Title: España y América: estudios históricos y literarios
Author: Antonio Sánchez Moguel
Release Date: August 31, 2023 [eBook #71533]
Language: Spanish
Credits: Adrian Mastronardi and the Online Distributed Proofreading Team at https://www.pgdp.net (This file was produced from images generously made available by The Internet Archive)
[Pg iii]
SÁNCHEZ MOGUEL
ESTUDIOS HISTÓRICOS Y LITERARIOS
MADRID
IMPRENTA Y LITOGRAFÍA DEL ASILO DE HUÉRFANOS
DEL SAGRADO CORAZÓN DE JESÚS
Juan Bravo, núm. 5.
1895
Si interesante es el libro publicado hace un año por D. Antonio Sánchez Moguel con el título de Reparaciones históricas, no lo es menos el que acaba de dar á luz con el de España y América, libro que bien pudiera considerarse como segunda parte de aquel primero, y cuyo examen é informe, para los efectos del Real decreto de 12 de Marzo de 1875, me han sido encomendados por nuestro digno Presidente, Director de esta Real Academia.
Si la intención patriótica, también, en que se inspiraba aquel escrito era laudable, como[Pg iv] dirigida á estimular tendencias á la conciliación que vienen observándose entre portugueses y españoles, tan plausible es y del momento la nueva tarea emprendida por nuestro erudito compañero para reanudar y apretar los lazos que nos unieron y debieran para siempre unirnos con nuestros también hermanos de América, aquellos cuyos Estados formaron parte de la Monarquía española hasta principios del presente siglo.
Allí, la historia peregrina de los desdichados amores de Inés de Castro y la de su legendaria coronación después de muerta; la de la Santa Reina de Portugal, nieta de Jaime el Conquistador, y la de Doña Blanca, que lo era de Alfonso el Sabio; con otras varias de compatriotas nuestros y de portugueses tan dignos de memoria perdurable como el Dr. Eximio, Fray Luis de Granada y el Infante Don Enrique, Nuño Álvarez Pereira y muchos más entre unos y otros. Aquí, por otro lado, las gestas de los más insignes descubridores del Nuevo Mundo, las de los que más[Pg v] favorecieron el portentoso y entonces incomprensible proyecto de Colón, y el examen y juicio de los congresos, certámenes y fiestas con que se celebró en Europa y América el cuarto centenario del descubrimiento de tan hermosa parte del globo.
El pensamiento no puede ser más feliz ni más conveniente, y su desarrollo y ejecución corresponden á tan patriótico objeto.
Decíamos en un escrito á propósito del primero de esos libros: «El Sr. Sánchez Moguel tiende precisamente á convencer á los portugueses de que ni ahora ni nunca han debida ver en los españoles, y menos en nuestros soberanos, los desdenes, mala voluntad y rigores que se han forjado en su acalorada y recelosa imaginación. Amante de aquel país, á punto de haberse hecho aquí proverbiales sus aficiones lusitanas, lo ha estudiado detenidamente en las varias expediciones que sin otro objeto ha hecho á él, y ha podida comprobar, así como los prejuicios que suponía, el giro reciente que se verifica en los de[Pg vi] muchos, y la consistencia de las ideas de conciliación, verdaderamente patrióticas, que van arraigando en las clases más ilustradas, en el mundo científico, sobre todo, y literario del reino portugués. Y siendo las glorias que pudiéramos decir peninsulares comunes, no pocas veces, á las dos naciones, nuestro Académico de la Historia ha procurado no deslindarlas como han hecho otros, excitados quizás por imprudentes controversias, sino amalgamarlas, para así concentrar en una general las aspiraciones más legítimas de ambas.»
Pues bien: de igual modo, con idea parecida y procedimiento en nada desemejante, procura el Sr. Sánchez Moguel atraer los americanos á su antigua metrópoli, lo mismo en las conferencias celebradas por el Ateneo de Madrid, á cuyo éxito en ese sentido contribuyó eficazmente, como en los varios escritos que dio á luz en La Ilustración Española y Americana, algunos de los cuales aparecen en el libro sometido al examen de esta Academia,[Pg vii] y no pocos nuevos ó inéditos que ahora se presentan en él.
Y ciertamente que el tino, como antes he indicado, en la ejecución ha correspondido al fin á que se dirigía tan excelente pensamiento.
Cada capítulo del nuevo libro de nuestro asiduo colaborador en los trabajos encomendados á la Academia, exigiría un comentario tan extenso y erudito como el capítulo mismo, y, en algunos, como el libro entero, de haber de apreciar debidamente la importancia que entrañan casi todos, el espíritu en que se inspiran y la forma y adornos de que están revestidos. La vasta erudición de su autor, el dominio absoluto, si cabe, del asunto, y la dificilísima facilidad que posee para darlo á conocer tan clara como lacónicamente, hacen del libro del Sr. Sánchez Moguel uno en gran parte nuevo por las investigaciones, nuevas también, que contiene, y comentario breve quizás de cuanto se ha escrito y discutido sobre la historia del descubrimiento de América, la de los más conspicuos personajes que[Pg viii] en él intervinieron, y la de cuantos, al celebrarse en el pasado año de 1892, lo aplaudieron y ensalzaron en congresos, academias, libros, revistas y periódicos.
Todo eso se necesita, y una gran perseverancia y aptitudes de investigación y crítica, hasta fortuna para ejercitarlas, si ha de darse vado á obra que abarca tan distintos asuntos, aunque todos estén dentro del general y sintético que dió motivo al Centenario del hallazgo de Colón en las tinieblas del Atlántico. Las conferencias americanistas del Ateneo, que se extendieron al estudio é historia de regiones que no llegó á ver Colón, abren el campo á las investigaciones de nuestro ilustrado colega; y arrancando también de aquel palenque literario, aparece en su libro la acción de los Reyes Católicos en tan estupendo suceso, acción reciamente disputada por el espíritu de regionalismo, no sé si útil ó pernicioso en España. La personalidad, después, del Rey Fernando, la del célebre Almirante de las Indias, tan expuesta desde el día, y aun antes[Pg ix] también de su maravilloso descubrimiento, á los tiros de sus émulos; la de varios de los que en esferas más ó menos elevadas, unos guiados por la luz de una inteligencia superior, como el Cardenal Mendoza y Fray Diego de Deza, por ejemplo, y cegados otros por su ignorancia ó torpes preocupaciones de escuela; la de ilustres varones tan hábiles como esforzados, cuales Pedro de Valdivia y Gonzalo Jiménez de Quesada, historiadores, dramaturgos y hasta egregias damas, pendencieras amazonas y monjas literatas, contribuyendo todas á la historia de América y su esclarecimiento, son tratadas por el Sr. Sánchez Moguel con la más severa imparcialidad y con tino, en mi concepto, suficiente para darlas á conocer en su verdadera significación, que en este caso pudiéramos calificar de americanista.
La patria de Colón, su españolismo y el concepto que de él se ha formado en las publicaciones italianas del Centenario, han sido también objeto de examen especial en el libro á[Pg x] que se refiere este informe; examen á veces detenido, como sucede en el primero y tercero de esos tres capítulos, así por la importancia que se ha dado al conocimiento del lugar en que nació el insigne nauta, como por la grandísima que tiene la Raccolta di documenti e studi publicati dalla R. Commisione colombiana del quarto centenario dalla scoperta dell’ America.
No será quien esto escribe el que meta su hoz en mies cuya siega corresponde á otro, y menos en la confiada á la peritísima mano de un distinguido compañero, muy versado en materias americanistas, ajenas á mis estudios predilectos; limitándome así á manifestar que el Sr. Sánchez Moguel, después de definir la composición de la junta de hombres ilustres encargada de la Raccolta, señala los trabajos á que se debía dedicar con cuantos detalles pueden necesitarse para formar idea exacta de una obra en cuyo elogio acaba por decir: «De todos modos, la Raccolta merece bien de los estudios históricos, y será, en lo sucesivo, una de las fuentes más copiosas[Pg xi] para los futuros trabajos colombinos, en los que, sin convencionales y mezquinas divisiones de nación ó de secta, se estudie el descubrimiento de América á la luz de la ciencia y dentro únicamente de los sagrados fueros de la verdad histórica.»
Lo cual quiere decir también que, transcurridos cuatro siglos y después de haberse escrito y publicado tantos y tan voluminosos y, al parecer, concienzudos trabajos sobre Colón y su admirable descubrimiento, estamos todavía muy lejos de oir la última palabra. Pasan días y días en disputas, no pocas veces enojosas por la pasión que las provoca y la candente también que las mantiene, para, al pensar que sacudimos un error, caer quizás en ciento sobre puntos esencialísimos de una polémica que viene el Sr. Sánchez Moguel á decirnos que durará todavía largo tiempo.
El deseo, repito, de hallar motivos de conciliación entre España y las repúblicas hispano-americanas ha conducido al Sr. Sánchez Moguel á recoger cuantas noticias nos llegan[Pg xii] del Nuevo Mundo sobre las muestras de simpatía que allí se nos dieron al celebrarse el Centenario. Y para mejor satisfacer su patriótico anhelo, evoca en su libro el recuerdo de los honores tributados en Chile y el Perú á la memoria de Valdivia y de Pizarro; allí, coronando la ciudad de Santiago con la estatua del bravo conquistador de aquella tierra venturosa, y en Lima dando so las naves de la Catedral digna sepultura á los restos gloriosísimos de su insigne fundador.
Ese afán lleva al Sr. Sánchez Moguel á, recordando lo de la estatua de Valdivia, exclamar en su libro: «Aún no tienen estatuas: en Méjico, Hernán Cortés; en Lima, Pizarro; en Bogotá, Quesada; en Buenos Aires, Garay; y así otros grandes conquistadores de pueblos y fundadores de ciudades. Lejos de mi ánimo acusar de ingratas, sino de perezosas, á las naciones que se encuentran en este caso. Estoy seguro de que no ha de tardar mucho tiempo en que todas honrarán á sus conquistadores, como Chile á Valdivia.»
[Pg xiii]
No es poco lo que, en su patriotismo, pretende el Sr. Sánchez Moguel. Es verdad que debe animarle á ello el discurso, que también estampa, del Alcalde de Lima al entregar en la Catedral los restos de Pizarro, en el que se dice: «Don Francisco Pizarro fué el conquistador del Perú, el fundador de esta capital, el que en sus propios hombros cargó el primer madero que sirvió para la fabricación del templo en que nos encontramos; y, lo que es más, fué el que nos legó la Religión que profesamos, dándonos hasta su última hora pruebas del respeto y de la veneración que tenia por ella; pues recordaréis que besando la Cruz del Calvario, que con su propia sangre y puño había formado para elevar sus preces al Todopoderoso, exhaló su último aliento.
Esto es para alentar al más escéptico en la obra que parece proponerse nuestro digno compañero.
La contestación al discurso leído por el señor Asensio el día de su recepción en esta Academia, cierra el libro España y América,[Pg xiv] de que voy dando cuenta; y, como tan recientemente pronunciada, es muy conocida para que haya de recordar yo ahora las bellezas en que abunda. La Academia la premió en aquella solemnidad con sus aplausos.
Aun por este, mejor que extracto, breve índice de los asuntos tratados en el nuevo libro del Sr. Sánchez Moguel, se hace fácil conjeturar cuáles sean las condiciones históricas que puedan avalorarlo en el concepto público, una vez destinado á tomar carta de naturaleza en las bibliotecas del Estado y populares, donde será muy útil su lectura, tan instructiva como amena.
Porque bajo este último aspecto, el de su amenidad, el libro ofrece atractivos que en nada ceden á los del científico, ya por la variedad de asuntos, ya por lo fácil, según dije antes, de su exposición, lo conciso y propio del lenguaje y lo elegante del estilo en que está escrito.
Un poco dogmático el autor, como dedicado al ejercicio de la cátedra, y batallador á veces[Pg xv] por propia índole y la de su tierra natal, que tan hiperbólicamente nos describe en el último capítulo, no se entrega, sin embargo, á exponer las ideas y doctrina que abriga sobre las cuestiones interesantísimas en que se ocupa sin cuidarse de confirmarlas con documentos y datos de grande autoridad. Allá se las avenga con los que no acepten esas ideas; que no le faltará, como al Sr. Asensio y tantos otros de la misma escuela, quien las desapruebe y rechace. No entra en mi cometido la misión de discutirlas, dando á este informe las proporciones de un libro tan voluminoso como el que estoy describiendo; pero, de un modo ú otro, el del Sr. Sánchez Moguel nunca dejará de ofrecer un grandísimo interés y enseñanzas verdaderamente magistrales.
En resumen: el de España y América es un libro que reune todas las condiciones exigidas en el Real decreto de 12 de Marzo de 1875, siendo original, de relevante mérito y de utilidad para las Bibliotecas, según terminantemente previene aquella soberana disposición. La[Pg xvi] Academia, pues, podría recomendarlo á la Dirección general de Instrucción pública para que adquiriese el número de ejemplares que exige el mejor servicio del Estado en sus centros literarios y bibliotecas populares.
Esta es, al menos, la opinión del que suscribe[1].
[1] Leido este informe en junta celebrada por la Real Academia de la Historia el 28 de Junio, fué aprobado por unanimidad.
Madrid 28 de Junio de 1895.
José Gómez de Arteche.
[Pg 1]
[2] Discurso resumen leído el 19 de Junio de 1892.
Señoras y Señores:
El Ateneo de Madrid, que desde hace más de medio siglo viene consagrando á la cultura de la patria el concurso meritorio de sus luces; que, fiel á sus tradiciones, había de contribuir al cuarto Centenario del descubrimiento de América en el modo y forma más adecuados á su instituto; que, á este fin, estimó preferible á toda obra la de preparar al país para la celebración del Centenario, mediante una serie de conferencias públicas relativas al descubrimiento, conquista y civilización del Nuevo Mundo, hoy, que esta[Pg 2] obra toca felizmente á su término, al considerar los resultados obtenidos, al ver que oradores y escritores de toda filiación política y científica, militares y marinos, sacerdotes y seglares; y lo que es más hermoso todavía, americanos, portugueses y españoles, en armonioso concierto, han contribuído un día y otro día, durante dos años, á la ejecución de su pensamiento, se complace en publicar solemnemente su gratitud á todos y cada uno de sus generosos cooperadores, y en declarar muy alto que es su deseo, su aspiración más viva, que la campaña terminada no sea la última, sino la primera en pro de la fraternidad de los pueblos peninsulares y de sus hijos al otro lado del Atlántico.
Si la empresa de España y de Colón puso en contacto dos continentes, sea la conmemoración del singular acontecimiento el hecho venturoso que estreche los vínculos de uno y otro mundo; vínculos más apretados y duraderos que los antiguos de la conquista: los indestructibles vínculos de la fraternidad y del derecho.
Empequeñecidos por nuestras discordias, viviendo casi en exclusivo para los intereses y las luchas del momento, al acercarse el cuarto[Pg 3] Centenario de nuestra gloria mayor, habíamos ya casi perdido la conciencia de la solidaridad nacional, los alientos para los combates regeneradores, la esperanza en los destinos de la patria, y hasta la memoria de lo que fuimos y de lo que hicieron nuestros padres.
Ni en la cátedra ni en los libros, bien lo sabéis, la historia del descubrimiento de América ha tenido hasta ahora la plaza que en justicia le corresponde. Si doctas corporaciones, como la Real Academia de la Historia y la Sociedad Geográfica, han consagrado alguna parte de su labor al estudio de la historia americana; si no han faltado nunca en nuestra patria entendidos americanistas, los trabajos de éstos y las publicaciones de aquéllas, apenas si habían trascendido más allá del contado número de los eruditos. La gran mayoría de los españoles, ignorante de estos estudios, satisfacía su escasa curiosidad por las cosas americanas en libros más novelescos que históricos; y hubiera llegado seguramente á los días del Centenario incapacitada para conmemorar dignamente hechos que ignoraba ó que conocía únicamente en relatos superficiales ó fabulosos, que es peor todavía.
Era, pues, necesario, imprescindible, despertar[Pg 4] la atención y el interés del país por el conocimiento positivo y completo de la empresa descubridora, y esclarecer una por una, en numerosas conferencias, las cuestiones que entraña su estudio.
Estas conferencias, primero en los oyentes, después impresas, en toda clase de lectores responderían amplia y eficazmente á las exigencias de la cultura general, con tanto mayor motivo, cuanto que ninguna corporación había pensado en llenar este vacío. Las empresas imaginadas ó acometidas por los centros oficiales y particulares, exposiciones, monumentos, congresos, certámenes, publicaciones bibliográficas y eruditas, trabajos indudablemente valiosos, pero de distinta clase, y destinados todos para los días mismos del Centenario, estaban bien lejos de proponerse la preparación de este gran acontecimiento, ilustrando desde luego á la nación mediante una serie especial de conferencias apropiadas al efecto.
Para promoverla y llevarla á cabo, ninguna corporación tan adecuada como el Ateneo de Madrid, centro de la cultura nacional, tribuna siempre abierta á la libre propagación de todas las doctrinas, preparación y complemento al par de la vida científica de las demás corporaciones.[Pg 5] La separación entre lo oficial y lo particular, como las divisiones en partidos, sectas y escuelas, son extrañas á su instituto. Templo de la tolerancia, caben en él todas las ideas, como en el Panteón romano todos los dioses.
Su historia es la historia del progreso intelectual en nuestra patria. Político, filosófico y literario, principalmente, en sus orígenes, siguiendo después las fases y etapas de la evolución científica, fué luego cultivador de las ciencias históricas. Si éstas, en tiempos anteriores, no tuvieron la vida fecunda de las ciencias morales y políticas, y las exactas, físicas y naturales, que contaban desde la fundación de este Centro con secciones propias, hay que reconocer en justicia que de algunos años acá alcanzan en sus tareas igual ó semejante participación que estas otras ciencias, sobre todo desde el establecimiento de una sección especial de Ciencias históricas. Autor de este pensamiento, me es muy grato poder asegurar que el Ateneo entero lo acogió favorablemente desde el primer instante, como se reciben siempre las ideas que sólo necesitan ser enunciadas para pasar de la categoría de proyectos á la de hechos consumados.
Interesantes y animadas discusiones sobre[Pg 6] materias históricas, así como las notables conferencias dadas durante los cursos de 1885 á 1886 y de 1886 á 1887, sobre La España del siglo XIX, aseguraron á los estudios históricos en la vida del Ateneo la participación que les correspondía y que hoy alcanzan en el movimiento científico contemporáneo.
El Centenario del descubrimiento de América debía llevar con preferencia la atención á la historia del Nuevo Mundo, á sentir la necesidad de darle entrada en la labor histórica del Ateneo, y al pensamiento de cooperar á la celebración del Centenario con el importante contingente de sus valiosos elementos. La bondad del Ateneo, elevándome á la presidencia de la sección de Ciencias históricas, en Junio de 1890, me proporcionó la honra de iniciar ya entonces esta obra, cuya ejecución me fué luego encomendada, y en la que he venido ocupándome hasta el día, no sé si con cabal acierto, pero sí con verdadera solicitud y entusiasmo.
Ante todo, las conferencias debían corresponder cumplidamente á la naturaleza del Centenario, que no era, como algunos habían dado en apellidarle, Centenario de Colón, sino Centenario del descubrimiento de América, y que[Pg 7] comprendía, por lo tanto, no sólo los primeros descubrimientos del gran navegante, por principales que fuesen, sino también los verificados con posterioridad, así como los precedentes que pudieran tener en tiempos anteriores. Tampoco, por celebrarse en España, habían de reducirse los estudios á los descubrimientos de los españoles, sino abarcar igualmente todos los relativos á la tierra americana verificados por otras gentes, y asimismo los relacionados íntimamente con ellos en África, Asia y Oceanía. Por último, el examen de los descubrimientos, para ser completo, debía enlazarse con el conocimiento de la América prehispánica: el suelo, la flora, la fauna, las razas, las civilizaciones; del mismo modo que con el de la obra europea en América: conquistas, colonización, instituciones; en suma, debía estudiarse la historia americana, ya que no hasta la emancipación colonial, al menos en los primeros tiempos, y, como coronamiento de este vasto estudio, las influencias que en la vida de Europa vino á ejercer á su vez el descubrimiento de América, por ejemplo, en las ciencias geográficas, las ciencias médicas, etc., etc.
Obra, en primer término, eminentemente nacional, no debía el Ateneo limitarse en su[Pg 8] ejecución á sus propias fuerzas, á la labor exclusiva de sus socios, sino, por el contrario, solicitar la cooperación de todas las personas competentes del país, ya conocidas por sus trabajos americanistas, ya entendidas en estudios históricos, que pudieran cultivar ahora los referentes á América, dando así á estos estudios la extensión y alcance que no tenían en nuestra patria.
Á todas, importa decirlo, á todas igualmente se dirigió el llamamiento del Ateneo, sin distinción de clases, doctrinas y partidos: todas, con excepciones contadísimas, respondieron á este patriótico llamamiento: la Iglesia, la Marina, el Ejército, las Corporaciones científicas y literarias, oficiales y particulares, especialmente la Universidad Central, la Academia de la Historia y la Sociedad Geográfica. Algunos de los conferenciantes, como el Sr. Pí y Margall, hacía ya muchos años que estaban alejados por completo de la vida ateneística; otros, como el Sr. Marqués de Cerralbo, no habían atrevesado ni una vez siquiera los umbrales del Ateneo. Por vez primera en España, historiadores, geógrafos, literatos, naturalistas, han tomado parte juntos en una misma obra: la obra gloriosa de nuestros padres.
[Pg 9]
Ninguna institución tan elevada como la Iglesia, ni de tan considerable influjo en la vida de la nación descubridora y en la de sus hijos americanos: ninguna, por consiguiente, con mayores derechos y deberes en la celebración del Centenario. ¿Cómo, pues, era imposible que el Ateneo desconociera aquellos derechos, dejando de invocar la cooperación de la Iglesia en la obra de sus conferencias? ¿Ni cómo, tampoco, que la Iglesia olvidara sus deberes dejando de responder al llamamiento del Ateneo?
De los sacerdotes llamados á compartir nuestras tareas, solamente aceptó su encargo el Sr. Jardiel, Canónigo de Zaragoza. Acaso, y sin acaso, la absoluta libertad que en el Ateneo disfrutan todas las doctrinas haya sido causa de que los otros sacerdotes invitados no hayan querido ó podido aceptar igualmente las conferencias encomendadas. Es innegable que dicha libertad no ha sido nunca muy del gusto de algunos católicos, como no lo es menos que otros, muchísimos por cierto, han creído más conveniente aceptarla y emplearla en la defensa y propagación de sus ideas y sentimientos genuinamente católicos.
Socios del Ateneo fueron sacerdotes tan insignes como Lista y Gallego, cuyos retratos[Pg 10] figuran en la galería de ateneístas ilustres. En los bancos de nuestra casa hemos visto hasta ha poco al inolvidable D. Miguel Sánchez, librando descomunales batallas en pro de la ortodoxia más pura, con admiración y aplauso de todos. Entendía el docto Presbítero más conforme con el espíritu del Evangelio propagar sus creencias en abierto combate que abstenerse de toda lucha, que es como igualmente lo han entendido y entienden hoy, no ya simples sacerdotes, sino príncipes de la Iglesia.
He aquí la importancia excepcional que tuvo la solemnidad celebrada en el Ateneo el 21 de Marzo último: la entrada de la Iglesia en el Ateneo, en la persona del respetable Arzobispo de Santiago de Cuba, que presidió el acto, y del distinguido sacerdote aragonés encargado de llevar juntamente la voz de la Iglesia y del Ateneo en aquella noche memorable.
En la aceptación y venida del Sr. Jardiel corresponde participación altísima á su Prelado, el Emmo. Cardenal Benavides, Arzobispo de Zaragoza. «Ayer di cuenta al Emmo. Sr. Cardenal de la carta de usted (me escribía el señor Jardiel el 30 de Octubre del año pasado), y no sólo me concede permiso para aceptar el encargo que usted me propone, SINO QUE ME HA ANIMADO[Pg 11] Á ELLO CON SEÑALADAS MUESTRAS DE SATISFACCIÓN.»
Al obrar así el Arzobispo cesaraugustano, respondía cumplidamente, no sólo á patrióticos sentimientos, sino á antiguas y arraigadas convicciones. En su Oración fúnebre en las honras de Cervantes, celebradas por la Real Academia Española en 1863, se hallan estas hermosas palabras: «¿Acaso la dulce y sonora voz evangélica será extraña al progreso intelectual? ¿No llevará con igual amor sus consuelos y sus lecciones al ignorante y al sabio? ¿Por ventura haremos odiosas distinciones que el divino Maestro rechazaba, entre el judío y el gentil, el griego y el romano, el bárbaro y el escita?»
Con la memoria de tan fausto acontecimiento se enlaza el recuerdo de otros también nuevos é importantes, no sólo en el Ateneo, sino en la celebración del Centenario. Antes que ninguna otra corporación, la nuestra, desde un principio, acordó solicitar el concurso de americanos y portugueses, teniendo en cuenta que la obra de Portugal en los descubrimientos es inseparable de la puramente española, y que á los americanos importaba tanto como á los peninsulares el esclarecimiento[Pg 12] de hechos históricos de igual valor y alcance para toda la familia. Así, además de la importancia científica de la cooperación prestada por americanos y portugueses, podría darse el hermoso y trascendental espectáculo de aparecer por primera vez unidos portugueses, americanos y españoles en una misma empresa, principio fecundo de tantas otras en que, siempre á salvo las respectivas independencias políticas, están obligados á intervenir de igual modo, como la común historia reclama y el común interés exige.
No es de extrañar que no todos los portugueses y americanos que el Ateneo invitó aceptasen igualmente las conferencias ofrecidas, con sólo tener en cuenta la carencia de precedentes análogos. Por fortuna, el Sr. Oliveira Martins y los Sres. Riva Palacio, Solar y Zorrilla de San Martín, han venido á establecerlos, llevando dignamente en la empresa ateneísta, el primero la representación de Portugal, y los segundos la de América, con gratitud y regocijo, no ya del Ateneo, sino de España entera.
De este modo, nuestras conferencias, encaminadas ante todo á ilustrar la historia americana y á preparar al país para la celebración del Centenario, han contribuído además á estrechar[Pg 13] fraternales vínculos, por una parte entre las diferentes instituciones y elementos de nuestra patria, y por otra entre los pueblos peninsulares y americanos; precediendo en esta obra á todas las corporaciones, no sólo en el campo de las teorías, sino en la esfera fecunda de la práctica. Bien puede decirse, en este sentido, que al Ateneo corresponde, en primer término, la gloria de abrir el camino y señalar el rumbo que debía seguirse en la celebración del Centenario.
Que no todas las conferencias son de igual mérito ni científico ni literario, que unas han sido fruto de nuevas investigaciones y otras mera vulgarización de conocimientos ya sabidos de los doctos, no hay que decirlo. Que unas y otras han servido, en mayor ó menor grado, á la cultura general, es evidente. La crítica digna de este nombre no podrá menos de reconocer en justicia que el Ateneo ha hecho cuanto le ha sido dable al mejor logro de su intento, y que si no ha hecho más no ha sido por falta de iniciativa y de deseo, sino porque no lo ha consentido el estado de los estudios históricos en España.
Temerario sería, señores, pretender compendiar en modo alguno el contenido de las conferencias,[Pg 14] ni mucho menos aquilatarlo cumplidamente. ¿Quién, dentro ni fuera de nuestro país, posee á un tiempo aptitudes y conocimientos científicos de tan diversa índole para examinar obra tan vasta y tan compleja? ¿Ni quién menos autorizado que yo para intentarlo, ya por mi propia insuficiencia, ya por la parte que he tenido en esta obra? Sólo me es posible bosquejar ligeramente los caracteres generales que las conferencias han tenido, por vía de ojeada al conjunto y á sus partes principales, sin entrar en el examen analítico de todas y y cada una de las cuestiones estudiadas.
Como era de esperar, el descubridor del Nuevo Mundo ha sido objeto de distintas conferencias, en las cuales la erudición de primera mano y la verdadera crítica histórica han imperado algunas veces, y en otras las dos diversas leyendas colombinas, esto es, la apologética y la demoledora, la que diviniza á Colón y la que rebaja sus merecimientos reales y efectivos en pro de figuras subalternas ó en aras de un mal entendido patriotismo. En una y otra se rompe la unión esencial é indivisible que en el orden histórico existirá siempre entre los nombres de España y Colón, factores inseparables del descubrimiento de América, sacrificando[Pg 15] con igual injusticia, ya España á Colón, ya Colón á España.
En la leyenda apologética, la más general y extendida, Colón no es un hombre, capaz, por su humana naturaleza, de errores y de culpas; es un santo, profeta de un Nuevo Mundo, á él solo revelado, y mártir de la ignorancia, la ingratitud y la barbarie de España. La nación descubridora, única en comprender los proyectos colombinos, única también en dar para su ejecución su patrocinio, sus recursos, sus naves, sus propios hijos, esa nación, salvo alguna que otra personalidad, es en la inicua leyenda un pueblo de ingratos y traidores, de envidiosos y malvados, enemigos, perseguidores, verdugos del sublime, impecable y santísimo genovés.
¿Qué extraño, señores, qué extraño que semejantes falsedades hayan provocado en nuestro suelo, no ya enérgicas protestas, sino injustas represalias? Herido por la indignación el sentimiento de algunos de nuestros compatriotas, no han podido ser, aunque quisieran, reivindicadores imparciales de nuestras glorias, severos jueces que separaran la verdad del error, la historia de la novela: no; en el ardor del combate han traspasado á su vez los límites[Pg 16] de lo justo, y enfrente de la apoteosis de Colón ha surgido, no la historia, sino la apoteosis de España.
En esta nueva leyenda, Colón es la víctima; el genio divino se convierte en hombre de alguna ciencia, piloto, cuando no inferior, igual á lo sumo á los que entonces teníamos: calumniador envidioso de sus compañeros; desleal á sus palabras y compromisos; ladrón de premios debidos á otros; y para que nada falte en ese cuadro de horrores, hasta cobarde, que intentó volverse en el camino de su inmortal viaje. De igual modo, al santo ha sucedido ahora una especie de delincuente, sentado en el banquillo de los acusados, á quien no se interroga por sus virtudes y grandezas, sino por sus errores y culpas, con deleite indagadas, con crueldad abultadas y esparcidas, ya en irreverentes burlas, ya en sañudas sentencias inquisitoriales.
Á la luz de la historia, el descubrimiento del Nuevo Mundo no es un hecho aislado, sin precedentes ni relaciones inmediatas con hechos anteriores: así como el descubrimiento de la Oceanía fué continuación y consecuencia del de América, éste, como los descubrimientos de los portugueses en Asia, fueron también, á su vez, consecuencia y continuación de las navegaciones,[Pg 17] descubrimientos y conquistas de nuestra Península en África, que habían patentizado con absoluta evidencia que la tierra no acababa en las columnas de Hércules, que era navegable el mar tenebroso, habitable la zona tórrida y razonable y posible arribar á la India siguiendo las costas de África. Así se explica que antes de 1474 el físico florentino Pablo Toscanelli idease nuevo camino de las Indias, el camino de Occidente, que fué el que diez y y ocho años más tarde siguieron, por primera vez, las naves descubridoras de Castilla. En el estado de los conocimientos actuales, no sabemos aún, á punto fijo, si Colón tuvo antes ó después que Toscanelli igual idea. En uno como en otro caso, es lo cierto que Toscanelli, astrónomo, filósofo, no habría podido jamás poner por obra su pensamiento. Colón, por el contrario, reunía las condiciones necesarias al logro de su empresa. «De muy pequeña edad, escribía, entré en la mar navegando, é lo he continuado fasta hoy. Ya pasan de cuarenta años que yo voy en este uso—decía en 1502;—todo lo que fasta hoy se navega, todo lo he andado.» «Hobe (de Dios) espíritu de inteligencia. En la marinería me fizo abondoso, de astrología me dió lo que abastaba, y ansí de[Pg 18] geometría y aritmética, y engenio en el ánima y manos para debujar esfera y en ellas las cibdades, ríos y montañas, islas y puertos, todo en su propio sitio.» Glosando estas palabras, el doctísimo Navarrete estimaba que «los escritos de Colón sobre las profecías, sus relaciones, cartas y derroteros, dan pruebas evidentes de haber tenido la erudición y conocimientos que indica él mismo.» ¿Qué marino de aquellos tiempos se encontraba en este caso? ¿Cuál poseía, en la esfera científica y en la práctica de la navegación, iguales ó semejantes condiciones?
Como si ellas no bastasen, Colón disponía, y en altísimo grado, de otras facultades no menos precisas y necesarias, si cabe: voluntad de hierro, audacia insuperable, resistencia invencible. Era Colón, para decirlo de una vez, la inteligencia, el corazón, el carácter que necesitan para su ejecución proyectos como el suyo. Si hay genios que se caracterizan por el predominio absoluto de alguna de sus cualidades, hay otros que se distinguen por la plenitud y armonía de todas ellas. Colón fué de esta clase, en magnitud la primera.
Aun cuando en el orden teórico hubiese carecido de originalidad su pensamiento, no sería por eso menos grande el descubridor real y[Pg 19] efectivo del Nuevo Mundo. Llenas están las páginas de la historia de ideólogos y proyectistas; ¡qué pocos saben vencer la inercia tradicional y propia! ¡Qué pocos encarnar en su vida y en sus hechos las iluminaciones de su espíritu! El progreso de la humanidad obra es de este corto número de elegidos, de esa apostólica falange de redentores, altruistas sublimes, que viven para convertir los sueños en realidades, que carecen de la noción de tiempo y de espacio, porque viven en la eternidad.
En su fervor religioso, que siempre fué extraordinario, Colón atribuía á favor divino el origen de su pensamiento. «La Santísima Trinidad me puso en memoria, y después llegó á perfecta inteligencia, que podría navegar é ir á las Indias desde España, pasando el mar Océano al Poniente», escribía en una ocasión. Y en otra decía, en análogos términos: «Abrióme el Señor el entendimiento con mano palpable á que era hacedero navegar de aquí á las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecución de ello.» Asimismo, al dar cuenta del descubrimiento, decía: «He arribado á una empresa que no tocó hasta ahora mortal alguno; pues si bien ciertos habían escrito ó hablado de la existencia de estas islas, todos hablaron y escribieron[Pg 20] con dudas y por conjeturas; pero ninguno asegura haberlas visto, de que procedía que se tuviesen por fabulosas.»
Según estas declaraciones, Colón pensó únicamente en ir á las Indias pasando el Océano al Poniente. ¿Cómo, pues, se dirá, se ha pretendido atribuirle el proyecto de descubrir un mundo nuevo? Y sin embargo, en el proyecto de ir á las Indias iba comprendido el descubrir un mundo; ó, en otros términos, uno y otro proyecto son uno solo: el mismo. Me explicaré. Creía Colón que navegando al Oeste hallaría nuevas tierras. Y tanto lo creía, que antes de emprender su viaje se hizo nombrar Virrey y Gobernador de las islas y tierra firme que descubriera. En sus viajes descubrió, en efecto, no sólo islas, sino la tierra firme; en una palabra, lo que buscaba, lo que fué á descubrir seguro, segurísimo de su existencia. Es no menos cierto que Colón creyó también que las tierras descubiertas constituían otro mundo. Dícelo así el gran navegante á los Reyes Católicos en estas palabras: «Ningunos príncipes de España jamás ganaron tierra alguna fuera de ella, salvo agora que vuestras Altezas tienen acá OTRO MUNDO.»
El error de Colón estuvo únicamente en[Pg 21] creer, con areglo á los conocimientos de su época, como aquí ha sido doctamente demostrado, que ese mundo, esas tierras, pertenecían al Asia, que eran las Indias. Error secundario ante la magnitud de la empresa acometida y realizada. Si se engañó al dar á las nuevas tierras el nombre de Indias, ¿qué diremos de los que mudaron este nombre en el de América?
Entre tanto como se ha publicado estos días tocante al gran descubrimiento, hay una especie que no ha sido rectificada hasta ahora en las conferencias colombinas, y que no debe quedar sin respuesta. Me refiero á la pretendida novedad que supone que Colón no descubrió el Nuevo Mundo en 1492, sino en 1477. Ahora bien: hace más de tres siglos y medio que en obras como las Ilustraciones de la Casa de Niebla, de Pedro Barrantes Maldonado, publicada en 1857 por la Real Academia de la Historia, se dice que Colón había descubierto las Indias antes de 1492, y que el viaje de este año no fué, por consiguiente, el primero, sino el segundo. No trae Barrantes la fecha de aquél, pero en el Códice Colombino, de Spotorno, publidado en 1815, se señala la de 1477, esto es, la misma que ahora se quiere dar como cosa nueva. ¿Puede dudarse, en vista de estos testimonios,[Pg 22] que la flamante especie del descubrimiento de América en 1477 es una novedad antigua?
Á este linaje pertenecen del mismo modo otras especies no menos fantásticas tocante al piloto innominado ó bautizado con el nombre de Alonso Sánchez, vizcaíno, portugués ó andaluz, llegado á América, sin saberlo, por las tormentas de la mar ó la fuerza de las corrientes, y que á su regreso había revelado á Colón la existencia de un Nuevo Mundo y el derrotero que debía seguir para llegar á él. Hablillas y consejas, como tantas otras de igual clase con que la ignorancia ó la malicia ha pretendido amenguar, de antiguo, la gloria de Colón, ó simplemente explicarse á placer de la imaginación, por vía novelesca, como tantos otros descubrimientos, el de América.
Sobre estos puntos capitales son bien claras y terminantes las declaraciones de Colón, ya cuando dice que su «empresa era ignota á todo el mundo», «é abscondido el camino á cuantos se fabló» (de las Indias), ya cuando, de un modo más categórico todavía, asegura que por el camino de Occidente—son sus palabras—«no sabemos por cierta fe que haya pasado nadie.» ¿Y qué testimonios, qué pruebas existen en contra de estas declaraciones? Absolutamente[Pg 23] ninguna. Por el contrario, otras que las fortifican y comprueban. Los mismos marineros que compartieron las glorias y los trabajos de la singular empresa, «nunca oyeron hablar de descubrimientos, ni siquiera de la existencia de las Indias, hasta la llegada de Cristóbal Colón.» Después del descubrimiento, los Reyes Católicos escribían al descubridor: «Una de las principales cosas porque esto nos ha placido tanto es por ser inventada, principiada é habida por vuestra mano, trabajo é industria. Y cuanto más en esto platicamos y vemos, conocemos cuán gran cosa ha seido este negocio vuestro, y que habéis sabido en ello más que nunca se pensó que pudiera saber ninguno de los nacidos.» España entera, con profundo convencimiento y con inmensa gratitud, debe repetir siempre estas palabras de los Reyes Católicos, y más que nunca en los días del Centenario.
El verdadero patriotismo debe mirar como propios el nombre y los merecimientos de Colón, que si no nació en España la sirvió y enalteció como el mejor de sus hijos. Con razón ha escrito un célebre historiador de nuestros días: «Trajano, nacido en España, fué el primero de los romanos; Colón, nacido en Italia, fué el primero de los españoles.»
[Pg 24]
No es posible, señores, ni en una ni en muchas conferencias, examinar cumplidamente las negociaciones de Colón en los reinos de Castilla para llevar á cabo su empresa. La historia del primer Almirante de las Indias, desde que vino de Portugal á Andalucía hasta que de esa misma Andalucía salió á descubrir las nuevas tierras, es, al presente, ó una serie descarnada é incompleta de datos sueltos, insuficiente para formar un cuadro histórico, ó un conjunto novelesco de conjeturas, hipótesis, juicios é incidentes contradictorios, en que dominan á sus anchas la imaginación y el sentimiento. La ida del futuro descubridor al convento de la Rábida, con su hijo Diego de la mano, como Belisario, pidiendo un vaso de agua para el niño; las juntas de letrados y sabidores, las intrigas de las camarillas palaciegas en pro ó en contra de los proyectos colombinos, como si se tratase de la provisión de una prebenda, las corazonadas proféticas de la Reina Isabel, la oposición encarnizada de Don Fernando, que cede, al fin, ante la actitud resuelta de su esposa, todo publica que no hay hecho ni figura de que no se haya apoderado la leyenda para alterarlas á su capricho.
De todos modos, es indudable lo más esencial,[Pg 25] á saber: que los Reyes de Castilla dieron á Colón, como él mismo nos dice: «aviamiento de gentes y navíos, y le hicieron su Almirante en el dicho mar (Océano), Visorey y Gobernador de la tierra firme é islas que yo fallase y descubriese.» Es no menos cierto que la empresa descubridora entraba de lleno en la política atlántica de Castilla. Los intereses creados en África por los castellanos, principalmente los de Andalucía; el incremento poderoso que iban adquiriendo los portugueses en las islas y costas africanas, y el espíritu religioso y aventurero de nuestros padres, debían naturalmente aprovechar la ocasión que se ofrecía de dilatar los dominios de la fe y de la patria en nuevas tierras. Los Reyes Católicos, que, aun en los mismos días de la conquista de Granada, se afanaban por la adquisición definitiva y completa de las Canarias, no podían en manera alguna dejar de proseguir las empresas oceánicas. La ida á las Indias había de halagar tan vivamente á los castellanos como á los portugueses. Portugal tenía su camino; Castilla lo tuvo con los proyectos de Colón. Ya los dos pueblos hermanos tenían señalados los respectivos rumbos de la expansión peninsular en que habían de eclipsar á fenicios y griegos, á la cabeza de la civilización[Pg 26] europea, en la obra redentora de los descubrimientos y conquistas.
Obra de los Reyes Católicos debe ser apellidada la empresa política de Castilla, aunque tuviese mayor parte en ella la Reina Católica que su augusto esposo, como se dice obra de los Reyes Católicos la conquista de Granada, en la que es indudable que corresponde la parte principal á Don Fernando. Los monumentos de la época representan siempre juntos á los egregios consortes. Estaba reservado á nuestros días interrumpir la antigua y loable costumbre en monumentos recientes. En esta cátedra se han oído sobre ello voces de protesta; pero para el Ateneo eran ya tardías, porque mucho antes, su Delegado en la Junta del Centenario, con no ser natural de la vieja corona de Aragón, sino de la de Castilla, las había alzado ya en el seno de dicha Junta, seguro de interpretar así los sentimientos del Ateneo.
En iguales injusticias se incurre intentando amenguar la gloria, por una parte de Colón y por otra de los marinos españoles, en provecho de los Pinzones, mejor dicho de Martín Alonso Pinzón. Fué éste persona esforzada y de buen ingenio, al decir de Colón. Ni Portugal ni Castilla tenían entonces mejor marinero. Sus hermanos[Pg 27] y parientes, sus amigos y paisanos reconocían la superioridad de Martín Alonso, y es indudable que al contar Colón con él, contaba con los demás. Corresponde, pues, al marino de Palos el más alto lugar entre los compañeros del primer Almirante de las Indias. Pero de esto á suponerle otro Colón, como algunos pretenden, hay gran distancia, tanta como la que separa la verdad de sus indisputables merecimientos, de las injusticias y calumnias con que han tratado al capitán de La Pinta los idólatras del marino genovés.
Si los de Palos, como Colón escribía, «no cumplieron con el Rey y la Reina lo que habían prometido, dar navíos convenientes para aquella jornada», ello es que los dieron, y no Pinzón, como ha dicho alguno.
No menos fabulosa es la especie que supone que al llegar Colón á Palos se encontró con que nadie quería acompañarle, y que entonces solicitó de los Reyes provisión especial para reclutar su gente entre los presos de la cárcel, de los cuales no hubo uno solo que consintiese en seguirle. La falsedad de semejantes aserciones quedará probada con decir que la cédula mandando suspender el conocimiento de los negocios y causas criminales contra los que fuesen[Pg 28] con Colón data de 30 de Abril de 1492, con anterioridad á la ida del Almirante á Palos á disponer su expedición, y que no consta en modo alguno que hiciese uso de aquella cédula, que llevó consigo para el caso en que fuese necesaria, demostración evidente de que encontró muy luego quienes se prestasen á ir en su compañía. Que los Pinzones, con su ejemplo y con su influjo, contribuyeron sin duda al mejor logro de la empresa, está fuera de duda; pero no hay que rebajar por ello los merecimientos de los demás, atribuyéndoles apocamientos, resistencias ni cobardías anteriores, impropias de los valerosos copartícipes de los Pinzones en la gloriosa empresa.
Perdonad, señores, que me haya alargado más de lo que pensaba en el examen de estas cuestiones colombinas. Por fortuna, réstame poco que decir de las demás conferencias, las cuales han estado bien distantes de los apasionamientos de que aquellas otras adolecen, y no por voluntad ni propósito de sus autores, sino por el estado actual de las controversias históricas.
Las ciencias naturales, con la severidad de sus procedimientos, nos han informado copiosamente respecto á la gea, la metalurgia, la flora,[Pg 29] la fauna y la razas indígenas del continente americano. Y en íntima consonancia con estos trabajos, la filología y la arqueología han venido á completar el conocimiento de las sociedades primitivas con el de las más altas manifestaciones de su vida, de sus instituciones y de su cultura.
Únicamente en lo tocante á las relaciones históricas del nuevo con el viejo mundo antes del descubrimiento se ha presentado alguna disparidad, siempre serena, siempre científica, en las doctrinas sustentadas por los conferenciantes, ya en el orden de la arqueología y antropología, como en los estudios geográficos y en lo relativo á los precedentes colombinos.
En cambio las conferencias consagradas á los descubridores y conquistadores han resultado esencialmente armónicas en la exposición de las empresas y en el juicio de los héroes que las llevaron á cabo. Cortés, Balboa, Pizarro, Valdivia, Magallanes, Elcano, Solís, Quirós, se destacan del fondo de esas doctas lecciones con la grandeza y majestad que corresponde á sus hechos inmortales. Cabe decir otro tanto del Pacificador del Perú y del venerable Obispo de la Puebla de los Ángeles, cuyos grandes merecimientos han sido noble é imparcialmente[Pg 30] patentizados en elocuentes conferencias. Ovando, Bobadilla, la condición social de los indios, la propagación del Cristianismo, el Consejo y las leyes de Indias, el Virreinato, el apostolado redentor de los misioneros, las campañas jurídicas de Fr. Bartolomé de las Casas, el influjo científico del descubrimiento; en suma, la obra civilizadora de España en el Nuevo Mundo, han tenido inteligentes intérpretes en nuestras conferencias. Y para que nada faltase, ha venido á tomar parte en ellas ilustre escritora que ha mantenido con gloria la doble representación de su sexo y de su elevada inteligencia.
Sólo en el orden político y religioso ha existido alguna vez disconformidad verdadera al apreciar la bondad y alcance de la civilización española, y, sobre todo, al compararla con la de los pueblos germánicos. El Ateneo ha escuchado con el mayor respeto y con la más afectuosa consideración las doctrinas sustentadas por todos los conferenciantes, demostrando una vez más que tiene bien ganado el nombre de culto y tolerante que disfruta.
Resta sólo que el magnífico espectáculo de fraternidad y unión que hemos venido ofreciendo sirva de ejemplo y estímulo á todos los[Pg 31] actos del Centenario, y que la conmemoración de la mayor empresa de nuestra historia sea principio de una nueva edad de amor y de concordia entre todos los españoles, y entre los españoles, portugueses y americanos.
He dicho.
[Pg 32]
Así como en lo pasado y en lo presente han pretendido algunos menoscabar la legítima gloria del descubridor del Nuevo Mundo, en provecho de subalternas figuras, no han faltado, ni faltan, por desgracia, quienes intenten de igual modo amenguar la obra de la Corona de Castilla en el descubrimiento, atribuyendo soñadas participaciones á la Corona de Aragón en esta hazaña incomparable.
El colmo de la arbitrariedad en este punto corresponde de derecho á la especie consignada en unas Gestas Catalanas, que vieron la luz pública en el Calendari Catalá de 1864, en las cuales, hablando del primer viaje de Colón,[Pg 34] se dice «que había ido al Nuevo Mundo bajo la protección del Rey Don Fernando el Católico, y con los dineros que le había dado la ciudad de Barcelona.»
Por fortuna, no ya los historiadores más autorizados, sino los padres mismos del descubrimiento, á quienes hay que suponer mejor enterados de los hechos que el novísimo autor de las Gestas Catalanas, nos han dejado abundantes y concluyentes testimonios para saber á qué atenernos en la materia, de la manera más evidente y positiva. Á un lado historiadores y críticos. Interroguemos directamente á Colón y á los Reyes Católicos.
El conquistador de Granada, en su testamento, otorgado el 20 de Enero de 1516, al instituir heredera de sus reinos de la Corona de Aragón á su hija Doña Juana, no comprende entre ellos en modo alguno las islas y tierra firme del mar Océano, esto es, el Nuevo Mundo. Sin duda no pertenecía, ni en todo ni en parte, á su Corona aragonesa, cuando no lo menciona. No cabe atribuirlo á olvido, porque no los hay de tanta monta, ni menos aún en documentos de esta clase.
En cambio su egregia esposa, la magnánima Reina de Castilla, en su testamento, fechado[Pg 35] en Medina del Campo el 12 de Octubre de 1504, habla de las islas y tierra firme del mar Océano como parte integrante de sus reinos de Castilla. Y ¿por qué? Sea la gloriosa Reina quien nos responda. «Por quanto..... fueron descubiertas e conquistadas á costa destos Regnos e con sus naturales dellos.»
Véase, pues, cuánta verdad encierra la vieja letra:
Ó esta otra, no menos exacta:
¿Á qué intentar hoy reformarlas, contra toda verdad y justicia?
Hoy la gloria del descubrimiento de América es de toda España, porque no hay ya ni Castilla, ni Aragón, ni León, ni Navarra, sino, afortunadamente, provincias de la Nación española; pero cuando se trata de recordar el origen de su descubrimiento, fuerza será que todos reconozcan, en justo homenaje de admiración y gratitud á sus héroes, que este acontecimiento, tan capital en la Historia, fué obra tan exclusiva[Pg 36] de la Corona de Castilla como las empresas de aragoneses y catalanes otros días, orgullo igualmente hoy de todos los españoles, de la Corona de Aragón.
Oigamos ahora al primer Almirante de las Indias, tocante á sus negocios con los Soberanos de Castilla; ¡qué autoridad más competente y decisiva que la suya! Después de referir á los Reyes sus navegaciones y estudios, añade: «Me abrió Nuestro Señor el entendimiento con mano palpable á que era hacedero navegar de aquí á las Indias, y me abrió la voluntad para la ejecucion dello.» «Con este fuego vine á vuestras Altezas.....» «Siete años se pasaron en la plática», «disputando el caso con tantas personas, de tanta autoridad, y sabios en todas artes, y en fin concluyeron que todo era vano.» «Dios fue en mi favor, y después de Dios sus Altezas.» «Plugo á sus Altezas de me dar aviamiento y aparejo de gentes y navios» «y de me hacer su Almirante en el mar Océano..... Virrey y Gobernador de la tierra-firme é islas que yo fallase y descubriese.....»
Sirvan estas frases de Colón, entresacadas fielmente de sus documentos, de cumplida respuesta á los que, por ignorancia ó por malicia, privan de toda participación en las negociaciones[Pg 37] colombinas á uno de los dos Monarcas reinantes, quiénes á Don Fernando, quiénes á Doña Isabel. Los dos, de hecho y de derecho, intervinieron en aquellas negociaciones inmortales; los dos autorizaron las capitulaciones con el gran navegante: en nombre de los dos partió á descubrir; en nombre de los dos tomó posesión de las tierras descubiertas; á los dos alabanza y gloria.
Pero ¿fué igualmente efectivo en los dos Reyes el favor que dispensaron á los proyectos de Colón? Ó en otros términos: ¿cabe atribuirles la misma participación, el mismo apoyo en la iniciativa, curso y resolución de las negociaciones? Salgamos del terreno legal y político, y entremos en el orden privado. Prescindamos ahora de los documentos oficiales de Colón á los dos Reyes, y acudamos á las cartas del gran descubridor. De estas cartas se deduce con la mayor evidencia que, no sólo en los tratos para el descubrimiento, sino en todo y siempre, fué incomparablemente más grande el patrocinio de la Reina.
Recordando la acogida que tuvieron al principio sus proyectos, decia: «En todos hobo incredulidad, y a la Reina mi Señora dió dello el espíritu de inteligencia y esfuerzo grande, y lo[Pg 38] hizo de todo heredera como á cara y muy amada hija.» Refiere los inconvenientes que todos oponían á su pensamiento, y añade: «Su Alteza lo aprobaba al contrario y lo sostuvo hasta que pudo.» «El esfuerzo de Nuestro Señor y de su Alteza fizo que yo continuase.»
En los días tristes en que el desposeído Virrey y Gobernador de las Indias procuraba con ahinco el cumplimiento de las reparaciones ofrecidas, al saber que la gran Reina estaba en trance de muerte, escribía: «Plega á la Santa Trinidad de dar salud á la Reina nuestra Señora, porque con ella se asiente lo que ya va levantando.» Muerta Doña Isabel, daba rienda suelta á su dolor en estas sentidas y elocuentes palabras, verdadero retrato de la gloriosa Reina: «Lo principal es de encomendar afectuosamente con mucha devoción el ánima de la Reina nuestra Señora á Dios. Su vida siempre fué católica y santa, y PRONTA Á TODAS LAS COSAS DE SU SANTO SERVICIO; y por eso se debe creer que está en su santa gloria, y fuera del deseo deste áspero y fatigoso mundo.»
La justicia y el cariño de Colón á su gran protectora son comparables únicamente á los de ésta con su protegido, «home sabio é que tiene mucha plática é experiencia en las cosas[Pg 39] de la mar», como le llama la misma Reina en una de sus cartas. Es el juicio más verdadero y compendioso que conozco del descubridor del Nuevo Mundo.
No es de extrañar que en las negociaciones relativas al descubrimiento tuviese participación tal y tan grande la Reina Católica. En los asuntos de sus reinos de Castilla y de León, singularmente los de mayor magnitud y alcance, como el presente, ejerció siempre el mismo influjo. Verdad es esta que reconocen por entero, no ya los escritores castellanos, sino los mismos historiadores aragoneses, si bien, como tales aragoneses, atribuyendo el origen, no á las verdaderas causas, sino, como hace Zurita, «á la condición de la Reina, que era de tanto valor y de tan gran punto, que no parecía contentarse con tener con Don Fernando el Gobierno del Reyno como con su igual», por cuyo motivo el Rey «se vió forzado á llevar aquel Gobierno en su compañía con tanta disimulación y mansedumbre.»
Semejantes juicios son tan inexactos como los de algunos historiadores castellanos referentes al Rey Católico. Más adelante, en que he de tratar exclusivamente de Don Fernando y de su participación personal en el descubrimiento,[Pg 40] me haré cargo de estas injusticias, para desvanecerlas con pruebas y documentos de igual clase de los que empleo en el presente estudio.
La pasión de Zurita es tan ciega, por amor á su Rey, que le lleva hasta el extremo de atribuir por entero á Don Fernando la gloria de la expedición descubridora, omitiendo en absoluto, al tratar de este hecho, no sólo la participación, sino hasta el nombre de la Reina Isabel. Pase que se hubiera hecho en las ediciones romanas de la traducción latina de la relación de Colón de su primer viaje. Pase igualmente que autores extranjeros, como el italiano Paolo Giovio y el portugués Juan de Barros, incurran en el mismo error, engañados acaso por las ediciones romanas que acabo de indicar. Pase, por último, que historiadores aragoneses y catalanes de segunda fila lo reproduzcan ó lo inventen de nuevo. Pero ¡historiador tan circunspecto y bien informado, ordinariamente, como el insigne analista aragonés!... Verdaderamente es doloroso cuanto incomprensible, tanto más teniendo en cuenta la admiración justísima que tributa á la Reina en diferentes lugares de su Historia de Don Hernando el Cathólico, sobre todo en el cap. LXXXIV, donde, al referir la muerte de la Reina, dice que «ella fué tal, que[Pg 41] la menor de las alabancas que se le podía dar era, aver sido la más excelente y valerosa muger que huvo, no sólo en sus tiempos, pero en muchos siglos.»
Con verdadera imparcialidad, por su cualidad de extranjero, el más eminente de los historiadores de Italia, Francisco Guicciardini, Embajador de la Señoría de Florencia en la corte del Rey Católico, poco después de la muerte de la Reina, en la Relación de su viaje, traducida y publicada en la colección de Libros de antaño, al tratar de los grandes hechos de España en el reinado de los Católicos Reyes, escribía estas palabras, no tenidas hasta ahora en cuenta para el estudio de aquél período: «Y en esas acciones tan memorables no fué menor la gloria de la Reina, sino que, antes al contrario, todos convienen en atribuirle la mayor parte de estas cosas, porque los negocios pertenecientes á Castilla se gobernaban principalmente por su mediación y autoridad. Despachaba los más importantes, y en los ordinarios no era menos útil persuadirla á ella que á su marido. Ni esto se puede atribuir á falta de capacidad del Rey, pues por lo que hizo después se comprende fácilmente cuánto valía; por cuya razón, ó hay que decir que la Reina fué de mérito tan singular[Pg 42] que hubo de aventajar al mismo Rey, ó que siendo suyo el reino de Castilla, su esposo, con algún fin loable, lo dejase encomendado á su gobierno.»
«Cuéntase, añadía, que la Reina fué muy amante de la justicia, muy casta, y que se hacía amar y temer de sus súbditos; muy ansiosa de gloria, liberal y de ánimo muy generoso.» En su Historia de Italia, decía que fué la gran Reina (lo dejaré en italiano para conservar la hermosura de la frase) «donna di onestissimi costumi, e in concetto grandissimo nei Regni suoi di magnanimità e prudenza.»
La prudencia de la Reina fué tal siempre, que no conozco un sólo hecho en que no se manifestasen juntamente el cariño y la consideración debidas á su marido. Básteme recordar aquí un hecho que habla por todos, precisamente de historia aragonesa. Asistió una vez á una fiesta de toros, y fué tal la repugnancia que este espectáculo le produjo, que, según escribía á su confesor, «luego, allí propuse con toda determinación de nunca verlos en toda mi vida, ni ser en que se corran;» pero—añade—«defenderlos (prohibirlos) no, PORQUE ÉSTO NO ERA PARA MÍ Á SOLAS», esto es, sin que fuese también en ello su marido.
[Pg 43]
Mas ¿qué ejemplo de prudencia mayor que el que nos ofrece su conducta en lo relativo á las negociaciones colombinas? Creyente en los proyectos de Colón, más que por ningún otro motivo por la causa suprema que inspiró siempre sus grandes acciones, la Religión Católica, por llevar la fe de Cristo á nuevas tierras, lejos de proceder novelescamente á impulsos de irreflexivos arrebatos de su corazón de mujer, como tanto se ha supuesto infundadamente, obró, por el contrario, con la gravedad y circunspección de una gran Reina, haciendo que asunto tan dudoso se examinase detenidamente en su Real Consejo y se discutiese por las personas más entendidas, hasta que las cosas tuvieron la madurez necesaria y la Corona de Castilla, conquistada Granada, estuvo en condiciones de acometer tan singular aventura.
Ya veremos, en artículos consagrados á los verdaderos favorecedores de Colón cerca de los Católicos Reyes, singularmente de la Reina, cómo la influencia real y efectiva de todos ellos se inspiró siempre en los ejemplos de religiosidad y de prudencia de su católica Soberana, y en el cariño, confianza y respeto que en todos infundían sus admirables virtudes.
Huérfana de padre á los tres años de edad,[Pg 44] viviendo con una madre loca en el apartamiento de Arévalo, educada en la escuela de la adversidad y de las privaciones, entregada á sí misma, la extraordinaria prudencia de su entendimiento y la inmensa fe religiosa de su corazón fueron desde la infancia los maravillosos resortes de aquella voluntad invencible, de aquel carácter magnánimo, admiración y encanto de sus vasallos, como después de los españoles todos, que vieron y verán siempre en ella la encarnación más sublime de las ideas y sentimientos, de los ideales y aspiraciones eternas de nuestra patria.
Su nombre, pronunciado siempre con filial ternura, de siglo en siglo, por la familia española de la Península, que exaltó á su mayor grandeza, como de la tierra americana, que ayudó á descubrir, ha sido igualmente siempre admiración de las naciones extrañas. Los elogios de Paolo Giovio y Justo Lipsio, de Bayard y de Comines, de Guicciardini y Navagero, así como los modernos de Robertson y Gervinus, de Prescott, Irving y tantos otros, acreditan sobremanera la merecida universalidad de alabanzas tributadas á su gloria.
Entre los homenajes rendidos á sus admirables excelencias, hay uno que de intento he[Pg 45] reservado para lugar aparte y preferente: el homenaje que el no extinguido afecto, y acaso los remordimientos de haber subido al tálamo y al trono de la gran Reina á otra mujer después de ella, dictaban al Rey Católico, moribundo, en su testamento:
«Entre las muchas y grandes mercedes, bienes y mercedes—dice—que de Nuestro Señor, por su infinita bondad, y no por nuestros merecimientos, habemos rescebido, una é muy señalada ha sido en habernos dado por muger é compañía á la Serenísima Señora Reina Doña Isabel, nuestra muy cara y muy amada mujer, que en gloria sea, el fallescimiento de la qual sabe Nuestro Señor quánto lastimó nuestro corazón, é el sentimiento entrañable que dello tuvimos, como es muy justo; que allende de ser tal persona, y tan conjunta á Nós, merecia tanto por sí, en ser dotada de tantas y tan singulares excelencias, que ha sido su vida exemplo en todos actos de virtud é del temor de Dios, é amaba é celaba tanto nuestra vida, salud é honra, que nos obligaba á quererla y amarla sobre todas las cosas de este mundo.»
He aquí, noblemente declarados por el Rey Católico, los motivos verdaderos del valimiento y del influjo que en él ejercieron las excepcionales[Pg 46] cualidades de su augusta esposa. Sirvan de respuesta las frases del Rey de Aragón á sus panegiristas aragoneses, y veamos todos en ellas la explicación cumplida del «amor é unión é conformidad en que el Rey mi Señor é yo estuvimos siempre», que decía Doña Isabel en su testamento, proponiéndolos como ejemplo á sus hijos; conformidad, unión y amor que hicieron posibles una nueva edad de prosperidad y de unión entre todos los españoles, y el engrandecimiento y gloria de España en ambos continentes.
Si la Reina Católica favoreció decididamente los proyectos de Colón, mereciendo, en justicia, el título de protectora del gran navegante; si su participación en las negociaciones colombinas fué mucho mayor sin duda que la de su augusto esposo, ¿hemos de inferir por ello que ha de corresponder necesariamente al gran Monarca el papel contrario, esto es, el de adversario de Colón, como algunos suponen? ¿Hemos de reconocer tampoco, como otros afirman, que la[Pg 47] participación de Doña Isabel excluye por entero la de Don Fernando?
La especie más extendida, sobre todo fuera de España, es la que coloca al Monarca de Aragón y de Castilla en abierta oposición á la empresa descubridora, más aún á todos los actos de Cristóbal Colón antes y después del descubrimiento; llegándose en este punto, en menguados escritos como los del Conde Roselly de Lorgues, hasta el extremo de presentarnos al gran Rey como el peor de los hombres y de los reyes, monstruo de perversidad y de envidia, de avaricia y de falsía, no ya enemigo, sino perseguidor y verdugo del primer Almirante de las Indias.
Y, sin embargo, para vergüenza de nuestra patria, hay quienes, presumiendo de historiadores y de españoles, admitan sin reparo, divulguen con amor y encomien con entusiasmo semejantes patrañas, mejor dicho, miserables calumnias, tan opuestas á la verdad como atentatorias al honor y la gloria del Rey Católico por excelencia, uno de los monarcas más insignes que hemos tenido, y uno también de los más grandes que registra la historia.
Por lo que toca á la participación del Rey en el descubrimiento de América, examinadas[Pg 48] y comprobadas una por una las doctrinas sustentadas hasta el presente, es ante todo cierto que no cabe suponer, en justicia, á Don Fernando ni protector entusiasta, ni enemigo declarado de los proyectos de Colón.
La protección del Rey Católico ha sido, y aun es hoy, mantenida por algunos escritores de la Corona de Aragón. Obra del cariño al Monarca aragonés, cuando no de tendencias regionalistas más ó menos pronunciadas, las afirmaciones de estos autores carecen de toda prueba. Así se explica que otros escritores, naturales también de los antiguos reinos de Aragón, se hayan creído obligados á rebatirlas, poniendo más alto los sagrados derechos de la verdad que los apasionamientos infundados.
Dormer, Argensola y Lasala, en otros días, y en los presentes escritores que no nombraré, pretenden distribuir á su capricho entre Aragón y Castilla, Doña Isabel y Don Fernando, la gloria del descubrimiento, alegando en apoyo de sus pretensiones el hecho supuesto de haber mandado librar Don Fernando por la Tesorería de Aragón los fondos necesarios para la empresa, á causa de la penuria del Erario de Castilla, disponiendo después que del primer oro que se trajo de las Indias se diese parte á Aragón,[Pg 49] que se empleó luego en dorar los techos y artesones de la Sala mayor de la Aljafería de Zaragoza.
Ahora bien: un catalán, Bofarull (D. Antonio), y un aragonés, Nougués y Secall, han evidenciado respectivamente: el primero, que entre los papeles de la Tesorería de Aragón no existe orden ni registro de semejante libramiento; y el segundo, que el dorado de la Sala mayor de la Aljafería es anterior á la vuelta de Colón de su primer viaje, como lo prueban las inscripciones de la misma Sala. Por último, un valenciano, Danvila, ha ilustrado esta cuestión con razonamientos irrebatibles.
Digámoslo de una vez: ni Aragón ni su Rey, como tal Rey de Aragón, contribuyeron lo más mínimo á la empresa del descubrimiento, obra exclusiva de los reinos y los Reyes de León y de Castilla. Si no satisfacen las pruebas aducidas; si el testimonio mismo de los Reyes Católicos no basta, ahí están, por último, la Bula de Alejandro VI concediendo las tierras descubiertas á los Reyes de Castilla, descubridores, y á sus herederos en estos reinos, y la legislación primitiva de Indias no consintiendo pasar á ellas sino á los castellanos, en términos «que si algún aragonés allá iba era con licencia y expreso[Pg 50] mandamiento», como escribe el doctísimo catalán Capmany. Sirva de muestra el permiso otorgado el 17 de Noviembre de 1504 por el Rey Católico al aragonés Juan Sánchez, de Zaragoza, para que pudiese llevar mercaderías á la isla Española, aunque no era natural de los reinos de Castilla. Hasta muy cerca de un siglo después del descubrimiento, reinando Felipe II, en 1585, en las Cortes de Monzón, no fueron derogadas las prohibiciones establecidas por los Reyes Católicos. ¿Hubieran jamás existido si Aragón, ó su Rey, como tal Rey, hubieran tenido alguna parte en el descubrimiento?
Túvola, sin duda, Don Fernando de hecho y de derecho, pero exclusivamente como Rey de Castilla. Dicen algunos que Don Fernando, por tradición, por herencia, por inclinación propia, sólo podía mirar con interés las empresas mediterráneas, y en su virtud, que ó debió oponerse abiertamente á las aventuras oceánicas, ó mostrarse al menos con ellas indiferente ó desdeñoso. Suposiciones semejantes provienen igualmente de considerar á Don Fernando exclusivamente como Rey de Aragón, desconociendo ú olvidando que el Rey Católico fué ante todo y sobre todo Rey de Castilla.
Hijo de padre y madre castellanos, casado[Pg 51] muy joven con una Princesa castellana, Castilla fué su residencia continua, teatro de las glorias del militar y el gobernante, escuela de sus talentos políticos, plantel de sus grandes hombres, centro mayor y preferente de su actividad y de su vida. Muerto, su cadáver, por voluntad del regio finado, descansa en tierra de Castilla. Amólo ésta, no ya como Rey, sino como padre. El inicuo atentado que puso una vez en peligro su existencia, ni ocurrió en Castilla, ni era castellano el regicida.
Aun sin estas circunstancias, el hecho solo de ser Rey de Castilla había de llevar forzosamente su atención y sus cuidados al otro lado del Estrecho, para la prosecución de la política castellana, no sólo en la cruzada contra los infieles, sino para amparar y favorecer los intereses castellanos, máxime teniendo en cuenta las conquistas y descubrimientos portugueses en las islas y costas del Atlántico.
Gloriábase nuestro Rey de haber trabajado mucho «por tener ganados en África puertos de mar» y de que «la guerra contra los infieles era (son sus palabras) la cosa que sobre todas las del mundo he yo más siempre deseado y deseo.» Los esfuerzos para la adquisición definitiva y completa de las Canarias, llevados á[Pg 52] cabo por los Católicos Reyes, acreditan cumplidamente cuánto interesaban á uno y otro soberano las empresas oceánicas.
Los proyectos de Colón entraban de lleno en la tradición y en las aspiraciones del pueblo castellano: ensanchar los dominios de la patria y llevar la fe católica á nuevas tierras. ¿Cómo, pues, podían ser nunca indiferentes estos proyectos ni al Rey ni á la Reina de Castilla?
Para precisar en lo posible la intervención de Don Fernando en los asuntos colombinos, importa distinguir en ellos la cuestión científica y la empresa política. Ahora bien: la primera era de todo en todo ajena á las condiciones personales de Don Fernando. La esfericidad de la tierra, los antípodas, la posibilidad ó imposibilidad de navegar á las Indias, competían á los doctos y podían interesar en algún modo á la ilustrada Reina, amantísima de las Ciencias y las Letras, favorecedora incesante de sabios y letrados; mas era imposible que hallasen eco en Don Fernando, hombre de Estado y de guerra como pocos, pero al propio tiempo uno de los Reyes más iletrados de su época.
El insigne autor Del Rey y de la Institución Real, tratando de lo necesarias que son las letras á los Príncipes, después de mencionar[Pg 53] algunos que las cultivaron poco ó nada, escribía: «Tenemos ahora recientemente el ejemplo de Fernando el Católico, que no sólo ha logrado arrojar á los moros de toda España, sino también sujetar á su imperio muchas naciones; más ¿quién duda que si á su excelente índole se hubiese añadido el estudio, hubiera salido mucho más grande y aventajado?»
Y cuenta, que Mariana no es ciertamente parco en alabanzas para el Rey Católico, sino, por el contrario, abundante en elogios. En su Historia de España lo califica de «varón admirable, el más valeroso y venturoso caudillo que de muchos años atrás salió de España.» «Príncipe el más señalado en valor y justicia y prudencia que en muchos siglos España tuvo.» «Tachas—añade—á nadie pueden faltar, sea por la fragilidad propia ó por la malicia y envidia ajena, que combate principalmente los altos lugares. Espejo, sin duda, por sus grandes virtudes, en que todos los Príncipes de España se deben mirar.»
La carencia de letras de Don Fernando fué tan evidente, que Guicciardini lo califica de iliterato sin ambajes ni rodeos, en términos categóricos y precisos. En esta parte, contrastaba extraordinariamente Don Fernando, no[Pg 54] sólo con su esposa, sino con su padre Don Juan II de Aragón, y mucho más todavía con su sabio tío Don Alfonso V. En aquellos días clásicos del Renacimiento, y en persona de las cualidades del Rey Católico, debía maravillar mucho más su incultura.
Cabe formar cabal idea de ella con saber que encontró excelente una de las crónicas más indigestas y destartaladas que conocemos, la Crónica de los Reyes de Aragón, de Fray Gauberto Fabricio de Vagad, hasta el punto de aumentar á su autor el salario que como cronista disfrutaba.
No es, por consiguiente, aventurado creer que Don Fernando no debió mezclarse en modo alguno en las disputas científicas á que dieron tanto motivo los proyectos de Colón, ni para favorecerlos ni para contrariarlos en este punto. Cuando las cosas pasaron del dominio de la ciencia al terreno de la política; cuando llegó el caso de negociar la empresa, no es creíble que dejase de intervenir en ella, si no en el grado y medida de la Reina, en algún modo. La oposición resuelta que se le atribuye es tan infundada como la protección decidida que otros le suponen.
Si Don Fernando hubiese sido adversario de[Pg 55] Colón, éste, así como nos dejó dicha la protección especial de la Reina, nos habría contado ó indicado siquiera la oposición del Rey, á lo menos en sus documentos familiares. Por el contrario, á su hijo D. Diego, después de lamentar la muerte de Doña Isabel, escribía lo siguiente: «Después (de encomendar á Dios el alma de la Reina) es de en todo y por todo de se desvelar y esforzar en el servicio del Rey nuestro Señor, y trabajar de le quitar de enojos. Su Alteza es la cabeza de la cristiandad: ved el proverbio que diz: cuando la cabeza duele, todos los miembros duelen. Ansí que todos los buenos cristianos deben suplicar por su larga vida y salud, Y LOS QUE SOMOS OBLIGADOS Á LE SERVIR MÁS QUE OTROS, DEBEMOS AYUDAR Á ESTO CON GRANDE ESTUDIO Y DILIGENCIA.»
¿Se quiere prueba mayor de que Don Fernando, lejos de ser para Colón lo que las calumnias de algunos inventaron, fué, por el contrario, y por confesión del primer Almirante de las Indias, favorecedor verdadero é indiscutible?
Del mismo modo, Bernáldez y Oviedo, que conocieron á Colón, nada dicen de la supuesta oposición de Don Fernando. Es cierto que habla ya de ella en 1512, viviendo aún el Rey Católico, Juan Rodríguez Mafra, en su declaración[Pg 56] en el famoso pleito de la Corona y los Colones; pero esta declaración aislada, eco de algún rumor infundado, no basta por sí sola para constituir prueba positiva. Es cierto, igualmente, que en la Historia del primer Almirante, atribuida á su hijo D. Fernando, se dice que Colón halló siempre al Rey «poco apacible, aun contrario á sus negocios;» mas no consta de un modo auténtico que esta obra saliese á luz tal y como la escribió D. Fernando, debiendo creerse, por el contrario, que hay en ella alteraciones y errores de bulto que no cabe atribuir en justicia al fundador de la Biblioteca Colombina.
Por último, la oposición de Don Fernando, tal y como nos la pintan sus autores, está en abierta contradicción con el carácter y condiciones de Don Fernando. Guicciardini (por no citar autores españoles), que trató y conoció muy bien al gran Monarca, escribía que «sus acciones, sus palabras y hábitos, y la opinión común que existe hoy, prueban que es un hombre muy prudente y muy reservado;» añadiendo en otro lugar: «es fácil llegar hasta él, y sus respuestas son gratas y muy atentas, y pocos son los que no salen satisfechos á lo menos de sus palabras.» «Me consta que sabe[Pg 57] disimular más que todos los demás hombres.» «No es jactancioso, ni sus labios pronuncian nunca sino palabras pensadas y propias de hombres prudentes y rectos.»
Con estos antecedentes, podemos asegurar, sin temor de equivocarnos, que el Rey Católico, aun en el caso de ser contrario á los proyectos de Colón, no habría procedido nunca con la violencia y arrebato que se le supone; del mismo modo que su esposa, al abogar con entusiasmo por aquellos proyetos, no se habría nunca empeñado en contrariar abiertamente la voluntad de su esposo, ella, tan prudente en sus actos, tan respetuosa y amante de su marido. ¿Qué idea es esa que tienen algunos de las cualidades intelectuales y morales de la excelsa Soberana, suponiéndola, y en són de elogio, obrando por corazonadas y terquedades de heroína de folletín?
En suma: Don Fernando entró como debía entrar en la empresa descubridora, convencido y gustoso. Quizás en algunos puntos de las negociaciones, sobre todo en lo tocante á los extraordinarios privilegios que el gran navegante exigía (tanto ó más celoso de su provecho que de su gloria), opusiera, al principio, algún reparo el previsor y sagaz monarca. Sea de[Pg 58] ello lo que fuere, es lo cierto que Don Fernando autorizó, por su parte, la empresa, sin lo cual las capitulaciones no habrían llegado jamás á feliz término.
Esto dicho, supongamos por un instante que no hubiese obrado así el gran Rey: ¿serían por eso menos grandes sus merecimientos, anteriores y posteriores al descubrimiento de las Indias? Tendría una gloria menos, y nada más. Sólo los servicios prestados á Castilla en otras empresas y de muchos modos, bastarían á conquistarle imperecedera nombradía. Oigamos á su magnánima compañera. Son sus palabras la mejor hoja de servicios que tenemos del Rey Católico. Recomendando á sus hijos la obediencia y amor que debían á su padre, les dice que era mucha razón que éste fuera «servido e acatado e honrado más que otro padre, así por ser tan excelente Rey e Príncipe, e dotado e insignido de tales y tantas virtudes, como por lo mucho que ha fecho e trabajado con su Real Persona en cobrar estos mis Reynos que tan enagenados estaban al tiempo que yo en ellos sucedí, e en evitar los grandes males e daños e guerras que con tantas turbaciones e movimientos en ellos había e non con menos afrenta de su Real Persona: En ganar el Reyno de Granada[Pg 59] e echar dél los enemigos de nuestra santa Fe Católica, que tantos tiempos habia que lo tenian usurpado e ocupado: en reducir estos Reynos á buen regimiento e gobernación e justicia, segun que hoy por la gracia de Dios están.»
¿Cabe elogio más exacto y cumplido de los merecimientos de Don Fernando? Está visto que los mismos Reyes Católicos han de ser siempre los que defiendan el uno al otro de injustos olvidos ó infundadas suposiciones.
Es inútil que algunos se esfuercen en divorciar el matrimonio más afortunado y bien avenido que ha podido existir sobre la tierra. Sus hechos, sus palabras, protestarán siempre, aun desde el fondo del sepulcro, donde, unidos, descansan. Y si en monumentos modernos, olvidando la antigua y loable costumbre, aparece uno solo de los egregios consortes; si se ha creído de este modo enaltecer las glorias de la gran Reina, olvidando ó desconociendo las no menos grandes del vencedor de Toro y del conquistador de Granada, provocando futuras represalias, no menos injustas, todo español protestará siempre contra tales arbitrariedades, y más alto que nadie la Reina Católica con aquellas palabras de su voluntad postrera, en que decía: «Quiero que mi cuerpo sea sepultado[Pg 60] junto con el cuerpo de Su Señoría, porque el ayuntamiento que tovimos viviendo, y que nuestras ánimas espero en la misericordia de Dios ternán en el cielo, lo tengan é representen nuestros cuerpos en el suelo.»
[Pg 61]
Después de los Reyes Católicos, el personaje naturalmente llamado á intervenir en primer término en la empresa colombina era el gran Cardenal de España D. Pedro González de Mendoza, Canciller mayor de Castilla, que hoy diríamos primer ministro; el cual, como escribía el Padre Las Casas, «por su gran virtud, prudencia, fidelidad á los Reyes y generosidad de linaje y de ánimo, y eminencia de dignidad, era el que mucho con los Reyes privaba;» en tales términos, que bien pudo apellidarle el cronista contemporáneo Pedro Mártir de Angleria: Tertius Hispaniae Rex, Tercer Rey de España.
Se dirá que no conocemos documento alguno[Pg 62] de la época que nos hable de la intervención real y efectiva del Cardenal en las negociaciones colombinas, siendo como son muchos los que han llegado á nosotros referentes á otros hechos de su vida. Es no menos cierto que ni el cronista de los Reyes Católicos, Bernáldez, ni el primitivo historiador del descubrimiento, el ya citado Pedro Mártir de Angleria, hacen mención alguna del Cardenal al tratar de este punto. Es verdad, por último, que el biógrafo más antiguo del célebre Purpurado, Francisco de Medina y Mendoza, con referirnos hasta la parte non sancta de la vida de su biografiado, por ejemplo, sus amores con Doña Mencía de Lemos, siendo ya Obispo de Sigüenza, y lo que es más, atribuyendo como atribuye al Cardenal eminente participación en los hechos de su época, nada nos dice de su intervención en la empresa descubridora, mencionada después por los biógrafos posteriores Salazar y Mendoza, Porreño, Sánchez Gordillo y otros.
Con arreglo á estas observaciones podrían tal vez algunos, cuando no negar, poner al menos en tela de juicio la participación natural y legítima del Canciller en el asunto que examinamos. Pero al proceder así, con visos de justicia, obrarían realmente de ligero, porque todos[Pg 63] esos argumentos negativos carecen de consistencia, como vamos á ver.
En primer lugar, el silencio de Bernáldez y Angleria se explica fácilmente con decir que uno y otro hablan únicamente de Colón y los Reyes Católicos, omitiendo por completo los nombres de los intermediarios entre el marino genovés y los Reyes de Castilla; por lo cual, de su silencio en esta parte no podrá inferirse nunca que no existieran tales mediadores.
Consta del modo más positivo la intervención de algunos de ellos, aun por testimonios del propio Colón y de los mismos Reyes Católicos. La omisión del biógrafo más antiguo del Cardenal corre parejas con otra por el estilo, en hechos probados, tales como la toma de Loja, en cuyos hechos tuvo mucha parte el insigne Arzobispo de Toledo.
Y por lo que toca á la carencia de documentos, es cierta, entendiendo por tales únicamente las cartas, los diplomas y otros documentos oficiales y privados de igual clase, pero no lo es si consideramos como documentos de idéntico valor y alcance las declaraciones y memorias de historiadores de la época, en cuyo caso se encuentra, afortunadamente, el importante testimonio del cronista Fernández de Oviedo,[Pg 64] testigo de mayor excepción de los sucesos, criado en la Corte de los Reyes Católicos, paje del Príncipe Don Juan, y que conoció á Colón y al Cardenal, así como á otras muchas personas conocedoras de los hechos.
Ahora bien: Oviedo, no sólo menciona la intervención de Mendoza en las negociaciones colombinas, sino que la concreta y precisa en términos convincentes, diciendo que Colón, recién llegado á la Corte, por intercesión de Alonso de Quintanilla, Contador mayor de los Reyes, «fué conosçido del reverendíssimo é ilustre cardenal de España, arçobispo de Toledo, D. Pedro Gonçalez de Mendoça, el qual començó á dar audiencia á Colom, é conosçio dél que era sabio e bien hablado, y que daba buena raçon de lo que decía. Y túvole por hombre de ingenio é de grande habilidad; e concebido esto, tomóle en buena reputación é quísole favoresçer. Y como era tanta parte para ello, por medio del Cardenal y de Alonso de Quintanilla fue oydo del Rey e de la Reyna; é luego se prinçipió á dar algun crédito á sus memoriales y peticiones é vino á concluirse el negoçio.»
En las palabras que acabo de transcribir está el origen y la fuente de cuanto después se ha escrito sobre la materia, desde Fray Bartolomé[Pg 65] de Las Casas y Francisco López de Gómara hasta los historiadores de nuestros días, españoles y extranjeros. Lo que tiene es, que no todos se han contentado con referir puntualmente las cosas tal y como las cuenta Fernández de Oviedo, permitiéndose, por el contrario, como en otros tantos puntos de la historia colombina, alteraciones y ensanches; más aún: innovaciones de pura imaginación, abiertamente opuestas á la verdad de los hechos.
En este último caso se hallan la especie consignada por el abad Gordillo al afirmar que el Cardenal «aiudó á los Reies Cathólicos con dineros que por medio de Christóual Colon tratasen del descubrimiento de las Indias;» la no menos fantástica, que leemos en W. Irving, de que Mendoza, cuando se le habló de los proyectos de Colón, se alarmó vivamente, creyendo vislumbrar en ellos algunas proposiciones heréticas; y por último, la novelesca suposición del Conde Roselly de Lorgues, de que el Cardenal «dès qu’il eut vu Colomb, il comprit sa supériorité», sin necesidad siquiera de conocer sus intentos, «au premier coup d’œil» únicamente.
Hay que añadir á estas patrañas la popular conseja, que aún hoy circula so color de hecho histórico, á pesar de las sólidas impugnaciones[Pg 66] de Navarrete, vulgarmente conocida con el nombre de El huevo de Colón, que se supone haber ocurrido en un banquete con que obsequió en Barcelona al primer Almirante de las Indias, al regreso de su primer viaje, el gran Cardenal de España. Banquete imaginario, á cuya divulgación ha contribuído no poco la conocida estampa de Teodoro Bry, tan imaginario como las invenciones mencionadas en el párrafo precedente.
En cambio, los hechos que nos cuenta Fernández de Oviedo, aun prescindiendo de la autoridad que les presta el testimonio de su autor, conforman perfectamente con las condiciones y prendas personales del Cardenal Mendoza, y se comprueban al mismo tiempo por hechos análogos y por circunstancias históricas íntimamente relacionadas con ellos.
La privanza de Alonso de Quintanilla con el Cardenal, y la de éste con los Reyes, hechos son de absoluta evidencia en la historia de aquella época. Nada, pues, menos extraño que fuese conocido Colón del Cardenal por intercesión de Quintanilla, y de los Reyes por mediación del Cardenal, ó del Cardenal y Quintanilla á un tiempo.
Las audiencias dadas por Mendoza á Colón,[Pg 67] aun sin recomendaciones especiales al efecto, habrían seguramente existido, no sólo por la naturaleza del asunto de que se trataba y las obligaciones que el alto cargo que el Canciller Mayor de Castilla desempeñaba le imponían, sino también porque en aquellos tiempos era quizá más fácil que hoy el acceso á los grandes personajes, incluso los mismos Reyes, máxime por lo que respecta al gran Cardenal, de quien sabemos que «notóse mucho dél que nunca tuvo ora ynpedida ni retirada para el que le hubiese menester hablar, ni nunca negó su ayuda ni haçienda al que llegase á él con neçesidad della.»
Es posible, mejor dicho, natural y lógico, que en dichas audiencias conociese los talentos de Colón; más todavía: la naturaleza é importancia de sus proyectos, si no con la profundidad y amplitud que las personas especialmente versadas en las ciencias, al menos con perspicacia y cultura propias de su elevada inteligencia.
Habituados como estamos á representarnos solamente al gran Canciller en los consejos de la Corona y en los campos de batalla, hemos llegado á olvidar ó desconocer al hombre inteligente y culto en otros órdenes, y al favorecedor[Pg 68] de las ciencias y de las letras. Heredero de las aficiones literarias de su ilustre padre el gran Marqués de Santillana, fué Mendoza de todos los hijos del docto prócer el que mostró más favorables disposiciones para los estudios, por cuya razón fué enviado á Salamanca, donde cursó Cánones y Leyes y se ejercitó en el manejo de los clásicos, con tal aprovechamiento, que su padre le encargaba la traducción de algunas obras (son sus palabras) «por consolaçión y utilidat mía e de otros», «En la prosa castellana tenía harto buena elegancia clara, donde se muestra su entendimiento y eloquencia», escribía el más antiguo de sus biógrafos. De su protección á los estudios habla por todas las memorias que podría citar aquí la fundación del colegio de Santa Cruz de Valladolid, uno de los más notables que España ha tenido. Especialista, digámoslo así, para distinguir los hombres de mérito, y generoso sin medida para favorecerlos, Cisneros, Deza, Talavera, Quintanilla, y tantos otros varones insignes como enaltecieron el reinado de los Reyes Católicos, debieron, en todo ó en parte, su encumbramiento al insigne Prelado de Toledo. ¿Qué extraño, pues, que quisiese favorecer también los proyectos[Pg 69] de Colón? Lo extraño, precisamente, hubiera sido lo contrario.
Pero los proyectos del gran navegante, así en el orden de la ciencia como en la esfera política, requerían amplias y maduras deliberaciones por parte de los sabios y estadistas, y á ellos debían ser y fueron confiados. Ni los Reyes ni el Cardenal-Ministro debían resolver de plano, por pura simpatía, cuestiones tan nuevas y tan graves. Así, pues, la obra personal de Mendoza, como la de la Reina, sobre todo en los comienzos de la negociación, no podía ir más allá de las favorables inclinaciones que sentían en pro de la empresa, dejando su resolución á la competencia de los doctos.
Y no se diga á este propósito que el Cardenal lo podía todo con los Reyes: que ni en la paz ni en la guerra determinaron nunca nada de importancia sin su parecer, ni se dió el caso de que le negaran jamás cosa que les suplicase. Todo esto es verdad; pero no lo es menos que el Cardenal-Arzobispo mereció siempre tal valimiento, no sólo por su fidelidad y sus servicios verdaderamente incomparables, sino ante todo y sobre todo por la madurez y prudencia con que trataba los negocios, oyendo siempre el dictamen de sabios y letrados, á los que tenía[Pg 70] por costumbre encomendar el examen de las cuestiones arduas, entre las cuales ningunas tanto como las cuestiones colombinas. Lo que sí puede decirse que en la resolución de éstas, en el terreno político y de Estado, debió entrar por mucho la intervención y el parecer del Canciller Mayor de Castilla, no sólo por razón de su cargo, sino por sus merecimientos y prendas personales.
Era el Cardenal Mendoza como Ministro lo que los Reyes Católicos como soberanos. Pocas veces en la historia de España se ha dado el caso como entonces de adecuidad tan proporcionada y excelente. Noble, sacerdote, militar, político, letrado, Mendoza reunía en su persona las condiciones necesarias para estar al frente del Gobierno de Castilla en época como la suya, y ejercer universal influjo en todos los órdenes de la sociedad española.
Hijo de una de las casas más nobles y opulentas de Castilla, la aristocracia veía en él insigne representante á quien podía obedecer sin mengua de su orgullo; más todavía: sin la repugnancia con que resistió después el poder de Cisneros, cuyo humilde origen mortificó siempre la soberbia de los nobles castellanos.
Personaje ya influyente en la corte de Don[Pg 71] Juan II y en la de Don Enrique IV, fué la más valiosa adquisición con que pudieron contar los Reyes Católicos en el principio de su reinado. En la batalla de Toro peleó como el más valiente soldado en compañía del Rey Católico, y lo mismo en la guerra de Granada, señaladamente en la toma de Loja. Su cruz fué puesta en la más alta torre de la Alhambra, en la conquista de Granada. Y las pingües rentas de sus dignidades eclesiásticas contribuyeron no poco á estas empresas.
Por último, si por la grandeza de los discípulos puede juzgarse la de los maestros, por la de Cisneros puede ser apreciada la de su maestro y protector especialísimo el gran Cardenal de España. La gloria de Cisneros, lejos de eclipsar, aumenta el brillo de la gloria de Mendoza. En estos días preparatorios de la celebración del Centenario, el nombre del Canciller mayor de los Reyes Católicos debe ser recordado, en justa veneración y cariño, no sólo como favorecedor del gran navegante, sino como una de las figuras más nobles de nuestra historia y de las que más han contribuído á la prosperidad y esplendor de nuestra patria.
[Pg 73]
Los modernos historiadores colombinos, todos, amigos como adversarios del gran descubridor, están contestes en contar entre los mayores favorecedores de Colón y de su empresa al sabio catedrático de la Universidad salmantina, maestro doctísimo del Príncipe Don Juan, D. Fr. Diego de Deza.
En cambio, ni los primitivos historiadores de Indias, ni el único cronista de los Reyes Católicos que trata del descubrimiento, ni los antiguos biógrafos del insigne dominico, nos han dejado noticia alguna referente á este punto. El silencio de Pedro Mártir de Angleria y el de Gonzalo Fernández de Oviedo son menos de[Pg 74] notar que el del célebre Cura de los Palacios, que fué Capellán de Deza, y que, en su virtud, debía estar bien enterado en la materia, y tenía motivos de gratitud y respeto para no haber callado hechos que, de ser verdaderos, honraban sobremanera á su ilustre favorecedor y Prelado.
Todavía, por lo que toca á Fernández de Oviedo, es de advertir que no sólo en su Historia general de las Indias, sino en las noticias que escribió de Deza en sus Quincuagenas, omite por completo toda memoria concerniente á la participación del preceptor del Príncipe Don Juan en el descubrimiento del Nuevo Mundo. Y sube de punto la extrañeza teniendo en cuenta que Oviedo fué paje del primogénito de los Reyes Católicos, que conoció y trató mucho á Deza, y, sobre todo, que en las Quincuagenas nos habla de diferentes protegidos de D. Fray Diego, y nada mas nos dice, ni de lejos ni de cerca, del primer Almirante de las Indias.
Bien es verdad que la biografía de Oviedo, como las de otros biógrafos del mismo gran Prelado, no pueden servir de guía para conocer los hechos principales de su vida, ya omitidos, ya muy á la ligera indicados en estas narraciones, mientras que, por el contrario, se alargan por extremo refiriendo cosas y sucesos de escasa[Pg 75] ó de ninguna importancia. La mitad del relato de Oviedo se reduce á contarnos que Deza, siendo Arzobispo de Sevilla, tenía un león domesticado que le acompañaba á todas partes, incluso á la Catedral, con el susto y espanto consiguiente de los diocesanos.
De igual manera, el Licenciado Sánchez Gordillo, en la biografía de Deza, comprendida en su Catálogo de los Arzobispos de Sevilla, original é inédito en la Real Academia de la Historia, dedica las dos terceras partes de su escrito á relatar menudamente la Fiesta del Obispillo, como si su establecimiento hubiera sido la obra capital del pontificado de nuestro Arzobispo. Asimismo, las dos monografías que ha merecido á su Orden el docto dominico, las de Quetif y Echard y Tourón, pasan en silencio hechos principalísimos de la vida de Deza. La biografía más extensa de éste que se conoce, la del sevillano D. Diego Ignacio de Góngora, contenida en su Historia del Colegio Mayor de Santo Tomás de Sevilla, fundación admirable de Deza, historia recientemente publicada, se compone de noticias de referencia en lugar de primera mano, siendo, además, bastante deficiente en lo que á la vida y hechos del Prelado hispalense se refiere, como atinadamente observa[Pg 76] un religioso de la Orden de Predicadores tan conspicuo como el Cardenal D. Fr. Ceferino González en el prológo de dicha Historia.
Trata Góngora de la intervención de Deza en el descubrimiento del Nuevo Mundo, pero ignorando las primeras fuentes y refiriéndose siempre á autores que escribieron más de un siglo ó siglo y medio después del descubrimiento. Básteme decir que el primero de los historiadores de Indias que menciona la participación de Deza en la obra colombina, Fray Bartolomé de Las Casas, no viene comprendido entre los autores consultados por Góngora.
Es, en efecto, el P. Las Casas el primer historiador que consigna la intervención de su hermano de Orden en la empresa descubridora. Y, ante todo, es de notar en este punto que el Obispo de Chiapa, que en tantos otros sigue á la letra la Historia del Almirante de su hijo D. Fernando, se apartó de ella en este caso, toda vez que aquél omite por entero en su relato el nombre de Deza; en lo cual obró cuerdamente Las Casas, porque lo que calla D. Fernando Colón lo cuenta D. Cristóbal, su padre, como vamos á ver, y entre el testimonio del padre y el del hijo en este asunto no es dudosa la preferencia.
[Pg 77]
«El Sr. Obispo de Palencia, siempre, desde que yo vine á Castilla, me ha favorecido y deseado mi honra», escribía Colón á su hijo Don Diego, en carta fechada en Sevilla el 21 de Noviembre de 1504. Y en otra carta al mismo D. Diego, de 21 de Diciembre del propio año, añadía el Almirante que el Sr. Obispo de Palencia «fué causa que sus Altezas hobiesen las Indias, y que yo quedase en Castilla, que ya estaba yo de camino para fuera.» El Sr. Obispo de Palencia se llamaba Don Fray Diego de Deza. Ante tan terminantes y categóricas declaraciones del mejor testigo y juez de los hechos, terminan los olvidos, acaban las injusticias, y Deza entra en legítima y perpetua posesión del puesto de honor y gloria que le corresponde en la historia del descubrimiento de América.
Examinemos ahora, parte por parte, las declaraciones contenidas en la ejecutoria de nobleza que acabamos de leer.
Colón vino á Castilla en 20 de Enero de 1485. En esta fecha su protector no había aún alcanzado las altas dignidades que después obtuvo, á saber: Obispo, sucesivamente, de Zamora, Salamanca, Palencia y Jaén; Arzobispo de Sevilla y electo de Toledo; Canciller Mayor de Castilla, Capellán Mayor, y del Consejo[Pg 78] Real, Inquisidor General de España y Confesor del Rey Católico. Las ayudas de costa que se dieron á Colón desde el 5 de Mayo de 1487 á 16 de Junio de 1488, por cédulas expedidas por Alonso de Quintanilla, con mandamiento del Obispo, no pueden referirse á Fr. Diego de Deza, como se viene escribiendo, porque Deza no fué Obispo hasta tres años después del descubrimiento, en 1495, en que lo fué de Zamora. Y menos aún como Obispo de Palencia, porque lo fué de esta Diócesis en 1500, por fallecimiento de Fray Alonso de Burgos, ocurrido el 8 de Diciembre de 1499.
Cuando Colón vino á Castilla, Deza era entonces una de estas dos cosas: ó catedrático, todavía, de Prima de Teología, en la Universidad de Salamanca, puesto que había alcanzado en 1477, ó maestro ya del primogénito de los Reyes Católicos. El P. Las Casas da por sentado esto último, y de Las Casas lo han tomado los demás. Sin embargo, si Deza no fué maestro del Príncipe, como otros creen, hasta que éste tuvo ocho años, no pudo serlo hasta el año siguiente de 1486, porque Don Juan nació en Sevilla el 30 de Junio de 1478. Por mi parte, la mención más antigua que conozco del magisterio de Deza se refiere á 1491. Se lee en[Pg 79] la portada de su obra principal: «In defensiones Sancti Thome ab inpugnationibus magistri Nicholai», en la cual se titula: «magni ac serenissimi principis Hispaniarum et Siciliæ preceptore.»
De todos modos, catedrático de Teología ó maestro del Príncipe, Deza favoreció á Colón desde la llegada de éste en 1485. Colón venía con el único y exclusivo objeto de proponer á los Reyes la empresa descubridora: ésta fué sometida al examen de sabios y letrados: ¿fué Deza de los miembros de la junta encargada de dicho examen? No hay documento alguno que lo acredite, pero es bien verosímil y probable, ya que no verdadero y positivo. Era Deza uno de los mayores teólogos de su tiempo, versadísimo en el conocimiento de las Sagradas Escrituras y Doctores, como lo prueban sus escritos y la cátedra misma que desempeñó en Salamanca, que era, como queda dicho, nada menos que la de Prima de Teología. Las doctrinas de Colón se referían, además, en muchos casos, á la Escritura y los Doctores: ¿no era, pues, natural que al examen de aquellas doctrinas fuese llamado el insigne teólogo salmantino?
Mucho se ha escrito sobre la ida de Colón[Pg 80] á Salamanca después que sus proyectos fueron desechados por la mayoría de los vocales de la famosa junta, de su hospedaje en San Esteban, de sus conferencias en este convento y en la quinta de Valcuevo, las cuales atrajeron á su opinión, no sólo á los frailes dominicos, sino también á los principales maestros de la Universidad, y, sobre todo, de la principal parte que en todo esto corresponde á Deza. Pero es de advertir, desde luego, que no consta en documento alguno de la época la existencia de estas conferencias; que Colón habla sólo del patrocinio personal de Deza, sin referirse en lo más mínimo á los frailes de San Esteban; que el P. Las Casas, con pertenecer á la Orden, tampoco menciona la participación ó intervención de dichos frailes, sino exclusivamente la de Deza, y que semejante intervención ó participación en tales conferencias comienza á ser nombrada nada menos que á principios del siglo XVII, en Remesal (1619) y Pizarro y Orellana (1639), como no han podido menos de reconocer los apologistas más entusiastas del convento de San Esteban, Doncel, Rodríguez Pinilla y Torre y Vélez. Este último, en sus Estudios críticos acerca de un período de la vida de Colón, obra recién publicada, de extraordinaria[Pg 81] erudición é ingenio, declara lealmente que «el hospedaje de Colón en San Esteban no ha sido consignado hasta entonces», si bien cree que tiene por base antiguas tradiciones. Pero, como es consiguiente, semejantes tradiciones, aun admitiendo que real y efectivamente existieran anteriormente, no bastan por sí solas para constituir indiscutibles pruebas en el terreno de la historia verdaderamente científica. Además, ni la Orden de Santo Domingo ni la Escuela Salmantina necesitan nuevas glorias en lo tocante al descubrimiento de América. Bástanle á la gran Universidad los nombres de Mendoza, Talavera y Deza, esto es, las tres personas que mayor influjo ejercieron en las negociaciones colombinas. Deza, por su parte, asocia la Orden de Santo Domingo á la gloria del descubrimiento en mayor grado que ninguna otra Orden, como más tarde Las Casas y tantos otros dominicos, al generoso apostolado del derecho y la justicia.
Pasemos ahora á la segunda de las declaraciones de Colón referentes á Deza. Afortunadamente dice cuanto necesitamos saber en este punto, á saber: que Fray Diego fué causa de que el gran navegante quedase en Castilla cuando ya estaba de camino para fuera. Si la primera[Pg 82] declaración del Almirante nos pone de manifiesto la injusticia de su hijo D. Fernando omitiendo el nombre de Deza entre los favorecedores de su padre, la segunda deshace por completo otra injusticia aún más grande, pues que al referir las últimas causas que detuvieron al descubridor en Castilla, no sólo omite la principal, la única, esto es, Deza, sino que (en el supuesto de que el relato que ha llegado á nosotros esté tal y como lo escribió) atribuye á Santángel la quedada de Colón en Castilla que el mismo Colón atribuye á Deza en las palabras que ya conocemos.
Llegados á este punto, podemos fácilmente desvanecer la flamante y peregrina especie que supone que los castellanos favorecedores de Colón, á saber: Mendoza, el Duque de Medinaceli, el maestro del Príncipe Don Juan, Fray Diego de Deza, el Contador mayor Quintanilla y los demás castellanos, que fueron los primeros que obsequian y atienden á Colón, «pasado cierto tiempo se cansan, al parecer, y remiten de su entusiasmo y dan al fin la cosa por desesperada, dejando que Colón se marche del Real de Santa Fe y abandone á España, tal vez para siempre;» mientras que los aragoneses Santángel, Coloma, Cabrero, y Gabriel Sánchez, si[Pg 83] llegan á última hora, «su acción es más certera y eficaz, su entusiasmo tal vez más íntimo y profundo, y el resultado de su acción más seguro y definitivo.» ¿Caben más inexactitudes en menos palabras? Baste en este caso lo relativo á Deza. Según acabamos de ver, el amigo leal é infatigable, el favorecedor incesante, la persona de mayor confianza de Colón, el que fué causa de que se quedase en Castilla, aparece en este relato todo lo contrario, esto es, entre los que pasado cierto tiempo se cansan y dan al fin la cosa por desesperada, dejando que Colón se marche del Real de Santa Fe y abandone á España.
Así escribe la ceguedad y la pasión; pero, afortunadamente, contra esas ceguedades y pasiones estará siempre el testimonio del gran navegante, recabando para su favorecedor la gloria merecida. Estarán también los testimonios y las altas pruebas de veneración y cariño que el gran Prelado recibió, á porfía, de los Reyes Católicos, ya unidos confiándole la educación de su primogénito y elevándole á las mayores dignidades, ya individualmente cada uno de los regios consortes, la Reina instituyéndole su albacea, el Rey nombrándole su confesor y confiriendo con él hasta su muerte los[Pg 84] asuntos más arduos de Aragón y de Castilla. Á más de otras, en la Real Academia de la Historia existen muchas cartas originales y autógrafas del insigne Prelado, que acreditan cumplidamente la estimación, el respeto y la confianza que mereció siempre en justicia del Rey Católico.
Pruébanlo no menos las cartas de Colón á su hijo D. Diego, así como también la incansable protección que recibió siempre del Confesor del Rey y «la tanta confianza que en su merced tengo», como Colón escribía catorce años después del descubrimiento. En los días de las mayores tribulaciones del desposeído Virrey y Gobernador de las Indias, cuando con mayor ahinco reclamaba las reparaciones merecidas y ofrecidas, ¿á quién acudía en demanda de favor y de auxilio? Á su favorecedor de siempre, escribiéndole y escribiendo también á sus hijos (son sus palabras) «de le suplicar que le plega de entender en el remedio de tantos agravios míos y que el asiento y cartas de merced que sus Altezas me hicieron, que las manden cumplir y satisfacer tantos daños.»
Refiere el P. Las Casas que cuando Colón se presentó al Rey en Segovia, en Mayo de 1505, «suplicando que le renovase las mercedes fechas,[Pg 85] con acrescentamiento, el Rey le respondió que bien via él que le había dado las Indias y había merecido las mercedes que le había hecho, y que para que su negocio se determinase sería bien señalar una persona, dijo el Almirante: «Sea la que Vuestra Alteza mandare,» y añadió: «¿quién lo puede mejor hacer que el Arzobispo de Sevilla, pues había sido causa, con el Camarero, que Su Alteza hobiese las Indias?... Respondió el Rey al Almirante que lo dijese de su parte al Arzobispo, el cual respondió que, para lo que tocaba á la hacienda y rentas del Almirante, que señalase letrados, pero no para la gobernación: quiso decir, según yo entendí, porque no era menester ponello en disputa, pues era claro que se le debía.»
De esta suerte, en el transcurso de más de veinte años, desde su venida á Castilla hasta su muerte, tuvo Colón en Deza el más constante y eficaz de sus protectores y amigos.
Christophori Colombi generosus fidusque patronus (protector generoso y fiel de Cristóbal Colón) se lee en el sepulcro de Deza. Ningún título más exacto ni de mayor gloria para el ilustre Arzobispo de Sevilla.
[Pg 87]
Hecho de la magnitud del descubrimiento de América había de ser, necesariamente, tema fecundo de poéticas inspiraciones, sobre todo en la epopeya y en el drama.
En este último género bien puede decirse que no es escaso el número de las composiciones escritas hasta el presente, dentro y fuera de España. En Italia y Francia, acaso más que en nuestro país, Colón y su empresa han sido objeto de diferentes tentativas dramáticas. Por lo que toca á la primera de dichas naciones, baste citar aquí las obras de Polleri, Garassini, Giacometti, Gherardi d’Arezzo, Briano y Cerlone; y por lo que á Francia respecta, las de[Pg 88] J. J. Rousseau, Mestépès y Barré, Lemercier y Lhermite. He dicho tentativas, porque en realidad ninguna de las composiciones aludidas ha logrado traspasar los límites de meros ensayos, aun las de Giacometti y Lhermite, que son quizás los autores que han revelado en las suyas más felices disposiciones dramáticas.
Obras de imaginación, invenciones novelescas, apenas si tiene cabida en ellas la verdad histórica, casi siempre ó puesta en olvido ó desfigurada, aun tratándose de los hechos más elementales y conocidos. Así, por ejemplo, en la obra de Lhermite, Colomb dans les fers, muere asesinado Bobadilla; en el Colombo de Mestépès y Barré, el Guardián de la Rábida es arrojado por una tempestad á las playas de Génova, donde lo conoce Colón; y en Il ritorno di Colombo, de Cerlone, es México la primera tierra descubierta por el gran navegante, y, lo que es más, bautizada por éste con el nombre de América, reconociendo que Américo Vespucio había tenido noticia antes que él de tal tierra. Semejantes desatinos sólo pueden compararse con los que contiene el drama Columbus del alemán Dedekind, publicado en Leipzig este año, entre los cuales sobresale, sin duda, en primer término la originalísima especie[Pg 89] de que la amistad de Colón con los Pinzones tuvo origen en la Universidad de Pavía, siendo condiscípulos en sus aulas el marino genovés y los célebres pilotos de Palos.
En comparación con tales dislates, insignificantes resultan los errores históricos de los dramaturgos españoles, comenzando por frey Lope Félix de Vega Carpio.
El Nuevo Mundo descubierto por Christoual Colon es anterior á 1604, fecha en que había sido ya escrita esta comedia, como lo prueba el hecho de venir incluída en la lista publicada en El Peregrino, dada á luz en aquel año. Diez más tarde, en 1614, fué impresa en la Cuarta parte de comedias de Lope. Como hasta ahora, que sepamos, no ha merecido estudio especial, bueno será dar alguna noticia de ella con ocasión del presente Centenario.
Al descubrimiento de América se refieren propiamente, en esta obra, la mayor parte del acto primero, las primeras escenas del segundo y las últimas del tercero. Las demás tienen por asunto, ya la conquista de Granada, ya los compañeros que dejó Colón en las primeras tierras descubiertas entre los cuales incluye Lope á D. Bartolomé Colón y al P. Buil, que no fueron en el primer viaje, como es notorio. Las[Pg 90] escenas de esta parte abarcan más de la mitad del acto segundo y casi todo el tercero. La celebración de la primera Misa, y los amores y amoríos de indias é indios, indias y españoles, groseramente presentados, les sirven de argumento. Nada de esto se refiere, pues, directamente á Colón ni á la empresa descubridora.
Tratemos de ésta únicamente. Y desde luego diremos que, desde el principio hasta el fin, las escenas de nuestra comedia se ajustan esencialmente á la historia del descubrimiento contenida en las crónicas españolas que corrían por entonces. El poeta tomó de unas y otras lo que tuvo á bien escoger, permitiéndose luego algunos ensanches y alteraciones. Con razón podríamos, pues, calificar su obra de crónica dialogada, lo mismo en lo que toca á los preliminares del descubrimiento, que en lo relativo al primer viaje, que en lo tocante al regreso y presentación de Colón á los Reyes en Barcelona.
Ni las mocedades de Colón, ni sus amores con D.ª Beatriz Enríquez, explotados después por otros dramaturgos, así como tampoco la supuesta intervención de la Universidad de Salamanca en las negociaciones colombinas, y menos aún las decantadas burlas de sus maestros[Pg 91] de los proyectos del gran navegante, figuran en modo alguno en nuestra comedia. Lope nos presenta solamente al descubridor en los tres momentos capitales de su empresa: buscando favorecedores hasta que los encuentra en los Reyes Católicos; llevando á cabo su inmortal viaje; regresando vencedor á España á noticiar su triunfo.
De estos tres momentos, el primero es el tratado con mayor extensión en nuestra comedia. Colón, viviendo en la isla de la Madera, hospeda en su casa á un piloto, el cual, al morir, en premio de la hospitalidad recibida, le entrega sus papeles, y con ellos el secreto de la existencia de un Nuevo Mundo. Porque es de saber que aquel piloto, navegando por el mar Océano en una carabela empujada por contrarios vientos y arrastrada por las corrientes, había arribado á América. Refiérelo á Colón, añadiendo que
Que Lope no inventó tal historieta, no hay que decirlo. Es ésta en un todo la misma que nos refiere ya Oviedo, teniéndola por falsa, repetida después, creyéndola verdadera, por López de Gómara, el Inca Garcilaso, Acosta y otros, que bautizaron al piloto con el nombre de Alonso Sánchez de Huelva. Lo más curioso del caso está en que, siendo Colón, según esta historieta, el único depositario del secreto, y no habiéndolo revelado jamás á nadie, se haya sabido, sin embargo. Que es saber.
Poseedor de tan inapreciable secreto, Colón propone su empresa al Rey de Portugal, quien se mofa del futuro descubridor en los siguientes términos:
La repulsa del Monarca portugués es histórica; pero seguramente no están en ese caso ni los motivos ni el lenguaje que Lope le atribuye. Por lo demás, si Colón no hubiera tenido otro argumento que emplear en apoyo de su empresa que el simple dicho del muerto piloto, habría obrado cuerdamente al rechazarla el Rey de Portugal. Lo extraño es que, sin otras pruebas, se dé por convencido y abogue en pro de Colón un Duque de Alencastre que Lope introduce en los consejos del Monarca lusitano.
En cambio los españoles Duques de Medina Sidonia y Medina Celi, á quienes Colón acude una vez venido á Castilla, se pronuncian resueltamente en contra de sus proyectos, y eso que en esta ocasión, más cauto y mejor avisado, el primer Almirante de las Indias ofrecía en apoyo de sus ideas más valederas razones, por ejemplo: la esfericidad de la tierra, la habitabilidad de la zona tórrida, la existencia de los antípodas, y otros argumentos por el estilo.
¿Inventó Lope las repulsas de ambos Duques? En manera alguna. Leyólas en los cronistas que las refieren. Lo único que hizo fué[Pg 94] pintarlas á su modo, poniendo también en esta ocasión en boca de uno y otro prócer groserías semejantes á las que coloca en los labios del Rey de Portugal. En cuanto á la verdad histórica, los cronistas leídos por Lope están bien lejos de reproducirla fielmente, porque ni el Duque de Medina Celi fue adversario, sino favorecedor de Colón, hasta el punto de haber estado dispuesto á llevar á cabo por su cuenta la expedición, que creyó prudente reservar á la Reina Católica, ni tampoco el Duque de Medina Sidonia dejó de favorecer á Colón por encontrar disparatados sus proyectos, sino más bien por estar en desgracia de los Reyes y no atreverse á acometer empresa de esta índole.
Afortunadamente, los proyectos de Colón tuvieron en nuestra patria, si no muchos, señalados favorecedores en todas las clases de la sociedad: en la aristocracia, con personalidades como el Duque de Medina Celi y la Marquesa de Moya; en la Iglesia, en el Cardenal Mendoza y fray Diego Deza; y en el pueblo, doblemente representado en los frailes mendicantes y en la gente de mar.
Prosigamos el examen de nuestra comedia. Después de los Duques de Medina Sidonia y Medina Celi, es Enrique VII de Inglaterra[Pg 95] quien rechaza las ofertas de Colón, hechas por conducto de su hermano Bartolomé. Ya no le resta otra esperanza que los Reyes Católicos. Pinzón, el Contador mayor Quintanilla y el Cardenal Mendoza, que dan crédito á sus proyectos, le instan vivamente á que espere la rendición de Granada. Lograda ésta, los Reyes aceptan la empresa, presta Santángel el dinero necesario y parte Colón para Palos, prometiendo á la Reina dar nombre
promesa que no cumple luego, poniendo á la tierra descubierta por nombre el de Deseada, de la cosecha de Lope.
Salvo el patrocinio de Pinzón, en los demás se atuvo Lope á las tradiciones y las crónicas. Es de advertir también que en los tratos de Colón con los Reyes no es Doña Isabel, en nuestra comedia, quien principalmente interviene, sino Don Fernando.
El viaje de Colón que Lope nos presenta se reduce, en suma, á la escena del motín á bordo de las naves descubridoras, motín puesto en duda y aun negado hoy por algunos, contra el[Pg 96] unánime sentir de los historiadores primitivos de Indias, Pedro Mártir de Angleria, el Cura de los Palacios y Fernández Oviedo.
No son sólo, en nuestra comedia, simples marineros los alzados, sino también Pinzón. En boca de los amotinados pone Lope estos versos:
Y así lo habrían hecho sin la bondadosa intervención del P. Buil, que no fué en este viaje.
Descubierta al fin la anhelada tierra, regresa Colón á España. Llega con seis indios bozales, barras de oro, papagayos y alcones.
le dice Don Fernando, anticipando á Colón el ducado que no llevaron hasta bastantes años[Pg 97] después sus descendientes. Duplícale también las armas que el verdadero Rey Católico le concediera, otorgándole.
Si no tuviera Lope otros títulos que presentar á la admiración de las edades que el de autor de esta comedia, medrada sería la gloria del Fénix de los Ingenios. Bien es verdad que no han sido mucho más afortunados los demás dramaturgos españoles y extranjeros. Si en alguna de las obras de éstos podemos hallar más poesía, en cambio la verdad histórica suele salir peor librada que en las escenas que acabamos de examinar. De todos modos, fuerza es decirlo, la gigantesca figura de Colón y su asombrosa empresa no han tenido hasta el día intérpretes de primer orden en el teatro. Dudamos que los tenga en lo futuro, y no tanto por carencia de facultades en los poetas, cuanto por la índole y grandeza del asunto. Lo mismo sucede con la epopeya y por iguales causas.
[Pg 99]
La debatida cuestión del pueblo en que vino al mundo Cristóbal Colón está juzgada en España desde su principio por fe cumplida en la declaración de quien mejor podía resolver las dudas. «Siendo yo nacido en Génova—dijo—vine á servir aquí en Castilla.... De Genova—repitió—noble ciudad y poderosa por la mar.... de ella salí y en ella nací.» Con estas palabras, americanista tan entendido como el Sr. Fernández Duro respondía cumplidamente, hace dos años, á los defensores de supuestas patrias colombinas.
¿Qué ha ocurrido de entonces acá, para que el ilustrado autor de estas palabras abandone,[Pg 100] de pronto y en absoluto, la causa de Génova, declarándose resueltamente partidario de una de aquellas pretendidas patrias, la ciudad de Saona? ¿Acaso el hallazgo de la fe de bautismo del gran navegante, ú otro documento análogo, capaz de dar al traste con la autoridad de quien mejor podía resolver las dudas? ¿Ó es que ha resultado apócrifa y supuesta la escritura que contiene las declaraciones atribuídas á Colón? Solamente en uno ó en otro caso, esto es, demostrando que Colón no dijo que había nacido en la ciudad de Génova, ó probando que mintió al decirlo, es como cabe abandonar fundadamente la causa de Génova, para abrazar la de Saona ó de cualquier otra de las innumerables poblaciones que pretenden haber dado nacimiento al descubridor del Nuevo Mundo.
Veamos ahora si se encuentran en uno ó en otro caso las probanzas recientemente aducidas en pro de Saona. Contiénense en un elegante y erudito opúsculo de D. Francisco R. de Uhagón, intitulado La Patria de Colón según los documentos de las Órdenes militares. Bien concluyentes ha debido juzgar el Sr. Uhagón las pruebas deducidas de estos documentos, para acabar como acaba su folleto con estas palabras:[Pg 101] «No debe discutirse más en este asunto; la materia está agotada, el problema histórico resuelto.... Digamos con la autoridad de cosa ya juzgada: Colón nació en Saona.»
En consonancia con tales juicios, escribía después el Sr. Fernández Duro: «Habrán, pues, de estimarse el hallazgo del Sr. Uhagón y su obra divulgadora entre los más felices resultados de investigación del Centenario, por darlo definitivo, resolviendo documentalmente uno de los problemas históricos más enredados.»
Declaro sinceramente que al leer unas y otras palabras, las del autor del hallazgo y las de su docto padrino, antes de acometer de lleno la lectura del precioso opúsculo me sentí poseído de alegría y tristeza á un tiempo: la alegría que toda nueva verdad inspira; la tristeza del desengaño sufrido, tanto mayor en este caso, cuanto que el engañador resultaba ser nada menos que Colón en persona. ¡Colón falsario! Era ya la única acusación que le faltaba, para haber sido objeto de todas. Sólo que las anteriores se dirigían al genio, al sabio, al marino, al descubridor y al gobernante, y esta nueva al hombre, acusado de embustero.
Pero leí después el folleto; lo estudié detenidamente, y ¡cuál no sería mi asombro al observar[Pg 102] que me sentía más colombino que nunca, y más que nunca creyente en la veracidad del glorioso navegante! No: Colón no había mentido al decir que nació en la ciudad de Génova. Contra su testimonio no resultaba en el folleto en cuestión ningún otro superior y decisivo, como vamos á ver.
Se trata de las pruebas de nobleza que hizo D. Diego, nieto de Colón, para el hábito de Santiago. En esta Información, con fecha 8 de Marzo de 1535, declararon como testigos Pedro Arana, el Licenciado Rodrigo Barreda y Diego Méndez. Preguntados que fueron acerca de la patria de D. Cristóbal, respondieron: Arana, que «oyó dezir que hera ginoves, pero que no sabe dondés natural;» Barreda, que «oyó decir que era de la senioria de Genova, de la cibdad de Saona;» y Méndez, que «hera natural de Saona ques una villa cerca de Genova.» Á estas respuestas se reducen, en suma, las famosas pruebas. Ó en otros términos: tres testigos, de referencia los tres, comienzan por no estar de acuerdo en materia que por sus declaraciones se da por resuelta: uno declara ignorar el lugar de nacimiento de Colón; otro, que oyó decir que fué Saona; y el restante testigo, aunque dijo que era de Saona, sin mencionar que lo había[Pg 103] oído decir, bien claro se sobrentiende que hablaba de oídas, en el mero hecho de no referirse en su respuesta á otra clase de fuentes ni de pruebas.
Nótese también que Diego Méndez, que fué también grande amigo de Colón y uno de sus más leales servidores, no dice haber oído de labios de Colón que era de Saona. Si lo hubiera escuchado de boca del descubridor, lo habría dicho, sin duda, como argumento y razón de su aserto. Referíase, pues, como el Licenciado Barreda, á las voces que corrían entonces sobre la patria de Colón, sobre todo entre sus compatriotas, los cuales, como refiere Fernández de Oviedo, unos decían que fué Saona, otros que Nervi, y otros que Cugureo; lo que por más cierto se tiene, añadía Oviedo. En cambio, Gallo, Geraldini, Senarega y Toglietto, contemporáneos todos de Colón, se inclinaron á Génova, como Galíndez de Carvajal, antes que nuestros testigos, y Cieza de León, después, se pronunciaron en favor de Saona. Como se ve, Génova, Saona y Cugureo tenían entonces partidarios decididos y especiales. ¿Qué extraño, pues, que Méndez y Barreda siguiesen el bando de los de Saona, como otros los de Génova y Cugureo? Sus declaraciones, ni añaden[Pg 104] ni quitan nada á lo conocido. Eco de lo que habían oído decir, ni inventan ni prueban nada. Dos votos más, á lo sumo, en pro de Saona, si esta cuestión se resolviera simplemente por votos y no por razones y probanzas.
Con mejor acuerdo, los primitivos historiadores de Indias, Pedro Mártir de Angleria, Bernáldez y Fernández de Oviedo, como más tarde Las Casas, careciendo de pruebas auténticas, no se resolvieron por ninguna de las citadas patrias. Y esta sería, aun hoy mismo, la resolución más prudente, en presencia de tan diversos y contradictorios pareceres, si quien mejor podía sacarnos de duda no lo hubiese hecho ya va para cuatro siglos, el 22 de Febrero de 1498. En la escritura de Institución del Mayorazgo, á más de esta frase: siendo yo nacido en Génova, encontramos la cláusula siguiente, que importa transcribir á la letra:
«Item: mando al dicho D. Diego, mi hijo, ó á la persona que heredare el dicho Mayorazgo, que tenga y sostenga siempre en la Ciudad de Génova una persona de nuestro linage que tenga allí casa e muger, e le ordene renta con que pueda vivir honestamente como persona tan llegada á nuestro linage, y haga pie y raiz en la dicha Ciudad como natural della, porque[Pg 105] podrá haber de la dicha Ciudad ayuda é favor en las cosas del menester suyo, PUES QUE DELLA SALÍ Y EN ELLA NACÍ.» ¿Se quiere declaración más precisa y terminante?
Sólo la prueba de falsedad de la escritura que la contiene podría invalidarla. Y ni esta prueba ha existido nunca, pero ni fundado recelo de que pudiera ser falso dicho documento. Confundiéndolo lastimosamente con el testamento otorgado por Colón en Valladolid, y éste á su vez con el apócrifo y supuesto Codicilo militar del marino genovés, ha podido escribir algún autor italiano que era apócrifa la declaración de Colón como contenida en el strombazzato testamento. En honor de la verdad, ni el Sr. Uhagón ni el Sr. Fernández Duro han incurrido en tan graves errores. Y era así de esperar, teniendo en cuenta que ya el insigne Navarrete, al publicar la Institución del Mayorazgo, escribía que, aunque no había disfrutado el original ni copia legalizada en toda forma, «no tenemos motivo fundado—son sus palabras—para desconfiar de la legitimidad de este documento, que ha sido varias veces y desde antiguo presentado en juicio ante los tribunales y nunca convencido de apócrifo ó supuesto.»
[Pg 106]
Pero concedamos por un momento que tal declaración no existiera ó que fuese apócrifa, que no es poco conceder: ¿quedaría por eso resuelta la cuestión en favor de Saona y en contra de Génova, Nervi, Cugureo y tantas otras pretendidas patrias de Colón? Y no se diga que Saona tiene de su parte la declaración de Diego Méndez y toda una información de nobleza; porque ni tales informaciones son de aquellos documentos que mayor fe merecen, ni en el dicho de Méndez concurren tampoco circunstancias singulares de autoridad sobre los de los partidarios de otras patrias colombinas.
Quien, como yo, ha manejado las pruebas de nobleza de muchos hombres ilustres, precisamente para el mismo hábito de Santiago; quien ha visto, entre otras, las de Pizarro, cuya bastardía no parece en ellas por ninguna parte; las de D. Nicolás Antonio, cuyos abuelos, mercaderes, figuran como caballeros hijosdalgo de la más limpia y encumbrada nobleza, y, sobre todo, las de Velázquez, en las cuales nada menos que setenta y cuatro testigos declaran á una que el egregio autor de Las Meninas pintaba únicamente «por hacer gusto y obedecer á Su Majestad para adorno de su Real Palacio», no puede conceder á esas probanzas, sólo por titularse[Pg 107] tales, la autoridad decisiva é inapelable en lo histórico, como en lo jurídico, que el señor Uhagón, Ministro del Tribunal de las Órdenes Militares, les concede. Ya Morobeli de Puebla, en escrito de su puño y letra, elevado al Consejo de las Órdenes, tronaba contra las hidalguías que llama de trapos, hablando lisa y llanamente de testigos comprados y «de otras mañas que se suelen usar en estas pruebas.» En cuanto á las de D. Diego Colón, que examinamos, ¿qué pruebas de nobleza son esas, en que bastan las declaraciones de tres testigos para resolverlo todo?
En cuanto á la autoridad de Diego Méndez, yo no pondré frente á ella la «pesquisa hecha contra el Alguacil mayor de la Isla Española Diego Méndez», que ha creído curioso sacar á luz, en su importante libro Autógrafos de Colón y papeles de América, la ilustre Duquesa de Alba, «por cuanto aquél, en su testamento, otorgado en Valladolid, asegura que no obtuvo, á pesar de las promesas de Colón y de su sucesor, el alguacilazgo de dicha Isla.»
No quiero entrar tampoco en el examen de este documento, ni siquiera en el de la acusación de falsario que se deduce de las palabras transcritas. Consideraré á Diego Méndez, como[Pg 108] sus padrinos pretenden, esto es, como «honrado caballero y buen cristiano, incapaz de decir bajo juramento una cosa por otra; declaró ser Don Cristóbal natural de Saona; pues por cierto lo tuvo.» Perfectamente, añadiremos nosotros: lo tuvo por cierto del mismo modo y con iguales fundamentos que otros honrados caballeros y buenos cristianos como él tuvieron por cierto igualmente que Colón nació en Cugureo, en Nervi, en Génova, ó en otras partes de la antigua Señoría. Pero en estas cuestiones no se trata de si es ó no buen cristiano ni honrado caballero; se trata de verdades históricas, y de las pruebas y fundamentos en que descansan.
Por otra parte, después de decirnos Colón cuál fué su patria, ¿cabe sostener sin pruebas en contrario el simple dicho de Méndez ni de nadie? Aun en el terreno mismo en que se quiere colocar la cuestión, si la autoridad de Méndez proviene únicamente de ser honrado caballero y buen cristiano, ¿es que Colón no fué igualmente caballero honrado? Y sobre todo, ¿cómo se acredita que sabía Méndez mejor que Colón dónde este había nacido?
Así, pues, los documentos de las Órdenes Militares, lejos de venir á resolver una cuestión siglos ha fallada por sentencia firme, han[Pg 109] venido á enredarla de nuevo, ofuscando aparentemente y por el momento las nociones sólidas y positivas que, afortunadamente, poseíamos. ¡Ojalá que todas las cuestiones colombinas fueran tan claras como la de la patria del gran navegante!
[Pg 111]
A la terminación de las fiestas onubenses de Agosto, salieron para Cádiz, á bordo de El Piélago, los Almirantes de las escuadras italiana, portuguesa y española. íbamos con ellos los individuos de la Comisión encargada de examinar los archivos gaditanos, para escoger los documentos que debieran figurar en la Exposición Hispano-Americana. La Compañía Transatlántica nos obsequió espléndidamente, como acostumbra. Llegó, en el banquete, la hora de los brindis: húbolos entusiastas, señaladamente los de los italianos y portugueses. La bondad del Almirante español, mi respetable amigo D. Zoilo Sánchez Ocaña, me concedió la honra de responder á estos brindis,[Pg 112] á nombre de los españoles: «Brindo, dije, por las tres patrias de Colón: la de su nacimiento, Italia; la de su iniciación, Portugal; la de su gloria, España.»
De éstas, las verdaderamente patrias, las que Colón amó como tales, reservando para ellas los tesoros de sus afectos y memorias, fueron, á no dudarlo, Italia y España, ó, en términos exactos y precisos, Génova y Castilla: el cariño por la una fué siempre compatible, como era natural y debido, con el amor de la otra, así en su corazón como en los hechos de su vida.
Pero la patria castellana, después del descubrimiento, había de ser para él la principal, y lo fué seguramente. En 1498, en la Institución del mayorazgo, lo consignaba así, del modo más explícito y terminante. He aquí sus mismas palabras: «Item: mando al dicho D. Diego (su primogénito), ó á quien poseyere el dicho mayorazgo, que procure y trabaje siempre por la honra y bien y acrecentamiento de la ciudad de Génova, y ponga todas sus fuerzas e bienes en defender y aumentar el bien e honra de la república della, no yendo contra el servicio de la Iglesia de Dios y alto Estado del Rey ó de la Reina, nuestros Señores, e de sus Sucesores.» Nada, pues, más justo que mantener vivo el[Pg 113] afecto de su tierra natal, pero colocando sobre este afecto la Religión y España. No fué, pues, Colón, ni renegado del país donde nació, ni ingrato y desleal con su nueva patria. La compatibilidad de ambos afectos, así como el orden y subordinación que entre uno y otro establece honran sobremanera á la justicia y nobleza de su alma.
¿Existieron igualmente ese orden y esa subordinación en los hechos del primer Almirante de las Indias? Ó en otra forma: ¿fué siempre Colón fiel á sus Reyes, á su patria adoptiva? No vacilo en responder afirmativamente, sin reservas ni limitaciones de ningún género, sino del modo más estricto y categórico. Si en dos ocasiones distintas fué tachado de desleal y traidor por la malicia y malquerencia de algunos, la primera cuando arribó á Lisboa al regreso de su primer viaje, diciéndose que había ido allí para dar las Indias al Rey de Portugal; la segunda cuando fué despojado por Bobadilla del gobierno de la Española, suponiéndose, entre otros cargos, que había tratado de alzarse con la soberanía de las islas, bien pronto se vió, en el primer caso, que no había ido á Lisboa con tal propósito, ni siquiera por obra de su voluntad, sino de la tormenta que allí le[Pg 114] arrojó sin velas. Y por lo que toca al segundo, no cabe en manera alguna poner en tela de juicio la lealtad del Virrey de la Española á sus Reyes y á su patria castellana; el mismo P. Las Casas, que tan duramente censura otros actos del Almirante, es el primero en reconocer y proclamar resueltamente su intachable fidelidad. «Verdaderamente—escribía—á lo que del yo entendí, y de mi mismo padre, que con él fué cuando tornó con gente á poblar esta isla Española el año de 93, de otras personas que le acompañaron y otras que le sirvieron, entrañable fidelidad y devoción tuvo y guardó siempre á los Reyes.»
No sólo por gratitud, hasta por conveniencia había de obrar así el descubridor de las Indias. «¿Quién creerá—decía á los Reyes en la famosa carta de Jamaica, relación del cuarto viaje—que un pobre extranjero se hobiese de alzar en tal lugar contra V. A., sin causa, ni sin brazo de otro Príncipe, y estando solo entre sus vasallos y naturales, y teniendo todos mis hijos en su Real corte?» «Bien que yo sepa poco—escribía al ama del Príncipe Don Juan—no sé quién me tenga por tan torpe, que yo no conozca que, aunque las Indias fuesen mías, que yo no me pudiera sostener sin ayuda[Pg 115] de Príncipe. Si esto es así, ¿adónde pudiera yo tener mejor arrimo y seguridad de no ser echado dellas del todo que en el Rey é Reina nuestros señores, que de nada me han puesto en tanta honra, y son los más altos Príncipes, por la mar y por la tierra, del mundo?» El corazón y la inteligencia, la gratitud y el buen sentido hablan de consuno y en tan alto grado en estas palabras, cerrando victoriosamente el paso á maliciosas cuanto mezquinas suposiciones: la lealtad de Colón es indiscutible. Entre sus muchas y relevantes virtudes figurará siempre, al lado de otra fidelidad no menos viva y profunda, la de sus sentimientos religiosos.
Aparte de estas consideraciones, el españolismo de Colón no estriba sólo en su lealtad acendrada, sino también en sus incomparables servicios á nuestra patria. «Yo vine—escribía—con amor tan entrañable á servir á estos Príncipes, y he servido de servicio de que jamás se oyó ni vido.» Y, en efecto, ¿qué servicio de la naturaleza del suyo? Pudo añadir, igualmente, que fué el mayor servicio que España ha recibido, no ya de extranjero, pero de los nacidos en tierra española.
Dícenos la leyenda que Colón comenzó á ser español desde el punto y hora en que fué objeto[Pg 116] de sus amores la cordobesa Beatriz Enríquez. Nada más inexacto. Embarazada estaba doña Beatriz cuando su amante, que no su esposo, andaba en tratos todavía con el Rey de Portugal, sin pensar, pues, en reservar á España su empresa por el hecho de ser su amada española. Colón, consagrado al servicio de una idea, no podía considerar como nueva patria sino á la nación que le ayudase á ponerla por obra, y desde el instante mismo en que comenzase esta ayuda. El primer Almirante de las Indias principió en realidad á ser español el día en que unió para siempre su suerte á la de España en las famosas Capitulaciones de Santa Fe. Desde entonces Colón y España son términos inseparables, porque sólo unidos dan nombre al acontecimiento capital á un tiempo de la vida de Colón y de la vida de España.
El nombre mismo de Colón es vocablo español exclusivamente. El Colombo italiano, pasando por las formas Colomo y Colom, llegó á ser definitivamente el Colón castellano. Diríase que las alteraciones y cambios de la palabra italiana representan al vivo las transformaciones mismas operadas en el navegante genovés hasta su plena naturalización en la tierra castellana. Aun sin tener en cuenta otras muchas[Pg 117] consideraciones, baste recordar aquí el hecho de que el gran descubridor llegó de tal manera á abandonar, por la nuestra, la lengua de sus padres, que en castellano escribía á sus mismos compatriotas genoveses.
Española apellidó Colón á la que juzgó más hermosa y principal de las islas descubiertas en el primer viaje. Sin tomarse el trabajo de leer en el Diario del Almirante las razones que tuvo para darle tal nombre, y la genuina significación de éste, en abierta contradicción con la verdad de la Historia, por pura fantasía se ha llegado á decir que dicho nombre podrá ser debido al acaso, á la casualidad, á un capricho ó á un sentimiento de intuición, adivinación ó inspiración; pero es lo cierto que con él quedó impreso, en el descubrimiento de América, el sello de consagración de la unidad de España, desde el momento mismo en que Colón no dió á aquella isla el nombre de castellana, sino el de española. Ahora bien: este nombre no fué debido al acaso ni á ninguna de las supuestas causas que se indican por los autores de la flamante especie. Es Colón quien nos dice en su Diario que aquella isla tenía «unas vegas las más hermosas del mundo y cuasi semejables á las tierra de Castilla.....; por lo cual, añade,[Pg 118] puse nombre á la dicha isla, Isla Española.» Como se ve, para Colón Castilla y España, español y castellano, eran términos idénticos. Éranlo también en su época y aun hoy día, en muchos conceptos. Así, por ejemplo, lengua castellana y lengua española son voces equivalentes y de igual significación. Del mismo modo, en la época de Colón se decía indistintamente Rey de España y Rey de Castilla, ó Rey de Castilla y León. Cardenal de España era apellidado D. Pedro González de Mendoza, y España aquí ni tenía ni podía tener entonces otro sentido que sinónimo de León y Castilla, como Castilla á secas denotaba juntamente ambos reinos. En documentos mismos de los Reyes Católicos, al hablar de Santiago, se le llama unas veces Patrón de España y otras de Castilla y León, como frases idénticas.
Ni Colón podía haber dado otro alcance al nombre de Española que el que él mismo nos refiere, no sólo en las palabras transcritas, sino en otros muchos pasajes de su Diario. Por Castilla partió á descubrir; por Castilla tomó posesión de las tierras descubiertas. El título de Almirante le fué conferido «según e como los llevan é acostumbran llevar el nuestro Almirante mayor de los nuestros Reinos de Castilla»,[Pg 119] dicen los Reyes en el título original, su fecha 30 de Abril de 1492. Las armas que le dieron los mismos Reyes en 20 de Mayo de 1493 fueron un Castillo y un León. Y según su hijo D. Fernando, de orden del Rey Católico se le puso al morir, por epitafio, la consabida letra:
tan exacta y verdadera que la no menos conocida:
Las dos publican igualmente el indestructible consorcio de los nombres de Colón y su nueva patria en la empresa más grandiosa de la historia moderna. Pretender separar estos nombres, cuya unión consagraron para siempre el heroísmo de la común aventura y la gloria del común vencimiento, es tan pueril como nocivo. Los que tal hacen acreditan simplemente que desconocen ú olvidan las más elementales nociones de la justicia y de la Historia.
[Pg 121]
Entre los personajes conspicuos de la corte de los Reyes Católicos que mayor y más eficaz patrocinio dispensaron á Colón, singularmente en la aceptación de sus proyectos por parte de la Reina, figura una señora, no menos ilustre por su inteligencia y sus virtudes que por su nacimiento, amiga predilecta de Doña Isabel, con la cual se crió algún tiempo y á quien prestó más de una vez señalados servicios: Doña Beatriz de Bobadilla, Marquesa de Moya.
Hoy, que se trata de honrar la memoria del glorioso navegante con la celebración del IV Centenario de su incomparable hazaña, entre las personas que de un modo provechoso[Pg 122] y principal contribuyen á la buena obra, hay que contar, en puesto preeminente, otra señora ilustre, de la más alta nobleza de España, en quien resplandecen á un tiempo, y en feliz armonía, virtudes, entendimiento, cultura, juventud y belleza: Doña María del Rosario Falcó y Osorio, Duquesa de Alba.
Su libro Autógrafos de Colón y Papeles de América, colección de documentos peregrinos, inéditos los más, interesantes todos, es una de las publicaciones más importantes del Centenario, y asimismo de las más útiles que han visto la luz pública en este siglo, dentro y fuera de España, relativas á la historia del Nuevo Mundo.
Educada con insuperable esmero por ayas verdaderas; versada en idiomas, sobre todo en el francés, italiano, alemán é inglés, que posee como la propia lengua castellana; aficionada desde niña á las bellezas de la Literatura y á las verdades de la Historia; imaginación pronta y viva; espíritu serio y reflexivo; memoria verdaderamente asombrosa; carácter entero y constante, varonil en ocasiones y comparable sólo con la sencilla severidad de sus virtudes, ó con la llaneza elegante de su trato, la inteligente y hermosa hija de los Duques de Fernán-Núñez,[Pg 123] aun sin sus méritos especiales en el cultivo de los estudios históricos, es, á todas luces, una de las figuras más sobresalientes de la nobleza española.
Hasta ella, las Duquesas de Alba, como las principales señoras de nuestra aristocracia, habían estado bien lejos, no ya de acometer, pero ni de imaginar siquiera empresas como la llevada á feliz término por la joven Duquesa, si necesarias y meritorias, modestas, prolijas, sin lucimiento, fatigosas para un erudito de vocación, cuanto más para una señora, máxime en los floridos días de su existencia y en posición tan encumbrada, ajena, por sus usos y aficiones, á esta clase de trabajos.
Las Memorias de la Casa de Alba en sus relaciones con la cultura patria se refieren únicamente á la protección que algunos Duques y Duquesas dispensaron á escritores insignes ó artistas eminentes. Las Duquesas Doña Isabel Pimentel, Doña María Enríquez y Doña María Teresa de Silva figuran en nuestra historia literaria y artística como favorecedoras de grandes ingenios: la primera, de Juan de la Encina; de Santa Teresa y fray Luis de Granada la segunda, y de Goya la última.
[Pg 124]
que cantaba Quintana.
Caso único en la Casa de Alba, como en la nobleza española, la autora del libro Autógrafos de Colón y Papeles de América ha fundado y organizado por sí misma el archivo histórico de su casa, y por sí misma también examinado, escogido y hasta copiado por su mano los documentos más preciosos, entregándolos en gran parte á la publicidad después en el volumen referido y en el que publicó poco más de un año antes, no menos interesante y curioso.
Cuando, por su matrimonio con D. Carlos Stuart Fitz-James y Portocarrero, Duque de Berwick y de Alba, dejó el palacio de Cervellón para habitar el palacio de Liria, los archivos de la Casa, mermados por incendios, sustracciones y toda clase de deterioros, requerían apremiante arreglo, aunque no fuese más que para salvar de segura pérdida las preciosidades que habían quedado. Sin catálogos ni índices en toda regla, confundidos los documentos históricos con los papeles administrativos, y, lo que es más, muchos de aquéllos en legajos marcados con[Pg 125] los peligrosos títulos de Inútiles, Buenos para el Carnero, Sólo sirven para antiguallas, y otros tales, ignorábanse el valor y alcance de los principales documentos, y hasta su misma existencia.
Con ser ya de suyo importantísimo el Archivo de la Casa de Alba, éralo aún más acrecentado con los de tantas otras casas de Castilla, Navarra, Escocia, entradas en ella, como las del Almirante de Castilla, Berwick, Gelves, Lemos, Olivares, Lerín, Monterrey y Módica. Baste saber que los Duques de Berwick y de Alba, á más de estos títulos, ostentan hoy veintinueve más, cifra superada únicamente por la Casa de Medinaceli. Y esto sin contar el Condado de Siruela, patrimonial de la Duquesa y que añade siempre á los de Berwick y de Alba; Condado antiguo, que data de 1470, un año después en que fué elevado á Ducado el Condado de Alba.
Sin menoscabar lo más mínimo cuidados y quehaceres propios de su estado, en consonancia con los demás arreglos de su casa, la joven Duquesa acometió el de los libros, papeles, cuadros, tapices y objetos artísticos que, en abundancia, atesora el palacio de Liria.
Sólo con los cuadros se puede formar una[Pg 126] galería de selectas joyas. Baste saber que entre ellos se cuentan los siguientes de eminencias españolas y extranjeras: Velázquez: Retrato de la Infantita Margarita María; Murillo: Retrato de su hijo D. Gabriel; Goya: Retratos de Doña María Teresa de Silva, Duquesa de Alba, y de Doña Tomasa Palafox y Portocarrero, Duquesa de Medina Sidonia; Beato Angélico: Madonna de la Granada; Peruggino: La Natividad; Rafael (?): Retrato de un desconocido; Tiziano: Retrato del Gran Duque de Alba Don Fernando III, y La Cena; Giorgione: Psychis; Rubens: La Vuelta del mercado; Van Dick: Retrato del Gran Condé; Rembrandt: Paisaje; Breugel de Velours: La Vanidad mundana, y otros de maestros eminentes.
No está la Biblioteca en igual proporción y riqueza de libros, si bien se cuentan entre ellos algunos códices, como el de una versión castellana de la Biblia, único que se conoce. Todos han sido ordenados y catalogados por la Duquesa, y de su puño y letra están, una por una, las papeletas del Indice.
En cambio, los documentos históricos no tienen precio, así por su calidad como por su número. Maravillan verdaderamente la variedad y la abundancia de los que ha logrado reunir[Pg 127] la Duquesa en sus largas y penosas investigaciones, comparables únicamente con el gusto y primor con que los más importantes se hallan hoy colocados, por mano de la ilustre dama, en hermosas vitrinas, en uno de los más espaciosos y elegantes salones de la Casa. Joyas arqueológicas, entre ellas una cabeza de Minerva, única en su tipo que se conoce: lanzas, armaduras, tapices y cuadros, delicadamente repartidos y ordenados, embellecen y realzan aquel salón de vitrinas, gabinete de estudio, al par, de una de las señoras más cultas de nuestra época.
Del valor histórico de los documentos podrá juzgarse desde luego con saber que algunos, como la Escritura de cambio de un prado en San Julián, y el Fuero de Caldelas, se remontan, respectivamente, á los años 1026 y 1172 de nuestra era; que otros datan, sucesivamente, de los días de Don Pedro I, Don Juan II de Castilla, Don Enrique IV y los Reyes Católicos; y, por último, que al lado de autógrafos de personajes como Colón, Carlos V, Felipe II, el Príncipe Don Carlos, Don Juan de Austria, el Marqués de Santa Cruz, Zurita, Arias Montano y fray Luis de Granada, hay otros de extranjeros tan ilustres como Pedro Paleólogo, Emperador[Pg 128] de Constantinopla, el Papa Pío IV, Enrique VII, Isabel de Inglaterra, María Estuardo, el Rey Don Sebastián, Catalina de Médicis, Guicciardini, Tiziano y J. J. Rousseau.
Solamente del Gran Duque de Alba pasan de 1.200 las cartas suyas entre autógrafos y originales, con otros muchos papeles anotados por su mano, y el testamento, á cuyo pie se lee su rúbrica. Y por lo que toca á América, me bastará decir que sólo los publicados en el volumen que conocemos ascienden á cincuenta y seis, entre ellos «de mano de Colón, además de las firmas de los libramientos, cuatro papeles que no pasan del año 1501. En las espaldas de todos, y encerrándolos en un cuadro, puso números de orden, que indican con cuánto método disponía sus documentos.»
Á pesar de los abultados volúmenes que la Duquesa ha publicado en poco más de un año, sólo en las vitrinas aun quedan muchos otros documentos autógrafos ó con firma autógrafa de históricos personajes y de diferentes tiempos, alternando con objetos curiosos de diversa clase y excelencia.
De estos últimos, bueno será mencionar aquí los siguientes: «Sello en lacre con retrato de Felipe II, probablemente por Pompeo Leoni;[Pg 129] Hierro de Lanza de Carlos V; Bastón de mando de D. Fernando de Castro, Conde de Lemos (1592), que tiene los nombres de los regimientos con letras de oro; Plano iluminado, con multitud de figuras, de la batalla de Montconcourt (1569); Sellos de plomo, algunos á flor de cuño, de Alfonso X y demás Soberanos, y otros sellos de placa y de cera; Privilegios rodados, con ruedas de oro y colores, lujosísimas; Pergaminos con orlas de miniaturas finísimas de códices de los siglos XV y XVI, y Esmaltes y Miniaturas, en medallones, con retratos de inestimable valor.
En cuanto á los documentos no publicados hasta ahora, que existen en las vitrinas, he aquí una lista completa para conocimiento de los doctos: Nuño Freire de Andrade (1428); Condestable de Castilla D. Pedro (1398); Infante de Aragón Don Enrique (1441); Conde de Lemos y de Trastamara (1444); Fray Agustín Castro (Conde de Lemos), 1632; D. García Alvarez de Toledo (el de los Gelves), 1510; Alfonso Martínez, Arcipreste de Talavera (1448); Doña Germana de Foix (1516); Fernando IV; Don Pedro el Cruel; Enrique II, III y IV y la mujer de éste Doña Juana; Príncipe de Viana; Don Juan II de Castilla; Don Juan II de Aragón;[Pg 130] Reyes Católicos (Cartas autógrafas); Felipe I y Doña Juana la Loca; Carlos V; Don Sebastián de Portugal; Pío IV; Juan Federico, Duque de Sajonia (1548); Príncipe de Orange, Guillermo de Nassau (1560); Filiberto de Saboya (1565); Juan Andrea Doria (1558); Conde de Lerín, Condestable de Navarra (1469); Suero de Quiñones; Marqués de Santillana; Conde de Lemos, D. Fernando de Castro (La lealtad de España), 1367; Cisneros; Cristóbal de Castillejo; Lupercio Leonardo de Argensola; Infante Don Alfonso, hermano de Isabel la Católica; Don Juan II y Doña Blanca de Navarra (1430); Don Fadrique, segundo Duque de Alba; D. Pedro Alvarez Osorio, Conde de Trastamara (1445); Carlos III el Noble, de Navarra (1412); Almirante D. Fadrique Enríquez (1429); Sancho Dávila; Dux de Venecia Nicolás de Ponte (1578); il Fratino, famoso ingeniero al servicio del Gran Duque de Alba; Padre Nithard; Don Antonio de Oquendo (1632); D. Rodrigo Calderón; Mazarino; Mariscal de Villars; Alfonso VIII (1172); Alfonso IX de León (1210); Fueros del Concejo de San Leonardo (1220); Bula de absolución al Duque de Alba D. Fadrique (1480), y plano del Brasil, del siglo XVI.
Tales son, en suma, los tesoros descubiertos[Pg 131] en las investigaciones llevadas á cabo hasta ahora por la entendida Duquesa. Réstale aún por explorar no escasa parte de los archivos de la Casa. Es posible que en ésta se logren nuevos y no menos felices hallazgos. Tal vez en los papeles de los Portocarreros, Señores de Moguer, se encuentren datos preciosos para la historia del descubrimiento de América. Por desgracia, entre tantos documentos conservados no ha sido dable encontrar uno solo referente á insignes protegidos de la Casa, tales como Juan de la Encina, Lope, Calderón, Santa Teresa y el egregio autor de Don Quijote.
No hay que decir que la iniciativa, la dirección y la obra capital en la búsqueda, examen y clasificación de los documentas corresponde á la Duquesa en absoluto. Si ha tenido auxiliares en lo tocante á cuestiones lingüísticas y paleográficas, y consultores en lo que respecta á la elección de papeles, es la misma Duquesa quien ingenuamente lo declara á la cabeza de su primer libro para conocimiento de todos. Sin tales confesiones, toda persona conocedora de esta clase de trabajos lo inferiría claramente, sin amenguar por ello lo más mínimo la magnitud de la empresa acometida y ejecutada por su esclarecida autora.
[Pg 132]
Tarea tan vasta y tan compleja es de aquellas que no pueden ser llevadas á feliz término por persona alguna, cualesquiera que sean sus condiciones de actividad y competencia. No tema, pues, la inteligente y laboriosa Duquesa que la crítica digna de este nombre deje de reconocer y admirar nunca sus especiales aptitudes y señalados merecimientos. Y si la ignorancia ó la envidia los desconocen, descanse en la magnanimidad de sus pensamientos, recordando, al par, que
Para concluir: la Duquesa de Alba es la primera señora española cultivadora de los estudios históricos en sus fuentes primarias, en los documentos. Esta sola singularidad le daría, por propio derecho, lugar aparte en la historia de nuestras letras. Hemos tenido y tenemos pensadoras, poetisas, novelistas, escritoras de historia; lo que no teníamos era investigadoras de primera mano en el campo de las ciencias históricas. La Duquesa de Alba es la primera, y hasta ahora la única. ¡Ojalá que su ejemplo[Pg 133] encuentre imitadoras é imitadores en la alta clase á que pertenece! Que al menos hagan organizar sus archivos y los abran luego á los estudiosos, si carecen de vocación para ordenarlos y examinarlos por sí mismos, y publicar sus joyas como hace la Duquesa.
Fuera de España, en las naciones latinas sólo conozco un caso parecido al que la dama española nos ofrece: la italiana Condesa Lovatelli, hija del Duque de Sermoneta. Y digo parecido, en cuanto que una y otra Condesas se dedican á los estudios históricos, si bien en orden distinto de estos estudios: la Condesa de Siruela, al de los documentos; la Condesa de Lovatelli, al de las inscripciones, mosaicos antiguos y objetos arqueológicos. La distinguida autora de Antichi monumenti illustrati es hoy la primera y única señora que ha tenido el honor de ingresar, como Académica de número, en la Accademia dei Lincei, Instituto de Italia, en la Sección correspondiente á nuestra Real Academia de la Historia. ¿Ingresará en ésta la Duquesa de Alba? Que lo tiene merecido, y en grado eminente, nadie puede ponerlo en duda. Cuente desde ahora con mi voto la señora Duquesa de Alba.
[Pg 135]
Pocos días después que salieron de Palos las naves descubridoras, el 18 de Agosto de 1492, veía la luz pública, en Salamanca, un libro que, á juzgar por su título, no parecía guardar relación alguna con la empresa de Colón y los españoles: la Gramática de la lengua castellana del maestro Antonio de Lebrija.
Al cabo de cuatro siglos, la obra del viejo humanista yace en tal olvido, que ni siquiera ha logrado recuerdo alguno de los doctos en el IV Centenario de su publicación, con saberse á ciencia cierta el año, el mes, hasta el día en que fué terminada, viniendo como vienen declarados al final del mismo libro en los términos[Pg 136] siguientes: «Acabóse este tratado de grammatica que nuevamente hizo el maestro Antonio de lebrixa sobre la lengua castellana. En el año del salvador de mil e CCCCXCII á XVIII de Agosto. Empresso en la mui noble ciudad de Salamanca.»
Mucho ha contribuído, sin duda, á semejante olvido la extremada rareza de los ejemplares que quedan, así de esta edición como de la contrahecha que se publicó más tarde, á mediados del siglo xviii, en sentir del autor de la Tipografía Española. Á excepción de nuestra Biblioteca Nacional, que ha llegado á reunir tres, rarísima es la Biblioteca española que posee algún ejemplar, bien de la primera, bien de la segunda de dichas ediciones. No existe ninguno en Salamanca, donde salió á luz y en cuya Universidad fué catedrático el sapientísimo filólogo.
En cuanto al extranjero, sube de punto la rareza de los ejemplares. En Alemania, el fundador de la novísima filología neolatina, el gran Federico Diez, no pudo proporcionarse ninguno. Puedo decir que, en mi visita á la Biblioteca de la Universidad de Bonn, no encontré ejemplar alguno, ni entre los libros de la Biblioteca particular de Diez, adquirida por[Pg 137] aquel centro, ni entre los fondos especiales de la Biblioteca universitaria. Vióse obligado Diez á hablar siempre de referencia de nuestro libro, cuyo conocimiento directo hubiérale sido utilísimo.
Tocante á Italia, me bastará decir que he visto un solo ejemplar, por cierto de la primera edición y en excelente estado, en la Biblioteca Ambrosiana, de Milán. Y por lo que á Francia respecta, debo asegurar que no logré ver ninguno, no ya en las diferentes Bibliotecas provinciales que visité, sino en todas las de París, que recorrí detenidamente, una por una, en compañía del ilustre profesor del Colegio de Francia Mr. d’Arbois de Jubainville, precisamente con objeto de consultar nuestro libro para el trabajo de que hablaré más adelante.
Muy diversa suerte ha tenido la Gramática latina del gran humanista, que aun hoy mismo sirve de texto en algunos centros de enseñanza en España y América. Es cierto que otras obras de nuestro autor figuran ya únicamente en las Bibliotecas, consultadas de vez en cuando por algún que otro erudito; pero no es menos cierto que se tiene mayor noticia de ellas que de la Gramática castellana, la cual ni ha vuelto á ser impresa, ni ha sido objeto nunca[Pg 138] de estudios especiales, y, lo que es más, ni siquiera ha sido examinada, tanto en las bibliografías generales como en los estudios biográficos referentes al insigne polígrafo. Nicolás Antonio, y Salvá, por toda noticia, registran su título solamente; Gallardo no la cita; Méndez y Clemencín incurren en errores al mencionarla, y Muñoz, en su Elogio del sabio maestro, encaminado, como nos dice, «á dar á conocer el mérito de Antonio de Lebrija, rectificar el concepto que de él se ha tenido comunmente, y en sus estudios, escritos y enseñanza proponer la norma que deberán seguir los literatos, si quieren serlo de verdadero nombre, para bien suyo y de sus semejantes», olvida sus merecimientos como padre y fundador del estudio de la lengua castellana, y con él de la moderna Gramática neolatina, dentro y fuera de España.
Fué Lebrija, en efecto, el padre y fundador del estudio de la lengua española. «Esta, hasta nuestra edad, escribía, anduvo suelta é fuera de regla; é á esta causa a recebido en pocos siglos muchas mudanças.» Al acometer tal empresa no obró Lebrija, como suponen algunos, por encargo de la Reina Católica, ni tampoco, como otros han dicho, á petición de las damas de la[Pg 139] gran Reina, «que quisieron también cultivar sus entendimientos.» Los autores de tales especies han probado cumplidamente que no habían leído siquiera el Prólogo de nuestro libro, pues en él nos declara su autor una por una las causas que le movieron á escribirlo, y la primera de todas (habla Lebrija) «porque mi pensamiento é gana siempre fué engrandecer las cosas de nuestra nación.» Sólo el más puro y generoso patriotismo podía inspirar, en efecto, empresa de esta índole. Por eso son aún más sensibles la ingratitud y el olvido que ha tenido en recompensa.
Dedicó nuestro autor su libro á la Reina Católica, su constante favorecedora. Por su mandado había compuesto antes unas Introducciones latinas, «contraponiendo línea por línea el romance al latín.» Buscaba ahora el patrocinio de su augusto nombre contra las envidias, injusticias y malquerencias de sus émulos; que hartos tuvo, como no podía menos de tener maestro de tan extraordinarias cualidades y merecimientos.
Doloroso es decirlo: la gran Reina no dió pruebas, en este caso, de su penetración acostumbrada. Cuando Lebrija le presentó en Salamanca su libro, Doña Isabel, lejos de comprender[Pg 140] desde luego su necesidad y alcance, me preguntó (cuenta Lebrija) que para qué podía aprovechar.» Entonces (prosigue el maestro) «el mui reverendo padre Obispo de Ávila me arrebató la respuesta, é respondiendo por mí, dixo: Que despues que vuestra alteza metiesse debaxo de su iugo muchos pueblos bárbaros e naciones de peregrinas lenguas, é, con el vencimiento, aquellos ternían (tendrían) necessidad de recebir las leies que el vencedor pone al vencido é con ellas nuestra lengua, entonces, por esta mi Arte, podrían venir en el conocimiento della, como agora nosotros deprendemos (aprendemos) el arte de la gramática latina para deprender el latin.» ¿Cabe imaginar respuesta más elocuente y decisiva?
Ó mucho me engaño, ó en esa misma respuesta hay algo, tal vez, que toca al descubrimiento del Nuevo Mundo, que importa precisar en lo posible. Desde luego las palabras pueblos bárbaros e naciones de peregrinas lenguas no parecen muy adecuadas tratándose de pueblos europeos, á los que en modo alguno convenía el dictado de bárbaros, ni tampoco enteramente el de peregrinas á sus lenguas: diríase que se referían á otros pueblos y naciones. ¿Las del Nuevo Mundo? Pero éste estaba aún[Pg 141] por descubrir cuando ocurrió la escena que acabamos de contar. Pasó ésta en Salamanca, como nuestro gramático nos dice, aunque sin mencionar la fecha. Las estadas de la Reina Católica en la ciudad salmantina anteriores á la publicación de nuestro libro, que hasta hoy se conocen, corresponden á los años 1486 y 1487, en los cuales parecía generalmente incierto el pensamiento del futuro descubridor.
Por otra parte, Lebrija no parece referirse á esos años, sino á fecha reciente, á 1492, cuando, terminado su libro, trataba de su publicación. Ahora bien: en 1492 la Reina Isabel permaneció en Granada hasta fines de Mayo. Desde entonces hasta el 10 de Agosto, en que se sabe que estaba en Barcelona, nada nos dice de su residencia en otras partes el curioso Memorial ó registro breve, de Galíndez de Carvajal, de los lugares donde el Rey y Reina Católicos estuvieron de 1468 en adelante. ¿Estuvo la Reina alguna vez en Salamanca en ese tiempo, esto es, por los meses de Junio y Julio? Es de advertir que, aunque Galíndez de Carvajal no lo consigna en su Registro, es indudable que en Junio estuvieron los Reyes en Guadalupe. ¿Estarían de igual modo en Salamanca? Aclarada esta cuestión, quedarían resueltas las demás.
[Pg 142]
En caso afirmativo, bien pueden ser interpretadas como alusivas á los futuros descubrimientos y conquistas de nuevas tierras y pueblos y naciones bárbaras las frases que examinamos, como cosa posible y esperada en días en que la Corona de Castilla había ya aceptado la empresa del gran navegante. De otro modo, no cabe ver en ellas sino referencias generales á la dilatación del imperio de España en otros pueblos y naciones, calificadas de bárbaras en el sentido de extrañas ó extranjeras.
Es de tener también en cuenta, si no como hecho probado, como verosímil al menos, que el maestro Lebrija, por sus conocimientos, no sólo en las letras clásicas, sino en otras muchas y distintas ramas del saber, así como por el alto aprecio en que era tenido, justamente, por los Reyes, el Cardenal Mendoza y otros personajes de la corte, parecía naturalmente llamado, como pocos, á ser oído y consultado en lo tocante á los fundamentos científicos de los proyectos de Colón, bien particularmente, bien en el seno de la Junta encargada de examinarlos. Y en este caso, ¿cabría contar al sabio maestro, al innovador por excelencia de aquellos tiempos en los estudios y en las ciencias, entre los que en nombre[Pg 143] de la tradición y la rutina fueron adversarios decididos de las novedades colombinas? En manera alguna.
De todos modos, con ó sin referencias ni relaciones inmediatas con el descubrimiento del Nuevo Mundo, el libro de Lebrija venía á satisfacer una necesidad de primer orden y en los instantes más oportunos y adecuados. El imperio español tocaba ya entonces al período de su mayor grandeza, y con él la lengua española: era llegado el momento de fundar el estudio de esta lengua.
Después de cuatrocientos años, mucho de lo que dejó escrito el viejo filólogo, ó está en pie todavía, ó es de útil recuerdo y consulta. Si su tecnicismo gramatical, sus teorías en algunas cuestiones, las ortográficas especialmente, ó sus doctrinas sobre puntos históricos, bien del lenguaje en general, bien del idioma castellano, han envejecido, en cambio en materias fonéticas y sintáxicas hay no poco aprovechable, cuando no vigente, en nuestros propios días. Ya el mismo Lebrija estaba seguro de que podrían superarle los gramáticos posteriores, como superados fueron los padres de la gramática griega y latina; pero, como fundadamente escribía, «á lo menos fué aquella su gloria é será[Pg 144] nuestra: que fuemos (fuimos) los primeros inventores de obra tan necesaria.»
Al emprender la suya, Lebrija, no sólo echó los cimientos de la Gramática española, sino también los de la Gramática moderna, introduciendo en el estudio de las lenguas romances el método gramatical que ha dominado más de tres siglos hasta el nacimiento de la Gramática histórica y comparativa. Ó en otros términos: la Gramática más antigua que se conoce de una lengua romance ó neolatina, con arreglo á las doctrinas del Renacimiento, es la Gramática de la lengua castellana, del maestro Lebrija. Los estudios gramaticales de esta clase más antiguos en Italia y Francia, todos son posteriores: en Italia Fortunio (1516) y Bembo (1525), y en Francia Palsgrave(l530), Robert Estienne (1569) y Canchie (1570). Demostré esta verdad doce años hace en mi trabajo España y la Filología principalmente neolatina, publicado en la Revista Contemporánea correspondiente á Enero de 1880, y más tarde en mi Memoria, leída primero en la Sociedad lingüística de París, que acababa de dispensarme el honor de elegirme socio de número el 19 de Febrero de 1887, y después en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras en 4 de Marzo del mismo año,[Pg 145] por M. d’Arbois de Jubainville. Puede leerse integra en las Mémoires de la Société de Linguistique de Paris (t. VI, págs. 176-179).
En esta última Memoria, no sólo traté de evidenciar la prioridad de Lebrija sobre los gramáticos italianos y franceses, sino de probar al propio tiempo que le pertenecía de derecho y en exclusivo la paternidad de algunas doctrinas gramaticales que corren en Francia atribuídas á escritores de este país. Y así fué reconocido por los filólogos de la nación vecina en términos honrosos para nuestra patria[3].
[3] Al dar cuenta de mi Memoria, leída en la Academia de Inscripciones y Bellas Letras por M. d’Arbois de Jubainville, escribía lo siguiente la Révue critique d’Histoire et de Littérature (14 de Mars, 1887, page 220): «M. d’Arbois de Jubainville communique une remarque due à un philologue espagnol, M. Sánchez Moguel, professeur à l’Université de Madrid. La plus ancienne grammaire qui ait eu pour objet une langue néolatine, depuis la grande rénovation des études provoqués par l’invention de l’imprimerie, est la grammaire espagnole du célèbre humaniste Lebrija. M. Sánchez Moguel a reconnu que le grammairien espagnol du XVᵉ siècle a le premier découvert, et explique le mode de formation du futur et du conditionel des langues néo-latines, composées comm’on sait, à l’aide de l’infinitif et d’un temps du verbe avoir, le présent de l’indicatif pour le futur, l’imparfait pour le conditionel.» Véase también, sobre este punto, entre otras, la Révue Archéologique de París (troisième serie.—Tome IX, p. 354).
Hoy que los españoles de ambos mundos[Pg 146] conmemoramos unidos comunes glorias, nada más justo que consagrar un recuerdo á la memoria del viejo humanista de los tiempos de Colón y los Reyes Católicos, que, aparte de la relación que pueda tener su nombre con la empresa descubridora, en los días mismos en que el genio de Colón y el arrojo de los españoles buscaban nuevas tierras para Castilla, fundaba el estudio científico del patrio idioma, que había de ser en lo futuro el vínculo más estrecho y más firme de la indestructible fraternidad de americanos y españoles.
[Pg 147]
Derrocado el secular Imperio de los Incas, ondeando triunfante el estandarte de Castilla desde Túmbez hasta el Cuzco, creían los vencedores asegurada su dominación en las auríferas tierras peruanas, cuando un acontecimiento inesperado vino á poner en grave aprieto el naciente poderío español: el alzamiento, en 1536, de los indios, los cuales, en formidable número, sitiaron el Cuzco, guarnecido solamente por 180 españoles de á pie y de á caballo.
Tres veces incendiaron la ciudad los sitiadores, arrojando piedras hechas ascuas y flechas encendidas sobre los techos de paja de los edificios, y otras tantas veces, sin ningún esfuerzo[Pg 148] por parte de los sitiados, se apagó el fuego. Refiérenlo así los antiguos cronistas como los modernos historiadores, desde Cieza de León hasta W. Prescott.
Atribuyóse por todos á favor divino, con especialidad á la protección de la Virgen María, á quien, no sólo nuestra gente, sino los indios, declaraban haber visto con sus propios ojos, ornada de celestiales resplandores, sobre el paraje mismo en que había de alzarse después el templo consagrado á su culto.
Este poético episodio es el alma de la comedia de Calderón La Aurora en Copacavana. Y no digo el argumento, porque éste, como vamos á ver, es más amplio y complicado, si bien dicho episodio constituye en realidad el núcleo de la acción, en tales términos, que ha podido dar nombre á toda la comedia.
Subdivídese ésta en tantas otras piezas como actos, con asunto especial y propio: el primer acto se refiere en exclusivo á la primera llegada de Pizarro y los suyos á Túmbez; el segundo, al sitio del Cuzco y aparición de la Virgen; y el tercero, á la milagrosa imagen de Nuestra Señora de Copacavana. Los dos últimos actos tienen alguna relación y enlace; no así el primero con los demás, puesto que la Virgen[Pg 149] no tiene en él arte ni parte, como en los otros.
Lígalos todos el poeta en una fábula interesante, invención de su ingenio: la historia de dos amantes, el indio Jupangui y la india Guacolda, que sirve de argumento secundario, pero general, á toda la comedia, desde el principio hasta el fin.
Guacolda, virgen consagrada al culto del Sol, ama á Jupangui, personaje principal de la corte del Inca Guaxcar, y es correspondida de Jupangui. Ámala también el poderoso Monarca, pero en secreto, hasta el día en que tocó en suerte á Guacolda ser sacrificada al Sol. Entonces el Inca no puede ocultar por más tiempo su ardoroso cariño, y lo confía, para que la salve, á Jupangui, bien ajeno de sospechar en él un rival
Guacolda, fugándose, resuelve el conflicto por el pronto. Búscala y hállala Jupangui, resuelto á morir con ella, cuando los sorprende el irritado Inca.
Son delicadas y poéticas las escenas en que Calderón nos presenta á los amantes pugnando á porfía cada uno por salvar al otro, atribuyéndose[Pg 150] por entero toda la culpa. Mándalos Guaxcar matar; pero es impotente para conseguirlo, porque Guacolda se abraza á una cruz y Jupangui á un plátano, atributo de María, y no pueden arrancarlos de ellos los verdugos. Después de este prodigio, Guacolda y Jupangui se convierten, y son luego los mayores devotos de la Virgen, á cuyo culto se dedican toda la vida. Es Jupangui quien por sus toscas manos comienza á labrar la imagen de la Virgen de Copacavana, concluída después por ministerio de los ángeles.
El santuario de Copacavana es desde entonces en el Alto Perú, hoy Bolivia, lo que el de la Virgen de Guadalupe en Méjico. Hasta en sus orígenes guardan señalada relación las tradiciones de ambas Vírgenes. Ya el doctísimo Muñoz, en su Memoria sobre las apariciones y el culto de Nuestra Señora de Guadalupe de México, puso de manifiesto que la primera de estas apariciones se refiere á un indio; á un indio también, en la tradición peruana, se aparece la Virgen, sirviéndole de modelo para su imagen de Copacavana.
Desamparadas por sus antiguos dioses en los días de la derrota, las razas vencidas buscaban y encontraban igualmente en la Virgen[Pg 151] María el puerto de su refugio y amparo, y en el culto de sus imágenes la satisfacción religiosa de sus corazones. Acaso, y sin acaso, nada haya influído tanto en la civilización de los indios, en su barbarie avezados á los sacrificios humanos, como el tierno y delicado culto de la Virgen María.
El de Nuestra Señora de Copacavana no sólo se difundió en el Perú, sino también por España. Sólo en Madrid recuerdo dos iglesias donde le erigió altares la piedad de nuestros mayores: la Parroquia de San Ginés y el derruído templo de San Antonio del Prado. En Madrid también salió á luz su historia, obra de Andrés de San Nicolás, en 1665, quince años antes de la muerte del madrileño cantor de la peruana imagen. Ya antes, en Lima, había sido escrita y publicada en prosa (1621) por Alfonso Ramos Gavilán, y en verso (1641) por Fray Fernando de Valverde. Diríase que su devoción y culto se propagaron tan rápidamente como en nuestros días los de Nuestra Señora de Lourdes. De todos modos, la comedia de Calderón será siempre fraternal vínculo y monumento de la fe americana y española.
Con relación á la conquista del Perú, y desde el punto de vista histórico, Calderon se ajusta[Pg 152] unas veces á las tradiciones y crónicas, y en otras se aparta de ellas, rindiéndose en absoluto á la fuerza creadora de su ingenio. La llegada de los españoles á Túmbez, asunto del acto primero; el desembarco de Pedro de Candía; la cruz que deja plantada por señales,
se encuentra en el primer caso, y en el segundo las fieras, que se postran ante ella sumisas, y las flechas disparadas por los indios, que caen, sin tocarla, á su pie.
El sitio del Cuzco y aparición de la Virgen, del segundo acto, es el que contiene errores de mayor bulto, tales como los de atribuir dicho sitio á la segunda llegada de los españoles, el de poner al frente de los sitiados á Francisco Pizarro, y el de presentarnos al famoso conquistador escribiendo de su puño y letra á Carlos V y Felipe II la relación de sus victorias anteriores. Añádanse á éstos los de suponer reinando entonces á Guaxcar ó Huascar, tiempo antes muerto de orden de su hermano Atabaliba[Pg 153] ó Atahualpa, y otros errores por el estilo. Y por lo que respecta al acto tercero, con decir que sigue generalmente á los historiadores de la imagen peruana, dicho está todo.
Ni la naturaleza, ni los indios, tales y como eran en los días de la conquista, ni las grandiosas escenas de audacia, valor, heroísmo y aun ferocidad verdadera de que dieron entonces señaladas pruebas los conquistadores, tienen en nuestra comedia el puesto natural y propio. Tejido de milagros, de alegorías convencionales y de escenas de amor, inverosímiles en los indios, trabajo costaría creer, si algunos rasgos felices no lo revelaran, que el autor de esta comedia es el mismo de La Devoción de la Cruz, y menos todavía del Alcalde de Zalamea.
Lo más extraño de todo es que poeta del vigor de Calderón no haya visto ni sentido la vigorosa figura de Francisco Pizarro, ejemplar y dechado como pocos de las excelencias y defectos del pueblo español en aquellos tiempos. Bien es verdad que ningún otro de los grandes conquistadores ha tenido tampoco la fortuna de inspirar con sus hazañas escenas de primer orden á nuestros autores dramáticos. Ténganlo en cuenta los que, sin pararse á comprobarlo, repiten uno y otro día que la historia de[Pg 154] España en ambos mundos ha tenido su mejor órgano de expresión poética en nuestro viejo teatro.
[Pg 157]
Fué Diego de Almagro, al decir de Fernández de Oviedo, «uno de los escogidos é más acabados Capitanes que á Indias han passado, y aun que han militado fuera della.» La posteridad ha confirmado plenamente el juicio del viejo cronista de las Indias; pero para la generalidad de las gentes, el esforzado compañero y rival de Pizarro no es todavía lo conocido que merece. Basta decir que en ninguna de las publicaciones promovidas por la celebración del Centenario, el Adelantado del Cuzco ha sido recordado en el modo y forma que en justicia reclaman sus insignes merecimientos.
Solamente el descubrimiento de Chile coloca[Pg 158] su nombre entre los más atrevidos y heroicos descubridores de los tiempos antiguos y modernos. El paso de los Andes, si indiscutibles testimonios históricos no lo probaran como lo prueban cumplidamente, parecería increíble. La travesía por el corazón de las nevadas sierras, que no han podido cruzar aún las vias férreas, para mayor grandeza, verificada en invierno, publica la fortaleza invencible de aquel capitán ilustre, á quien ni la magnitud de la empresa, ni el peso de la ancianidad, ni los sufrimientos pasados en la conquista del Perú, ni las riquezas y honores ya adquiridos, pudieron detener un solo instante en la ejecución de su colosal empeño.
¿Cómo, una vez coronado á tanta costa por el triunfo, después de arribar á Chile y de llegar hasta el Maule, dio la vuelta al Perú, sin dejar siquiera fundación alguna que asegurase y conservase lo descubierto y conquistado? Pregunta es esta, á la que no ha logrado aún responder satisfactoriamente la historia.
Tres españoles, Hoz, Camargo y Valdivia, acariciaron al mismo tiempo la idea de proseguir la abandonada empresa. Mas
Así cantaba, con verdad y justicia, el insigne autor de La Araucana; pero se aparta igualmente de una y otra cuando, más adelante, nos dice que Valdivia
Valdivia, al emprender la conquista de Chile, no era un simple y vulgar aventurero de capa y espada, como nos cuenta Ercilla, sino Maestre de Campo en el Perú, reputado por sus hazañas en las guerras de Italia, en el descubrimiento y conquista de Venezuela y en la batalla de las Salinas. Á su bien ganada fama y á su alto grado en la milicia, el esforzado extremeño añadía una posición desahogada, pues poseía el valle de la Canela, en las Charcas, que después de su partida fué suficiente para ser distribuído entre tres conquistadores; y una mina[Pg 160] de plata que, en un decenio, produjo más de 200.000 castellanos. Consta del modo más auténtico, por confesión del mismo Valdivia en carta al Emperador Carlos V, fechada el 15 de Octubre de 1550. Si no hubiese estado acomodado, no habría podido emprender, como emprendió por su cuenta, la conquista de Chile. De Pizarro sólo recibió el nombramiento de Teniente de Gobernador y Capitán general de la Nueva Toledo y Chile, con facultades de explorar la tierra de allende los Andes, á su costa, como pudiera, sin proporcionarle ninguna especie de auxilio.
Uno de sus compañeros de armas, el capitán Alonso de Góngora Marmolejo, nos ha dejado el siguiente retrato de Valdivia: «Era hombre de buena estatura, de rostro alegre, la cabeza grande conforme al cuerpo, que se había hecho gordo, espaldudo, ancho de pecho, hombre de buen entendimiento, aunque de palabras no bien limadas, liberal, y hacía mercedes graciosamente. Después que fué señor rescibía gran contento en dar lo que tenía; era generoso en todas sus cosas, amigo de andar bien vestido y lustroso, y de los hombres que lo andaban, y de comer y beber bien: afable y humano con todos; mas tenía dos cosas con que obscurecía[Pg 161] todas estas virtudes: que aborrecía á los hombres nobles, y de ordinario estaba amancebado con una mujer española, á lo cual fué dado.»
No son estas las faltas que censura en Valdivia el autor de La Araucana, sino que fuese
Trece años duró el descubrimiento, conquista y gobierno de Chile por Valdivia; trece años de trabajos en tierras, no auríferas, sino yermas, y en lucha, no con indios como los del Perú, sino con uno de los pueblos más fieros y valerosos del Nuevo Mundo: los indómitos araucanos. «No eran éstos ciertamente—escribe el ilustre historiador chileno Amunátegui—los cumplidos caballeros armados de lanzas y macanas que ha pintado Don Alonso de Ercilla en octavas bien rimadas y peinadas, sino bárbaros sin más religión que algunas supersticiones groseras, ni más organización social que la que resultaba de la obediencia á los jefes que sobresalían por el valor ó la astucia; obediencia que, sobre todo en tiempo de paz, era sumamente floja.»
¿Qué testimonio mayor de la barbarie de[Pg 162] estas gentes que lo que hicieron con Valdivia cuando cayó en sus manos prisionero, en la desgraciada rota de Tucapel? Según Ercilla, el conquistador de Chile fué muerto de un golpe de maza. El Padre Alonso de Ovalle dice que le echaron oro derretido en la boca. Pero lo más cierto en este punto es la relación de Góngora Marmolejo, confirmada por la carta del Cabildo de Santiago á la Real Audiencia de Lima, el 26 de Febrero de 1554, según la cual el desgraciado Valdivia, después de prisionero, vivió hasta tres días, herido y maltrado horriblemente, y, después de muerto, los feroces araucanos cortaron el cadáver en pedazos y se lo comieron. Ercilla, que con tan patéticos colores nos pinta la muerte del bárbaro Caupolicán, no tuvo para el heroico español sino vulgares frases, desnudas de poesía. No sabemos si para la honra de España han sido más fatales los versos de Ercilla ó las páginas del Padre Las Casas, abogados igualmente de los Indios é injustos con los conquistadores.
Decía el autor de la La Araucana, La codicia,[Pg 163] y solamente la codicia, han repetido después, en su odio á nuestra patria, los detractores de sus glorias.
Por dicha nuestra, es la gloriosa figura del conquistador de Chile una de las que, de manera más cumplida, patentizan ante el mundo la grandeza civilizadora del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo. No fué sólo la codicia el móvil de obra tan grande, ni la guerra el único medio que emplearon nuestros padres. Valdivia, maestre de campo; Valdivia, acomodado, no fué á Chile por pura codicia; fué por dar rienda suelta á su espíritu aventurero, religioso y patriótico; fué por encontrar un campo en que poder dar vuelo á la fuerza de acción que sentía en sí mismo. Por eso en Valdivia vale, tanto ó más que el soldado, el civilizador y colonizador, el fundador de la sociedad chilena. Díganlo, si no, las ciudades que dejó fundadas, que son hoy las más florecientes de la República chilena. Santiago, La Serena, La Concepción, La Imperial, Valdivia, Valparaíso, todas fueron erigidas por Valdivia. En ninguna otra conquista entró por menos la sed de oro ni el afán de riquezas que en la conquista de Chile. Precisamente las minas de este país casi no han sido conocidas y explotadas hasta nuestro[Pg 164] tiempo. La población de Chile fué desde el principio de gente trabajadora y modesta, pero fuerte y valerosa. Á esto quiza deba principalmente la hoy poderosa República el fundamento sólido y venturoso de su prosperidad y de su gloria.
Y, dicho sea en su honra, de todas las nuevas naciones americanas de origen español, Chile es la que más noblemente ha conservado y honrado las memorias de sus padres. En el cerro de Santa Lucía, en Santiago, coronando la ciudad, se alza hace años la estatua de Valdivia, ejemplo que no ha tenido hasta ahora los imitadores que debiera en otros Estados. Aún no tienen estatuas en Méjico Hernán Cortés, en Lima Pizarro, en Bogotá Quesada, en Buenos Aires Garay, y así otros grandes conquistadores de pueblos y fundadores de ciudades. Lejos de mi ánimo acusar de ingratas, sino de perezosas, á las naciones que se encuentran en este caso. Estoy seguro de que no ha de tardar mucho tiempo en que todas honrarán á sus conquistadores como Chile á Valdivia.
Importa añadir que, no sólo la estatua, sino la casa y capilla de Valdivia, en Santiago, publican la gratitud de los chilenos al desventurado y glorioso conquistador. Es más: la fiesta[Pg 165] que anualmente consagran á su memoria, no fué interrumpida ni en los días de la guerra entre Chile y España. De este modo el pueblo chileno revela bien á las claras los caracteres que distinguen á su organización social, fundada igualmente en la tradición y el progreso, y la fuerza y esplendor de su cultura, de la que puede envanecerse justamente y con Chile la patria de Almagro y de Valdivia.
[Pg 167]
El 6 de Abril de 1536, D. Pedro Fernández de Lugo, Gobernador de Santa Marta, envió á su Teniente y Justicia mayor, el Licenciado Gonzalo Jiménez de Quesada, con 800 hombres, 100 caballos y 5 bergantines, Río Grande de la Magdalena arriba, «á inquirir particularmente lo que por este río la tierra adentro se pudiese calar y entender.»
El resultado de esta expedición fué el descubrimiento y conquista del territorio que Jiménez de Quesada, como granadino que era, bautizó con el nombre de Nuevo Reino de Granada, y que hoy constituye la mejor parte de la actual República de Colombia.
Entre los héroes españoles en el Nuevo[Pg 168] Mundo, el conquistador de Nueva Granada y autor de la maravillosa expedición á Eldorado, por sus condiciones personales como por sus gigantescas hazañas, se cuenta sin duda entre los más grandes, acaso, después del conquistador de Méjico, y seguramente al lado de Cortés, Pizarro, Valdivia, Almagro y Orellana. Letrado, poeta, historiador, inteligencia aguda y brillante, añadía á estas prendas las que más enaltecieron á los mayores conquistadores: la constancia, la prudencia, la generosidad; en suma, las cualidades del General y del político á un tiempo.
Fué el descubrimiento del Nuevo Reino de Granada una de las empresas más admirables de aquella época, tan fecunda en hechos asombrosos. Buscando el nacimiento del Río Grande de la Magdalena, por las aguas y por las orillas subieron nuestros expedicionarios ciento seis leguas hasta llegar á Tora. En el transcurso de trece meses, de los 800 hombres quedaron vivos poco más de 150. El hambre les llevó, en ocasiones, á comer raíces de árboles, y aun las mismas adargas que llevaban para su defensa. Al salir de Tora, aquel puñado de héroes, rendidos, enfermos, caminaban apoyándose muchos en palos y ramas. El Capitán, no pudiéndose[Pg 169] tener á pie ni á caballo, era llevado á hombros por su gente. Escena verdaderamente grandiosa, que deben tener presente los que sólo ven en los conquistadores la codicia del oro, olvidando sus padecimientos incomparables. Así atravesaron las montañas del Opón, y entraron en las altas tierras de Bogotá.
En estas condiciones acometieron la conquista de un territorio que podía tener sesenta leguas de N. á S., y sobre poco más ó menos otras tantas de E. á O. Obra de la prudencia y el ingenio, aunados al valor y á la firmeza, la conquista y pacificación de la tierra no fueron acompañadas de ferocidades y matanzas, como otras empresas semejantes. Y no es de olvidar que en algunas partes tenían que habérselas con indios como los Panches, «gente bestial y de mucha salvajía.» El hallazgo de las esmeraldas no suscitó tampoco sangrientas luchas entre los españoles. Las nuevas poblaciones nacieron sin violencia ni despojos, singularmente Bogotá, que aún conserva, como pocas ciudades de América, el sello impreso por su fundador en los primeros orígenes.
Cuando Sebastián de Belalcázar, viniendo de Quito, llegó á Nueva Granada, encontró á Quesada y á los suyos «en mucha neçesidad, por[Pg 170] que ya les avía faltado casi todas las armas y herraje y vestidos y cosas de España.» Estas palabras de Belalcázar se contienen en carta escrita el 20 de Marzo de 1540, que saldrá íntegra á luz, muy en breve, en el tomo CIV de la Colección de documentos inéditos para la Historia de España. Precioso testimonio que prueba el penosísimo estado en que aquellos héroes se encontraban después del vencimiento.
Por fortuna, los sucesos principales de tan gran empresa quedaron registrados en documentos del más autorizado origen y procedencia. El primero de todos es la relación escrita por el conquistador, cuyo original se ha perdido, pero que manejó y copió en gran parte el cronista Fernández de Oviedo. «Muchas veces—escribe—tuve plática en Madrid con el licenciado Ximenez, y en Valladolid, en la corte del príncipe Don Felipe, nuestro señor, y nos comunicamos; y á la verdad es hombre honrado y de gentil entendimiento y bien hábil. Y como yo sabía quél avía conquistado el nuevo reyno de Granada y descubierto la mina de las esmeraldas, y avía visto la relaçion que los offiçiales avían enviado a Su Magestad Cessárea... quise informarme dél de algunas cosas viva voce, y él no solamente de palabra, pero por escripto,[Pg 171] me mostró un gran cuaderno de sus subçesos, y lo tuve muchos días en mi poder, y hallé en él muchas cosas de las que tengo aquí dichas en los capítulos preçedentes, y de otras que aquí se pondrán.»
Después de Quesada, el historiador más antiguo y más importante es el autor de las Elegías de varones ilustres de Indias, Juan de Castellanos. Bien como continuación de las Elegías y formando cuerpo con ellas, que es lo que tengo por más seguro, bien como obra aparte y especial, como otros creen, ello es que Castellanos escribió en verso la historia del Nuevo Reino de Granada, desleída más tarde en prosa, sin decirlo, por Luis Fernández Piedrahita, fuente, á su vez, de los trabajos históricos posteriores. Castellanos pasó la mayor parte de su vida en el reino conquistado por Quesada, conoció á éste y á muchos de sus compañeros, y estaba, por consiguiente, en condiciones de relatar los sucesos con verdadero conocimiento de causa. Su versificación, desmayada y ramplona, vecina de la prosa, hace pesada la lectura de esta historia, por otra parte más fiel y exacta que los poemas históricos de descubrimientos y conquistas, incluso La Araucana de Ercilla, su modelo.
[Pg 172]
No puede decirse otro tanto de la comedia La Conquista de Bogotá, de D. Fernando Orbea. Precisamente esta comedia es todo lo contrario del poema del buen Clérigo de Alanis. Si éste descuella por su valor histórico, aquélla sobresale por su desconocimiento de la historia. De este modo, es el poema de Castellanos crónica rimada, y la comedia de Orbea pura novela, en su argumento, en sus situaciones, en una palabra, en todo. Solamente hay de real en ella los nombres de Quesada, Belalcázar y Lugo, y los de Tundama y Nemequene, aplicados á dos personajes bogotanos. Hasta en punto á versificación no cabe imaginar mayor contraste que el que ofrecen el poema y la comedia, prosaico en superlativo grado el primero, culterana á más no poder la segunda.
Hállase entre los manuscritos de nuestra Biblioteca Nacional procedentes de la de los Duques de Osuna, adquirida por el Estado. Su título es el siguiente:
«COMEDIA
NUEVA
La Conquista de Santa Fee de Bogotá
su autor Don Fernando Orbea. Copiada
fielmente segun su insigne Original.»
[Pg 173]
Ni de la comedia ni de su autor tenemos otras noticias. Conjeturo que Orbea era americano ó español residente en América. Me fundo para ello en las canciones que canta en indio y en español, en el acto III, la india Florela. En lo que no cabe duda es en que fué compuesta para Lima, como lo prueban sus últimos versos:
No dejan de ser, en efecto, muchos los yerros de nuestro autor, desde el principio al fin de su comedia, sobre todo en lo que respecta á la verdad histórica, que sale, con leves diferencias, tan bien librada como en las demás comedias de descubrimientos y conquistas, inclusas las de Lope y Calderón.
Tundama, general de Osmín, rey de Bogotá, acaba de derrotar, en descomunal batalla, los ejércitos del rey de Popayán, trayendo entre los trofeos de su victoria á la infanta Amirena, por quien siente un amor tan súbito y vehemente como el que ha logrado inspirar á la intrépida amazona. Llegado á la corte, recíbenlo, con grande fiesta, el Monarca bogotano[Pg 174] y su esposa Palmira. Entonces les sorprende la venida del Mariscal Quesada con Belalcázar y Lugo, que llegan á Bogotá por un río tan fantástico como el rey Osmín, la reina Palmira, la infanta Amirena, el general Tundama, la victoria de éste, las fiestas, en suma, todo. Bien es verdad que en lo que toca á los españoles, se permite nuestro autor libertades semejantes, convirtiendo á Belalcázar y Lugo en compañeros y capitanes de Quesada. Pero donde raya más alto su inventiva es en la marcha de la acción, que se reduce á una serie de batallas y de escenas mágicas y milagrosas, en las que ostentan todo su poder la Religión Cristiana y los dioses bogotanos en simbólicos combates. Y como si todo esto no fuese bastante para agotar la rica vena de nuestro autor, Quesada se enamora de Palmira, y ésta de Quesada, terminando la comedia con la boda en perspectiva del Capitán español y la Reina bogotana, á quien su futuro acaba de nombrar Duquesa de Cali y Tunga.
exclama Palmira, satisfecha del venturoso desenlace, y asunto terminado,
[Pg 175]
No es cosa de privar á los lectores del conocimiento de algunos otros incidentes de nuestra comedia. Amirena muere peleando como la más heroica amazona. Tundama, su amante, que aspiraba á ceñir á sus sienes la corona de Bogotá, perece en la demanda. El rey Osmín, es, en toda la obra, trasunto fiel del infortunado Boabdil. Y para serlo en todo, hasta es reprendido en iguales términos que aquél cuando rompe á llorar viendo perdido su reino.
Por el contrario, Castellanos nos representa al Rey de Bogotá digno, en su persona y en sus hechos, del poder que ejercía:
Oviedo nos asegura «que era muy cruel é muy temido y no amado; y el día que se supo[Pg 176] cierto que era muerto, fué general el alegría en toda su tierra, porque los caciques y señores quitaron de sí una tiranía muy grande.»
Orbea creyó preferible, sin duda, en vez de consultar los testimonios históricos, entregarse de lleno al libre vuelo de su fantasía, comenzando por bautizar al pobre Rey con el nombre turco-moro de Osmín, tan bogotano como el de Palmira, que da á su esposa.
De la propiedad histórica en todo lo demás, puede juzgarse sólo con parar mientes en los románticos amores que sirven de base al argumento de la comedia, recordando que en el territorio descubierto por Quesada existía la poligamia; que el Rey de Bogotá tenía centenares de mujeres, y cada uno de su reino cuantas podía mantener, y que, como refiere Castellanos, cuando un indio gustaba de alguna india
[Pg 177]
Corre parejas con el romanticismo de los indios la erudición clásica que nuestro autor les prodiga á manos llenas, y aun más, si cabe, el manejo de la Historia de España que les atribuye, hasta el punto de que Amirena, al arengar á los soldados bogotanos, comienza por decirles:
Á pesar de tantas impropiedades, por otra parte, como el estilo gongorino, corrientes en nuestro viejo teatro, hay de vez en cuando en la comedia de Orbea algunos rasgos de cierto mérito, como, por ejemplo, aquel en que Quesada, después de amonestar al rey Osmín á que se convierta, le amenaza si no lo hace, diciéndole:
[Pg 178]
En ocasiones semejantes, Orbea suele abandonar el culteranismo y hablar el lenguaje propio de los afectos del alma. No así en las descripciones y relatos, en los cuales vierte el caudal de sus tinieblas, como, pongo por caso, en la relación que hace Tundama de su victoria sobre los popayanos, que es larga y tenebrosa como noche de invierno.
Para concluir, La Conquista de Bogotá es una de tantas comedias de descubrimientos y conquistas, en las cuales ni éstas ni aquéllos se nos muestran con la verdad y poesía que tuvieron. Toda la realidad y la vida con que aparecen en los monumentos históricos, desaparecen al ser convertidas en alegorías artificiales, batallas de teatro ó enredos de damas y galanes, ni más ni menos que en las comedias de capa y espada.
Digámoslo de una vez: los hechos del descubrimiento y conquista del Nuevo Mundo no caben en el teatro. Caben, sí, en la Historia, que puede presentarlos en su propia grandeza y con su natural hermosura.
[Pg 179]
El Capitán Miguel de Erauso, vecino de San Sebastián, á fines del siglo XVI y principios del XVII hubo en su mujer María Pérez de Galarraga tres hijos, militares los tres, otras tantas hijas, todas monjas profesas, y, además, el sér extraño vulgarmente conocido con el nombre de La Monja Alférez, militar como sus hermanos, monja como sus hermanas, en el claustro Soror Catalina de Erauso, y en los ejércitos de Chile y el Perú Alonso Díaz Ramírez de Guzmán.
La existencia de este fenómeno antropológico consta del modo más auténtico en documentos y testimonios fehacientes de su época. Hablan de tan singular mujer: el Dr. Isasti, en[Pg 180] su Compendio histórico de la Provincia de Guipúzcoa; el maestro Gil González Dávila, en su Historia de la vida del ínclito monarca, amado y santo Don Felipe III; Pedro de la Valle, el Peregrino, en Carta á Mario Schipano, fechada en Roma el 11 de Julio de 1626, y otros textos de menor importancia, escritos, como los anteriores, en vida de la célebre Monja.
Á los mismos días pertenece también la comedia de Montalbán La Monja Alférez, compuesta el año en que ésta se hallaba en Roma, que fué el de 1626.
Aun más importantes son, sin duda, los documentos originales que existen en el Archivo de Indias, en Sevilla, sobre todo el Expediente de méritos y servicios del famoso Alférez, encabezado con un pedimento suyo, verdadera autobiografía,[Pg 181] comprobada por las certificaciones de autoridades militares tan importantes como D. Luis de Céspedes Xeria, Gobernador y Capitán general del Paraguay, D. Juan Cortés de Monroy, Gobernador y Capitán general de Veraguas, y D. Juan Recio de León, Maestre de Campo y Teniente de Gobernador y Capitán general y Justicia mayor de las provincias de Tipoán y Chunchos. No hay personaje de aquel tiempo cuyos hechos capitales estén comprobados más plenamente que los del Alférez Doña Catalina de Erauso.
Á estas fuentes, de autenticidad indiscutible, podemos recurrir, por fortuna, para conocer la verdad, ya en vida de Catalina, considerablemente adulterada en narraciones novelescas tenidas por históricas aun en los mismos días que alcanzamos.
La principal de estas narraciones, considerada como verdadera autobiografía, y en la cual se funda cuanto dentro y fuera de España se ha escrito modernamente tocante á nuestra heroína, es la publicada en París, en 1829, por el ilustre hombre de Estado y de letras D. Joaquín María Ferrer, con el título: Historia de la Monja Alférez, Doña Catalina de Erauso, escrita por ella misma.
[Pg 182]
Ya el docto crítico pudo observar en el texto de esta obra, comparándola algunas veces con preciosos documentos hasta entonces desconocidos y por él sacados á luz, numerosas equivocaciones en punto á fechas y nombres; pero, lejos de entrar en sospechas respecto á la autenticidad del manuscrito, atribuyó los errores observados á la impericia del copista; cuando estos errores, y otros de más bulto no reparados hasta ahora; la índole misma de la supuesta Historia, que tiene desde la cruz á la fecha todo el corte y sabor de novela picaresca, más burda quizás que ninguna otra; la carencia de toda prueba, ni memoria siquiera de que la Monja Alférez hubiera escrito su vida en ninguna forma, y, sobre todo, la radical diferencia de la figura verdaderamente histórica, la que los documentos nos ofrecen con la que aparece en algunos capítulos de la novela, bastan sobradamente para evidenciar por completo que la pretendida autobiografía es poco más ó menos tan histórica como la comedia de Montalbán ó la zarzuela de Coello.
Como en otros casos, la persona histórica es mucho más interesante, más poética que la personalidad de la leyenda. La imaginación del[Pg 183] novelista ó del poeta, lejos de embellecer, ha afeado la figura de la heroína que intentaba enaltecer con sus invenciones, al convertirla en personaje, ya de comedia de capa y espada, ya de novela picaresca. El Alférez Monja de su pretendida autobiografía no es siquiera un pícaro de la familia de los Lazarillos y Guzmanes; es un espadachín ó perdonavidas adocenado, más bien un guapo ó jaque vulgar, sin talento, sin grandeza, hasta sin gracia, cuyas aventuras, toscamente referidas, están siempre lejos de despertar interés, y mucho menos simpatía. Pasajes hay en ese libro, tan repugnantes los unos, tan chabacanos los otros, que sólo con sólidas pruebas podían ser atribuidos á la verdadera Monja Alférez, hija de padres nobles, hidalgos y personas principales, como ella misma nos dice, y de quien sus antiguos jefes aseguraban á una voz haberle conocido siempre con mucha virtud y limpieza.
¿Pues qué diremos de la licencia para vestir siempre hábito de varón, que en ese libro se supone haber otorgado á nuestra heroína la Santidad de Urbano VIII? ¿Ni qué del título de ciudadano romano concedido por el Senado de Roma? Es cierto que en cambio encontramos en él hechos ciertos y probados. Todo lo[Pg 184] cual nos lleva, naturalmente, á creer que el autor de la novela tuvo en cuenta algún relato de la vida del Alférez Monja, en que las invenciones y las verdades andaban ya mezcladas y confundidas.
La confusión comienza precisamente en lo relativo á la fecha del nacimiento de Catalina. El retrato de Pacheco, hecho en 1630, dice que tenía ésta entonces cincuenta y dos años, por cuya cuenta se la supone nacida en 1578. La novela comienza así: «Nací yo Doña Catalina de Erauso en la villa de San Sebastián de Guipúzcoa, en el año 1585.» Ahora bien: en los libros parroquiales de San Vicente consta que recibió el bautismo el 10 de Febrero de 1592.
Su infancia nos es desconocida por completo. Todo cuanto se ha dicho sobre la violencia de su condición, que obligó á sus padres á recluirla desde muy niña en un convento, en el cual, al decir de un escritor francés, «on eût dit d’un faucon élevé par mégarde dans un nid de tourterelles», pertenece al dominio de la fábula. Entró en el convento de monjas Dominicas de San Sebastián el Antiguo, como entraron también en él tres hermanas suyas, como entraban entonces tantas doncellas principales, esto es, por vocación religiosa ó conveniencia[Pg 185] de las familias. Las condiciones personales de sus hermanas les permitieron profesar; las suyas le llevaron á abandonar el convento antes que abrazar una profesión contraria á sus inclinaciones y deseos.
La noticia más antigua que de su vida ha llegado á nosotros se refiere al año de 1605, décimotercero de su edad y primero de su estancia en el convento, en el cual estuvo en calidad de novicia hasta Marzo de 1607. Desde esta fecha dejan de mencionarla los libros conventuales. Á este mismo año pertenecen en cambio las primeras noticias de su vida militar. «Certifico y hago fe á S. M. que conozco á Catalina de Erauso de más de diez y ocho años á esta parte que ha que entró por soldado en hábito de hombre», escribía, en 1625 D. Luis de Céspedes Xeria, antes citado. Catalina decía en 1626, en su pedimento, que «en tiempo de diez y nueve años á esta parte, los quince los ha empleado en las guerras del reino de Chile é Indios del Pirú.» Ahora bien: añadiendo á estos quince años los cuatro siguientes hasta 1626, en los cuales, descubierto su sexo, dejó de servir en la milicia, resultan los diez y nueve á que hace referencia, y el de 1607, principio de su vida militar. Á mayor abundamiento, el Capitán de[Pg 186] infantería española D. Francisco Pérez de Navarrete asegura en su certificación “que cuando llegué al reino de Chile, que fué el año de seiscientos y ocho, le hallé (al Alférez Monja) sirviendo en el Estado de Arauco.”
Maravilla en verdad que una joven de diez y seis años, casi una niña, tuviese en tan tierna edad resolución y fortaleza bastante para abandonar su país, su familia, el convento en que vivía, atravesar el Atlántico y, lo que es más sorprendente todavía, que la novicia de San Sebastián el Antiguo se nos muestre de repente convertida en soldado, combatiendo entre aquellos héroes
Sus condiciones militares fueron tantas y tales, que el Capitán Guillén de Casanova, castellano del castillo de Arauco, “la entresacó de la compañía, por valiente y buen soldado, para salir á campear al enemigo.” Por sus hechos mereció igualmente “tener bandera de S. M., sirviendo, como sirvió, de Alférez de la compañía de infantería del Capitán Gonzalo Rodríguez.” Y en todo el tiempo que sirvió en Chile[Pg 187] y el Perú “se señaló con mucho esfuerzo y valor, recibiendo heridas, particularmente en la batalla de Purén.”
No conocemos caso semejante en nuestra historia. Nuestras heroínas antiguas y modernas fuéronlo, por decirlo así, de ocasión, en momentos determinados, en alguna empresa memorable. Pero abrazar la carrera de las armas, ser militares de profesión, rivalizar con los mejores soldados en valor, disciplina, fortaleza, heroísmo, y por espacio de tantos años como la Monja Alférez, ninguna.
Solamente la doncella de Orleans es comparable con la doncella donostiarra. Naturalezas, no diré idénticas, pero sí parecidas, parecidos fueron también los impulsos que las arrojaron al combate. Cuenta la leyenda de Catalina que ésta abandonó el convento por una reyerta que tuvo con otra monja. ¡Pequeña causa para explicar tan grandes efectos! Es Catalina quien nos refiere los verdaderos móviles de su pasada á las Indias: “la particular inclinación que tuvo de ejercitar las armas en defensa de la fe católica y el servicio del Rey”, es decir, de la patria.
La fe y la patria, he aquí los grandes sentimientos que despertaron las energías varoniles de aquella mujer extraordinaria, los que la[Pg 188] infundieron el entusiasmo, el vigor, la constancia con que se arrojó á defenderlos al otro lado de los mares, en las tierras americanas. La sublime visionaria de la Lorena y la esforzada doncella vascongada son hermanas, mayor, si se quiere, la primera, y menor la segunda, pero hermanas, seguramente. La leyenda, que ha contribuído tanto á sublimar la figura de Juana de Arco, ha empequeñecido, por el contrario, la de la heroína del Arauco. La glorificación del martirio corona la grandeza de la doncella de Orleans: en este punto, como en otros, Juana de Arco no tiene igual, ni en la historia de Francia ni en la de ningún otro pueblo.
Lo que más es de admirar en el Alférez-Monja es que pudiera conservar, como rigurosamente conservó, el secreto de su sexo, de tal modo, que en los quince años que sirvió en Chile no fuera conocida sino por hombre, hecho el más comprobado de todos en su expediente. Y no es que debamos atribuirlo exclusivamente al poder de su voluntad, como algunos pretenden, sino también á la singularidad de sus condiciones físicas, manifiestamente varoniles, como lo prueban su retrato y la descripción de su persona, que nos han dejado algunos de los que la conocieron y trataron.
[Pg 189]
Su resolución y entereza en la ocultación de su sexo rayaron, á no dudarlo, en lo increíble. Basta saber «que con estar en compañía del Alférez Miguel de Erauso, su hermano legítimo, en el reino de Chile, nunca se descubrió á él, aunque ella le conocía por tal hermano, y esto hizo por no ser descubierta, negando la afición de la sangre.»
De su aspecto varonil cabe formar cabal idea por la relación de Pedro de la Valle, que la conoció y trató en Roma en 1626, cuando la antigua novicia fué en aquel año á echarse á los pies del Papa, confesando su vida é implorando el perdón de sus faltas. «Es—escribía—de estatura grande y abultada para mujer, bien que por ella no parezca no ser hombre. No tiene pechos: que desde muy muchacha me dijo haber hecho no sé qué remedio para secarlos y quedar llanos, como le quedaron: el cual fué un emplasto que le dió un italiano, que cuando se lo puso le causó gran dolor; pero después, sin hacerle otro mal, surtió el efecto.»
«De rostro no es fea, pero no hermosa, y se le reconoce estar algún tanto maltratada, pero no de mucha edad. Los cabellos son negros y cortos como de hombre, con un poco de melena como hoy se usa. En efecto, parece más[Pg 190] eunuco que mujer. Viste de hombre á la española: trae la espada bien ceñida, y así la vida: la cabeza un poco agobiada, más de soldado valiente que de cortesano y de vida amorosa. Sólo en las manos se le puede conocer que es mujer, porque las tiene abultadas y carnosas, y robustas y fuertes, bien que las mueve algo como mujer.»
¿Cómo y cuándo se descubrió que fuese tal mujer? Lo positivamente cierto que se sabe en este punto, es que se descubrió ella misma, en 1622 ó 23, al Obispo de Guamanga, por unas heridas de muerte que tuvo. Los pormenores de este hecho han quedado desconocidos. La leyenda se ha apoderado de él más que de ningún otro. Baste decir que la supuesta Historia, la comedia de Montalbán y la zarzuela de Coello, nos dan otras tantas versiones, todas ellas igualmente fantásticas. La más poética, sin duda, es la de Coello, quien, con su admirable instinto dramático, atribuye al amor el secreto de la mudanza operada en Catalina.
[Pg 191]
«Venida á España, en hábito de varón, solicitó y obtuvo, en premio de «sus servicios y largas peregrinaciones y hechos valerosos», un entretenimiento de setenta pesos, de á veintidós quilates, al mes, en la ciudad de Cartagena de Indias, y una ayuda de costa para el viaje.» Diríase que ya no sabía vivir lejos de la tierra americana, teatro de sus hazañas, tumba de sus cenizas.
Omito algunos otros pormenores de su vida, por considerarlos de secundaria importancia para el conocimiento de esta heroína excepcional, única en su siglo y en los anales de España, cuya verdadera historia concluyó el día en que se vió forzada á cerrar el ciclo de sus aventuras con la revelación de su sexo.
[Pg 192]
[Pg 196]
[Pg 199]
Más que por las historias generales de Indias y las primitivas de la Conquista de Méjico, inclusas las propias Cartas de Relación de Hernán Cortés, el glorioso vencedor de Otumba es famoso en el mundo por el brillante panegírico de D. Antonio de Solís. Traducido al francés, inglés y alemán; texto para el aprendizaje de la lengua española en Francia, las prensas de Madrid y Barcelona, de Amberes, París y Londres no han cesado de difundir la lectura del único libro español de historia americana que no ha tenido rival hasta el presente ni en el primor del entretejer los sucesos ni en la magia del estilo.
[Pg 200]
Al cabo de más de dos siglos de su publicación, bien pueden hoy repetirse los elogios que la Historia de la conquista de México mereció, en justicia, á los dos mayores eruditos de aquel tiempo, D. Nicolás Antonio y D. Gaspar de Mendoza Ibáñez de Segovia, Marqués de Mondéjar. Éste, sin pecar de exagerado, juzgaba nuestra obra «sin competencia, ni ofensa de cuantas hasta ahora se han trabajado en nuestra lengua, por la que más la engrandece y demuestra la hermosura, la copia y el ornato de que es capaz.» Y el insigne D. Nicolás Antonio escribía lo siguiente: «El estilo es el propio de la Historia, puro, elegante, claro. El genio que lo gobierna, ingenioso, discreto, robusto. Adórnalo con sentencias no afectadas ni sobrepuestas, sino sacadas ó nacidas de los mismos sucesos, y con reflexiones sobre ellos muy propias de su gran talento.»
Maravilla verdaderamente que la segunda mitad del siglo XVII, en que el culteranismo, el conceptismo, el prosaísmo y tantos ismos semejantes viciaban la poesía y la elocuencia españolas, nos haya podido legar monumento tan castizo y tan bello como la prosa de Solís, máxime en la historiografía de Indias, que en tiempos anteriores, fuera de las excelentes Décadas[Pg 201] de Herrera, apenas si había ensayado con acierto las formas clásicas de la narración histórica.
No hay que decir que en el terreno científico, en que tanto hemos progresado, la Historia de Solís, como, en mayor ó menor grado, otras de su tiempo, resulta hoy necesariamente anticuada. Pero aun sin esta circunstancia, la Historia de la Conquista de México no es comparable en modo alguno, en punto á erudición de primera mano ni á crítica de los hechos, con las obras del Canciller Ayala, Zurita, Morales, Sandoval ó Flórez.
No fué, pues, Solís un erudito ni un crítico de primer orden, como éstos; pero fué, seguramente, un admirable escritor de historia, rival de los mejores que hemos tenido hasta el presente, y su obra y la de Mariana las únicas historias clásicas que han llegado á nuestro siglo siempre leídas y admiradas. Decía Hartzenbusch que el autor dramático perfecto será aquel
Con aplicación á la historia, podríamos decir[Pg 202] igualmente que el historiador ideal sería aquel que hermanase felizmente las dotes de Zurita y de Solís.
No sabemos á punto fijo cuándo éste dió comienzo á su obra. Que la emprendió no mucho después de su nombramiento de Cronista mayor de Indias, verificado en 1666, lo prueba el hecho de tenerla ya adelantada en 1675, esto es, ocho años antes de terminarla en 1683. En carta de Solís al Arcediano de Zaragoza D. Diego José Dormer, que existe inédita en la Biblioteca Nacional, fechada en Madrid á 20 de Julio de 1675, le decía lo siguiente: «Será Ud. de los primeros que vean la Historia de Nueva España, que traigo en las manos;» testimonio irrefragable de que pensaba acabarla bien pronto.
Tenía entonces Solís 65 años. Á los 17 había compuesto su comedia Amor y obligación. Algunas otras, como La Gitanilla y El amor al uso, imitadas por Tomás Corneille, le conquistaron señalado lugar entre nuestros dramáticos. Colaboró en El Pastor Fido con Calderón y Coello. En estas comedias, como en sus obras líricas, sagradas y profanas, revélanse ya á las claras las dotes literarias del futuro prosista.
Como Calderón, Solís abrazó el estado eclesiástico[Pg 203] después de los cincuenta años. Era ya Sacerdote cuando dió principio á su Historia de México, y así se explica que en las páginas de este libro cedan tan á menudo la palabra el historiador al clérigo y al anciano, si bien sobre todos hable siempre el literato, con una sencillez y elegancia superiores á los años.
Se ha dicho y repetido hasta la saciedad, sin entera justicia, que por no cansarse nunca Solís de corregir y limar su obra, peca ésta de artificiosa con frecuencia. Pero es de advertir, ante todo, que si es cierto que desde que nuestro autor comenzó su obra hasta que la puso término transcurrieron bastantes años, no se ha de creer por eso que los empleara en su composición enteramente. Por el contrario, es indudable que dejó pasar, no pocas veces, el tiempo sin poner mano en su escrito. En carta á su protector y amigo D. Alonso Carnero, el 19 de Octubre de 1680, confiesa Solís sus negligencias historiales, añadiendo que «los señores del Consejo de Indias se habían querido desquitar de aquellas negligencias pidiéndole repetidos informes sobre algunas noticias.» Un año después, en 1681, en vísperas de cumplir los 70, proseguía su obra sin descanso, á pesar—escribía—de que «la vejez no se descuida en acortar con sus[Pg 204] achaques las distancias de la mocedad.» En el verano de 1683 estaba ya terminada, como lo acredita la licencia de impresión, fechada el 16 de Agosto de aquel año.
Que Solís fué incansable en la corrección de su Historia, nada lo prueba tanto como el manuscrito original de aquélla, existente, por dicha, en nuestra Biblioteca Nacional, que he tenido el placer de examinar detenidamente. Es un volumen de 581 folios, registrado con la signatura J. 93. Carece de los preliminares que preceden á la primera edición, esto es, aprobaciones, censuras, licencias, etc., así como de los dos Índices de capítulos y de las Cosas notables.
Puedo asegurar resueltamente que es el manuscrito mismo que sirvió para la misma edición. Pruébanlo decisivamente las hojas rubricadas por Gabriel de Arestí, secretario del Rey y Escribano de Cámara, y la firma de éste al final del libro. Ahora bien: en la licencia de impresión se dice terminantemente que se imprima aquél «por el original que en el nuestro Consejo se vió, que va rubricado, y firmado al fin de Gabriel de Arestí y Larrazábal, nuestro Secretario y Escribano de Cámara.» ¿Puede caber duda alguna en este punto?
[Pg 205]
Está el libro escrito de distinta mano que la de Solís, pero son de su puño y letra las numerosas enmiendas que contiene, unas para corregir los errores de la copia, y otras, las más, para mejorar el texto con oportunas alteraciones, testimonio concluyente de que Solís, aun después de acabar su obra y de estar ésta sacada en limpio para la impresión, todavía continuaba corrigiéndola. Sólo en el primer capítulo he registrado numerosas enmiendas. Comienzan éstas en el título mismo del capítulo. Había escrito Solís primeramente: «Motivos en cuya virtud parece es necesario dividir en diferentes partes la Historia de las Indias, para que puedan comprehenderse.» Tachó después las palabras que he subrayado y las sustituyó con estas otras: «que obligan á tener por necesario que se divida»....., dejando las demás.
Se conoce que las enmiendas fueron hechas antes de presentar el libro al Consejo, porque aparecen en la primera edición, que fué bastante esmerada. No así las posteriores, en términos de contener las últimas tantos y tales errores, mejor dicho, erratas, que reclama con urgencia nueva y depurada edición, según el precioso manuscrito original que acabo de dar á conocer á los estudiosos.
[Pg 206]
En esta tierra de improvisadores, pocos son los que, como Solís, Moratín, Reinoso, Ayala ó Hartzenbusch, han castigado sus versos y sus prosas con tanta prolijidad y perseverante esmero. Del Consejo de Voltaire de escribir con todo el fuego de la inspiración y corregir con todo el hielo de la crítica, sólo se suele seguir la primera parte. En cambio nuestros vecinos de allende el Pirineo practican tanto ó más la segunda que la primera. Acaso por esto en la nación vecina es más conocido y apreciado que en las demás el libro de Solís.
Con todos los defectos, imaginados ó reales, que se señalan en este libro, ello es que nuestros modernos escritores de historia tienen que aprender mucho del historiador de la conquista de Méjico, ya como elemento educador, ya como ejemplo que seguir, salvas las diferencias de tiempos, á fin de dotar á nuestra literatura de lo que hoy más carece, esto es, de verdadero estilo histórico, tan distante de la pompa y aparato del estilo poético como del pormenorismo y la rudeza de la erudición deslavazada. Claridad, precisión, elegancia: esas fueron las cualidades esenciales de Solís, y serán siempre las del estilo histórico.
[Pg 207]
El conquistador del Perú fué asesinado en la mañana del 26 de Junio de 1541. La crueldad y la saña de los matadores quisieron después arrastrar el cadáver hasta la plaza, cortarle la cabeza y ponerla en la picota. Impidiéronlo la compasión y energía del Obispo electo de Quito D. Garci Díaz, pero no pudieron éstas evitar que el cuerpo del fundador de Lima fuese, como fué, bárbaramente profanado con «muchas cosas de inuminia (ignominia) é vituperio», por valerme de las mismas palabras del Cabildo del Cuzco en carta al Emperador Carlos V.
Por la noche, D. Juan de Barragán y su esposa, el Secretario López y algunos indios, envolvieron[Pg 208] piadosamente el cadáver en un paño blanco (tal vez el manto santiaguista), y lo enterraron en un hoyo, en la Catedral. «E aún les faltó la tierra para acabar de cobrir su sepultura», escribía el cronista Fernández de Oviedo.
Al cabo de tres siglos y medio, todavía á principios del año anterior, la especulación de los sacristanes de la Catedral satisfacía la curiosidad de los viajeros que preguntaban por los restos de Pizarro, conduciéndoles á la cripta bajo el altar mayor, señalándoles como la sepultura del conquistador un nicho longitudinal con puertas de madera y rejillas de hierro, incrustado en el espesor del muro del lado izquierdo.
En aquel nicho, y en un cajón de madera ordinaria, pintado de negro, yacía un cadáver, rígido, completamente desecado y momificado, de color bruno claro, semejante al de las momias peruanas, enteramente desnudo, conservando sólo una ligadura, de trapo ordinario, en la parte inferior de la articulación de la rodilla izquierda.
Notábase asimismo en él, á primera vista, la falta completa de las manos y casi todos los dedos de los pies, la de la piel y partes blandas de algunas regiones, como la genital y perineal, y las de la cara superior é interna de ambos[Pg 209] muslos. La masa cerebral había quedado reducida á polvo de color castaño. En el cráneo existía incrustado un ojo, del que se llegaba á distinguir el círculo de la pupila. Por último, se advertían substancias calcáreas en algunas partes del cuerpo.
¿Era éste en realidad el de Pizarro? ¿Cuándo y cómo había sido trasladado á la cripta de la Catedral, junto á los sepulcros de los Arzobispos de Lima? No existe documento alguno que refiera y compruebe esta traslación. Ni la caja ni el nicho tenían tampoco inscripción alguna, ni siquiera el nombre del muerto.
Por toda prueba de autenticidad é identidad de los restos se invocaba, como en otros muchos casos semejantes, la tradición únicamente.
Desde el mes de Junio del año pasado se pueden ofrecer pruebas de mayor peso que la simple tradición, á saber: el examen antropológico y antropométrico del cadáver, practicado por los Catedráticos de la Facultad de Medicina de Lima Dr. D. José Anselmo de los Ríos y D. Manuel Antonio Muñiz, y el informe evacuado por los Sres. D. Eugenio Larraburo y Unánue, D. José Antonio Lavalle y D. Ricardo Palma, correspondientes, en Lima, de nuestra Real Academia de la Historia.
[Pg 210]
Las deducciones del examen técnico, que tengo á la vista, fueron, á la letra, las siguientes:
«1.ª Que el cadáver examinado ha sido inhumado en un terreno artificialmente rico de cal.
«2.ª Que la talla medida directamente en el cadáver es de un metro 673 milímetros.
«Aplicando las diversas tablas de talla existentes (Orfila), se encuentra que á un número de 31 centímetros corresponde una talla de un metro 67; á un radio de 24 centímetros, una talla de un metro 67, etc.; de modo que la talla de un metro 675 milímetros de este cadáver se halla comprobada por las tablas de reconstitución.
«Esta talla, según la clasificación de Topinard, está comprendida en el grupo de tallas «sobre la media.»
«3.ª Que la edad á que murió ha sido de más de setenta años.
«4.ª Que el cadáver examinado pertenece al sexo masculino, tanto porque están unánimemente conformes todos los caracteres dependientes del cráneo, pelvis, fémur, etc., correspondientes á este sexo, cuanto por su mismo aspecto exterior y la ausencia de mamas.
«5.ª Que parece haber sido de individuo perteneciente á una raza superior (la blanca).
[Pg 211]
«6.ª Que á pesar de su completa momificación, presenta señales precisas de destrucción, debidas probablemente á la putrefacción de algunas regiones del cuerpo (lado derecho del cuello, parte superior é izquierda del tórax, antebrazo izquierdo, etc.), siendo muy posible que correspondan á heridas (una mortal) recibidas en vida; y
«7.ª Que el examen de este cadáver demuestra la existencia de algunas anormalidades individuales, prognatismo facial inferior, profundidad de la bóveda palatina, existencia de la fosita occipital mediana de Lombroso, diámetro extraordinario del empeine de los pies, etc.»
Veamos ahora las pruebas que se desprenden de las deducciones facultativas, sobre todo de la 6.ª, que es la más importante por las concordias históricas que se pueden establecer. Pizarro murió á consecuencia de una terrible cuchillada en la garganta, por cierto dirigida de costado y traidoramente. Recibió también otras heridas en el brazo y en el pecho, y un fuerte golpe en la cabeza, que le dio el soldado Barragán con una jarra de plata, cuando aún respiraba en el suelo el vencedor de los Incas. Ahora bien: el cadáver examinado por los médicos presenta vestigios que pueden fundadamente ser atribuídos[Pg 212] á heridas y contusiones como las recibidas por Pizarro.
En efecto; la momificación general del cadáver se interrumpe en todas las partes correspondientes á las heridas, debido, probablemente á la putrefacción que inmediatamente sobrevino en dichas partes á consecuencia de las heridas. Así, por ejemplo, en la garganta han desaparecido sólo los tendones por efecto de dicha putrefacción, mostrándose el paso del cuchillo por entre dos vértebras de la espina dorsal, mientras que la piel cubre casi íntegramente el rostro, uniendo la cabeza con el tronco.
De la misma manera, la completa desaparición de las regiones genital y perineal, quedando sólo informes restos de músculos desecados, sólo se explica, en sentir de los médicos, por algo de extraordinario ocurrido desde el primer momento de la muerte, tanto por la falta de momificación de estas regiones, cuanto por no existir señales de sección ó arrancamientos posteriores á la momificación; observaciones que concuerdan perfectamente con las históricas, pues ese algo extraordinario ocurrido desde el primer momento de la muerte, en aquellas regiones, puede explicarse cumplidamente por las muchas cosas de inuminia é vituperio con que[Pg 213] fué profanado el cuerpo de Pizarro apenas fallecido.
Por estas y otras concordancias, como la del prognatismo de la barba, con los retratos conocidos de Pizarro, fué declarada la autenticidad é identidad de los restos examinados, proclamándose en el dictamen académico que «Lima podía, pues, sentirse orgullosa de estar en posesión de tan rico tesoro, y de poder tributarle los honores á que el Marqués Don Francisco tenía derecho; pues si grandes defectos tuvo el descubridor del Perú, no se le puede negar su perseverancia ejemplar, su valor heroico y su verdadero cariño de padre á esta ciudad, que levantó desde sus cimientos.»
El Municipio de Lima, en 30 de Abril de 1891, considerando de dignidad nacional dar honrosa sepultura á dichos restos, acordó trasladarlos á una capilla de la Catedral, solicitando para ello la licencia correspondiente del Ilmo. Señor Arzobispo y del Cabildo metropolitano. Uno y otro, aplaudiendo la feliz idea del Ayuntamiento, designaron desde luego la capilla de los Reyes, fundando esta elección en la especial circunstancia de estar á ella vinculados grandes recuerdos de la Iglesia peruana. Allí se recibieron por autorización apostólica las informaciones[Pg 214] de vida y milagros de la Santa Patrona de Lima, de San Francisco Solano y de los beatos Fr. Juan Macías y Fr. Martín de Porres.
Después del reconocimiento facultativo arriba indicado, fueron colocados los restos en un ataúd forrado de paño negro, con placas plateadas, siendo la parte superior de cristal, para que así pudiese ser visto el cadáver.
Con gran solemnidad, en presencia del Presidente de la República, Cabildo Catedral, Ayuntamiento, Jefes y oficiales del Ejército, Corporaciones científicas y literarias, y con asistencia de D. Emilio de Ojeda, Ministro plenipotenciario de España, fué depositado el ataúd en una urna de mármol y cristales, en cuya base había sido esculpida la inscripción siguiente: «Capitán general D. Francisco Pizarro, fundador de Lima en 18 de Enero de 1535. Muerto en 26 de Junio de 1541. Fueron depositados sus restos en esta urna el 26 de Junio de 1891, por acuerdo del Honorable Concejo provincial de Lima, y por iniciativa del Sr. Alcalde D. Juan Revoredo.»
En este acto pronunciaron elocuentes discursos el Alcalde, el Deán de la Catedral, el Ministro de España y el Presidente de la Comisión organizadora de la ceremonia, Dr. D. Manuel[Pg 215] Aurelio Fuentes. «Por la primera vez,—decía el Sr. Ojeda,—desde hace tres siglos y medio, agrúpanse peruanos y españoles en derredor de los manes del ilustre fundador de Lima, confundidos en un mismo profundo sentimiento de gratitud y admiración.» «Ha querido el Concejo,—decía el Sr. Fuentes,—en primer lugar, sentar que se debe á todo trance mantener en un pueblo el constante recuerdo de su origen y de su historia... Ni hijo sin padre; ni pueblo sin fundador.» Y más adelante añadía: «La nación generosa y noble que en otra época mirara á nuestro país como parte componente de sus vastos dominios, no ha desprendido nunca de nosotros su mirada, como no la desprende el padre del hijo que al amparo de la ley se emancipa. Verá por eso gustosa que no renegamos de nuestro origen, y que, no sólo lo proclamamos, sino que aun decimos que es honroso para nosotros tributar hoy justo homenaje al que, sin rehuir sacrificios ni privaciones, puso la primera piedra de la ciudad de Lima y sentó la base, en los países de América, de la verdadera fe y de la civilización del Viejo Mundo.
«Tardío acto de justicia, pero prueba evidente de que la actual Municipalidad de Lima ha tenido en cuenta su deber. Sea el reconocimiento[Pg 216] de este vínculo de sangre y de este vínculo histórico un nuevo motivo para que la nación española vea la justicia con que sus antiguos hijos proceden para con la que antaño fué la madre patria.»
España entera, con profunda gratitud y cariño, ha visto, en efecto,—añadiremos nosotros—la noble y generosa conducta de sus hijos peruanos. Pizarro debía ser y ha sido el vínculo común de la fraternidad y la concordia. Como el Cid, ha ganado batallas después de muerto, pero batallas incruentas, las batallas de la paz y del amor, de más fecundos y durables efectos que las batallas de la conquista.
Proposición de la Alcaldía para trasladar los restos de Pizarro.
«Considerando: Que es de dignidad nacional dar honrosa sepultura á los restos del conquistador del Perú, que hoy se encuentran en la bóveda de la Iglesia Catedral,
[Pg 217]
«Propone: Que se autorice á la Alcaldía para que solicite del Ilmo. y Rmo. Sr. Arzobispo y del Cabildo metropolitano la licencia correspondiente para colocar los restos del Capitán general D. Francisco Pizarro en una de las capillas de la Iglesia Catedral, quedando autorizada igualmente la Alcaldía para hacer construir una urna donde reposen estos restos, hasta que la nación pueda construir un monumento para tal objeto.
«Lima, Abril 30 de 1891.—Juan Revoredo.»
Discurso del Alcalde de Lima al entregar la urna que debía guardar los despojos mortales de Pizarro.
«Excelentísimo Señor:
«Señor Ilustrísimo:
«Señores:
«Conmemoramos en este momento el aniversario del fallecimiento del ilustre Capitán general D. Francisco Pizarro, acaecido hace hoy trescientos cincuenta años.
«Nos encontramos en presencia de sus restos, de cuya autenticidad no podemos dudar desde[Pg 218] que la Historia así nos lo demuestra y desde que las generaciones que se han venido sucediendo nos los han ido haciendo conocer de padres á hijos hasta llegar á nosotros.
«Don Francisco Pizarro fué el conquistador del Perú, el fundador de esta capital, el que en sus propios hombros cargó el primer madero que sirvió para la fabricación del templo en que nos encontramos, y, lo que es más, fué el que nos legó la Religión que profesamos, dándonos hasta su última hora pruebas del respeto y de la veneración que tenía por ella; pues recordaréis que besando la Cruz del Calvario, que con su propia sangre y puño había formado para elevar sus preces al Todopoderoso, exhaló su último aliento. Estamos obligados á creer, señores, que el alma del que así murió tiene que estar gozando de las delicias del Paraíso.
«Toca á nosotros honrar sus inapreciables restos, que continuarán bajo la custodia del Muy Ilustre Cabildo metropolitano.»
[Pg 219]
Contestación de Monseñor Dr. D. Manuel Tovar, Obispo de Marcópolis y Deán de la Catedral, á nombre del Cabildo eclesiástico.
«Señor Alcalde:
«El Venerable Capítulo metropolitano recibe, agradecido, del H. Concejo provincial esta urna cineraria, en la cual se guardarán desde este momento los restos mortales del Capitán general D. Francisco Pizarro.
«Durante tres siglos los hemos conservado, con religioso respeto, junto á las venerandas cenizas de nuestros Sacerdotes y de nuestros Obispos. De este sagrado lugar los levanta hoy la gratitud de Lima para colocarlos en esta histórica capilla. Aquí reposarán en paz, señores, cerca del Ara Santa del Sacrificio y á la sombra de la Cruz de la Redención. Bien merecía este honor el noble é ilustre guerrero que perdonó á sus adversarios, y el héroe cristiano que selló con su generosa sangre la fe de su corazón.
«Como peruano y como Sacerdote, agradezco[Pg 220] á la H. Municipalidad la iniciativa que ha tomado para honrar á este hombre extraordinario, y espero que no sea este el último homenaje tributado á su memoria.
«¡Ojalá que en no lejano día los hijos de esta tierra y los extraños que visiten nuestras playas podamos saludar con admiración y respeto, en la Plaza Mayor de la metrópoli peruana, la gloriosa estatua del conquistador del Perú y fundador de Lima!»
[Pg 221]
Así como la Bética en la España romana, fué Méjico en la América española la provincia más fecunda en sobresalientes escritores.
Solamente en la poesía, los nombres de Don Juan Ruiz de Alarcón y Mendoza y de Doña Juana Inés de Asbaje Ramírez de Cantillana, en el claustro Sor Juana Inés de la Cruz, no tienen iguales en las demás colonias españolas, en los días en que respectivamente florecieron el padre insigne de La Verdad sospechosa y la célebre Monja mejicana.
Es de advertir que, aunque nacidos en tierra americana Alarcón y Sor Juana Inés de la Cruz,[Pg 222] por la sangre, como por la cultura y el ingenio, son igualmente españoles, en tal grado, que nadie que ignorara el país de su nacimiento podría conocerlo, ni sospecharlo siquiera, por la lectura de sus obras.
Nació Doña Juana Inés el 12 de Noviembre de 1651, en San Miguel de Nepanthla, alquería distante doce leguas de la Metrópoli. La circunstancia de haber recibido el bautismo en Ameca-Ameca, á cuatro leguas de Nepanthla, ha dado motivo á que algunos biógrafos la supongan allí nacida.
Su padre, D. Pedro Manuel de Asbaje, era natural de Vergara, en el país vascongado, y su madre, Doña Isabel, aunque nacida en Ayacapixtla, era hija de padre y madre peninsulares. El origen de Doña Juana Inés no podía ser más genuinamente español por una y otra ascendencia.
Los panegiristas de nuestra escritora cuentan maravillas de su precocidad extraordinaria. Dicen que aprendió ya á leer á los tres años; que á los ocho compuso su primera obra, una loa sacramental, y que á los quince sabía cuanto podían saber entonces, no sólo las señoras, pero los varones más instruídos. Añaden que solicitó con insistencia de sus padres que la enviasen á[Pg 223] Méjico á estudiar en la Universidad, disfrazada en traje masculino.
Sea de ello lo que fuere, es lo cierto que sus parientes, presumiendo «el riesgo que podría correr de desgraciada por discreta y de perseguida por hermosa», la colocaron en el palacio del Virrey, Marqués de Mancera, cuando contaba apenas diez y siete años. Dama de honor de la Virreina, amadísima de ésta y del Virrey, pudo entregarse de lleno al estudio, si bien sin dirección fija y ordenada, abarcando toda clase de materias, principalmente las de carácter profano.
Por lo visto, no se sentía entonces inclinada al claustro. Amores contrariados, ó los consejos é instancias del P. Núñez, jesuíta, confesor de los Virreyes, la llevaron á profesar en el monasterio mejicano de monjas jerónimas, donde pasó el resto de su vida hasta su muerte, ocurrida, á los cuarenta y cuatro años y cinco meses de edad, el 17 de Abril de 1695.
Leyendo los tres abultados volúmenes de sus obras, lo primero que salta á la vista es la diversidad de los géneros cultivados por la Monja mejicana, así en verso como en prosa. Villancicos, sonetos, endechas, sátiras, liras y silvas, loas, autos y comedias, poemas cortos, cartas y[Pg 224] comentarios, publican la fecundidad y variedad de su ingenio, así por lo que toca á la inspiración poética, como por lo que respecta á la erudición y la crítica en materias religiosas y profanas. Fénix de México, Décima Musa, Milagro del Parnaso fué apellidada en el pomposo lenguaje de su época. Solamente el primer tomo de sus obras alcanzó cuatro ediciones en cuatro años, de 1689 á 1692, en las prensas de Madrid, Barcelona y Zaragoza.
Después de la diversidad de géneros y materias, lo que más nos sorprende en nuestra escritora es que sus mejores escritos, con ser obra de una Monja, y de Orden ascética, como la de San Jerónimo, sean profanos, demasiado profanos y picantes á veces, hasta el punto que varias composiciones insertas en la edición de Zaragoza de 1692 no fueron reproducidas en las posteriores.
Pero hay que tener en cuenta que las Comunidades religiosas en América disfrutaron siempre excepcionales anchuras, superiores ó diversas de las que gozaban en la Península, en términos de causar verdadera extrañeza y asombro á los viajeros españoles, no sólo religiosos, sino seglares, como Ulloa y D. Jorge Juan.
Sin embargo, no faltaron en el mismo Méjico[Pg 225] quienes, escandalizados por algún que otro desenfado de nuestra Monja, trabajaron con insistencia, no sólo para que no escribiese, sino para que ni estudiase siquiera. «Una vez (refiere la misma Sor Juana Inés) lo consiguieron con una Prelada muy santa y muy cándida, que creyó que el estudio era cosa de Inquisición, y me mandó que no estudiase: yo la obedecí unos tres meses que duró el poder ella mandar, en cuanto á no tomar libro; en cuanto á no estudiar absolutamente, como no cae debajo de mi potestad, no lo pude hacer; porque, aunque no estudiaba en los libros, estudiaba en todas las cosas que Dios crió, sirviéndome ellas de letras, y de libro toda esta máquina universal.»
Como nuestra Monja fué poco amiga de vanidades humanas, aun la gloria legítima entró rara vez como fin ó como parte en la composición de sus escritos. «En lo poco que se ha impreso mío (escribía al Obispo de la Puebla de los Ángeles en 1691), no sólo mi nombre, pero ni el consentimiento para la impresión ha sido dictamen propio, sino la libertad ajena..... de suerte que solamente unos Ejercicios devotos para los nueve días antes del de la Purísima..... y unos Ofrecimientos para el santo Rosario..... que se ha de rezar el día de los Dolores de[Pg 226] Nuestra Señora, se imprimieron con gusto mío, por la pública devoción, pero sin mi nombre.» Fué preciso que el Virrey, Conde de Paredes, y su esposa, Doña María Luisa Gonzaga Manrique de Lara, le ordenasen la entrega de sus obras, á fin de darlas á la estampa, para que se resolviese á reunir las que formaron luego el primer volumen de sus obras. Salieron éstas á luz, en Madrid, 1689, con el gongorino título, que tanto se prestaba á epigramáticas interpretaciones: Inundación Castálida de la única poetisa, Musa décima Soror Juana Inés de la Cruz; cambiado después por el más sencillo: Poemas de la única poetisa, etc.
En estos días en que tanto se habla y escribe en defensa de las mujeres, bueno será recordar que Sor Juana Inés de la Cruz consagró no escasa parte de sus escritos, en prosa y verso, en pro de esta causa; de manera que bien podemos colocarla á la cabeza del movimiento en razón y en justicia. En su estado y en su época era hasta cierto punto heroica la defensa. Refiriéndose á sus hermosas redondillas Contra las injusticias de los hombres al hablar de las mujeres, que excuso dar al pie de este trabajo, se ha dicho que nuestra monja fué por extremo dura con los hombres; pero[Pg 227] es no menos cierto que en otras composiciones juzga á las mujeres con bastante severidad, aun en materias de amor, como se ve bien claro, entre otras poesías, en el soneto que comienza:
Entendimiento varonil, ocasiones tuvo en su vida en que midió sus fuerzas con los hombres más conspicuos de su tiempo. Cuéntase que el Marqués de Mancera reunió un día en su palacio á los ingenios y maestros más distinguidos, con el solo fin de someter á examen las aptitudes y conocimientos de su protegida, y que ésta, que podía tener entonces 17 años, respondió satisfactoriamente á cuantas preguntas le hicieron todos, proclamándose su triunfo con indecible asombro de los examinadores. Baste leer la impugnación que escribió, sin deseo de que se publicase, en carta á uno de sus favorecedores, relativa al Sermón de las finezas de Cristo, predicado y publicado por el célebre jesuíta Antonio de Vieira. Cayó en[Pg 228] manos del Obispo de la Puebla de los Ángeles, electo Arzobispo y Virrey de Méjico, D. Manuel Fernández de Santa Cruz, copia de dicha impugnación, y la encontró tan erudita y atinada, que la hizo imprimir, con otra carta suya aprobatoria, bajo el nombre de Sor Philotea de la Cruz. Con este motivo se promovió interesante y apasionada controversia entre los amigos y adversarios del famoso predicador. La respuesta de Sor Juana Inés, en carta al Obispo, es sin duda el mejor de sus escritos en prosa, sobre todo por la defensa que hace de la conveniencia de que las mujeres estudien y de la capacidad que tienen para ello.
De la lectura de este trabajo, como de las obras todas de nuestra escritora, se adquiere clara noción de su inmensa cultura. Acaso ninguna otra Religiosa ha dedicado al estudio más largas horas, ni esfuerzo intelectual más sostenido. A 4.000 ascendía el número de los libros de su biblioteca particular, cuando, dos años antes de su muerte, consagró por entero su vida á la oración y la penitencia.
En cuanto á sus aptitudes principales, á juzgar por los escritos que conocemos, tengo por seguro que á la poesía lírica pertenecen sus mejores composiciones, aunque rara vez éstas[Pg 229] rayen á la altura de las de nuestros mayores líricos, ni en lo religioso ni en lo profano. Sus loas y sus comedias siguen en un todo la pauta general conocida. La silva El Sueño es imitación desdichada de las desdichadísimas Soledades, de Góngora. El Neptuno alegórico, declaración, en prosa y verso, de las alegorías del Arco triunfal erigido en la Catedral de Méjico en la entrada del Virrey Conde de Paredes, pertenece á la clase de las que Hartzenbusch titulaba Obras de encargo, generalmente malas, como tales. La erudición de nuestra monja tiene en esta obra los caracteres todos de las pedantescas y culteranas composiciones de la época. Fué en su tiempo la más celebrada de todas: hoy debe ser contada entre las más infelices y menos dignas de aplauso. Y lo mismo cabe decir en justicia de las loas, ya las religiosas, como las tituladas La Purísima Concepción y San Hermenegildo, ya las profanas, compuestas para los cumpleaños de Reyes, Virreyes y frailes de campanillas.
Si Sor Juana Inés de la Cruz no nos ha dejado una obra magistral, encarnación íntegra y acabada de su inteligencia, esparcida en tantos y tan diversos escritos; si éstos por la mayor parte tuvieron el nacimiento y la muerte[Pg 230] tan cerca, tan unidas como la Rosa de Rioja, el nombre de la monja mejicana y la memoria de su labor artística y científica tendrán siempre merecido puesto en la historia literaria de Méjico y de España, como gloria común de mejicanos y españoles.
[Pg 231]
La Universidad de Santiago de Chile ha dado á luz un número extraordinario de sus Anales, para conmemorar el cuarto Centenario del descubrimiento de América.
Contiene este libro poesías, discursos y monografías históricas. Dos son únicamente las obras poéticas, á saber: un episodio histórico-dramático, en un acto y en verso, intitulado Amor y Fe, que se refiere al descubrimiento, original de nuestro compatriota el conocido autor dramático Emilio Alvarez, profesor, en la actualidad, del Conservatorio de Música y Declamación en Santiago; y una Oda, en alabanza de Colón, premiada en el certamen universitario,[Pg 232] obra del inspirado poeta chileno Pedro N. Préndez.
Los discursos contenidos en este volumen son los que se pronunciaron el 12 de Octubre último en la fiesta celebrada en la Universidad, con asistencia de las corporaciones del Estado, por el Ministro de Justicia é Instrucción pública D. Máximo del Campo, el Rector de la Universidad D. J. Joaquín Aguirre, el entonces Decano de la Facultad de Filosofía, Humanidades y Bellas Artes D. Diego de Barros Arana, y el Ministro de España en Chile D. José Brunetti y Gayoso, Conde de Brunetti.
Chile, á diferencia de las demás naciones, celebró el Centenario acordando reunir y enviar á España cuatrocientos diez y ocho volúmenes de trabajos nacionales para la proyectada formación de una biblioteca americana en nuestra Nacional, y celebrando una festividad universitaria; porque allí la Universidad no es sólo un cuerpo docente, sino el centro mayor y supremo de la vida intelectual del país, y asimismo porque entendía que el descubrimiento de América debía ser considerado, ante todo, como triunfo de la ciencia.
Los discursos pronunciados en la Universidad responden dignamente á la naturaleza del[Pg 233] acto, y aun más, si cabe, las disertaciones históricas que juntamente con aquéllos han visto la luz pública en el libro que examinamos.
Once son las disertaciones históricas, de las cuales nueve versan exclusivamente sobre cuestiones relativas al descubrimiento de América. Tratan las otras dos, una acerca de La estatua de Colón en Valparaíso, y más propiamente de todos los monumentos erigidos á Colón en el Nuevo Mundo, pues de todos ellos se da noticia en este interesante artículo, obra de D. Domingo Amunátegui Solar; y la otra de La primera competencia de la autoridad eclesiástica con la civil en América, obra póstuma de mi respetable y querido amigo D. Miguel Luis Amunátegui, gloria de la Universidad y de los estudios históricos en Chile.
Si de estos estudios no tuviéramos otras muestras que las disertaciones coleccionadas en el libro universitario, bastarían ellas para probar cumplidamente que en la República chilena, y con especialidad en el Cuerpo docente, tienen hoy valiosos cultivadores, comenzando por el hoy Rector de la Universidad D. Diego de Barros Arana, autor de la mayor parte de aquellas monografías, universalmente reputado[Pg 234] como uno de los historiadores americanos más eminentes de nuestros días.
Su Historia general de la Independencia de Chile, publicada en 1854 á 1858, es bastante más completa que las obras anteriores de Amunátegui, Melchor Martínez y José Ballesteros. Perito igualmente en la historia antigua que en la moderna, su Historia general de Chile, impresa en Santiago en 1884, es un monumento inapreciable de erudición y de talento, especialmente en lo que respecta á las razas indígenas. Dudamos mucho que ningún otro Estado de la América del Sud pueda ofrecer en paragón obras semejantes. En los Estados Unidos, en Inglaterra y Alemania, como en nuestra misma Península, Barros Arana merece el más alto aprecio por parte de los verdaderos americanistas. Quéjanse algunos de que el historiador chileno suele ser severo en demasía con los conquistadores, pero sin negar por eso sus grandes merecimientos.
Las cinco monografías que contiene el libro universitario son suficientes para formar idea de la inteligencia, del saber y de las prendas literarias de Barros Arana. De estos trabajos, los más originales y eruditos son los que llevan por títulos: La primera biografía y el primer[Pg 235] biógrafo de Cristóbal Colón, y El libro más disparatado que existe sobre la historia del descubrimiento de América. En la primera traduce y comenta la biografía de Colón, que se contiene en el Psalterium hebraeum, graecum-arabicum-caldaeum, con interpretaciones y glosas de Pantaleón Giustiniani (1516), al reproducir el versículo 5.º del salmo XVIII, que dice: In omnem terram exhibit sonus eorum: et in fines terrae verba eorum. (La voz de los cielos se ha propagado en toda la tierra, y sus palabras hasta los confines de la tierra), Giustiniani pone un comentario, que es quizá el más extenso de su libro. Ese comentario es una biografía sumaria de Colón, en cuyos descubrimientos el comentador ve el cumplimiento de una profecía consignada en esas palabras del salmo. Barros Arana la traduce y comenta con gran erudición y maduro juicio.
El Libro más disparatado que existe sobre la historia del descubrimiento, no es otro que el publicado en 1621 con el título Nova typis transata. Novi orbis Indiae Occidentalis, atribuido al padre Boil, y tiene por objeto demostrar que los Padres benedictinos fueron los primeros predicadores del Cristianismo en el Nuevo Mundo. El erudito estudio de este libro,[Pg 236] sobre todo en lo relativo al P. Boil ó Buyl, habría sido más completo si Barros Arana hubiera conocido todo cuanto se ha escrito y publicado en España, especialmente por el Padre Fita, tocante al célebre primer Vicario apostólico de las Indias. De todos modos resulta un trabajo, en las cuestiones principales, digno de la competencia de su autor.
Malparado queda el Conde Roselly de Lorgues de la crítica de Barros Arana, no sólo en esta monografía, sino en la que examina El proyecto de canonizar á Cristóbal Colón, contra el cual se pronuncia no menos resueltamente que Fernández Duro en su Colón y la Historia póstuma.
Eruditísimas son las disertaciones: Noticia bibliográfica de los poemas á que ha dado origen el descubrimiento del Nuevo Mundo, la cual abunda en datos y observaciones muy curiosas, y la que lleva por título Los Historiadores oficiales del descubrimiento y conquista de América, estudio concienzudo y ordenado, el mejor que conocemos, de los cronistas de Indias, desde Oviedo hasta Muñoz.
Con las monografías de Barros Arana alternan dignamente las demás que contiene el volumen publicado por la Universidad chilena, á[Pg 237] saber: El Carácter de Colón, por D. Eugenio M. Hostos, Rector del Liceo Miguel Luis Amunátegui; Las primeras tierras que vió Colón al descubrir el Nuevo Mundo, de D. Francisco Vidal Gormaz, y las dos restantes, debidas al profesor de Historia y Geografía en el Instituto Pedagógico, D. Juan Steffen, la primera relativa á La Polémica sobre la autenticidad de la biografía más antigua de Colón, y la segunda, que tiene por tema Colón y Toscanelli.
Coincidiendo, sin saberlo, con las doctrinas sustentadas al mismo tiempo en Italia por Cesare de Lollis, el Dr. Steffen sostiene que Colón fué el primero que ejecutó en la práctica la idea de Toscanelli de una travesía del Océano occidental. Y por lo que toca á La Polémica sobre las Historias del Sr. D. Fernando Colombo, el Dr. Steffen, de conformidad con algunos eruditos españoles, y en oposición con las teorías de Harrisse, cree en la autenticidad de un primitivo y legítimo MS. de D. Fernando Colón, alterado después, con nuevos elementos, en la edición de Venecia.
Las investigaciones de Vidal Gormaz sobre las primeras tierras que vió Colón dan por resultado las mismas conclusiones á que habían llegado ya algunos eruditos peninsulares, desde[Pg 238] Muñoz hasta D. Patricio Montojo, esto es, que la isla Guanahaní es la de San Salvador, hoy Watling, primera tierra descubierta por el marino genovés á la sombra del pabellón de Castilla.
Por último, el erudito y apreciable estudio de Hostos relativo al Carácter de Colón, se presta á controversias en las cuales no podemos entrar, por no alargar demasiado esta ligera noticia. Baste lo dicho para que se comprenda la importancia del libro publicado por la Universidad de Santiago de Chile, á no dudarlo de los más doctos que con ocasión del Centenario han visto la luz pública dentro y fuera de América.
[Pg 239]
En pocas Repúblicas americanas como en Colombia había llegado á tomar tan exageradas proporciones el desafecto para con la madre España; en pocas también han sido luego tan repetidos y completos los nobles actos de reparación y de cariño.
La participación activa, eficaz, extraordinaria de Colombia en la celebración del Centenario prueba cumplidamente que los injustos odios se vienen trocando en amorosa solicitud y filial afecto, principalmente por obra del Gobierno que preside el Dr. Núñez, amigo cariñoso y resuelto de la vieja Metrópoli.
España, Colón, Isabel la Católica y el descubridor[Pg 240] y conquistador Gonzalo Jiménez de Quesada han sido objeto, en pocos meses, de solemnes homenajes de admiración y señaladas muestras de gratitud y entusiasmo.
Por lo que á España respecta, baste recordar la brillante concurrencia de Colombia á la Exposición Hispano-Americana, la novedad y riqueza de sus antigüedades, y muy en especial la espléndida colección regalada á España, á no dudarlo el presente más valioso que ésta ha recibido hasta el día de ninguna de sus hijas allende el Atlántico.
Las fiestas de Bogotá, organizadas por las comisiones reunidas del Cuerpo Legislativo, del Poder Ejecutivo y del Concejo Municipal, no han consistido solamente en iluminaciones, salvas, dianas y otros actos religiosos, militares y civiles, de rúbrica en tales casos, sino también en hechos de mayor alcance y trascendencia, como la publicación del libro Apoteosis de Colón, colección de piezas de autores colombianos hecha por D. Ignacio Borda, algunas de las cuales, como el Ensayo biográfico de Gonzalo Jiménez de Quesada, por el Dr. Pedro M. Ibáñez, han venido á enriquecer, con nuevos datos y juicios, la historia colombiana. En igual caso se encuentran otras nuevas publicaciones, como[Pg 241] el libro Aborígenes de Colombia, del distinguido autor del artículo Colombia en la Exposición.
La patria de Miguel Antonio Caro y de Rufino Cuervo, centro de la erudición y del gusto en la América Meridional, ha estado á la altura de sus tradiciones, no sólo en el terreno científico, sino en el ameno campo de las musas, como lo acreditan las poesías de Rafael Pombo, Alirio Díaz Guerra, José Joaquín Casas, Roberto Mc-Dowall y las Sras. Dávila de Ponce, Antomarchi de Rojas y la Srta. Elmira Antomarchi. No pecaba, ciertamente, de exagerado el peruano doctor Aramburu cuando, en la fiesta literaria celebrada en Lima el 12 de Octubre último, apellidaba á Colombia: «cerebro de nuestro Continente.»
Colón y la Reina Católica han sido glorificados igualmente en las fiestas colombianas. En la procesión cívica del 12 de Octubre, los tres últimos carros tenían por asunto á la gran Reina, ya acogiendo á Colón, ya ofreciéndole sus joyas, bien dictando en su codicilo la célebre cláusula, nunca lo bastante bendecida, en que recomienda el tratamiento humanitario de los indios.
Pero el acto más bello de todos ha sido la colocación de las piedras angulares de un monumento[Pg 242] á Colón y de un hospital bautizado con el título de Isabel la Católica, primer edificio americano que ostenta el nombre de la magnánima soberana de Castilla.
Quesada falleció de más de ochenta años, el 16 de Febrero de 1579. Murió pobre. Debía más de 60.000 pesos. Fué sepultado en el convento de Santo Domingo, en Mariquita, situado frente á la casa en que expiró. En 1597 fueron trasladados sus restos á Bogotá. Al acercarse la celebración del Centenario, las cenizas de Quesada carecían de sepulcro digno de su gloria.
El Municipio de Bogotá no quiso dejar de pagar más tiempo tan sagrada deuda. El 15 de Julio del corriente año fueron colocadas solemnemente en un mausoleo de mármol blanco sobre base arenisca, erigido en la plazuela formada por las portadas de los cementerios públicos, en la acera del Norte.
Las inscripciones del mausoleo son éstas: al Sur, frente principal: JIMÉNEZ DE QUESADA; al Occidente: AL FUNDADOR DE SANTA FE DE BOGOTÁ; al Oriente: el Consejo municipal de Bogotá. y al Norte: EXPECTO RESURRECTIONEM MORTUORUM. Era esta la única inscripción y epitafio que el mismo Quesada ordenó se colocase en su sepulcro:[Pg 243] Espero la resurrección de los muertos. ¡Digna expresión de su cristiana humildad!
Ya sólo resta que el Municipio bogotano, mejor dicho, la ciudad entera, la República toda, erijan una estatua al fundador del Nuevo Reino de Granada. ¿No la tiene Bolívar, segundo padre de Colombia? ¿Pues por qué negar al primero honor no menos merecido?
Ocasiones adecuadas fueron el 16 de Febrero de 1879, tercer centenario de la muerte de Quesada, y el 12 del último Octubre. Al poner las primeras piedras del hospital Isabel la Católica y del monumento á Colón, bien pudo colocarse también la del de Quesada, honrando así juntamente los tres nombres que simbolizan el natalicio de la hoy libre nación colombiana á la vida de la civilización.
No ha sido así, quizá por apatía, simplemente, ó acaso más bien porque las nuevas y reparadoras tendencias no han podido desvanecer aún del todo arraigadas equivocaciones. Leyendo la prensa bogotana, he podido advertir acá y allá, al tratar de España, algún juicio erróneo, alguna frase improcedente, restos de inveteradas preocupaciones. Harto camino se ha andado en poco tiempo en el terreno de la fraternidad y la justicia, para abrigar ya, resueltamente,[Pg 244] la consoladora esperanza de que todo se andará seguramente. Sirvan de aliento y estímulo á nuestros hermanos de Colombia las seguridades de nuestra estimación y afecto.
Después de todo, lo que ocurre en Colombia sucede también en España, esto es, que aquí, como allá, no faltan quienes, bebiendo en las envenenadas fuentes de trasnochadas declamaciones, no conocen ni han podido conocer nunca, á la luz de la verdad, la naturaleza y magnitud de la empresa civilizadora de España en el Nuevo Mundo, porque el fanatismo político anubla sus ojos y perturba sus corazones. En los americanos concurren, además, las memorias de las luchas de la independencia, luchas que americanos y españoles, al fin y al cabo, hemos de mirar únicamente como contiendas civiles que pasaron y que no han de repetirse jamás.
Y si entre nosotros es menos vivo el recuerdo de esas contiendas, si nos hallamos más fácilmente dispuestos á renovar los sagrados vínculos de familia, como todo americano que viene á España puede observar desde luego, con grata sorpresa, nada más natural que así sea, porque en materias de afecto siempre ha sido mayor el de los padres que el de los hijos.
[Pg 245]
Afortunadamente, el digno Ministro de España en Bogotá, D. Bernardo Cólogan, supo interpretar noblemente los sentimientos de nuestra patria. Su carta, publicada en El Correo Nacional, y su discurso pronunciado el 12 de Octubre, en la ceremonia verificada en la plaza de Bolívar, fueron acogidos con inequívocas muestras de aprecio. «Tan dueños sois—les decía—de vuestros destinos como de vuestros juicios; pero sabed también que si España escucha solícita vuestras palpitaciones, es porque una voz de la sangre, respondiendo al dulce eco de su amplia y sonora lengua, la orienta hacia estas esplendorosas regiones, y nada puede aventajar en ella á las fruiciones de vuestra cariñosa correspondencia.»
No habría sido completa la celebración del Centenario si no hubiese tenido en ella parte la memoria de Jiménez de Quesada. Si el descubrimiento general del Nuevo Mundo es obra de Colón, el descubrimiento de cada región americana tiene su Colón particular, acreedor igualmente á la gratitud de la tierra por su heroísmo descubierta y conquistada, y en mayor grado si cabe, descubridores y conquistadores como el fundador de Bogotá, admirable conjunto de cualidades rara vez unidas: letrado,[Pg 246] historiador, poeta, capitán, poblador, gobernante. Un docto historiador colombiano de nuestro siglo reconoce, con justicia, que, á excepción de alguna falta, «el carácter noble de Quesada resplandece en la conquista y sobrepasa entre todos los caudillos de su época.»
Cuando los americanos se persuadan por entero de que su legítima emancipación es universalmente acatada, y de que sobre las transitorias luchas de un día están los permanentes intereses de la civilización y de la historia, entonces volverán, con más cariño que nunca, sus ojos á la vieja casa española, noble solar común de todos los que tienen la dicha de pensar y sentir y hablar en la lengua de los Reyes Católicos, de Hernán Cortés y Jiménez de Quesada, de Pizarro y de Valdivia.
[Pg 247]
La invitación del Ateneo á los americanos para que tomasen parte en sus conferencias históricas, simultánea de la invitación á los peninsulares, no se redujo á los Ministros de la América española, sino que se extendió también, desde su principio, á algunos escritores residentes en el Nuevo Mundo, conocidos por sus trabajos históricos.
De estos escritores, unos, respondieron rehusando, con razones más ó menos valederas, la participación ofrecida, y otros, á quienes, como á los anteriores, les fueron dirigidas las invitaciones por los conductos más seguros, á pesar del largo tiempo transcurrido no han acusado[Pg 248] siquiera recibo de dichas invitaciones. Omito los nombres de unos y otros. Baste saber simplemente lo ocurrido. Y sépase también que el Ateneo, al invitarlos, no les pedía que vinieran expresamente á dar sus conferencias, sino que les advirtió que podían escribirlas y enviarlas y que serían leídas por las personas que ellos mismos designasen.
Creía el Ateneo que la ilustración histórica del descubrimiento, conquista y civilización del Nuevo Mundo era tan necesaria para los americanos como para los españoles, y que en América como en España el estudio científico de aquellos grandes hechos distaba mucho de alcanzar hoy día el florecimiento debido. Por lo que á España respecta, recuérdese lo que dije, con entera sinceridad y franqueza, en el primero de los trabajos que comprende este libro. Y por lo que á América concierne, creo que bien puede afirmarse de ella, en general, lo que, en particular, de Méjico, escribía no ha mucho el biógrafo insigne de Don Fray Juan de Zumárraga: «De los hombres que han figurado en nuestro suelo, pocos habrá que hayan sido juzgados sin pasión, porque el antagonismo de razas, la falta de instrucción, las discordias civiles, y sobre todo las religiosas, han[Pg 249] agriado los ánimos y ofuscado las inteligencias;» añadiendo que «entre las víctimas de la ignorancia y del espíritu de partido» se distinguía nada menos que la venerable figura del primer Obispo y Arzobispo de Méjico.
Por fortuna, así como América cuenta con historiadores tan ilustres como García Icazbalceta y Barros Arana, no superados, sin duda, por nuestros mayores americanistas peninsulares, cuenta también, entre los dignos individuos de su representación diplomática en la antigua Metrópoli, distinguidos cultivadores de los estudios históricos, los cuales, comprendiendo la significación y alcance de la empresa acometida por el Ateneo, se apresuraron á aceptar la participación ofrecida, con generoso interés y verdadera eficacia.
Invitó el Ateneo, ante todo, á los Ministros de Méjico y Costa Rica Sres. General Riva Palacio y Peralta, Correspondientes de la Real Academia de la Historia, uno y otro conocidos ya ventajosamente por su probada pericia en materias históricas. Á propuesta de éstos, invitó después á los Ministros de Chile y Colombia, Sres. Vergara Albano y Betancourt, quienes aceptaron su encargo. Ausentes hoy ambos, no han podido cumplir su oferta.
[Pg 250]
La venida á Madrid de los señores Solar y Zorrilla de San Martín proporcionó al Ateneo nuevos cooperadores. Vicepresidente, el primero, de la República del Perú y Ministro de su país entre nosotros, debía llevar la voz de tan importante nación americana en la obra de las conferencias; Ministro del Uruguay el segundo, venía precedido de gran renombre literario. Los dos respondieron al llamamiento del Ateneo en términos verdaderamente fraternales y honrosos para nuestra patria. Los dos también han desempeñado luego sus respectivos encargos, como igualmente su compañero el Ministro mejicano. No así el de Costa Rica, cuya conferencia fué, con su aprobación, anunciada, suspendida por su encargo después, aplazada para más adelante, y á juzgar por el tiempo transcurrido y la falta de todo aviso, definitivamente abandonada.
Los temas escogidos por los conferenciantes americanos fueron los siguientes:
Sr. Ministro del Perú: El Perú de los Incas.
Sr. Ministro del Uruguay: Descubrimiento y conquista del Río de la Plata.
Sr. Ministro de Méjico: Establecimiento y propagación del Cristianismo en Nueva España.
Como se ve, los tres temas se refieren igualmente[Pg 251] á la historia particular de cada uno de los países representados por los conferenciantes si bien con arreglo á las antiguas divisiones político-geográficas, como exigía la naturaleza histórica de las conferencias.
El 18 de Enero de 1892 dió la suya el Ministro de Méjico, primer americano que ha subido á la cátedra del Ateneo. El nombre y la persona del General Riva Palacio eran ya bien conocidos por los años que lleva de residir en España el distinguidísimo mejicano. Sus dotes poéticas y sus facultades oratorias han podido ser apreciadas más de una vez, así como su interés vivísimo en estrechar los vínculos de Méjico y España, acreditado especialmente en la participación activa y preferente que viene tomando en todo lo relativo á la celebración del Centenario. Las personas peritas en los estudios históricos tenían noticia de sus trabajos referentes á los Orígenes de la raza mejicana, leídos en la Real Academia de la Historia, que habían promovido interesante controversia por sus conclusiones favorables al autoctonismo de las primitivas razas mejicanas, y conocían también su erudita Historia de la dominación española en Méjico. El insigne General Arteche, en su magnífica conferencia sobre La conquista de[Pg 252] Méjico, leída en el Ateneo en la semana anterior, había mencionado repetidamente con elogio esta última obra. Meses antes el Sr. Vilanoba se refirió con frecuencia á la anterior sobre los Orígenes de la raza Mejicana.
La conferencia del General Riva Palacio, así por su abundante y selecta erudición como por la elocuencia de la forma, rivaliza dignamente con las mejores que el Ateneo había escuchado anteriormente. El sentido critico del ilustre conferenciante, informado en la doctrina de la sociología positivista, puede prestarse á animadas polémicas; pero cualquiera que sea el punto de vista desde el cual se le considere, hay que reconocer forzosamente que estuvo representado á gran altura.
En sentir del Sr. Riva Palacio, existe «extraña semejanza entre el gran cambio religioso de los pueblos de América, y sobre todo de la Nueva España, con el progreso rápido y sangriento del islamismo, no sólo en los días en que Mahoma sujetaba la Arabia, sino durante el tiempo de sus sucesores, cuando Omar gobernaba á los creyentes; afirmando asimismo que no arrancó á los pueblos venidos del culto de los ídolos la predicación del apóstol, sino la espada del conquistador y el hacha y la tea del[Pg 253] soldado, que derribaban al Dios de los altares, y ponían fuego á los adoratarios.»
En otro lugar escribe que «los conquistadores españoles sabían también á qué atenerse respecto á la fe religiosa de los vencidos; pero con una política verdaderamente hábil, contentáronse casi siempre con la aparente conversión de los indios, dejando á los misioneros el cuidado de explorar á aquellas conciencias, de cultivar en ellas las semillas del Cristianismo y de entregar á las llamas los templos de los ídolos, y hasta los recuerdos de los tiempos de la idolatría.»
Esta segunda afirmación es más conforme con la verdad histórica, reconocida y consignada ya en publicaciones anteriores por escritor tan competente como García Icazbalceta, quien, á este propósito, escribía lo siguiente: «La Cristiandad se había fundado en México por orden no común. Lo más ordinario en la predicación del Evangelio es que sus ministros se abran paso lentamente, en lucha continua contra el poder de gobiernos despóticos y contra el apego de los infieles á sus heredadas creencias. En la Nueva España fué muy diverso el caso. La predicación evangélica contaba con todo el apoyo del poder civil; las armas le habían allanado[Pg 254] el camino, y no podía temer persecución general, si bien no le faltaron contradicciones, nacidas del carácter de algunos gobernantes y de la agitación de los tiempos. Los conversos no arriesgaban, pues, nada en el cambio de religión; antes podían contar por eso mismo con más favor de los señores de la tierra.» Así «el pueblo infiel, lejos de oponer resistencia al establecimiento de la ley cristiana, abrazaba con gusto sus dogmas, y se complacía grandemente en sus prácticas.»
Es verdaderamente notable por la exactitud lo que el General Riva Palacio decía de los frailes que llegaron á las Indias, los cuales «cifraban todo su empeño y encaminaban todos sus trabajos á sólo dos objetos: conversión de los idólatras á la fe cristiana, y protección de la vida y libertad de los vencidos. Fuera de esto—añade—nada les preocupaba ni llamaba su atención. Ningún anhelo de riquezas, ningún empeño por los honores, ningún cuidado por los títulos ni por el fausto; pobres hasta la miseria, abnegados hasta el sacrificio, ni temían concitarse el rencor y el odio de los encomenderos, ni vacilaban en desafiar el enojo de los terribles conquistadores, ni temblaban al levantar sus quejas, no siempre humildes, en favor de sus[Pg 255] protegidos hasta el trono del poderoso Emperador Carlos V.» ¡Qué diferencia—añadiremos nosotros—qué diferencia tan radical entre estos medios empleados por el Cristianismo en el Nuevo Mundo y los usados por los musulmanes para la propagación del Islamismo!
Acabó su discurso el distinguido conferenciante con estas palabras, que el numeroso y culto auditorio recibió con grandes aplausos: «El historiador debe decir que el descubrimiento del Nuevo Mundo era una necesidad de la ciencia; su ocupación un derecho de la humanidad, y la conversión de sus habitantes al Cristianismo una exigencia ineludible de la civilización y del progreso.»
Ocho días después, el 25 de Febrero, dió su conferencia sobre el Descubrimiento y Conquista del Río de la Plata el Sr. Ministro del Uruguay. Imaginación brillantísima, corazón entusiasta, poeta de grandes alientos, arrebató á sus oyentes, desde los primeros períodos, con el encanto y la magia de su elocuencia. Las hazañas de Juan Díaz de Solís, de Ayola, de Irala, de Garay y Ortiz de Zárate, tuvieron cantor inspiradísimo en el Sr. Zorrilla de San Martín; la colonización del territorio argentino, tan distinta[Pg 256] de la de otras comarcas, expositor inteligente y discretísimo.
Aparte de estos merecimientos, el Sr. Ministro del Uruguay ofrecía á sus oyentes un atractivo mayor en aquellos momentos: el españolismo noble y generoso que rebosaba en sus frases, el entusiasmo con que en nombre del mundo de Colón y de Isabel publicaba muy alto la gratitud americana para con la madre patria. Era aquello un acto tan deseado como oportuno; la correspondencia debida á nuestro cariño, la consagración solemne de la fraternidad hispano-americana.
Y lo que daba más autoridad á sus palabras era el conocimiento que todos tenían de que no las dictaba el artificio retórico, ni las ceremoniosas formas de la cortesía; porque el nuevo Ministro del Uruguay, antes de representar á su país en el nuestro, allá, en su patria, repetidamente en sus discursos, en sus artículos, en sus versos, había hablado igual lenguaje, hijo siempre de sus convicciones y de sus arraigados afectos.
América, antes del descubrimiento—decía—«era un mundo casi vacío; todo era grande en ella menos el hombre; el hombre que allí existía no era ni podía ser un principio; era un término,[Pg 257] un último vestigio. Era joven y hermosa la naturaleza: el hombre, decrépito.»
«Colón y sus carabelas no las buscaban; buscaban sólo el Oriente por el Occidente; no fueron, pues, las carabelas las que salieran al encuentro de América, fué ésta la que salió al paso á los heroicos navegantes.....»
Refiriendo las hazañas de los españoles en la conquista del Río de la Plata, decia: «Somos nosotros, más que vosotros, los que heredamos los frutos del árbol regado con su sangre, y los que en primer término estamos en el deber de admirar la memoria de los que la vertieron y de vindicarla siempre con reconocimiento filial.»
En consonancia con estos sentimientos,—añadía al final de su discurso—«Por eso, señores, como el Perú hace la apoteosis de Pizarro; como Buenos Aires da el nombre de Garay á una de sus calles; como Chile levanta la estatua de Valdivia, Montevideo da el nombre de Solís á su principal coliseo y levanta en una de sus plazas, votada por el Parlamento, la estatua de su fundador Don Bruno Mauricio de Zabala.
«Es el altar de la raza, señores, que complementa y preside en el orden cronologico-histórico[Pg 258] los otros altares de la patria independiente; es la protesta de bronce que dice al mundo, y á vosotros especialmente, que si por ley providencial se pueden y es indispensable romper vínculos políticos, no pueden romperse ni se romperán jamás los de la sangre, los de la fe, los de la lengua y los de las tradiciones y glorias, que nos son comunes y constituyen nuestro orgullo conjuntamente con las demás glorias nacionales.
«Que Dios proteja, señores, los destinos de nuestra incomparable raza, de los cuales jamás debemos desesperar. ¡Quién sabe! Acaso España fué un día, geológicamente considerada, la cabeza del gran coloso destrozado y sumergido en parte por el Atlántico. Que el tiempo confirme, señores, esa atrevida suposición: sea ahora España la cabeza, el cerebro, el pensamiento; palpite en América el corazón, mientras circula para siempre en todo ese inmenso organismo, dueño tal vez del porvenir del mundo, la sangre y los recuerdos de los Cortés, de los Pizarros, de los Valdivias, de los Irala y los Garay, de los Juan Díaz de Solís y de los Bruno Mauricio de Zabala.»
La conferencia del Sr. Ministro del Perú sobre El Perú de los Incas, el 11 de Febrero siguíente,[Pg 259] fué un trabajo erudito, de sobria y severa forma, que se escuchó con agrado, á pesar de la aridez del asunto.
«En este recinto de la ciencia y de las letras—decía, con extraordinaria modestia, al comienzo de su disertación—no tienen derecho á hablar sino los sabios y los literatos: yo no lo soy. Llevado á la carrera pública cuando apenas había salido de los claustros universitarios, y empujado, por un cúmulo de especiales circunstancias, á la política activa, de lucha y de combate en muchos casos, ha absorbido ésta mi tiempo y mis fuerzas, con detrimento y á costa quizá de otras muy preferentes exigencias sociales, privándome, en su consecuencia, de la satisfacción que ofrecen las bellezas y los encantos de la literatura...
«Pero ¿de qué se trata, señores? De hacer algo en bien de España: se da al Perú participación en tan importante labor, se me honra creyéndome capaz de contribuir á ese fin, aunque sea en mínima parte: no hay entonces excusa ni vacilación posible: se me impone un verdadero sacrificio, pero estoy acostumbrado á hacerlos por mi patria; y tratándose de honrar á la de mis padres y la de mis hijos, no considero nada imposible; no tengo, pues, derechos[Pg 260] que ejercer, sino obligaciones muy sagradas que cumplir, y á cumplirlas he venido, señores.»
Á pesar de tales protestas, las observaciones sobre el origen é historia del Perú de los Incas exceden en mucho á todo lo que podría esperarse de las modestas palabras del Ministro peruano. Claro está que la originalidad en esta clase de estudios es sólo propia de los investigadores de profesión, y el Sr. Solar no ha podido dedicar á ellos el tiempo que ha tenido que emplear en la defensa y gobierno de su país en los puestos más elevados y en los empeños más penosos; pero el hecho solo de ser instruido en estas materias, así como la circunstancia de no dejarse llevar de los exagerados elogios que algunos historiadores de su patria tributan á la civilización de los Incas, en mengua de la española, son condiciones por extremo recomendables y que abonan la elevación y cultura de su inteligencia.
Oir hablar de los Incas á un peruano, por añadidura Vicepresidente actual de la República y ex Presidente del Consejo de Ministros; escuchar de sus labios sentidas y generosas frases para la patria de Pizarro y de la Gasca, en la cátedra de una corporación española y[Pg 261] ante un auditorio de españoles, fué un espectáculo tan nuevo, tan hermoso, de tanta trascendencia, que figurará dignamente entre los actos de más valía de la celebración del Centenario.
Séame licito ahora consignar aquí las declaraciones más importantes del respetable Ministro del Perú sobre las relaciones de España y las naciones americanas sus hijas. «Estas conferencias—decía—han tenido por fin algo más que dar veladas ilustrativas en historia y literatura, y es iniciar con estas muestras de exquisita distinción un orden de relaciones entre España y aquellos países, que no sólo sean de franca y sincera amistad, sino de acción real y eficaz para su recíproco desenvolvimiento..... Se quiere que los indisolubles vínculos de origen y de idioma den unidad y solidez permanente á ese gran todo social que formaron España y la América española y que deben continuar siendo unos, por mutuos intereses y conveniencias.»
Reconoce luego que España «envió lo que faltaba á la grandeza deficiente, á la civilización imperfecta que constituían el destruido imperio de las Incas.» «Su rico territorio, bastante bien poblado,—proseguía,—estaba dispuesto[Pg 262] á recibir la simiente que en él quisiera depositarse, para corresponder con óptimos frutos. La civilización europea, la luz vivificante del Evangelio, sembraron esa semilla. Hoy el Perú, animado con la vitalidad que lleva á las naciones americanas por el camino del progreso, ofrece á Europa sus casi inagotables riquezas en la minería, sus inmensos y vírgenes terrenos, para recibir emigraciones que los exploten con provecho, la exuberancia de sus productos como materia prima para la industria.»
Más adelante, tratando de la unión de España y el Perú, decía: «Ahora bien: ¿qué lazos de más perfecta unión puede haber entre dos naciones que la identidad que establece la sangre, el idioma, las creencias, los hábitos, las virtudes y los defectos de los pueblos que las forman?»
Y terminaba diciendo: «¡Si los españoles y americanos llegaran á convencerse de esta verdad!; si los Gobiernos, penetrados de ella, dictaran medidas eficaces para conseguir las conveniencias que todos deben reportar, entonces, eso que hasta hoy es una ilusión, sería mañana una halagadora realidad! ¿Qué falta para que esa realidad lo sea? Señores, quererlo, pero quererlo de veras, quererlo resueltamente. Si pudiera yo influir en este sentido, expresando,[Pg 263] como lo hago, á nombre del Perú, su deseo, y el mío muy en especial, en apoyo de esta idea; si estas conferencias contribuyeran á alcanzar tan propicios resultados, ello sería motivo de la más pura satisfacción, tanto para los iniciadores de esta grande obra y sus colaboradores como para los Gobiernos que la ejecutaran. Para una nación que pudo descubrir un mundo y hacerlo suyo, no es, no puede ser labor ardua ni difícil recuperar, con los valiosos elementos de que dispone, su antigua grandeza, haciendo también grandes á los que con ella quieran serlo. Para el Perú, que llama á España con inefable complacencia, la madre patria, nada puede serle más grato que contribuir con sus riquezas y sus fuerzas al recíproco engrandecimiento de ambas. Una Reina, que se inmortalizó por su perseverancia y sus virtudes, iluminó la América con los resplandores del Catolicismo y de la ciencia; otra Reina, no menos digna y meritoria, está llamada á completar la obra, haciendo poderosos y felices á dos pueblos que merecen y que deben serlo.»
De manera tan digna y eficaz respondieron los conferenciantes americanos al llamamiento del Ateneo.
[Pg 265]
No era posible, en modo alguno, que la patria del descubridor del Nuevo Mundo dejara de asociarse á la celebración del cuarto Centenario del incomparable descubrimiento. Y, en honor de la verdad sea dicho, no sólo la ciudad de Génova, cuna del gran navegante, sino Italia entera así lo comprendieron por fortuna desde el primer instante.
Dejando á un lado fiestas, congresos, exposiciones y otros actos semejantes—inferiores, dicho sea de paso, á los celebrados en España,—justo es reconocer que, en lo tocante á estudios y publicaciones históricas y bibliográficas, las italianas, ya en calidad, ya en número, han rivalizado dignamente con las españolas.
[Pg 266]
Entre unas y otras media, sin embargo, la capital diferencia de que las italianas se refieren principalmente á la personalidad de Colón, mientras que las españolas, aun aquellas que estudian con preferencia la participación de nuestra patria en el descubrimiento, no prescinden jamás, cualesquiera que sean los juicios emitidos, del descubridor y primer Almirante de las Indias.
Así se explica que entre nosotros no haya habido un solo escritor, que sepamos, que osase calificar dicho descubrimiento de empresa absolutamente española, mientras que el exclusivismo italianista ha llegado á decir en más de un escrito que «la scoperta dell’America e gloria tutta italiana.»
Mucha parte de las publicaciones que en Italia han visto la luz pública se refieren á cuestiones particulares, en especial la del lugar de nacimiento de Colón, que, con ser materia tan clara y tan sabida, con motivo del Centenario, ha sido renovada con grandes bríos, pero sin materiales ni argumentos de verdadera novedad y alcance, y de la cual Génova ha salido, como no podía menos de salir, vencedora de las pretendidas patrias colombinas.
Pasando de los trabajos relativos á cuestiones[Pg 267] particulares, á los de carácter general, esto es, referentes á la vida ó la empresa de Colón, diremos que, de éstos, solamente el del doctísimo escritor italiano Cesare De Lollis, que se intitula Cristoforo Colombo nella storia e nella leggenda, es obra de originales y positivos merecimientos.
El Cristoforo Colombo de Ciamberini, no es, en suma, sino humilde trasunto de nuestro Navarrete, al que sigue constantemente, sin tener en cuenta ni los trabajos de Harrise, ni los demás que desde Navarrete acá han proseguido y ampliado las doctas investigaciones del sabio español. L’Opera scientifica de Cristoforo Colombo, de Luigi Hugues, está sacada en su mayor parte de los escritos de Humboldt. Y las biografías de Colón, de Tarducci y de Bellío, sobre todo la primera, como su autor confiesa, se fundan, por lo común, en el Cristophe Colomb del Conde Roselly de Lorgues, traducido en 1857 al italiano por el Conde Tullio Dandollo y reimpreso en Milán en el año 1891.
Como se ve, el Cristóbal Colón preferido en Italia, al tiempo del Centenario, es el Cristóbal Colón del Conde francés, que ha tomado sobre sí la empresa de canonizar al descubridor del[Pg 268] Nuevo Mundo, al par que la de denigrar á los españoles.
La índole novelesca de esta obra, el fuego religioso que la enciende y el entusiasmo colombino de su autor, debían ser tan del gusto de los italianos como de los franceses, y aun de los españoles, á pesar del constante antiespañolismo que guía la pluma del escritor francés.
Bien puede decirse que, al menos en las naciones latinas, el Cristóbal Colón del Conde Roselly de Lorgues es el que prevalece aun hoy día. Es cierto que en España ha encontrado contradictores, pero pocos, y aun éstos contagiados á veces, aunque en sentido opuesto, de las exageraciones del Conde francés, esto es, tocados de exagerado españolismo.
En Francia, fuera de la excelente obra de Gaffarel, las nuevas que han salido á luz con motivo del Centenario, tales como el Christophe Colomb, de A. Rastoul, pertenecen á la escuela de Roselly de Lorgues. La causa de este favor en la República vecina es de índole esencialmente religiosa. Decláralo así, sinceramente, escritor tan distinguido como Lécoy de la Marche. Durante mucho tiempo—escribía—escritores protestantes, Robertson, Irving, Humboldt, han monopolizado la biografía de Colón.[Pg 269] En sus escritos llegan, á lo sumo, á comprender al marino y al civilizador; nunca el espíritu católico que impulsaba al célebre navegante á playas desconocidas, que es precisamente lo que ha tenido la fortuna de conocer y de revelar al mundo en sus escritos Roselly de Lorgues.
Pero Lécoy de la Marche, como todos los que así piensan, aun en España, desconocen, por lo visto, que siglos antes que naciera el postulante de la canonización de Colón ya un teólogo español, historiador de las Indias, Fray Bartolomé de las Casas, consideraba el descubrimiento del Nuevo Mundo como obra maravillosa de Dios, y que, para este efecto, parece haber la Providencia divina elegido al Almirante que las descubrió, al que llama á boca llena, como más tarde Roselly de Lorgues, Ministro de Dios y Apóstol primero de las Indias.
Además, ¿quién que compare los escritos de las Casas con los de Roselly de Lorgues, no observará, desde luego, que el fraile sevillano escribió siempre movido de la pasión religiosa que le lleva, en ocasiones, á intransigencias, exageraciones é injusticias semejantes á las de su discípulo francés en nuestros días?
Viniendo ahora á la biografía de Colón, de[Pg 270] Cesare de Lollis, que citamos arriba, debemos decir que su erudito autor, apartándose en mucho de los biógrafos anteriores, allegando los mejores y más nuevos materiales, coordinándolos con discreción y arte en dos volúmenes bien meditados y bien escritos, ha enaltecido las letras italianas con la más docta y artística de las biografías colombinas que han visto la luz con motivo del Centenario.
El lugar del nacimiento de Colón, su familia, su juventud, en suma, la parte italiana del descubridor del Nuevo Mundo, ilustrada está en la obra de Lollis con gran erudición y á la luz de la crítica más circunspecta. Cabe decir otro tanto de los viajes de Colón, sobre todo el primero y principal, el del descubrimiento de América, que poco ó nada dejan de desear en la obra que examinamos.
Más informado y más prudente que los anteriores biógrafos, Lollis hace por lo común justicia á los españoles, y es el primero de los italianos en declarar, de acuerdo con los escritos de Fernández Duro, que Martín Alonso Pinzón agevolò (á Colón) tutti i mezzi dell’impresa. Solamente con Bobadilla se muestra algún tanto severo, cuando escribe que Colón grande sarebbe ad ogni costo apparso alla storia dell’umanità,[Pg 271] pero que simpatico, profundamente simpatico, lo resero le catene del Bobadilla.
Pero en lo que Lollis se diferencia más capitalmente de los otros biógrafos de Colón, no ya italianos, sino de las demás naciones, es en lo que concierne á la originalidad científica de los proyectos colombinos, que Lollis considera como simple ejecución de las doctrinas de otro italiano insigne, esto es, Toscanelli.
La idea no es nueva: pertenece al Marqués d’Avezac, quien, diez años antes, en 1871, en el Congreso geográfico de Amberes, la expuso con entera decisión y entusiasmo, diciendo que Toscanelli fué el iniciador del Descubrimiento de América y Colón el ejecutor del pensamiento de su compatriota, el sabio florentino. Tal especie, desatendida, cuando no contradicha, en otras naciones, podía ser bien recibida en la italiana, puesto que si con ella se mermaba la gloria de un gran italiano, se acrecentaba la de otro; el descubrimiento de América seguía siendo italiano como antes, é Italia salía gananciosa con un hijo ilustre más, hasta entonces tenido en menos.
Así se explica que los italianos hayan tenido tanto empeño en sublimar la figura de Toscanelli, como algunos españoles en levantar y engrandecer[Pg 272] la de los Pinzones, señaladamente la de Martín Alonso. Lo extraño del caso es que en Italia como en España se haya escogido igualmente para una y otra empresa, y como ocasión más adecuada, la celebración del Centenario colombino.
Cesare de Lollis, primero en el artículo que publicó en la Nuova Antologia, intitulado La mente e l’opera di Cristoforo Colombo, y después en la obra que examinamos, se muestra del mismo modo Toscanellista ardiente y convencido. Y de la misma manera, otros escritores italianos, por ejemplo, Bellío en su Cristoforo Colombo, y Gustavo Uzielli en el libro Paolo dal Pozzo Toscanelli iniziatore della scoperta dell’America, que volveremos á examinar más adelante. En todas estas obras se llega á la misma conclusión, á saber: que el descubrimiento del Nuevo Mundo es gloria tutta italiana, debida á la inteligencia de dos italianos: l’una, quella del Toscanelli, fornì gli argomenti scientifici e l’impulso; l’altra, quella di Colombo, colla sua arditezza, diede effetto al disegno.»
No he de entrar aquí en el examen de la teoría Toscanellista, sobre la cual he dicho lo que sentía en el primero de los trabajos que[Pg 273] comprende este libro, y que requería, no otro, sino varios para ventilar una por una las cuestiones que encierra. Basta á mi objeto señalar únicamente esta tendencia de los estudios colombinos en las publicaciones del Centenario en Italia.
De propósito he dejado para la última la primera en importancia de todas estas publicaciones italianas, es á saber: la «Raccolta di documenti e studi pubblicati dalla R. Commisione colombiana pel quarto centenario dalla scoperta dell’America.»
En 1888, Paolo Boselli, Ministro de Instrucción pública de Italia, eco de la aspiración general del país, que deseaba tributar al gran descubridor un homenaje digno de su gloria, prefirió, á todos los otros propuestos, el de una vasta colección de estudios históricos y bibliográficos, formada á expensas del Gobierno y confiada á una Comisión especial, creada al efecto por Decreto de 27 de Mayo de dicho año. Desde éste al de 1890, en que se redactó el programa definitivo, fallecieron algunos de los individuos de la Comisión más importantes,[Pg 274] tales como el Presidente Cesare Correntí y los vocales Amari, Cecchetti, Guasti, Promis y Ronchini. Asimismo es de consignar aquí que algunos de los extranjeros invitados á tomar parte en esta publicación, si aceptaron su encargo, no llegaron después á desempeñarlo, como se esperaba.
Según el plan adoptado, la Raccolta (colombina, que no colombiana, como oficialmente se titula), debía constar de las partes y volúmenes siguientes:
Tomos i y ii. Escritos de Cristóbal Colón, coordinados é ilustrados por Cesare De Lollis.
Tomo iii. Reproducción heliotípica de los autógrafos de Cristóbal Colón, con prólogo y transcripción paleográfica del mismo De Lollis.
Tomo i. Documentos privados de Cristóbal Colón y de su familia, por Luigi Tommaso Belgrano y Marcello Staglieno.
Tomo ii. Códice diplomático de Cristóbal Colón, por los mismos autores.
Tomo iii. Las monografías siguientes:
1. Cuestiones colombinas;
2. Los piratas Colón en el siglo XV;
3. Los retratos de Colón;[Pg 275]
4. Las medallas de Colón,
confiadas, respectivamente, á Cornelio Desimoni, Alberto
Salvagnini, Achile Neri y Umberto Rossi.
Tomos i y ii. Fuentes italianas para la historia del descubrimiento de América, por Guglielmo Berchet.
Tomo i. Correspondencia diplomática.
Tomo ii. Relaciones contemporáneas.
Tomo i. La construcción naval y el arte de navegar en el tiempo de Cristóbal Colón, por Enrico Alberto D’Albertis.
Tomo ii.
1. La declinación y la variación de la aguja
náutica, descubiertas por Cristóbal Colón, por el P. Timoteo
Bertelli;
2. Noticias de las cartas geográficas más antiguas
que existen en Italia con relación á América, por
Vittore Bellio.
Monografías dedicadas á los italianos precursores, continuadores é historiadores de la empresa de Colón.
Tomo i.
1. Paolo dal Pozzo Toscanelli, por Gustavo
Uzielli;
2. Observaciones de cometas hechas por Paolo
dal Pozzo Toscanelli, y sus trabajos astronómicos
en general, por Giovanni Celoria.
[Pg 276]
Tomo ii.
1. Pietro Martire d’Anghiera, por Giuseppe Pennesi;
2. Amerigo Vespucci, por Luigi Hugues;
3. Giovanni Caboto, por Vincenzo Bellemo;
4. Giovanni Verrazzano, por Luigi Hugues;
5. Battista Genovese, por Luigi Hugues;
6. Leone Pancaldo, por Prospero Peragallo;
Tomo iii.
1. Antonio Pigafetta, por Andrea Da Mosto;
2. Girolamo Benzone, por Marco Allegri.
Tomo único. Bibliografía italiana de los impresos relativos á Cristóbal Colón y al descubrimiento de América, formada por Giuseppe Fumagalli y Pietro Amat di San Filippo.
Ahora bien: con arreglo á este programa, ligeramente modificado en la práctica, han ido saliendo á luz los volúmenes respectivos á las diferentes partes que comprende. Al escribir estos renglones está en vías de conclusión el valioso monumento que el Gobierno y la erudición italiana vienen erigiendo al más grande de los nacidos en el suelo de Italia.
No hay que decir que obra tan vasta tenía que ser necesariamente desigual en sus partes, según las materias, y sobre todo según la calidad y competencia de los escritores á quienes fuesen confiadas.
La primera, así por su asunto como por su[Pg 277] ejecución, es, á todas luces, la referente á los Escritos de Colón. Fué confiada, primero á Harrise, y después, en 1891, á Cesare de Lollis, el cual, en menos de tres años, la ha llevado á cabo por entero, publicando los tres volúmenes que debía comprender y además un suplemento al tercero, complemento de toda la obra.
Contiene ésta los Escritos de Colón, por primera vez reunidos, publicados é ilustrados todos en esta colección, que podemos estimar completa y definitiva. Los autógrafos de Colón, comprendidas en ellos las notas marginales del primer Almirante de las Indias en sus libros predilectos, como el Imago Mundi, Ptolomeo, Marco Polo, abreviado, la Historia, de Pío II, Plutarco y Plinio, están reproducidos heliotípicamente en el tomo III y el Suplemento de este volumen.
Nada falta, pues, en esta importantísima parte de la Raccolta, en lo que toca á la publicación de los Escritos de Colón.
Cabe decir otro tanto en lo que respecta á los textos impresos y al estudio verdaderamente minucioso y erudito que los acompaña.
He aquí el índice de los documentos que contiene el primer volumen de la colección colombina:
[Pg 278]
I. Giornale di bordo del primo viaggio.
II. Lettera di C. Colombo a L. de Santangel e Gabriel Sanchez.
III. Memoriale di C. Colombo pel secondo viaggio.
IV é IV bis. Giornale di bordo del secondo viaggio.
V. Istruzioni di C. Colombo ad Antonio de Torres.
VI. Istruzioni di C. Colombo a Pedro Margarite.
VII. Frammento di una lettera ai re Cattolici.
VIII. Memoriale di C. Colombo pel terzo viaggio.
IX. Frammento di memoriale pel terzo viaggio.
X. Contratto di Colombo e Fonseca con Anton Marino.
XI. Lettera di C. Colombo al vescovo di Badajoz.
XII. Frammenti d’una lettera di C. Colombo al fratello Bartolomeo.
XIII. Ricevuta di C. Colombo.
XIV. Testamento e istituzione del maggiorasco.
El segundo volumen, sin contar los Apéndices y las notas marginales que antes mencionamos, contiene cincuenta documentos, que, con los catorce del primero, forman un total de sesenta y cuatro escritos de Colón.
He aquí el índice del tomo II, á fin de divulgar su conocimiento:
XV. Terzo viaggio di C. Colombo.
XVI. Relazione del terzo viaggio di C. Colombo.
XVII. Da una lettera ai re Cattolici.
XVIII. Da una lettera ai re Cattolici.
XIX. Da una lettera ai re Cattolici.
XX. Da una lettera ai re Cattolici.[Pg 279] XXI. Da una lettera ai re Cattolici.
XXII. Da una lettera ai re Cattolici.
XXIII. Lettera di Colombo al Roldan.
XXIV. Salvocondotto per Francisco Roldan.
XXV. Da una lettera ai re Cattolici.
XXVI. Da una lettera ai re Cattolici.
XXVII. Privilegio a favore di Pedro de Salcedo.
XXVIII. Da una lettera ai re Cattolici.
XXIX. Da una lettera ai re Cattolici.
XXX. Lettera ad alcuni personaggi della corte.
XXXI. Lettera all’aia del principe don Giovanni.
XXXII. Libro de las Profecías.
XXXIII. Lettera ai re Cattolici.
XXXIV. Lettera al Papa Alessandro VI.
XXXV. Lettera a Niccolò Oderigo.
XXXVI. Memoriale per figlio Diego.
XXXVII. Lettera ai signori del Canco de San Giorgio.
XXXVIII. Lettera al Padre Gorricio.
XXXIX. Lettera al Padre Gorricio.
XXXX. Lettera al Padre Gorricio.
XXXXI. Relazione del quarto viaggio di C. Colombo.
XXXXII. Da una lettera all’Ovando.
XXXXIII. Lettera all’Ovando.
XXXXIIII. Ordine di pagamento a favore di Diego Rodriguez.
XXXXV. Ordine di pagamento á favore di Rodrigo Vizcayno.
XXXXVI. Ordine di pagamento a favore di Diego de Salcedo.
XXXXVII. Lettera al figlio Diego.
XXXXVIII. Lettera al figlio Diego.
XXXXIX. Lettera al figlio Diego.
[Pg 280]
L. Lettera al figlio Diego.
LI. Lettera al figlio Diego.
LII. Lettera al figlio Diego.
LIII. Lettera a Niccolò Oderigo.
LIV. Lettera al figlio Diego.
LV. Lettera al P. Gorricio.
LVI. Lettera al figlio Diego.
LVII. Lettera al figlio Diego.
LVIII. Lettera al figlio Diego.
LIX. Frammento di lettera a re Ferdinando.
LX. Frammento di lettera a re Ferdinando.
LXI. Da un memoriale per re Ferdinando.
LXII. Da una lettera a Diego de Deza.
LXIII. Da una lettera ai re Filippo e Giovanna.
LXIV. Testamento di Cristoforo Colombo.
Todos estos escritos de Colón están ordenados cronológicamente y transcritos con fidelidad escrupulosísima, tanto, que con adoptar el autor la ortografía moderna para facilitar mejor su lectura, cuida siempre de que no se altere nunca esencialmente la lección original. Asimismo tiene en cuenta las variantes de los manuscritos y las utiliza con la pericia propia en filólogo tan competente y tan acreditado, dentro y fuera de Italia. Sin duda alguna, la nombradía que Cesare de Lollis disfrutaba como cultivador ilustre de la filología neolatina debió contribuir poderosamente á que el Gobierno de[Pg 281] su patria le confiase encargo tan delicado y del que no podía menos de salir airoso.
Las ilustraciones que preceden á los documentos abarcan la historia especial de cada uno, la determinación de su fecha, cuando no la tiene, y el examen del contenido, ya en sí mismo, ya en relación con los que le preceden y le siguen. La erudición y el ingenio del ilustrador se revelan con abundancia constantemente, sobre todo en la reconstrucción que hace de los Diarios del segundo y tercer viaje de Colón, y en el estudio de las Historie de Don Fernando. Valiéndose principalmente de fragmentos conservados en las Casas y Don Fernando, con gran agudeza Lollis lleva á cabo aquella reconstrucción, así como prueba, en la ilustración del documento 41, contra lo dicho por el fundador de la Biblioteca colombina de que su padre escribió Diarios de los cuatro viajes, que el descubridor de América no escribió nunca el del cuarto.
Curiosas son, en extremo, las ilustraciones de la primer carta de Colón, segundo de los documentos del primer volumen. Y en lo tocante á las Historie, Lollis, contra Harrise, y de conformidad con las doctrinas sustentadas por Fabié y otros muchos eruditos españoles,[Pg 282] mantiene la autenticidad de la obra de Don Fernando, fidelísimamente traducida al italiano por Ulloa, del original español propiedad de D. Luis Colón.
Las demás partes de la Raccolta contienen trabajos de merecimientos muy distintos. Me refiero á los volúmenes que he podido examinar con algún detenimiento hasta ahora.
De la parte II no sabemos que haya visto la luz sino el tomo III, colección de monografías colombinas, de las cuales la de Salvagnini, referente á los piratas Colón en el siglo XV, es interesante, sobre todo por los nuevos datos que añade á los aportados por Harrisse en su obra Les Colombo de France et d’Italie.
De mucha mayor importancia que este tomo deben ser los 1.º y 2.º de la misma parte II, que comprenderán los Documentos privados de Colón y de su familia, y el Códice diplomático, conocido hasta ahora por el ejemplar que se guarda en el Archivo del Ayuntamiento de Génova, publicado por Spottorno en 1823, y que ahora lo será por el que existe en el Archivo del Ministerio de Estado de Francia desde 1811, en que fué sacado de Génova de orden de Napoleón I, y que se creyó perdido mucho tiempo.
La tercera parte de la Raccolta, esto es,[Pg 283] Fuentes italianas para la Historia del descubrimiento de América, vale más por los documentos diplomáticos que comprende el primer volumen, no pocos inéditos, que por las relaciones italianas contemporáneas del descubrimiento ó posteriores, que lo cuentan, contenido del segundo. Algunas de estas últimas carecen de valor histórico, y sin el exagerado italianismo que domina en la Raccolta no tendrían, sólo por ser italianas, derecho á figurar en ella. Bastaría que hubiesen sido registradas en el catálogo que forma la parte sexta, esto es, la Bibliografía italiana. Este volumen, obra de los Sres. Fumagalli y Amat di San Filippo, menciona cerca de mil y quinientas publicaciones, ya referentes á los precursores de Colón, ya al gran navegante, bien á los continuadores de su empresa, originales de autores italianos ó extranjeros traducidas en Italia, bien ediciones de los escritos del glorioso genovés. ¡Lástima grande que los autores de este interesante trabajo se hubiesen contenido en tan estrechos límites, en vez de abarcar por entero la Bibliografía colombina! De todos modos, este Catálogo y el que hizo por encargo de la Junta directiva del Centenario nuestra Real Academia de la Historia, se completan respectivamente en muchos[Pg 284] puntos, allanando el camino á la formación de una bibliografía general que sirva de consulta á los americanistas estudiosos.
Con este volumen, único de la parte sexta, guardan íntima relación los concernientes á la quinta, aunque sean, por desgracia, los más inferiores en mérito de los de la Raccolta publicados hasta el día. El estudio relativo á Toscanelli, que forma por entero el primer volumen de esta sexta parte, debido á Uzielli y Celoria, más que trabajo de investigación y de crítica es un panegírico del pretendido iniciador del descubrimiento de América, escrito, además, en forma descarnada é ilegible, á la manera de las compilaciones germánicas, verdaderos almacenes de datos y noticias sin orden ni concierto. Y los trabajos que le siguen, relativos á Pedro Mártir de Angleria, Américo Vespucio, Juan Caboto, Verrazzano y Juan Bautista (Battista di Poncevera), Leone Pancaldo y Pigafetta y Benzoni, sobre adelantar bien poco á lo ya conocido, huelgan en una colección verdaderamente colombina, excepción hecha de Pedro Mártir de Angleria, si bien la publicación de sus escritos relativos al descubrimiento de América es incompleta, pues solamente salen á luz íntegras las Epístolas, y no las Décadas, ó[Pg 285] la parte de éstas concerniente á aquel singular acontecimiento, de las que sólo se ofrece aquí imperfecto sumario. ¿No hubiera sido más pertinente reproducirlas por completo en vez de los estudios referentes á los compañeros de Magallanes, que nada tienen que ver, inmediatamente, ni con Colón ni con el descubrimiento de América?
Por último, la parte cuarta contiene un curioso trabajo de Alberto d’Albertis, sobre la construcción naval y el arte de navegar en tiempo de Colón, y otro de Bellio, sobre las cartas geográficas más antiguas que existen en Italia, los cuales, por incompletos que sean, aventajan en mucho al tercer estudio de esta parte, que trata de la declinación y la variación de la aguja náutica descubierta por Colón, obra de Bertelli, que es inferior en mucho á los otros, y abundante en errores de importancia.
De todos modos, la Raccolta merece bien de los estudios históricos, y será, en lo sucesivo, una de las fuentes más copiosas para los futuros trabajos colombinos, en los que, sin convencionales y mezquinas divisiones de nación ó de secta, se estudie el descubrimiento de América á la luz de la ciencia y dentro únicamente de los sagrados fueros de la verdad histórica.
[Pg 287]
[4] Discurso leído en la Real Academia de la Historia, contestando al de ingreso del Sr. Asensio y Toledo.
Señores Académicos: Si en toda ocasión vuestros sufragios han abierto las puertas de la Real Academia de la Historia á personas de merecimientos mayores ó menores, pero de seguro bastantes en el cultivo de las ciencias históricas, en la presente, al llamar, unánimes, á compartir vuestras doctas tareas, al historiador, bibliógrafo y crítico Asensio y Toledo, no sólo habéis galardonado la vasta y sólida labor de un erudito de primer orden, en cincuenta años de estudios perseverantes y fructuosos, sino que también habéis patentizado, de modo elocuentísimo, á la nación[Pg 288] entera, que sabéis conocer y apreciar, con amor y justicia, los trabajos de nuestros beneméritos Correspondientes en las provincias; que de buen grado les ofreceríais asiento entre vosotros, en concurrencia legítima con los doctos de la Corte, si vuestros Estatutos lo consintieran, y que cuando, como en este caso, el antiguo y laborioso Correspondiente satisface las exigencias reglamentarias, os apresuráis á ornar su pecho con la bien ganada medalla de esmaltes.
Viene el nuevo Académico de ciudad tan favorecida por los encantos de la naturaleza como privilegiada por las dotes del espíritu; tierra bendita de la lealtad y el españolismo más puro; rival, cuando no vencedora, de las más insignes de la Península y del Extranjero, la ciudad de San Isidoro y San Hermenegildo, sepulcro del más santo y del más sabio de nuestros Reyes; Casa de Contratación y Archivo de las Indias; madre afortunada y fecunda de pintores como Murillo y Velázquez; escultores como Roldán y Martínez Montañés (que si no nació en Sevilla, en ella floreció y para ella creó sus Cristos y Nazarenos); poetas como Herrera y Rioja, Tassara y Becquer; dramáticos como Lope de Rueda y Vélez de Guevara; soldados[Pg 289] como el Marqués de Cádiz y Daoiz; marinos como Mendoza Ríos y los Almirantes Valdés y Ulloa; filósofos como Fox Morcillo; jurisconsultos como Pacheco y Cárdenas; oradores y estadistas como Rivero y el Conde de San Luis; novelistas como Mateo Alemán y Fernández y González; humanistas como Lebrija y Malara; críticos como Lista y Cañete; bibliógrafos como Nicolás Antonio y Gayangos; historiadores, en fin, como el Zurita sevillano Ortiz de Zúñiga, y los viejos cronistas del Nuevo Mundo Fray Bartolomé de las Casas y Francisco López de Gómara.
Sevillano por familia, nacimiento, educación, aficiones y estudios, más todavía, por su vida entera, transcurrida en las orillas del Betis hasta bien poco antes de vuestro llamamiento; continuador como ninguno, en la ciudad que atribuye su fundación á Hércules, de sus tradiciones eruditas é históricas; explorador infatigable y afortunado de sus archivos y bibliotecas; poseedor de una importante en extremo, sobre todo por su colección cervantina; rescatador, ilustrador y editor generoso de joyas tan valiosas como el Libro de descripción de verdaderos retratos de ilustres y memorables varones, que dejó inédito Francisco Pacheco; autor de copiosos[Pg 290] escritos literarios y críticos, artísticos é históricos; alma de la Sociedad de Bibliófilos Andaluces, que, como su hijo El Archivo Hispalense, ha dado á luz verdaderas preciosidades bibliográficas; Director inteligente de la Real Academia Sevillana de Buenas Letras, en reemplazo del nuevo padre de aquella ilustre Corporación nuestro insigne Correspondiente Fernando De Gabriel, de inolvidable memoria; cervantista comparable con nuestro difunto y egregio Anticuario Fernández-Guerra, á quien viene á suceder y al que ha consagrado las justas y nobles frases que hemos oído, y á las que en vuestro nombre y en el mío me adhiero por completo; americanista eruditísimo, autor de la Vida de Colón más extensa, razonada y amena que tenemos; promovedor principal, en fin, del moderno movimiento bibliógrafo, que ilustran con gloria eruditos tan aventajados como Montoto, Gómez Imaz, Gestoso, el Duque de T’Serclaes y el Marqués de Jeréz de los Caballeros, Asensio ingresa hoy en la Real Academia de la Historia como los Grandes en el Senado: por derecho propio.
Al darle ahora la bienvenida, llevando vuestra voz, experimento, Sres. Académicos, una de las satisfacciones más grandes de mi vida.[Pg 291] Hijo de una de las ciudades más antiguas y gloriosas del viejo Reino sevillano, la ciudad de los Guzmanes, tengo á orgullo, y es para mí eterno vínculo de gratitud y de cariño, haber recibido mi educación literaria é histórica en las aulas hispalenses y en el trato y comunicación de los ingenios de Sevilla, y que el nuevo Académico fuese de los que con mayor interés y afecto me alentasen en mis primeras tentativas y ensayos. ¡Quién me dijera entonces que en acto de la solemnidad del presente habría de disfrutar la grata y honrosa participación con que vuestra bondad se ha dignado favorecerme!
Entre los muchos é interesantes asuntos que las ricas y variadas aptitudes y conocimientos del nuevo compañero le habrían permitido escoger como tema de su discurso de ingreso, el docto americanista ha preferido oportunamente el de mayor alcance y trascendencia de todos, esto es, el examen de las últimas doctrinas y trabajos referentes á Cristóbal Colón, examen que acabáis de coronar con vuestros aplausos, y que ha evidenciado una vez más el acierto y elocuencia peculiares á su entendimiento y á sus facultades literarias. Mis enhorabuenas más cordiales por la elección y el desempeño.
[Pg 292]
La celebración del cuarto Centenario del descubrimiento de América dió origen, como era de esperar, dentro y fuera de la Península, á numerosos estudios relativos á los dos grandes é inseparables factores de aquel acontecimiento sin igual en la historia: Colón y España. Natural era que el docto americanista sevillano siguiese con vivo interés las nuevas publicaciones, estudiando cuanto en ellas se dijese tocante á las mismas cuestiones que había tratado en su Vida de Colón, á fin de comprobar y perfeccionar sus propias investigaciones.
La Academia, que cuenta en su seno americanistas mantenedores de distintas y encontradas opiniones sobre puntos capitales de la historia colombina, debía oir de igual modo las del nuevo Académico, que no son otras, en esencia, que las que ya consignó en su obra magna, robustecidas ahora con los datos y materiales con que el Centenario ha contribuido al esclarecimiento de cuestiones sobrado graves y empeñadas para que nadie pueda osar resolverlas todas y en absoluto, máxime dada la naturaleza de los conocimientos históricos.
Por mucho tiempo la leyenda colombina y la leyenda anticolombina han de disputar tenazmente la plaza que sólo cumple de derecho á[Pg 293] la verdad histórica. Panegiristas de Colón y panegiristas de España seguirán luchando con apasionamiento, hasta que al fin luzca el día sereno de la justicia, así para el incomparable marino genovés como para la nación generosa que amparó é hizo posible la hazaña más prodigiosa de la Edad Moderna.
Mis sentimientos y mis convicciones coinciden, de antiguo y casi por completo, en estas materias, con las del nuevo Académico, y ahí están que lo prueban los trabajos que dí á luz en el Centenario; sin que por eso deje de reconocer en ningún caso que ni está ni es posible que esté cerrada la puerta á ulteriores investigaciones, en esta, como en toda clase de controversias históricas.
Creo más, señores Académicos: creo plenamente que, á pesar de las exageraciones, aun de las injusticias con que la pasión haya podido tratarla, en lo antiguo y en lo moderno, la figura gigantesca del descubridor del Nuevo Mundo ha resistido victoriosamente los embates de la ceguedad y del encono, llegando incólume á los días del Centenario, y, como dijo magistralmente nuestro ilustre Director, en su discurso de apertura del Congreso de Americanistas celebrado en el Convento de la Rábida,[Pg 294] «en puesto único, al que nadie puede acercarse, ni de lejos, en la Historia.»
Después de todo, por fortuna nuestra, Colón no fué considerado nunca en los trabajos del Centenario como llegó á serlo, por el mismo tiempo, en algunas de las publicaciones italianas, esto es, como simple ejecutor del pensamiento de Toscanelli; ni tratado tampoco con la crueldad incalificable con que algunos portugueses escribieron del Infante Don Enrique en los días mismos de la celebración de su Centenario, ni como tratan hoy otros, con motivo del que ha de celebrarse dentro de pocos días, al glorioso Taumaturgo de Lisboa.
Y es que las divisiones religiosas, políticas y científicas de nuestro tiempo, y aun más, si cabe, el espíritu crítico, cuando no escéptico, dominante, tenían que ejercer su propio y natural influjo aun en ocasiones tan extraordinarias y solemnes. Lo verdaderamente extraño es que se nieguen ó regateen tanto la admiración y el aplauso á las grandes figuras de la historia, y se prodiguen con largueza, mejor dicho, con verdadero escándalo, en ocasiones, á entidades subalternas, como lo prueban las apoteosis pomposas que vemos celebrar en gloria de algunas y las estatuas erigidas en honor de otras, careciendo,[Pg 295] como aún carecen de ellas, el Cid, Guzmán el Bueno, el Rey Católico y tantas otras glorias indisputables y legítimas de la patria.
¡Dichosos los que, como el nuevo Académico, han sabido conservar siempre inextinguibles en su alma el entusiasmo y la admiración debidas á lo verdadero y lo justo, lo grande y lo sublime!
He dicho.
[Pg 297]
Páginas. | |
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Prólogo | v |
Las Conferencias americanistas del Ateneo | 1 |
Los Reyes Católicos en el descubrimiento de América | 33 |
El Cardenal Mendoza en el descubrimiento de América | 61 |
Colón y Fray Diego de Deza | 73 |
El Nuevo Mundo descubierto por Colón, comedia de Lope de Vega | 87 |
La patria de Colón | 99 |
Españolismo de Colón | 111 |
La Duquesa de Alba | 121 |
El Maestro Lebrija y el descubrimiento de América | 135 |
La Aurora en Copacavana | 147 |
Pedro de Valdivia | 157 |
Gonzalo Jiménez de Quesada en la poesía y en la historia | 167 |
[Pg 298] El Alférez Doña Catalina de Erauso | 179 |
La Historia de la Conquista de México, de Solís | 199 |
Los restos de Pizarro | 207 |
Sor Juana Inés de la Cruz | 221 |
El Centenario en Chile | 231 |
El Centenario en Colombia | 239 |
Los Americanos en el Ateneo | 247 |
Colón en las publicaciones italianas del Centenario | 265 |
Un americanista notable | 287 |