caballos. Se agregó a él, con 100 hombres, Don Francisco de Palafox, que vimos antes en Alcañiz, y que luego pasó a Mallorca, donde murió. Juntos ambos caudillos, obligaron a los franceses a encerrarse en el castillo, y entraron en la ciudad. Abandonáronla pronto. Mas desde entonces el Empecinado no cesó de amenazar a los franceses en todos los puntos, y de molestarlos marchando y contramarchando, y ora se presentaba en Guadalajara, ora delante de Sigüenza, y ora, en fin, cruzaba el Jarama y ponía en cuidado hasta la misma corte de José.
Servíale de poco a Hugo su diligencia, pues Don Juan Martín, si se veía acosado, presto a desparcir su gente, juntábala en otras provincias, e iba hasta las de Burgos y Soria, de donde también venían a veces en su ayuda Tapia y Merino.
El 18 de agosto trabó en Cifuentes, partidop. 362 de Guadalajara, una porfiada refriega, y aunque de resultas tuvo que retirarse, apareció otra vez el 24 en Mirabueno, y sorprendió una columna enemiga cogiéndole bastantes prisioneros. Volvió en 14 de septiembre a empeñar otra acción, también reñida, en el mismo Cifuentes, la cual duró todo el día, y los franceses, después de poner fuego a la villa, se recogieron a Brihuega.
Ascendió en octubre la fuerza del Empecinado a 600 caballos y 1500 infantes, con lo que pudo destacar partidas a Castilla la Vieja y otros lugares, no solo para pelear contra los franceses sino también para someter algunas guerrillas españolas que, so color de patriotismo, oprimían los pueblos y dejaban tranquilos a los enemigos.
No le estorbó esta maniobra hostilizar al general Hugo, y el 18 de octubre escarmentó a algunas de sus tropas en las Cantarillas de Fuentes, apresando parte de un convoy.
Con tan repetidos ataques desflaquecía la columna del general Hugo, y menester fue que le enviasen de Madrid refuerzos. Luego que se le juntaron, se dirigió a Humanes, y allí en 7 de diciembre escribió al Empecinado, ofreciéndole para él y sus soldados servicio y mercedes bajo el gobierno de José. Replicó el español briosamente y como honrado, de lo cual enfadado Hugo, cerró con los nuestros dos días después en Cogolludo, teniendo el jefe español que retirarse a Atienza, sin que por eso se desalentase; pues a poco se dirigió a Jadraque y recobró varios de sus prisioneros. «Tal era, dice el general Hugo en sus memorias, la pasmosa actividad del Empecinado, tal la renovación y aumentop. 363 de sus tropas, tales los abundantes socorros que de todas partes le suministraban, que me veía forzado a ejecutar continuos movimientos.» Y más adelante concluye con asentar: «Para la completa conquista de la península se necesitaba acabar con las guerrillas... Pero su destrucción presentaba la imagen de la hidra fabulosa.» Testimonio imparcial, y que añade nuevas pruebas en favor del raro y exquisito mérito de los españoles en guerra tan extraordinaria y hazañosa.
Don Luis de Bassecourt, conforme apuntamos, mandaba en Cuenca antes de pasar a Valencia. Entraron los franceses en aquella ciudad el 17 de junio, y hallándola desamparada cometieron excesos parecidos a los que allí deshonraron sus armas en las anteriores ocupaciones. Quemaron casas, destruyeron muebles y ornamentos, y hasta inquietaron las cenizas de los muertos desenterrando varios cadáveres en busca, sin duda, de alhajas y soñados tesoros.
Evacuaron luego la ciudad, y en agosto sucedió a Bassecourt en el mando Don José Martínez de San Martín, que también de médico se había convertido en audaz partidario. Recorría la tierra hasta el Tajo, en cuyas orillas escarmentó a veces la columna volante que capitaneaba en Tarancón el coronel francés Forestier.
Cundía igualmente voraz el fuego de la guerra al norte de las sierras de Guadarrama. Sosteníanse los más de los partidarios en otro libro mencionados, y brotaron otros muchos. De ellos, en Segovia, Don Juan Abril; en Ávila, Don Camilo Gómez; en Toro, Don Lorenzo Aguilar; yp. 364 distinguiose en Valladolid la guerrilla de caballería, llamada de Borbón, que acaudillaba Don Tomás Príncipe.
Aquí mostrábase el general Kellermann contra los partidarios tan implacable y severo como antes, portándose, a veces, ya él o ya los subalternos, harto sañudamente. Hubo un caso que aventajó a todos en esmerada crueldad. Fue, pues, que preso el hijo de un latonero de aquella ciudad, de edad de doce años, que llevaba pólvora a las partidas, no queriendo descubrir la persona que le enviaba, aplicáronle fuego lento a las plantas de los pies y a las palmas de las manos para que con el dolor declarase lo que no quería de grado. El niño, firme en su propósito, no desplegó los labios, y conmoviéronse, al ver tanta heroicidad, los mismos ejecutores de la pena, mas no sus verdaderos y empedernidos verdugos. ¿Y quién, después de este ejemplo y otros semejantes, solo propios de naciones feroces y de siglos bárbaros, extrañará algunos rigores, y aun actos crueles de los partidarios?
Don Juan Tapia, en Palencia; Don Jerónimo Merino, en Burgos; Don Bartolomé Amor, en La Rioja, y en Soria Don José Joaquín Durán, ya unidos, ya separadamente, peleaban en sus respectivos territorios, o batían la campaña en otras provincias. Eligió la junta de Soria a Durán, comandante general de su distrito. Siendo brigadier fue hecho prisionero en la acción de Bubierca, y habiéndose luego fugado, se mantenía oculto en Cascante, pueblo de su naturaleza. Resolvió dicha junta este nombramiento [que mereció en breve la aprobación del gobierno] de resultasp. 365 de un descalabro que el 6 de septiembre padecieron en Yanguas sus partidas, unidas a las de La Rioja. Causolo una columna volante enemiga que regía el general Roguet, quien inhumanamente mandó fusilar 20 soldados españoles prisioneros, después de haberles hecho creer que les concedía la vida.
Durán se estableció en Berlanga. Su fuerza, al principio, no era considerable; pero aparentó de manera que el gobernador francés de Soria, Duvernet, si bien a la cabeza de 1600 hombres de la guardia imperial, no osó atacarle solo, y pidió auxilio al general Dorsenne, residente en Burgos. Por entonces ni uno ni otro se movieron, y dejaron a Durán tranquilo en Berlanga.
Tampoco pensaba este en hacer tentativa alguna hasta que su gente fuese más numerosa y estuviese mejor disciplinada. Pero habiéndosele presentado en diciembre los partidarios Merino y Tapia, con 600 hombres, los más de caballería, no quiso desaprovechar tan buena ocasión, y les propuso atacar a Duvernet, que a la sazón se alojaba, con 600 soldados, en Calatañazor, camino del Burgo de Osma. Aprobaron Merino y Tapia el pensamiento, y todos convinieron en aguardar a los franceses el 11, a su paso por Torralba. Apareció Duvernet, trabose la pelea, y ya iba aquel de vencida cuando de repente la caballería de Merino volvió grupa y desamparó a los infantes. Dispersáronse estos, tornaron Tapia y su compañero a sus provincias, y Durán a Berlanga, en donde sin ser molestado continuó hasta finalizar el año de 10, procurando reparar sus pérdidas y mejorar la disciplina.
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Tomó a su cargo la Montaña de Santander el partidario Campillo, aproximándose unas veces a Asturias, y otras a Vizcaya, mas siempre con gran detrimento del enemigo. Mereció por ello gran loa, y también por ser de aquellos lidiadores que, sirviendo a su patria, nunca despojaron a los pueblos.
La misma fama adquirió en esta parte Don Juan de Aróstegui, que acaudillaba en Vizcaya una partida considerable con el nombre de Bocamorteros. Sonaba en Álava desde principios de año Don Francisco Longa, de la Puebla de Arganzón, quien en breve contó bajo su mando unos 500 hombres. Pronto rebulló también en Guipúzcoa Don Gaspar Jáuregui, llamado el Pastor porque soltó el cayado para empuñar la espada.
Estas provincias vascongadas, así como toda la costa cantábrica, de suma importancia para divertir al enemigo y cortarle en su raíz las comunicaciones, habían llamado particularmente la atención del gobierno supremo, y por tanto, además de las expediciones referidas de Porlier, se idearon otras. Fue de ellas la primera una que encomendó la regencia a Don Mariano Renovales. Salió este al efecto de Cádiz, aportó a la Coruña, y hechos los preparativos, dio de aquí la vela el 14 de octubre con rumbo al este. Llevaba 1200 españoles y 800 ingleses, convoyados por 4 fragatas de la misma nación y otra de la nuestra, con varios buques menores. Mandaba las fuerzas de mar el comodoro Mends.
Fondeó la expedición en Gijón el 17, a tiempop. 367 que Porlier peleaba en los alrededores con los franceses; mas no pudiendo Renovales desembarcar hasta el 18, diose lugar a que los enemigos evacuasen aquella villa, y que Porlier, atacado por estos, unidos a los de afuera, se alejase. Renovales se reembarcó, y el 23 surgió en Santoña; vientos contrarios no le permitieron tomar tierra hasta el 28; espacio de tiempo favorable a los franceses que, acudiendo con fuerzas superiores en auxilio del punto amagado, obligaron a los nuestros a desistir de su intento. Además, la estación avanzaba y se ponía inverniza, con anuncios de temporales peligrosos en costa tan brava; por lo mismo, pareciendo prudente retroceder a Galicia, aportaron los nuestros a Vivero. Allí, arreciando los vientos, se perdió la fragata española Magdalena y el bergantín Palomo, con la mayor parte de sus tripulaciones. Grande desdicha que si en algo pendió de los malos tiempos, también hubo quien la atribuyese a imprevisión y tardanzas.
Causó al principio desasosiego a los franceses esta expedición, que creyeron más poderosa; pero tranquilizándose después al verla alejada, pusieron nuevo conato, aunque inútilmente, en despejar el país de las partidas, perturbándolos en especial Don Francisco Espoz y Mina, que sobresalió por su intrepidez y no interrumpidos ataques.
A poco de la desgracia de su sobrino, había allegado bastante gente, que todos los días se aumentaba. Sin aguardar a que fuese muy numerosa, emprendió ya en abril frecuentes acometidas, y prosiguió los meses adelante atajandop. 368 las escoltas y combatiendo los alojamientos enemigos. Impacientes estos y enfurecidos del fatigoso pelear, determinaron en septiembre destruir a tan arrojado partidario. Valiose para ello el general Reille, que mandaba en Navarra, de las fuerzas que allí había y de otras que iban de paso a Portugal, juntando de este modo unos 30.000 hombres.
Mina, acosado, para evitar el exterminio de su gente, la desparramó por diversos lugares, encaminándose parte de ella a Castilla y parte a Aragón. Guardó él consigo algunos hombres, y más desembarazado, no cesó en sus ataques, si bien tuvo luego que correrse a otras provincias. Herido de gravedad, tornó después a Navarra para curarse, creyéndose más seguro en donde el enemigo más le buscaba. ¡Tal y tan en su favor era la opinión de los pueblos, tanta la fidelidad de estos!
Antes de ausentarse dio en Aragón nueva forma a sus guerrillas, vueltas a reunir en número de 3000 hombres, y las repartió en tres batallones y un escuadrón: confirió el mando de dos de ellos a Curuchaga y a Górriz, jefes dignos de su confianza. La regencia de Cádiz le nombró entonces coronel y comandante general de las guerrillas de Navarra; pues estos caudillos, en medio de la independencia de que disfrutaban, hija de las circunstancias y de su posición, aspiraban todos a que el gobierno supremo confirmase sus grados y aprobase sus hechos, reconociéndole como autoridad soberana y único medio de que se conservase buena armonía y unión entre las provincias españolas.
p. 369Recobrado Mina de su herida, comenzó, al finalizar octubre, otras empresas, y su gente recorrió de nuevo los campos de Aragón y Castilla con terrible quebranto de los enemigos. Restituyose en diciembre a Navarra, atacó a los franceses en Tievas, Monreal y Aibar, y cerrando dichosamente la campaña de 1810, se dispuso a dar a su nombre, en las sucesivas, mayor fama y realce.
Júzguese por lo que hemos referido cuantos males no acarrearían las guerrillas al ejército enemigo. Habíalas en cada provincia, en cada comarca, en cada rincón: contaban algunas 2000 y 3000 hombres, la mayor parte 500 y aun 1000. Se agregaron las más pequeñas a las más numerosas, o desaparecieron, porque como eran las que por lo general vejaban los pueblos, faltábales la protección de estos, persiguiéndolas al propio tiempo los otros guerrilleros, interesados en su buen nombre y a veces también en el aumento de su gente. No hay duda que en ocasiones se originaron daños a los naturales, aun de las grandes partidas; pero los más eran inherentes a este linaje de guerra, pudiéndose resueltamente afirmar que, sin aquellas, hubiera corrido riesgo la causa de la independencia. Tranquilo poseedor el enemigo de extensión vasta de país, se hubiera entonces aprovechado de todos sus recursos transitando por él pacíficamente, y dueño de mayores fuerzas, ni nuestros ejércitos, por más valientes que se mostrasen, hubieran podido resistir a la superioridad y disciplina de sus contrarios, ni los aliados se hubieran mantenido constantes en contribuirp. 370 a la defensa de una nación cuyos habitantes doblaban mansamente la cerviz a la coyunda extranjera.
Tregua ahora a tanto combate, y lanzándonos en el campo no menos vasto de la política, hablemos de lo que precedió a la reunión de cortes, las cuales, en breve congregadas, haciendo bambolear el antiguo edificio social, echaron al suelo las partes ruinosas y deformes, y levantaron otro que si no perfecto, por lo menos se acomodaba mejor al progreso de las luces del siglo, y a los usos, costumbres y membranzas de las primitivas monarquías de España.
Desaficionada la regencia a la institución de cortes, había postergado el reunirlas, no cumpliendo debidamente con el juramento que había prestado al instalarse «de contribuir a la celebración de aquel augusto congreso en la forma establecida por la suprema junta central, y en el tiempo designado en el decreto de creación de la regencia.» Cierto es que en este decreto aunque se insistía en la reunión de cortes ya convocadas para el 1.º de marzo de 1810, se añadía: «si la defensa del reino... lo permitiere.» Cláusula puesta allí para el solo caso de urgencia, o para diferir cortos días la instalación de las cortes; pero que abría ancho espacio a la interpretación de los que procediesen con mala o fría voluntad.
Descuidó pues la regencia el cumplimiento de su solemne promesa, y no volvió a mentar ni aun la palabra cortes sino en algunos papeles que circuló a América, las más veces no difundidosp. 371 en la península, y cortados a traza de entretenimiento para halagar los ánimos de los habitantes de ultramar. Conducta extraña que sobremanera enojó, pues entonces ansiaban los más la pronta reunión de cortes, considerando a estas como áncora de esperanza en tan deshecha tormenta. Creciendo los clamores públicos, se unieron a ellos los de varios diputados de algunas juntas de provincia, los cuales residían en Cádiz, y trataron de promover legalmente asunto de tanta importancia. Temerosa la regencia de la común opinión, y sabedora de lo que intentaban los referidos diputados, resolvió ganar a todos por la mano, suscitando ella misma la cuestión de cortes, ya que contase deslumbrar así y dar largas, o ya que, obligada a conceder lo que la generalidad pedía, quisiese aparentar que solo la estimulaba propia voluntad y no ajeno impulso. A este fin, llamó el 14 de junio a Don Martín de Garay, y le instó a que esclareciese ciertas dudas que ocurrían en el modo de la convocación de cortes, no hallándose nadie más bien enterado en la materia que dicho sujeto, secretario general e individuo que había sido de la junta central.
No por eso desistieron de su intento los diputados de las provincias, y el 17 del propio junio comisionaron a dos de ellos para poner en manos de la regencia una exposición enderezada a recordar la prometida reunión de cortes. Cupo el desempeño de este encargo a Don Guillermo Hualde, diputado por Cuenca, y al conde de Toreno [autor de esta historia], que lo era por León. Presentáronse ambos, y despuésp. 372 de haber el último obtenido venia, leído el papel de que eran portadores, alborotose bastantemente el obispo de Orense, no acostumbrado a oír y menos a recibir consejos. Replicaron los comisionados, y comenzaban unos y otros a agriarse, cuando, terciando el general Castaños, amansáronse Hualde y Toreno, y templando también el obispo su ira locuaz y apasionada, humanose al cabo; y así él como los demás regentes dieron a los diputados una respuesta satisfactoria. Divulgado el suceso, remontó el vuelo la opinión de Cádiz, mayormente habiendo su junta aprobado la exposición hecha al gobierno, y sostenídola con otra que a su efecto elevó a su conocimiento en el día siguiente.
Amedrentada la regencia con la fermentación que reinaba, promulgó el mismo 18 un decreto,[*] por el que, mandando que se realizasen a la mayor brevedad las elecciones de diputados que no se hubiesen verificado hasta aquel día, se disponía además que en todo el próximo agosto concurriesen los nombrados a la Isla de León, en donde luego que se hallase la mayor parte, se daría principio a las sesiones. Aunque en su tenor parecía vago este decreto, no fijándose el día de la instalación de cortes, sin embargo la regencia soltaba prendas que no podía recoger, y a nadie era ya dado contrarrestar el desencadenado ímpetu de la opinión.
Produjo en Cádiz, y seguidamente en toda la monarquía, extremo contentamiento semejante providencia, y apresuráronse a nombrar diputados las provincias que aún no lo habían efectuado, y que gozaban de la dicha de no estarp. 373 imposibilitadas para aquel acto por la ocupación enemiga. En Cádiz empezaron todos a trabajar en favor del pronto logro de tan deseado objeto.
La regencia, por su parte, se dedicó a resolver las dudas que, según arriba insinuamos, ocurrían acerca del modo de constituir las cortes. Fue una de las primeras la de si se convocaría o no una cámara de privilegiados. En su lugar vimos cómo la junta central dio antes de disolverse un decreto, llamando bajo el nombre de estamento o cámara de dignidades a los arzobispos, obispos y grandes del reino; pero también entonces vimos como nunca se había publicado esta determinación. En la convocatoria general de 1.º de enero, ni en la instrucción que la acompañaba, no había el gobierno supremo ordenado cosa alguna sobre su posterior resolución: solo insinuó en una nota que igual convocatoria se remitiría «a los representantes del brazo eclesiástico y de la nobleza.» Las juntas no publicaron esta circunstancia, e ignorándola los electores, habían recaído ya algunos de los nombramientos en grandes y en prelados.
Perpleja con eso la regencia, empezó a consultar a las corporaciones principales del reino sobre si convendría o no llevar a cumplida ejecución el decreto de la central acerca del estamento de privilegiados. Para acertar en la materia, de poco servía acudir a los hechos de nuestra historia.
Antes que se reuniesen las diversas coronas de España en las sienes de un mismo monarca,p. 374 había la práctica sido varia, según los estados y los tiempos. En Castilla desaparecieron del todo los brazos del clero y de la nobleza después de las cortes celebradas en Toledo en 1538 y 1539. Duraron más tiempo en Aragón; pero colocada en el solio, al principiar el siglo XVIII, la estirpe de los Borbones, dejaron en breve de congregarse separadamente las cortes en ambos reinos, y solo ya fueron llamadas para la jura de los príncipes de Asturias. Por primera vez se vieron juntas, en 1709, las de las coronas de Aragón y Castilla, y así continuaron hasta las últimas que se tuvieron en 1789, no asistiendo ni aun a estas, a pesar de tratarse algún asunto grave, sino los diputados de las ciudades. Solo en Navarra proseguía la costumbre de convocar a sus cortes particulares el brazo eclesiástico y el militar, o sea de la nobleza. Pero además de que allí no entraban en el primero exclusivamente los prelados, sino también priores, abades y hasta el provisor del obispado de Pamplona, y que del segundo componían parte varios caballeros sin ser grandes ni titulados, no podía servir de norma tan reducido rincón a lo restante del reino, señaladamente hallándose cerca, como para contrapuesto ejemplo, las provincias vascongadas, en cuyas juntas, del todo populares, no se admiten ni aun los clérigos. Ahora había también que examinar la índole de la presente lucha, su origen y su progreso.
La nobleza y el clero, aunque entraron gustosos en ella, habían obrado antes bien como particulares que como corporaciones, y lo más elevado de ambas clases, los grandes y los preladosp. 375 no habían por lo general brillado ni a la cabeza de los ejércitos, ni de los gobiernos, ni de las partidas. Agregábase a esto la tendencia de la nación, desafecta a jerarquías, y en la que reducidos a estrechísimos límites los privilegios de los nobles, todos podían ascender a los puestos más altos sin excepción alguna.
Mostrábase en ello tan universal la opinión que, no solo la apoyaban los que propendían a ideas democráticas, mas también los enemigos de cortes y de todo gobierno representativo. Los últimos no, en verdad, como un medio de desorden [había entonces en España acerca del asunto mejor fe], sino por no contrarrestar el modo de pensar de los naturales. Ya en Sevilla, en la comisión de la junta central encargada de los trabajos de cortes, los señores Riquelme y Caro, que apuntamos desamaban la reunión de cortes, una vez decidida esta, votaron por una sola cámara indivisa y común, y el ilustre Jovellanos por dos: Jovellanos, acérrimo partidario de cortes y uno de los españoles más sabios de nuestro tiempo. Los primeros seguían la voz común: guiaban al último reglas de consumada política, la práctica de Inglaterra y otras naciones. Entre los comisionados de las juntas residentes en Cádiz, fue el más celoso en favor de una sola cámara Don Guillermo Hualde, no obstante ser eclesiástico, dignidad de chantre en la catedral de Cuenca y grande adversario de novedades. Contradicciones frecuentes en tiempos revueltos, pero que nacían aquí, repetimos, de la elevada y orgullosa igualdad que ostenta la jactancia española, manantial de ciertasp. 376 virtudes, causa a veces de ruinosa insubordinación.
La regencia consultó sobre la materia, y otras relativas a cortes,
al consejo reunido. La mayoría se conformó en todo con la opinión más
acreditada, y se inclinó también a una sola cámara. Disintieron del
dictamen varios individuos del antiguo consejo de Castilla, Respuesta de este.
Voto particular. de
cuyo número fueron el decano Don José Colón, el conde del Pinar, y los
señores Riega, Duque Estrada, y Don Sebastián de Torres. Oposición
que dimanaba, no de adhesión a cámaras, sino de odio a todo lo que
fuese representación nacional: por lo que en su voto insistieron
particularmente en que se castigase con severidad a los diputados de
las juntas que habían osado pedir la pronta convocación de cortes.
Cundió en Cádiz la noticia de la consulta, junto con la del dictamen de la minoría, y enfureciéronse los ánimos contra esta, mayormente no habiendo los más de los firmantes dado al principio del levantamiento, en 1808, grandes pruebas de afecto y decisión por la causa de la independencia. De consiguiente, conturbáronse los disidentes al saber que los tiros disparados en secreto, con esperanza de que se mantendrían ocultos, habían reventado a la luz del día. Creció su temor cuando la regencia, para fundar sus providencias, determinó que se publicase la consulta y el dictamen particular. No hubo entonces manejo ni súplica que no empleasen los autores del último para alcanzar el que se suspendiese dicha resolución. Así sucedió, y tranquilizose la mente de aquellos hombres, cuyasp. 377 conciencias no habían escrupulizado en aconsejar a las calladas injustas persecuciones, pero que se estremecían aun de la sombra del peligro. Achaque inherente a la alevosía y a la crueldad, de que muchos de los que firmaron el voto particular dieron tristes ejemplos años adelante, cuando sonó en España la lúgubre y aciaga hora de las venganzas y juicios inicuos.
Pidió luego la regencia, acerca del mismo asunto de cámaras, el parecer del consejo de estado, el cual convino también en que no se convocase la de privilegiados. Votó en favor de este dictamen el marqués de Astorga, no obstante su elevada clase; del mismo fue Don Benito de Hermida, adversario en otras materias de cualesquiera novedades. Sostuvo lo contrario Don Martín de Garay, como lo había hecho en la central, y conforme a la opinión de Jovellanos.
No pudiendo resistir la regencia a la universalidad de pareceres, decidió que las clases privilegiadas no asistirían por separado a las cortes que iban a congregarse, y que estas se juntarían con arreglo al decreto que había circulado la central en 1.º de enero.
Según el tenor de este y de la instrucción que le acompañaba, innovábase del todo el antiguo modo de elección. Solamente en memoria de lo que antes regía se dejaba que cada ciudad de voto en cortes enviase por esta vez, en representación suya, un individuo de su ayuntamiento. Se concedía igualmente el mismo derecho a las juntas de provincia, como premio de sus desvelos en favor de la independencia nacional.p. 378 Estas dos clases de diputados no componían, ni con mucho, la mayoría, pero sí los nombrados por la generalidad de la población conforme al método ahora adoptado. Por cada 50.000 almas se escogía un diputado, y tenían voz para la elección los españoles de todas clases avecindados en el territorio, de edad de 25 años, y hombres de casa abierta. Nombrábanse los diputados indirectamente, pasando su elección por los tres grados de juntas de parroquia, de partido y de provincia. No se requerían para obtener dicho cargo otras condiciones que las exigidas para ser elector y la de ser natural de la provincia, quedando elegido diputado el que saliese de una urna o vasija en que habían de sortearse los tres sujetos que primero hubiesen reunido la mayoría absoluta de votos. Defectuoso, si se quiere, este método, ya por ser sobradamente franco, estableciendo una especie de sufragio universal, y ya restricto a causa de la elección indirecta, llevaba, sin embargo, gran ventaja al antiguo, o a lo menos a lo que de este quedaba.
En Castilla, hasta entrado el siglo XV, hubo cortes numerosas y a las que asistieron muchas villas y ciudades, si bien su concurrencia pendió casi siempre de la voluntad de los reyes, y no de un derecho reconocido e inconcuso. A los diputados, o sean procuradores, nombrábanlos los concejos formados de los vecinos, o ya los ayuntamientos, pues estos, siendo entonces por lo común de elección popular, representaban con mayor verdad la opinión de sus comitentes, que después, cuando se convirtieron sus regidurías, especialmente bajo los Felipes austriacos, en oficiosp. 379 vendibles y enajenables de la corona; medida que, por decirlo de paso, nació más bien de los apuros del erario que de miras ocultas en la política de los reyes. En Aragón, el brazo de las universidades o ciudades, y en Valencia y Cataluña, el conocido con el nombre de real, constaban de muchos diputados que llevaban la voz de los pueblos. Cuáles fuesen los que hubiesen de gozar de semejante derecho o privilegio no estaba bien determinado, pues según nos cuentan los cronistas Martel y Blancas, solo gobernaba la costumbre. Este modo de representar la generalidad de los ciudadanos, aunque inferior, sin duda, al de la central, aparecía, repetimos, muy superior al que prevaleció en los siglos XVI y XVII, decayendo sucesivamente las prácticas y usos antiguos, a punto que en las cortes celebradas desde el advenimiento de Felipe V hasta las últimas de 1789 solo se hallaron presentes los caballeros procuradores de 37 villas y ciudades, únicas en que se reconocía este derecho en las dos coronas de Aragón y Castilla. Por lo que con razón asentaba Lord Oxford, al principio del siglo XVIII, que aquellas asambleas solo eran ya magni nominis umbra.
Conferíanse ahora a los diputados facultades amplias, pues además de anunciarse en la convocatoria, entre otras cosas, que se llamaba la nación a cortes generales «para restablecer y mejorar la constitución fundamental de la monarquía», se especificaba en los poderes que los diputados «podían acordar y resolver cuanto se propusiese en las cortes, así en razón de los puntos indicados en la real carta convocatoria,p. 380 como en otros cualesquiera, con plena, franca, libre y general facultad, sin que por falta de poder dejasen de hacer cosa alguna, pues todo el que necesitasen les conferían [los electores] sin excepción ni limitación alguna.»
Otra de las grandes innovaciones fue la de convocar a cortes las provincias de América y Asia. Descubiertos y conquistados aquellos países a la sazón que en España iban de caída las juntas nacionales, nunca se pensó en llamar a ellas a los que allí moraban. Cosa, por otra parte, nada extraña atendiendo a sus diversos usos y costumbres, a sus distintos idiomas, al estado de su civilización, y a las ideas que entonces gobernaban en Europa respecto de colonias o regiones nuevamente descubiertas, pues vemos que en Inglaterra mismo donde nunca cesaron los parlamentos, tampoco en su seno se concedió asiento a los habitadores allende los mares.
Ahora que los tiempos se habían cambiado, y confirmádose solemnemente la igualdad de derechos de todos los españoles, europeos y ultramarinos, menester era que unos y otros concurriesen a un congreso en que iban a decidirse materias de la mayor importancia, tocante a toda la monarquía que entonces se dilataba por el orbe. Requeríalo así la justicia, requeríalo el interés bien entendido de los habitantes de ambos mundos, y la situación de la península, que, para defender la causa de su propia independencia, debía granjear las voluntades de los que residían en aquellos países, y de cuya ayuda había reportado colmados frutos. Lo dificultoso era arreglar en la práctica la declaración de la igualdad.p. 381 Regiones extendidas, como las de América, con variedad de castas, con desvío entre estas y preocupaciones, ofrecían en el asunto problemas de no fácil resolución. Agregábase la falta de estadísticas, la diferente y confusa división de provincias y distritos, y el tiempo que se necesitaba para desenmarañar tal laberinto, cuando la pronta convocación de cortes no daba vagar, ni para pedir noticias a América, ni para sacar de entre el polvo de los archivos las mancas y parciales que pudieran averiguarse en Europa.
Por lo mismo, la junta central, en el primer decreto que publicó sobre cortes en 22 de mayo de 1809, contentose con especificar que la comisión encargada de preparar los trabajos acerca de la materia viese «la parte que las Américas tendrían en la representación nacional.» Cuando en enero de 1810 expidió la misma junta a las provincias de España las convocatorias para el nombramiento de cortes, acordó también un decreto en favor de la representación de América y Asia, limitándose a que fuese supletoria, compuesta de 26 individuos escogidos entre los naturales de aquellos países residentes en Europa, y hasta tanto que se decidiese el modo más conveniente de elección. No se imprimió este decreto, y solo se mandó insertar un aviso en la Gaceta del mismo 7 de enero dando cuenta de dicha resolución, confirmada después por la circular que, al despedirse, promulgó la central sobre celebración de cortes.
No bastaba para satisfacer los deseos de la América tan escasa y ficticia representación, porp. 382 lo cual adoptose igualmente un medio que si no era tan completo como el decretado para España, se aproximaba al menos a la fuente de donde ha de derivarse toda buena elección. Tomose en ello ejemplo de lo determinado antes por la central, cuando llamó a su seno individuos de los diversos virreinatos y capitanías generales de ultramar, medida que no tuvo cumplido efecto a causa de la breve gobernación de aquel cuerpo. Según dicho decreto, no publicado sino en junio de 1809, los ayuntamientos, después de nombrar tres individuos, debían sortear uno y remitir el nombre del que fuese favorecido por la fortuna al virrey o capitán general, quien reuniendo los de los candidatos de las diversas provincias, tenía que proceder con el real acuerdo a escoger tres y en seguida sortearlos, quedando elegido para individuo de la junta central el primero que saliese de la urna. Así se ve que el número de los nombrados se limitaba a uno solo por cada virreinato o capitanía general.
Conservando en el primer grado el mismo método de elección, había dado la regencia, en 14 de febrero, mayor ensanche al nombramiento de diputados a cortes. Los ayuntamientos elegían en sus provincias sus representantes, sin necesidad de acudir a la aprobación o escogimiento de las autoridades superiores, de manera que, en vez de un solo diputado por cada virreinato o capitanía general, se nombraron tantos cuantas eran las provincias, con lo que no dejó de ser bastante numerosa la diputación americana que poco a poco fue aportando a Cádiz,p. 383 aun de los países más remotos, y compuso parte muy principal de aquellas cortes.
No estorbó esto que, aguardando la llegada de los diputados propietarios, se llevase a efecto en Cádiz el nombramiento de suplentes, así respecto de las provincias de ultramar como también de las de España, cuyos representantes no hubiesen todavía acudido, impedidos por la ocupación enemiga o por cualquiera otra causa que hubiese motivado la dilación. Para América y Asia, en vez de 26 suplentes resolvió la regencia se nombrasen dos más, accediendo a varias súplicas que se le hicieron; para la península debía elegirse uno solo por cada una de las provincias indicadas. Tocaba desempeñar encargo tan importante a los respectivos naturales, en quienes concurriesen las calidades exigidas en el decreto e instrucción de 1.º de enero. La regencia había el 19 de agosto determinado definitivamente este asunto de suplentes, conviniendo en que la elección se hiciese en Cádiz, como refugio del mayor número de emigrados. Publicó el 8 de septiembre un edicto sobre la materia, y nombró ministros del consejo que preparasen las listas de los naturales de la península y de América que estuviesen en el caso de poder ser electores.
Aplaudieron todos en Cádiz el que hubiese suplentes, lo mismo los apasionados a novedades que sus adversarios. Vislumbraban en ello unos carrera abierta a su noble ambición, esperaban otros conservar así su antiguo influjo y contener el ímpetu reformador. Entre los últimos se contaban consejeros, antiguos empleados,p. 384 personas elevadas en dignidad que se figuraban prevalecer en las elecciones y manejarlas a su antojo, asistidos de su nombre y de su respetada autoridad. Ofuscamiento de quien ignoraba lo arremolinadas que van, aun desde un principio, las corrientes de una revolución.
En breve se desengañaron, notando cuán perdido andaba su influjo. Levantáronse los pechos de la mocedad, y desapareció aquella indiferencia a que antes estaba avezada en las cuestiones políticas. Todo era juntas, reuniones, corrillos, conferencias con la regencia, demandas, aclaraciones. Hablábase de candidatos para diputados, y poníanse los ojos, no precisamente en dignidades, no en hombres envejecidos en la antigua corte o en los rancios hábitos de los consejos u otras corporaciones, sino en los que se miraban como más ilustrados, más briosos y más capaces de limpiar la España de la herrumbre que llevaba comida casi toda su fortaleza.
Los consejeros nombrados para formar las listas, lejos de tropezar, cuando ocurrían dudas, con tímidos litigantes o con sumisos y necesitados pretendientes, tuvieron que habérselas con hombres que conocían sus derechos, que los defendían y aun osaban arrostrar las amenazas de quienes antes resolvían sin oposición y con el ceño de indisputable supremacía.
Desde entonces, muchos de los que más habían deseado el nombramiento de suplentes empezáronse a mostrar enemigos, y por consecuencia adversarios de las mismas cortes. Fuéronlo sin rebozo luego que se terminaron dichas elecciones de suplentes. Se dio principio a estas elp. 385 17 de septiembre, y recayeron por lo común los nombramientos de diputados en sujetos de capacidad y muy inclinados a reformas.
Presidieron las elecciones de cada provincia de España individuos de la cámara de Castilla, y las de América Don José Pablo Valiente, del consejo de Indias. Hubo algunas bastante ruidosas, culpa en parte de la tenacidad de los presidentes y de su mal encubierto despecho, malogrados sus intentos. De casi ninguna provincia de España hubo menos de 100 electores, y llegaron a 4000 los de Madrid, todos en general sujetos de cuenta; infiriéndose de aquí que, a pesar de lo defectuoso de este género de elección, era más completa que la que se hacía por las ciudades de voto en cortes, en que solo tomaban parte 20 o 30 privilegiados, esto es, los regidores.
Como al paso que mermaban las esperanzas de los adictos al orden
antiguo, adquirían mayor pujanza las de los aficionados a la opinión
contraria, temió la regencia caer de su elevado puesto, y buscó
medios para evitarlo y afianzar su autoridad. Pero, según acontece,
los que escogió no podían servir sino para precipitarla más pronto.
Restablecen todos
los consejos.
Tal fue el restablecer todos los consejos bajo la planta antigua por
decreto de 16 de septiembre. Imaginó que como muchos individuos de
estos cuerpos, particularmente los del consejo real, se reputaban
enemigos de la tendencia que mostraban los ánimos, tendría en sus
personas, ahora agradecidas, un sustentáculo firme de su potestad ya
titubeante. Cuenta en que gravemente erró. La veneración que antes
existíap. 386 al consejo
real había desaparecido, gracias a la incierta y vacilante conducta de
sus miembros en la causa pública y a su invariable y ciega adhesión a
prerrogativas y extensas facultades. Inoportuno era también el momento
escogido para su restablecimiento. Las cortes iban a reunirse, a ellas
tocaba la decisión de semejante providencia. Tampoco lo exigía el
despacho de los negocios, reducida ahora la nación a estrechos límites,
y resolviendo por sí las provincias muchos de los expedientes que antes
subían a los consejos. Así apareció claro que su restablecimiento
encubría miras ulteriores, y quizá se sospecharon algunas más dañadas
de las que en realidad había.
El consejo real desviviose por obtener que su gobernador o decano presidiese las cortes, que la cámara examinase los poderes de los diputados, y también que varios individuos suyos tomasen asiento en ellas bajo el nombre de asistentes. Tal era la costumbre seguida en las últimas cortes, tal la que ahora se intentó abrazar, fundándose en los antecedentes y en el texto de Salazar, libro sagrado a los ojos de los defensores de las prerrogativas del consejo. No lo consigue. Mas al columbrar el revuelo de la opinión, delirio parecía querer desenterrar usos tan encontrados con las ideas que reinaban en Cádiz y con las que exponían los diputados de las provincias que iban llegando, quienes, fuesen o no inclinados a las reformas, traían consigo recelos y desconfianzas acerca de los consejos y de la misma regencia.
De dichos diputados, varios arribaron a Cádizp. 387 en agosto, otros muchos en septiembre. Con su venida se apremió a la regencia para que señalase el día de la apertura de cortes, reacia siempre en decidirse. Tuvo aun para ello dificultades, provocó dudas, repitió consultas, mas al fin fijole para el 24 de septiembre.
Determinó también el modo de examinar previamente los poderes. Los diputados que habían llegado fueron de parecer que la regencia aprobase por sí los poderes de seis de entre ellos, y que luego estos mismos examinasen los de sus compañeros. Bien que forzada, dio la regencia su beneplácito a la propuesta de los diputados, mas en el decreto que publicó al efecto, decía que obraba así, «atendiendo a que estas cortes eran extraordinarias, sin intentar perjudicar a los derechos que preservaba a la cámara de Castilla.» Los seis diputados escogidos para el examen de poderes fueron el consejero D. Benito de Hermida, por Galicia; el marqués de Villafranca, grande de España, por Murcia; D. Felipe Amat, por Cataluña; Don Antonio Oliveros, por Extremadura; el general Don Antonio Samper, por Valencia; y Don Ramón Power, por la isla de Puerto Rico. Todos eran diputados propietarios, incluso el último, único de los de ultramar que hubiese todavía llegado de aquellos apartados países.
Concluidos los actos preliminares, ansiosamente y con esperanza varia aguardaron todos a que luciese aquel día 24 de septiembre, origen de grandes mudanzas, verdadero comienzo de la revolución española.
p. 389
RESUMEN
DEL
LIBRO DECIMOTERCERO.
Instalación de las cortes generales y extraordinarias. — Publicidad de sus sesiones. — Malos intentos de la regencia. — Conducta mesurada y noble de las cortes. — Nombramiento de presidente y secretarios. — Proposiciones del señor Muñoz Torrero. — Primera discusión muy notable. — Los discursos pronunciados de palabra. — Engaño de la regencia. — Palabras de Lardizábal. — Decreto de 24 de septiembre. — Opiniones diversas acerca de este decreto, y su examen. — Número de diputados que concurrieron el primer día. — Aplausos que de todas partes reciben las cortes. — Tratamiento. — Aclaración pedida por la regencia. — Debate sobre las facultades de la potestad ejecutiva. — Empleos conferidos p. 390a diputados. — Proposición del señor Capmany. — Juicio acerca de ella. — Elecciones de Aragón. — El duque de Orleans quiere hablar a la barandilla de las cortes. — Relación sucinta de este suceso. — Altercado con el obispo de Orense sobre prestar el juramento. — Sométese al fin el obispo. — Revueltas de América. — Sus causas. — Levantamiento de Venezuela. — Levantamiento de Buenos Aires. — Juicio acerca de estas revueltas. — Medidas tomadas por el gobierno español. — Providencia fraguada acerca del comercio libre. — Nómbrase a Cortavarría para ir a Caracas. — Jefes y pequeña expedición enviada al Río de la Plata. — Ocúpanse las cortes en la materia. — Decreto de 15 de octubre. — Discusión sobre la libertad de la imprenta. — Reglamento por el que se concedía la libertad de la imprenta. — Su examen. — Lo que se adopta para los juicios en lugar del jurado. — Promúlgase la libertad de la imprenta. — Partidos en las cortes. — Remueven las cortes a los individuos de la primera regencia. — Causas de ello. — Nómbrase una nueva regencia de tres individuos. — Suplentes. — Incidente del marqués del Palacio. — Discusión que esto motiva. — Término de este negocio. — Ciertos acontecimientos ocurridos durante la primera regencia, y breve noticia de los diferentes ramos. — Monumento mandado erigir por las cortes a Jorge III. — Sigue la relación de algunos acontecimientos ocurridos durante la primera regencia. — Modo de pensar de los nuevos regentes. — Varios decretos de las cortes. — Nómbrase una comisión especial para formar un proyecto de constitución.p. 391 — Voces acerca de si se casaba o no en Francia Fernando VII. — Proposiciones sobre la materia de los señores Capmany y Borrull. — Discusión. — Nuevas discusiones sobre América. — Alborotos en Nueva España. — Decretos en favor de aquellos países. — Providencias en materia de guerra y hacienda. — Cierran las cortes sus sesiones en la Isla. — Fiebre amarilla. — Fin de este libro.
p. 393
HISTORIA
DEL
LEVANTAMIENTO, GUERRA Y REVOLUCIÓN
de España.
¡Estrella singular la de esta tierra de España! Arrinconados en el siglo VIII algunos de sus hijos en las asperezas del Pirineo y en las montañas de Asturias, no solo adquirieron bríos para oponerse a la invasión agarena, sino que también trataron de dar reglas y señalar límites a la potestad suprema de sus caudillos, pues al paso que alzaban a estos en el pavés para entregarles las riendas del estado, les imponían justas obligaciones, y les recordaban aquella célebre y conocida máxima de los godos, «Rex eris si rectè facias: si non facias, non eris»; echando así los cimientos de nuestras primeras franquezas y libertades. Ahora en el siglo XIX, estrechados los españoles por todas partes, y colocado su gobierno en el otro extremo de la península, lejos de abatirse, se mantenían firmes y no parecía sino que, a la manera de Anteo, recobraban fuerzas cuando ya se les creía sin aliento y postrados en tierra. En el reducido ángulo de la Isla gaditana, como en Covadonga y Sobrarbe, con una mano defendían impávidos la independencia de la nación, y con la otra empezaron a levantar, bajo nueva forma, sus abatidas, libres y antiguas instituciones. Semejanza que bien fuese juego del acaso o disposición más alta de la providencia, presentándose en breve a la pronta y viva imaginación de los naturales, sustentó el ánimo de muchos e inspiró gratas esperanzas en medio de infortunios y atropellados desastres.
Según lo resuelto anteriormente por la junta central, era la Isla de León el punto señalado para la celebración de cortes. Conformándose la regencia con dicho acuerdo, se trasladó allí desde Cádiz el 22 de septiembre, y juntó, la mañana del 24, en las casas consistoriales a los diputados ya presentes. Pasaron en seguida todos reunidos a la iglesia mayor, y celebrada la misa del Espíritu Santo por el cardenal arzobispo de Toledo, Don Luis de Borbón, se exigió acto continuo de los diputados un juramento concebido en los términos siguientes: «¿Juráis la santa religión católica, apostólica, romana, sin admitir otra alguna en estos reinos? — ¿Juráis conservar en su integridad la nación española, y no omitir medio alguno para libertarla de susp. 395 injustos opresores? — ¿Juráis conservar a nuestro amado soberano, el señor Don Fernando VII, todos sus dominios, y en su defecto a sus legítimos sucesores, y hacer cuantos esfuerzos sean posibles para sacarle del cautiverio y colocarle en el trono? — ¿Juráis desempeñar fiel y legalmente el encargo que la nación ha puesto a vuestro cuidado, guardando las leyes de España, sin perjuicio de alterar, moderar y variar aquellas que exigiese el bien de la nación? — Si así lo hiciereis, Dios os lo premie, y si no, os lo demande.» Todos respondieron: «Sí juramos.»
Antes, en una conferencia preparatoria, se había dado a los diputados una minuta de este juramento, y los hubo que ponían reparo en acceder a algunas de las restricciones. Pero habiéndoles hecho conocer varios de sus compañeros que la última parte del mencionado juramento removía todo género de escrúpulo, dejando ancho campo a las novedades que quisieran introducirse, y para las que les autorizaban sus poderes, cesaron en su oposición y adhirieron al dictamen de la mayoría, sin reclamación posterior.
Concluidos los actos religiosos, se trasladaron los diputados y la regencia al salón de cortes, formado en el coliseo, o sea teatro de aquella ciudad, paraje que pareció el más acomodado. En toda la carrera estaba tendida la tropa y los diputados recibieron de ella, a su paso, como del vecindario e innumerable concurso que acudió de Cádiz y otros lugares, vítores y aplausos multiplicados y sin fin. Colmábanlos los circunstantesp. 396 de bendiciones, y arrasadas en lágrimas las mejillas de muchos, dirigían todos al cielo fervorosos votos para el mejor acierto en las providencias de sus representantes. Y al ruido del cañón español, que en toda la línea hacía salvas por la solemnidad de tan fausto día, resonó también el del francés, como si intentara este engrandecer acto tan augusto, recordando que se celebraba bajo el alcance de fuegos enemigos. ¡Día, por cierto, de placer y buena andanza, día en que de júbilo casi querían brotar del pecho los corazones generosos, figurándose ya ver a su patria, si aún de lejos, libre y venturosa, pacífica y tranquila dentro, muy respetada fuera!
Llegado que hubieron los diputados al salón de cortes, saludaron su entrada con repetidos vivas los muchos espectadores que llenaban las galerías. Habíanse construido estas en los antiguos palcos del teatro; el primer piso le ocupaba a la derecha el cuerpo diplomático, con los grandes y oficiales generales, sentándose a la izquierda señoras de la primera distinción. Agolpose a los pisos más altos inmenso gentío de ambos sexos, ansiosos todos de presenciar instalación tan deseada.
Esperaban pocos que fuesen desde luego públicas las sesiones de cortes, ya porque las antiguas acostumbraron en lo general a ser secretas, y ya también porque, no habituados los españoles a tratar en público los negocios del estado, dudábase que sus procuradores consintiesen fácilmente en admitir tan saludable práctica, usada en otras naciones. De antemano algunosp. 397 de los diputados que conocían no solo lo útil, pero aun lo indispensable que era adoptar aquella medida, discurrieron el modo de hacérselo entender así a sus compañeros. Dichosamente no llegó el caso de entrar en materia. La regencia de suyo abrió el salón al público, movida según se pensó, no tanto del deseo de introducir tan plausible y necesaria novedad, cuanto con la intención aviesa de desacreditar a las cortes en el mismo día de su congregación.
Hemos visto ya, y hechos posteriores confirmarán más y más nuestro aserto, cómo la regencia había convocado las cortes mal de su grado, y cómo se arrimaba en sus determinaciones a las doctrinas del gobierno absoluto de los últimos tiempos. Desestimaba a los diputados, considerándolos inexpertos y noveles en el manejo de los asuntos públicos; y ningún medio le pareció más oportuno para lograr la mengua y desconcepto de aquellos que mostrarlos descubiertamente a la faz de la nación, saboreándose ya con la placentera idea de que, a guisa de escolares, se iban a entretener y enredar en fútiles cuestiones y ociosas disputas. Y en verdad nadie podía motejar a la regencia por haber abierto el salón al público, puesto que en semejante providencia se conformaba con el común sentir de las mismas personas afectas a cortes, y con la índole y objeto de los cuerpos representativos. Sin embargo, la regencia erró en la cuenta, y con la publicidad ahondó sus propias llagas y las del partido lóbrego de sus secuaces, salvando al congreso nacional de los escollosp. 398 contra los que, de otro modo, hubiera corrido gran riesgo de estrellarse.
El consejo de regencia, al entrar en el salón, se había colocado en un trono levantado en el testero, acomodándose en una mesa inmediata los secretarios del despacho. Distribuyéronse los diputados a derecha e izquierda, en bancos preparados al efecto. Sentados todos, pronunció el obispo de Orense, presidente de la regencia, un breve discurso, y en seguida se retiró él y sus compañeros, junto con los ministros, sin que ni unos ni otros hubiesen tomado disposición alguna que guiase al congreso en los primeros pasos de su espinosa carrera. Cuadraba tal conducta con los indicados intentos de la regencia; pues en un cuerpo nuevo como el de las cortes, abandonado a sí mismo, falto de reglamento y antecedentes que le ilustrasen y sirviesen de pauta, era fácil el descarrío, o a lo menos cierto atascamiento en sus deliberaciones, ofreciendo por primera vez al numeroso concurso que asistía a la sesión tristes muestras de su saber y cordura.
Felizmente las cortes no se desconcertaron, dando principio con paso
firme y mesurado al largo y glorioso curso de sus sesiones. Escogieron
momentáneamente para que las presidiese al más anciano de los diputados,
Don Benito Ramón de Hermida, quien designó para secretario en la misma
forma a Don Evaristo Pérez de Castro. Debían estos nombramientos servir
solo para el acto de elegir sujetos que desempeñasen en propiedad
dichos dos empleos, y asimismo para dirigir cualquiera discusión
que acerca delp. 399
asunto pudiera suscitarse. Nombramiento
de
presidente
y secretarios. No habiendo ocurrido incidente
alguno, se procedió sin tardanza a la votación de presidente,
acercándose cada diputado a la mesa en donde estaba el secretario,
para hacer escribir a este el nombre de la persona a quien daba su
voto. Del escrutinio resultó al cabo elegido Don Ramón Lázaro de Dou,
diputado por Cataluña, prefiriéndole muchos a Hermida por creerle de
condición más suave y no ser de edad tan avanzada. Recayó la elección
de secretario en el citado señor Pérez de Castro, y se le agregó al día
siguiente, en la misma calidad, para ayudarle en su ímprobo trabajo, a Don
Manuel Luján. Los presidentes fueron en adelante nombrados todos los
meses, y alternativamente se renovaba el secretario más antiguo, cuyo
número se aumentó hasta cuatro.
Terminadas las elecciones, se leyó un papel que al despedirse había dejado la regencia, por el que, deseando esta hacer dejación del mando, indicaba la necesidad de nombrar inmediatamente un gobierno adecuado al estado actual de la monarquía. Nada en el asunto decidieron por entonces las cortes, y solo sí declararon quedar enteradas; fijándose luego la atención de todos los asistentes en Don Diego Muñoz Torrero, diputado por Extremadura, que tomó la palabra en materia de señalada importancia.
A nadie tanto como a este venerable eclesiástico tocaba abrir las discusiones, y poner la primera piedra de los cimientos en que habían de estribar los trabajos de la representación nacional. Antiguo rector de la universidad de Salamanca, era varón docto, purísimo en sus costumbres,p. 400 de ilustrada y muy tolerante piedad, y en cuyo exterior, sencillo al par que grave, se pintaba no menos la bondad de su alma que la extensa y sólida capacidad de su claro entendimiento.
Levantose pues el señor Muñoz Torrero, y apoyando su opinión en muchas y luminosas razones, fortalecidas con ejemplos sacados de autores respetables, y con lo que prescribían antiguas leyes e imperiosamente dictaba la situación actual del reino, expuso lo conveniente que sería adoptar una serie de proposiciones que fue sucesivamente desenvolviendo, y de las que, añadió, traía una minuta extendida en forma de decreto, su particular amigo Don Manuel Luján.
Decidieron las cortes que leyera el último dicha minuta, cuyos puntos eran los siguientes: — 1.º Que los diputados que componían el congreso, y representaban la nación española, se declaraban legítimamente constituidos en cortes generales y extraordinarias, en las que residía la soberanía nacional. — 2.º Que conformes en todo con la voluntad general, pronunciada del modo más enérgico y patente, reconocían, proclamaban y juraban de nuevo por su único y legítimo rey al señor Don Fernando VII de Borbón, y declaraban nula, de ningún valor ni efecto la cesión de la corona que se decía hecha en favor de Napoleón, no solo por la violencia que había intervenido en aquellos actos injustos e ilegales, sino principalmente por haberle fallado el consentimiento de la nación. — 3.º Que no conviniendo quedasen reunidas las tres potestades,p. 401 legislativa, ejecutiva y judicial, las cortes se reservaban solo el ejercicio de la primera en toda su extensión. — 4.º Que las personas en quienes se delegase la potestad ejecutiva, en ausencia del señor Don Fernando VII, serían responsables por los actos de su administración, con arreglo a las leyes; habilitando al que era entonces consejo de regencia para que interinamente continuase desempeñando aquel cargo, bajo la expresa condición de que inmediatamente y en la misma sesión prestase el juramento siguiente: «¿Reconocéis la soberanía de la nación, representada por los diputados de estas cortes generales y extraordinarias? ¿Juráis obedecer sus decretos, leyes y constitución que se establezca, según los santos fines para que se han reunido, y mandar observarlos y hacerlos ejecutar? — ¿Conservar la independencia, libertad e integridad de la nación? — ¿La religión católica, apostólica, romana? — ¿El gobierno monárquico del reino? — ¿Restablecer en el trono a nuestro amado rey Don Fernando VII de Borbón? — ¿Y mirar en todo por el bien del estado? — Si así lo hiciereis Dios os ayude, y si no, seréis responsables a la nación con arreglo a las leyes.» — 5.º Se confirmaban por entonces todos los tribunales y justicias del reino, así como las autoridades civiles y militares de cualquiera clase que fuesen. — Y 6.º y último, se declaraban inviolables las personas de los diputados, no pudiéndose intentar cosa alguna contra ellos sino en los términos que se establecerían en un reglamento próximo a formarse.
p. 402
Siguiose a la lectura una detenida discusión que resplandeció en elocuencia; siendo sobre todo admirable el tino y circunspección con que procedieron los diversos oradores. De ellos, en lo esencial, pocos discordaron; y los hubo que, profundizando el asunto, dieron interés y brillo a una sesión en la cual se estrenaban las cortes. Maravilláronse los espectadores, no contando, ni aun de lejos, con que los diputados, en vista de su inexperiencia, desplegasen tanta sensatez y conocimientos. Participaron de la común admiración los extranjeros allí presentes, en especial los ingleses, jueces experimentados y los más competentes en la materia.
Los discursos se pronunciaron de palabra, entablándose así un verdadero debate. Y casi nunca, ni aun en lo sucesivo, leyeron los diputados sus dictámenes: solo alguno que otro se tomó tal licencia, de aquellos que no tenían costumbre de mezclarse activamente en las discusiones. Quizá se debió a esta práctica el interés que desde un principio excitaron las sesiones de las cortes. Ajeno entendemos sea de cuerpos deliberativos manifestar por escrito los pareceres: congréganse los representantes de una nación para ventilar los negocios y desentrañarlos, no para hacer pomposa gala de su saber, y desperdiciar el tiempo en digresiones baldías. Discursos de antemano preparados aseméjanse, cuando más, a bellas producciones académicas; pero que no se avienen ni con los incidentes, ni con los altercados, ni con las vueltas que ocurren en los debates de un parlamento.
Prolongáronse los de aquella noche hastap. 403 pasadas las doce, habiendo sido sucesivamente aprobados todos los artículos de la minuta del señor Luján. En la discusión, además de este señor diputado y del respetable Muñoz Torrero, distinguiéronse otros, como Don Antonio Oliveros y Don José Mejía; empezando a descollar, a manera de primer adalid, Don Agustín de Argüelles. Nombres ilustres con que a menudo tropezaremos, y de cuyas personas se hablará en oportuna sazón.
Mientras que las cortes discutían, acechaba la regencia por medio de emisarios fieles lo que en ellas pasaba. No que solo temiera la separasen del mando, conforme a la dimisión que había hecho de mero cumplido; sino, y principalmente, porque contaba con el descrédito de las cortes, figurándose ya ver a estas, desde sus primeros pasos, o atolladas o perdidas. Acontecimiento que, a haber ocurrido, la reponía en favorable lugar y la convertía en árbitro de la representación nacional.
Grande fue el asombro de la regencia al oír el maravilloso modo con que procedían las cortes en sus deliberaciones; grande el desánimo al saber el entusiasmo con que aclamaban a las mismas soldados y ciudadanos.
Manifestación tan unánime contuvo a los enemigos de la libertad
española. Ya entonces se hablaba de planes y torcidos manejos, y de que
ciertos regentes, si no todos, urdían una trama resueltos a destruir
las cortes o por lo menos a amoldarlas conforme a sus deseos. No eran
muchos los que daban asenso a tales rumores, achacándolos a invención
de la malevolencia;p. 404
y dificultoso hubiera sido probar lo contrario, si un año después no
lo hubiese pregonado e impreso quien estaba bien enterado de lo que
anotaba. Palabras
de Lardizábal.
(* Ap.
n. 13-1.) «Vimos claramente
[dice en su manifiesto [*] uno de los regentes, el señor Lardizábal] que
en aquella noche no podíamos contar ni con el pueblo ni con las armas,
que a no haber sido así, todo hubiera pasado de otra manera.»
¿Qué manera hubiera sido esta? Fácil es adivinarla. Mas ¿cuáles las resultas si se destruían las cortes, o se empeñaba un conflicto teniendo el enemigo a las puertas? Probablemente la entrada de este en la Isla de León, la dispersión del gobierno, la caída de la independencia nacional.
Por fortuna, aun para los mismos maquinadores, no se llevaron a
efecto intentos tan criminales. Desamparada la regencia, sometiose
silenciosa, y en apariencia con gusto, a las decisiones del congreso.
Juramento
de la regencia
y ausencia
del
obispo de Orense. En la misma noche del 24 pasó a
prestar el juramento conforme a la fórmula propuesta por el señor Luján,
que había sido aprobada. Notose la falta del obispo de Orense, pero
por entonces se admitió sin réplica ni observación alguna la excusa
que se dio de su ausencia, y fue de que siendo ya tarde, los años y
los achaques le habían obligado a recogerse. Con el acto del juramento
de los regentes se terminó la primera sesión de las cortes, solemne
y augusta bajo todos respectos; sesión cuyos ecos retumbarán en las
generaciones futuras de la nación española.
Aplaudiose entonces universalmente el decretop. 405 acordado en aquel día,[*] comprensivo de las proposiciones formalizadas por los señores Muñoz Torrero y Luján, de que hemos dado cuenta, y que fue conocido bajo el título de Decreto de 24 de septiembre. Base de todas las resoluciones posteriores de las cortes, se ajustaba a lo que la razón y la política aconsejaban.
Sin embargo, pintáronle después algunos como subversivo del gobierno monárquico y atentatorio de los derechos de la majestad real. Sirvioles en especial de asidero para semejante calificación el declararse en el decreto que la soberanía nacional residía en las cortes, alegando que habiendo estas, en el juramento hecho en la iglesia mayor, apellidado soberano a Don Fernando VII, ni podían sin faltar a tan solemne promesa trasladar ahora a la nación la soberanía, ni tampoco erigirse en depositarias de ella.
A la primera acusación se contestaba que en aquel juramento, juramento individual y no de cuerpo, no se había tratado de examinar si la soberanía traía su origen de la nación o de solo el monarca: que la regencia había presentado aquella fórmula y aprobádola los diputados, en la persuasión de que la palabra soberano se había empleado allí según el uso común por la parte que de la soberanía ejerce el rey como jefe del estado, y no de otra manera; habiendo prescindido de entrar fundamentalmente en la cuestión.
Si cabe, más satisfactoria era aun la respuesta a la segunda acusación, de haber declarado las cortes que en ellas residía la soberanía. El rey estaba ausente, cautivo; y ciertamente que a alguienp. 406 correspondía ejercer el poder supremo, ya se derivase este de la nación, ya del monarca. Las juntas de provincia, soberanas habían sido en sus respectivos territorios; habíalo sido la central en toda plenitud, lo mismo la regencia; ¿por qué, pues, dejarían de disfrutar las cortes de una facultad no disputada a cuerpos mucho menos autorizados?
Por lo que respecta a la declaración de la soberanía nacional, principio tan temido en nuestros tiempos, si bien no tan repugnante a la razón como el opuesto de la legitimidad, pudiera quizá ser cuerda que vibrase con sonido áspero en un país en donde sin sacudimiento se reformasen las instituciones de consuno la nación y el gobierno; pues, por lo general, declaraciones fundadas en ideas abstrusas ni contribuyen al pro común, ni afianzan por sí la bien entendida libertad de los pueblos. Mas ahora no era este el caso.
Huérfana España, abandonada de sus reyes, cedida como rebaño y tratada de rebelde, debía, y propio era de su dignidad, publicar a la faz del orbe, por medio de sus representantes, el derecho que la asistía de constituirse y defenderse; derecho de que no podían despojarla las abdicaciones de sus príncipes, aunque hubiesen sido hechas libre y voluntariamente.
Además, los diputados españoles, lejos de abusar de sus facultades, mostraron moderación y las rectas intenciones que los animaban; declarando al propio tiempo la conservación del gobierno monárquico, y reconociendo como legítimo rey a Fernando VII.
p. 407
Que la nación fuese origen de toda autoridad no era en España doctrina nueva ni tomada de extraños: conformábase con el derecho público que había guiado a nuestros mayores, y en circunstancias no tan imperiosas como las de los tiempos que corrían. A la muerte del rey Don Martín, (* Ap. n. 13-3.) juntáronse en Caspe [*] para elegir monarca los procuradores de Aragón, Cataluña y Valencia. Los navarros y aragoneses, fundándose en las mismas reglas, habían desobedecido (* Ap. n. 13-4.) la voluntad de Don Alonso el Batallador [*] que nombraba por sucesores del trono a los Templarios: y los castellanos, sin el mismo ni tan justo motivo, en la minoría de Don Juan el II,[*] (* Ap. n. 13-5.) ¿no ofrecieron la corona, por medio del condestable Ruy López Dávalos, al infante de Antequera? Así que las cortes de 1810, en su declaración de 24 de septiembre, además de usar de un derecho inherente a toda nación, indispensable para el mantenimiento de la independencia, imitaron también, y templadamente, los varios ejemplos que se leían en los anales de nuestra historia.
A la primera sesión solo concurrieron unos cien diputados: cerca de dos terceras partes nombrados en propiedad, el resto en Cádiz bajo la calidad de suplentes. Por lo cual más adelante tacharon algunos de ilegítima aquella corporación; como si la legitimidad pendiese solo del número, y como si este, sucesivamente y antes de la disolución de las cortes, no se hubiese llenado con las elecciones que las provincias, unas tras otras, fueron verificando. Tocaremos en el curso de nuestro trabajo la cuestiónp. 408 de la legitimidad. Ahora nos contentaremos con apuntar que, desde los primeros días de la instalación de las cortes, se halló completa la representación del populoso reino de Galicia, la de la industriosa Cataluña, la de Extremadura, y que asistieron varios diputados de las provincias de lo interior, elegidos a pesar del enemigo, en las claras que dejaba este en sus excursiones. Tres meses no habían aún pasado, y ya tomaron asiento en las cortes los diputados de León, Valencia, Murcia, Islas Baleares y, lo que es más pasmoso, diputados de la Nueva España nombrados allí mismo: cosa antes desconocida en nuestros fastos.
De todas partes se atropellaron las felicitaciones, y nadie levantó el grito respecto de la legitimidad de las cortes. Al contrario, ni la distancia ni el temor de los invasores impidieron que se diesen multiplicadas pruebas de adhesión y fidelidad: espontáneas en un tiempo y en lugares en que carecieron las cortes de medios coactivos, y cuando los mal contentos impunemente hubieran podido mostrar su oposición y hasta su desobediencia.
En las sesiones sucesivas fue el congreso determinando el modo de arreglar sus tareas. Se formaron comisiones de guerra, hacienda y justicia: las cuales después de meditar detenidamente las proposiciones o expedientes que se les remitían, presentaban su informe a las cortes, en cuyo seno se discutía el negocio y votaba. Posteriormente se nombraron nuevas comisiones, ya para otros ramos o ya para especiales asuntos. También en breve se adoptó un reglamentop. 409 interior, combinando en lo posible el pronto despacho con la atenta averiguación y debate de las materias. Los diputados que, según hemos indicado, pronunciaban casi siempre de palabra sus discursos, poníanse en un principio para recitarlos en uno de dos sitios preparados al intento, no lejos del presidente, y que se llamaron tribunas. Notose luego lo incómodo y aun impropio de esta costumbre, que distraía con la mudanza y continuo paso de los oradores; por lo que los más hablaron después sin salir de su puesto y en pie, quedando las tribunas para la lectura de los informes de las comisiones. Se votaba de ordinario levantándose y sentándose: solo en las decisiones de mayor cuantía daban los diputados su opinión por un sí o por un no, pronunciándolo desde su asiento en voz alta.
Asimismo tomaron las cortes el tratamiento de majestad, a petición del señor Mejía: objeto fue de crítica, aunque otro tanto habían hecho la junta central y la primera regencia; y era privilegio en España de ciertas corporaciones. Algunos diputados nunca usaron de aquella fórmula, creyéndola ajena de asambleas populares, y al fin se desterró del todo al renacer de las cortes en 1820.
No bien se hubo aprobado el primer decreto, acudió la regencia pidiendo que se declarase: 1.º «cuáles eran las obligaciones anexas a la responsabilidad que le imponía aquel decreto, y cuáles las facultades privativas del poder ejecutivo que se le había confiado. 2.º Qué método habría de observarse en las comunicacionesp. 410 que necesaria y continuamente habían de tener las cortes con el consejo de regencia.» Apoyábase la consulta en no haber de antemano fijado nuestras leyes la línea divisoria de ambas potestades, y en el temor por tanto de incurrir en faltas de desagradables resultas para la regencia, y perjudiciales al desempeño de los negocios. A primera vista no parecía nada extraña dicha consulta; antes bien, llevaba visos de ser hija de un buen deseo. Con todo, los diputados miráronla recelosos, y la atribuyeron al maligno intento de embarazarlos y de promover reñidas y ociosas discusiones. Fuera este el motivo oculto que impelía a la regencia, o fuéralo el recelo de comprometerse, intimidada con la enemistad que el público le mostraba, a pique estuvo aquella de que, por su inadvertido paso, le admitiesen las cortes la renuncia que antes había dado.
Sosegáronse, sin embargo, por entonces los ánimos, y se pasó la
consulta de la regencia a una comisión, compuesta de los señores
Hermida, Gutiérrez de la Huerta y Muñoz Torrero. No habiéndose
convenido estos en la contestación que debía darse, cada uno de
ellos al siguiente día presentó por separado su dictamen. Debate sobre
las facultades
de la potestad
ejecutiva. Se dejó a un lado el del señor Hermida que se
reducía a reflexiones generales, y ciñose la discusión al de los
otros dos individuos de la comisión. Tomaron en ella parte, entre
otros, los señores Pérez de Castro y Argüelles. Sobresalió el último
en rebatir al señor Gutiérrez de la Huerta, relator del consejo real,
distinguido por sus conocimientos legales, y de suma facilidadp. 411 en producirse, si bien
sobrado verboso, que carecía de ideas claras en materias de gobierno,
confundiendo unas potestades con otras: achaque de la corporación en
que estaba empleado. Así fue que, en su dictamen, trabando en extremo
a la regencia, entremetíase en todo, y hasta desmenuzaba facultades
solo propias del alcalde de una aldehuela. D. Agustín de Argüelles
impugnó al señor Huerta, deslindando con maestría los límites de las
autoridades respectivas, y en consecuencia se atuvieron las cortes a la
contestación del señor Muñoz Torrero, terminante y sencilla. Decíase
en esta «que en tanto que las cortes formasen acerca del asunto un
reglamento, usase la regencia de todo el poder que fuese necesario
para la defensa, seguridad y administración del estado en las críticas
circunstancias de entonces; e igualmente que la responsabilidad que se
exigía al consejo de regencia, únicamente excluía la inviolabilidad
absoluta que correspondía a la persona sagrada del rey. Y que en cuanto
al modo de comunicación entre el consejo de regencia y las cortes,
mientras estas estableciesen el más conveniente, se seguiría usando el
medio usado hasta el día.»
Era este el de pasar oficios o venir en persona los secretarios del despacho, quienes por lo común esquivaban asistir a las cortes, no avezados a las lides parlamentarias.
Meses adelante se formó el reglamento anunciado, en cuyo texto se determinaron con amplitud y claridad las facultades de la regencia.
No se limitó esta a urgar a las cortes y hostigarlasp. 412 con consultas, sino que
procuró atraer los ánimos de los diputados y formarse un partido
entre ellos. Escogió, para conseguir su objeto, un medio inoportuno
y poco diestro. Empleos
conferidos
a
diputados. Fue, pues, el de conferir empleos a varios de los
vocales, prefiriendo a los americanos, ya por miras peculiares que
dicha regencia tuviese respecto de ultramar, ya porque creyese a
aquellos más dóciles a semejantes insinuaciones. La noticia cundió
luego, y la gran mayoría de los diputados se embraveció contra
semejante descaro, o más bien insolencia que redundaba en descrédito
de las cortes. Atemorizáronse los distribuidores de las mercedes y
los agraciados, y supusieron para su descargo que se habían concedido
los empleos con antelación a haber obtenido los últimos el puesto de
diputados, sin alegar motivo que justificase la ocultación por tanto
tiempo de dichos nombramientos. De manera que a lo feo de la acción
agregose desmaño en defenderla y encubrirla; falta que entre los
hombres suele hallar menos disculpa.
El enojo de todos excitó a Don Antonio Capmany a formalizar una proposición que hizo proceder de la lectura de un breve discurso, salpicándole de palabra con punzantes agudezas, propio atributo de la oratoria de aquel diputado, escritor diligente y castizo. La proposición estaba concebida en los siguientes términos: «Ningún diputado, así de los que al presente componen este cuerpo, como de los que en adelante hayan de completar su total número, pueda solicitar ni admitir para sí, ni para otra persona, empleo, pensión y gracia, merced nip. 413 condecoración alguna de la potestad ejecutiva interinamente habilitada, ni de otro gobierno que en adelante se constituya bajo de cualquiera denominación que sea; y si desde el día de nuestra instalación se hubiese recibido algún empleo o gracia sea declarado nulo.» Aprobose así esta proposición, salvo alguna que otra levísima mudanza, y con el aditamento de que «la prohibición se extendiese a un año después de haber los actuales diputados dejado de serlo.»
Nacida de acendrada integridad, flaqueaba semejante providencia por el lado de la previsión, y se apartaba de lo que enseña la práctica de los gobiernos representativos. El diputado que se mantenga sordo a la voz de la conciencia, falto de pundonor y atento solo a no traspasar la letra de la ley, medios hallará bastantes de concluir a las calladas un ajuste que, sin comprometerle, satisfaga sus ambiciosos deseos o su codicia. La prohibición de obtener empleos, siendo absoluta, y mayormente extendiéndose hasta el punto de no poder ser escogidos los secretarios del despacho entre los individuos del cuerpo legislativo, desliga a este del gobierno, y pone en pugna a entrambas autoridades. Error gravísimo y de enojosas resultas, pero en que han incurrido casi todas las naciones al romper los grillos del despotismo. Ejemplo la Francia en su asamblea constituyente; ejemplo la Inglaterra cuando el largo parlamento dio el acta llamada self-denying ordinance, bien que aquí, en el mismo instante, hubo sus excepciones para Cromwell y otros, en ventaja de la causa que defendían. Sálese entonces de una región aborrecida:p. 414 desmanes y violencias del gobierno han sido causa de los males padecidos, y sin reparar que en la mudanza se ha desquiciado aquel, o que su situación ha variado ya, olvidando también que la potestad ejecutiva es condición precisa del orden social, y que por tanto vale más empuñen las riendas manos amigas que no adversas, clámase contra los que sostienen esta doctrina, y forzoso es que los buenos patricios, por temor o mal entendida virtud, se alejen de los puestos supremos, abandonándolos así a la merced del acaso, ya que no al arbitrio de ineptos o revoltosos ciudadanos. En España, no obstante, siguiose un bien de aquella resolución: el abuso, en materia de empleos, de las juntas y de las corporaciones que las habían sucedido en el mando, tenía escandalizado al pueblo con mengua de la autoridad de sus gobiernos. La abnegación y el desapropio de todo interés de que ahora dieron muestra los diputados, realzó mucho su fama: beneficio que en lo moral equivalió algún tanto al daño que en la práctica resultaba de la muy lata proposición del señor Capmany.
Metió también por entonces ruido un acontecimiento, en el cual, si bien apareció inocente la mayoría de la regencia, desconceptuose esta en gran manera, y todavía más sus ministros. Don Nicolás María de Sierra, que lo era de gracia y justicia, para ganar votos y aumentar su influjo en las cortes, ideó realizar de un modo particular las elecciones de Aragón. Y violentando las leyes y decretos promulgados en la materia, dirigió una real orden a aquella junta,p. 415 mandándole que por sí nombrase la totalidad de los diputados de la provincia, con remisión al mismo tiempo de una lista confidencial de candidatos. En el número no había olvidado su propio nombre el señor Sierra, ni el de su oficial mayor Don Tadeo Calomarde, ni tampoco el del ministro de estado Don Eusebio de Bardají, y por consiguiente todos tres con varios amigos y deudos suyos, igualmente aragoneses, fuesen elegidos, entremezclados a la verdad con alguno que otro sujeto de indisputable mérito y de condición independiente. Llegó arriba la noticia del nombramiento, e ignorando la mayoría de los regentes lo que se había urdido, al darles cuenta dicho señor Sierra del expediente, «quedaron absortos [según las expresiones del señor Saavedra] de oír una real orden de que no hacían memoria.» Los sacó el ministro de la confusión exponiendo que él era el autor de la tal orden, expedida de motu propio, aunque si bien después pesaroso la había revocado por medio de otra que desgraciadamente llegaba tarde. ¿Quién no creería con tan paladina confesión que inmediatamente se habría exonerado al ministro, y perseguídole como a falsario digno de ejemplar castigo? Pues no: la regencia contentose con declarar nula la elección y mantuvo al ministro en su puesto. Presúmese que enredados en la maraña dos de los regentes, se huyó de ahondar negocio tan vergonzoso y criminal. Mas de una vez en las cortes se trató de él en público y en secreto, y fueron tales los amaños, tales los impedimentos, que nunca se logró llevar a efecto medida alguna rigorosa.
p. 416
Otros dos asuntos de la mayor importancia ocuparon a las cortes durante varias sesiones que se tuvieron en secreto; método que, por decirlo de paso, reprobaban varios diputados, y que en lo venidero casi del todo llegó a abandonarse.
Cuando el 30 de septiembre comenzaban las cortes a andar muy atareadas en estas discusiones secretas, ocurrió un incidente que, aunque no de grande entidad para la causa general de la nación, hízose notable por el personaje augusto que le motivó. El duque de Orleans, apeándose a las puertas del salón de cortes, pidió con instancia que se le permitiese hablar a la barandilla.
Para explicar aparición tan repentina conviene volver atrás.[*] En
1808, el príncipe Leopoldo de Sicilia arribó a Gibraltar en reclamación
de los derechos que creía asistían a su casa a la corona de España.
Acompañábale el duque de Orleans. La junta de Sevilla no dio oídos
a pretensiones, Relación sucinta
de este
suceso. en su concepto intempestivas, y de resultas tornó el de
Sicilia a su tierra, y el de Orleans se encaminó a Londres. No habrá el
lector olvidado este suceso de que en su lugar hicimos mención. Pocos
meses habían transcurrido y ya el duque de Orleans de nuevo se mostró
en Menorca. De allí solicitó directamente o por medio de Mr. de Broval,
agente suyo en Sevilla, que se le emplease en servicio de la causa
española. La junta central, ya congregada, no accedió a ello de pronto,
y solamente poco antes de disolverse decidió, en su comisión ejecutiva,
dar al de Orleans el mando de unp.
417 cuerpo de tropas que había de maniobrar en la frontera de
Cataluña. Acaeciendo después la invasión de las Andalucías, el duque y
Mr. de Broval regresaron a Sicilia, y la resolución del gobierno quedó
suspensa.
Instalose en seguida la regencia, y sus individuos recibiendo avisos más o menos ciertos del partido que tenía en el Rosellón y otros departamentos meridionales la antigua casa de Francia, acordáronse de las pretensiones de Orleans, y enviáronle a ofrecer el mando de un ejército que se formaría en la raya de Cataluña. Fue con la comisión Don Mariano Carnerero, a bordo de la fragata de guerra Venganza. El duque aceptó, y en el mismo buque dio la vela de Palermo el 22 de mayo de 1810. Aportó a Tarragona, pero en mala ocasión, perdida Lérida y derrotado cerca de sus muros el ejército español. Por esto, y porque en realidad no agradaba a los catalanes que se pusiera a su cabeza un príncipe extranjero, y sobre todo francés, reembarcose el duque y fondeó en Cádiz el 20 de junio.
Viose entonces la regencia en un compromiso. Ella había sido quien había llamado al duque, ella quien le había ofrecido un mando, y por desgracia las circunstancias no permitían cumplir lo antes prometido. Varios generales españoles, y en especial O’Donnell, miraban con malos ojos la llegada del duque; los ingleses repugnaban que se le confiriese autoridad o comandancia alguna, y las cortes, ya convocadas, imponían respeto para que se tomase resolución contraria a tan poderosas indicaciones. El de Orleans reclamó de la regencia el cumplimiento de sup. 418 oferta, y resultaron contestaciones agrias. Mientras tanto instaláronse las cortes, y desaprobando el pensamiento de emplear al duque, manifestaron a la regencia que, por medios suaves y atentos, indicase a S. A. que evacuase a Cádiz. Informado el de Orleans de esta orden, decidió pasar a las cortes, y verificolo según hemos apuntado el 30 de septiembre. Aquellas no accedieron al deseo del duque de hablar en la barandilla, mas le contestaron urbanamente y cual correspondía a la alta clase de S. A. y a sus distinguidas prendas. Desempeñaron el mensaje D. Evaristo Pérez de Castro y el marqués de Villafranca, duque de Medina Sidonia. Insistió el de Orleans en que se le recibiese, mas los diputados se mantuvieron firmes; entonces, perdiendo S. A. toda esperanza, se embarcó el 3 de octubre y dirigió el rumbo a Sicilia, a bordo de la fragata de guerra Esmeralda.
Dícese que mostró su despecho en una carta que escribió a Luis XVIII, a la sazón en Inglaterra. Sin embargo, las cortes en nada eran culpables, y causoles pesadumbre tener que desairar a un príncipe tan esclarecido. Pero creyeron que recibir a S. A. y no acceder a sus ruegos, era tal vez ofenderle más gravemente. La regencia, cierto que procedió de ligero y no con sincera fe en hacer ofrecimientos al duque, y dar luego por disculpa para no cumplirlos que él era quien había solicitado obtener mando, efugio indigno de un gobierno noble y de porte desembozado. Amigos de Orleans han atribuido a influjo de los ingleses la determinación de las cortes: se engañan. Ignorábase en ellasp. 419 que el embajador británico hubiese contrarrestado la pretensión de aquel príncipe. El no escuchar a S. A. nació solo de la íntima convicción de que entonces desplacía a los españoles general que fuese francés, y de que el nombre de Borbón, lejos de granjear partidarios en el ejército enemigo, solo serviría para hacerle a este más desapoderado, y dar ocasión a nuevos encarnizamientos.
De los dos asuntos enunciados que ocupaban en secreto a las cortes, tocaba uno de ellos al obispo de Orense. Este prelado que, como dijimos, no había acudido con sus compañeros en la noche del 24 a prestar el juramento exigido de la regencia, hizo al siguiente día dejación de su puesto, no solo fundándose en la edad y achaques [excusas que para no presentarse en las cortes se habían dado la víspera], sino que también alegó la repugnancia insuperable de reconocer y jurar lo que se prescribía en el primer decreto. Renunció también al cargo de diputado, que confiado le había la provincia de Extremadura, y pidió que se le permitiese sin dilación volver a su diócesis. Las cortes, desde luego, penetraron que en semejante determinación se encerraba torcido arcano, valiéndose mal intencionados de la candorosa y timorata conciencia del prelado como de oportuno medio para provocar penosos altercados. Pero prescindiendo aquel cuerpo de entrar en explicaciones, accedió a la súplica del obispo, sin exigir de él antes de su partida juramento ni muestra alguna de sumisión, con lo que el negocio parecía quedar del todo zanjado. No acomodaba remate tan inmediatop. 420 y pacífico a los sopladores de la discordia.
El obispo en vez de apresurar la salida para su diócesis, detúvose y provocó a las cortes a una discusión peligrosa sobre la manera de entender el decreto de 24 de septiembre; a las cortes, que no le habían en nada molestado ni puesto obstáculo a que regresase como buen pastor en medio de sus ovejas. En un papel fecho en Cádiz a 3 de octubre, después de reiterar gracias por haber alcanzado lo que pedía, expresadas de un modo que pudiera calificarse de irónico, metíase a discurrir largamente acerca del mencionado decreto, y parábase, sobre todo, en el artículo de la soberanía nacional. Deducía de él ilaciones a su placer, y trayendo a la memoria la revolución francesa, intentaba comparar con ella los primeros pasos de las cortes. Es cierto que ponía a salvo las intenciones de los diputados, pero con tal encarecimiento que asomaba la ironía como en lo de las gracias. Motejaba a los regentes, sus compañeros, por haberse sometido al juramento, protestaba por su parte de lo hecho, y calificaba de nulo y atentado el haber excluido al consejo de regencia de sancionar las deliberaciones de las cortes; representante aquel, según entendía el obispo, de la prerrogativa real en toda su extensión. Traslucíase, además, el despique del prelado por habérsele admitido la renuncia, con señales de querer llamar la atención de los pueblos y aun de excitar a la desobediencia.
Conjetúrese la impresión que causaría en las cortes papel tan descompuesto. Hubo vivos debates; varios diputados opinaron por que no sep. 421 tomase resolución alguna y se dejase al obispo regresar tranquilamente a la ciudad de Orense. Inclinábanse a este dictamen no solo los patrocinadores del ex regente, mas también algunos de los que se distinguían por su independencia y amor a la libertad, rehusando los últimos dispensar coronas de martirio a quien quizá las ansiaba, por lo mismo que no habían de conferírsele. Se manifestaron, al contrario, opuestos al prelado eclesiásticos de los nada afectos a novedades, enojados de que se desconociese la autoridad de las cortes. Uno de ellos, Don Manuel Ros, canónigo de Santiago de Galicia, y años después ejemplar obispo de Tortosa, exclamó: «El obispo de Orense hase burlado siempre de la autoridad. Prelado consentido y con fama de santo, imagínase que todo le es lícito, y voluntarioso y terco solo le gusta obrar a su antojo; mejor fuera que cuidase de su diócesis, cuyas parroquias nunca visita, faltando así a las obligaciones que le impone el episcopado; he asistido muchos años cerca de su ilustrisíma, y conozco sus defectos como sus virtudes.»
Las cortes, adoptando un término medio entre ambos extremos, resolvieron en 18 de octubre que el obispo de Orense hiciese en manos del cardenal de Borbón el juramento mandado exigir, por decreto de 25 de septiembre, de todas las autoridades eclesiásticas, civiles y militares, el cual estaba concebido bajo la misma fórmula que el del consejo de regencia.
Los atizadores, que lo que buscaban era escándalo, alegráronse de la decisión de las cortes con la esperanza de nuevas reyertas, y aprovechándosep. 422 de la escrupulosa conciencia del obispo, y también de su lastimado amor propio, azuzáronle para que desobedeciese y replicase. En su contestación renovaba el de Orense lo alegado anteriormente, y concluía por decir que si en el sentido que las cortes daban al decreto quería expresarse «que la nación era soberana con el rey, desde luego prestaría S. Ilma. el juramento pedido; pero si se entendía que la nación era soberana sin el rey, y soberana de su mismo soberano, nunca se sometería a tal doctrina»; añadiendo: «que en cuanto a jurar obediencia a los decretos, leyes y constitución que se estableciese, lo haría, sin perjuicio de reclamar, representar y hacer la oposición que de derecho cupiera a lo que creyese contrario al bien del estado, y a la disciplina, libertad e inmunidad de la iglesia.» He aquí entablada una discusión penosa, y en alguna de sus partes más propia de profesores de derecho público que de estadistas y cuerpos constituidos.
Es verdad que los gobiernos deberían andar muy detenidos en esto de juramentos, especialmente en lo que toca a reconocer principios. Casi siempre hasta las conciencias más timoratas hallan fácil salida a tales compromisos. Lo que importa es exigir obediencia a la autoridad establecida, y no juramentos de cosas abstractas que unos ignoran y otros interpretan a su manera. En todos tiempos, y sobre todo en el nuestro, ¿quién no ha quebrantado, aun entre las personas más augustas, las más solemnes y más sagradas promesas? Pero las cortes obraban como los demás gobiernos, con la diferencia, sinp. 423 embargo, de que en el caso de España, no era, repetimos, ni tan fuera de propósito ni tan ocioso declarar que la nación era soberana. El mismo obispo de Orense había proclamado este principio cuando se negó a ir a Bayona. Porque si la nación, como ahora sostenía, hubiese sido soberana solo con el rey, ¿qué se hubiera hecho en caso que Fernando, concluyendo un tratado con su opresor, y casándose con una princesa de aquella familia, se hubiese presentado en la raya después de estipular bases opuestas a los intereses de España? No eran sueños semejantes suposiciones, merced para que no se verificasen al inflexible orgullo de Napoleón, pues Fernando no estaba vaciado en el molde de la fortaleza.
Insistieron las cortes en su primera determinación, y sin convertir el asunto en polémico, ajeno de su dignidad y cual deseaba el prelado, mandaron a este que jurase lisa y llanamente. Hasta aquí procedieron los diputados conformes con su anterior resolución, pero se deslizaron en añadir que, «se abstuviese el obispo de hablar o escribir de manera alguna sobre su modo de pensar en cuanto al reconocimiento que se debía a las cortes.» También se le mandó que permaneciese en Cádiz hasta nueva orden. Eran estos resabios del gobierno antiguo, y consecuencia asimismo del derecho peculiar que daban a la autoridad soberana, respecto al clero, las leyes vigentes del reino, derecho no tan desmedido como a primera vista parece en países exclusivamente católicos, en donde necesario es balancear con remedios temporales el inmenso poder del sacerdocio y su intolerancia.p. 424 Enmarañándose más y más el asunto, empezose a convertir en judicial, y se nombró una junta mixta de eclesiásticos y seculares, escogidos por la regencia, para calificar las opiniones del obispo. En tanto, diputados moderados procuraban concertar los ánimos, señaladamente D. Antonio Oliveros, canónigo de San Isidro de Madrid, varón ilustrado, tolerante, de bella y candorosa condición, que al efecto entabló con su ilustrísima una correspondencia epistolar. Estuvo, sin embargo, dicho diputado a pique de comprometerse, tratando de abusar de su sencillez los que so capa inflamaban las humanas pasiones del pío mas orgulloso prelado.
En fin, malográndose todas las maquinaciones, reconociendo las provincias con entusiasmo a las cortes, no respondiendo nadie a la especie de llamamiento que con su resistencia a jurar hizo el de Orense, cansado este, desalentados los incitadores, y temiendo todos las resultas del proceso que, aunque lentamente, seguía sus trámites, amilanáronse y resolvieron no continuar adelante en su porfía.
El prelado, sometiéndose, pasó a las cortes el 3 de febrero inmediato, y prestó el juramento requerido sin limitación alguna. Permitiósele en seguida volver a su diócesis, y se sobreseyó en los procedimientos judiciales.
Tal fue el término de un negocio que, si bien importante con relación al tiempo, no lo era ni con mucho tanto como el otro que también se ventilaba en secreto, y que perteneciendo a las revoluciones de América, interesaba al mundo.
p. 425Apartaríase de nuestro propósito entrar circunstanciadamente en la narración de acontecimiento tan grave e intrincado, para lo que se requiere diligentísimo y especial historiador.
Tuvieron principio las alteraciones de América al saberse en aquellos países la invasión de los franceses en las Andalucías, y el malhadado deshacimiento de la junta central. Causas generales y lejanas habían preparado aquel suceso, acelerando el estampido otras particulares e inmediatas.
En nada han sido los extranjeros tan injustos, ni desvariado tanto, como en lo que han escrito acerca de la dominación española en las regiones de ultramar. A darles crédito, no parecería sino que los excelsos y claros varones que descubrieron y sojuzgaron la América habían solo plantado allí el pendón de Castilla para devastar la tierra y yermar campos, ricos antes y florecientes; como si el estado de atraso de aquellos pueblos hubiese permitido civilización muy avanzada. Los españoles cometieron, es verdad, excesos grandes, reprensibles, pero excesos que casi siempre acompañan a las conquistas, y que no sobrepujaron a los que hemos visto consumarse en nuestros días por los soldados de naciones que se precian de muy cultas.
Mas al lado de tales males no olvidaron los españoles trasladar allende el mar los establecimientos políticos, civiles y literarios de su patria, procurando así pulir y mejorar las costumbres y el estado social de los pueblos indianos. Y no se oponga que entre dichos establecimientos los había que eran perjudiciales y ominosos.p. 426 Culpa era esa de las opiniones entonces de España y de casi toda Europa; no hubo pensamientos torcidos de los conquistadores, los cuales presumían obrar rectamente, llevando a los países recién adquiridos todo cuanto en su entender constituía la grandeza de la metrópoli, gigantea en era tan portentosa.
Dilatábanse aquellas vastas posesiones por el largo espacio de 92 grados de latitud, y abrazaban entre sus más apartados establecimientos 1900 leguas. Extensión maravillosa cuando se considera que sus habitantes obedecieron durante tres siglos a un gobierno que residía a enorme distancia, y que estaba separado por procelosos mares.
Ascendía la población, sin contar las islas Filipinas, a 13 millones y medio de almas, cuyo más corto número era de europeos, únicos que estaban particularmente interesados en conservar la unión con la madre patria. En el origen contábanse solamente dos distintas razas o linajes, la de los conquistadores y la de los conquistados, esto es, españoles e indios. Gozaron los primeros de los derechos y privilegios que les correspondían, y se declaró a los segundos, conforme a las expresiones de la recopilación de Indias, «... libres y no sujetos a servidumbre de manera alguna.» Sabido es el tierno y compasivo afán que por ellos tuvo la reina Doña Isabel la Católica hasta en sus postrimeros días, encargando en su testamento «que no recibiesen los indios agravio alguno en sus personas y bienes, y que fuesen bien tratados.» No por eso dejaron de padecer bastante, extrañandop. 427 Solórzano que «cuanto se hacía en beneficio de los indios resultase en perjuicio suyo»; sin advertir que el mismo cuidado de segregarlos de las demás razas para protegerlos, excitaba a estas contra ellos, y que el alejamiento en que vivían, bajo caciques indígenas, dificultaba la instrucción, perpetuaba la ignorancia, y los exponía a graves vejaciones, apartándolos del contacto de las autoridades supremas, por lo general más imparciales.
Se multiplicó infinito en seguida la división de castas. Preséntase como primera la de los hijos de los peninsulares nacidos en aquellos climas de estirpe española, que se llamaron criollos. Vienen después los mestizos, o descendientes de españoles e indios, terminándose la enumeración por los negros, que se introdujeron de África, y las diversas tintas que resultaron de su ayuntamiento con las otras familias del linaje humano allí radicadas.
Los criollos conservaron igualdad de derechos con los españoles: lo mismo, con cortísima diferencia, los mestizos, si eran hijos de español y de india; mas no si el padre pertenecía a esta clase y la madre a la otra, pues entonces quedaba la prole en la misma línea del de los puramente indios; a los negros y sus derivados, a saber, mulatos, zambos, etc., reputábalos la ley y la opinión inferiores a los demás, si bien la naturaleza los había aventajado en las fuerzas físicas y facultades intelectuales.
De los diversos linajes nacidos en ultramar, era el de los criollos el más dispuesto a promover alteraciones. Creíase agraviado, le adornabanp. 428 conocimientos, y superaba a los demás naturales en riqueza e influjo. A los indios, aunque numerosos e inclinados en algunas partes a suspirar por su antigua independencia, faltábales en general cultura, y carecían de las prendas y medios requeridos para osadas empresas. No les era dado a los oriundos de África entrar en lid sino de auxiliadores, a lo menos en un principio; pues la escasez de su gente en ciertos lugares, y sobre todo el ceño que les ponían las demás clases, estorbábalos acaudillar particular bandería.
Comenzó a mediados del siglo XVIII a crecer grandemente la América española. Hasta entonces la forma del gobierno interior, los reglamentos de comercio y otras trabas habían retardado que se descogiese su prosperidad con la debida extensión.
Bajo los diversos títulos de virreyes, capitanes generales y gobernadores, ejercían el poder supremo jefes militares, quienes solo eran responsables de su conducta al rey y al consejo de Indias que residía en Madrid. Contrapesaban su autoridad las audiencias, que, además de desempeñar la parte judicial, se mezclaban, con el nombre de acuerdo, en lo gubernativo, y aconsejaban a los virreyes o les sugerían las medidas que tenían por convenientes. No hubo en esto alteración sustancial, fuera de que en ciertas provincias, como en Buenos Aires, se crearon capitanías generales o virreinatos independientes, en gran beneficio de los moradores, que antes se veían obligados a acudir para muchos negocios a grandes distancias.
p. 429En la administración de justicia, después de las audiencias, que eran los tribunales supremos, y de las que también en determinados casos se recurría al consejo de Indias, venían los alcaldes mayores y los ordinarios, a la manera de España, los cuales ejercían respectivamente su autoridad, ya en lo judicial, ya en lo económico, presidiendo a los ayuntamientos, cuerpos que se hallaban establecidos en los mismos términos que los de la península, con sus defectos y ventajas.
Los alcaldes mayores, al tiempo de empuñar la vara, practicaban una costumbre abusiva y ruinosa; pues so pretexto de que los indígenas necesitaban para trabajar de especial aguijón, ponían por obra lo que se llamaba repartimientos. Palabra de mal significado, y que expresaba una entrega de mercadurías que el alcalde mayor hacía a cada indio para su propio uso y el de su familia, a precios exorbitantes. Dábanse los géneros al fiado y a pagar dentro de un año en productos de la agricultura del país, estimados según el antojo de los alcaldes, quienes, jueces y parte en el asunto, cometían molestas vejaciones, saliendo en general muy ricos al cumplirse los cinco años de su magistratura, señaladamente en los distritos en que se cosechaba grana.
Don José de Gálvez, después marqués de Sonora, que de cerca había palpado los perjuicios de tamaño escándalo, luego que se le confió, en el reinado de Carlos III, el ministerio general de Indias, abolió los repartimientos y las alcaldías mayores, sustituyendo a esta autoridad la de las intendencias de provincia y subdelegación de partido, mejora de gran cuantía en la administraciónp. 430 americana, y contra la que, sin embargo, exclamaron poderosamente las corporaciones más desinteresadas del país, afirmando que sin la coerción se echaría a vaguear el indio en menoscabo de la utilidad pública y privada, así como de las buenas costumbres. Juicio errado nacido de preocupación arraigada, lo que en breve manifestó la experiencia.
Creados los intendentes, ganó también mucho el ramo de hacienda. Antes, oficiales reales, por sí o por medio de comisionados, recaudaban las contribuciones, entendiéndose con el superintendente general, que residía lejos de la capital de los gobiernos respectivos. Fijado ahora en cada provincia un intendente, creció la vigilancia sobre los partidos, de donde los subdelegados y oficiales reales tenían que enviar con puntualidad a sus jefes las sumas percibidas y estados individuales de cuenta y razón, asegurando, además, por medio de fianzas el bueno y fiel desempeño de sus cargos. Con semejantes precauciones tomaron las rentas increíble aumento.
Eran las contribuciones en menor número, y no tan gravosas como las de España. Pagábase la alcabala de todo lo que se introducía y vendía, el 10 por 100 de la plata y el 5 del oro que se sacaba de las minas, con algunos otros impuestos menos notables. El conocido bajo el nombre de tributo recaía solo sobre los indios, en compensación de la alcabala de que estaban exentos: era una capitación en dinero, pesada en sí misma y de cobranza muy arbitraria.
Al tiempo de formar las intendencias, hízose una división de territorio que no poco coadyuvóp. 431 al bienestar de los naturales. Y del mismo modo que con la cercanía de magistrados respetables se había puesto mayor orden en el ramo de contribuciones, así también con ella se introdujeron otras saludables reformas. Desde luego rigiéronse con mayor fidelidad los fondos de propios; hubo esmero en la policía y ornato de los pueblos, se administró la justicia sin tanto retraso y más imparcialmente; y por fin se extinguió el pernicioso influjo de los partidos, terrible azote, y causador allí de riñas y ruidosos pleitos.
Con haber perfeccionado de este modo la gobernación interior, se dio gran paso para la prosperidad americana.
Aviváronla también los adelantamientos que se hicieron en la instrucción pública. Ya cuando la conquista empezaron a propagarse las escuelas de primeras letras y los colegios, fundándose universidades en varias capitales. Y si no se siguieron los mejores métodos, ni se enseñaron las ciencias y doctrinas que más hubiera convenido, dolencia fue común a España, de que se lamentaban los hombres de ingenio y doctos que en todos tiempos honraron a nuestra patria. Pero luego que en la península profesores hábiles dieron señales de desterrar vergonzosos errores, y de modificar en cuanto podían rancios estatutos, lo propio hicieron otros en América, particularmente en las universidades de Lima y Santa Fe. Tampoco el gobierno español en muchos casos se mostró hosco a las luces del siglo. Diéronse en ultramar, como en España, ensanches al saber, y aun allí se erigieron escuelasp. 432 especiales: fue la más célebre el colegio de minería de Méjico, sobre el pie del de Freiberg de Sajonia, teniendo al frente maestros que habían cursado en Alemania, y los cuales perfeccionaron el estudio de las ciencias exactas y naturales, sobre todo el de la mineralogía, provechoso y necesario en un país tan abundante de metales preciosos.
Deplorable legislación se adoptó desde el descubrimiento para el comercio externo, mantenida en vigor hasta mediados del siglo XVIII. Porque, además de solo permitirse por ella el tráfico con la metrópoli [falta en que incurrieron todos los otros estados de Europa], circunscribiose también a los únicos puertos de Sevilla primero, y después de Cádiz, adonde venían y de donde partían las flotas y galeones en determinada estación del año; sistema que privaba al norte y levante de España y a varias provincias americanas de comerciar directamente entre sí, cortando el vuelo a la prosperidad mercantil, sin que por eso se remontase, cual debiera, la de las ciudades privilegiadas. Carlos V había pensado extender a los puertos principales de las otras costas la facultad del libre y directo tráfico; pero obligado a condescender con los deseos de compañías de genoveses y otros extranjeros avecindados en Sevilla, cuyas casas le anticipaban dinero para las empresas y guerras de afuera, suspendió resolución tan sabia, despojando así a la periferia de la península de los beneficios que le hubieran acarreado los nuevos descubrimientos. Felipe II y sus sucesores hallaron las arcas reales en idéntica o mayor penuria que Carlos,p. 433 y con desafición a innovar reglas ya más arraigadas, pretextaron igualmente, para conservar estas, el aparecimiento de los filibusteros, como si convoyes que navegaban en invariables tiempos, con rumbo a puntos fijos, no facilitasen las acometidas y rapiñas de aquellos audaces y numerosos piratas.
Diose traza de modificar legislación tan perjudicial en los reinados de Fernando VI y Carlos III, aprobándose al intento y sucesivamente diferentes reglamentos que acabaron de completarse en 1789. Permitiose por ellos el comercio de América desde diversos puertos y con todas las costas de la península, siempre que fuesen súbditos, los que lo hiciesen, de la corona de España. Tan rápidamente creció el tráfico que se dobló en pocos años, esparciéndose las ganancias por las varias provincias de ambos hemisferios.
Con tales mejoras de administración y el aumento de riqueza, enrobustecíanse las regiones de ultramar, y se iban preparando a caminar solas y sin los andadores del gobierno español. No obstante eso, el vínculo que las unía era todavía fuerte y muy estrecho.
Otras causas concurrieron a aflojarle paulatinamente. Debe contarse entre las principales la revolución de los Estados Unidos anglo-americanos. Jefferson en sus cartas asevera que ya entonces dieron pasos los criollos españoles para lograr su independencia. Si fue así, debieron provenir tales gestiones de particulares proyectos, no de la mayoría de la población ni de sus corporaciones adictas a la metrópoli con inveterados y apegados hábitos. Incurrió en error gravep. 434 la corte de Madrid en favorecer la cansa anglo-americana, mayormente cuando no la impelían a ello filantrópicos pensamientos, sino personal pique de Carlos III contra los ingleses, y consecuencias del desastrado pacto de familia. Diose de ese modo un punto en que con el tiempo se había de apoyar la palanca destinada a levantar los otros pueblos del continente americano. Lo preveía el ilustre conde de Aranda cuando, precisado a firmar el tratado de Versalles, aconsejó que se enviasen a aquellas provincias infantes de España, quienes al menos mantuviesen con su presencia y dominación, las relaciones mercantiles y de buena amistad en que se interesaban la prosperidad y riqueza peninsulares.
Tras lo acaecido en las márgenes del Delaware, sobrevino la revolución francesa, estímulo nuevo de independencia, sembrando en América como en Europa ideas de libertad y desasosiego. Hasta entonces los alborotos ocurridos habían sido parciales, y nacidos solo de tropelías individuales o de vejaciones en algunas comarcas. Graves aparecieron las turbulencias del Perú, acaudilladas por Tupac Amaru; mas como los indios que tomaron parte cometieron grandes crueldades, lo mismo con criollos que con españoles, obligaron a unos y a otros a unirse para sofocar insurrecciones difíciles de cuajar sin su participación. Quiso conmoverse Caracas en 1796, luego que se encendió la guerra con los ingleses. Pero aun entonces fueron principales promovedores el español Picornel y el general Miranda, forasteros ambos, por decirlo así, en el país. Pues el primero, corazón ardiente y comprometidop. 435 en la conspiración tramada en Madrid en 1795 contra el poder absoluto, hijo de Mallorca, no conocía bastantemente la tierra; y el segundo, aunque nacido en Venezuela, ausente años de allí, y general de la república francesa, amamantado con sus doctrinas, tenía ya estas más presentes que la situación y preocupaciones de su primitiva patria. Por consiguiente se malogró la empresa intentada, permaneciendo aún muy hondas las raíces del dominio español para que se las pudiera arrancar de un solo y primer golpe. Mr. de Humboldt, nada desafecto a la independencia americana, confiesa «que las ideas que tenían en las provincias de Nueva España acerca de la metrópoli eran enteramente distintas de las que manifestaban las personas que en la ciudad de Méjico se habían formado por libros franceses e ingleses.»
Requeríase, pues, algún nuevo suceso, grande, extraordinario, que tocara inmediatamente a las Américas y a España, para romper los lazos que unían a entrambas, no bastando a efectuar semejante acontecimiento ni lo apartado y vasto de aquellos países, ni la diversidad de castas y sus pretensiones, ni las fuerzas y riqueza, que cada día se aumentaban, ni el ejemplo de los Estados Unidos, ni tampoco los terribles y más recientes que ofrecía la Francia; cosas todas que colocamos entre las causas generales y lejanas de la independencia americana, empezando las particulares y más próximas en las revueltas y asombros que se agolparon en el año de 1808.
En un principio, y al hundirse el trono dep. 436 los Borbones, manifestaron todas las regiones de ultramar en favor de la causa de España verdadero entusiasmo, conteniéndose, a su vista, los pocos que anhelaban mudanzas. Vimos en su lugar la irritación que produjeron allí las miserias de Bayona, la adhesión mostrada a las juntas de provincia y a la central, los donativos, en fin, y los recursos que con larga mano se suministraron a los hermanos de Europa. Mas, apaciguado el primer hervor, y sucediendo en la península desgracias tras de desgracias, cambiose poco a poco la opinión, y se sintieron rebullir los deseos de independencia, particularmente entre la mocedad criolla de la clase media y el clero inferior. Fomentaron aquella inclinación los ingleses, temerosos de la caída de España; fomentáronla los franceses y emisarios de José, aunque en otro sentido y con intento de apartar aquellos países del gobierno de Sevilla y Cádiz, que apellidaban insurreccional; fomentáronla los anglo-americanos, especialmente en Méjico; fomentáronla, por último, en el Río de la Plata los emisarios de la infanta Doña Carlota, residente en el Brasil, cuyo gobierno, independiente de Europa, no era para la América meridional de mejor ejemplo que lo había sido para la septentrional la separación de los Estados Unidos.
A tantos embates necesario era que cediese y empezase a crujir el edificio levantado por los españoles más allá de los mares, cuya fábrica hubo de ser bien sólida y compacta para que no se resquebrajase antes y viniese al suelo.
Contrarrestar tamaños esfuerzos parecía dificultoso,p. 437 si no imposible, abrumado el reino bajo el peso de una guerra desoladora y exhausto de recursos. La junta central, no obstante, hubiera quizá podido tomar providencias que sostuviesen por más tiempo la dominación peninsular. Limitose a hacer declaraciones de igualdad de derechos, y omitió medidas más importantes. Tales hubieran sido, en concepto de los inteligentes, mejorar la suerte de las clases menesterosas con repartimiento de tierras; halagar más de lo que se hizo la ambición de los pudientes y principales criollos con honores y distinciones, a que eran muy inclinados; reforzar con tropa algunos puntos, pues hombres no escaseaban en España, y el soldado mediano acá era para allá muy aventajado, y finalmente, enviar jefes firmes, prudentes y de conocida probidad. Y ora fueran las circunstancias, ora descuido, no pensó la central como debiera en materia de tanta gravedad, y al disolverse, contenta con haber hecho promesas, dejó la América trabajada ya de mil modos, con las mismas instituciones, desatendidas las clases pobres y al frente autoridades por lo general débiles e incapaces, y sospechadas algunas de connivencia con los independientes.
Verificose el primer estallido sin convenio anterior entre las diversas partes de la América, siendo difíciles las comunicaciones y no estando entonces extendidas ni arregladas las sociedades secretas, que después tanto influjo tuvieron en aquellos sucesos. El movimiento rompió por Caracas, tierra acostumbrada a conjuraciones; y rompió, según ya insinuamos, alp. 438 llegar la noticia de la pérdida de las Andalucías y dispersión de la junta central.
El 19 de abril de 1810 apareció amotinado el pueblo de aquella ciudad, capital de Venezuela, al que se unió la tropa; y el cabildo, o sea ayuntamiento, agregando a su seno otros individuos, erigiose en junta suprema, mientras que conforme anunció, se convocaba un congreso. El capitán general, Don Vicente Emparan, sobrecogido y hombre de ánimo cuitado, no opuso resistencia alguna, y en breve desposeyéronle y le embarcaron en La Guaira con la audiencia y principales autoridades españolas. Siguieron el impulso de Caracas las otras provincias de Venezuela, excepto el partido de Coro y Maracaibo, en cuya ciudad mantuvo la tranquilidad y buen orden la firmeza del gobernador Don Fernando Miyares.
El haberse en Caracas unido la tropa al pueblo decidió la querella en favor de los amotinados. Ayudaba mucho, para la determinación del soldado, el sistema militar que se había introducido en América en el último tercio del siglo XVIII, en cuyo tiempo se crearon cuerpos veteranos de naturales del país, que, si bien en gran parte eran mandados por coroneles y comandantes europeos, tenían también en sus filas oficiales subalternos, sargentos y cabos americanos. Del mismo modo se organizaron milicias de infantería y caballería, a semejanza las primeras de las de España, y en ellas se apoyó principalmente la insurrección. Cierto es que, al principio, solo la menor parte de las tropas se declaró en favor de las novedades, y que hubop. 439 parajes, particularmente en Méjico y en el Perú, en donde los militares contribuyeron a sofocar las conmociones; mas con el tiempo, cundiendo el fuego, llegó hasta las tropas de línea.
El motivo principal que alegó Caracas para erigir una junta suprema e independiente fundose en estar casi toda España sujeta ya a una dinastía extranjera y tiránica, añadiendo que solo haría uso de la soberanía hasta que volviese al trono Fernando VII, o se instalase solemne y legalmente un gobierno constituido por las cortes, a que concurriesen legítimos representantes de los reinos, provincias y ciudades de Indias. Entre tanto, ofrecía la nueva junta a los españoles que aún peleasen por la independencia peninsular, amistad y envío de socorros. El nombre de Fernando tuvo que sonar a causa del pueblo, muy adicto al soberano desgraciado; esperanzados los promovedores del alzamiento que, conllevando así las ideas de la mayoría, la traerían por sus pasos contados adonde deseaban, mayormente si se introducían luego innovaciones que le fueran gratas. No tardaron estas en anunciarse, pues se abolió en breve el tributo de los indios, repartiéronse los empleos entre los naturales, y se abrieron los puertos a los extranjeros. La última providencia halagaba a los propietarios que veían en ella crecer el valor de sus frutos, y ganaban al propio tiempo la voluntad de las naciones comerciantes, codiciosas siempre de multiplicar sus mercados.
Así fue que el ministerio inglés, poco explícito en sus declaraciones al reventar la insurrección,p. 440 no dejó pasar muchos meses sin expresar, por boca de Lord Liverpool, «que S. M. B. no se consideraba ligado por ningún compromiso a sostener un país cualquiera de la monarquía española contra otro por razón de diferencias de opinión, sobre el modo con que se debiese arreglar su respectivo sistema de gobierno; siempre que conviniesen en reconocer al mismo soberano legítimo, y se opusiesen a la usurpación y tiranía de la Francia...» No se necesitaba testimonio tan público para conocer que forzoso le era al gabinete de la Gran Bretaña, aunque hubieran sido otras sus intenciones, usar de semejante lenguaje, teniendo que sujetarse a la imperiosa voz de sus mercaderes y fabricantes.
Alzó también Buenos Aires el grito de independencia al saber allí, por un barco inglés que arribó a Montevideo el 13 de mayo, los desastres de las Andalucías. Era capitán general Don Baltasar Hidalgo de Cisneros, hombre apocado y sin cautela, quien, a petición del ayuntamiento, consintió en que se convocase un congreso, imaginándose que aun después proseguiría en el gobierno de aquellas provincias. Instalose dicho congreso el 22 de mayo, y, como era de esperar, fue una de sus primeras medidas la deposición del inadvertido Cisneros, eligiendo también, a la manera de Caracas, una junta suprema que ejerciese el mando en nombre de Fernando VII. Conviene notar aquí que la formación de juntas en América nació por imitación de lo que se hizo en España en 1808, y no de otra ninguna causa.
p. 441Montevideo, que se disponía a unir su suerte con la de Buenos Aires, detúvose, noticioso de que en la península todavía se respiraba, y de que existía en la Isla de León, con nombre de regencia, un gobierno central.
No así el nuevo reino de Granada, que siguió el impulso de Caracas, creando una junta suprema el 20 de julio. Apearon del mando los nuevos gobernantes a Don Antonio Amat, virrey semejante en lo quebradizo de su temple a los jefes de Venezuela y Buenos Aires. Acaecieron luego en Santa Fe, en Quito y en las demás partes altercados, divisiones, muertes, guerra y muchas lástimas, que tal esquilmo coge de las revoluciones la generación que las hace.
Entonces, y largo tiempo después, se mantuvo el Perú quieto y fiel a la madre patria, merced a la prudente fortaleza del virrey, Don José Fernando de Abascal, y a la memoria aún viva de la rebelión del indio Tupac Amaru y sus crueldades.
Tampoco se meneaba Nueva España, aunque ya se habían fraguado varias maquinaciones y se preparaban alborotos, de que más adelante daremos noticia.
Por lo demás, tal fue el principio de irse desgajando del tronco paterno, y una en pos de otra, ramas tan fructíferas del imperio español. ¿Escogieron los americanos para ello la ocasión más digna y honrosa? A medir las naciones por la escala de los tiernos y nobles sentimientos de los individuos, abiertamente diríamos que no, habiendo abandonado a la metrópoli en su mayor aflicción, cuando aquella decretara igualdadp. 442 de derechos, y cuando se preparaba a realizar en sus cortes el cumplimiento de las anteriores promesas. Los Estados Unidos separáronse de Inglaterra en sazón en que esta descubría su frente serena y poderosa, y después que reiteradas veces les había su metrópoli negado peticiones moderadas en un principio. Por el contrario, los americanos españoles cortaban el lazo de unión, abatida la península, reconocidas ya aquellas provincias como parte integrante de la monarquía, y convidados sus habitantes a enviar diputados a las cortes. No; entre individuos graduaríase tal porte de ingrato y aun villano. Las naciones, desgraciadamente, suelen tener otra pauta, y los americanos quizá pensaron lograr entonces con más certidumbre lo que, a su entender, fuera dudoso y aventurado, libre la península y repuesto en el solio el cautivo Fernando.
Controvertible igualmente ha sido si la América había llegado al punto de madurez e instrucción que eran necesarias para desprenderse de los vínculos metropolitanos. Algunos han decidido ya la cuestión negativamente, atentos a las turbulencias y agitación continua de aquellas regiones, en donde mudando a cada paso de gobierno y leyes, aparecen los naturales no solo como inhábiles para sostener la libertad y admitir un gobierno medianamente organizado, pero aun también como incapaces de soportar el estado social de los pueblos cultos. Nosotros, sin ir tan allá, creemos, sí, que la educación y enseñanza de la América española será lenta y más larga que la de otros países; y solo nos admiramosp. 443 de que haya habido en Europa hombres, y no vulgares, que al paso que negaban a España la posibilidad de constituirse libremente, se la concedieran a la América, siendo claro que en ambas partes habían regido idénticas instituciones, y que idénticas habían sido las causas de su atraso; con la ventaja para los peninsulares de que entre ellos se desconocía la diversidad de castas, y de que el inmediato roce con las naciones de Europa les había proporcionado hacer mayores progresos en los conocimientos modernos, y mejorar la vida social. Mas si personas entendidas y gobiernos sabios olvidaban reflexiones tan obvias, ¿qué no sería de ávidos especuladores que soñaban montes de oro con la franquicia y amplia contratación de los puertos americanos?
La regencia, al instalarse, había nombrado sujetos que llevasen a las provincias de ultramar las noticias de lo ocurrido en principios de año, recordando al propio tiempo en una proclama la igualdad de condición otorgada a aquellos naturales, e incluyendo la convocatoria para que acudiesen a las cortes por medio de sus diputados. Fuera de eso, no extendió la regencia sus providencias más allá de lo que lo había hecho la central, si bien es cierto que ni la situación actual permitía el mismo ensanche, ni tampoco era político anticipar en muchos asuntos el juicio de las cortes, cuya reunión se anunciaba cercana.
Sin embargo, publicose en 17 de mayo de 1810, a nombre de dicha regencia, una real orden de la mayor importancia, y por la que sep. 444 autorizaba el comercio directo de todos los puertos de Indias con las colonias extranjeras y naciones de Europa. Mudanza tan repentina y completa en la legislación mercantil de Indias, sin previo aviso ni otra consulta, saltando por encima de los trámites de estilo aún usados durante el gobierno antiguo, pasmó a todos y sobrecogió al comercio de Cádiz, interesado más que nadie en el monopolio de ultramar.
Sin tardanza reclamó este contra una providencia en su concepto injustísima y en verdad muy informal y temprana. La regencia ignoraba, o fingió ignorar, la publicación de la mencionada orden, y en virtud de examen que mandó hacer, resultó que sobre un permiso limitado al renglón de harinas, y al solo puerto de la Habana, había la secretaría de hacienda de Indias extendido por sí la concesión a los demás frutos y mercaderías procedentes del extranjero, y en favor de todas las costas de la América. ¿Quién no creyera que al descubrirse falsía tan inaudita, abuso de confianza tan criminal y de resultas tan graves, no se hubiese hecho un escarmiento que arredrase en lo porvenir a los fabricadores de mentidas providencias del gobierno? Formose causa; mas causa al uso de España en tales materias, encargando a un ministro del consejo supremo de España e Indias que procediese a la averiguación del autor o autores de la supuesta orden.
Se arrestó en su casa al marqués de las Hormazas, ministro de hacienda, prendiose también al oficial mayor de la misma secretaría en lo relativo a Indias, Don Manuel Albuerne, y a algunosp. 445 otros que resultaban complicados. El asunto prosiguió pausadamente, y después de muchas idas y venidas, empeños, solicitaciones, todos quedaron quitos. Hormazas había firmado a ciegas la orden sin leerla, y como si se tratase de un negocio sencillo. El verdadero culpado era Albuerne, de acuerdo con el agente de la Habana Don Claudio María Pinillos, y Don Esteban Fernández de León, siendo sostenedor secreto de la medida, según voz pública, uno de los regentes. Tal descuido en unos, delito en otros, e impunidad ilimitada para todos, probaban más y más la necesidad urgente de purgar a España de la maleza espesa que habían ahijado en su gobierno, de Godoy acá, los patrocinadores de la corrupción más descarada.
La regencia, por su parte, revocó la real orden, y mandó recoger los ejemplares impresos. Pero el tiro había ya partido, y fácil es adivinar el mal efecto que produciría, sugiriendo a los amigos de las alteraciones de América nueva y fundada alegación para proseguir en su comenzado intento.
Supo la regencia, el 4 de julio, las revueltas de Caracas, y al concluirse agosto, las de Buenos Aires. Apesadumbráronla noticias para ella tan impensadas, y para la causa de España tan funestas, mas vivió algún tiempo con la esperanza de que cesarían los disturbios, luego que allá corriese no haber la península rendido aún su cerviz al invasor extranjero. ¡Vana ilusión! Alzamientos de esta clase o se ahogan al nacer, o se agrandan con rapidez. La regencia, indecisa y sin mayores medios, consultó al consejo, nop. 446 tomando de pronto resolución que pareciera eficaz.
Aquel cuerpo opinó que se enviase a ultramar un sujeto condecorado y digno, asistido de algunos buques de guerra y con órdenes para reunir las tropas de Puerto Rico, Cuba y Cartagena, previniéndole que solo emplease el medio de la fuerza cuando los de persuasión no bastasen. La regencia se conformó en un todo con el dictamen del consejo, y nombró por comisionado, revestido de facultades omnímodas, a Don Antonio Cortavarría, individuo del consejo real, magistrado respetable por su pureza, pero anciano y sin el menor conocimiento de lo que era la América. Figurábase el gobierno español, equivocadamente, que no eran pasados los días de los Mendozas y los Gascas, y que a la vista del enviado peninsular se allanarían los obstáculos y se remansarían los tumultos populares. Llevaba Cortavarría instrucciones que no solo se extendían a Venezuela, sino que también abrazaban las islas, Santa Fe y aun la Nueva España, debiendo obrar con él mancomunadamente el gobernador de Maracaibo Don Fernando Miyares, electo capitán general de Caracas, en recompensa de su buen proceder.
Respecto de Buenos Aires, ya antes de saberse el levantamiento había tomado la regencia algunas medidas de precaución, advertida de tratos que la infanta Doña Carlota traía allí desde el Brasil; y como Montevideo era el punto más a propósito para realizar cualquiera proyecto que dicha señora tuviese entre manos, se había nombrado, para provenir toda tentativa,p. 447 por gobernador de aquella plaza a Don Gaspar de Vigodet, militar de confianza.
Mas, después que la regencia recibió la nueva de la conmoción de Buenos Aires, no limitó a eso sus providencias, sino que también resolvió enviar de virrey de las provincias del Río de la Plata a Don Francisco Javier de Elío, acompañado de 500 hombres, de una fragata de guerra y de una urca, con orden de partir de Alicante y de ocultar el objeto del viaje hasta pasadas las islas Canarias. Se le recomendó asimismo lo que a Cortavarría en cuanto a que no emplease la fuerza antes de haber tentado todos los medios de conciliación.
He aquí lo que por mayor se sabía en Europa de las turbulencias
de América, y lo que para cortarlas había resuelto la regencia al
tiempo de instalarse las cortes. Ocúpanse
las cortes
en la materia. Hallándose en el seno de estas
diputados naturales de ultramar, concíbese fácilmente que no dejarían
huelgo a sus compañeros antes de conseguir que se ocupasen en tan
graves cuestiones. Las propuestas fueron muchas y varias, y ya el
25 de septiembre, tratándose de expedir el decreto del 24, expuso
la diputación americana que al mismo tiempo que se remitiese aquel
a Indias, era necesario hablar a sus habitantes de la igualdad
de derechos que tenían con los de Europa, de la extensión de la
representación nacional como parte integrante de la monarquía, y
conceder una amnistía u olvido absoluto por los extravíos ocurridos
en las desavenencias de algunos de aquellos países. La discusión
comenzó a encresparse, y Don José Mejía, suplente por Santa Fep. 448 de Bogotá y americano de
nacimiento, fuese prudencia, fuese temor de que resonasen en ultramar
las palabras que se pronunciaban en las cortes, palabras que pudieran
ser funestas a los independientes, apoyados todavía en terreno poco
firme, pidió que se ventilase el asunto en secreto. Accedió el congreso
a los deseos de aquel señor diputado, si bien por incidencia se tocaron
a veces en público, en las primeras sesiones, algunos de los muchos
puntos que ofrecía materia tan espinosa.
Después de reñidos debates, aprobaron las cortes los términos de un decreto que se promulgó con fecha de 15 de octubre,[*] en el que aparecieron como esenciales bases: 1.º, la igualdad de derechos, ya sancionada; 2.º, una amnistía general, sin límite alguno.
En pos de esta resolución vinieron, a manera de secuela, otras declaraciones y concesiones muy favorables a la América, de las que mencionaremos las más principales en el curso de esta historia. Por ellas se verá cuánto trabajaron las cortes para grangearse el ánimo de aquellos habitantes y acallar los motivos que hubiera de justa queja, debiendo haber finalizado las turbulencias, si el fuego de un volcán de extensa crátera pudiera apagarse por la mano del hombre.
La víspera de la promulgación del decreto sobre América entablose en público la discusión de la libertad de la imprenta. Don Agustín de Argüelles era quien primero la había provocado, indicando en la sesión de la tarde del 27 de septiembre la necesidad de ocuparse a lap. 449 mayor brevedad en materia tan grave. Sostuvo su dictamen Don Evaristo Pérez de Castro, y aun insistió en que desde luego se formase para ello una comisión, cuya propuesta aprobaron las cortes inmediatamente, sin obstáculo alguno.
Dedicose con aplicación continua a su trabajo la comisión nombrada, y el 14 de octubre, cumpleaños del rey Fernando VII, leyó el informe en que habían convenido los individuos de ella; casual coincidencia o modo nuevo de celebrar el natalicio de un príncipe, cuyo horóscopo viose después no cuadraba con el festejo. Al día siguiente se trabó la discusión, una de las más brillantes que hubo en las cortes, y de la que reportaron estas fama esclarecida. Lástima ha sido que no se hayan conservado enteros los discursos allí pronunciados, pues todavía no se publicaban de oficio las sesiones, según comenzó a usarse en el promedio de diciembre, habiéndose desde entonces establecido taquígrafos que siguiesen literalmente la palabra del orador. Sin embargo, algunos curiosos, y entre ellos ingleses, tomaron nota bastante exacta de las discusiones más principales, y eso nos habilita para dar una razón algo circunstanciada de lo que ocurrió en aquella ocasión.
Antes de reunirse las cortes, la libertad de la imprenta apenas contaba otros enemigos sino algunos de los que gobernaban; mas después que el congreso mostró querer proseguir su marcha con hoz reformadora, despertose el recelo de las clases y personas interesadas en los abusos, que empezaron a mirar con esquivez medida tan deseada. No pareciéndoles, con todo, discretop. 450 impugnarla de frente, idearon los que pertenecieron a aquel número y estaban dentro de las cortes, pedir que se suspendiese la deliberación.
Escogieron para hacer la propuesta al diputado que entre los suyos juzgaron más atrevido, a Don Joaquín Tenreiro, quien, después de haber el día 14 procurado infructuosamente diferir la lectura del informe de la comisión, persistió el 15 en su propósito de que se dejase para más adelante la discusión, alegando que se debería pedir con antelación el parecer de ciertas corporaciones, en especial el de las eclesiásticas, y sobre todo aguardar la llegada de diputados próximos a aportar de las costas de Levante. Manifestó su opinión el señor Tenreiro acaloradamente, y excitó la réplica de varios señores diputados que demostraron haber seguido el expediente, no solo los trámites de costumbre, sino que también, viniendo ya instruido desde el tiempo de la junta central, había recibido con el mayor detenimiento la dilucidación necesaria. Reprodujo no obstante sus argumentos el señor Tenreiro, pero no por eso pudo estorbar que empezase de lleno la discusión. El señor Argüelles fue de los primeros que entrando en materia hizo palpables los bienes que resultan de la libertad de la imprenta. «Cuantos conocimientos, dijo, se han extendido por Europa han nacido de esta libertad, y las naciones se han elevado a proporción que ha sido más perfecta. Las otras, oscurecidas por la ignorancia y encadenadas por el despotismo, se han sumergido en la proporción contraria.p. 451 España, siento decirlo, se halla entre las últimas: fijemos la vista en los postreros 20 años, en ese periodo henchido de acontecimientos más extraordinarios que cuantos presentan los anteriores siglos, y en él podremos ver los portentosos efectos de esa arma, a cuyo poder casi siempre ha cedido el de la espada. Por su influjo vimos caer de las manos de la nación francesa las cadenas que la habían tenido esclavizada. Una facción sanguinaria vino a inutilizar tan grande medida, y la nación francesa, o más bien su gobierno, empezó a obrar en oposición a los principios que proclamaba... El despotismo fue el fruto que recogió... Hubiera habido en España una arreglada libertad de imprenta, y nuestra nación no hubiera ignorado cual fuese la situación política de la Francia al celebrarse el vergonzoso tratado de Basilea. El gobierno español, dirigido por un favorito corrompido y estúpido, incapaz era de conocer los verdaderos intereses del estado. Abandonose ciegamente y sin tino a cuantos gobiernos tuvo la Francia, y desde la convención hasta el imperio seguimos todas las vicisitudes de su revolución, siempre en la más estrecha alianza, cuando llegó el momento desgraciado en que vimos tomadas nuestras plazas fuertes y el ejército del pérfido invasor en el corazón del reino. Hasta entonces a nadie le fue lícito hablar del gobierno francés con menos sumisión que del nuestro, y no admirar a Bonaparte fue de los más graves delitos. En aquellos días miserables se echaron las semillas cuyos amargos frutos estamos cogiendo ahora. Extendamos la vistap. 452 por el mundo: Inglaterra es la sola nación que hallaremos libre de tal mengua. ¿Y a quién lo debe? Mucho hizo en ella la energía de su gobierno, pero más hizo la libertad de la imprenta. Por su medio pudieron los hombres honrados difundir el antídoto con más presteza que el gobierno francés su veneno. La instrucción que por la vía de la imprenta logró aquel pueblo fue lo que le hizo ver el peligro y saber evitarlo...»
El señor Morros, diputado eclesiástico, sostuvo con fuerza «ser la libertad de la imprenta opuesta a la religión católica apostólica romana, y ser, por tanto, detestable institución.» Añadió: «que, según lo prevenido en muchos cánones, ninguna obra podía publicarse sin la licencia de un obispo o concilio, y que todo lo que se determinase en contra, sería atacar directamente la religión.»
Aquí notará el lector que desesperanzados los enemigos de la libertad de la imprenta de impedir los debates, trataron ya de impugnarla sin disfraz alguno y fundamentalmente.
Fácil fue al señor Mejía rebatir el dictamen del señor Morros, advirtiendo «que la libertad de que se trataba, limitábase a la parte política y en nada se rozaba con la religión ni la potestad de la iglesia... Observó también la diferencia de tiempos, y la errada aplicación que había hecho el señor Morros de sus textos, los cuales por la mayor parte se referían a una edad en que todavía no estaba descubierta la imprenta...» Y continuando después dicho señor Mejía en desentrañar con sutileza y profundidadp. 453 toda la parte eclesiástica en que, aunque seglar, era muy versado, terminó diciendo: «que en las naciones en donde no se permitía la libertad de imprenta, el arte de imprimir había sido perjudicial, porque había quitado la libertad primitiva que existía de escribir y copiar libros sin particulares trabas, y que si bien entonces no se esparcían las luces con tanta rapidez y extensión, a lo menos eran libres. Y más vale un pedazo de pan comido en libertad que un convite real con una espada que cuelga sobre la cabeza, pendiente del hilo de un capricho.»
El señor Rodriguez de la Bárcena, bien que eclesiástico como el señor Morros, no recargó tanto en punto a la religión, pero con maña trazó una pintura sombría «de los males de la libertad de la imprenta en una nación no acostumbrada a ella, se hizo cargo de las calumnias que difundía, de la desunión en las familias, de la desobediencia a las leyes y otros muchos estragos, de los que, resultando un clamor general, tendría al cabo que suprimirse una facultad preciosa, que coartada con prudencia, era fácil conservar. Yo, continuó el orador, amo la libertad de la imprenta, pero la amo con jueces que sepan de antemano separar la cizaña de con el grano. Nada aventura la imprenta con la censura previa en las materias científicas, que son en las que más importa ejercitarse, y usada dicha censura discretamente, existirá en realidad con ella mayor libertad que si no la hubiera, y se evitarán escándalos y la aplicación de las penas en que incurrirán losp. 454 escritores que se deslicen, siendo para el legislador más hermoso representar el papel de prevenir los delitos que el de castigarlos.»
Replicó a este orador Don Juan Nicasio Gallego que, aunque revestido igualmente de los hábitos clericales, descollaba en el saber político, si bien no tanto como en el arte divino de los Herreras y Leones. «Si hay en el mundo, dijo, absurdo en este género, eslo el de asentar como lo ha hecho el preopinante, que la libertad de la imprenta podía existir bajo una previa censura. Libertad es el derecho que todo hombre tiene de hacer lo que le parezca, no siendo contra las leyes divinas y humanas. Esclavitud por el contrario existe donde quiera que los hombres están sujetos sin remedio a los caprichos de otros, ya se pongan o no inmediatamente en práctica. ¿Cómo puede, según eso, ser la imprenta libre, quedando dependiente del capricho, las pasiones o la corrupción de uno o más individuos? ¿Y por qué tanto rigor y precauciones para la imprenta, cuando ninguna legislación las emplea en los demás casos de la vida y en acciones de los hombres no menos expuestas al abuso? Cualquiera es libre de proveerse de una espada, ¿y dirá nadie por eso que se le deben atar las manos no sea que cometa un homicidio? Puedo, en verdad, salir a la calle y robar a un hombre, más ninguno, llevado de tal miedo, aconsejará que se me encierre en mi casa. A todos nos deja la ley libre el albedrío, pero por horror natural a los delitos, y porque todos sabemos las penas que están impuestas a los criminales,p. 455 tratamos cada cual de no cometerlos...»
Hablaron en seguida otros diputados en favor de la cuestión, tales como los señores Luján, Pérez de Castro y Oliveros. El primero expresó: «que los dos encargos particulares que le había hecho su provincia [la de Extremadura] habían sido: que fuesen públicas las sesiones de las cortes y que se concediese la libertad de la imprenta.» Puso el último su particular cuidado en demostrar que aquella libertad «no solo no era contraria a la religión, sino que era compatible con el amor más puro hacia sus dogmas y doctrinas... Nosotros [continuó tan respetable eclesiástico] queremos dar alas a los sentimientos honrados, y cerrar las puertas a los malignos. La religión santa de los Crisóstomos y de los Isidoros no se recata de la libre discusión; temen esta los que desean convertir aquella en provecho propio. ¡Qué de horrores y escándalos no vimos en tiempo de Godoy! ¡Cuánta irreligiosidad no se esparció! Y ¿había libertad de imprenta? Si la hubiera habido, dejáranse de cometer tantos excesos con el miedo de la censura pública, y no se hubieran perpetrado delitos, sumidos ahora en la impunidad del silencio. Ciertos obispos ¿hubieran osado manchar los púlpitos de la religión predicando los triunfos del poder arbitrario y, por decirlo así, los del ateísmo? ¿Hubieran contribuido a la destrucción de su patria y a la tibieza de la fe, incensando impíamente al ídolo de Baal, al malaventurado valido?...»
Contados fueron los diputados que después impugnaron la libertad de la imprenta, y aunp. 456 de ellos el mayor número antes provocó dudas que expresó una opinión opuesta bien asentada. Los señores Morales Gallego y Don Jaime Creus fueron quienes con mayor vigor esforzaron los argumentos en contra de la cuestión. Dirigiose el principal conato de ambos a manifestar «la suelta que iba a darse a las pasiones y personalidades, y el riesgo que corría la pureza de la fe, siendo de dificultoso deslinde en muchos casos el término de las potestades política y eclesiástica.» El señor Argüelles rechazó de nuevo muchas de las objeciones; pero quien entre los postreros de los oradores habló de un modo luminoso, persuasivo y profundo fue el dignísimo Don Diego Muñoz Torrero, cuya candorosa y venerable presencia, repetimos, aumentaba peso a la ya irresistible fuerza de su raciocinación. «La materia que tratamos, dijo, tiene, según la miro, dos partes: la una de justicia, la otra de necesidad. La justicia es el principio vital de la sociedad civil, e hija de la justicia es la libertad de la imprenta... El derecho de traer a examen las acciones del gobierno es un derecho imprescriptible que ninguna nación puede ceder sin dejar de ser nación, ¿Qué hicimos nosotros en el memorable decreto de 24 de septiembre? Declaramos los decretos de Bayona ilegales y nulos. Y ¿por qué? Porque el acto de renuncia se había hecho sin el consentimiento de la nación. ¿A quién ha encomendado ahora esa nación su causa? A nosotros; nosotros somos sus representantes, y según nuestros usos y antiguas leyes fundamentales, muy pocos pasos pudiéramos dar sin la aprobaciónp. 457 de nuestros constituyentes. Mas, cuando el pueblo puso el poder en nuestras manos, ¿se privó por eso del derecho de examinar y criticar nuestras acciones? ¿Por qué decretamos en 24 de septiembre la responsabilidad de la potestad ejecutiva, responsabilidad que cabrá solo a los ministros cuando el rey se halle entre nosotros? ¿Por qué nos aseguramos la facultad de inspeccionar sus acciones? Porque poníamos poder en manos de hombres, y los hombres abusan fácilmente de él si no tienen freno alguno que los contenga, y no había para la potestad ejecutiva freno más inmediato que el de las cortes. Mas, ¿somos por acaso infalibles? ¿Puede el pueblo que apenas nos ha visto reunidos poner tanta confianza en nosotros que abandone toda precaución? ¿No tiene el pueblo el mismo derecho respecto de nosotros que nosotros respecto de la potestad ejecutiva en cuanto a inspeccionar nuestro modo de pensar y censurarle?... Y el pueblo ¿qué medio tiene para esto? No tiene otro sino el de la imprenta; pues no supongo que los contrarios a mi opinión le den la facultad de insurreccionarse, derecho el más terrible y peligroso que pueda ejercer una nación. Y si no se le concede al pueblo un medio legal y oportuno para reclamar contra nosotros, ¿qué le importa que le tiranice uno, cinco, veinte o ciento?... El pueblo español ha detestado siempre las guerras civiles, pero quizá tendría desgraciadamente que venir a ellas. El modo de evitarlo es permitir la solemne manifestación de la opinión pública. Todavía ignoramos el poder inmenso de una nación parap. 458 obligar a los que gobiernan a ser justos. Empero, prívese al pueblo de la libertad de hablar y escribir, ¿cómo ha de manifestar su opinión? Si yo dijese a mis poderdantes de Extremadura que se establecía la previa censura de la imprenta, ¿qué me dirían al ver que para exponer sus opiniones tenían que recurrir a pedir licencia?... Es, pues, uno de los derechos del hombre en las sociedades modernas el gozar de la libertad de la imprenta, sistema tan sabio en la teórica como confirmado por la experiencia. Véase Inglaterra: a la imprenta libre debe principalmente la conservación de su libertad política y civil, su prosperidad. Inglaterra conoce lo que vale arma tan poderosa: Inglaterra, por tanto, ha protegido la imprenta, pero la imprenta, en pago, ha conservado la Inglaterra. Si la medida de que hablamos es justa en sí y conveniente, no es menos necesaria en el día de hoy. Empezamos una carrera nueva, tenemos que lidiar con un enemigo poderoso, y fuerza nos es recurrir a todos los medios que afiancen nuestra libertad y destruyan los artificios y mañas del enemigo. Para ello indispensable parece reunir los esfuerzos todos de la nación, e imposible sería no concentrando su energía en una opinión unánime, espontánea e ilustrada, a lo que contribuirá muy mucho la libertad de la imprenta, y en lo que están interesados no menos los derechos del pueblo, que los del monarca... La libertad sin la imprenta libre, aunque sea el sueño del hombre honrado, será siempre un sueño... La diferencia entre mí y mis contrarios consiste en que ellosp. 459 conciben que los males de la libertad son como un millón y los bienes como veinte; yo, por lo opuesto, creo que los males son como veinte y los bienes como un millón. Todos han declamado contra sus peligros. Si yo hubiera de reconocer ahora los males que trae consigo la sociedad, los furores de la ambición, los horrores de la guerra, la desolación de los hombres y la devastación de las pestes, llenaría de pavor a los circunstantes. Mas, por horrible que fuese esta pintura, ¿se podrían olvidar los bienes de la sociedad civil, a punto de decretar su destrucción? Aquí estamos, hombres falibles, con toda la mezcla de bueno y malo que es propia de la humanidad, y solo por la comparación de ventajas e inconvenientes podemos decidirnos en las cuestiones... Un prelado de España, y lo que es más, inquisidor general, quiso traducir la Biblia al castellano. ¿Qué torrente de invectivas no se desató en contra?... ¿Cuál fue su respuesta? Yo no niego que tiene inconvenientes, pero ¿es útil, pesados unos con otros? En el mismo caso estamos. Si el prelado hubiera conseguido su intento, a él deberíamos el bien, el mal a nuestra naturaleza. Por fin, creo que haríamos traición a los deseos del pueblo, y que daríamos armas al gobierno arbitrario que hemos empezado a derribar, si no decretásemos la libertad de la imprenta... La previa censura es el último asidero de la tiranía que nos ha hecho gemir por siglos. El voto de las cortes va a desarraigar esta, o a confirmarla para siempre.»
Son pálido y apagado bosquejo de la discusiónp. 460 los breves extractos que de ella hacemos y nos han quedado. Raudales de luz salieron de las diversas opiniones expuestas con gravedad y circunspección. Para darles el valor que merecen, conviene hacer cuenta de lo que había sido antes España y de lo que ahora aparecía: rompiendo de repente la mordaza que estrechamente y largo tiempo había comprimido, atormentándolos, sus hermosos y delicados labios.
La discusión general duró desde el 15 hasta el 19 de octubre, en cuyo día se aprobó el primer artículo del proyecto de ley concebido en estos términos. «Todos los cuerpos y personas particulares, de cualquiera condición y estado que sean, tienen libertad de escribir, imprimir y publicar sus ideas políticas sin necesidad de licencia, revisión y aprobación alguna anteriores a la publicación, bajo las restricciones y responsabilidades que se expresarán en el presente decreto.» Votose el artículo por 70 votos contra 32, y aun de estos hubo 9 que especificaron que solo por entonces le desechaban.
Claro era que pasarían después sin particular tropiezo los demás artículos, explicativos por lo general del primero. La discusión sin embargo no finalizó enteramente hasta el 5 de noviembre, interpuestos a veces otros asuntos.
El reglamento contenía en todo 20 artículos, tras del primero venían los que señalaban los delitos y determinaban las penas, y también el modo y trámites que habían de seguirse en el juicio. Tacháronle algunos de defectuoso en esta parte, y de no definir bien los diversos casos. Pero, pendiendo los límites entre la libertad y elp. 461 abuso de reglas indeterminadas y variables, problema es de dificultosa resolución conceder lo uno y vedar debidamente lo otro. La libertad gana en que las leyes sobre esta materia pequen más bien por lo indefinido y vago que por ser sobradamente circunstanciadas; el tiempo y el buen sentido de las naciones acaban por corregir abusos y desvíos que no le es dado impedir al más atento legislador.
Chocó a muchos, particularmente en el extranjero, que la libertad de la imprenta decretada por las cortes se ciñese a la parte política, y que aun por un artículo expreso [el 6.º] se previniese, que «todos los escritos sobre materias de religión quedaban sujetos a la previa censura de los ordinarios eclesiásticos.» Pero los que así razonaban, desconocían el estado anterior de España, y en vez de condenar debieran más bien haber alabado el tino y la sensatez con que las cortes procedían. La inquisición había pesado durante tres siglos sobre la nación, y era ya caminar a la tolerancia, desde el momento en que se arrancaba la censura de las manos de aquel tribunal para depositarla en solo las de los obispos, de los que si unos eran fanáticos, había otros tolerantes y sabios. Además, quitadas las trabas para lo político, ¿quién iba a deslindar en muchedumbre de casos los términos que dividían la potestad eclesiástica de la secular? El artículo tampoco extendía la prohibición más allá del dogma y de la moral, dejando a la libre discusión cuanto temporalmente interesaba a los pueblos.
El señor Mejía, no obstante eso, y el conocimientop. 462 que tenía de la nación y de las cortes, se aventuró a proponer que se ampliase la libertad de la imprenta a las obras religiosas. Imprudencia que hubiera podido comprometer la suerte de toda la ley, si a tiempo no hubiera cortado la discusión el señor Muñoz Torrero.
Por el contrario, al cerrarse los debates, Don Francisco María Riesco, diputado por la junta de Extremadura e inquisidor del tribunal de Llerena, pidió que en el decreto se hiciese mención honorífica y especial del santo oficio; a lo que no hubo lugar, mostrando así de nuevo las cortes cuán discretamente evitaban viciosos extremos. Libertad de la imprenta y santo oficio nunca correrán a las parejas, y la publicación aprobativa de ambos establecimientos en una misma y sola ley, hubiérala graduado el mundo de monstruoso engendro.
No se admitió el jurado en los juicios de imprenta, aunque algunos lo deseaban, no pareciendo todavía ser aquel oportuno momento. Pero a fin de no dejar la nueva institución en poder solo de los togados desafectos a ella, decidiose, por uno de los artículos, que las cortes nombrasen una junta suprema, dicha de censura, que residiese cerca del gobierno, formada de nueve individuos, y otra semejante, de cinco, a propuesta de la misma, para las capitales de provincia. En la primera había de haber tres eclesiásticos, y dos en cada una de las otras. Tocaba a estas juntas examinar los impresos denunciados, y calificar si se estaba o no en el caso de proceder contra ellos y sus autores, editores e impresores, responsables a su vez y respectivamente. Los individuosp. 463 de la junta eran en realidad los jueces del hecho, quedando después a los tribunales la aplicación de las penas.
El nombre de junta de censura engañó a varios entre los extranjeros, creyendo que se trataba de censura preventiva y no de una calificación hecha posteriormente a la impresión, publicación y circulación de los escritos, y solo en virtud de acusación formal. También disgustó, aun en España, que entrase en la junta un número determinado de eclesiásticos, pues los más hubieran preferido que se dejase al arbitrio de las cortes. Sin embargo, los altamente entendidos columbraron que semejante providencia tiraba a acallar la voz del clero, muy poderosa entonces, y a impedir sagazmente que acabase aquel cuerpo por tener en las juntas decidida mayoría.
La práctica hizo ver que el plan de las cortes estaba bien combinado, y que la libertad de la imprenta existe así que cesa la previa censura, sierpe que la ahoga al tiempo mismo de recibir el ser.
En 9 de noviembre eligieron las cortes la mencionada junta suprema, y el 10 promulgose el decreto de la libertad de la imprenta,[*] de cuyo beneficio empezaron inmediatamente a gozar los españoles, publicando todo género de obras y periódicos con el mayor ensanche y sin restricción alguna para todas las opiniones.
Durante esta discusión y la anterior sobre América, manifestáronse abiertamente los partidos que encerraban las cortes, los cuales como en todo cuerpo deliberativo principalmente se dividían en amigos de las reformas, y en losp. 464 que les eran opuestos. El público insensiblemente distinguió con el apellido de liberales a los que pertenecían al primero de los dos partidos, quizá porque empleaban a menudo en sus discursos la frase de principios o ideas liberales, y de las cosas según acontece, pasó el nombre a las personas. Tardó más tiempo el partido contrario en recibir especial epíteto, hasta que al fin un[1] autor de despejado ingenio calificole con el de servil.
[1] Don Eugenio Tapia en una composición poética bastante notable, y separando maliciosamente con una rayita dicha palabra, escribiola de este modo: ser-vil.
Existía aún en las cortes un tercer partido, de vacilante conducta, y que inclinaba la balanza de las resoluciones al lado adonde se arrimaba. Era este el de los americanos: unido por lo común con los liberales, desamparábalos en algunas cuestiones de ultramar y siempre que se quería dar vigor y fuerza al gobierno peninsular.
A la cabeza de los liberales campeaba Don Agustín de Argüelles, brillante en la elocuencia, en la expresión numeroso, de ajustado lenguaje cuando se animaba, felicísimo y fecundo en extemporáneos debates, de conocimientos varios y profundos, particularmente en lo político, y con muchas nociones de las leyes y gobiernos extranjeros. Lo suelto y noble de su acción, nada afectada, lo elevado de su estatura, la viveza de su mirar, daban realce a las otras prendas que ya le adornaban. Señaláronse junto con él en las discusiones, y eran de su bando, entrep. 465 los seglares Don Manuel García Herreros, Don José María Calatrava, Don Antonio Porcel y Don Isidoro Antillón, afamado geógrafo; los dos postreros entraron en las cortes ya muy avanzado el tiempo de sus sesiones. También el autor de esta Historia tomó con frecuencia parte activa en los debates, si bien no ocupó su asiento hasta el marzo de 1811, y todavía tan mozo que tuvieron las cortes que dispensarle la edad.
Entre los eclesiásticos del mismo partido adquirieron justo renombre Don Diego Muñoz Torrero, cuyo retrato queda trazado, Don Antonio Oliveros, Don Juan Nicasio Gallego, Don José Espiga y Don Joaquín de Villanueva, quien, en un principio incierto, al parecer, en sus opiniones, afirmose después y sirvió al liberalismo de fuerte pilar con su vasta y exquisita erudición.
Contábanse también en el número de los individuos de este partido diputados que nunca o rara vez hablaron, y que no por eso dejaban de ser varones muy distinguidos. Era el más notable Don Fernando Navarro, vocal por la ciudad de Tortosa, que habiendo cursado en Francia en la universidad de la Sorbona, y recorrido diversos reinos de Europa y fuera de ella, poseía a fondo varias lenguas modernas, las orientales y las clásicas, y estaba familiarizado con los diversos conocimientos humanos, siendo, en una palabra, lo que vulgarmente llamamos un pozo de ciencia. Venían tras del Don Fernando los señores Ruiz Padrón y Serra, eclesiásticos venerables, de quienes el primero había en otro tiempo trabado amistad, en los Estados Unidos, con el célebre Franklin.
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Ayudaban asimismo sobremanera para el despacho de los negocios y en las comisiones los señores Pérez de Castro, Luján, Caneja y Don Pedro Aguirre, inteligente el último en comercio y materias de hacienda.
No menos sobresalían otros diputados en el partido desafecto a las reformas, ora por los conocimientos que les asistían, ora por el uso que acostumbraban hacer de la palabra, y ora, en fin, por la práctica y experiencia que tenían en los negocios. De los seglares merecerán siempre entre ellos distinguido lugar Don Francisco Gutiérrez de la Huerta, Don José Pablo Valiente, Don Francisco Borrull y Don Felipe Aner, si bien este se inclinó a veces hacia el bando liberal. De los eclesiásticos que adhirieron a la misma opinión anti-reformadora, deben con particularidad notarse los señores Don Jaime Creus, Don Pedro Inguanzo y Don Alonso Cañedo. Conviene, sin embargo, advertir que entre todos estos vocales y los demás de su clase los había que confesaban la necesidad de introducir mejoras en el gobierno, y aun pocos eran los que se negaban a ciertas mudanzas, dando demasiadamente en ojos los desórdenes que habían abrumado a España, para que a su remedio pudiese nadie oponerse del todo.
Entre los americanos divisábanse igualmente diputados sabios, elocuentes y de lucido y ameno decir. Don José Mejía era su primer caudillo, hombre entendido, muy ilustrado, astuto, de extremada perspicacia, de sutil argumentación, y como nacido para abanderizar una parcialidad que nunca obraba sino a fuer de auxiliadorap. 467 y al son de sus peculiares intereses. La serenidad de Mejía era tal, y tal el predominio sobre sus palabras, que sin la menor aparente perturbación sostenía a veces al rematar de un discurso lo contrario de lo que había defendido al principiarle, dotado para ello del más flexible y acabado talento. Fuera de eso, y aparte de las cuestiones políticas, varón estimable y de honradas prendas. Seguíanle de los suyos, entre los seglares, y le apoyaban en las deliberaciones, los señores Leiva, Morales Duarez, Feliú y Gutiérrez de Terán. Y entre los eclesiásticos, los señores Alcocer, Arispe, Larrazábal, Gordoa y Castillo, los dos últimos a cual más digno.
Apenas puede afirmarse que hubiera entre los americanos diputado que ladease del todo al partido anti-reformador. Uníase a él en ciertos casos, pero casi nunca en los de innovaciones.
Este es el cuadro fiel que presentaban los diversos partidos de las cortes, y estos sus más distinguidos corifeos y diputados. Otros nombres, también honrosos, nos ocurrirán en adelante. Por lo demás, en ningún paraje se conocen tan bien los hombres, ni se coloca cada uno en su legítimo lugar, como en las asambleas deliberativas: son estas piedra de toque, a la que no resisten reputaciones mal adquiridas. En el choque de los debates se discierne pronto quién sobresale en imaginación, quién en recto sentido, y cuál en fin es la capacidad con que la naturaleza ha dotado respectivamente a cada individuo: la naturaleza, que nunca se muestra tan generosa que prodigue a unos dones perfectos intelectuales, ni tan mísera que prive del todo ap. 468 otros de alguno de aquellos inapreciables bienes. En nuestro entender, el mayor beneficio de los gobiernos representativos consiste en descubrir el mérito escondido, y en dar a conocer el verdadero y peculiar saber de las personas, con lo que los estados consiguen a lo último ser dirigidos, ya que no siempre por la virtud, al menos por manos hábiles y entendidas, paso agigantado para la felicidad y progreso de las naciones. Hubiérase en España sacado de este campo mies bien granada si, al tiempo de recogerla, un ábrego abrasador no hubiese quemado casi toda la espiga.
Mientras que las cortes andaban ocupadas en la discusión de la libertad de imprenta, mudaron también las mismas los individuos que componían el consejo de regencia. A ellas incumbía, durante la ausencia del rey, constituir la potestad ejecutiva del modo que pareciera más conveniente. De igual derecho habían usado las cortes antiguas en algunas minoridades; de igual podían usar las actuales, mayormente ahora que el príncipe cautivo no había tomado en ello providencia determinada, y que la regencia elegida por la central lo había sido hasta tanto que las cortes, ya convocadas, «estableciesen un gobierno cimentado sobre el voto general de la nación.»
Inasequible era que continuasen en el mando los individuos de dicha regencia, ya se considerase lo ocurrido con el obispo de Orense, y ya la mutua desconfianza que reinaba entre ella y las cortes, nacida de las causas arriba indicadas, y de una providencia aún no referida que parecióp. 469 maliciosa, o hija de liviano e inexcusable proceder.
Fue esta una orden al gobernador de la plaza de Cádiz y al del consejo real «para que se celase sobre los que hablasen mal de las cortes.» Los diputados atribuyeron esmero tan cuidadoso al objeto de malquistarlos con el público, y al pernicioso designio de que la nación creyese era el congreso muy censurado en Cádiz. Las disculpas que la regencia dio, lejos de disminuir el cargo, le agravaron; pues, habiendo dado la orden reservadamente y en términos solapados, pudiera dudarse si aquella disposición provenía de las cortes o de solo la potestad ejecutiva. Los diputados anunciaron en público que miraban la orden como contraria a su propio decoro, aspirando únicamente a merecer por su conducta la aprobación de sus conciudadanos, en prueba de lo cual se ocupaban en dar la libertad de la imprenta para que se examinasen los procedimientos legislativos del gobierno con amplia y segura franqueza.
Unido el incidente de esta orden a las causas anteriormente insinuadas y a otras menos principales, decidiéronse por fin las cortes a remover la regencia. Hiciéronlo no obstante de un modo suave y el más honorífico, admitiendo la renuncia que de sus cargos habían al principio hecho los individuos del propio cuerpo.
Al reemplazarlos redujeron las cortes a tres el número de cinco, y el 28 de octubre pasaron los sucesores a prestar en el salón el juramento exigido, retirándose, en consecuencia, de sus puestos los antiguos regentes. Había recaído la elecciónp. 470 en el general de tierra Don Joaquín Blake, en el jefe de escuadra Don Gabriel Císcar, y en el capitán de fragata Don Pedro Agar; el último, como americano, en representación de las provincias de ultramar. Pero de los tres nombrados, hallándose los dos primeros ausentes en Murcia, y no pareciendo conveniente que mientras llegaban gobernase solo Don Pedro Agar, Suplentes. eligieron las cortes dos suplentes que ejerciesen interinamente el destino, y fueron el general marqués del Palacio y Don José María Puig, del consejo real.
Este y el señor Agar prestaron el juramento lisa y llanamente, sin añadir observación alguna. No así el del Palacio, quien expresó «juraba sin perjuicio de los juramentos de fidelidad que tenía prestados al señor Don Fernando VII.» Déjase discurrir qué estruendo movería en las cortes tan inesperada cortapisa. Quiso el marqués explicarla; mas para ello mandósele pasar a la barandilla. Allí, cuanto más procuró esclarecer el sentido de sus palabras, tanto más se comprometió perturbado su juicio y confundido. Insistiendo, sin embargo, el marqués en su propósito, Don Luis del Monte, que presidía, hombre de condición fiera al paso que atinado y de luces, impúsole respeto y le ordenó que se retirase. Obedeció el marqués, quedando arrestado, por disposición de las cortes, en el cuerpo de guardia.
Con lo ocurrido diose solamente posesión de sus destinos, el mismo día 28, a los señores Agar y Puig, quienes desde luego se pusieron también las bandas amarillo-encarnadas,p. 471 color del pabellón español y distintivo ya antes adoptado para los individuos de la regencia. En el día inmediato nombraron las cortes como regente interino, en lugar del marqués del Palacio, al general marqués del Castelar, grande de España. Los propietarios ausentes, Don Joaquín Blake y Don Gabriel Císcar, no ocuparon sus sillas hasta el 8 de diciembre y el 4 del próximo enero.
En las cortes enzarzose gran debate sobre lo que se había de hacer con el marqués del Palacio. No se graduaba su porfiado intento de imprudencia o de meros escrúpulos de una conciencia timorata, sino de premeditado plan de los que habían estimulado al obispo de Orense en su oposición. Hizo el acaso, para aumentar la sospecha, que tuviese el marqués un hermano fraile, que, algún tanto entrometido, había acompañado a dicho prelado en su viaje de Galicia a Cádiz, motivo por el que mediaba entre ambos relación amistosa. Creemos, sin embargo, que el desliz del marqués provino más bien de la singularidad de su condición y de la de su mente, compuesto informe de instrucción y preocupaciones que de amaños y anteriores conciertos.
Entre los diputados que se ensañaron contra el del Palacio, hubo algunos de los que comúnmente votaban del lado anti-liberal. Señalose el señor Ros, ya antes severo en el asunto del obispo de Orense, y el cual dijo en esta ocasión: «trátese al marqués del Palacio con rigor, fórmesele causa, y que no sean sus jueces individuos del consejo real, porque este cuerpo me es sospechoso.»
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Al fin, después de haber pasado el negocio a una comisión de las cortes, se arrestó al marqués en su casa, y la regencia nombró para juzgarle una junta de magistrados. Duró la causa hasta febrero, en cuyo intermedio habiéndose disculpado aquel, escrito un manifiesto, y mostrádose muy arrepentido, logró desarmar a muchos, y en particular a sus jueces, quienes no dieron otro fallo sino «que el marqués estaba en la obligación de volver a presentarse en las cortes, y de jurar en ellas lisa y llanamente así para satisfacer a aquel cuerpo como a la nación de cualquiera nota de desacato en que hubiese incurrido...» En cumplimiento de esta decisión pasó dicho marqués el 22 de marzo a prestar en las cortes el juramento que se le exigía, con lo que se terminó un negocio, solo al parecer grave por las circunstancias y tiempos en que pasó, y quizá poco atendible en otros, como todo lo que se funda en explicaciones y conjeturas acerca del modo de pensar de los individuos.
Ahora, antes de proseguir en nuestra tarea, será bien que nos detengamos a echar una ojeada sobre varias medidas que tomó la última regencia, y sobre acaecimientos que durante su mando ocurrieron, y de los que no hemos aún hecho memoria.
En la parte diplomática casi se habían mantenido las mismas relaciones. Limitábanse las más importantes a las de Inglaterra, cuya potencia había enviado en abril de ministro plenipotenciario a Sir Enrique Wellesley, hermano del marqués y de Lord Wellington. Consistieron las negociaciones principales en lo que se referíap. 473 a subsidios, no habiéndose empeñado aún ninguna esencial acerca de las revueltas que iban sobreviniendo en ultramar. La Inglaterra, pronta siempre a suministrar a España armas, municiones y vestuario, escatimaba los socorros en dinero, y al fin los suprimió casi del todo.
Viendo que cesaban los donativos de esta clase, pensose en efectuar empréstitos bajo la protección y garantía del mismo gobierno inglés. La central había pedido uno de 50.000.000 de pesos que no se realizó: la regencia, al principio, otro de 10.000.000 de libras esterlinas que tuvo igual suerte; mas como la razón dada para la negativa por el gabinete británico se fundó en que la suma era muy cuantiosa, rebajola la regencia a 2.000.000. No por eso fue esta demanda en sus resultas más afortunada que las anteriores, pues en agosto contestó el ministro Wellesley:[*] (* Ap. n. 13-9.) «que siendo grandísimos los subsidios que había prestado la Inglaterra a España en dinero, armas, municiones y vestuario, a fin de que la nación británica apurada ya de medios, siguiese prestando a la española los muchos que todavía necesitaba para concluir la grande obra en que estaba empeñada, parecía justo que en recíproca correspondencia franquease su gobierno el comercio directo desde los puertos de Inglaterra con los dominios españoles de Indias bajo un derecho de 11 por 100 sobre factura; en el supuesto que esta libertad de comercio solo tendría lugar hasta la conclusión de la guerra empeñada entonces con la Francia.» Don Eusebio de Bardají, ministro de estado, respondió [mereciendo después su réplica la aprobaciónp. 474 del gobierno]: «que no podría este admitir la propuesta sin concitar contra sí el odio de toda la nación, a la que se privaría, accediendo a los deseos del gobierno británico, del fruto de las posesiones ultramarinas, dejándola gravada con el coste del empréstito que se hacía para su protección y defensa.» Aquí quedaron las negociaciones de esta especie, no yendo más adelante otras entabladas sobre subsidios.
Las cortes, con todo, para estrechar los vínculos entre ambas naciones, resolvieron en 19 de noviembre [*] que «se erigiese un monumento público al rey del reino unido de la Gran Bretaña e Irlanda, Jorge III, en testimonio del reconocimiento de España a tan augusto y generoso soberano.» Lo apurado de los tiempos no permitió llevar inmediatamente a efecto esta determinación, y los gobiernos que sucedieron a las cortes tampoco la cumplieron, como suele acontecer con los monumentos públicos cuya fundación se decreta en virtud de circunstancias particulares.
Motejaron algunos a la primera regencia que hubiese permitido la entrada de las tropas inglesas en Ceuta, y motejáronla no con justicia, puesto que admitidas en Cádiz no había razón para mostrarse tan recelosa respecto de la otra plaza. Y bueno es decir que aquella regencia tampoco accedía fácilmente en muchos casos a todo lo que los extranjeros deseaban. Lo hemos visto en lo del empréstito, y viose antes en otro incidente que ocurrió al principiar junio. Entonces el embajador Wellesley pidió permiso para que Lord Wellington pudiese enviar ingenieros quep. 475 fortificasen a Vigo y las islas inmediatas de Bayona, a fin de que el ejército inglés tuviese aquel refugio en caso de alguna desgracia que le forzase a retirarse del lado de Galicia. Respondió la regencia que ya, por orden suya, se estaban fortaleciendo las mencionadas islas, y que en cualquiera contratiempo sería recibido allí Lord Wellington y su ejército tan bien como en las otras partes del territorio español, y con el agasajo y cariño debidos a tan estrechos aliados.
Púsose igualmente, bajo la dependencia del ministerio de Estado, una correspondencia secreta que se organizó en abril, con mayor cuidado y diligencia que anteriormente, a las órdenes de Don Antonio Ranz Romanillos, magistrado hábil y despierto, quien estableció cordones de comunicación por los puntos que ocupaban los enemigos, estando informado diaria y muy circunstanciadamente de todo lo que pasaba hasta en lo íntimo de la corte del rey intruso.
Por aquí también se despacharon las instrucciones dadas a una comisión puesta en el mismo abril a cargo del marqués de Ayerbe. Enlazábase esta con la libertad de Fernando VII, y habíase ya tratado de ello con el arzobispo de Laodicea, último presidente de la central, con el duque del Infantado y el marqués de las Hormazas. Presumimos que traía este asunto el mismo origen que el del barón de Kolly, sin tener resultas más felices. El de Ayerbe salió de Cádiz en el bergantín Palomo, con 2.000.000 de reales, metiose después en Francia, y no consiguiendo nada allí, tuvo la desgracia al volver de ser muerto en Aragón por unos paisanosp. 476 que le miraron como a hombre sospechoso.
En junio propuso el gobierno inglés al español entrar en un concierto de canje de prisioneros, de que se estaba tratando con Francia. Las negociaciones para ello se entablaron, principalmente en Morlaix entre Mr. Mackenzie y Mr. de Moustier. Tenían los franceses en Inglaterra unos 50.000 prisioneros, y no pasaban de 12.000 los ingleses que había en Francia, ya de la misma clase, ya de los detenidos arbitrariamente por la policía al empezar las hostilidades en 1802. De consiguiente, queriendo el gabinete británico, según un proyecto de ajuste que presentó en 23 de septiembre, canjear hombre por hombre y grado por grado, hacíase indispensable que formasen parte en el convenio España y los demás aliados de Inglaterra. Mas Napoleón, que no se curaba de llevar a cabo la negociación sobre aquella base, y quizá tampoco bajo otra ninguna admisible, pedía que se le volviesen a bulto los prisioneros suyos de guerra en cambio de los ingleses, ofreciendo entregar después los prisioneros españoles. La negociación, por tanto, continuada sin fruto, se rompió del todo antes de finalizar el año de 1810. Y fue en ella de notar lo desvariado a veces de la conducta del comisario francés, Mr. de Moustier, que quería se considerase prisionero de guerra al ejército inglés de Portugal: Mr. de Moustier, el mismo que, tiempos adelante, embajador en España de Carlos X de Francia, se mostró muy adicto a las doctrinas del más puro y exaltado realismo.
Manejada la hacienda por la junta [*] de Cádizp. 477 desde el 28 de enero, día de su instalación, no ofreció aquel ramo en su forma variación sustancial hasta el 31 de octubre, en que se rescindió el contrato o arreglo hecho con la regencia en 31 de marzo anterior. Las entradas que tuvo la junta durante dicho tiempo pasaron de 351.000.000 de reales. De ellas, en rentas del distrito, unos 84; en donativos e imposiciones extraordinarias de la ciudad, 17; en préstamos y otros renglones [inclusas 249.000 libras esterlinas del embajador de Inglaterra], 54; y en fin, más de 195 procedentes de América, siendo de advertir que en esta cantidad se contaban 27 millones que pertenecían a particulares residentes en país ocupado, y de cuya suma se apoderó la junta bajo calidad de reintegro: tropelía que cometió sin que la desaprobase la regencia, muy contra razón. Invirtiéronse de los caudales recibidos más de 92.000.000 en la defensa y atenciones del distrito, más de 146 en los gastos generales de la nación, y enviáronse a las provincias unos 112, en cuya enumeración, así de la data como del cargo, hemos suprimido los picos para no recargar inútilmente la narración. Las rentas de las demás partes de España se consumieron dentro de su respectivo territorio, aprontando los naturales en suministros lo que no podían en dinero.
Circunscribiose la primera regencia, en cuanto a crédito público, a nombrar en 19 de febrero una comisión de tres individuos que examinase el asunto y preparase un informe, encargo que desempeñó cumplidamente Don Antonio Ranz Romanillos, sin que se tomase, en su consecuencia,p. 478 sobre la materia resolución alguna.
En 24 de mayo, antes de entrar el obispo de Orense en la regencia, decidió esta que se reservase para las urgencias públicas la mitad del diezmo, providencia osada y que no se avenía con el modo de pensar de aquel cuerpo en otras cuestiones. Así fue que pasó como relámpago, anulándose en breve, y en virtud de representación de varios eclesiásticos y prelados.
El ejército, que al tiempo de instalarse la regencia, estaba en muchas partes en casi completa dispersión, fuese poco a poco reuniendo. En junio contaba ya 140.000 hombres, y creció su número hasta unos 170.000. No dejó para ello de tomar la regencia sus providencias, particularmente en la Isla de León; pero lejos de allí debiose más el aumento al espíritu que animaba a los soldados y a la nación entera que a enérgicas disposiciones del gobierno central, mal colocado, además, para tener un influjo directo y efectivo.
Una de las buenas medidas de esta regencia fue introducir en el ejército el estado mayor general. Sugirió la idea Don Joaquín Blake cuando mandaba en la Isla. Por medio de dicho establecimiento se aseguraron las relaciones mutuas entre todos los ejércitos, y se facilitó la combinación de las operaciones, pudiendo todas partir de un centro común. Según la antigua ordenanza, desempeñaban aisladamente las facultades propias de dicho cuerpo el cuartel maestre y los mayores generales de infantería, caballería y dragones, desavenidos a veces entre sí. Blake formó el plan que, aprobado por el gobierno,p. 479 se circuló en 9 de junio, quedando nombrado el mismo general jefe del nuevo estado mayor, plantel en lo sucesivo de excelentes y benémeritos militares.
Desde el principio del levantamiento, fija en el ejército toda la atención, habíase desatendido la marina, sirviendo en tierra muchos de sus oficiales. Pero arrinconado el gobierno en Cádiz, hízose indispensable el apoyo de la armada, no queriendo depender del todo de la de los ingleses.
Las fragatas y navíos que necesitaban entrar en dique, o no se podían armar por falta de tripulaciones, se destinaron a Mahón y la Habana. Los otros cruzaron en el Mediterráneo o en el océano, y traían o llevaban auxilios de armas, municiones, víveres, caudales y aun tropa. Los buques menores y la fuerza sutil, además de defender la bahía de Cádiz, la Carraca y los caños de la Isla, contribuían a sostener el cabotaje, defendiendo los barcos costaneros de las empresas de varios corsarios que se anidaban, con perjuicio de nuestra navegación, en Sanlúcar, Málaga y varias calas de la Andalucía.
Por lo que respecta a tribunales, si bien, según dijimos, había la regencia restablecido, con gran desacierto, todos los consejos, justo es no olvidar que también antes había abolido acertadamente el tribunal de vigilancia y seguridad, fundado por la central para los casos de infidencia. En 16 de junio desapareció dicha institución, que por haber sido comisión criminal extraordinaria merece vituperarse, pasando su negociado a la audiencia territorial. Ya manifestamos que los jueces de aquel primer cuerpo nop. 480 se habían mostrado muy rigurosos, siendo quizá menos que sus sucesores, quienes condenaron a muerte al abogado Don Domingo Rico Villademoros, del tribunal criminal del intruso José, cogido en Castilla por una partida, y que en consecuencia de la sentencia dada contra su persona padeció en Cádiz la pena de garrote. Doloroso suceso, aunque el único que de esta clase hubo por entonces en Cádiz, al paso que en Madrid los adictos al gobierno intruso se encrudecían a menudo en los patriotas.
Recorrido habemos, ahora y anteriormente, los hechos más notables de la primera regencia, y de ellos se colige que esta, a pesar de sus defectos y amor a todo lo que era antiguo, no por eso dejó las cosas en peor postura de aquella en que las había encontrado; si bien pendió en parte tal dicha de la corta duración de su gobierno, y de no poder el mal ir más allá a no haberse rendido al enemigo, villanía de que eran incapaces los primeros regentes, hombres los más, si no todos, de honra y cumplida probidad.
Los nuevos regentes se inclinaban al partido reformador. De D. Joaquín Blake y de sus calidades como general hemos hablado ya en diversas ocasiones; tiempo vendrá de examinar su conducta en el puesto de regente. Los otros dos gozaban fama de marinos sabios, en especial Don Gabriel Císcar, dotado también de carácter firme, distinguiéndose todos tres por su integridad y amor a la justicia.
Las cortes proseguían sin interrupción en la carrera de sus trabajos y reformas. A propuestap. 481 del señor Argüelles, decretaron [*] (* Ap. n. 13-12.) en 1.º de diciembre que se suspendiese el nombramiento de todas las prebendas eclesiásticas, excepto las de oficio y las que tuviesen anexa cura de almas. Al principio comprendiéronse en la resolución las provincias de ultramar, mas después se excluyeron, no queriendo por entonces disgustar al clero americano, de mayor influjo entre aquellos pueblos que el de la península entre los de acá.
El 2 del mismo mes,[*] en virtud de proposición del señor Gallego, rebajáronse los sueldos, mandando que ningún empleado disfrutase de más de 40.000 reales vellón, fuera de los regentes, ministros del despacho, empleados en cortes extranjeras, y generales del ejército y armada en servicio activo. Ya antes se había establecido, hasta para los sueldos inferiores a 40.000 reales, una escala de disminución proporcional, no cobrando tampoco los secretarios del despacho más allá de 120.000 reales. Se modificaron alguna vez estas providencias, pero siempre en favor de la economía y buen orden, como era justo, y más entonces, apurado el erario, y con tantas obligaciones en el ramo de la guerra, atendido con preferencia a otro alguno.
Experimentaron alivio en sus persecuciones muchos individuos arrestados arbitrariamente por la primera regencia o por los tribunales, ordenando que se activasen las causas y que se hiciesen visitas de cárceles. Las cortes, en medidas de esta clase, nunca mostraron diversidad de opinión. Así, quien primero insistió en la visita de cárceles fue el señor Gutiérrez de lap. 482 Huerta, expresando que «en ella se descubrirían muchos inocentes.» Porque el mal de España no consistía precisamente en los fallos crueles y frecuentes, sino en las prisiones arbitrarias y en su indefinida prolongación.
Aunque ocupadas en estas y otras providencias del momento y urgentes, no olvidaron tampoco las cortes pensar en aquellas que en lo futuro debían afianzar la suerte y libertad de España. Rever las franquezas y fueros de que habían gozado antiguamente los diversos pueblos peninsulares, mejorándolos, uniformándolos y adaptándolos al estado actual de la nación y del mundo, había sido uno de los fines de la convocación de cortes y del cual nunca prescindieron estas. Por tanto, el 23 de diciembre, y conforme a una propuesta de Don Antonio Oliveros hecha el 9, nombrose una comisión[2] especial que preparase un proyecto de constitución política de la monarquía. En ella entraron europeos de las diversas opiniones que había en las cortes y varios americanos.
[2] Los nombrados fueron: europeos, Don Diego Muñoz Torrero, Don Agustín de Argüelles, Don José Pablo Valiente, Don Pedro María Ric, Don Francisco Gutiérrez de la Huerta, Don Evaristo Pérez de Castro, Don Alonso Cañedo, Don José Espiga, Don Antonio Oliveros, Don Francisco Rodriguez de la Bárcena; americanos, Don Vicente Morales Duarez, Don Joaquín Fernández de Leiva, Don Antonio Joaquín Pérez; y entraron después Don Andrés de Jáuregui, diputado por la ciudad de la Habana, y Don Mariano Mendiola, por Querétaro. Agregose de fuera a Don Antonio Ranz Romanillos, del consejo de hacienda, ocupado ya en Sevilla por la central en igual trabajo.
Por el mismo tiempo confundiéronse tambiénp. 483 los diferentes y opuestos modos de sentir en una discusión ardua, trabada en asunto que de cerca tocaba a Fernando VII. De resultas de la correspondencia inserta en el Monitor en este año de 1810, en la que había cartas sumisas a Napoleón del rey cautivo, esparciose por España que se trataba de unir a este con una princesa de la familia imperial, y de restituirle, así enlazado, al trono de sus abuelos, bajo la sombra y protección del emperador de los franceses, y con condiciones contrarias al honor e independencia de la nación. A haberse realizado semejante plan siguiéranse consecuencias graves, y quizá por este medio, mejor que por ningún otro, hubiera alcanzado el extranjero la completa supeditación de España. Mas, por dicha, el proyecto no convenía a la indomeñable alma de Napoleón, no sujeto a mudar de consejo ni a alterar una primera resolución.
Movido de tales voces Don Antonio Capmany, centinela siempre despierto contra todo lo que tirase a menoscabar la independencia nacional, había en 10 de diciembre formalizado la proposición siguiente: «Las cortes generales y extraordinarias, deseosas de elevar a ley la máxima de que en los casamientos de los reyes debe tener parte el bien de los súbditos, declaman y decretan: Que ningún rey de España pueda contraer matrimonio con persona alguna, de cualquiera clase, prosapia y condición que sea, sin previa noticia, conocimiento y aprobación de la nación española, representada legítimamente en las cortes.» También el señor Borrull hizo otra proposición sobre el asunto, aunquep. 484 en términos más generales, pues decía: «Que se declaren nulos y de ningún valor ni efecto cualesquiera actos o convenios que ejecuten los reyes de España estando en poder de los enemigos, y puedan causar algún perjuicio al reino.»
Amigos de las reformas, los contrarios a ellas, americanos, europeos, todos los diputados, en una palabra, concurrieron a dar su asenso a la mente, ya que no a la letra, de ambas proposiciones, cuya discusión se entabló el 29 de diciembre: unidad hija del amor que había por la independencia, ante la cual callaban las demás pasiones.
El mismo señor Borrull [*] decía entonces: «En el fuero de Sobrarbe, que regía a los aragoneses y navarros, fue establecido que los reyes no pudieran declarar guerras, hacer paces, treguas, ni dar empleos sin el consentimiento de doce ricos-homes, y de los más sabios y ancianos. En Castilla se estableció también, en todas las provincias de aquel reino, que los hechos arduos y asuntos graves se hubiesen de tratar en las mismas cortes, y así se ejecutaba, y de otro modo eran nulos y de ningún valor y efecto semejantes tratados. Así que, atendiendo a la ley antigua y fundamental de la nación y a estos hechos, cualquiera cosa que resulte en perjuicio del reino debe ser de ningún valor... Esta aprobación nacional debe servir siempre a los reyes como una barrera contra los esfuerzos extraordinarios de sus enemigos porque, sabiendo los reyes que sus caprichos no han de ser admitidos por el estado, se abstendrán de entrar en ellos...»
p. 485De la misma bandera anti-liberal que el señor Borrull era Don José Pablo Valiente, y, sin embargo, no solo aprobaba las proposiciones sino que deseaba fuesen más claras y terminantes. «Podría suceder muy bien, decía, que nuestro incauto, sencillo y cándido príncipe, sin la experiencia que da el mundo, se presentase con una princesa joven para sentarse tranquilamente en el trono. Y entonces las cortes acertarían en determinar que no fuese admitido, porque este matrimonio de ningún modo puede convenir a España... Sea o no casado Fernando, nunca le admitiremos que no sea para hacernos felices...»
Hablaron en igual sentido otros diputados de la misma opinión. Los de la contraria, como los señores Argüelles, Oliveros, Gallego y otros, pronunciaron también extensos y notables discursos. Entre ellos el señor García Herreros se expresaba así: «Desde el principio han estado los reyes sujetos a las leyes que les ha dictado la nación... Esta les ha prescrito sus obligaciones y les ha señalado sus derechos, declarando nulo de antemano cuanto en contrario hagan. La Ley 29, tít. 11 de la Partida 3.ª dice: si el rey jurase alguna cosa que sea en daño o menoscabo del reino, non es tenido de guardar tal jura como esta. Siempre ha podido la nación reconvenirles sobre el mal uso del poder, y a ese efecto dice la ley 10, tít. 1.º, Partida 2.ª: Que si el rey usase mal de su poderío le puedan decir las gentes tirano e tornarse el señorío que era de derecho en torticero... Los que se escandalizan de oír que la nación tiene derechop. 486 sobre las personas y acciones de sus monarcas, y que puede anular cuanto hagan durante su cautiverio, repasen los fragmentos de leyes que he citado, lean las leyes fundamentales de nuestra monarquía desde su origen, y si aun así no se convencen de la soberanía de la nación, de que esta no es patrimonio de los reyes, y de que en todos tiempos la ley ha sido superior al rey, crean que nacieron para esclavos y que no deben ser miembros de esta nación, que jamás reconocerá otras obligaciones que las que ella misma se imponga...» Todo este discurso, del cual no copiamos sino una parte, llevaba el sello de la rígida y profunda severidad del orador, de condición muy desenfadada, claro y desembozado en su estilo, y de extensos conocimientos en nuestra legislación e historia de las cortes antiguas, como procurador que había sido de los reinos.
No quedaron atrás en la discusión los americanos, compitiendo con los europeos en ciencia y resolución, señaladamente los señores Mejía y Leiva. Merece asimismo entre ellos particular memoria Don Dionisio Inca Yupanqui, diputado por el Perú, verdadero vástago de la antigua y real familia de los Incas, pintándose todavía en su rostro el origen indiano de donde procedía. Dijo, pues, el Don Dionisio: «Órgano de la América y de sus deseos [y en verdad ¿quién podría serlo con más justicia?], declaro a las cortes que sin la libertad absoluta del rey en medio de su pueblo, la total evacuación de las plazas y territorio español, y sin la completa integridad de la monarquía, no oirá lap. 487 América proposiciones o condiciones del tirano Napoleón, ni dejará de sostener con todo fervor los votos y resoluciones de las cortes.»
En fin, después de unos debates muy luminosos, que duraron por espacio de cuatro días, y teniendo presentes las proposiciones de los señores Capmany y Borrull, y otras indicaciones que se hicieron, extendió el señor Pérez de Castro un decreto que se aprobó en estos términos el 1.º de enero de 1811: «Las cortes generales y extraordinarias, en conformidad de su decreto de 24 de septiembre del año próximo pasado, en que declararon nulas y de ningún valor las renuncias hechas en Bayona por el legítimo rey de España y de las Indias, el señor Don Fernando VII, no solo por falta de libertad, sino también por carecer de la esencialísima e indispensable circunstancia del consentimiento de la nación, declaran que no reconocerán, y antes bien tendrán y tienen por nulo y de ningún valor ni efecto todo acto, tratado, convenio o transacción, de cualquiera clase y naturaleza que hayan sido o fueren otorgados por el rey mientras permanezca en el estado de opresión y falta de libertad en que se halla, ya se verifique su otorgamiento en el país enemigo, o ya dentro de España, siempre que en este se halle su real persona rodeada de las armas, o bajo el influjo directo o indirecto del usurpador de su corona; pues jamás le considerará libre la nación, ni le prestará obediencia, hasta verle entre sus fieles súbditos, en el seno del congreso nacional que ahora existe o en adelante existiere, o del gobiernop. 488 formado por las cortes. Declaran, asimismo, que toda contravención a este decreto será mirada por la nación como un acto hostil contra la patria, quedando el contraventor responsable a todo el rigor de las leyes. Y declaran, por último, las cortes que la generosa nación a quien representan no dejará un momento las armas de la mano, ni dará oídos a proposición de acomodamiento o concierto de cualquiera naturaleza que fuese, como no preceda la total evacuación de España y Portugal por las tropas que tan inicuamente las han invadido; pues las cortes están resueltas, con la nación entera, a pelear incesantemente hasta dejar asegurada la religión santa de sus mayores, la libertad de su amado monarca y la absoluta independencia e integridad de la monarquía.» La votación de este decreto fue nominal, y resultó unánime su aprobación por ciento catorce diputados que se hallaron presentes, en cuyo número contábanse ya propietarios venidos de América. Las cortes, celebrando de este modo entradas de año, puede afirmarse, sin parcial ni exagerado afecto, que se encumbraron en aquella ocasión a par del senado romano en sus mejores tiempos.
Volvieron durante estos meses a ocupar a las cortes diversas veces las provincias de ultramar. Estimulaban a ello sus diputados y el deseo de hacer el bien de aquellas regiones, como también el de apagar el fuego insurreccional que cundía y se aumentaba.
Llegó al Paraguay y al Tucumán, propagado por Buenos Aires. Lo mismo a Chile, en dondep. 489 por dicha, haciendo a tiempo dimisión de su empleo el brigadier Carrasco que allí mandaba, y reemplazado por el conde de la Conquista, no se desconoció la autoridad suprema de la península, aunque ya caminaba aquel país por pendiente resbaladiza.
Más recias y de consecuencias peores aparecieron las revueltas de Nueva España. Empezaron ya a temerse desde el tiempo del virrey Don José Iturrigaray, a quien depusieron el 16 de septiembre de 1809 los europeos avecindados en aquel reino, sospechándole de confabulación con los criollos, y autorizados para ello por la audiencia. Y aunque es cierto que dicho Iturrigaray fue absuelto de toda culpa en la causa que de resultas se le formó en Europa, quedaron, sin embargo, contra él en pie vehementísimos indicios de haber querido establecer un gobierno independiente, poniéndose él mismo a la cabeza. Nombró la central, para suceder a este en el cargo de virrey, al arzobispo Don Francisco Javier de Lizana, anciano, débil, y juguete de pasiones ajenas.
El ejemplo que se había dado en desposeer a Iturrigaray, aunque con recto fin, la pobreza de ánimo del arzobispo virrey, y por último, los desastres de España en 1810, dieron osadía a los descontentos para declararse abiertamente en septiembre de este año. Quien primero se presentó como caudillo fue un clérigo por lo general desconocido: su nombre, Don Miguel Hidalgo de la Costilla, cura de la población de Dolores, en los términos de la ciudad de Guanajuato. Instruido en las materias de su profesión,p. 490 no desconocía la literatura francesa, y era hombre sagaz, de buen entendimiento y modales cultos. Odió siempre a los españoles, y empezó a tramar conspiración después de unas vistas que tuvo con un general francés enviado por Napoleón para abogar en favor de su hermano José, y a quien prendieron en provincias internas, y llevaron en seguida a la ciudad de Méjico.
Hidalgo sublevó a los indios y mulatos, y entró con ellos el 16 de septiembre en el pueblo de su feligresía, y obrando de acuerdo con los capitanes del provincial de la reina Don Ignacio Allende y Don Juan Aldama, llegó a San Miguel el Grande, donde se le unió dicho regimiento casi en su totalidad. Engrosado cada día más el cuerpo de Hidalgo, prosiguió este adelante «prorrumpiendo en vivas a Fernando VII y muerte a los gachupines», nombre que allí se da a los europeos. Llevaban los amotinados un estandarte con la imagen de la Virgen de Guadalupe, tenida en gran veneración por los indios: obligados los jefes a cubrir aquí, como en lo demás de América, sus verdaderos intentos bajo el manto de la religión y de fidelidad al rey.
Avanzaron de este modo Hidalgo y sus parciales, consiguiendo en breve apoderarse de Guanajuato, una de las poblaciones más ricas y opulentas a causa de las minas que en su territorio se labran. El 18 de octubre extendiéronse los sublevados hasta Valladolid de Mechoacán, y reinando en Méjico gran fermentación, parecía casi seguro el triunfo de aquellos, si porp. 491 entonces, y muy a tiempo, no hubiese aportado de Europa Don Francisco Javier Venegas, nombrado virrey en lugar del arzobispo. Tan oportuna llegada comprimió el mal ánimo de los descontentos dentro de la ciudad, y tomándose para lo de afuera activas providencias, se paró el golpe que de tan cerca amagaba.
Hidalgo, viniendo por el camino de Toluca, hallábase ya a 14 leguas de Méjico, cuando le salió al encuentro con 1500 hombres el coronel Don Torcuato Trujillo, enviado por Venegas; corto número el de su gente si se compara con la que acompañaba a Hidalgo, allegadiza en verdad, pero que al cabo pudiera llevar ventaja por su muchedumbre a los soldados veteranos del jefe español.
Avistáronse ambas partes en el monte de las Cruces, y empeñose vivo choque, costoso para todos, y de cuyas resultas el coronel Trujillo, aunque victorioso, juzgó prudente, a causa del gran golpe de enemigos, retroceder por la noche a Méjico, en donde con su llegada creció en unos la zozobra, y en otros renació la esperanza.
De nuevo estaba comprometida la suerte de aquella ciudad, y quizá sin remedio, si Don Félix Calleja no la hubiera sacado del apuro. Era este jefe comandante de la brigada de San Luis de Potosí, y al saber la marcha de Hidalgo sobre Méjico, siguiole la huella con 3000 hombres de buenas tropas. No descorazonado por eso el clérigo general, sino antes animoso con la retirada de Trujillo del monte de las Cruces, revolvió contra Calleja, y encontrole cerca dep. 492 Aculco el 7 de noviembre. Trabose desde luego pelea entre las fuerzas contrarias, y quedaron los insurgentes del todo desbaratados.
Mas poco después, habiéndoseles dado tiempo, se rehicieron, y tuvo Calleja que embestirles otra vez y en varias acciones. De estas, la principal y que acabó, por decirlo así, con Hidalgo, diose el 17 de enero de 1811 en el puente llamado de Calderón, provincia de Guadalajara. Aquel jefe y sus adherentes tuvieron en consecuencia que refugiarse en provincias internas, en donde cogidos el 21 de marzo inmediato, mandóseles arcabucear.
Hacia la costa del mar del sur, en la misma Nueva España, apareció también otro clérigo llamado Don José María Morelos, ignorante, feroz, en sus costumbres estragado y sin recato alguno, pero audaz y propio para tales empresas. Con todo, tuvo al fin, si bien largo tiempo después, la misma y desgraciada suerte de Hidalgo, habiendo él y otros jefes trabajado mucho la tierra, y alimentado el fuego de la insurrección, mal encubierto aún en las provincias tranquilas. Lo que perjudicó a los levantados de Méjico, y tal vez los perdió por entonces, fue que no empezaron su movimiento en la capital, quedando, por tanto, en pie para contenerlos la autoridad central de los españoles. En Venezuela y Buenos Aires sucedió al contrario, y así desde el primer día apareció en aquellas provincias más asegurada la causa de los independientes.
La guerra que se encendió en Méjico al tiempo de levantarse Hidalgo, fue guerra a muertep. 493 contra los europeos, quienes a su vez procuraron desquitarse. Los estragos, de consiguiente, gravísimos, y los daños para España sin cuento, pues aumentándose los desembolsos, y disminuyéndose las entradas con las turbulencias y con la ruina causada en las minas, sobre todo de Guanajuato y Zacatecas, tuvieron que emplearse en aquellos países los recursos que de otro modo hubieran venido a Europa para ayuda de la guerra peninsular.
Las cortes, aquejadas con los males de América, se esforzaron
por calmarlos acudiendo a medidas legislativas, que eran las de
su competencia. Discutiose largamente en diciembre y enero sobre
dar a ultramar igual representación que a España. Los diputados de
aquellas provincias pretendieron fuese la concesión para las cortes
que entonces se celebraban. Decretos
en
favor de
aquellos países. Pero atendiendo a que por la
mayor parte se habían efectuado en ultramar las elecciones hechas
por los ayuntamientos con arreglo a lo prevenido por la regencia,
y a que cuando llegasen los elegidos por el pueblo teniendo que
venir de tan enormes distancias, habrían cesado ya probablemente
los actuales diputados en su ministerio, ciñose el congreso a
declarar,[*] (* Ap. n. 13-15.) en 9 de febrero de 1811, «que la
representación americana, en las cortes que en adelante se celebrasen,
sería enteramente igual en el modo y forma a la que se estableciese
en la península, debiéndose fijar en la constitución el arreglo de
esta representación nacional sobre las bases de la perfecta igualdad,
conforme al decreto de 15 de octubre.»
p. 494Se mandó asimismo entonces que los naturales y habitantes de aquellas regiones pudieran cultivar y sembrar cuanto quisieran, pues había frutos como la viña y el olivo que estaba prohibido beneficiar. Veda que en muchos parajes no se cumplía, y que no era tan rigurosa como la del tabaco en la España europea, adoptada en gran parte la última medida en favor de los plantíos de aquella producción en América. Diose también opción para toda clase de empleos y destinos a los criollos, indios e hijos de ambas clases como si fueran europeos.
Tampoco tardó en eximirse a los indígenas de toda la América del tributo que pagaban, y aun de abolirse los repartimientos abusivos que consentía la práctica en algunos distritos. La misma suerte cupo a la mita o trabajo forzado de los indios en las minas, prohibida en Nueva España hacía muchos años, y solo permitida en algunas partes del Perú.
Así que las cortes decretaron sucesivamente para la América todo lo que establecía igualdad perfecta con Europa; pero no decretando la independencia poco adelantaron, pues los promovedores de las desavenencias nunca, en realidad, se contentaron con menos, ni aspiraban a otra cosa.
En hacienda y guerra es en lo que en un principio no se ocuparon mucho las cortes, y no faltó quien por ello las criticase. Pero en estos ramos deben distinguirse las medidas permanentes de las transitorias, y que solo reclaman premiosas circunstancias. Las primeras requieren tiempo y madurez para escoger las másp. 495 convenientes, teniendo que ajustar las alteraciones a antiguos hábitos, señaladamente en materia de contribuciones, en las que hay que chocar con los intereses de todas las clases sin excepción, y con intereses a que el hombre suele estar muy apegado.
Las segundas toca en especial el promoverlas a la potestad ejecutiva: ella conoce las necesidades, y en ella residen los datos y la razón de las entradas y salidas. El tener entendido la primera regencia que sería pronto removida, no la estimuló a ocuparse con ahínco en el asunto, y la que le sucedió en el mando, no hallándose, digámoslo así, del todo formada hasta primeros de enero, por ausencia de dos de los regentes, no pudo tampoco al principio poner en ello toda la diligencia necesaria. Además, pedía tiempo el penetrarse del estado del ejército, del de los pueblos y de su gobernación; tarea no fácil ni breve, si se atiende a la ocupación enemiga, a los desórdenes que eran como indispensable consecuencia, y al estrecho campo que a veces había para trazar planes de medios y recursos.
Sin embargo, no se descuidaron ambos ramos al punto que algunos han afirmado. En 15 de noviembre ya autorizaron las cortes a la nueva regencia para levantar 80.000 hombres que sirviesen de aumento al ejército, tomando oportunas disposiciones sobre el modo e igualdad de los alistamientos.
Fomentose también por una ley la fabricación de fusiles, con otras providencias respecto de lo demás del armamento y municiones. Lasp. 496 fábricas de la frontera, las de Aragón, Granada y otras partes las había destruido el enemigo. La central no había pensado en trasladar a tiempo el parque de artillería de Sevilla, ni su maestranza, ni su fundición, ni la sala de armas. Los ingleses suministraron muchos de estos artículos, pero aún no bastaban. El patriotismo de los españoles, el de sus juntas, el de la primera regencia, el de las sucesivas y las resoluciones de las cortes suplieron la falta. Se estableció de nuevo en la Isla de León un parque de artillería y una maestranza, y se habilitaron en la Carraca algunos talleres. Se fabricaron fusiles en Jubia y en el arsenal del Ferrol, lo mismo en las orillas del Eo, entre Galicia y Asturias, en el señorío de Molina y otros parajes, algunos casi inaccesibles, estableciéndose en ellos fábricas volantes de armas, de municiones y de todo género de pertrechos, que mudaban de sitio al aproximarse el enemigo.
En el ramo de hacienda, además de las providencias económicas que hemos referido, y otras que por su menudencia omitimos, mandaron las cortes que se reuniesen en una sola tesorería general los caudales de la nación, que distribuyéndose antes por más de un conducto, íbanse o se extravasaban en menoscabo del erario.
Tales fueron los principales trabajos de las cortes y sus discusiones en los primeros meses de su instalación, y en tanto que permanecieron en la Isla, en donde cerraron sus sesiones el 20 de febrero de 1811, para volverlas a abrir en Cádiz el 24 del mismo mes.
Desde el 6 de octubre habían pensado trasladarsep. 497 a dicha ciudad, como más populosa, más bien resguardada y de mayores recursos. Suspendieron tomar resolución en el caso por la fiebre amarilla, o sea vómito prieto, que se manifestó en aquel otoño: terrible azote que en 1800 y 1804 había esparcido en Cádiz y otros pueblos de la Andalucía y costa de levante la desolación y la muerte. No había desde entonces vuelto a aparecer en Cádiz, a lo menos de un modo sensible, y solo en este año de 1810 repitió sus estragos. Haya sido o no esta enfermedad introducida de las Antillas, en lo que todavía no andan conformes los facultativos de mayor nombradía, contribuyó mucho ahora a su aparecimiento y propagación la presencia de los forasteros que a la sazón se agolparon a Cádiz con motivo de la invasión de las Andalucías; en cuyas personas pegó el azote con extrema saña, pues los naturales estaban más avezados a sus golpes, ya por haber pasado antes la enfermedad, ya por haber nacido o criádose en ambiente impregnado de tan funestos miasmas. La epidemia picó también en Cartagena y otros puntos, por fortuna apenas cundió a la Isla. Hubo de ello al principio agudos temores a causa del ejército; pero no siendo numerosa aquella población, ni apiñada, y hallándose oreada bastantemente por medio de sus anchurosas calles, mantúvose en estado de sanidad. En cuanto a la tropa, acampada en parajes bañados por corrientes atmosféricas muy puras, gran preservativo de tal plaga, gozó de igual o mayor beneficio. De los moradores o residentes en la Isla, los que padecieron la enfermedad cogiéronlap. 498 en viajes que hacían a Cádiz, cuya aserción podríamos atestiguar por experiencia propia. La fiebre, conforme a su costumbre, duró tres meses: empezó a descubrirse en septiembre, tomó en octubre grande incremento, y desapareció del todo al acabar de diciembre.
Rodeaban, por tanto, en su cuna a la libertad española la guerra, las epidemias y otros humanos padecimientos, como para acostumbrarla a los muchos y nuevos que la afligirían según fuera prosperando, y antes de que afianzase en el suelo peninsular su augusto y perpetuo imperio.
p. i
APÉNDICES
AL TOMO TERCERO.
p. iii
DEL
LIBRO NOVENO.
Nota pasada por Mr. Canning, ministro de relaciones exteriores de S. M. B., a Don Martín de Garay, secretario de estado y de la junta, fecha en Londres, a 20 de julio de 1809. Véase el manifiesto de la junta central, ramo diplomático, documento núm. 141.
SEVILLA.
Real decreto de S. M.
El pueblo español debe salir de esta sangrienta lucha con la certeza de dejar a su posteridad una herencia de prosperidad y de gloria, digna de sus prodigiosos esfuerzos y de la sangre que vierte. Nunca la junta suprema ha perdido de vista este objeto que, enp. iv medio de la agitación continua causada por los sucesos de la guerra, ha sido siempre su principal deseo. Las ventajas del enemigo, debidas menos a su valor que a la superioridad de su número, llamaban exclusivamente la atención del gobierno; pero al mismo tiempo hacían más amarga y vehemente la reflexión de que los desastres que la nación padece han nacido únicamente de haber caído en olvido aquellas saludables instituciones que, en tiempos más felices, hicieron la prosperidad y la fuerza del estado.
La ambición usurpadora de los unos, el abandono indolente de los otros las fueron reduciendo a la nada, y la junta, desde el momento de su instalación, se constituyó solemnemente en la obligación de restablecerlas. Llegó ya el tiempo de aplicar la mano a esta grande obra, y de meditar las reformas que deben hacerse en nuestra administración, asegurándolas en las leyes fundamentales de la monarquía que solas pueden consolidarlas, y oyendo para el acierto, como ya se anunció al público, a los sabios que quieran exponerla sus opiniones.
Queriendo, pues, el rey nuestro señor, Don Fernando VII, y en su real nombre la junta suprema gubernativa del reino, que la nación española aparezca a los ojos del mundo con la dignidad debida a sus heroicos esfuerzos; resuelta a que los derechos y prerrogativas de los ciudadanos se vean libres de nuevos atentados, y a que las fuentes de la felicidad pública, quitados los estorbos que hasta ahora las han obstruido, corran libremente luego que cese la guerra, y reparen cuanto la arbitrariedad inveterada ha agostado y la devastación presente ha destruido, ha decretado lo que sigue:
1.º Que se restablezca la representación legal y conocida de la monarquía en sus antiguas cortes, convocándose las primeras en todo el año próximo, o antes si las circunstancias lo permitieren.
p. v2.º Que la junta se ocupe al instante del modo, número y clase con que, atendidas las circunstancias del tiempo presente, se ha de verificar la concurrencia de los diputados a esta augusta asamblea; a cuyo fin nombrará una comisión de cinco vocales que, con toda la atención y diligencia que este gran negocio requiere, reconozcan y preparen todos los trabajos y planes, los cuales, examinados y aprobados por la junta, han de servir para la convocación y formación de las primeras cortes.
3.º Que además de este punto, que por su urgencia llama el primer cuidado, extienda la junta sus investigaciones a los objetos siguientes, para irlos proponiendo sucesivamente a la nación junta en cortes. — Medios y recursos para sostener la santa guerra en que, con la mayor justicia, se halla empeñada la nación hasta conseguir el glorioso fin que se ha propuesto. — Medios de asegurar la observancia de las leyes fundamentales del reino. — Medios de mejorar nuestra legislación, desterrando los abusos introducidos y facilitando su perfección. — Recaudación, administración y distribución de las rentas del estado. — Reformas necesarias en el sistema de instrucción y educación pública. — Modo de arreglar y sostener un ejército permanente en tiempo de paz y de guerra, conformándose con las obligaciones y rentas del estado. — Modo de conservar una marina proporcionada a las mismas. — Parte que deban tener las Américas en las juntas de cortes.
4.º Para reunir las luces necesarias a tan importantes discusiones, la junta consultará a los consejos, juntas superiores de las provincias, tribunales, ayuntamientos, cabildos, obispos y universidades, y oirá a los sabios y personas ilustradas.
5.º Que este decreto se imprima, publique y circule con las formalidades de estilo, para que llegue a noticia de toda la nación.
p. viTendréislo entendido y dispondréis lo conveniente para su cumplimiento. — El marqués de Astorga, presidente. — Real Alcázar de Sevilla, 22 de mayo de 1809. — A Don Martín de Garay.
Los pocos días que pasaron en Jaraicejo los ingleses no tuvieron grande escasez, pues se les suministró bastante pan y abundó el ganado. Así lo dice, y con las siguientes palabras, Lord Londonderry, testigo no sospechoso para los ingleses: «During the first few days of our sojourn at Jaraicejo we were tolerably well supplied with bread; and cattle being plenty, we had no cause to complain...» (Narrative of the peninsular war) vol. 1.º, Ch. 17, pág. 431.
p. vii
DEL
LIBRO DÉCIMO.
Precios de los comestibles en la plaza de Gerona durante el sitio de 1809, desde el más módico hasta el más subido, según crecía la escasez y la imposibilidad de introducirlos.
Precios módicos. | Precios subidos. | |
Tocino fresco la onza. | 2 cuartos. | 10 cuartos. |
Vaca, la libra de 36 onzas. | 27 cuartos. | Idem. |
Carne de caballo la libra de id. | 40 cuartos. | Idem. |
Idem de mulo. | 40 cuartos. | Idem. |
Una gallina. | 14 rs. vn. efect. | 16 duros. |
Un gorrión. | 2 cuartos. | 4 rs. vn. efect. |
Una perdiz. | 12 rs. vn. efect. | 80 rs. vn. efect. |
Un pichón. | 6 rs. vn. efect. | 40 rs. vn. efect. |
Un ratón. | 1 rl. vn. efect. | 5 rs. vn. efect. |
Un gato. | 8 rs. vn. | 30 rs. vn. |
p. viiiUn lechón. | 40 rs. vn. | 200 rs. vn. |
Bacalao la libra. | 18 cuartos. | 32 rs. vn. |
Pescado del río Ter la libra. | 4 rs. vn. | 36 rs. vn. |
Aceite la medida. | 20 cuartos. | 24 rs. vn. |
Huevos la docena. | 24 cuartos. | 96 rs. vn. |
Arroz la libra. | 12 cuartos. | 32 rs. vn. |
Café la libra. | 8 rs. vn. | 24 rs. vn. |
Chocolate la libra. | 16 rs. vn. | 64 rs. vn. |
Queso la libra. | 4 rs. vn. | 40 rs. vn. |
Pan la libra. | 6 cuartos. | 8 rs. vn. |
Una galleta. | 4 cuartos. | 8 rs. vn. |
Trigo candeal la cuartera. | 80 rs. vn. | 112 rs. vn. |
Id. mezclado la cuartera. | 64 rs. vn. | 96 rs. vn. |
Cebada la cuartera. | 30 rs. vn. | 56 rs. vn. |
Habas la cuartera. | 48 rs. vn. | 80 rs. vn. |
Azúcar la libra. | 4 rs. vn. | 24 rs. vn. |
Velas de sebo la libra. | 4 rs. vn. | 10 rs. vn. |
Id. de cera la libra. | 12 rs. vn. | 32 rs. vn. |
Leña el quintal. | 5 rs. vn. | 48 rs. vn. |
Carbón la arroba. | 3½ rs. vn. | 40 rs. vn. |
Tabaco la libra. | 24 rs. vn. | 100 rs. vn. |
Por moler una cuartera de trigo. | 3 rs. vn. | 80 rs. vn. |
Gerona 10 de diciembre de 1809. — Epifanio Ignacio de Ruiz.
Notas.
1.ª Los precios de las carnes no fueron alterados, por disposición del gobierno, mientras duraron.
2.ª Los demás artículos seguían el precio que ocasionaba la escasez, y muchos de ellos variaban según las introducciones, y aquí solo se han figurado los precios regulares al principio del sitio, y los más subidos y corrientes en su largo discurso; habiéndose visto el gobierno precisado a permitir el precio que querían fijar a los víveres los que los introducían a lomo y en cortas cantidades, pasando las líneas del enemigo, atendidos los riesgos que probaban en la entrada y salidap. ix de la plaza, y la pena de muerte que sufrían en caso de ser habidos.
3.ª No obstante de haberse figurado el precio de todos los artículos arriba expresados, muchos de ellos solo podían conseguirse casualmente en los días que había alguna introducción. Mataró 22 de diciembre de 1809. — Epifanio Ignacio de Ruiz. — Don Epifanio Ignacio de Ruiz, capitán de la 3.ª compañía de la Cruzada Gerundense, comisario de guerra de los reales ejércitos. — Certifico: que desde 1.º de agosto de 1809 hasta el 10 de diciembre del mismo, en que capituló la plaza de Gerona, en virtud de orden del intendente de provincia Don Carlos Beramendi, ministro principal de hacienda y guerra de ella, tuve confiada la inspección del ramo de víveres, y que los precios que están continuados en la antecedente relación son los corrientes en la citada plaza durante su último sitio. Mataró 22 de diciembre de 1809. — Epifanio Ignacio de Ruiz.
Capitulación de la ciudad de Gerona y fuertes correspondientes, firmada el 10 de diciembre de 1809, a las 7 de la noche.
Art. 1.º La guarnición saldrá con los honores de la guerra, y entrará en Francia como prisionera de guerra. — 2.º Todos los habitantes serán respetados. — 3.º La religión católica continuará en ser observada por los habitantes y será protegida. — 4.º Mañana, a las ocho y media de ella, la puerta del Socorro y la del Areny serán entregadas a las tropas francesas, así como las de los fuertes. — 5.º Mañana, 11 de diciembre, a las ocho y media de ella, la guarnición saldrá de la plaza y desfilará por la puerta del Areny. — Los soldados pondrán sus armas sobre el glacis. — 6.º Un oficial de artillería, otro de ingenieros y un comisario de guerra entraránp. x al momento en que se tomará posesión de las puertas de la ciudad para recibir la entrega de los almacenes, mapas, planos, etc. Fecho en Gerona, a las 7 de la noche, a 10 de diciembre de 1809. — Julián de Bolívar. — Isidro de la Mata. — Blas de Furnás. — José de la Iglesia. — Guillermo Minali. — Guillermo Nasch. — El general en jefe del estado mayor general del 7.º cuerpo. — Rey. — Aprobado por nos, el mariscal del imperio, comandante en jefe del 7.º cuerpo del ejército de España. — Augereau, duque de Castiglione. — Yo, brigadier de los reales ejércitos, encargado de los poderes del gobernador interino de la plaza de Gerona, Don Julián de Bolívar, y de la junta militar, certifico: que la capitulación antecedente es conforme a la original firmada con la fecha que expresa. — Blas de Furnás. — El general en jefe del estado mayor general del 7.º cuerpo del ejército de España. — Rey. — Lugar del Sello.
Notas adicionales a la capitulación de la plaza de Gerona.
Que la guarnición francesa que esté en la plaza esté acuartelada y no alojada por las casas, e igualmente que los oficiales deben presentarse, procurándose su posada, pagándoseles el tanto que se pagaba de utensilio a la guarnición española. — Que todos los papeles del gobierno queden depositados en el archivo del ayuntamiento, sin poder ser extraviados, ni extraídos ni quemados. — Que a los que habrán sido vocales o empleados en las juntas en tiempo de esta guerra de opinión, no les sirva de nota ni perjuicio alguno en sus ascensos y carreras, quedando igualmente salvas y respetadas las personas, propiedades y haberes. — Que a los forasteros que se hallan dentro de la plaza, por expatriación u otra causa, tanto si han sido vocales o empleados de las juntas como no, se les permitirá restituirse a susp. xi casas con su equipaje y haberes. — Que cualquiera vecino que quiera salirse de la ciudad y trasladarse a otra se le permita, llevándose su equipaje y haberes, quedándoles salvas las propiedades, caudales y efectos en aquella ciudad. — Yo, brigadier de los reales ejércitos, certifico: que las notas antecedentes habiendo sido presentadas al Excmo. Sr. general en jefe del ejército francés, se han aprobado en su contenido en cuanto no se opongan a las leyes generales del reino, y a la policía establecida en los ejércitos. Fornells, 10 de diciembre de 1809. — Blas de Furnás. — Visto por nosotros, etc.
Notas adicionales y particulares aprobadas por el Excmo. Sr. duque de Castiglione, mariscal del imperio, comandante en jefe del 7.º cuerpo del ejército de España, convenidas entre el Sr. general de brigada, jefe del estado mayor general del sobredicho cuerpo del ejército, comandante de la legión de honor, y el Sr. Don Blas de Furnás, brigadier de los ejércitos españoles.
Art. 1.º Un teniente o subteniente elegido entre los oficiales del ejército español estará autorizado con pasaportes para pasar al ejército de observación español, y llevar a su general comandante en jefe la capitulación de la plaza y de los fuertes de Gerona, solicitando se sirva disponer el pronto canje de los oficiales y soldados de la guarnición de Gerona y sus fuertes contra igual número de oficiales y soldados franceses detenidos en las islas de Mallorca y otros destinos. S. E. el Sr. duque de Castiglione, comandante en jefe del ejército, promete que dicho canje se verificará luego que el general en jefe del ejército español le habrá dado a conocer el día en que aquellos prisioneros habrán llegado a uno de los puertos de Francia para el referido canje. — Art. 2.º En los tres díasp. xii que seguirán a la rendición de la plaza de Gerona, el Ilmo. Sr. obispo de dicha ciudad quedará autorizado para dar a los sacerdotes que están bajo sus órdenes los pasaportes que pidan para pasar a las villas en las que tenían su domicilio anterior, para quedar y vivir en él, según lo deben unos ministros de paz, bajo la protección de las leyes que rigen en España. — El general en jefe del estado mayor general del séptimo cuerpo del ejército de España. — Rey. — Blas de Furnás. — Yo brigadier de los reales ejércitos encargado de los poderes del gobernador interino de la plaza de Gerona, Don Julián de Bolívar, y de la junta militar, certifico: que los artículos antecedentes son traducidos fielmente del original en 10 de diciembre de 1809. — Blas de Furnás. — Le général en chef de l’état major general du septième corps de l’armée d’ Espagne. — Rey. — Lugar del sello.
Nota adicional a la capitulación de la plaza de Gerona.
Los empleados en el ramo político de guerra son declarados libres, como no combatientes, y pueden pedir un pasaporte con sus equipajes para donde gusten. Estos son el intendente, comisarios de guerra, empleados en hospitales y provisiones, y médicos y cirujanos del ejército. — Yo, brigadier de los reales ejércitos, certifico: que la nota precedente habiendo sido presentada al Excmo. Sr. general en jefe del ejército francés, queda aprobada. Fornells, 10 de diciembre de 1809. — Blas de Furnás. — Don Blas de Furnás, brigadier de los reales ejércitos, certifico: que la copia antecedente de la capitulación hecha en Gerona, y notas adicionales, es en todo su contenido conforme a los originales firmados por mí; y para que conste, doy la presente en la plaza de Gerona, a 12 de diciembre de 1809. — Blas de Furnás.
Entre los documentos originales y de oficio que acerca de la muerte del gobernador Álvarez hemos tenido a la vista, uno de los más curiosos es el siguiente:
Excmo. Sr. — Por el oficio de V. E. de 26 de febrero próximo pasado, que acabo de recibir, veo ha hecho V. E. presente al supremo consejo de regencia de España e Indias el contenido de mi papel de 4 del mismo, relativo al fallecimiento del Excmo. Sr. Don Mariano Álvarez, digno gobernador de la plaza de Gerona; y que en su vista se ha servido S. M. resolver procure apurar cuanto me sea posible la certeza de la muerte de dicho general, avisando a V. E. lo que adelante, a cuya real orden daré el cumplimiento debido, tomando las más eficaces disposiciones para descubrir el pormenor y la verdad de un hecho tan horroroso; pudiendo asegurar entre tanto a V. E., por declaración de testigos oculares, la efectiva muerte de este héroe en la plaza de Figueras, adonde fue trasladado desde Perpiñán, y donde entró sin grave daño en su salud, y compareció cadáver, tendido en una parihuela, al siguiente día, cubierto con una sábana, la que, destapada por la curiosidad de varios vecinos y del que me dio el parte de todo, puso de manifiesto un semblante cárdeno e hinchado, denotando que su muerte había sido la obra de breves momentos; a que se agrega que el mismo informante encontró poco antes, en una de las calles de Figueras, a un llamado Rovireta, y por apodo el fraile de S. Francisco, y ahora canónigo dignidad de Gerona, nombrado por nuestros enemigos, quien marchaba apresuradamente hacia el castillo, adonde dijo «iba corriendo a confesar al Sr. Álvarez porque debía en breve morir.» — Todo lo que pongo en noticia de V. E. para que hagap. xiv de ello el uso que estime por conveniente. Dios guarde a V. E. muchos años. Tortosa, 31 de marzo de 1810. — Excmo. Sr. — Carlos de Beramendi. — Excmo. Sr. marqués de las Hormazas.
Léase el manifiesto de la junta central — sección 2.ª, ramo diplomático, — pág. 6.
p. xv
DEL
LIBRO UNDÉCIMO.
Τὸν τῶν εὐσεβῶν ἔπλασε χῶρον καὶ τὸ Ἠλύσιον πεδίον. (Strab., Lib. 3.)
El Rey, y a su nombre la suprema junta central gubernativa de España e Indias.
Como haya sido uno de mis primeros cuidados congregar la nación española en cortes generales y extraordinarias, para que, representada en ellas por individuos y procuradores de todas las clases, órdenes y pueblos del estado, después de acordar los extraordinarios medios y recursos que son necesarios para rechazar al enemigo que tan pérfidamente la ha invadido, y con tan horrenda crueldad va desolando algunas de sus provincias, arreglase con la debida deliberaciónp. xvi lo que más conveniente pareciese para dar firmeza y estabilidad a la constitución, y el orden, claridad y perfección posibles a la legislación civil y criminal del reino, y a los diferentes ramos de la administración pública; a cuyo fin mandé, por mi real decreto de 13 del mes pasado, que la dicha mi junta central gubernativa se trasladase desde la ciudad de Sevilla a esta villa de la Isla de León, donde pudiese preparar más de cerca, y con inmediatas y oportunas providencias la verificación de tan gran designio; considerando:
1.º Que los acaecimientos que después han sobrevenido, y las circunstancias en que se halla el reino de Sevilla por la invasión del enemigo, que amenaza ya los demás reinos de Andalucía, requieren las más prontas y enérgicas providencias.
2.º Que, entre otras, ha venido a ser en gran manera necesaria la de reconcentrar el ejercicio de toda mi autoridad real en pocas y hábiles personas que pudiesen emplearla con actividad, vigor y secreto en defensa de la patria; lo cual he verificado ya por mi real decreto de este día, en que he mandado formar una regencia de cinco personas, de bien acreditados talentos, probidad y celo público.
3.º Que es muy de temer que las correrías del enemigo por varias provincias, antes libres, no hayan permitido a mis pueblos hacer las elecciones de diputados a cortes con arreglo a las convocatorias que les hayan sido comunicadas en 1.º de este mes, y por lo mismo que no pueda verificarse su reunión en esta isla para el día 1.º de marzo próximo, como estaba por mí acordado.
4.º Que tampoco sería fácil, en medio de los grandes cuidados y atenciones que ocupan al gobierno, concluir los diferentes trabajos y planes de reforma, que por personas de conocida instrucción y probidad se habían emprendido y adelantado bajo la inspecciónp. xvii y autoridad de la comisión de cortes, que a este fin nombré por mi real decreto de 15 de junio del año pasado, con el deseo de presentarlas al examen de las próximas cortes.
5.º Y considerando, en fin, que en la actual crisis no es fácil acordar con sosiego y detenida reflexión las demás providencias y órdenes que tan nueva e importante operación requiere, ni por la mi suprema junta central, cuya autoridad, que hasta ahora ha ejercido en mi real nombre, va a transferirse en el consejo de regencia, ni por este, cuya atención será enteramente arrebatada al grande objeto de la defensa nacional.
Por tanto, yo, y a mi real nombre la suprema junta central, para llenar mi ardiente deseo de que la nación se congregue libre y legalmente en cortes generales y extraordinarias, con el fin de lograr los grandes bienes que en esta deseada reunión están cifrados, he venido en mandar y mando lo siguiente:
1.º La celebración de las cortes generales y extraordinarias que están ya convocadas para esta Isla de León, y para el primer día de marzo próximo, será el primer cuidado de la regencia que acabo de crear, si la defensa del reino, en que desde luego debe ocuparse, lo permitiere.
2.º En consecuencia, se expedirán inmediatamente convocatorias individuales a todos los RR. arzobispos y obispos que están en ejercicio de sus funciones, y a todos los grandes de España en propiedad, para que concurran a las cortes en el día y lugar para que están convocadas, si las circunstancias lo permitieren.
3.º No serán admitidos a estas cortes los grandes que no sean cabezas de familia, ni los que no tengan la edad de 25 años, ni los prelados y grandes que se hallaren procesados por cualquiera delito, ni los que se hubieren sometido al gobierno francés.
4.º Para que las provincias de América y Asia, quep. xviii por estrechez del tiempo no pueden ser representadas por diputados nombrados por ellas mismas, no carezcan enteramente de representación en estas cortes, la regencia formará una junta electoral compuesta de seis sujetos de carácter, naturales de aquellos dominios, los cuales, poniendo en cántaro los nombres de los demás naturales que se hallan residentes en España y constan de las listas formadas por la comisión de cortes, sacarán a la suerte el número de cuarenta, y volviendo a sortear estos cuarenta solos, sacarán en segunda suerte veintiséis, y estos asistirán como diputados de cortes en representación de aquellos vastos países.
5.º Se formará asimismo otra junta electoral compuesta de seis personas de carácter, naturales de las provincias de España que se hallan ocupadas por el enemigo, y poniendo en cántaro los nombres de los naturales de cada una de dichas provincias que asimismo constan de las listas formadas por la comisión de cortes, sacarán de entre ellos en primera suerte hasta el número de dieciocho nombres, y volviéndolos a sortear solos, sacarán de ellos cuatro, cuya operación se irá repitiendo por cada una de dichas provincias, y los que salieren en suerte serán diputados de cortes por representación de aquellas para que fueren nombrados.
6.º Verificadas estas suertes, se hará la convocación de los sujetos que hubieren salido nombrados por medio de oficios que se pasarán a las juntas de los pueblos en que residieren, a fin de que concurran a las cortes en el día y lugar señalado, si las circunstancias lo permitieren.
7.º Antes de la admisión a las cortes de estos sujetos, una comisión nombrada por ellas mismas examinará si en cada uno concurren o no las calidades señaladas en la instrucción general y en este decreto para tener voto en las dichas cortes.
p. xix8.º Libradas estas convocatorias, las primeras cortes generales y extraordinarias se entenderán legítimamente convocadas; de forma que aunque no se verifique su reunión en el día y lugar señalados para ellas, pueda verificarse en cualquiera tiempo y lugar en que las circunstancias lo permitan, sin necesidad de nueva convocatoria; siendo de cargo de la regencia hacer, a propuesta de la diputación de cortes, el señalamiento de dicho día y lugar, y publicarle en tiempo oportuno por todo el reino.
9.º Y para que los trabajos preparatorios puedan continuar y concluirse sin obstáculo, la regencia nombrará una diputación de cortes compuesta de ocho personas, las seis naturales del continente de España, y las dos últimas naturales de América, la cual diputación será subrogada en lugar de la comisión de cortes nombrada por la misma suprema junta central, y cuyo instituto será ocuparse en los objetos relativos a la celebración de las cortes, sin que el gobierno tenga que distraer su atención de los urgentes negocios que la reclaman en el día.
10. Un individuo de la diputación de cortes, de los seis nombrados por España, presidirá la junta electoral que debe nombrar los diputados por las provincias cautivas, y otro individuo de la misma diputación, de los nombrados por la América, presidirá la junta electoral que debe sortear los diputados naturales y representantes de aquellos dominios.
11. Las juntas formadas con los títulos de junta de medios y recursos para sostener la presente guerra, junta de hacienda, junta de legislación, junta de instrucción pública, junta de negocios eclesiásticos, y junta de ceremonial de congregación, las cuales por autoridad de la mi suprema junta y bajo la inspección de dicha comisión de cortes, se ocupan en preparar los planes de mejoras relativas a los objetos de su respectiva atribución, continuarán en sus trabajos hastap. xx concluirlos en el mejor modo que sea posible, y fecho, los remitirán a la diputación de cortes, a fin de que después de haberlos examinado, se pasen a la regencia y esta los ponga, a mi real nombre, a la deliberación de las cortes.
12. Serán estas presididas, a mi real nombre, o por la regencia en cuerpo, o por su presidente temporal, o bien por el individuo a quien delegaren el encargo de representar en ellas mi soberanía.
13. La regencia nombrará los asistentes de cortes que deban asistir y aconsejar al que las presidiere, a mi real nombre, de entre los individuos de mi consejo y cámara según la antigua práctica del reino, o en su defecto de otras personas constituidas en dignidad.
14. La apertura del solio se hará en las cortes en concurrencia de los estamentos eclesiástico, militar y popular, y en la forma y con la solemnidad que la regencia acordará a propuesta de la diputación de cortes.
15. Abierto el solio, las cortes se dividirán, para la deliberación de las materias, en dos solos estamentos, uno popular, compuesto de todos los procuradores de las provincias de España y América, y otro de dignidades, en que se reunirán los prelados y grandes del reino.
16. Las proposiciones que, a mi real nombre, hiciere la regencia a las cortes se examinarán primero en el estamento popular, y si fueren aprobados en él, se pasarán por un mensajero de estado al estamento de dignidades para que las examine de nuevo.
17. El mismo método se observará con las proposiciones que se hicieren en uno y otro estamento por sus respectivos vocales, pasando siempre la proposición del uno al otro, para su nuevo examen y deliberación.
18. Las proposiciones no aprobadas por ambos estamentos, se entenderán como si no fuesen hechas.
19. Las que ambos estamentos aprobaren seránp. xxi elevadas por los mensajeros de estado a la regencia para mi real sanción.
20. La regencia sancionará las proposiciones así aprobadas, siempre que graves razones de pública utilidad no la persuadan a que de su ejecución pueden resultar graves inconvenientes y perjuicios.
21. Si tal sucediere, la regencia, suspendiendo la sanción de la proposición aprobada, la devolverá a las cortes, con clara exposición de las razones que hubiere tenido para suspenderla.
22. Así devuelta la proposición, se examinará de nuevo en uno y otro estamento, y si los dos tercios de los votos de cada uno no confirmaren la anterior resolución, la proposición se tendrá por no hecha, y no se podrá renovar hasta las futuras cortes.
23. Si los dos tercios de votos de cada estamento ratificaren la aprobación anteriormente dada a la proposición, será esta elevada de nuevo por los mensajeros de estado a la sanción real.
24. En este caso la regencia otorgará a mi nombre la real sanción en el termino de tres días; pasados los cuales, otorgada o no, la ley se entenderá legítimamente sancionada, y se procederá de hecho a su publicación en la forma de estilo.
25. La promulgación de las leyes así formadas y sancionadas, se hará en las mismas cortes antes de su disolución.
26. Para evitar que en las cortes se forme algún partido que aspire a hacerlas permanentes, o prolongarlas en demasía, cosa que, sobre trastornar del todo la constitución del reino, podría acarrear otros muy graves inconvenientes, la regencia podrá señalar un termino a la duración de las cortes, con tal que no baje de seis meses. Durante las cortes, y hasta tanto que estas acuerden, nombren e instalen el nuevo gobierno, o bien confirmen el que ahora se establece, para que rija la nación en lo sucesivo, la regencia continuaráp. xxii ejerciendo el poder ejecutivo en toda la plenitud que corresponde a mi soberanía.
En consecuencia las cortes reducirán sus funciones al ejercicio del poder legislativo que propiamente les pertenece, y confiando a la regencia el del poder ejecutivo, sin suscitar discusiones que sean relativas a él y distraigan su atención de los graves cuidados que tendrá a su cargo, se aplicarán del todo a la formación de las leyes y reglamentos oportunos para verificar las grandes y saludables reformas que los desórdenes del antiguo gobierno, el presente estado de la nación y su futura felicidad hacen necesarias; llenando así los grandes objetos para que fueron convocadas. Dado, etc., en la real Isla de León, a 29 de enero de 1810.
Españoles: La junta central suprema gubernativa del reino, siguiendo la voluntad expresa de nuestro deseado Monarca y el voto público, había convocado a la nación a sus cortes generales para que, reunida en ellas, adaptase las medidas necesarias a su felicidad y defensa. Debía verificarse este gran congreso en 1.º de marzo próximo, en la Isla de León, y la junta determinó y publicó su traslación a ella cuando los franceses, como otras muchas veces, se hallaban ocupando la Mancha. Atacaron después los puntos de la sierra, y ocuparon uno de ellos; y al instante las pasiones de los hombres, usurpando su dominio a la razón, despertaron la discordia que empezó a sacudir sobre nosotros sus antorchas incendiarias. Más que ganar cien batallas valía este triunfo a nuestros enemigos, y los buenos todos se llenaron de espanto oyendo los sucesos de Sevilla en el día 24, sucesos que la malevolencia componía, y el terror exageraba, para aumentar en los unos la confusión y en los otros la amargura. Aquel pueblo generoso y leal que tantas muestras dep. xxiii adhesión y respeto había dado a la suprema junta, vio alterada su tranquilidad, aunque por pocas horas. No corrió, gracias al cielo, ni una gota de sangre, pero la autoridad pública fue desatendida y la majestad nacional se vio indignamente ultrajada en la legítima representación del pueblo. Lloremos, españoles, con lágrimas de sangre un ejemplo tan pernicioso. ¿Cuál sería nuestra suerte si todos le siguiesen? Cuando la fama trae a vuestros oídos que hay divisiones intestinas en la Francia, la alegría rebosa en vuestros pechos, y os llenáis de esperanza para lo futuro, porque en estas divisiones miráis afianzada vuestra salvación y la destrucción del tirano que os oprime. Y nosotros, españoles, nosotros cuyo carácter es la moderación y la cordura, cuya fuerza consiste en la concordia, ¿iríamos a dar al déspota la horrible satisfacción de romper con nuestras manos los lazos que tanto costó formar, y que han sido y son para él la barrera más impenetrable? No, españoles, no: que el desinterés y la prudencia dirija nuestros pasos, que la unión y la constancia sean nuestras áncoras, y estad seguros de que no pereceremos.
Bien convencida estaba la junta de cuán necesario era reconcentrar más el poder. Mas no siempre los gobiernos pueden tomar en el instante las medidas mismas de cuya utilidad no se duda. En la ocasión presente parecía del todo importuno, cuando las cortes anunciadas, estando ya tan próximas, debían decidirla y sancionarla. Mas los sucesos se han precipitado de modo que esta detención, aunque breve, podría disolver el estado, si en el momento no se cortase la cabeza al monstruo de la anarquía.
No bastaban ya a llevar adelante nuestros deseos ni el incesante afán con que hemos procurado el bien de la patria, ni el desinterés con que la hemos servido, ni nuestra lealtad acendrada a nuestro amado y desdichado rey, ni nuestro odio al tirano y a toda clasep. xxiv de tiranía. Estos principios de obrar en nadie han sido mayores, pero han podido más que ellos la ambición, la intriga y la ignorancia. ¿Debíamos, acaso, dejar saquear las rentas públicas que por mil conductos ansiaban devorar el vil interés y el egoísmo? ¿Podíamos contentar la ambición de los que no se creían bastante premiados con tres o cuatro grados en otros tantos meses? ¿Podíamos, a pesar de la templanza que ha formado el carácter de nuestro gobierno, dejar de corregir con la autoridad de la ley las faltas sugeridas por el espíritu de facción que caminaba impudentemente a destruir el orden, introducir la anarquía y trastornar miserablemente el estado?
La malignidad nos imputa los reveses de la guerra; pero que la equidad recuerde la constancia con que los hemos sufrido, y los esfuerzos sin ejemplo con que los hemos reparado. Cuando la junta vino desde Aranjuez a Andalucía, todos nuestros ejércitos estaban destruidos; las circunstancias eran todavía más apuradas que las presentes, y ella supo restablecerlos, y buscar y atacar con ellos al enemigo. Batidos otra vez y deshechos, exhaustos al parecer todos los recursos y las esperanzas, pocos meses pasaron, y los franceses tuvieron enfrente un ejército de ochenta mil infantes y doce mil caballos. ¿Qué no ha tenido en su mano el gobierno que no haya prodigado para mantener estas fuerzas y reponer las enormes pérdidas que cada día experimentaba? ¿Qué no ha hecho para impedir el paso a la Andalucía por las sierras que la defienden? Generales, ingenieros, juntas provinciales, hasta una comisión de vocales de su seno han sido encargados de atender y proporcionar todos los medios de fortificación y resistencia que presentan aquellos puntos, sin perdonar para ello ni gasto, ni fatiga ni diligencia. Los sucesos han sido adversos; ¿pero la junta tenía en su mano la suerte del combate en el campo de batalla?
p. xxvY ya que la voz del dolor recuerda tan amargamente los infortunios, ¿por qué ha de olvidarse que hemos mantenido nuestras íntimas relaciones con las potencias amigas, que hemos estrechado los lazos de fraternidad con nuestras Américas, que estas no han cesado de dar pruebas de amor y fidelidad al gobierno, que hemos, en fin, resistido con dignidad y entereza las pérfidas sugestiones de los usurpadores?
Mas nada basta a contener el odio que antes de su instalación se había jurado a la junta. Sus providencias fueron siempre mal interpretadas y nunca bien obedecidas. Desencadenadas, con ocasión de las desgracias públicas, todas las pasiones, han suscitado contra ella todas las furias que pudiera enviar contra nosotros el tirano a quien combatimos. Empezaron sus individuos a verificar su salida de Sevilla con el objeto tan público y solemnemente anunciado de abrir las cortes en la Isla de León. Los facciosos cubrieron los caminos de agentes, que animaron los pueblos de aquel tránsito a la insurrección y al tumulto, y los vocales de la junta suprema fueron tratados como enemigos públicos, detenidos unos, arrestados otros, y amenazados de muerte muchos, hasta el presidente. Parecía que, dueño ya de España, era Napoleón el que vengaba la tenaz resistencia que le habíamos opuesto. No pararon aquí las intrigas de los conspiradores: escritores viles, copiantes miserables de los papeles del enemigo, les vendieron sus plumas, y no hay género de crimen, no hay infamia que no hayan imputado a vuestros gobernantes, añadiendo al ultraje de la violencia la ponzoña de la calumnia.
Así, españoles, han sido perseguidos e infamados aquellos hombres que vosotros elegisteis para que os representasen; aquellos que, sin guardias, sin escuadrones, sin suplicios, entregados a la fe pública, ejercían, tranquilos a su sombra, las augustas funciones que les habíais encargado. ¿Y quiénes son, gran Dios, los quep. xxvi los persiguen? los mismos que desde la instalación de la junta trataron de destruirla por sus cimientos, los mismos que introdujeron el desorden en las ciudades, la división en los ejércitos, la insubordinación en los cuerpos. Los individuos del gobierno no son impecables ni perfectos; hombres son y, como tales, sujetos a las flaquezas y errores humanos. Pero como administradores públicos, como representantes vuestros, ellos responderán a las imputaciones de esos agitadores y les mostrarán dónde ha estado la buena fe y patriotismo, dónde la ambición y las pasiones que sin cesar han destrozado las entrañas de la patria. Reducidos de aquí en adelante a la clase de simples ciudadanos por nuestra propia elección, sin más premio que la memoria del celo y afanes que hemos empleado en servicio público, dispuestos estamos, o más bien ansiosos, de responder delante de la nación en sus cortes, o del tribunal que ella nombre, a nuestros injustos calumniadores. Teman ellos, no nosotros; teman los que han seducido a los simples, corrompido a los viles, agitado a los furiosos; teman los que en el momento del mayor apuro, cuando el edificio del estado apenas puede resistir el embate del extranjero, le han aplicado las teas de la disensión para reducirle a cenizas. Acordaos, españoles, de la rendición de Oporto. Una agitación intestina, excitada por los franceses mismos, abrió sus puertas a Soult, que no movió sus tropas a ocuparla hasta que el tumulto popular imposibilitó la defensa. Semejante suerte os vaticinó la junta, después de la batalla de Medellín, al aparecer los síntomas de la discordia que con tanto riesgo de la patria se han desenvuelto ahora. Volved en vosotros y no hagáis ciertos aquellos funestos presentimientos.
Pero, aunque fuertes con el testimonio de nuestras conciencias, y seguros de que hemos hecho en bien del estado cuanto la situación de las cosas y las circunstancias han puesto a nuestro alcance, la patria yp. xxvii nuestro honor mismo exigen de nosotros la última prueba de nuestro celo y nos persuaden dejar un mando cuya continuación podrá acarrear nuevos disturbios y desavenencias. Sí, españoles: vuestro gobierno, que nada ha perdonado, desde su instalación, de cuanto ha creído que llenaba el voto público; que fiel distribuidor de cuantos recursos han llegado a sus manos, no les ha dado otro destino que las sagradas necesidades de la patria; que os ha manifestado sencillamente sus operaciones, y que ha dado la muestra más grande de desear vuestro bien en la convocación de cortes, las más numerosas y libres que ha conocido la monarquía, resigna gustoso el poder y la autoridad que le confiasteis y la traslada a las manos del consejo de regencia que ha establecido por el decreto de este día. ¡Puedan vuestros gobernantes tener mejor fortuna en sus operaciones! Y los individuos de la junta suprema no les envidiarán otra cosa que la gloria de haber salvado la patria y libertado a su rey.
Real Isla de León, 29 de enero de 1810. — Siguen las firmas.
Véase el manifiesto de la junta suprema de Cádiz.
En el palacio de las Tullerías, a 8 de febrero de 1810.
Napoleón, etc. Considerando, por una parte, que las sumas enormes que nos cuesta nuestro ejército de España empobrecen nuestro tesoro y obligan a nuestros pueblos a sacrificios que ya no pueden soportar; y considerando, por otra parte, que la administración española carece de energía y es nula en muchas provincias, lo que impide sacar partido de los recursos del país, y los deja, por el contrario, a beneficio de los insurgentes;p. xxviii hemos decretado y decretamos lo que sigue:
Título primero.
Del gobierno de Cataluña.
Art. 1.º El séptimo cuerpo del ejército de España tomará el título de ejército de Cataluña. 2.º La provincia de Cataluña formará un gobierno particular con el título de gobierno de Cataluña. 3.º El comandante en jefe del ejército de Cataluña será gobernador de la provincia y reunirá los poderes civiles y militares. 4.º La Cataluña queda declarada en estado de sitio. 5.º El gobernador queda encargado de la administración de la justicia y de la real hacienda, proveerá todos los empleos y hará todos los reglamentos necesarios. 6.º Todas las rentas de la provincia, en imposiciones ordinarias y extraordinarias, entrarán en la caja militar, a fin de subvenir a los sueldos y gastos de las tropas, y a la manutención del ejército.
Título segundo.
Del gobierno de Aragón. Segundo gobierno.
El general Suchet será gobernador de Aragón con toda la autoridad militar y civil; nombrará toda clase de empleados, hará reglamentos, etc., etc., y desde 1.º de mayo no enviará nuestro tesoro público fondos algunos para la manutención del ejército, sino que el país suministrará lo que necesite para él.
Título tercero.
Del gobierno de Navarra. Tercer gobierno.
La provincia de Navarra se llamará gobierno de Navarra.
p. xxixEl general Dufour será gobernador de Navarra, y conducirá allá los cuatro regimientos de su división: en cuanto a su autoridad y manutención del ejército, lo mismo que lo dicho con respecto a Aragón.
Título cuarto.
Del gobierno de Vizcaya. Cuarto gobierno.
La Vizcaya se llamará gobierno de Vizcaya.
El general Thouvenot será gobernador, y lo mismo que lo dicho respecto a Navarra.
Título quinto.
Los gobernadores de estos cuatro gobiernos se entenderán con el estado mayor del ejército de España en lo que tenga relación con las operaciones militares; pero en cuanto a la administración interior y policía, rentas, justicia, nombramiento de empleados y todo género de reglamentos, se entenderán con el emperador por medio del príncipe de Neufchatel, mayor general.
Título sexto.
Art. 1.º Todos los productos y rentas ordinarias y extraordinarias de las provincias de Salamanca, Toro, Zamora y León proveerán a la manutención del 6.º cuerpo del ejército, y el duque de Elchingen cuidará de que estos recursos sean bastantes para este fin, haciendo que todo se invierta en utilidad del ejército. 2.º Lo que produzcan las provincias de Santander y Asturias, para la manutención y sueldos de la división de Bonnet. 3.º Las provincias situadas desde el Ebro a los límites de la de Valladolid lo entregarán todo al pagador de Burgos para el sueldo y manutención de las tropas que allí haya, y gasto de las fortificaciones.p. xxx 4.º Las provincias de Valladolid y Palencia proveerán a la manutención y sueldo de la división de Kellermann. 5.º El duque de Elchingen y los generales Bonnet, Thiebaut y Kellermann se entenderán, en todo lo que tenga relación con las rentas de las provincias de su mando, con el emperador por medio del príncipe de Neufchatel. 6.º La ejecución de este decreto se encarga al príncipe de Neufchatel y a los ministros de la guerra, en la administración de la guerra, de rentas y del tesoro público.
Memoria de los Sres. Azanza y Ofarrill, pág. 177.
Algunas de estas cartas fueron interceptadas por las guerrillas cerca de Madrid y se insertaron en la Gaceta de la Regencia de Cádiz. Las hemos confrontado con la correspondencia manuscrita del Sr. Azanza, y las hemos encontrado del todo exactas. He aquí las que nos han parecido más importantes:
«Excmo Sr. — Ha llegado el caso de que yo pueda escribir a V. E. sobre asuntos que directamente nos conciernen. Antes de ayer por la tarde tuve una larga conversación con el Sr. duque de Cadore, ministro de relaciones exteriores, que anteriormente me había dicho quería comunicarme algo de orden del emperador. Referiré todo lo sustancial de esta conferencia, en la cual se tocaron varios puntos, y todos de importancia.
»Me dijo el ministro que S. M. I. no puede enviar más dinero a España, y es preciso que ese reino provea a la subsistencia y gastos de su ejército; que bastante hace en haber empleado 400.000 franceses en la reducción de España; que la Francia ha agotado su erario, habiendo enviado ahí desde el principio de lap. xxxi guerra más de 200 millones de libras; que nuestro gobierno no ha hecho uso de los recursos que ofrece el país para juntar fondos; que debieron exigirse contribuciones en Andalucía, especialmente en Sevilla y Málaga, y también en Murcia; que S. M. ha impuesto a Lérida una contribución de 6 millones de libras (no estoy cierto si fue esta cantidad u otra mayor la que me dijo); que debieron confiscarse los efectos ingleses encontrados en Andalucía, y S. M. I. está en el concepto de que solo los de Sevilla habrían importado 40 millones; que debió echarse mano de la plata de las iglesias y conventos; que en España ha de circular necesariamente mucho dinero del que han introducido los franceses y los ingleses, y del que ha venido de América; que el emperador siempre ha hecho la guerra sacando de los países que ha subyugado toda la manutención y gastos de sus ejércitos; que si no tuviera que emplear tantas tropas en la reducción de la España, habría licenciado muchas de ellas, y se habría ahorrado el dispendio que están ocasionando; que los fondos de nuestra tesorería no han tenido la inversión preferente que correspondía, es a saber, pagar las tropas que han de hacer la conquista y pacificación del reino; que ha habido muchas prodigalidades y gastos de lujo; que las gratificaciones justas pudieron suspenderse hasta los tiempos tranquilos y felices; que se mantienen estados mayores demasiado numerosos y costosos; que se han formado y forman cuerpos españoles, los cuales no solo son inútiles sino perjudiciales, porque además de absorber sumas que podrían tener provechosa aplicación, desertan sus individuos y pasan a aumentar la fuerza de los enemigos; y últimamente, que es excesiva la bondad con que el rey trata a los del partido contrario, concediéndoles gracias y ventajas, lo que solo sirve a disgustar y desalentar a los que desde el principio abrazaron el suyo.
»Estas son las principales especies que me dijo elp. xxxii ministro; y ahora expondré a V. E. las respuestas que yo le di. El punto más grave de todos, y el que a mi parecer ocupa más la atención del emperador, es el de querer excusar que de Francia vaya a España más dinero que los dos millones de libras mensuales, prefijados en las disposiciones anteriores. Acordándome de las notas que sobre este punto se pasaron estando yo encargado del ministerio de negocios extranjeros, y teniendo muy presente la situación de nuestras provincias y de nuestra tesorería, dije al ministro que el rey, mi amo, reconocía las grandes erogaciones que la guerra de España ocasionaba al erario de Francia, pero que veía con mucho dolor y sentimiento suyo ser imposible alcanzasen nuestros medios y nuestros recursos a libertarlo de esta carga; que las rentas ordinarias habían sido hasta ahora casi nulas, así porque no habían podido recaudarse sino en muy reducidos distritos sojuzgados, como porque aun en estos las continuas incursiones de los insurgentes y de las partidas de bandidos habían inutilizado los esfuerzos y diligencias de los administradores y cobradores; que en muchas partes los mismos generales y jefes de las tropas francesas habían servido de obstáculo al recobro de los derechos reales en lugar de auxiliarlo; que las provincias estaban arruinadas con las suministraciones de toda especie que habían tenido que hacer para la subsistencia, trasportes y hospitalidades de las tropas francesas, y con la cesación de todo tráfico de unos pueblos con otros; que cuantos fondos han podido juntarse, así por los impuestos antiguos como por los arbitrios y medios que se han excogitado, han sido destinados con preferencia a las necesidades del ejército francés, distrayendo únicamente algunas cortas sumas para la guardia real, la cual casi siempre ha estado en crecidos descubiertos, para la lista civil de S. M., que no ha sido pagada sino en una muy corta parte, y para otras atenciones urgentísimas, de modo que ni sep. xxxiii han pagado viudedades, ni pensiones, ni sueldos de retirados, y muchas veces ni los de los empleados más necesarios, pues ha habido ocasión en que los ministros mismos han estado durante cinco meses sin recibir los suyos por ocurrir a los gastos de las tropas.
»En cuanto a los recursos de que se supone haberse podido echar mano, achacando a impericia, falta de energía o excesiva contemplación del gobierno para con los pueblos el no haberse así ejecutado, he dicho al ministro que se han puesto en práctica cuantos han permitido las circunstancias; que es preciso no perder de vista, para juzgarnos, las circunstancias en que nos hemos hallado, esto es, que eran pocas las provincias sometidas, y muy rara o ninguna la administrada con libertad; que se han exigido contribuciones extraordinarias y empréstitos forzados donde se ha creído posible, venciendo no pequeños obstáculos; que había sido necesario no vejar ni apurar hasta el extremo las provincias sometidas, para conservarlas en su fidelidad y no dar, a las que estaban en insurrección, una mala idea de la suerte que las esperaba en el caso de su rendición; que habrían podido efectivamente sacarse más contribuciones, como lo hacen los generales franceses en las provincias que están administrando; pero que nunca hubieran producido lo suficiente a cubrir todos los gastos del ejército; especialmente demorándose este dos años y medio o más en los mismos parajes; que estas contribuciones no podrían repetirse, como lo enseñará la experiencia en Castilla y en León, porque en las primeras se agota todo el numerario existente y no se ve el modo de que prontamente vuelva a la circulación, sobre todo cuando las tropas están en movimiento, y la caja militar desembolsa sus fondos en distritos distantes de donde los ha recogido; que S. M. I. se convencerá de la imposibilidad de juntar caudales que sufraguen a todos los dispendios de la guerra, por lo que sucede en las provincias que estánp. xxxiv confiadas a la administración de generales franceses, quienes no podrán ser culpados ni de indolencia, ni de demasiado miramiento para con los pueblos, antes bien es de temer se valgan de durezas y violencias que ningún gobierno del mundo puede ejercer para con sus propios súbditos, aquellos con quienes ha de vivir, y cuya protección y amparo es su primer deber; y que lo que haya sucedido en Lérida tal vez no podrá servir de ejemplo en otras partes, porque, según he sabido aquí, en aquella plaza, creyéndose muy difícil su conquista, se había depositado el dinero y alhajas de muchos pueblos e iglesias; además de que todavía no se sabe que haya podido satisfacer toda la cantidad que se le ha impuesto.
»Hice presente al ministro que en Andalucía se habían exigido algunas contribuciones de que yo tenía noticia, pues en Granada, no obstante haberse entregado sin hacer la menor resistencia, se pidieron cinco millones de reales con el nombre de préstamo forzado, y en Málaga mucho mayor cantidad, parte de la cual me acuerdo haberse aplicado a la caja militar del 4.º cuerpo; que por haberme hallado ausente de Sevilla al tiempo de su rendición, no sé con exactitud lo que allí se hizo, pero estoy cierto de que se secuestraron, con intervención de las autoridades francesas, los efectos ingleses encontrados en aquella ciudad, y que lo mismo se hizo también en Málaga; que siempre los primeros cálculos del valor de géneros aprehendidos suelen ser muy abultados, como oí haber sucedido en Málaga a la entrada del general Sebastiani, y no será mucho que el concepto formado por S. M. I. sobre el importe de los de Sevilla estribe en las primeras relaciones exageradas que llegarían a su noticia.
»Como estoy bien informado de las diligencias activas que se han practicado para recoger la plata de las iglesias, y de los resultas que esta operación ha tenido, me hallé en estado de decir al ministro que este arbitriop. xxxv no se había descuidado; que no solo se había procurado recoger y llevar directamente a la casa de la moneda todas las alhajas de plata y oro encontradas en los conventos suprimidos sino también las que pertenecían a iglesias, catedrales, parroquiales y de monjas de todo el reino, dejando en ellas solamente los vasos sagrados indispensables para el culto; que este arbitrio no había sido tan cuantioso y productivo como se podría suponer, y nosotros mismos lo esperábamos; primero, porque todas las iglesias de los pueblos por donde habían transitado las tropas francesas, habían sido saqueadas y despojadas; segundo, porque las partidas de insurgentes o bandidos habían hecho otro tanto en los pueblos que habían ocupado o recorrido; y tercero, porque la plata de las iglesias vista en frontales, nichos o imágenes, aparece de gran valor y riqueza, y cuando va a recogerse y fundirse, se halla generalmente que es una hoja delgada dispuesta solo para cubrir la madera que le sirve de alma; y que este recurso, tal cual ha sido, y todos los otros que se han adoptado, son los que han dado los fondos con que se ha podido atender a las obligaciones imprescindibles de la tesorería, entre las cuales se ha contado siempre con preferencia la subsistencia, la hospitalidad y demás gastos de la tropa francesa.
»Sobre el mucho numerario que se piensa debe haber en circulación dentro de España, por el que han introducido los franceses y los ingleses, y el que ha venido de América, he asegurado al ministro que no se nota todavía semejante abundancia, sea que la mayor parte va a parar a los muchos cantineros y vivanderos franceses que siguen al ejército, sea que otra parte está diseminada entre nuestros vendedores de comestibles y licores, o sea, principalmente porque la moneda de cuño español haya desaparecido en el tiempo del gobierno insurreccional en pago de armamentos, vestuarios y otros efectos recibidos del extranjero, especialmentep. xxxvi de los ingleses, y de géneros que el comercio ha introducido. Confieso que en esta parte carezco de nociones bastante exactas, y que solo me he gobernado por los clamores y señales bien evidentes de pobreza que he presenciado por todas partes.
»Para satisfacer plenamente sobre el cargo o queja de que los fondos de nuestra tesorería no se han aplicado con preferencia a los gastos militares y se han empleado en prodigalidades y objetos de lujo, yo habría querido tener un estado que demostrase la inversión que se ha dado a todos los caudales introducidos en tesorería desde que el rey está en España, y creo que no sería muy difícil el que se me enviase esta noticia. Entonces vería esta corte qué cantidades se habían destinado a la guerra, y cuáles eran las que se habían distraído a superfluidades y a lujo. Entre tanto, no comprendiendo yo qué era lo que se quería calificar de prodigalidad y lujo, pues el rey nuestro señor no ha estado en el caso de hacer gastos excesivos con su lista civil, de que no ha cobrado, según creo, ni la mitad, y más presto ha carecido de lo que pide el decoro y el esplendor de la majestad, pude entender, por las explicaciones del ministro, que se hacía principalmente alusión a las gratificaciones que S. M. ha distribuido a algunos de sus servidores, tanto militares como civiles. En esta inteligencia, expuse que estas gratificaciones, hechas con el espíritu que se hacen todas de premiar servicios y estimular a que se ejecuten otros, en ninguna manera habían minorado los fondos de la tesorería aplicables a la guerra; pues habiendo consistido en cédulas hipotecarias, solo útiles para la adquisición de bienes nacionales, no podían servir para la paga del soldado ni otros dispendios que precisamente piden dinero efectivo. A esto me repuso el ministro que, pues las cédulas hipotecarias tenían un valor, este valor podía reducirse a dinero. Y mi contestación fue que por el pronto y hasta que, establecidap. xxxvii plenamente la confianza en el gobierno, se multipliquen las ventas de bienes nacionales, las cédulas se puede decir que no tienen un valor en numerario por la grande pérdida que se hace en su reducción; pero que no se ha omitido el arbitrio de la enajenación de bienes para ocurrir a los gastos del día, entre los cuales siempre los de guerra se han mirado como los primeros; antes bien, para poder conseguir por este medio algún fondo disponible, se han concedido ventajas a los que hicieran compras pagando una parte en efectivo; y así las cédulas hipotecarias dadas por gratificación, indemnización u otro título no han quitado el recurso que por el pronto los bienes nacionales podían ofrecer a la tesorería.
»Acerca de estados mayores que se suponen numerosos y costosos, he dicho al ministro que a mi juicio habían informado mal a S. M. I., que yo no creía que el rey hubiese nombrado más generales y oficiales de estado mayor que los que eran precisos, ni admitido de los antiguos más que aquellos que en justicia debían serlo, por haber abrazado el partido de S. M. y haberse mantenido fieles en él; y que estos últimos no habían consumido hasta ahora fondos de la tesorería, pues yo dudaba que a ninguno se le hubiese satisfecho todavía sueldo. También en este punto habría yo deseado hallarme más exactamente instruido, porque estoy en el concepto de que ha habido mucha exageración en lo que han dicho al emperador. Una relación por menor de todos los estados mayores, que me parece no sería difícil formase el ministerio de la guerra, desvanecería la mala impresión que puede haber en este particular.
»La opinión de que los regimientos y cuerpos españoles son perjudiciales porque desertan y van a engrosar el número de los enemigos después de ocasionar dispendios al erario, está aquí bastante válida, y de consiguiente se mira como prematura la formación dep. xxxviii ellos. Yo he representado al ministro que ninguna medida era más necesaria y política que esta, porque no hay gobierno que pueda existir sin fuerza; que aunque es cierto que al principio hubo mucha deserción, nunca fue tan absoluta o completa como se pondera; que cada vez ha ido siendo menor a medida que el espíritu público ha ido cambiando, y extendiéndose la reducción de las provincias; que actualmente es de esperar que será muy corta o ninguna, pues casi han desaparecido las masas grandes de insurgentes que tomaban el nombre de ejércitos, y solo quedan las partidas de bandidos que ofrecen poco atractivo a los que estén alistados bajo las banderas reales; que los cuerpos españoles empleados en guarniciones dejarían expeditas las tropas francesas para las operaciones de campaña, como lo deseaban los generales franceses, lamentándose de haber de tener diseminados sus cuerpos para conservar la tranquilidad en las provincias ya sometidas. El ministro pareció dudar de que hubiese generales franceses que conviniesen en la utilidad de la formación de cuerpos españoles, al paso que creía aprobaban la de guardias cívicas. Como yo sé positivamente que hay generales, y de mucha nota, que no solo opinan por la erección de cuerpos regulares, sino que la promueven y persuaden con ahínco, pude afirmar y sostener mi proposición. Pero yo desearía, por la importancia de este asunto, que los mismos generales hiciesen saber aquí su modo de pensar con los sólidos fundamentos en que lo pueden apoyar, porque nosotros no mereceremos en esta parte mucho crédito y, acaso, acaso, inspiraremos sospechas de mala naturaleza.
»Solo resta hablar de la sobrada bondad con que se dice haber tratado el rey a los del partido contrario, concediéndoles gracias y ventajas. Yo quise explicar al ministro las resultas favorables que había producido la amnistía general acordada a las Andalucíasp. xxxix cuando el rey penetró por la Sierra Morena; cómo su benignidad le ganó el corazón de los habitantes de aquellas provincias, y le facilitó la ocupación de ellas sin derramamiento de sangre, y con cuánta facilidad y prontitud terminó una campaña que habría sido la más gloriosa posible sin la desgraciada resistencia de Cádiz, fomentada por los ardides y por el oro de los ingleses; pero el ministro hizo recaer el exceso de la bondad de S. M. sobre algunos individuos que, habiendo seguido el partido contrario, obtuvieron mercedes y empleos en su real servicio. Dije entonces ser pocos los que se hallaban en este caso, y que estos eran sujetos notables por sus circunstancias y por el papel que habían hecho entre los insurgentes; que S. M. estimó conveniente hacer estos ejemplares para inspirar confianza en los que todavía vacilaban sobre prestarle su sumisión, y no ha tenido motivo hasta ahora de arrepentirse de haberlos colocado en los puestos que ocupan; que por todos medios se procuró debilitar la fuerza de los insurgentes, y no fue el menos oportuno el admitir al servicio de S. M. los generales y oficiales que voluntariamente quisiesen entrar en él, haciendo el correspondiente juramento de fidelidad; y que si esto ha desagradado a algunos de los antiguos partidarios del rey, es un egoísmo indiscreto que no ha debido estorbar la grande obra de reunir la nación.
»He referido a V. E. lo que se trató en mi conferencia con el Sr. duque de Cadore. Nada hablé yo ni sobre el número de tropas francesas empleadas en la guerra de España, ni sobre la cantidad de dinero que ha enviado el tesoro de Francia a este reino, ni sobre algunos otros puntos que tocó el ministro, porque no tenía datos seguros sobre ellos, ni creí que debían ser materia de discusión. Tenga V. E. la bondad de trasladarlo todo a S. M. para su soberana inteligencia, e indicarme lo que conforme a su real voluntad deberé añadir o rectificar en ocasiones sucesivas sobre estasp. xl mismas materias. No será mucho que a mí se me hayan escapado no pocas reflexiones propias a probar la regularidad, la prudencia y las sabias miras con que S. M. ha procedido en los particulares que han dado motivo a los reparos y observaciones que, de orden del emperador, se me han puesto por delante.
»Durante la conversación con el ministro, tuve ocasión de leerle la carta que el Sr. ministro de la guerra me remitió escrita por el intendente de Salamanca en 24 de marzo último, haciendo una triste pintura del estado en que se hallaba aquella provincia y de las dificultades que ocurrían para hacer efectivas las contribuciones impuestas por el mariscal duque de Elchingen. Y antes de levantar la sesión, le leí también la carta que el regente del consejo de Navarra dirigió al Sr. ministro secretario de estado, con fecha de 30 de abril, quejándose de la conducta que había tenido el gobernador Mr. Dufour, instigando al consejo de gobierno, erigido por él mismo, a que hiciera una representación o acto incompatible con la soberanía del rey. Sobre esto, sin aprobar ni desaprobar el hecho de Mr. Dufour, se me dijo solamente que los gobiernos establecidos en Navarra y otras provincias eran unas medidas militares. Volveré a tratar más de propósito de este asunto luego que tenga oportunidad. Dios guarde a V. E. muchos años. — París, 19 de junio de 1810. — Excmo. Sr. — El Duque de Santafé. — Excmo. Sr. ministro de negocios extranjeros.»
Señor: Me ha parecido conveniente enviar a V. M. abiertas las cartas que dirijo con un correo al ministro de negocios extranjeros por si quisiese enterarse de ellas antes de pasárselas. Por fin ya me hablan. Yo no noto acrimonia alguna en las explicaciones que se tienen conmigo. A mi juicio, las cartas que V. M. escribióp. xli al emperador y a la emperatriz con motivo del casamiento han surtido buen efecto. Nada me ha hablado todavía el emperador sobre negocios; pero cuando asisto al levé me saluda con bastante agrado. El ministerio español se había representado aquí por muchos como antifrancés. El difunto conde de Cabarrús era el que se había atraído mayor odio. Sobre esto me he explicado con algunos ministros, y creo que con fruto. Aunque parece indubitable el deseo de unir a la Francia las provincias situadas más acá del Ebro, y se prepara todo para ello, no es todavía una cosa resuelta, según el dictamen de algunos y se deja pendiente de los sucesos venideros. Juzgo, señor, que por ahora nada quiere de nosotros el emperador con tanto ahínco como el que no le obliguemos a enviar dinero a España. El estado de su erario parece que le precisa a reducir gastos. Debo hacer a Mr. Dennié la justicia de que en sus cartas habla con la mayor sencillez, sin indicar siquiera que haya poca voluntad de nuestra parte para facilitar los auxilios que necesita su caja militar.
¿Creerá V. M. que algunos políticos de París han llegado a decir que en España se preparaba una nueva revolución, muy peligrosa para los franceses; es, a saber, que los españoles unidos a V. M. se levantarían contra ellos? Considere V. M. si cabe una quimera más absurda, y cuán perjudicial nos podría ser si llegase a tomar algún crédito. Y espero que semejante idea no tenga cabida en ninguna persona de juicio, y que caerá prontamente, porque carece hasta de verosimilitud.
Dos veces he hablado al príncipe de Neufchatel sobre la justa queja dada por V. M. contra el mariscal Ney. En la primera me dijo que el emperador no le había entregado la carta de V. M., y significó que no era de aprobar la conducta del mariscal; y en la segunda me respondió que nada podía hacer en este asunto.
p. xliiSe ha sostenido aquí, por algunos días, la opinión de que los nuevos movimientos de la Holanda acarrearían la reunión de aquel país al imperio francés; pero ahora se cree que no se llegará a esta extremidad.
Sé con satisfacción que la reina, mi señora, experimenta algún alivio en las aguas de Plombières. Las señoras infantas gozan muy buena salud. He oído que la reina de Holanda está enferma de bastante cuidado en Plombières. Quedo como siempre con el más profundo rendimiento — Señor. — De V. M. el más humilde, obediente y fiel súbdito. — El duque de Santafé. — París, 20 de junio de 1810.
París, 22 de septiembre de 1810. — Señor. — Según nos ha dicho anoche el príncipe de Neufchatel, además de haberse declarado que a V. M. corresponde el mando militar de cualquiera ejército a que quisiese ir, se va a formar uno en Madrid y sus cercanías que estará a sus inmediatas órdenes; pero todavía nada ha resuelto S. M. I. sobre la abolición de los gobiernos militares, y restitución a V. M. de la administración civil. Sobre esto instamos mucho, conociendo que es el punto principal y más urgente. Nos ha dicho también el príncipe que ha comunicado órdenes muy estrechas, dirigidas a impedir las dilapidaciones de los generales franceses, y que se examine la conducta de algunos de ellos como Barthélemy.
El duque de Cadore, en una conferencia que tuvimos el miércoles, nos dijo expresamente que el emperador exigía la cesión de las provincias de más acá del Ebro por indemnización de lo que la Francia ha gastado y gastará en gente y dinero para la conquista de España. No se trata de darnos el Portugal en compensación. Nos dicen que de esto se hablará cuando esté sometido aquel país, y que aun entonces esp. xliii menester consultar la opinión de sus habitantes, que es lo mismo que rehusarlo enteramente. El emperador no se contenta con retener las provincias de más acá del Ebro, quiere que le sean cedidas. No sabemos si desistirá de esto como lo procuramos. Quedo con el más profundo respeto, etc. — (Sacada de la correspondencia manuscrita de Don Miguel José de Azanza, nombrado por el rey José duque de Santafé.)
Entre las cartas cogidas por los guerrilleros había algunas en cifra: las hemos leído descifradas en dicha correspondencia del Sr. Azanza, y nada añaden de particular.
París, 18 de mayo de 1810. — Excmo. Sr. — Es imponderable la impresión que han hecho en Francia las noticias publicadas en el Monitor sobre la aprehensión del emisario inglés, barón de Kolly, en Valençay, y las cartas escritas por el príncipe de Asturias. Cuando yo entré en Francia, en todos los pueblos se hablaba de esto. El vulgo ha deducido mil consecuencias absurdas. Lo que se cree por los más prudentes es que Kolly fue enviado de aquí, donde residió muchos años, para ofrecer sus servicios a la corte de Londres, y que consiguió engañarla perfectamente. El príncipe, por este medio, se ha desacreditado y hecho despreciable más y más para con todos los partidos. Se cree, no obstante, que el emperador piensa en casarle, y que tal vez será con la hija de su hermano Luciano. El prefecto de Blois, que ha estado muchos días en Valençay, me ha dicho que esto es verosímil y que él mismo ha visto una carta escrita recientemente por el emperador al príncipe en términos bastante amistosos, y asegurándole que le cumpliría todas las ofertas hechas en Bayona. El príncipe insta por salir de Valençay, y pide que se le dé alguna tierra, aunque sea hacia las fronteras de Alemania, lejos de las de España e Italia, y da muestras de sentirp. xliv y desaprobar lo que se hace en España a nombre suyo, o con pretexto de ser a su favor. — El duque de Santafé. — Sr. ministro de negocios extranjeros. (Sacada de la correspondencia manuscrita del Sr. Azanza.)
Carta de Fernando VII al emperador en 6 de agosto de 1809.
Señor. — El placer que he tenido viendo en los papeles públicos las victorias con que la Providencia corona nuevamente la augusta frente de V. M. Imperial y Real, y el grande interés que tomamos mi hermano, mi tío y yo en la satisfacción de V. M. Imperial y Real, nos estimulan a felicitarle con el respeto, el amor, la sinceridad y reconocimiento en que vivimos bajo la protección de V. M. Imperial y Real.
Mi hermano y mi tío me encargan que ofrezca a V. M. su respetuoso homenaje, y se unen al que tiene el honor de ser con la más alta y respetuosa consideración, señor, de V. M. Imperial y Real el más humilde y más obediente servidor. — Fernando. — Valençay, 6 de agosto de 1809.
(Monitor de 5 de febrero de 1810.)
Carta inserta en el Monitor de 26 de abril de 1810.
p. xlv
DEL
LIBRO DOCE.
«Portugal was reduced to the condition of a vassal state.»
(History of the war in the península, by W. F. P. Napier, vol. 3., pág. 372.)
El consejo de regencia de los reinos de España e Indias, queriendo dar a la nación entera un testimonio irrefragable de sus ardientes deseos por el bien de ella, y de los desvelos que le merece principalmente la salvación de la patria, ha determinado, en el real nombre del rey N. Sr. Don Fernando VII, que las cortes extraordinarias y generales mandadas convocar se realicen a la mayor brevedad, a cuyo intento quiere se ejecuten inmediatamente las elecciones de diputados que no se hayan hecho hasta este día, pues deberánp. xlvi los que estén ya nombrados y los que se nombren congregarse en todo el próximo mes de agosto en la real Isla de León; y hallándose en ella la mayor parte, se dará en aquel mismo instante principio a las sesiones, entre tanto se ocupará el consejo de regencia en examinar y vencer varias dificultades para que tenga su pleno efecto la convocación. Tendréislo entendido y dispondréis lo que corresponda a su cumplimiento. — Javier de Castaños, presidente. — Pedro, obispo de Orense. — Francisco de Saavedra. — Antonio de Escaño. — Miguel de Lardizábal y Uribe. — En Cádiz, a 18 de junio de 1810. — A Don Nicolás María de Sierra.
p. xlvii
DEL
LIBRO TRECE.
Manifiesto que presenta a la nación Don Miguel de Lardizábal y Uribe, impreso en Alicante, año de 1811, pág. 21.
Colección de los decretos y órdenes de las cortes generales y extraordinarias, tomo 1.º, pág. 1.ª y siguientes.
Zurita. — Anales de Aragón. — Libro 2.º, cap. 87 y siguientes.
Zurita. — Anales de Aragón. — Lib. 1.º, cap. 49 y 50.
Mariana. — Historia de España. — Lib. 19, cap. 15.
He aquí lo que refiere acerca de este asunto el manifiesto, o sea diario manuscrito de la primera regencia, que tenemos presente, extendido por Don Francisco de Saavedra, uno de los regentes y principal promotor de la venida del duque.
Día 10 de marzo de 1810. «En este día se concluyó un asunto grave, sobre que se había conferenciado largamente en los días anteriores. Este asunto, que traía su origen de dos años atrás, tuvo varios trámites, y se puede reducir en sustancia a los términos siguientes.
»Luego que se divulgó en Europa la feliz revolución de España, acaecida en mayo de 1808, manifestó el duque de Orleans sus vivos deseos de venir a defender la justa causa de Fernando VII; con la esperanza de lograrlos, pasó a Gibraltar en agosto de aquel año, acompañando al príncipe Leopoldo de Nápoles que parece tenía igual designio. Las circunstancias perturbaron los deseos de uno y otro; pero no desistió el duque de su intento. A principios de 1809, recién llegada a Sevilla la junta central, se presentó allí un comisionado suyo para promover la solicitud de ser admitido al servicio de España, y en efecto la promovió con la mayor eficacia, componiendo varias memorias que comunicó a algunos miembros de la central, especialmente a los Sres. Garay, Valdés y Jovellanos. No se atrevieron estos a proponer el asunto a la junta central, como se pedía, por ciertos reparos políticos; y a pesar de la actividad y buen talento del comisionado, no llegó este asunto a resolverse, aunque se trató en la sesión de estado; pero no se divulgó.
p. xlix»En julio de dicho año escribió por sí propio el duque de Orleans, que se hallaba a la sazón en Menorca, repitiendo la oferta de su persona; y expresando su anhelo de sacrificarse por la bella causa que los españoles habían adoptado. Entonces redobló el comisionado sus esfuerzos, y para prevenir cualquier reparo, presentó una carta de Luis XVIII, aplaudiendo la resolución del duque, y otra del Lord Portland, manifestándole, en nombre del rey británico, no haber reparo alguno en que pusiese en práctica su pensamiento de pasar a España o Nápoles a defender los derechos de su familia.
»En esta misma época llegaron noticias de las provincias de Francia limítrofes a Cataluña, por medio del coronel Don Luis Pons, que se hallaba a esta sazón en aquella frontera, manifestando el disgusto de los habitantes de dichas provincias, y la facilidad con que se sublevarían contra el tirano de Europa, siempre que se presentase en aquellas inmediaciones un príncipe de la casa de Borbón, acaudillando alguna tropa española.
»De este asunto se trató con la mayor reserva en la sección de estado de la junta, y se comisionó a Don Mariano Carnerero, oficial de la secretaría del consejo, mozo de muchas luces y patriotismo, para que, pasando a Cataluña, conferenciando con el general de aquel ejército y con Don Luis Pons, y observando el espíritu de aquellos pueblos, examinase si sería acepta a los habitantes de la frontera de Francia la persona del duque de Orleans, y si sería bien recibido en Cataluña. Salió Carnerero a mediados de septiembre, y en menos de dos meses evacuó la comisión con exactitud, sigilo y acierto. Trató con el coronel Pons y el general Blake, que se hallaban sobre Gerona, y observó por sí mismo el modo de pensar de los habitantes y de las tropas. El resultado de sus investigaciones, de que dio puntual cuenta, fue que el duquep. l de Orleans, educado en la escuela del célebre Dumourier y único príncipe de la casa de Borbón que tiene reputación militar, sería recibido con entusiasmo en las provincias de Francia, y que en Cataluña, donde se conservan los monumentos de la gloria de su bisabuelo y la reciente memoria de las virtudes de su madre, encontraría general aceptación.
»Mientras Carnerero desempeñaba su encargo, el comisionado del duque se marchó a Sicilia, adonde le llamaban a toda priesa. En el mismo intervalo se creó en la junta central la comisión ejecutiva, encargada, por su constitución, del gobierno. En esta comisión, pues, donde apenas había un miembro que tuviese la menor idea de este negocio, se examinaron los papeles relativos a la comisión de Carnerero. Todo fue aprobado, y quedó resuelto se aceptase la oferta del duque de Orleans, y se le convidase con el mando de un cuerpo de tropas en la parte de Cataluña que se aproxima a las fronteras de Francia; que se previniese a aquel capitán general lo conveniente por si se verificaba; que se comisionase para ir a hacer presente a dicho príncipe la resolución del gobierno al mismo Carnerero, y que se guardase el mayor sigilo ínterin se realizase la aceptación y aun la venida del duque, por el gran riesgo de que la trasluciesen los franceses.
»Ya todo iba a ponerse en práctica, cuando la desagraciada acción de Ocaña y sus fatales resultados suspendieron la resolución de este asunto, y sus documentos originales, envueltos en la confusión y trastorno de Sevilla, no se han podido encontrar. Por fortuna se salvaron algunas copias, y por ellas se pudo dar cuenta de un negocio nunca más interesante que en el día.
»El consejo, pues, de regencia, enterado de estos antecedentes, y persuadido, por las noticias recientemente llegadas de Francia de todas las fronteras, yp. li por la consideración de nuestro estado actual, de lo oportuna que sería la venida del duque de Orleans a España, determinó: que se lleve a debido efecto lo resuelto y no ejecutado por la comisión ejecutiva de la central en 30 de noviembre de 1809; que, en consecuencia, condescendiendo con los deseos y solicitudes del duque, se le ofrezca el mando de un ejército en las fronteras de Cataluña y Francia; que vaya para hacérselo presente el mismo Don Mariano Carnerero, encargado hasta ahora de esta comisión, haciendo su viaje con el mayor disimulo para que no se trascienda su objeto; que, para el caso de aceptar el duque esta oferta, hasta cuyo caso no deberá revelarse en Sicilia el asunto a nadie, lleve el comisionado cartas para nuestro ministro en Palermo, para el rey de Nápoles y para la duquesa de Orleans, madre; que se comunique desde luego todo a Don Enrique O’Donnell, general del ejército de Cataluña, y al coronel Don Luis Pons, encargándoles la reserva hasta la llegada del duque. Últimamente, para que de ningún modo pueda rastrearse el objeto de la comisión de Carnerero, se dispuso que se embarcase en Cádiz para Cartagena, donde se previene esté pronta una fragata de guerra que le conduzca a Palermo, y traiga al duque a Cataluña.»
Día 20 de junio. «A las siete de la mañana llegó a Cádiz Don Mariano Carnerero, comisionado a Palermo para acompañar al duque de Orleans, en caso de venir, como lo había solicitado repetidas veces y con el mayor ahínco, a servir en la justa causa que defendía la España. Dijo que la fragata Venganza, en que venía el duque, iba a entrar en el puerto; que habían salido de Palermo, en 22 de mayo, y llegado a Tarragona, que era el puerto de su destino; que puntualmente hallaron la Cataluña en un lastimoso estado de convulsión y desaliento con la derrota del ejército delante de Lérida, la pérdida de esta plaza y el inesperado retirop. lii que había hecho del ejército el general O’Donnell; que, sin embargo que en Tarragona fue recibido el duque con las mayores muestras de aceptación y de júbilo por el ejército y el pueblo, que su llegada reanimó las esperanzas de aquellas gentes, y que aún clamaban porque tomase el mando de las tropas, él juzgó no debía aceptar un mando que el gobierno de España no le daba, y que aun su permanencia en aquella provincia, en una circunstancia tan crítica, podría atraer sobre ella todos los esfuerzos del enemigo. En vista de todo, se determinó a venir con la fragata a Cádiz, a ponerse a las órdenes del gobierno. En efecto, el duque desembarcó, estuvo a ver a los miembros de la regencia, y a la noche se volvió a bordo.»
Día 28 de julio. «El duque de Orleans se presentó inesperadamente al consejo de regencia, y leyó una memoria en que, tomando por fundamento que había sido convidado y llamado para venir a España a tomar el mando de un ejército en Cataluña, se quejaba de que habiendo pasado más de un mes después de su llegada, no se le hubiese cumplido una promesa tan solemne; que no se le hubiese hablado sobre ningún punto militar, ni aun contestado a sus observaciones sobre la situación de nuestros ejércitos, y que se le mantuviese en una ociosidad indecorosa. Se quiso conferenciar sobre los varios particulares que incluía el papel, y satisfacer a las quejas del duque; pero pidió se le respondiese por escrito, y la regencia resolvió se ejecutase así, reduciendo la respuesta a tres puntos: 1.º Que el duque no fue propiamente convidado sino admitido, pues habiendo hecho varias insinuaciones, y aun solicitudes, por sí y por su comisionado Don Nicolás de Broval, para que se le permitiese venir a los ejércitos españoles a defender los derechos de la augusta causa de Borbón, y habiendo manifestado el beneplácito de Luis XVIII y del reyp. liii de Inglaterra, se había condescendido a sus deseos con la generosidad que correspondía a su alto carácter; explicando la condescendencia en términos tan urbanos que más parecía un convite que una admisión. 2.º Que se ofreció dar al duque el mando de un ejército en Cataluña cuando nuestras armas iban boyantes en aquel principado y su presencia prometía felices resultados; pero que desgraciadamente su llegada a Tarragona se verificó en un momento crítico, cuando se había trocado la suerte de las armas, y se combinaron una multitud de obstáculos que impidieron cumplirle lo prometido, y que tal vez se hubieran allanado si el duque, no dándose tanta priesa a venir a Cádiz, hubiese permanecido allí algún tiempo más. 3.º Que el gobierno se ha ocupado y ocupa seriamente en proporcionarle el mando ofrecido, u otro equivalente; pero que las circunstancias no han cuadrado hasta ahora con sus medidas.»
Día 2 de agosto. «A primera hora se trató acerca del Duque de Orleans, a quien por una parte se desea dar el mando del ejército, y por otra parte se halla la dificultad de que la Inglaterra hace oposición a ello. En efecto, el embajador Wellesley ha insinuado ya, aunque privadamente, que en el instante que a dicho duque se confiera cualquiera mando o intervención en nuestros asuntos militares o políticos, tiene orden de su corte para reclamarlo...»
Día 30 de septiembre. «El duque de Orleans vino a la Isla de León y quiso entrar a hablar a las cortes; pero se excusaron de admitirle, y sin avisar ni darse por entendido con la regencia, se volvió en seguida a Cádiz. Casi al mismo tiempo se pasó orden al gobernador de aquella plaza para que con buen modo apresurase la ida del duque. Se recibió respuesta de este al oficio que se le pasó en nombre de las cortes, y decía en sustancia, en términos muy políticos, que se marcharía el miércoles 3 del próximo mes.»
p. livDía 3 de octubre. «A la noche se recibió parte de haberse hecho a la vela para Sicilia la fragata Esmeralda, que llevaba al duque de Orleans, y se comunicó inmediatamente a las cortes.»
Colección de los decretos y órdenes de las cortes, tom. 1.º, pág. 10.
Colección id., tomo 1.º, pág. 14 y siguientes.
Manifiesto manuscrito de la primera regencia.
Colección de los decretos y órdenes de las cortes, tomo 1.º, pág. 19.
Véase el manifiesto de la junta superior de Cádiz.
Colección de los decretos y órdenes de las cortes, tomo 1.º, pág. 32 y siguientes.
Colección id., tomo 1.º, pág. 37 y siguientes.
Diario de las discusiones y actas de las cortes, tomo 2.º, pág. 153 y siguientes.
Colección de las decretos y órdenes de las cortes, tomo 1.º, pág. 72 y 73.
Fin del tomo III.
p. lvii
DEL TOMO TERCERO.
PÁGINAS. | DICE. | LÉASE. |
— | — | — |
Pág. 48, lín. 5, | internarse mas | internarse más, |
Pág. 58, lín. 21, | Zuaim | Znaim |
Pág. 98, lín. 17, | entubrió | enturbió |
Pág. 117, lín. 12, | combalecientes | convalecientes |
Pág. 119, lín. 14, | pariguelas | parihuelas |
Pág. 120, lín. 8, | Ocurieron | Ocurrieron |
Pág. 171, lín. 15, | campo | campos |
Pág. 199, lín. 12, | Casco | casco |
Pág. 242, lín. 6, | alcázar | Alcázar |
Pág. 260, lín. 20, | Saliolos | Salioles |
Pág. 280, lín. 24, | atrincheramientos, | atrincheramientos; |
Pág. 299, lín. 31, | requebrajáronse | resquebrajáronse |
Pág. 358, lín. 5, | mal de su agrado | mal de su grado |
Pág. 370, lín. 28, | da las | de las |
Pág. 406, lín. 31, | que les animaba | que los animaba |
Pág. 425, lín. 25, | a las que | a los que |
Pág. 427, lín. 19, | ajuntamiento | ayuntamiento |
Pág. 432, lín. 2, | Freybery | Freyberg |
Pág. 438, lín. 15, | partido de Caco | partido de Coro |
Pág. 443, lín. 10, | le había | les había |
Pág. 445, lín. 4, | quietos | quitos |
Pág. 449, lín. 22, | declarada | del orador |
Pág. 450, lín. 6, | las suyas | los suyos |
Pág. 463, lín. 15, | a callar | a acallar |
Pág. 467, lín. 13, | Gerdoa | Gordoa |
Pág. 468, lín. 7, | virud | virtud |
Pág. 475, lín. 28, | Resumimos | Presumimos |
Pág. 476, lín. 6, | Marlaix | Morlaix |
Ibid. lín. 7, | Mr. Maustier | Mr. de Moustier |
Pág. 479, lín. 17, | sútil | sutil |
Pág. 480, lín. 17, | encontado | encontrado |
Pág. 486, lín. 30, | «¿quien | ¿quien |
APÉNDICES. | ||
— | ||
Ap. lib. 11, n.º 1. | τὺ | τὸ |
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