*** START OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 74605 *** NOTA DE TRANSCRIPCIÓN * Las cursivas se muestran entre _subrayados_ y las versalitas se han convertido a MAYÚSCULAS. * Los errores de imprenta han sido corregidos. * La ortografía del texto original ha sido modernizada de acuerdo con las normas publicadas en 2010 por la Real Academia Española. * También se ha modernizado la puntuación así como los nombres propios de personas y lugares, y los gentilicios. * Los nombres de dioses y héroes aparecen con la denominación griega, no con la romana. Es decir, Venus y Hércules aparecen como Afrodita y Heracles. * En los casos de inteligencia dudosa se ha seguido el texto del original francés no compendiado. * Las rayas intrapárrafo que indican diálogo se han sustituido por comillas. * Las tablas finales no se ha corregido, pese a los problemas aritméticos que presentan. COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS. — TOMO II. BARCELONA: EN LA LIBRERÍA DE OLIVA, JUNTO A LA PLAZA DE SANTA MARÍA. COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS A LA GRECIA. Por Juan Santiago Bartelemi. EXTRACTADO POR ANT. C.** Traducido del Francés y aumentado _Por J. March._ TOMO SEGUNDO. GERONA: Mayo 1831. EN LA OFICINA DE A. OLIVA, IMPRESOR DE S. M. — _Con las licencias necesarias._ Todos los ejemplares van rubricados por el propietario de la obra, quien demandará en juicio al que la reimprima sin su consentimiento. [Ilustración] COMPENDIO DEL VIAJE DEL JOVEN ANACARSIS EN GRECIA. CAPÍTULO L. Viaje a la Arcadia. Algunos días después de la conversación referida, nos despedimos de Damonax con mutuo sentimiento, y tomamos el camino de la Arcadia. Vimos lo primero a Belina, plaza fuerte, y atravesando el valle por donde se va desde esta ciudad a Megalópolis, llegamos a esta capital, distante de Lacedemonia trescientos cuarenta estadios (once leguas y cuarto). Durante nuestro viaje, nos recreamos viendo por ambos lados el curso ya de torrentes impetuosos que sonaban con estrépito, y ya de las aguas del Eurotas, del Tiunte y del Alfeo. Ocupa la Arcadia el centro del Peloponeso, y elevándose por encima de las regiones que la cercan, está erizada de montes, algunos de ellos de altura prodigiosa, casi todos poblados de bestias monteses y cubiertos de bosques. Las campiñas cortadas por muchas partes de ríos y de arroyos, producen en general trigo y otros granos en abundancia. En ella son los pastos excelentes, en particular para los asnos y los caballos, por cuya razón son muy estimados. Los arcadios se creen hijos de la tierra porque siempre han habitado el mismo país y jamás han sufrido el yugo extranjero. Son aficionados a la poesía, al canto, la danza y las fiestas; humanos, benéficos, hospitalarios, pacientes en los trabajos y obstinados en sus empresas, con desprecio de los obstáculos y los peligros. Han peleado muchas veces con buen éxito y siempre con gloria. Sometidos antiguamente a reyes, por último se dividieron en muchas repúblicas. Mantinea y Tegea son cabezas de esta confederación, que sería muy temible si reuniese sus fuerzas, porque el país es muy poblado; pero la envidia del poder mantiene continuamente la división en los estados grandes y pequeños. Cuando entramos en Megalópolis, hacía cerca de quince años nada más que había sido fundada esta ciudad por Epaminondas, y quedamos admirados tanto de la extensión de su recinto como de la altura de sus murallas, flanqueadas de torres; de modo que causaba ya celos a Lacedemonia, lo cual advertí en una conversación que tuve con el rey Arquidamo, quien algunos años después atacó a esta colonia naciente, y por último ajustó un tratado con ella. Determinamos dar una vuelta por la Arcadia, cuyo país ofrece una continuación de cuadros amenos y variados en que la naturaleza ha desplegado la grandeza y fecundidad de sus ideas, reuniéndolas negligentemente, sin atender a las diferencias de géneros. La mano potente que fundó sobre bases eternas tantos peñascos áridos y enormes se divirtió en dibujar a su pie o en sus intervalos praderas encantadoras, asilo de la frescura y del reposo: por todas partes se ven sitios pintorescos, contrastes imprevistos y efectos admirables. ¡Oh, cuántas veces, habiendo llegado a la cumbre de un soberbio monte, hemos visto serpentear el rayo por debajo de nosotros! ¡Cuántas también, parados en la región de las nubes, vimos de improviso la luz del día convertirse en una claridad tenebrosa, ofreciendo a nuestra vista un espectáculo tan hermoso como terrible! Aquellos torrentes de vapor que pasaban rápidamente por delante de nuestros ojos y se precipitaban en profundos valles, aquellos torrentes de agua que caían bramando al fondo de los abismos, aquellas grandes masas de montes que, entre las nieblas espesas de que estábamos rodeados, parecían teñidas de negro, los fúnebres cantos de las aves y el susurro lamentable de los vientos y de los árboles; todo, todo ofrecía el aspecto del infierno de Empédocles; y presentaba aquel océano de aire blanquecino, que impele y rechaza las almas delincuentes, ya atravesando las llanuras de los aires, y ya por en medio de los globos sembrados en el espacio. Salimos de Megalópolis, y habiendo pasado el Alfeo, fuimos a Licosura al pie del monte Liceo, por otro nombre Olimpo. Este país está lleno de bosques y poblado de animales monteses. Por la noche nos hablaron nuestros huéspedes de su ciudad, que es la más antigua del mundo; de su monte, donde fue criado Zeus, del templo y de las fiestas de este dios. El día siguiente subimos a la cumbre del monte Liceo, y presenciamos unos juegos celebrados en honor del dios Pan, cerca de un templo y un bosquecillo que le están dedicados. Los arcadios son muy adictos al culto de esta divinidad, a la cual representan en sus monedas. Este dios persigue en la caza a los animales dañinos a las mieses, se complace en andar errante por las montañas, cuida desde allí de los numerosos rebaños esparcidos por la llanura y, tocando el instrumento de siete cañas inventado por él, hace resonar sus ecos por los valles cercanos. Pan gozaba en otro tiempo de más brillante fortuna. Predecía lo futuro en uno de sus templos, donde mantienen una lámpara que arde noche y día. Los arcadios afirman todavía que distribuye a los mortales en vida las penas y recompensas que merecen. Le ponen, como los egipcios, en la jerarquía de las primeras divinidades, y el nombre que le dan parece significar que extiende su imperio sobre toda sustancia material. Fuimos a Figalia, que se descubre a lo lejos sobre una roca muy escarpada; vimos el monte Elaio, donde se ve una gruta que sirvió de asilo a Deméter, desconsolada por la pérdida de su hija Perséfone, y el monte Cotilio, en el cual hay un lugar con un templo de los más hermosos del Peloponeso dedicado a Apolo; luego pasamos el Alfeo, a corta distancia de Trapezunte, y fuimos a dormir en Gortina, cuyas campiñas fertiliza un río del mismo nombre. Los poetas han celebrado las frescuras de las aguas del Cidno en Cilicia, y del Melas en Panfilia, pero aún eran más dignas de tales elogios las del Gortinio; jamás las hielan los fríos más rigurosos, ni nunca alteran su temperatura los calores más ardientes. Ya se bañe uno en ellas o ya las beba, siempre aprovechan y causan sensaciones deliciosas. Además de aquella frescura que hace singulares las aguas de la Arcadia, las del Ladón, que atravesamos al día siguiente, son tan transparentes y tan puras que no las hay más bellas en la tierra. Junto a sus márgenes, a que hacen sombra los altos y frondosos álamos, vimos a las jóvenes de aquellas cercanías danzando alrededor de un laurel en el cual acababan de colgar guirnaldas de flores. La joven Clitia, acompañándose con su lira, cantaba los amores de Dafne, hija de Ladón y de Leucipa, hija del rey de Pisa. Subimos por la orilla del Ladón, y volviendo a la izquierda tomamos el camino de Psófide. Esta ciudad una de las más antiguas del Peloponeso, está situada en los confines de la Arcadia y de la Élide. En ella fijaron nuestra atención dos objetos dignos de notarse. Vimos allí el sepulcro de aquel Alcmeón que, obedeciendo las órdenes de su hermano Anfiarao, mató a su madre Erífile, y, habiendo sido perseguido mucho tiempo por las Furias, terminó el desdichado su vida agitado horriblemente. Al lado de su sepulcro, cuyos únicos adornos son unos cipreses de extraordinaria altura, nos enseñaron una reducida posesión y una cabaña donde vivió algunos siglos hace un ciudadano pobre y virtuoso llamado Aglao; sin temores ni deseos, ignorado de los hombres e ignorante de lo que entre ellos pasaba, cultivaba sus tierrecillas, cuyos límites no extendió jamás; había llegado a una extrema vejez cuando ocurrió que unos embajadores del poderoso rey de Lidia, Giges o Creso, fueron encargados de preguntar al oráculo de Delfos si existía en alguna parte de la tierra un mortal más feliz que aquel príncipe, a lo cual respondió la Pitia: «Aglao de Psófide». Desde esta ciudad fuimos a la de Feneo, la cual, aunque es una de las principales de la Arcadia, nada contiene digno de atención; pero la llanura inmediata ofreció a nuestra vista uno de los monumentos más hermosos de la antigüedad. No se puede fijar la época, pero se ve fácilmente que en los siglos muy remotos, habiéndola sumergido enteramente los torrentes que bajan de los montes, arrasaron la antigua Feneo y, para evitar en lo sucesivo semejante desastre, se adoptó el medio de abrir en el llano un canal de cincuenta estadios de largo (cerca de una legua y tres cuartos), de treinta pies de hondura y de ancho proporcionado. Este canal debía recibir las aguas del río Olbio y las de avenidas de lluvias extraordinarias, llevándolas hasta dos abismos que aún subsisten al pie de dos montes, bajo los cuales se han abierto naturalmente unos conductos subterráneos. Suponen que Heracles fue el autor de estas obras: mas sea lo que quiera, descuidaron insensiblemente la conservación del canal, y con el tiempo un terremoto obstruyó los conductos subterráneos que absorbían las aguas de los campos. Los habitantes, refugiados en unas alturas, construyeron puentes de madera para comunicarse, y como quiera que la inundación aumentaba de día en día, se vieron por último precisados a levantar otros puentes sobre los primeros. Algún tiempo después, se abrieron paso las aguas por debajo de tierra por en medio de los hundimientos que las detenían, y saliendo con furor de aquellos oscuros retiros, llevaron la consternación a muchas provincias. El Ladón, este hermoso y pacífico río de que ya he hablado y que cesó de correr desde la obstrucción de los canales subterráneos, convertido en torrentes impetuosos, se precipitó en el Alfeo, que sumergió el territorio de Olimpia. Desde Feneo fuimos a Cafias, donde nos enseñaron cerca de una fuente un antiguo plátano que tiene el nombre de Menelao, y contaban que este príncipe le plantó antes de ir al sitio de Troya. Saliendo de esta ciudad situada en un monte, tomamos el camino de Orcómeno, que vimos de paso, y en seguida entramos en uno de los dos caminos que van a Mantinea. Esta ciudad, fundada en otro tiempo por los habitantes de cuatro o cinco aldeas de las inmediaciones, sobresale por su población, sus riquezas y los monumentos que la adornan; tiene fértiles campos, y parten de su recinto muchos caminos que se dirigen a las principales ciudades de la Arcadia. Cuentan que sus habitantes son los primeros que imaginaron pelear cuerpo a cuerpo; los primeros también que vistieron militarmente, y que hicieron uso de una especie de armadura que tiene el nombre de esta ciudad. Siempre se les ha mirado como los más valientes de la Arcadia. Yendo de Mantinea a Tegea, teníamos a la derecha el monte Ménalo, y a la izquierda una gran selva. En la llanura que hay en medio de estas barreras, se dio hace algunos años aquella célebre batalla en que Epaminondas ganó la victoria y perdió la vida. Allí mismo le erigieron dos monumentos, que son un trofeo y un sepulcro cerca el uno del otro, como si la filosofía les hubiese señalado el puesto. Dispútanse tres ciudades el débil honor de haber dado a luz el soldado que dio a Epaminondas el golpe mortal. Los atenienses nombran a Grillo, hijo de Jenofonte, y han exigido de Eufránor que en uno de sus cuadros se conformase con esta opinión; según los mantineos lo fue Maquerión, uno de sus conciudadanos, y según los lacedemonios el espartano Antícrates. Tegea solo dista de Mantinea cien estadios (tres leguas y cuarto). Sus habitantes son famosos por su valentía. En la batalla de Platea, que dio fin a la gran querella de la Grecia y de la Persia, los tegeatas, en número de mil quinientos, disputaron a los atenienses el honor de mandar un ala del ejército de los griegos y no lo consiguieron; pero mostraron con las acciones más ilustres que eran dignos de ello. Cada ciudad de la Grecia se pone bajo la protección especial de una divinidad. Tegea ha escogido a Atenea apellidada Alea, cuyo antiguo templo fue quemado y reedificado de nuevo bajo el plan y dirección de Escopas de Paros, el mismo de quien hay tantas y tan célebres estatuas. Este templo es el más hermoso de cuantos existen en el Peloponeso, y está servido por una doncella que abdica el sacerdocio cuando llega a la edad de la pubertad. Vimos también otro templo en el cual solamente entra el sacerdote una vez al año. CAPÍTULO LI. Viaje a la Argólida. Desde Tegea entramos en la Argólida por en medio de altos montes. Acercándonos al mar vimos el lago de Lerna, mansión en otro tiempo de aquella hidra monstruosa de que triunfó Heracles, y luego tomamos el camino de Argos atravesando una pradera amena. La Argólida fue la cuna de los griegos, pues ella recibió las primeras colonias extranjeras que fueron a civilizarlos, y fue también el teatro de la mayor parte de los acontecimientos que ocupan los antiguos anales de la Grecia. Aquí es donde se presentó Ínaco, que dio su nombre al río cuyas aguas riegan el territorio de Argos, y aquí vivieron también Dánao, Hipermnestra, Linceo, Alcmeón, Perseo, Anfitrión, Pélope, Atreo, Tiestes, Agamenón y otros muchos personajes famosos. Argos está situada al pie de una colina sobre la cual han construido la ciudadela. Es una de las ciudades más antiguas de la Grecia. Desde su origen dio tanto lustre y esplendor que algunas veces pusieron su nombre a la provincia, al Peloponeso y a la Grecia entera; pero habiéndose establecido en Micenas la casa de los Pelópidas, esta ciudad eclipsó la gloria de su rival. Agamenón reinaba en la primera y Diomedes y Esténelo en la segunda. Algún tiempo después recobró Argos su esplendor para siempre. Los argivos son famosos por su valentía, han tenido frecuentes contiendas con las naciones inmediatas, y nunca han temido medir sus armas con los lacedemonios, que han solicitado muchas veces su alianza. Aunque han sido negligentes en las ciencias no por esto han dejado de cultivar las artes, de modo que han sobresalido entre ellos muchos músicos y escultores, siendo célebre entre estos últimos Policleto, que vivía en tiempo de Pericles. Este escultor, excediendo a Fidias, añadió nuevas bellezas a la naturaleza del hombre; pero ofreciéndonos la imagen de los dioses, no se elevó a la sublimidad de su rival. Escogía sus modelos en la juventud o en la infancia, pudiendo decirse que la vejez espantaba sus manos acostumbradas a representar las gracias. Consérvase de él una figura en que las proporciones del cuerpo humano están observadas de tal modo que, por un juicio irrefragable los artistas mismos, la han llamado la regla, y la estudian cuando tienen que representar la misma naturaleza en las mismas circunstancias, porque no se puede imaginar un modelo único para todas las edades, todos los sexos y todos los caracteres. Si hay alguna vez quien censure a Policleto, se le puede contestar que si no llegó a la perfección, a lo menos se acercó bastante. Él mismo parecía que desconfiaba del éxito de sus obras, pues en un tiempo en que los artistas escribían al pie de sus obras _fulano la hizo_, se contentó con poner en las suyas _Policleto la hacía_, como si esperase el juicio del público para acabarla. Escuchaba el dictamen de todos y sabía apreciarlos. Hizo dos estatuas sobre un mismo asunto, la una en secreto, sin consultar más que a su genio y las reglas del arte, y la otra en su taller, a vista de todo el mundo, corrigiéndola y reformándola a gusto de aquellos que le daban consejos. Luego que las hubo acabado, las expuso al público. La primera excitó la admiración y la segunda carcajadas de risa. Entonces dijo: «Ved aquí vuestra obra y mirad aquí la mía.» Telesila, que florecía cerca de ciento cincuenta años hace, ilustró a su patria con sus escritos y la salvó con su valor. La ciudad de Argos iba a caer en poder de los lacedemonios, y acababa de perder seis mil hombres, entre los cuales se encontraba la flor de la juventud. En tan fatal momento, reúne Telesila las mujeres que juzgó más a propósito para ayudar a su intento; entrégales las armas de que ha despojado los templos y las casas de los particulares, corre con ellas a las murallas, y rechaza al enemigo, que temeroso de que le avergüencen con la victoria o la derrota, tomó el partido de retirarse. Hiciéronse los más grandes honores a estas guerreras: las que murieron en el combate fueron enterradas al lado del camino de Argos, y permitiose a las demás que erigiesen una estatua al dios Ares. La de Telesila fue colocada sobre una columna en frente del templo de Afrodita, y en lugar de echar la vista sobre unos libros figurados a sus pies, la fija recreándose en un casco que tiene en la mano y va a poner en su cabeza. En fin, para perpetuar la memoria de un acontecimiento tan extraordinario instituyeron una fiesta anual en que las mujeres van vestidas de hombres y los hombres de mujeres. Sucede en Argos lo que en todas las ciudades de la Grecia, donde son comunes los monumentos de las artes, pero muy raras las obras maestras. Entre estas últimas, bastará nombrar muchas estatuas de Policleto y de Praxíteles. Vimos con sumo interés que llamaron nuestra atención, entre muchos objetos, un grupo representando a Perilao de Argos en actitud de dar muerte al espartano Otríadas. Los lacedemonios y los argivos se disputaban la posesión de la ciudad de Tirea, y convinieron en nombrar de una y otra parte trescientos guerreros, cuyo combate decidiría la disputa. Murieron todos excepto dos argivos que creyéndose seguros de la victoria, llevaron la noticia a los magistrados de Argos. En tanto respiraba Otríadas todavía, a pesar de sus heridas mortales, tuvo bastante fuerza para levantar un trofeo en el campo de batalla y, después de haber escrito con su sangre estas pocas palabras: _los lacedemonios vencedores de los argivos_, se dio la muerte por no sobrevivir a sus compañeros. A cuarenta estadios de Argos (más de cinco cuartos de legua) está el templo de Hera, que es uno de los mas célebres de la Grecia, común en otro tiempo a esta ciudad y a Micenas. Se halla construido al pie del monte Eubea, a las márgenes de un riachuelo, y da indicios de los progresos de las artes; tanto que perpetuará la memoria del arquitecto Eupolemo, así como de Policleto, cuyo cincel la ha enriquecido con muchas obras, entre otras la de una estatua de Hera casi colosal. Este templo está servido desde su fundación por una sacerdotisa que debe, entre otras cosas, abstenerse de comer ciertos peces. La erigen en vida una estatua, y después de su muerte graban en ella su nombre y la duración de su sacerdocio. Mientras celebraban la fiesta de la diosa, nos contaron la historia de una sacerdotisa llamada Cídipe que fue deudora de su gloria a sus hijos. Esta solemnidad, a la cual concurren infinitas gentes, es digna de admiración en particular por una pompa magnífica que va desde Argos hasta el templo de Hera; preceden la marcha cien bueyes adornados con guirnaldas, los cuales se sacrifican y distribuyen a los asistentes, y protege la procesión un cuerpo de jóvenes argivos, vestidos con armaduras refulgentes, las cuales dejan por respeto al pie del altar; cierra la marcha la sacerdotisa, llevada en un carro tirado de dos bueyes cuya blancura iguala a su belleza. Sucedió pues que en tiempo de Cídipe, habiendo desfilado la procesión y no llegando los bueyes que debían tirar del carro, asieron de él Cléobis y Bitón, y llevaron a su madre en triunfo por espacio de cuarenta estadios (cerca de legua y media), por la llanura y hasta la mitad del monte donde estaba situado el templo. Llegó Cídipe entre aclamaciones y aplausos, y en los arrebatos de su gozo suplicó a la diosa que concediese a sus hijos la mayor dicha. Fueron oídos sus votos, según dicen, y apoderándose de ellos un dulce sueño en el templo mismo, pasaron tranquilamente de la vida a la muerte. Los argivos enviaron a Delfos las estatuas de estos dos generosos hijos, y en un templo de la Argólida he visto un grupo que los representa asidos al carro de su madre. Salimos para Tirinto, distante de Argos cerca de cincuenta estadios (más de legua y media). En esta antigua ciudad no quedan más que murallas de más de veinte pies de grueso y de altura proporcionada, construidas de peñas enormes amontonadas unas sobre otras; y, a causa de no haberlas labrado, tuvieron que rellenar con piedras pequeñas los vacíos que quedaban entre peña y peña. Estas murallas duran muchos siglos hace, y quizás causarán admiración durante millares de siglos todavía. El mismo trabajo se observa en los antiguos monumentos de Argólida, y particularmente en los muros medio derribados de Micenas y en las grandes excavaciones que vimos cerca del puerto de Nauplia, situado a corta distancia de Tirinto. Atribuyen todas estas obras a los cíclopes, creyendo que las construcciones, digámoslo así, gigantescas no podían ser obra de otros, sino de gigantes hijos del cielo y de la tierra, encargados de forjar los rayos de Zeus. Sin duda no se había observado que los hombres desde los tiempos más remotos, construyéndose sus moradas, pensaron más en la solidez que en la elegancia, y se valieron de medios poderosos para dar más larga duración a unos trabajos indispensables. Así es que excavaban en los peñascos espaciosas cavernas para refugiarse a ellas en vida, o que allí los depositasen cuando muriesen: desprendían peñascos de los montes y cercaban con ellos sus moradas, siendo esto el efecto de la fuerza y el triunfo de los obstáculos. Trabajaban entonces con arreglo al plan de la naturaleza, que nada hace que no sea sencillo, necesario y duradero. Mientras nos referían en Tirinto que los argivos, fatigados con largas guerras, habían destruido esta ciudad y algunas otras, Filotas nos contó una historia que había sabido referente a los tirintios. Este pueblo se había acostumbrado a burlarse de todo, de manera que no podía ya tratar sin reírse aun de los asuntos más serios. Cansados ya de su ligereza, se dirigieron al oráculo de Delfos, el cual les aseguró que curarían de su achaque si después de sacrificar a Poseidón un toro podían echarle al mar sin reírse. Era sabido que la restricción impuesta no permitiría acabar con seriedad tal prueba, mas no obstante se reunieron en la playa, alejaron de allí los muchachos y, queriendo apartar a uno que se había mezclado entre los grandes, exclamó este: «¿Qué, tenéis miedo de que yo me trague el toro?». Al oír estas palabras soltaron todos la risa, y persuadidos de que su enfermedad era incurable, se sometieron al rigor de su destino. Salimos de Tirinto y habiendo visto a Hermíone y Trecén costeamos el mar y llegamos a Epidauro, situada en el centro de un golfo, enfrente de la isla de Egina. Extramuros de esta ciudad y a distancia de cuarenta estadios (más de cinco cuartos de legua), están el templo y el bosque sagrado de Asclepio, adonde van los enfermos de todas partes a buscar la salud. Allí hay un consejo compuesto de ciento ochenta ciudadanos encargado de la administración de este reducido país. Nada se sabe de cierto acerca de la vida de Asclepio, y este es el motivo de que se digan tantas cosas. Ciertas tradiciones parece que dan algunas luces de la verdad, y nos presentan un hilo que seguimos por un momento sin empeñarnos en rodeos. El maestro de Aquiles, el sabio Quirón, había adquirido algunos conocimientos sobre las virtudes de los simples, y otras mayores acerca de las fracturas y dislocaciones, las cuales transmitió a sus descendientes que aún existen en Tesalia y que en todo tiempo se han dedicado generosamente a cuidar de los enfermos. Parece que Asclepio fue su discípulo, y que habiendo llegado a ser el depositario de sus secretos, los comunicó a sus hijos Macaón y Podalirio, que después de su muerte reinaron en una ciudad pequeña de Tesalia. Durante el sitio de Troya se distinguieron por su valor en los combates y su habilidad en curar a los heridos. Macaón perdió la vida bajo los muros de Troya y sus cenizas fueron trasladadas al Peloponeso por el cuidado de Néstor. Sus hijos, aficionados a la profesión del padre, se establecieron en aquel país, donde erigieron altares a su abuelo, y los merecieron por los importantes servicios que hicieron a la humanidad doliente. El autor de una familia tan respetable llegó a ser en breve el objeto de la veneración pública. Su promoción a la jerarquía de los dioses debe ser sin duda posterior al tiempo de Homero, pues no habla de él sino como de un simple particular, pero en el día le hacen por todas partes honores divinos. Su culto ha pasado de Epidauro a las demás ciudades de la Grecia, y aun a climas lejanos. Se extenderá ciertamente más y más, porque los enfermos imploran siempre con suma confianza la piedad de una divinidad que estuvo sujeta a sus mismas enfermedades. El templo del dios está adornado con su estatua, obra de Trasimedes de Paros, y es de oro y marfil: Asclepio está sentado en un trono con un perro a sus pies, tiene un palo en una mano, y alarga la otra sobre una serpiente que está en ademán de enderezarse para tocarle. El artista ha esculpido en el trono las hazañas de algunos héroes de la Argólida, y allí se ve a Belerofonte que triunfa de la Quimera y a Perseo cortando la cabeza a Medusa. Cerca del edificio hay un salón en el cual pasan las noches los que van a consultar a Asclepio, después de haber dejado sobre la mesa santa algunas tortas, frutas y otras ofrendas. Uno de los sacerdotes les manda que se entreguen al sueño, que guarden profundo silencio, y que estén atentos a los sueños que el dios va a enviarles; en seguida apaga las luces, y tiene el cuidado de recoger las ofrendas que hay encima de la mesa. A poco rato creen los enfermos que oyen la voz de Asclepio, prescribiéndoles los remedios oportunos para su curación, que todos son muy conformes a los de otros médicos, y les entera al mismo tiempo de las prácticas de devoción con que deben asegurar su efecto. Están consagradas a este dios las culebras en general; ya porque la mayor parte de ellas tienen propiedades de que hace uso la medicina, ya por otras razones difíciles de exponer; pero Asclepio parece que prefiere las que se crían en el territorio de Epidauro, cuyo color es amarillento, no tienen veneno, son de índole mansa y apacible y gustan de vivir familiarmente con el hombre. La culebra que mantienen los sacerdotes en lo interior del templo, se les enrosca algunas veces alrededor del cuerpo, o se empina sobre la cola para tomar la comida que le presentan en un plato. Rara vez la dejan salir, y cuando le dan libertad se pasea con majestad por las calles: su aparición es de feliz presagio y por tanto excita un entusiasmo general. Se ven estas culebras domésticas en los otros templos de Asclepio, en los de Dioniso y de algunas otras divinidades, siendo más comunes en Pela, capital de la Macedonia, de modo que las mujeres tienen gusto particular en criarlas. En los calores rigurosos del verano se dan vueltas con ellas al cuello cual si fuesen un collar, y en sus orgías les sirven como de adorno o las agitan encima de su cabeza. Cuando yo estaba en Grecia, se decía que Olimpia, mujer de Filipo, rey de Macedonia, solía acostar con ella una de estas culebras, y aun añadían que Zeus había tomado la forma de este animal y que Alejandro era hijo suyo. Volvimos a pasar por Argos, y tomamos el camino de Nemea, ciudad famosa por los juegos que en ella se celebran de tres en tres años en honor de Zeus; pero ofrecen poco más o menos el mismo interés que los espectáculos de Olimpia, y por lo mismo omito hablar de ellos. Baste observar que los argivos los presiden y que únicamente se concede al vencedor una corona de apio. Nos internamos luego en los montes, y a quince estadios de la ciudad nuestros guías nos enseñaron con espanto la caverna donde estaba el león que Heracles mató con su clava. De allí, habiendo vuelto a Corinto, volvimos a tomar en breve el camino de Atenas, donde, al punto que llegué, continué mis averiguaciones tanto en lo relativo a la administración, como acerca de las opiniones y los diferentes ramos de la literatura. CAPÍTULO LII. República de Platón. Dos grandes objetos ocupan a los filósofos de la Grecia: el cómo se gobierna el mundo, y cómo se ha de gobernar a los hombres. Expondré aquí los medios que imaginaba Platón para formar una sociedad la más dichosa, y ved aquí la idea que nos dio de su sistema un día que se encontraba en la Academia, donde hacía algún tiempo que había dejado de dar lecciones. Si se hubieran de conservar a sus pensamientos los encantos con que supo hermosearlos, sería preciso que las Gracias tomasen el pincel. «No voy a trazar», nos dijo, «el plan de una monarquía, ni de un sistema democrático. Poco me importa que la autoridad esté en manos de uno solo o de muchos, pues formo un gobierno en que los pueblos pueden ser felices bajo el imperio de la virtud. Divido los ciudadanos en tres clases, a saber: la de los mercenarios o sea la multitud, la de los militares o guardias del estado, y la de los magistrados o los sabios. Nada prescribo a la primera, pues se ha hecho para seguir ciegamente el impulso de las otras dos. Quiero un cuerpo de militares que tengan siempre las armas en la mano, a fin de mantener en el estado una paz duradera. Esta clase no debe mezclarse con los otros ciudadanos, sino que debe permanecer siempre en un campamento, y estar dispuestos a reprimir las facciones intestinas y a repeler los ataques exteriores. »Su educación debe empezar desde los primeros años de su infancia, y se tendrá particular cuidado de que no les cuenten ni aprendan las vanas ficciones depositadas en los escritos de Homero, de Hesíodo y de otros poetas. Anúncieles la poesía la divinidad con tanta dignidad como encanto, y dígaseles continuamente que Dios no puede ser autor más que del bien, que no causa a nadie su desgracia, que sus castigos son beneficios y que los malos son dignos de compasión no cuando los experimentan, sino cuando encuentran el medio de sustraerse a ellos. Se les debe decir que el verdadero heroísmo consiste en dominar sus pasiones y obedecer a las leyes. Se imprimirán en su alma, como en el bronce, las ideas inmortales de la justicia y de la verdad, y quedará grabado en ella con caracteres indelebles que los malos son infelices en la prosperidad, y que la virtud es feliz en la persecución y aun en el olvido. Todo dependerá en nuestra república de la educación de los militares, y en esta educación todo dependerá también de la severidad de la disciplina: deben mirar pues la menor observancia como una obligación, y el más pequeño descuido como un crimen. Es necesario que, bajo la mano de los jefes, las almas se hagan aptas para las cosas más nimias lo mismo que para las más grandes o elevadas; que refrenen frecuentemente su voluntad, y que a fuerza de sacrificios lleguen a no pensar, ni obrar, ni respirar, sino por el bien público. Los que no sean capaces de este desprendimiento de sí mismos no serán admitidos en la clase de los militares, sino reducidos a la de los artesanos y labradores, porque las clases no se han de arreglar por el nacimiento y sí únicamente por las cualidades del alma. »Antes de pasar adelante, obliguemos a nuestros discípulos a fijar la vista en la vida que han de tener algún día: les causará menos novedad la severidad de nuestras reglas, y se prepararán así mejor para el alto destino que les aguarda. »Si los militares poseyesen tierras y casas, y si el oro y la plata mancillasen una vez sus manos, en breve la ambición, el odio y todas las pasiones que llevan en pos de sí las riquezas penetrarían en sus corazones y no serían ya más que hombres ordinarios. Eximámosles pues de todos estos nimios cuidados que les obligarían a encorvarse hacia la tierra. Mantengáseles en comunidad a expensas del público, pues la patria, a la cual consagran todos sus pensamientos, sus deseos y su reposo, debe encargarse de proveer a sus necesidades, que se reducirán a lo meramente preciso. »Despojándolos de aquel interés sórdido que ocasiona tantos crímenes, es preciso apagar también, o más bien perfeccionar en sus corazones, los afectos que inspira la naturaleza, y unirlos entre ellos por los mismos que contribuyen a dividirlos. Nuestros guerreros partirán con sus esposas el cuidado de proveer a la tranquilidad pública, y unos y otras serán educados bajo los mismos principios, en los mismos lugares y por unos mismos maestros. Recibirán juntos con los elementos de las ciencias las lecciones de sabiduría, y en los gimnasios las muchachas, sin más adorno que el de sus virtudes, disputarán el premio de los ejercicios a los muchachos que serán sus émulos. »En las fiestas instituidas para formar uniones legítimas y santas, se echarán en una urna los nombres de aquellos que han de dar guardas a la república, los cuales serán los militares desde la edad de treinta años hasta cincuenta y seis, y las guerreras desde los veinte a los cuarenta. La casualidad será la que reúna en apariencia a los esposos, pero los magistrados valiéndose de la maña, corregirán de tal modo los caprichos de la suerte, que escogerán siempre los sujetos más a propósito de uno y otro sexo, para conservar en su pureza la estirpe de nuestros guerreros. »Los que nacieren de estos matrimonios serán separados de sus padres inmediatamente, y depositados en un paraje donde sus madres, sin conocerlos, vayan a distribuir ya a los unos, ya a los otros, aquella leche que ya no podrán reservar exclusivamente para el fruto de sus amores. »Hemos fijado en los corazones de nuestros guerreros dos principios que deben de concierto reanimar incesantemente su celo, cuales son el sentimiento y las virtudes. No solamente ejercerán el primero de una manera general, mirándose todos como los ciudadanos de una misma patria, sino que se penetrarán todavía más y más de ellos, mirándose como individuos de una misma familia. Lo serán en efecto; y la oscuridad de su nacimiento no empañará jamás los títulos de su afinidad. »Ahora voy a hablar de nuestros magistrados, de este corto número de hombres escogidos entre los hombres virtuosos, de estos jefes, en una palabra, que, sacados de la clase militar, serán tan superiores a ellos por su excelente mérito como lo serán los guerreros a los artesanos y labradores. »¡Qué precaución será necesaria en nuestra república para escoger hombres tan raros! ¡Cuánto estudio para conocerlos y qué atención y cuidado para formarlos! Entremos en aquel santuario donde educan a los hijos de los guerreros, y en el cual pueden merecer ser admitidos los hijos de los otros ciudadanos. Fijemos la atención en aquellos que reuniendo las ventajas de una buena presencia a las gracias naturales, se distingan de sus semejantes en los ejercicios del cuerpo y del alma, y examinemos su conducta siguiendo los progresos de su educación. »Hemos hablado más arriba de los principios que deben arreglar sus costumbres, y ahora corresponde tratar de las ciencias que pueden dar extensión a sus luces. Tales son en primer lugar la aritmética y la geometría, ambas útiles al guerrero y necesarias al filósofo para acostumbrarle a fijar sus ideas y elevarse hasta la verdad. La astronomía, la música, todas las ciencias que produzcan el mismo efecto, entrarán en el plan de nuestra enseñanza. Desde que hayan cumplido los treinta años, los iniciaremos en la ciencia de la meditación, en este dialecto sublime que debe ser el término de sus primeros estudios, y cuyo objeto no es tanto el conocer la existencia, como la esencia de las cosas.[1] [1] En tiempo de Platón se comprendía bajo el nombre de dialéctica, la música, la lógica, la teología natural y la metafísica. »Desprendidos de los sentidos y entregados enteramente a la meditación, se llenarán poco a poco de la idea del bien; de aquel bien por el cual suspiramos con tanto ardor y del cual nos formamos imágenes tan confusas; de aquel bien supremo que siendo origen de toda verdad y justicia, debe animar al soberano magistrado y hacerle imperturbable en el ejercicio de sus deberes. ¿Mas dónde reside? ¿Dónde debemos buscarle? ¿Está acaso en los placeres que nos embriagan, en aquellos conocimientos que nos llenan de orgullo y de soberbia, o en aquella espléndida decoración que nos deslumbra? No: porque todo lo que es mudable y movible, no puede ser el verdadero bien. Dejemos pues la tierra y las sombras que la cubren, elevemos nuestras almas hacia la mansión de la luz y anunciemos a los mortales las verdades que ignoran. »Hay dos mundos, uno visible y otro ideal; el primero, formado por el modelo del segundo, es este en que nosotros habitamos; en él es donde estando todo sujeto a la generación y la corrupción, todo se muda y pasa sin cesar; aquí no se ven más que imágenes y porciones fugitivas del ser; el segundo encierra las esencias y ejemplares de todos los objetos visibles, y estas esencias son verdaderos seres, porque son inmutables. Dos reyes, de los cuales el uno es ministro y esclavo del otro, derraman su claridad en estos dos mundos. De lo alto de los aires, el sol hace brotar y perpetúa los objetos que hace visibles a nuestros ojos, y del lugar más elevado del mundo intelectual, el bien supremo produce y conserva las esencias que hace inteligibles a nuestras almas. El sol nos alumbra con su luz, el bien supremo con la verdad; y así como nuestros ojos tienen una percepción clara cuando se fijan en los cuerpos donde cae de la luz del día, así nuestra alma adquiere una ciencia verdadera cuando contempla los seres en que la verdad se refleja. »¿Pero queréis saber cuánta es la diferencia de esplendor y belleza que media entre las luces que iluminan estos dos mundos? Figuraos una cueva profunda, en la cual están los hombres sujetos desde su infancia con pesadas cadenas de tal manera que no pueden ni moverse del sitio, ni ver otros objetos sino aquellos que tienen delante. Detrás de ellos, a cierta distancia, está situado en una altura un fuego cuya luz se difunde en la caverna; entre este fuego y los cautivos hay un muro a lo largo del cual van y vienen las personas, van y vienen las gentes; los unos en silencio, los otros hablando entre ellos, teniendo en sus manos y levantando sobre el muro figuras de hombres o de animales, o muebles de toda especie, cuyas sombras irán a proyectarse en la parte de la caverna que pueden ver los cautivos. Sorprendidos de estas imágenes pasajeras, las tendrán por unos seres reales, y llegarán hasta atribuirles movimiento, vida y palabra. Escojamos ahora uno de estos cautivos, y para disipar su ilusión rompamos sus cadenas y obliguémosle a que se levante y vuelva la cabeza. Admirado al ver los nuevos objetos que se ofrecen a su vista, dudará de su realidad, y ofuscado y herido del brillo del fuego, apartará de él la vista para dirigirla a los vanos fantasmas de que estaba poseído anteriormente. Hagámosle sufrir una nueva prueba; saquémosle de la caverna, a pesar de sus clamores, sus esfuerzos y las dificultades de una marcha penosa. Cuando se vea en tierra, se encontrará de repente agobiado con el resplandor del día, y únicamente después de muchos ensayos, podrá discernir las sombras, los cuerpos, los astros, fijar el sol, mirarle como el autor de las estaciones y el principio fecundo de todo cuanto alcanzan nuestros sentidos. »¿Qué idea tendrá entonces de los elogios que se dan en la caverna a los que aprenden y reconocen primero las sombras a su paso? ¿Qué pensará de las pretensiones, los odios, las envidias y los celos que excitan estos descubrimientos entre aquel pueblo de infelices? La compasión le obligará sin duda a volar en su socorro, para desengañarlos de su falsa inteligencia y de su pueril saber; pero como al pasar repentinamente de una luz tan grande a tan grande oscuridad no podrá distinguir al principio cosa alguna, todos se levantarán contra él, y no cesando de echarle en cara su ceguera, le citarán como un ejemplo espantoso de los peligros que corre el que pasa a la región superior. »He aquí precisamente el cuadro de nuestra funesta condición: el género humano está sepultado en una caverna inmensa, cargado de cadenas y sin poder ocuparse más que de sombras vanas y artificiales. Aquí no tienen los placeres más que una amarga compensación, los bienes un brillo engañoso, las virtudes un fundamento frágil y los cuerpos mismos una existencia ilusoria. Preciso es salir de este lugar de tinieblas, preciso es romper sus cadenas, elevarse con esfuerzos redoblados hasta el mundo intelectual, acercarse poco a poco a la suprema inteligencia y contemplar su divina naturaleza en el silencio de los sentidos y las pasiones. Entonces se verá que mana de su trono en el orden moral la justicia, la verdad y la ciencia, y en el orden físico la luz del sol, las producciones de la tierra y la existencia de las cosas. No: una alma que habiendo llegado a esta grande elevación, ha experimentado una vez las sensaciones, los arrebatos y éxtasis que excita la vista del bien supremo, no se dignará volver a participar de nuestros trabajos y honores; y si baja hasta nosotros, y antes de familiarizarse con nuestras tinieblas se ve en la precisión de explicarse sobre la justicia ante los hombres, que solo conocen su sombra, sus nuevos principios parecerán tan extravagantes que al fin se reirán de su locura o castigarán su temeridad. »Tales son no obstante los sabios que deben estar al frente de nuestra república, y que debe formar la dialéctica. Por espacio de cinco años enteros consagrados a este estudio, meditarán sobre la naturaleza de lo verdadero, lo honesto y lo justo. Poco satisfechos de las vagas e inciertas nociones que de ello se dan ahora, buscarán su verdadero origen; leerán sus deberes no en los preceptos de los hombres, y sí en las instrucciones que recibirán directamente del primero de los seres. En las conversaciones familiares que tendrán, digámoslo así, con él, adquirirán luces infalibles para discernir la verdad, firmeza inalterable en el ejercicio de la justicia, y aquel tesón en obrar bien, de que nada puede triunfar y que al fin triunfa de todo. »Los filósofos que nosotros pongamos al frente de nuestra república no serán pues esos declamadores ociosos, esos sofistas despreciados de la multitud que son incapaces de guiar; serán almas fuertes, grandes, ocupadas únicamente del bien del estado, ilustradas en todos los puntos de la administración con un largo estudio y la teoría más sublime, y transformadas por sus virtudes y sus conocimientos en imágenes e intérpretes de los dioses sobre la tierra. Hallarán en fin su recompensa en el placer de hacer bien y de tener al Ser supremo por testigo». A estos motivos añadió Platón otros más poderosos todavía, cuales son el cuadro de los bienes y de los males reservados en otra vida a la virtud y al vicio. Extendiose sobre la inmortalidad del alma; recorrió a continuación los defectos esenciales de que adolecen los gobiernos establecidos entre los hombres, y acabó observando que nada había prescrito relativo al culto de los dioses porque esto le correspondía al oráculo de Delfos. CAPÍTULO LIII. Comercio de los atenienses. El puerto del Pireo es muy concurrido no solamente de las naves griegas sino también de las otras naciones que los griegos llaman bárbaras. Como el Ática produce poco trigo, está prohibida su exportación, y aquellos que van lejos a buscarlo no pueden introducirlo en ninguna otra ciudad sin exponerse a penas rigurosas. Lo traen del Egipto y la Sicilia, y mucho más de Panticapea y Teodosia, ciudades del Quersoneso táurico, porque el soberano de este país, señor del Bósforo cimerio, exime a los buques atenienses del treintavo que exige por la exportación de este grano. Traen de Panticapea y de varias partes del Ponto-Euxino maderas de construcción, esclavos, sal, miel y cera, lana, cueros y pieles de cabra. De Bizancio y de algunos otros países de la Tracia y de la Macedonia, pesca salada, madera de carpintería y construcción; de la Frigia y de Mileto, tapices, mantas y aquellas hermosas lanas de que fabrican los paños; del mar Egeo, vino y todas las especies de frutos que producen sus islas; y de la Tracia, la Tesalia, la Frigia y otros muchos países, un gran número de esclavos. El aceite es el único género qué Solón permitió trocar por las mercancías extranjeras; la salida de todas las demás producciones del Ática está prohibida, y solo pagando crecidos derechos se permite exportar maderas de construcción, tales como el abeto, el ciprés, el plátano y otros árboles que se crían en las cercanías de Atenas. Los habitantes de esta ciudad tienen un gran recurso para su comercio en las minas de plata, porque, acostumbrados en muchas ciudades a alterar sus monedas, las de los atenienses, más estimadas que las demás, les facilitan cambios ventajosos. Por lo común compran vino en las islas del mar Egeo o en las costas de Tracia. El primor que se nota en las obras que salen de sus manos hace desear y buscar en todas partes sus manufacturas. Exportan para países distantes espadas y otras armas, diferentes paños, camas y otros muebles. Hasta los libros son para ellos objeto de comercio. Tienen corresponsales en casi todas las partes, adonde los lleva la esperanza del lucro. Muchas ciudades de Grecia los eligen por su parte en Atenas para que cuiden de los intereses de su comercio. Los atenienses tienen tres clases de moneda. Parece que al principio acuñaron moneda de plata y después de oro, y hace poco más de un siglo que hicieron para esto uso del cobre. Las más comunes son de plata, y ha sido preciso diversificarlas ya para el sueldo poco constante de las tropas, ya por las liberalidades sucesivamente concedidas al pueblo, y ya en fin para facilitar más y más el comercio. Excedente al dracma (3 reales 17 maravedís), compuesto de seis óbolos, hay el didracma o doble dracma, y la tetradracma o la cuádruple dracma; las menores son las monedas de cuatro, de tres o de dos óbolos. No pudiendo facilitar estas últimas el cambio menudo, aunque son de poco valor, se introdujo la moneda de cobre en tiempo de la guerra del Peloponeso, y acuñaron monedas que no valían más que la octava parte de un óbolo (dos maravedís y medio). La mayor moneda de oro pesa dos dracmas y vale veinte dracmas de plata (67 reales 2 maravedís). Apenas circulaba el oro en la Grecia cuando yo llegué a ella. Sacábanlo de la Lidia y de algunos otros países del Asia menor, de la Macedonia, donde las gentes del campo recogen todos los días las partículas y fragmentos que las lluvias desprenden de los montes inmediatos a la isla de Tasos, cuyas minas descubiertas en otros tiempos por los fenicios, conservan todavía en su seno indicios de las obras inmensas que emprendió aquel pueblo industrioso. Dos acontecimientos de que yo fui testigo hicieron más común este metal. Habiendo sabido Filipo, rey de Macedonia, que había en sus dominios varias minas explotadas en tiempos antiguos y abandonadas en su tiempo, hizo excavar las que se habían abierto del monte Pangeo. El éxito correspondió a sus esperanzas, y este príncipe, que antes no poseía en oro más que una ampollita que ponía de noche bajo su almohada, sacaba cada año de aquellos subterráneos más de mil talentos (más de veinte millones de reales). Por el mismo tiempo robaron los focenses del tesoro de Delfos las ofrendas de oro que habían enviado al templo de Apolo los reyes de Lidia. Aumentose en breve la masa de este metal hasta tal punto que su proporción con la plata no fue ya de uno a trece, como lo era cien años hace, ni de uno a doce algún tiempo después, sino únicamente en proporción de uno a diez. CAPÍTULO LIV. Impuestos y Hacienda pública de los atenienses. Las rentas de la república han ascendido algunas veces hasta la suma de dos mil talentos (más de 40 millones de reales), y estas rentas son de dos clases, a saber: las que percibe en el país mismo, y las que saca de los pueblos tributarios. En la primera clase debe contarse: 1.º el producto de los bienes raíces que pertenecen al estado, es decir, de las casas que alquila, y de las tierras y bosques que arrienda; 2.º la vigésima cuarta parte que se reserva del producto de las minas de plata, cuando concede permiso a los particulares para explotarlas; 3.º el tributo anuo que exige de los libertos y de los diez mil extranjeros establecidos en la Ática; 4.º las multas y confiscaciones, cuya mayor parte está destinada al tesoro público; 5.º la cincuentena que se cobra del trigo y otras mercancías que vienen del extranjero, así como de muchas de las que salen del Pireo; 6.º otros muchos objetos menudos, tales como los derechos impuestos sobre ciertos géneros que salen al mercado, y la contribución que se exige a los que mantienen cortesanas en sus casas. Se arriendan la mayor parte de estos derechos, y se hace la adjudicación en un paraje público, en presencia de diez magistrados que presiden las subastas. La segunda y principal clase de las rentas del estado consiste en los tributos que le pagan muchas ciudades e islas que están bajo su dependencia. La suma total de las contribuciones extranjeras ascendió a principios de la guerra del Peloponeso a seiscientos talentos (más de doce millones de reales), y hacia el medio de esta guerra a mil doscientos o mil trescientos. Durante mi permanencia en Grecia las conquistas de Filipo habían reducido esta suma a cuatrocientos talentos, pero se prometían que llegaría con el tiempo a mil doscientos. Por más considerables que sean estas rentas, no guardan proporción con los gastos, y por lo mismo hay precisión de recurrir muchas veces a medios extraordinarios, tales como los donativos voluntarios y las contribuciones forzosas. No hay carga más onerosa que la conservación de la marina. Todo ciudadano que posee un haber de diez talentos (veinte mil reales de vellón), debe en caso necesario contribuir al estado con una galera; o dos, si su caudal asciende a veinte talentos; pero al que más, aunque posea inmensas riquezas, únicamente se le exigen tres galeras y una lancha; los que tengan menos de diez talentos se reunirán para poder contribuir con una galera. Este impuesto, de que tan solamente se exceptúan los arcontes, es proporcionado en lo posible a las facultades de los ciudadanos, recayendo siempre el peso sobre los más ricos, como una consecuencia del principio de que no deben gravar los impuestos sobre las personas y sí sobre los bienes. La obligación de suministrar naves y contribuir con dinero cesa en el momento en que se acaba la guerra, pero es costumbre que los ciudadanos ricos den convites en ciertos días a aquellos de sus tribus que contribuyen a la conservación de los gimnasios, y proporcionan en los juegos públicos los coros que deben disputar el premio de la danza y de la música. Unos se encargan voluntariamente de estos gastos, otros se ven precisados a hacerlos por disposición de su tribu, y no pueden eximirse de ello a menos que no hayan logrado la exención en mérito de servicios hechos al estado. Todos tienen derecho al favor del pueblo, que indemniza con empleos y honores a los que se han arruinado por solemnizar sus fiestas. CAPÍTULO LV. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — La lógica. Antes de mi viaje a las provincias de la Grecia, pasé muchos días en la biblioteca de Euclides, y a mi regreso volvimos a nuestras sesiones. Me enseñó en un estante las obras que tratan de lógica y de retórica, puestas las unas al lado de las otras, porque estas dos ciencias tienen mucha conexión entre sí. «Son en corto número», me dijo, «porque no hace más de un siglo, poco más o menos, que se ha meditado sobre el arte de pensar y hablar. Nosotros debemos este beneficio a los griegos de Italia y de Sicilia, lo cual fue una consecuencia del vuelo que había dado al entendimiento humano la filosofía de Pitágoras. »Debemos hacer a Zenón la justicia de decir que es el primero que ha publicado un ensayo de dialéctica, pero debemos hacer también a Aristóteles el homenaje de añadir que ha perfeccionado de tal manera el método del raciocinio que pudiera mirársele como inventor. »El hábito nos enseña a comparar dos o más ideas, para conocer y demostrar a los demás su conexión o su oposición. Tal es la lógica natural; ella bastaría a un pueblo que, privado de la facultad de generalizar sus ideas, no vería en la naturaleza y en la vida civil más que cosas individuales. Se engañaría a cada instante en los principios, porque sería ignorante, pero sus consecuencias serían justas porque sus nociones serían claras, y las explicaría siempre con la palabra adecuada. »Pero entre las naciones cultas, el espíritu humano, a fuerza de ejercitarse sobre las generalidades y abstracciones, ha producido un mundo ideal quizás tan difícil de conocer como el mundo físico. A la cantidad enorme de percepciones recibidas por los sentidos se ha juntado el número prodigioso de combinaciones que forma nuestro entendimiento, cuya fecundidad es tal que no es posible señalarle límites. Si consideramos a continuación que entre los objetos de nuestras ideas hay muchos que tienen entre sí relaciones sensibles que parece que las identifican, y diferencias leves que en efecto las distinguen, quedaremos admirados de la audacia y sabiduría de los primeros que formaron y ejecutaron el proyecto de establecer el orden y la subordinación en esta infinidad de ideas que los hombres habían concebido hasta entonces, y que podrían concebir en adelante. »Esto es quizás uno de los mayores esfuerzos del entendimiento humano; o a lo menos, uno de los mayores descubrimientos de que pueden los griegos vanagloriarse. Nosotros hemos recibido de los egipcios, de los caldeos y acaso también de alguna nación más lejana los elementos de casi todas las ciencias y de casi todas las artes; pero la posteridad nos deberá este método cuyo feliz artificio sujetó el raciocinio a reglas». Después de estos preámbulos, nos expuso Euclides las principales partes de este precioso método, poniéndonos lo primero a la vista aquellas famosas categorías en las cuales ha clasificado Aristóteles todos los seres según su género y su especie; expliconos a continuación lo que se entiende por buena definición, e hizo observaciones muy exactas sobre la naturaleza del género y de la diferencia, así como sobre las diversas especies de aserciones que se han solido adelantar raciocinando. Todo cuanto decía estaba sacado de la doctrina del mismo Aristóteles, y concluyó fijando nuestra atención sobre el descubrimiento del silogismo hecho por este gran filósofo. «Esta especie de argumento», dijo, «se compone de tres términos. El último es el atributo del segundo, y el segundo del primero, como en este razonamiento: _Toda virtud es un hábito; ahora bien, la justicia es una virtud, luego la justicia es un hábito_. _Hábito_ es atributo con respecto a la _virtud_, y _virtud_ con respecto a _justicia_. »De aquí se sigue que un silogismo se compone de tres proposiciones. En las dos primeras se compara el término medio con cada uno de los extremos; de la tercera se deduce que uno de los extremos debe ser el atributo del otro. Así pues, un silogismo es un raciocinio por el cual, estableciendo ciertas aserciones, se deriva otra diferente de las primeras. »Las diversas combinaciones de los tres términos producen diferentes especies de silogismos, que la mayor parte se reducen a la que hemos propuesto por modelo. Los resultados varían también según sean afirmativas o negativas las proposiciones, y según se les de, así como a los términos, más o menos universalidad: de aquí emanan muchas reglas por las cuales se descubre a primera vista la exactitud o el defecto de un raciocinio. Nos valemos de instrucción y de ejemplos para persuadir a la multitud, de silogismos para convencer a los filósofos. »Se suprime a veces una de las proposiciones, fácil de suplir; entonces el silogismo se llama entimema y, aunque imperfecto, no es menos concluyente. Ejemplo: _Toda virtud es un hábito; luego la justicia es un hábito_; o bien: _La justicia es una virtud; luego es un hábito_. »Toda demostración es un silogismo, pero no todo silogismo es una demostración. Este es demostrativo cuando está fundado en los primeros principios o en aquellos que se derivan de los primeros; es dialéctico cuando está fundado en opiniones que parecen probables a todos los hombres o a lo menos a los sabios más ilustrados; y contencioso cuando se concluye según proposiciones que se quiere hacer pasar por probables y no lo son. »El primero suministra armas a los filósofos que se ciñen a lo verdadero; el segundo a los dialécticos, ocupados muchas veces en la verosimilitud, y el tercero a los sofistas, a quienes bastan las menores apariencias». CAPÍTULO LVI. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — La retórica. «En tanto que se construía con ahínco el edificio de la lógica», dijo Euclides, «se levantaba a su lado el de la retórica, menos sólido a la verdad, pero más magnífico». Acercándose a los estantes: «Estos son», continuó, «los autores que nos dan preceptos sobre la elocuencia y los que nos han dejado modelos de ella. Casi todos han vivido en el último siglo o en el nuestro. Entre los primeros están Córax de Siracusa, Tisias, Trasímaco, Protágoras, Pródico, Gorgias, Polos, Licimnio, Alcidamante, Teodoro, Eveno, Calipo, etc.; entre los segundos gozan de una reputación bien merecida Lisias, Antifonte, Andócides, Iseo, Calístrato e Isócrates; y a estos se debe agregar los que han comenzado a distinguirse, tales como Demóstenes, Esquines, Hipérides, Licurgo, etc. »Los primeros ensayos de retórica se hicieron en Sicilia. Cerca de cien años después de la muerte de Cadmo, reunió discípulos un siracusano llamado Córax, y compuso sobre este arte un tratado muy estimado en nuestros días, aunque solo hace consistir el secreto de la elocuencia en el cálculo engañoso de ciertas probabilidades. »Protágoras, discípulo de Demócrito, durante su permanencia en Sicilia fue testigo de la gloria que este Córax había adquirido. »Hasta entonces se había distinguido con profundas investigaciones sobre la naturaleza de los seres, y lo fue también en breve por las obras que publicó sobre la gramática y las diferentes partes del estudio oratorio. Se le hace el honor de haber sido el primero que reunió las proposiciones generales, llamadas _lugares comunes_, de que hace uso un orador, ya para multiplicar sus pruebas, ya para discurrir fácilmente sobre todas las materias. »Después de arreglar el modo de construir el exordio, de disponer la narración y de mover las pasiones de los jueces, se extendió el dominio de la elocuencia, encerrado hasta entonces en el recinto de la plaza pública y del foro. Rival de la poesía, celebró al principio a los dioses, los héroes y los ciudadanos que habían muerto en los combates, y en seguida Isócrates compuso elogios para los particulares de alta jerarquía. Después han elogiado indiferentemente a los hombres útiles o inútiles a su patria, y humeando el incienso por todas partes, se ha decidido que tanto la alabanza como el vituperio no debían guardar medida alguna. »Se distinguió también dos clases de oradores: los que dedicaban la elocuencia a ilustrar al público en sus reuniones, tales como Pericles; a defender los intereses de los particulares en el foro, como Antifonte y Lisias; a derramar sobre la filosofía los vivos colores de la poesía, como Demócrito y Platón; y los que cultivando la retórica por un sórdido interés o por vana ostentación, declamaban en público sobre la naturaleza del gobierno o de las leyes, sobre las costumbres, las ciencias y las artes, haciendo soberbios discursos en los cuales el lenguaje ofuscaba las ideas. »La mayor parte de estos últimos, esparciéndose por la Grecia, fueron conocidos bajo el nombre de sofistas: andaban errantes de ciudad en ciudad, eran bien recibidos en todas partes, seguíanles un numeroso séquito de discípulos que, aspirando a elevarse a los primeros empleos con el auxilio de la elocuencia, pagaban con usura sus lecciones, y tomaban en su compañía aquellas nociones generales o lugares comunes de que acabo de hacer referencia. »El más célebre de estos sofistas ha sido Gorgias, siciliano. Adquirió un caudal tan grande como su reputación, aunque era un escritor frío, que aspiraba a lo sublime haciendo esfuerzos que le alejaban de él. La magnificencia de sus expresiones solo ha servido comúnmente para manifestar la esterilidad de sus ideas, mas esto no obstante, extendió los límites del arte y sus defectos mismos han servido de lección». Euclides, enseñándome varios discursos de este orador y varias obras compuestas por algunos de sus discípulos, añadía: «yo hago menos caso del pomposo aparato que despliegan en sus escritos que de la noble y sencilla elocuencia que caracteriza a los de Pródico de Ceos. Este tiene un gran atractivo para las personas juiciosas: escoge casi siempre el término propio, y descubre distinciones muy finas entre las palabras que parecen sinónimas». Después de una corta digresión acerca de Platón y de Pericles, tuvo Euclides la bondad de exponerme las reglas de la verdadera elocuencia. «Ya conocéis», me dijo, «a los autores que se han distinguido en nuestros días, y os halláis en estado de apreciarlos. Las reglas que justifican la impresión que os han hecho son el fruto de una larga experiencia, y se han formado según las obras y el acierto de los grandes poetas y los primeros oradores. »El imperio de la elocuencia es muy extenso. Se ejercita en las asambleas generales, donde se delibera sobre los intereses de una nación; ante los tribunales, donde juzgan las causas de los particulares; en los discursos, donde se debe representar el vicio y la virtud bajo sus verdaderos colores, y en todas las ocasiones, en fin, donde se trata de instruir a los hombres. De aquí nacen tres géneros de elocuencia, a saber: el deliberativo, el judiciario y el demostrativo; así pues, las augustas funciones del orador consisten en apresurar o acelerar la decisión del pueblo, defender al inocente, perseguir al criminal, alabar la virtud y vituperar el vicio. ¿Y cómo se ha de efectuar esta persuasión? Con un estudio profundo, dicen los filósofos; con el auxilio de las reglas, dicen los retóricos. »Si la naturaleza os destina, dicen los primeros, al ministerio de la elocuencia, esperad que la filosofía os conduzca a él a paso lento: que os haya demostrado que el arte de la palabra, debiendo convencer antes que persuadir, debe sacar su fuerza principal del arte del raciocinio: que os haya enseñado, por consecuencia, a no tener más que ideas sanas, a expresarlas de una manera clara, a distinguir de los objetos todas las relaciones y todos los contrastes, y a conocer y dar a conocer a los demás lo que es en sí cada cosa. Continuando su influencia en vos, os llenará de las luces que convienen al hombre de estado, al juez íntegro y al excelente ciudadano: estudiaréis a su vista las diferentes especies de gobiernos y de leyes, los intereses de las naciones, la naturaleza del hombre y el juego movible de sus pasiones. »Pero, esta ciencia, adquirida en fuerza de largas fatigas, cedería fácilmente al soplo contagioso de la opinión si no la sostuvieseis no solo con una probidad reconocida y una prudencia consumada, sino también con un celo ardiente por la justicia y un profundo respecto a los dioses, testigos de vuestras intenciones y palabras. »Este es el modo de pensar de los filósofos con respecto o la retórica; ahora sería preciso examinar el fin que los retóricos se proponen y las reglas que nos han prescrito; pero Aristóteles ha emprendido el trabajo de recopilarlas en una obra, en que tratará la materia con aquella superioridad que ya hemos observado en sus primeros escritos. Leedle un día, y creo que me dispensaréis de deciros más sobre este punto». Instaba yo a Euclides, aunque en vano, pues apenas respondía a mis preguntas. «¿Adoptan los retóricos los principios de los filósofos?». «Se apartan de ellos muchas veces, y particularmente cuando prefieren la verosimilitud a la verdad». «¿Cuál es la primera cualidad del orador?». «La de ser excelente lógico». «¿Y su primer deber?». «El demostrar que una cosa es o no es». «¿Cuál su principal atención?». «Descubrir en cada tema los medios propios de persuadir». «¿En cuántas partes se divide el discurso?». «Los retóricos admiten un gran número, que se reduce a cuatro: el exordio, la proposición o el hecho, la prueba y la peroración. Se puede no obstante suprimir la primera y la última». Iba a continuar, pero Euclides se excusó, y solamente pude conseguir un corto número de observaciones sobre la elocución. «Conveniencia y claridad», me dijo, «son las dos principales cualidades de la elocución. 1.º _La conveniencia_. La dicción debe variar según el carácter del que habla, y de aquellos de quienes habla, y según la naturaleza de las materias que trata y de las circunstancias en que se encuentra. »El estilo de la poesía, el de la elocuencia, de la historia y del diálogo se diferencian esencialmente unos de otros; y eso que, en cada género, las costumbres y el talento de un autor proyectan en su dicción diferencias sensibles. 2.º _La claridad_. Un orador o un escritor debe haber hecho un estudio serio de su lengua. Si desatendéis las reglas de la grámatica, me será costoso entender vuestro pensamiento. Hacer uso de palabras anfibológicas y de circunlocuciones inútiles, colocar sin tino las conjunciones que ligan los miembros de una frase, confundir el plural con el singular; no tener cuidado con la distinción establecida en estos últimos tiempos entre los nombres masculinos y femeninos; designar con un mismo término las impresiones que reciben dos de nuestros sentidos, distribuir inoportunamente las palabras de una frase, de modo que un lector no pueda adivinar el sentido del autor; todos estos defectos coadyuvan igualmente a la oscuridad del estilo, la cual se aumentará si el exceso de los adornos y lo largo de los periodos distraen la atención del lector y no le permiten respirar; o bien si por ir con demasiada rapidez, no puede comprender vuestro pensamiento, como sucede con los corredores del estadio que en un momento desaparecen de la vista de los espectadores. »Nada contribuye más a la claridad que el uso de expresiones ya admitidas, pero si nunca las desviáis de su común sentido o acepción, vuestro estilo no pasará de familiar y rastrero: para que sea elevado y sublime, es necesario valerse de nuevos giros y de expresiones figuradas». «He oído hablar», dije a Euclides, «de las diversas especies de estilos, tales como el noble, el grave, el sencillo, el ameno, etc.». «Dejemos a los retóricos», respondió Euclides, «el cuidado de trazar los diferentes caracteres. Todos los he indicado en dos palabras: si vuestra dicción es _clara_ y _conveniente_, habrá en ella una proporción exacta entre las palabras, los pensamientos y el tema. Nada más debe exigirse. Meditad este principio y no os causarán admiración las siguientes aserciones. »La elocuencia forense se diferencia esencialmente de la elocuencia de la tribuna. Al orador se le perdonan los descuidos y las repeticiones que se miran como un crimen en el escritor. Hay discursos que merecen aplausos en la asamblea general, y cuya lectura no puede sufrir, porque la acción les daba valor; y hay otros que están escritos con sumo esmero, y no causarían efecto en el público si no se acomodasen a la acción. La elocución que trata de deslumbrarnos con su magnificencia llega a ser excesivamente fría cuando carece de armonía, cuando las pretensiones del autor se presentan a descubierto, y, valiéndome de la expresión de Sófocles, cuando infla excesivamente los carrillos para soplar en un pito». Pregunté a Euclides qué autor proponía él por modelo de buen estilo, y me respondió: «Ninguno en particular y todos en general. No cito a ninguno personalmente, porque Platón y Demóstenes, dos de nuestros escritores que más se acercan a la perfección, pecan algunas veces, el uno por exceso de adornos y el otro por falta de nobleza. Digo todos en general porque meditándolos, comparando unos con otros, no solamente se aprende a colorear la dicción, sino que también se adquiere aquel gusto exquisito y puro que dirige y juzga las producciones del genio; sentimiento rápido, y tan general entre nosotros que pudiera tenerse por el instinto de la nación». Salimos de la biblioteca de Euclides y dirigimos nuestro paseo hacia el Liceo, y al entrar en el primer patio llamaron nuestra atención unos gritos penetrantes que salían de una de las salas del gimnasio. El retórico León y el sofista Pitodoro se habían empeñado en una disputa acalorada. Nos costó trabajo abrirnos paso por en medio de la multitud, y el primero nos dijo: «Acercaos y veréis a Pitodoro, quien defiende que su arte no es diferente del mío y que el objeto de ambos es engañar a cuantos nos escuchan. ¡Rara pretensión, en un hombre que debiera correrse de tener el nombre de sofista!». Acercámonos a escuchar: Pitodoro defendía la causa de los sofistas con razones que nos hubieran persuadido si hubiésemos estado menos prevenidos en favor de la retórica. León no podía contenerse, y a cada instante estaba pronto a contrarrestarle con el aparato pomposo y amenazador de su arte. Apenas hubo acabado de hablar su antagonista, cuando emprendió la defensa de la retórica, mas era ya tarde y, dejándolos en su controversia, tomamos el partido de retirarnos. CAPÍTULO LVII. Viaje al Ática. — Discurso de Platón sobre la formación del mundo. Había yo pasado con frecuencia estaciones enteras en diferentes casas de campo; atravesé varias veces el Ática, y voy a referir algunas singularidades que me han chocado en mis viajes. Tenía Apolodoro una posesión considerable cerca de Eleusis, y me llevó a verla en tiempo de la siega. La campiña estaba cubierta de espigas doradas y de esclavos que las derribaban al impulso de sus cortantes hoces, al mismo tiempo que las recogían los muchachos y las alargaban a los que hacían garbas. Empezaba esta tarea al rayar el alba, y todos los de la casa debían ser partícipes de ella. En un rincón del campo, a la sombra de un árbol frondoso, los hombres preparaban la carne y las mujeres cocían lentejas, y echaban harina en unos cacharros llenos de agua hirviendo para la comida de los segadores, que se animaban al trabajo entonando cantares que resonaban por la llanura. Transportaban las garbas a la era y las tendían haciendo con ellas parvas redondas. Uno de los jornaleros se pone en el centro, teniendo en la mano un látigo y un ramal, con el cual dirige a los bueyes, caballos y mulas; los arrea y hace andar o trotar alrededor de él. Algunos de sus compañeros, revuelven la paja, y la agolpan bajo los pies de los animales, hasta que se halla enteramente partida. Otros echan paladas al aire, y un viento ligero, que se mueve por lo regular a una misma hora, lleva las briznas de paja a cierta distancia, y deja caer a plomo los granos, que luego encierran en vasijas de barro cocido. Pasados algunos meses, volvimos a la casa de campo de Apolodoro, en tiempo en que los vendimiadores cortaban los racimos suspensos de las vides, que se elevaban sostenidas en los rodrigones. Veíanse también mancebos y muchachas, llenando de uva los canastos de mimbre que trasportaban luego al lagar. Antes de pisarlos, algunos cultivadores llevan a sus casas los sarmientos cargados de racimos, los ponen al sol durante diez días y luego a la sombra por espacio de otros cinco. Los unos conservan el vino en cubas, otros en cueros y algunos en vasijas de barro. Mientras que pisaban la uva en el lagar, escuchábamos con placer los _cantares de los lagareros_. Habíamos oído otros mientras comían los vendimiadores, y en los diferentes intervalos del día, alternando la danza con el canto. La siega y la vendimia terminan con fiestas celebradas con aquellos movimientos rápidos que produce la abundancia, y que varían según la naturaleza del objeto. Teniendo el trigo como un beneficio de una diosa que provee a nuestras necesidades, y el vino como el presente de un dios que cuida de nuestros placeres, se anuncia el reconocimiento a Deméter con una alegría viva y moderada, y a Dioniso con los arrebatos del delirio. Al tiempo de las sementeras y de las siegas, se ofrecen también sacrificios, y durante la cosecha de la aceituna y de otros frutos ponen también en los altares las primicias de los presentes recibidos del cielo. Los griegos han sentido que, en estas ocasiones, el corazón necesita desahogarse y dirigir homenajes a los autores del beneficio. Eutimenes, uno de nuestros amigos, había confiado siempre la administración de sus bienes a la vigilancia y fidelidad de un esclavo que tenía como capataz de los otros; pero convencido al fin de que el ojo del amo vale más que el de un administrador o mayordomo, tomó el partido de establecerse en su casa de campo situada en el lugar de Acarnas, a sesenta estadios de Atenas. Fuimos a verle algunos años después y tuvimos la satisfacción de encontrarle restablecido de su salud, quebrantada en otro tiempo, y a toda su familia sana y robusta. «Nuestra vida es activa y en ninguna manera agitada», nos dijo; «y así es que no conocemos el tedio, y sabemos gozar de lo presente». Enseñonos su casa recién construida; está orientada al mediodía, a fin de que la dé el sol de cara en invierno, y que esté preservada del calor en verano, cuando este astro está en su mayor altura. La habitación de las mujeres está separada de la de los hombres por medio de unos baños que impiden toda comunicación entre los esclavos de uno y otro sexo. Cada cuarto era adecuado a su destino, de modo que se conserva el trigo en un sitio seco, y el vino en un lugar fresco. No se advierte lujo alguno en los muebles, mas sí el mayor aseo en todo. Coronas e incienso para los sacrificios, vestidos para las fiestas, armaduras y arneses para la guerra, ropas de cama y otros usos para las diferentes estaciones, utensilios de cocina, instrumentos para moler trigo, etc., etc., todo se encontraba a mano porque todo estaba en su sitio y colocado con simetría. «Los habitantes de la ciudad», decía Eutimenes, «verían ciertamente con desprecio un arreglo tan metódico, ignorando que así se ahorra tiempo en buscar las cosas, y que un sabio agricultor debe ser tan económico de los instantes como de las rentas. »Mi mujer y yo hemos partido, continuó diciendo, los cuidados y afanes de la administración de nuestros bienes, no perdiendo de vista que a ella la conciernen los pormenores o mecanismo interior, y a mí los negocios exteriores. Yo me he encargado de cultivar y mejorar la hacienda que heredé de mis padres, y Laódice mi esposa cuida del gasto de la casa, del almacenamiento, venta, préstamo y distribución del trigo, vino, aceite y demás frutos de nuestras cosechas: ella cuida también de la subordinación, de la tarea y del respeto de nuestros criados, enviando unos al campo, ocupando a otros en la elaboración de la lana y enseñándolos a prepararla para hacer de ella vestidos. Su ejemplo suaviza la tarea de ellos, y cuando están enfermos, su asistencia y la mía disminuyen sus sufrimientos. La suerte de nuestros esclavos nos enternece, considerando, que son dignos de buen trato, porque al fin son hombres». Atravesamos un corral poblado de gallinas, patos y otras aves caseras, y vimos la caballeriza, el aprisco y el jardín lleno de narcisos, jacintos, anémonas y lirios, violetas varias, rosas de diversas especies y toda clase de plantas odoríferas. «No os causará extrañeza», me dijo, «el cuidado que tengo del cultivo de estas flores, pues sabéis que con ellas adornamos los templos, los altares y las estatuas de nuestros dioses; nos coronamos la cabeza en los convites y en nuestras ceremonias religiosas; las echamos por encima de nuestras mesas y camas, y tenemos también el cuidado de ofrecer a nuestras divinidades las que les son más gratas». Llevonos luego Eutimenes a su hacienda, que tenía más de cuarenta estadios de circuito (legua y cuarto) y en la cual había tenido en el año anterior una gran cosecha de cebada y ochocientos cántaros de vino. Tenía seis acémilas que llevaban diariamente al mercado leña y otras muchas cosas, que le producían doce dracmas diarias (40 reales 8 maravedís). El territorio de Acarnas está cubierto de viñas. Todo el Ática de olivos, que es el árbol de que se tiene más cuidado. Eutimenes había plantado un gran número de ellos, particularmente a los lados de los caminos que pasaban por su posesión, y los había puesto distantes nueve pies uno de otro, sabiendo que sus raíces se extienden mucho. Continuando nuestro camino, vimos pasar cerca de nosotros numerosos rebaños de ovejas, cubierta cada una de ellas con un pellejo. Esta precaución adquirida de los megarenses, preserva los vellones de la porquería o inmundicia que los mancharía, como también de las zarzas que pudieran desgarrarlos y quitar la lana. Ignoro si contribuye a hacer la lana más fina, pero puedo decir que la de Ática es muy bella, y añado que el arte de la tintura ha llegado al punto de cargarla de colores que nunca pierden. Al pie de una ladera que servía de límite a una pradera, había muchas colmenas en medio de un campo de romeros y retamas. «Observad», nos dijo Eutimenes, «con qué afán ejecutan las abejas las órdenes de su soberana, la cual, no pudiendo sufrir que estén ociosas, las envía a esta hermosa pradera a recoger los ricos materiales para hacer de ellos el uso conveniente; ella forma también un enjambre, y las obliga o expatriarse acaudilladas por una abeja que ella elige». Mas a lo lejos, entre unas colinas enriquecidas de viñedos, se extiende un llano donde vimos muchos pares de bueyes, llevando los unos carretadas de estiércol, y otros que, uncidos al arado, abrían lentamente hondos surcos. «Aquí se sembrará cebada», dijo Eutimenes, «porque es el grano que se da mejor en el Ática. Es verdad que el trigo que en él se recoge da un pan muy grato al paladar, pero es de menos alimento que el de la Beocia, y se ha observado no pocas veces que los atletas beocios, cuando permanecen algún tiempo en Atenas, consumen dos quintas partes más de trigo que en su país, no obstante que confina con el nuestro: en esto se conoce que es menester muy poco para modificar la influencia del clima. Aún voy a daros otra prueba. La isla de Salamina está casi tocando con el Ática, y los granos sazonan allí mucho antes que en nuestra tierra». Hablonos en seguida Eutimenes de las labores del campo; enterándonos de muchos pormenores acerca del cultivo del trigo, extendiéndose aún más sobre el de la viña y, satisfaciendo nuestra curiosidad, nos enteró de muchas cosas relativas al modo de cuidar la hortaliza y los árboles frutales. En todo lo que nos decía concerniente a las ocupaciones rústicas, manifestaba su alegría y nos pintaba con enajenamiento los placeres de la vida del campo. Una tarde que estábamos sentados a la mesa delante de su casa, a la sombra de unos plátanos altísimos que se encorvaban sobre nuestras cabezas, nos decía: «Cuando yo me paseo por mi hacienda, todo se ríe y ufana a mi vista. Esas mieses, estos árboles, esas plantas no existen sino para mí o más bien para aliviar la suerte de muchos desgraciados. Algunas veces me formo ciertas ilusiones para aumentar mis placeres: entonces me parece que la tierra lleva su atención hasta la delicadeza, y que vienen las flores para anunciar los frutos, así como las gracias deben anunciar entre nosotros los beneficios. »Una emulación sin rivalidad, forma los lazos que me unen con mis vecinos, los cuales vienen con frecuencia a sentarse alrededor de esta mesa que jamás se vio rodeada de personas que no fuesen amigos míos. La confianza y la franqueza reinan en las conversaciones nuestras: nos comunicamos nuestros descubrimientos, porque muy diferentes de los demás artistas que tienen secretos, cada uno de nosotros tiene tanto gusto en instruir a los demás como en instruirse a sí mismo». Habiendo salido de Acarnas, subimos otra vez hacia la Beocia y vimos de paso algunos castillos cercados de gruesas murallas y de torres elevadas. Las fronteras del Ática están defendidas por todas partes con plazas fuertes donde se mantienen guarniciones y, en caso de invasión, se manda a las gentes del campo que se refugien en ellas. Vimos en una eminencia el templo de Némesis, diosa de la venganza, cuya estatua es de mármol de Paros, alta de diez codos y hecha de la mano de Fidias. Bajamos luego al lugar de Maratón, cuyos habitantes nos enseñaron los sepulcros de los griegos que murieron en la batalla de los persas; de allí fuimos a dormir a Prasias, lugarcillo situado junto al mar, y al día siguiente llegamos a Tórico, plaza fuerte, donde supimos que se hallaba cerca de allí Platón en casa de Teófilo, uno de sus antiguos amigos, que poseía en aquel territorio una casa de campo. Nuestra vista tuvo el aire de un reconocimiento, y Teófilo prolongó su dulzura deteniéndonos en su casa. Al amanecer del siguiente día, fuimos al monte Laurion, donde están las minas de plata que explotan desde tiempo inmemorial. Penetramos en aquellos lugares húmedos y enfermizos, y fuimos testigos de lo mucho que cuesta sacar de las entrañas de la tierra aquellos metales destinados a no ser descubiertos y menos poseídos que por esclavos. No dimos noticia a Platón de nuestro viaje a las minas, pero quiso acompañarnos al cabo de Sunio, distante de Atenas cerca de trescientos treinta estadios (cerca de 11 leguas). Allí se ve un soberbio templo de mármol blanco consagrado a Atenea, de orden dórico, rodeado de un peristilo que, como el de Teseo, al cual se parece en la disposición general, tiene seis columnas de frente y trece de lado. Apenas empezábamos a gozar del gran espectáculo que nos ofrecían las llanuras de la mar y de las islas vecinas, cuando vimos a lo lejos cargarse el horizonte de vapores ardientes y sombríos; el sol se iba volviendo pálido, la superficie del agua, lisa y serena, se cubría de colores lúgubres, cuyos visos variaban incesantemente. Ya el cielo, oscuro y cerrado por todas partes, solamente ofrecía a nuestra vista una bóveda tenebrosa que penetraba la llama y se cargaba sobre la tierra. Toda la naturaleza estaba en silencio, en expectativa y en un estado de inquietud que se comunicaba hasta lo interior de nuestras almas. Buscamos asilo en el vestíbulo del templo y en breve vimos romper el rayo con estrépito la barrera de tinieblas y de fuegos suspensa sobre nosotros, rodar espesas masas de nubes por los aires, correr a torrentes en la tierra, y los vientos desencadenados agolparse al mar y conmoverle hasta en sus abismos. Todo bramaba, el trueno, los vientos, las olas, las cavernas, los montes; y de todos estos ruidos juntos se formaba un estruendo espantoso que parecía anunciar el fin del mundo. Habiendo redoblado el aquilón sus esfuerzos, la tempestad fue a descargar su furia en los climas ardientes del África. Seguímosla con la vista y la oímos bramar a lo lejos; brilló el cielo con una claridad más pura, y aquel mar, cuyas oleadas espumosas se habían levantado hasta los cielos, apenas impelía sus aguas hasta las playas. Al aspecto de tan inesperadas y rápidas mudanzas, permanecimos por algún tiempo inmóviles y mudos; pero en breve nos recordaron aquellas cuestiones en las cuales se ejercita muchos siglos hace la curiosidad de los hombres. ¿A qué se dirigen estos extravíos y revoluciones de la naturaleza? ¿Deberemos acaso atribuirlos a la casualidad? ¿Es por ventura una causa inteligente la que excita y apacigua las tempestades? ¿Pero qué objeto se propone? ¿De dónde viene que arroja rayos sobre los desiertos y perdona a las naciones culpables? De aquí subimos a la existencia de los dioses, a la confusión del caos y al origen del universo. Perdíamos el tino, y suplicamos a Platón que rectificase nuestras ideas. Estaba este en una meditación profunda, pero cediendo en fin a nuestras instancias, sentose en un poyo y, habiéndonos hecho poner a su lado, empezó de esta manera: «¡Oh, cuán débiles somos los mortales! ¿Podemos acaso penetrar nosotros los secretos de la divinidad? Postrado a sus pies le pido que ponga en mi boca discursos que le sean gratos y parezcan conformes a la razón. Si me viese obligado a explicarme en presencia de la multitud acerca del primer autor de todas las cosas, del origen del universo y la causa del mal, me vería en la precisión de hablar por enigmas; pero en estos sitios solitarios, donde no tengo más testigos que Dios y mis amigos, tendré la condescendencia de hacer homenaje sin temor a la verdad. »El Dios que os anuncio es un Dios único, inmutable, infinito. Centro de todas las perfecciones, manantial inagotable de la inteligencia y del ser; era antes que hubiese desplegado su poder en lo exterior, porque no ha tenido principio; era en sí mismo y existía en los arcanos de la eternidad. No, mis expresiones no corresponden a la grandeza de mis ideas, ni mis ideas a la grandeza del asunto. »Dios, mediante su bondad infinita, había resuelto desde la eternidad formar el universo, según un modelo presente siempre a sus ojos; modelo inmutable, increado, perfecto: idea semejante a la que concibe un artista cuando convierte la tosca piedra en un soberbio edificio; mundo intelectual de que este mundo visible no es más que la copia y la expresión. Todo está a la comprensión nuestra en el universo, todo lo que se oculta a su actividad estaba delineado de una manera sublime en aquel primer plan; y como el ser supremo nada concibe que no sea real, se puede decir que produjo el mundo antes que le hubiese hecho sensible. »Cuando llegó el instante de esta grande operación, la sabiduría eterna dio sus órdenes al caos y al punto agitó a toda la masa un movimiento fecundo y desconocido. Sus partes, antes divididas por un odio implacable, corrieron a reunirse, a abrazarse y formar una cadena. Brilló la luz por primera vez en las tinieblas; separose el aire de la tierra y del agua, y estos cuatro elementos quedaron destinados a la composición de todos los cuerpos». Hasta aquí escuché a Platón con un vivo sentimiento de admiración por la sublimidad de su doctrina, pero cuando llegó a hablarnos de un alma del mundo, formada en parte de la esencia divina y de la sustancia material de aquellos genios a quienes Dios confió el gobierno de los astros, de dos almas humanas, la una mortal y la otra inmortal, diciendo que la primera reside en el cerebro y la segunda en la región del estómago, me lamenté de que un filósofo que por la fuerza de su genio y su talento había llegado a formarse tan grandes ideas del primer ser, mezclase en ellas los vagos y falsos sistemas de su imaginación. CAPÍTULO LVIII. Sucesos memorables ocurridos en Grecia y en Sicilia (desde el año 357 hasta el de 354 antes de J. C.). — Expedición de Dion. — Juicio de los generales Timoteo e Ifícrates. — Principio de la guerra sagrada. Ya dije en el capítulo 32 que, desterrado Dion de Siracusa por el rey Dionisio, su sobrino y cuñado, se había en fin determinado a libertar a su patria del yugo que la oprimía. Saliendo de Atenas, marchó para la isla de Zacinto, punto de reunión de las tropas que juntaba algún tiempo había, y allí encontró tres mil hombres, la mayor parte alistados en el Peloponeso, todos de valor acreditado y de una intrepidez superior a los peligros. Se embarcaron con él ochocientos soldados, quedando los demás para salir después al mando de Heráclides. Después de una violenta tempestad, arribó al puerto de Heraclea Minoa, en la parte meridional de la Sicilia, el cual era una plaza fuerte de los cartaginenses, donde Dionisio se había embarcado para Italia algunos días antes. A la noticia de su llegada, se pusieron bajo sus órdenes los habitantes de muchas ciudades y corrieron en tropel a recibirle los de Siracusa y los campos inmediatos. Distribuyó entre cinco mil de ellos las armas que había llevado del Peloponeso, y los principales habitantes de la capital, vestidos de blanco, salieron a su encuentro. Habiendo llegado a la plaza pública se detuvo, y desde un sitio elevado dirigió la palabra al pueblo; presentole de nuevo la libertad, le exhortó a defenderla con vigor y le rogó que no pusiese al frente de la república sino a jefes capaces de gobernarla en tan críticas circunstancias. Informado Dionisio de la llegada de Dion, algunos días después se fue por mar a Siracusa y entró en la ciudadela, alrededor de la cual había construido un muro que la tenía bloqueada. Envió al momento diputados a Dion, quien les mandó dirigirse al pueblo, y, siendo admitidos en la junta general, procuraron ganarla con expresiones las más lisonjeras. Entre tanto, los bárbaros que componían la guarnición de la ciudadela atacan el muro que la cercaba, demuelen una parte y rechazan a las tropas de Siracusa. Son arrollados inmediatamente por los soldados del Peloponeso, pero Dion queda herido en el combate. Entonces comprendió Dionisio que para hacer a Dion sospechoso al pueblo debía valerse de los mismos artificios de que había usado en otro tiempo para denigrarle estando a su lado, y al efecto le escribió una carta con este sobre: _A mi padre_. Leyola Dion en la junta de los siracusanos y vieron que Dionisio le exhortaba a que abandonase el partido del pueblo para salvar a su esposa, su hijo y su hermana, que estaban encerrados en la ciudadela; pero aún quedaba oculto el veneno más activo en las palabras siguientes: «¡Acordaos del celo con que defendisteis la tiranía cuando estabais conmigo! Lejos de volver la libertad a unos hombres que os odian, porque se acuerdan de los males que les habéis causado, guardad el poder que os confían como único que puede salvaros a vos, a vuestra familia y a vuestros amigos». Desde este momento, se vio Dion en la dura necesidad de perdonar al tirano o de remplazarle, y desde este mismo momento debió prever también la pérdida de su crédito. Mientras que esto pasaba, llegó la segunda división de las tropas del Peloponeso mandada por Heráclides. Este general, que gozaba de una gran consideración en Siracusa, tardó poco en intrigar secretamente contra Dion, al mismo tiempo que se mostraba solícito por él, adulándole servilmente; y habiendo Dion excitado una rebelión contra su persona por la resistencia que hacía al repartimiento de tierras que Heráclides propuso a la junta, se retiró inmediatamente al territorio de los leontinos. Allí permaneció hasta que sus conciudadanos, sitiados por las tropas llegadas de Nápoles al mando de un teniente de Dionisio, le enviaron diputados encargados de implorar su socorro. Apenas supo el riesgo que amenazaba a Siracusa, se puso al frente de sus soldados del Peloponeso y de un cuerpo de leontinos. Preséntase y resuena con júbilo su nombre por toda la ciudad, al mismo tiempo que la llama devora las casas contiguas a la ciudadela. Marcha sin detenerse contra los soldados enemigos, derrota una parte y obliga a los demás a encerrarse de nuevo en su fortaleza, que, defendida por Apolócrates, hijo de Dionisio, tardó muy poco en rendirse. La gloria de Dion había llegado a su colmo, y viéndose desembarazado de Heráclides, muerto por los siracusanos, parecía que ya no le quedaba otra cosa sino gozar de la estimación y la dicha de aquellos que le debían la libertad. Por desgracia encontró un enemigo más pérfido y peligroso que Heráclides, el cual era un tal Calipo, ciudadano de Atenas, que después de haberle hospedado en su casa durante su residencia en esta ciudad, le siguió a Sicilia. Habiendo obtenido los primeros grados militares, y viéndose honrado de la confianza del general y de las tropas, tramó contra su bienhechor una conjuración y el día de la fiesta de Perséfone le hizo asesinar en su casa por diez soldados. Era Dion de edad de cincuenta años, y hacía cuatro que había vuelto a Sicilia. Al principio cosechó Calipo el fruto de su perfidia, pero poco tiempo después se reunieron los amigos de Dion para vengar su muerte y fueron vencidos. El asesino, derrotado después por Hiparino, hermano de Dionisio, se retiró a Italia con el resto de los forajidos, y pereció en fin, agobiado por sus miserias, a los trece meses de la muerte de Dion. Mientras se procuraba destruir la tiranía en Sicilia, Atenas se debilitaba haciendo esfuerzos vanos para sujetar otra vez a su yugo los pueblos que hacía algunos años se habían separado de su alianza. Determinó apoderarse de Bizancio, y con este designio mandó hacerse a la vela ciento veinte galeras al mando de Timoteo, de Ifícrates y de Cares. Fueron al Helesponto, donde en breve los alcanzó la escuadra enemiga que venía a ser igual en fuerzas, y una y otra se disponían para el combate, cuando sobrevino una tempestad violenta. Cares fue de dictamen que se diese el ataque, pero los otros generales, más hábiles y prudentes, se oponen a su consejo, y entonces él manifiesta en voz alta la resistencia a los soldados y se aprovecha de esta ocasión para desconceptuar y perder a sus compañeros. Al leerse en Atenas las cartas que él escribió acusándolos, el pueblo, arrebatado de cólera, les llama inmediatamente y les forma proceso. Ni las victorias de Timoteo, ni las setenta y cinco ciudades que había reunido a la república, ni los honores que justamente le concedieron en otros tiempos, ni su ancianidad, ni la bondad de su causa, nada pudo bastar para salvarlo de la iniquidad de los jueces. Condenado a una multa de cien talentos que no se hallaba en disposición de poder pagar, se retiró a la ciudad de Calcis en Eubea, y después de su muerte manifestaron sus conciudadanos un arrepentimiento tan infructuoso como tardío. La condena de Timoteo no aplacó el furor de los atenienses ni pudo intimidar tampoco a Ifícrates, que se defendió con intrepidez, reuniendo a los recursos de la elocuencia uno cuyo éxito le pareció menos incierto, cual fue el de rodear el tribunal de varios oficiales jóvenes adictos a sus intereses, dejando ver él mismo a los jueces un puñal que llevaba oculto bajo del vestido. Salió absuelto y no volvió a servir. Cuando le reconvinieron acerca de este procedimiento, respondió: «Harto tiempo he llevado las armas para salvar a mi patria, y sería poco cuerdo en no tomarlas cuando se trata de salvarme yo mismo». Entre tanto Cares no fue a Bizancio, y se puso con su ejército a sueldo del sátrapa Artabaces, que se había rebelado contra Artajerjes, rey de Persia. Quedó derrotado el ejército del príncipe, y Cares escribió inmediatamente al pueblo de Atenas diciendo que acababa de ganar a los persas una victoria no menos gloriosa que la de Maratón; pero esta noticia solamente excitó una alegría pasajera, y así es que los atenienses, intimidados con las amenazas del rey, llamaron a su general y se apresuraron a ofrecer la paz y la independencia a las ciudades que habían intentado escapar de su yugo. A continuación de esta guerra se empezó otra que causó un incendio general y desplegó los grandes talentos de Filipo, para desgracia de la Grecia. Los focidios se apoderaron de algunas tierras consagradas a Apolo y dependientes del templo de Delfos. Acusados por los de Tebas y Tesalia ante el tribunal de los anfictiones, fueron condenados a pagar una gran multa, cuya sentencia fue seguida en breve de otra que consagraba sus campos al dios que habían ultrajado. En lugar de someterse, se dejaron dominar de la elocuencia de Filomelo, uno de los primeros de entre ellos por sus riquezas y talentos. Tomaron las armas y, haciendo alianza con los lacedemonios, se apoderaron del templo de Delfos, a pesar de los locrios que acudieron a la defensa, y arrancaron de sus columnas los decretos infamatorios que habían expedido los anfictiones contra los pueblos acusados de sacrilegio. Esta guerra, tan célebre bajo el nombre de guerra sagrada, duró más de diez años, cuyos sucesos principales indicaré más adelante. CAPÍTULO LIX. Cartas sobre los asuntos generales de la Grecia, dirigidas a Anacarsis y a Filotas, durante su viaje a Egipto y Persia. Mientras estuve en la Grecia, oí hablar tantas veces de la Persia y del Egipto, que no pude resistir al deseo de recorrer ambos reinos. Apolodoro me dio a Filotas por compañero de viaje, y tanto él como otros amigos nos ofrecieron darnos noticia de cuanto ocurriese durante nuestra ausencia. (Año 354 antes de J. C.) Emprendimos el viaje a fines del año segundo de la olimpiada ciento seis. Reinaba entonces una calma profunda en el mediodía de la Grecia, al mismo tiempo que el norte estaba alborotado con la guerra de los focidios y las empresas de Filipo rey de Macedonia, siendo esto el motivo de la primera carta que recibí, concebida en los términos siguientes. CARTA DE APOLODORO. La Grecia arde en disensiones civiles. Los tebanos, los beocios, los locrios, los tesalios, todos estos pueblos, tratando de vengar injurias particulares, se disponen para vengar el agravio hecho por los focidios a la divinidad de Delfos. Los atenienses, los lacedemonios y algunas ciudades del Peloponeso, se declaran a favor de los focidios, a causa del odio que tienen a los tebanos. Filomelo se ha apropiado una parte de las riquezas de Delfos para asalariar a los mercenarios que acuden de todas partes a esta ciudad. Ha vencido sucesivamente a los locrios, a los beocios y a los tesalios; pero su triunfo ha sido poco duradero. Por último, los beocios le han derrotado completamente, ha quedado herido y, temiendo caer en manos del enemigo, se ha precipitado de lo alto de un peñasco. SEGUNDA CARTA DE APOLODORO. Desde 14 de julio de 353, hasta 3 de julio de 352 antes de J. C. Onomarco ha remplazado a Filomelo en el mando del ejército y alista nuevas tropas pagadas con el oro y la plata del tesoro sagrado, que ha convertido en moneda. Ha corrido la voz de que el rey de Persia iba a dirigir sus armas contra la Grecia, y con este motivo ha habido una junta tumultuaria en la cual se ha propuesto llamar a la defensa común a todas las naciones griegas y aun al rey de Macedonia, para anticiparse a los intentos de Artajerjes, invadiendo sus estados. Demóstenes se opuso a este dictamen, pero ha insistido fuertemente acerca de la necesidad de ponerse en estado de defensa, previéndolo todo anticipadamente. Han sido muy aplaudidas las miras de este orador, pero ya no se piensa en nada, desde que se ha sabido que el rey de Persia no piensa en nosotros. No sucede lo mismo con Filipo, príncipe que está presente en todos tiempos y lugares. Apenas ha dejado nuestras costas, cuando vuela a la Tracia marítima, toma en ella la plaza fuerte de Metone, la destruye y distribuye sus campos a sus soldados, que le adoran. Durante el sitio de esta ciudad, pasando un río a nado, perdió el ojo derecho de un flechazo lanzado por una máquina o por un soldado enemigo. Sitia en la actualidad el castillo de Herea, sobre el cual tenemos nosotros legítimos derechos. La guerra sagrada se hace desesperadamente, sin dar cuartel a nadie. Los focidios atacados por Filipo y los tesalios, sus aliados, han sido desbaratados y perseguidos hasta el mar, con pérdida considerable. Seis mil han muerto en la batalla, y tres mil que se han rendido a discreción han sido precipitados a las aguas como sacrílegos. Filipo, cuyo celo religioso está sometido a su ambición, había hecho tomar a sus soldados coronas de laurel como si marchasen al combate en nombre de la divinidad de Delfos, a quien está consagrado este árbol. Intenciones tan justas en la apariencia y unos resultados tan célebres excitan la admiración de los griegos hasta tocar en el entusiasmo, de modo que únicamente se habla de este príncipe y de sus talentos y virtudes. TERCERA CARTA DE APOLODORO. Desde el 3 de julio de 352, hasta el 22 del mismo mes del año 351 antes de J. C. A fin de oponernos a la ambición y a las incursiones de Filipo, habíamos hecho grandes preparativos, pero con motivo de la falsa noticia de su muerte hemos dejado al punto las armas, y Filipo ha dirigido las suyas hacia las Termópilas, con intento de caer sobre la Fócida y luego venir contra nosotros. Por fortuna se encontraba en la costa inmediata una escuadra que conducía un cuerpo de tropas, y Nausicles, que la mandaba, se ha apresurado a desembarcarlas y situarse en el estrecho. Entonces ha tomado Filipo el camino de sus estados. En estos días pasados se ha ocupado la asamblea general en nuestras desavenencias con este príncipe, y Demóstenes se ha presentado en la tribuna. Propuso el equipo de una escuadra y que se levantase un cuerpo de tropas para hacer la guerra en Macedonia, y no terminarla a no ser con un partido ventajoso o con una acción decisiva. Manifestó en fin sus miras con tanta fuerza y claridad que fueran capaces de desconcertar los planes de Filipo y le impedirían combatirnos a expensas de nuestros aliados, de cuyas naves se apodera impunemente. Toda su arenga está sembrada de rasgos de la más viva elocuencia, conociéndose en su estilo el de Tucídides, que le ha servido de modelo. CARTA CUARTA DE APOLODORO. Desde 22 de julio de 351, hasta 11 del mismo mes del año 350 antes de J. C. Ha muerto Artemisia, reina de Caria, dos años después del fallecimiento de Mausolo, que era su hermano y su esposo. Ya sabéis que Mausolo era uno de aquellos reyes a los cuales puso la corte de Susa en las fronteras del imperio para defender las entradas. Se dice que su esposa, que le gobernaba, habiendo recogido sus cenizas por un exceso de ternura, las echó en el agua que bebía y que su excesivo sentimiento la ha llevado también al sepulcro. Esta princesa no perdonó medio alguno para perpetuar la memoria de aquel esposo querido. Estimuló con recompensas a los talentos más distinguidos para que se dedicasen a las acciones de Mausolo; compusieron versos y tragedias en honor suyo, y fueron invitados los oradores de la Grecia para hacerle elogios. Ha mandado también erigirle un panteón, que según las apariencias eternizará la gloria de los artistas. He visto los planos y viene a ser un cuadrilongo cuyo contorno tiene cuatrocientos once pies. La parte principal del edificio, rodeada de treinta y seis columnas, estará adornada por las cuatro fachadas por cuatro escultores los más famosos de la Grecia, cuales son: Briaxis, Escopas, Leócares y Timoteo. Encima se levantará una pirámide dominada por un carro tirado de cuatro caballos, el cual debe ser de mármol y trabajado por Piteo. Tendrá de elevación este monumento ciento cuarenta pies. Se han echado los cimientos en medio de una plaza construida por disposición de Mausolo en un terreno que, dispuesto naturalmente en forma de teatro, se extiende suavemente hasta el mar. Cuando se entra en el puerto sorprende el aspecto imponente de aquel sitio. Por una parte se ve el palacio del rey, y por la otra los templos de Afrodita y de Hermes, situados junto a la fuente Salmacis; enfrente se dilata a lo largo de la costa el mercado público; más arriba está la plaza, y a mayor distancia, en la parte superior, se para la vista en la ciudadela y el templo de Ares, donde se ve sobresalir una estatua colosal. El sepulcro de Mausolo, destinado a llamar la atención después que se haya recreado la vista por un momento en aquellos magníficos edificios, será sin duda uno de los monumentos más hermosos del universo. Está ya muy adelantado; pero como quiera que Hidrieo, sucesor de su hermano, no se toma el mismo interés en esta obra, los artistas han manifestado que les resultará mayor honor de acabarla sin recibir paga alguna. El rey de Persia se prepara para la conquista del Egipto, y creo que ya habréis tomado vuestras medidas para poneros en salvo. Nos ha pedido tropas, como también a los demás pueblos de la Grecia. Nosotros se las hemos negado, y los lacedemonios han hecho lo mismo. Bastante hemos hecho con haberle cedido a Foción para mandar, en unión con Evágoras, las tropas de Hidrieo destinadas a someter a los reyes de Chipre que se han rebelado. CARTA DE NICETAS. Desde 11 de julio de 350, hasta 30 de junio del año 349 antes de J. C. Me río de los temores que quieren inspirarnos con respecto a Filipo. El poder de este príncipe no puede ser duradero porque solamente está fundado en la mentira, la perfidia y el perjurio. Lo detestan sus aliados, a quienes ha engañado muchas veces, como igualmente sus súbditos y sus soldados cansados ya de expediciones que debilitan sus fuerzas sin sacar de ellas fruto alguno, no menos que los principales oficiales de su ejército, a quienes castiga si lo hacen mal y los humilla si aciertan. Este reino se halla en un estado deplorable. No hay cosechas ni comercio: pobre y débil por sí mismo, se debilita más y más engrandeciéndose. El menor revés destruirá esta prosperidad que Filipo debe únicamente a la incapacidad de nuestros generales y a la corrupción que vergonzosamente ha introducido en toda la Grecia. Sus partidarios ensalzan sus prendas personales, pero escuchad lo que de él me han contado personas que le han visto de cerca. El arreglo de las costumbres no tiene cabida en su estimación, y sí los vicios, casi siempre en su amistad. Desdeña al ciudadano que no tiene más que virtudes, aparta de sí al hombre ilustrado que le da consejos, y se deja llevar de la adulación con tanta ceguedad como va la lisonja en pos de los otros príncipes. El que quiera complacerle, lograr sus favores y ser admitido en su sociedad, ha de ser de salud robusta para que pueda acompañarle en sus excesos, y tener la habilidad que se requiere para divertirle y excitar su risa. Los chistes, las sátiras, los versos, algunas coplas muy obscenas, todo esto basta para estar en su gracia. Así es que, a excepción de Parmenión, Antípatro y algunas otras personas también de mérito, su corte no es más que una gavilla de bandidos, de músicos, poetas y bufones que le aplauden lo malo y lo bueno, y por esto acuden a Macedonia de todas las partes de la Grecia. Con ellos se entrega a la más horrible crápula pasando las noches en la mesa, borracho casi siempre, casi siempre furioso, dando golpes a derecha o izquierda, y entregándose a excesos de que no es posible recordarse sin rubor. No puedo creer, Anacarsis, que haya nacido tal príncipe para subyugar a la Grecia. QUINTA CARTA DE APOLODORO. El estado de la Grecia me tiene en un continuo sobresalto. Sus pueblos están debilitados y corrompidos. No hay leyes, no hay ciudadanos, no hay ya ideas de gloria ni amor alguno al bien público; por todas partes hay viles mercenarios por soldados, y bandidos en lugar de generales. Nuestras repúblicas no se reunirán ya nunca contra Filipo; sufrimos los insultos de este príncipe con el mismo valor que nuestros padres arrostraban los peligros, y la elocuencia impetuosa de Demóstenes no podrá sacarnos del letargo en que estamos sepultados. Observad cómo Filipo, único confidente de sus secretos, solo dispensador de sus tesoros, general el más hábil de la Grecia y soldado el más valiente de su ejército, concibe, prevé, ejecuta por sí mismo; siempre está prevenido, se aprovecha de los acaecimientos cuando puede y cede a ellos cuando es preciso. Observad la perfecta disciplina de sus tropas siempre en continuo ejercicio, en todos tiempos al frente de ellas; haciéndolas marchar y contramarchar con una prontitud asombrosa desde la una a la otra parte de su reino, y que han aprendido de él, en fin, a no encontrar diferencia alguna entre invierno y verano, entre fatiga y descanso. Observad que si en lo interior de Macedonia se ven señales de los estragos de la guerra, él encuentra recursos abundantes en sus minas de oro, en los despojos de los pueblos que subyuga, y en el comercio de las naciones que empiezan a concurrir a los puertos, de que se ha apoderado en la Tesalia. Observad como desde su entronizamiento no tiene más que un objeto, que posee la constancia necesaria para seguirlo con lentitud, que no da el primer paso sin meditarlo, ni el segundo sin estar asegurado del acierto del primero; que es ansioso, insaciable de gloria, yendo a buscarla en los peligros, en la pelea, en los parajes donde se vende a precio más costoso. Observad, por último, que dirige siempre sus operaciones según los tiempos y los lugares: opone a las frecuentes sublevaciones de los tracios, ilirios y otros bárbaros, combates y victorias; a las naciones de la Grecia tentativas para probar sus fuerzas, apologías para justificar sus empresas; el arte de dividirlas para debilitarlas, y el de corromperlas para someterlas. En vano nos lisonjeamos de que pasa el tiempo en los excesos y la disolución. Es inútil que la calumnia nos le represente como al hombre más despreciable y disoluto. El tiempo que gastan otros soberanos en aburrirse, él lo dedica a los placeres; el que ellos dedican al deleite, él lo dedica a cuidar de su reino. ¡Pluguiese a los dioses que, en lugar de los vicios que le atribuyen, tuviese defectos; que fuese obstinado en su opinión sin atender a la elección de sus ministros y generales, y que no tuviese vigilancia ni consecuencia en sus empresas! Filipo tiene quizás el defecto de admirar a los hombres de talento como si él no tuviese más que todos ellos. Un gran pensamiento le seduce, pero no le gobierna. Mi querido Anacarsis, cuando yo reflexiono en la inmensa carrera que Filipo ha recorrido en tan pocos años, cuando pienso en este conjunto de prendas eminentes y de circunstancias favorables a su ambición, no puedo menos de concluir que nació para avasallar a la Grecia. CARTA DE CALIMEDÓN. Yo adoro a Filipo, él gusta de la gloria, los talentos, las mujeres y el vino. En el trono es el mayor de los reyes, y en el trato, el hombre más amable. El rey de Macedonia se ve algunas veces en la precisión de tratar con dureza a los vencidos, pero Filipo es humano, benigno, afable y esencialmente bueno. En un momento se enciende su cólera y en un momento se aplaca; sin hiel, sin rencor, está tan por encima de la ofensa como del elogio; nuestros oradores le llenan de injurias en la tribuna, y sus mismos súbditos le dicen verdades amargas; pero él responde que debe favores tanto a los primeros, porque le corrigen sus debilidades, como a los segundos, porque le enseñan sus obligaciones. Presentose a él una mujer del pueblo suplicándole que despachase cierto asunto, y él la respondió: «No tengo tiempo para eso». «¿Por qué, pues, permanecéis en el trono?». Esta proposición le detuvo, y al punto mandó que le diesen cuenta de todos los negocios pendientes. Otra vez se durmió mientras se veía un pleito, y no por esto dejó de condenar a pagar una multa a una de las dos partes. «Apelo», exclamó esta al momento. «¿A quién, pues?». «Al rey más atento». Vuelve al instante a ver el asunto, reconoce su error, y paga él mismo la multa. En la toma de una ciudad reclamaba su amistad uno de los prisioneros puestos en venta. El rey, sorprendido, le dijo que se acercase; estaba sentado, y el desconocido le dijo al oído: «Dejad caer vuestra ropa, pues no estáis en postura decente». «Tiene razón», contestó Filipo, «es amigo mío, que le quiten las cadenas». Un macedonio llamado Nicanor, se atrevió a proferir contra él chanzas amargas y serias, y habiéndole propuesto que le desterrase, «No haré tal cosa», respondió, «pues iría a publicar por todas partes lo que dice aquí». En el asedio de una plaza le rompieron de una pedrada una clavícula, y el cirujano, estándole curando, le pidió una gracia: «No puedo negártela», le dijo Filipo riéndose, «pues me tienes agarrado por el cuello». Su corte es el asilo de los talentos y placeres. La magnificencia brilla en sus fiestas y en su mesa la alegría. Esto es constante, y así es que me importa poco su ambición. Si viene contra nosotros pelearemos, y si somos vencidos, podremos al menos reír y beber en su compañía. FRAGMENTO DE UNA CARTA DE ANACARSIS A UN AMIGO SUYO EN ATENAS. Desde 30 de junio de 349 hasta 18 de julio de 348 antes de J. C. Hemos recorrido muchas provincias del vasto imperio de los persas. En Persépolis hemos quedado absortos al ver el gran palacio de los reyes, donde todo respira la magnificencia y el temor porque sirve al mismo tiempo de ciudadela. Los reyes han hecho edificar otros, menos suntuosos en verdad pero de una hermosura que sorprende, en Susa, en Ecbatana y en las demás ciudades donde pasan las estaciones del año. Tienen además grandes parques que llaman _Paraísos_, y están divididos en dos partes. En la una salen a caballo, provistos de flechas y venablos, por entre los bosques, a la caza de animales monteses que tienen al intento en aquellos cercados. En la otra, donde han apurado cuanto puede dar de sí el arte de la jardinería, cultivan las más hermosas flores y cogen las frutas más delicadas, sin dejar de esmerarse en criar también allí altos y corpulentos árboles, que comúnmente disponen al tresbolillo. Se encuentran en otros varios parajes estos paraísos, pertenecientes a sátrapas o grandes señores. En Egipto oímos hablar mucho y con grande elogio de aquel Arsames a quien el rey de Persia llamó a su consejo muchos años había. Durante su ministerio dio actividad a los distintos talentos con su discreta influencia; los militares se felicitaban de la emulación que mantenía entre ellos, y los pueblos de la paz que les había proporcionado, a pesar de obstáculos casi invencibles. En fin, la nación había llegado, en fuerza de sus desvelos, a gozar de la alta consideración que había perdido entre las demás naciones a causa de guerras desgraciadas. Este excelente ministro, separado ya de los negocios, pasa actualmente sus días con tranquilidad en su _paraíso_, distante de Susa cerca de cuarenta parasangas (cerca de 39 leguas y cuarto). Sus amigos no han dejado de verle; y aquellas personas cuyo mérito apreciaba no han olvidado todavía sus beneficios y sus promesas; así es que todos vienen a visitarle con tanta complacencia y afán como si aún se hallase en el ministerio. La casualidad nos ha traído a su retiro encantador, donde hace varios meses que estamos detenidos, cediendo a sus favores y afable trato, y no sé si podremos dejar una compañía que únicamente pudiera reunir Atenas en el tiempo en que reinaban en esta ciudad la política, la decencia y el buen gusto. En su casa, alrededor de su morada, todo da indicios de la bondad de su carácter generoso, anticipándose a todos los deseos, y satisfaciendo a todas las necesidades. Las tierras antes incultas y abandonadas, están cubiertas de mieses, y ya las pobres gentes de los campos cercanos, habiendo experimentado sus beneficios, le ofrecen un tributo de amor que le es aún más grato que el respeto que le tienen. Querido Apolodoro, a la historia pertenece poner en su debido lugar a un ministro que siendo depositario de todo el favor, y no teniendo ninguna especie de aduladores asalariados, jamás ambicionó otra cosa que la gloria y la dicha de su nación. CARTA DE APOLODORO. Bien sabéis que en las cercanías de los estados de Filipo en la Tracia marítima, se extiende a lo largo del mar la Calcídica, donde en otro tiempo se establecieron varias colonias griegas, siendo Olinto la principal de ellas. Esta es una ciudad fuerte, opulenta, populosa, y que, situada en parte en una altura, llama desde lejos la atención por la hermosura de sus edificios y la grandeza de su recinto. Sus habitantes han dado muchas veces pruebas manifiestas de su valor. Amenazados por Filipo, que hace mucho tiempo que ha formado el designio de añadir la Calcídica a sus estados, han resuelto echarse en nuestros brazos, enviándonos al efecto sus diputados, que han implorado nuestro socorro. Conformándonos con el dictamen de Demóstenes, les hemos enviado algunas tropas bajo el mando de Cares. Este general, después de haber derrotado a una tropa de mercenarios al servicio del rey de Macedonia, ha vuelto aquí a gozar de este triunfo, cual si fuese una gran victoria. Caridemo, a quien hemos enviado en reemplazo de Cares, ha entrado en la ciudad de Olinto, y en ella se ha señalado con su intemperancia y sus desórdenes. Estoy persuadido de que nada es tan importante para nosotros como la conservación de esta plaza, porque si Filipo se apodera de ella, ¿quién podrá impedirle que penetre en el Ática? CARTA DE NICETAS. Solo esperaba una imprudencia de Filipo. Temía y contemplaba a los olintios, cuando de repente se le ha visto acercarse a sus murallas a distancia de cuarenta estadios (más de legua y cuarto). Le han enviado diputados, pero él les ha respondido: «Preciso es que salgáis de la ciudad o yo de la Macedonia». Se dice que a su llegada han huido, ¿pero como podrá pasar aquellos muros, fortificados por el arte y defendidos por un ejército entero? No, jamás hubiese emprendido esta expedición si no estuviese cierto del buen éxito, o si no hubiese creído ganarlo todo de una embestida. El resultado ha excedido a nuestras esperanzas: pronto sabréis que el poder y la gloria de Filipo se han estrellado contra las murallas de Olinto. SEXTA CARTA DE APOLODORO. Filipo mantenía inteligencias en la Eubea, adonde enviaba tropas secretamente. Ya era dueño de la mayor parte de las ciudades y, enseñoreándose de esta isla, lo hubiese sido en breve de la Grecia entera. A ruegos de Plutarco de Eretria, enviamos a Foción con un corto número de caballos y de infantes, contando con los amigos de la independencia y los extranjeros pagados por Plutarco, pero la corrupción había hecho tan grandes progresos que toda la isla se sublevó contra nosotros. Foción se vio pues obligado a dar batalla, y derrotó completamente al enemigo. El orador Esquines, que se ha distinguido en la acción, nos ha traído la noticia de esta victoria. Foción ha hecho salir de Eretria a este Plutarco que la tiranizaba, y de Eubea a todos los déspotas que se habían vendido a Filipo; y después de una campaña que es la admiración de los inteligentes, ha venido a confundirse con los ciudadanos de Atenas. SÉPTIMA CARTA DE APOLODORO. Desde julio de 348 hasta 8 del mismo mes del año 347 antes de J. C. Olinto ya no existe. Sus riquezas, sus fuerzas, sus aliados, catorce mil hombres que les habíamos enviado en diferentes veces, nada ha podido salvarla. Filipo, rechazado en todos los asaltos, valido de unos traidores se ha metido por último en esta ciudad desgraciada. Casas, pórticos, templos, todo lo ha destruido el hierro o el fuego, y en breve se preguntará «¿dónde fue Olinto?». Filipo ha puesto en venta a los habitantes, y dado muerte a dos hermanos suyos que habían tomado asilo en aquella ciudad algunos años antes. La Grecia está consternada temiendo perder su libertad y su poder. ¿Cómo podrá defenderse contra un príncipe que dice y prueba con frecuencia que no hay muralla que no pueda saltar fácilmente un asno cargado de oro? Las demás naciones han aplaudido los decretos fulminantes que hemos expedido contra los que han hecho traición a los olintios; pero es preciso hacer justicia a los vencedores que, indignados de esta perfidia, la han afeado a los culpados. Eutícrates y Lástenes se han quejado de ello a Filipo, quien les ha contestado: «Los soldados macedonios son todavía tan rudos que llaman a cada cosa por su nombre». CARTA DE NICETAS. No me esperaba a la verdad la desgracia de los olintios, y si han perecido, es por no haber sofocado en su origen el partido de Filipo. Mandaba su caballería Apolónides, hábil general y excelente ciudadano, y le desterraron de repente porque los partidarios del rey de Macedonia habían logrado hacerle sospechoso. Eutícrates, que ocupó su lugar, y Lástenes que le asociaron, estaban en inteligencia con Filipo y los olintios no lo advirtieron. El suplicio de estos dos traidores atemorizará en adelante a los cobardes que traten de imitarlos, pues han perecido miserablemente, habiendo sido abandonados por Filipo a los ultrajes de sus soldados, que han terminado por despedazarlos. La toma de Olinto, lejos de hacernos perder las esperanzas, las ha avivado aún más todavía. Nuestros oradores han inflamado los ánimos; las demás naciones empiezan a moverse; toda la Grecia se pondrá en breve sobre las armas; y, en tanto, nosotros hemos acogido públicamente a los habitantes de Olinto que han podido salvarse de las llamas y de la esclavitud. CARTA OCTAVA DE APOLODORO. A 25 de mayo del año 347 antes de J. C. No dudo que seréis partícipe de nuestro grave sentimiento. Una muerte imprevista acaba de arrebatarnos a Platón. Este fatal incidente ha ocurrido el 17 de este mes, día de su nacimiento. No había podido eximirse de asistir a un convite de boda. Yo estaba a su lado, y advertí que únicamente comió algunas aceitunas, según su costumbre. Jamás había estado tan placentero, ni nunca nos había dado su salud más gratas esperanzas. En el momento mismo en que yo le felicitaba por esto, se sintió malo, perdió el conocimiento y cayó en mis brazos. Todo cuanto hicimos en su socorro fue inútil, y le trasladamos a su casa. Vimos encima de su mesa algunos renglones que había escrito pocos momentos antes de salir, y las correcciones que hacía de cuando en cuando a su tratado de la república, lo cual regamos con lágrimas. El sentimiento del público y el llanto de sus amigos le han acompañado hasta el sepulcro. Se le ha enterrado cerca de la Academia, a la edad de ochenta y un años cumplidos. Su testamento contiene el estado de sus bienes, que se reducen a dos casas de campo, tres minas en dinero efectivo (1005 reales vellón), cuatro esclavos, dos vasos de plata de peso de ciento sesenta y cinco dracmas el uno, y el otro de cuarenta y cinco, un anillo de oro y los pendientes del mismo metal que llevaba en su infancia. Declara que no tiene deuda alguna; lega una de sus casas de campo al hijo de Adimanto, su hermano, y da libertad a Dianes, cuyo celo y cuyos servicios merecían este testimonio de reconocimiento. Además de esto, arregla y dispone todo lo respectivo a sus funerales y sepultura. Espeusipo, su sobrino, es uno de los albaceas y debe sucederle en la Academia. La pérdida de este gran filósofo me ocasiona otra muy sensible. Aristóteles nos deja con motivo de algunas desazones que os contaré cuando volváis, y se retira a la compañía del eunuco Hermias, a quien el rey de Persia ha confiado el gobierno de Atarneo, ciudad de Misia. Siento en el alma la falta de sus luces, su conversación y su amistad. Me ha prometido volver, pero, ¡ay!, ¡qué diferencia tan notable entre gozar y esperar! Estoy disgustado de no haber apuntado y hecho una colección de sus dichos agudos. Me acuerdo de que en una conversación sobre la amistad exclamó repentinamente y con mucha gracia: «¡Oh, amigos míos, no hay amigos!». Habiéndole preguntado que para qué servía la filosofía, respondió al punto: «Para hacer espontáneamente lo que obligaría hacer el temor de las leyes». Pero vos, que habéis vivido en su compañía, sabéis bien que, aunque tenga más conocimientos que nadie, tiene acaso más talento que conocimientos. CARTA DE CALIMEDÓN. Desde el 8 de julio de 347 hasta el 27 de junio de 346 antes de J. C. Noticioso Filipo del contento que reina en nuestras tertulias o juntas, acaba de remitirnos un talento (20.517 reales vellón), y nos invita a que le comuniquemos el resultado de cada sesión nuestra. La sociedad de que soy individuo se complacerá en satisfacer sus deseos. Yo he propuesto que se le envíe la pintura de algunos de nuestros ministros y generales, y en el acto mismo he suministrado apuntes curiosos para ello. Voy a ver si los recuerdo. Démades ha sobresalido durante algún tiempo entre la chusma de nuestras galeras. Manejaba el remo con igual maña y fuerza que en el día maneja la palabra, sacando de su primer estado el honor de habernos enriquecido con el proverbio que dice _del remo a la tribuna_ para describir el camino de un arribista. Es hombre de talento, y sobre todo muy chistoso y chancero, pero no consiste en esto solo su ingenio. Cuando se trata en la asamblea un asunto imprevisto, en que ni el mismo Demóstenes se atreve a hablar, él habla con tanta elocuencia que nadie titubea en tenerle por superior a todos nuestros oradores. Es de trato tan franco, al mismo tiempo, que se vendería, aunque fuese por algunos años, a cualquiera que quisiera comprarle. Filócrates es menos elocuente que Démades, pero tan voluptuoso como este y tan desarreglado. En la mesa todo desaparece en su presencia, y es además uno de aquellos hombres en cuya frente se cree leer, como sobre las puertas de una casa, estas palabras escritas con letras muy grandes: _Se alquila, se vende_. No es así Demóstenes, pues manifiesta un celo ardiente por la patria, y quizás nos venderá cuando no pueda impedir que los demás nos vendan. Sus grandes defectos naturales se oponían a sus vivos deseos de seguir la carrera de la elocuencia, pero a costa de esfuerzos extraordinarios ha vencido una parte de aquellos inconvenientes, y cada día añade un nuevo rayo a su gloria. Bien es verdad que le cuesta caro, porque es menester que medite mucho tiempo y que revuelva su entendimiento para forzarle a producir. Sus enemigos suponen que sus escritos huelen a humo de lámpara: las personas de gusto encuentran cierta cosa de poco noble en su acción, y le critican ciertas expresiones duras y metáforas extravagantes. Por mi parte, le encuentro tan malo en el estilo jocoso como ridículo en el esmero de su vestido. La dama más melindrosa no gasta ropa tan fina, y este acicalamiento hace un contraste singular con su áspero carácter. Es digno de risa su amor propio, aunque no ofende porque al momento lo conoce cualquiera. Estando yo días pasados en la calle, una aguadora, que le vio, le enseñaba a otra mujer señalando con el dedo y diciendo: «Mira, mira, ese es Demóstenes». Yo hacía como que no lo veía, pero él me lo hizo advertir. Esquines se acostumbró desde muy joven a hablar en público. Se agregó temprano a una compañía de cómicos para hacer en ella únicamente los terceros papeles. A pesar de la hermosura de su voz, el público le declaró una guerra abierta. Dejó pues su profesión; fue escribano de un tribunal subalterno y después ministro de estado. Desde entonces ha mostrado siempre una conducta arreglada y decente. Su elocuencia se distingue por la feliz elección de palabras, por la abundancia y claridad de sus ideas y por una gran facilidad que debe más bien a la naturaleza que al arte; y aunque no tiene tanto nervio como Demóstenes, tiene no obstante el suficiente en sus discursos. Debo añadir que es hombre muy valiente pues se ha distinguido en muchos combates, tanto que Foción ha dado testimonio del valor suyo. Foción no ha sabido nunca que vivía en esta ciudad ni en este siglo. Es pobre y no se humilla por esto; hace el bien y no se alaba de ello; tiene talento sin ambición y sirve al estado sin interés. Al frente del ejército se contenta con restablecer la disciplina y batir al enemigo, y en la tribuna ni le turban los gritos de la multitud, ni le envanecen los aplausos. Es el único general que nos queda, y casi nunca le empleamos; el más íntegro y acaso el más ilustrado de nuestros oradores, y el que menos escuchamos. Es cierto que no le quitaremos sus principios, pero juro por los dioses que él tampoco nos quitará los nuestros, y en verdad no se dirá que con este despliegue de virtudes añejas y con sus rapsodias de antiguas costumbres, Foción será bastante fuerte para corregir a la nación más amable del universo. Ved a Cares, que enseña con su ejemplo a nuestros jóvenes a profesar públicamente la corrupción. Es el general más bribón y más torpe de cuantos tenemos, pero el más acreditado porque se ha puesto bajo la protección de Demóstenes y de algunos otros oradores, al mismo tiempo que da fiestas al pueblo. CARTA NOVENA DE APOLODORO. Por todas partes resonaba aquí el estruendo de las armas, pero una palabra de Filipo las ha hecho caer de nuestras manos. Tomó Olinto, y desde entonces solo respiramos guerra, mas luego dos de nuestros actores, Aristodemo y Neoptólemo, a quienes trata el príncipe bondadosamente, nos aseguraron a su vuelta, que persistía en sus primeras disposiciones, y con esto ya no respiramos más que paz. Acabamos de enviar a Macedonia diez diputados, todos personas distinguidas por sus talentos, los cuales deben arreglar con Filipo los principales artículos del tratado, y empeñarle a enviarnos plenipotenciarios para concluirlo en esta ciudad. Para conseguir su beneplácito es preciso que tengan el arte y la dicha de agradarle. El actor Aristodemo tiene contraídas obligaciones con algunas ciudades que debían dar espectáculos, y vamos a enviar a suplicarles de rodillas de parte del senado que no le multen, porque la república le necesita en Macedonia. El autor de este decreto es aquel Demóstenes que en sus arengas trataba a Filipo con tanto desprecio. CARTA DE CALIMEDÓN. Nuestros embajadores han desempeñado su misión con tanta eficacia y prontitud que ya están de vuelta. Voy a contaros algunas anécdotas acerca de su viaje. Demóstenes, cuya vanidad tanto les molestaba, no cesaba de prometerles que abriría delante del rey las fuentes inagotables de su elocuencia. «No temáis a Filipo, les decía, yo le _coseré_ la boca de tal modo que se verá obligado a restituirnos Anfípolis». Cuando estuvieron en presencia de Filipo, Tesifonte y los demás, se explicaron en pocas palabras; Esquines elocuente y largamente; Demóstenes... vais a verlo. Levantose muerto de miedo. No era aquella la tribuna de Atenas, ni aquella multitud de obreros que componen nuestras asambleas, pues Filipo estaba rodeado de sus cortesanos, la mayor parte personas de talento. Todos habían oído hablar de las magníficas promesas de Demóstenes y todos esperaban su efecto con una atención que acabó de trastornarle. Empieza temblando o tartamudear un discurso oscuro, lo advierte él mismo, se turba, se corta y calla. En vano procuró el rey alentarle, pues ya no volvió a levantarse sino para caer más pronto, y cuando hubieron gozado un rato de su silencio, el heraldo hizo que se retirasen nuestros diputados. A poco rato los mandaron entrar otra vez, y cuando estuvieron sentados Filipo examinó por orden sus pretensiones, respondió a sus quejas, se detuvo particularmente en el discurso de Esquines, y le dirigió muchas veces la palabra: en seguida, tomando un tono de dulzura y bondad, manifestó un deseo el más sincero de ajustar la paz. En tanto Demóstenes se esforzaba con ademanes para llamar la atención, pero no logró ni una palabra, ni siquiera una mirada. Después del regreso de los diputados, se ha conducido bien en la asamblea del senado. Habiendo sido entregada a esta compañía la carta de Filipo, Demóstenes ha felicitado a la república por haber confiado sus intereses a unos diputados tan recomendables por su elocuencia como por su probidad; ha propuesto que les concedan una corona de olivo y que al día siguiente se les convide a comer en el Pritaneo. El senado-consulto es en todo conforme a lo que ha pedido. No cerraré esta carta hasta que se haya acabado la asamblea general. Salgo de ella en este momento. Demóstenes ha hecho maravillas. Los diputados acababan de referir, cada uno por su orden, diferentes circunstancias de la embajada. Esquines dijo alguna cosa de la elocuencia y la feliz memoria de Filipo. Ctesifonte de su belleza, de su rostro, de su fecundo ingenio y de su humor festivo cuando tiene el vaso en la mano. Todos fueron aplaudidos. Subió Demóstenes a la tribuna con un continente más grave que de costumbre y empezó su discurso diciendo: «¿Cómo nos atrevemos a pasar el tiempo en nimiedades cuando se trata de un asunto el más importante? Yo por mi parte voy a daros cuenta de mi embajada. Léase el decreto del pueblo, en virtud del cual marchamos, y la carta que el rey nos ha remitido. Acabada su lectura, aquí tenéis nuestras instrucciones, las cuales hemos cumplido. »Ved aquí lo que ha respondido Filipo: solo falta deliberar. Voy a proponer un decreto. El heraldo de Filipo ha llegado y tras él vendrán sus embajadores. Pido que sea permitido tratar con ellos, y que los pritanos convoquen una junta que se celebrará en dos días consecutivos, y en la cual se delibere sobre la paz y la alianza. Pido también que se den elogios a los diputados si lo merecen, y que se les convide a comer mañana en el Pritaneo». Este decreto se ha aprobado a pluralidad de votos, y el orador ha recobrado su ascendiente. CARTA DÉCIMA DE APOLODORO. Os envío una relación circunstanciada de una parte de lo ocurrido en nuestras asambleas hasta la conclusión de la paz. Han llegado Antípatro, Parmenión y Euríloco, los cuales vienen de parte del rey para celebrar el tratado. Antípatro es después de Filipo el más hábil político de la Grecia, tanto que el príncipe suele decir: «Podemos entregarnos a los placeres y al reposo, pues vela por nosotros Antípatro». Parmenión, querido del soberano y más todavía de los soldados, se ha dado ya a conocer con muchas proezas, y sería el primer general de la Grecia si Filipo no existiese. Por los talentos de estos dos diputados se puede juzgar del mérito de Euríloco, su asociado. Hemos hecho con Filipo un tratado de paz que lo es también de alianza; le cedemos nuestros derechos sobre Anfípolis, pero creemos recibir en indemnización o la isla de Eubea, de que él puede disponer, o la ciudad de Oropo, que nos han quitado los tebanos. También nos lisonjeamos de que nos dejará gozar el Quersoneso de Tracia. Hemos comprendido en el tratado a todos nuestros aliados, y por este medio salvamos al rey de Tracia, a los habitantes de Halo y a los focidios. Salimos garantes a Filipo de cuanto posee actualmente, y miraremos como enemigos a cuantos intenten despojarle de ello. Aunque nada han prometido estos embajadores, nosotros nos hemos dado prisa a prestar juramento en sus manos, y a nombrar diputados para ir a recibir el suyo. Después de algunas dilaciones, han partido al fin estos diputados, y en lugar de ir en derechura al campo de Filipo que se hallaba haciendo la guerra al rey de Tracia Cersobleptes, se han tomado veinte días de tiempo para ir a Pela, capital de la Macedonia, y han abrazado el partido de esperar allí tranquilamente a que la expedición de este príncipe se concluya. A su vuelta comprenderá sus nuevas adquisiciones entre las posesiones de que le hemos salido garantes, bajo pretexto de que todavía no ha visto a los embajadores ni ratificado el tratado que podía detener el curso de sus expediciones. Nuestros diputados están de vuelta en Atenas; darán cuenta de su misión al senado pasado mañana, y a la asamblea del pueblo en el día siguiente. No hay cosa más criminal ni irritante que su conducta, si se da crédito a Demóstenes que era uno de ellos. Hay sospechas de que Esquines y Filócrates han cedido a los regalos y caricias de Filipo. El día de la audiencia les hizo hacer antesala este príncipe que aún estaba en cama, y los embajadores murmuraban de esto. «No lo extrañéis», les dijo Parmenión, «pues Filipo duerme mientras veláis, así como velaba cuando vosotros dormíais». Dejose ver al fin, y cada uno expuso el objeto de su misión. Extendiose Esquines sobre la determinación que el príncipe había tomado de terminar la guerra de los focidios, le suplicó que restituyese la libertad a las ciudades de Beocia cuando estuviese en Delfos, y restableciese las que habían abolido los tebanos; que no entregase a estos indistintamente los desgraciados habitantes de la Fócida, sino que sometiese el juicio de los que habían profanado el templo de Apolo y saqueado el tesoro a la decisión de los pueblos anfictiónicos, encargados en todo tiempo del conocimiento de esta clase de crímenes. Filipo, sin explicarse abiertamente acerca de estas peticiones, despidió a los diputados de las otras ciudades de la Grecia, partió con los nuestros para la Tesalia, y firmó el tratado en una posada de la ciudad de Feres jurando la observancia. Se negó a comprender en él a los focidios, por no violar el juramento que había hecho a los tesalios y tebanos, pero hizo promesas y dio una carta. Despidiéronse de él nuestros diputados, y las tropas del rey avanzaron hacia las Termópilas. El senado se ha reunido esta mañana, Demóstenes ha tratado de probar que sus colegas han obrado contra sus instrucciones, que están de inteligencia con Filipo, y que no tenemos otro recurso que el de volar al socorro de los focidios y ocupar el paso de las Termópilas. El senado ha expedido un decreto conforme a su dictamen, pero no ha concedido elogios a los diputados, ni les ha convidado a comer en el Pritaneo, severidad que jamás había ejercido contra los embajadores. FRAGMENTO DE UNA CARTA DE CALIMEDÓN. Acabo de conocer a fondo a Demóstenes. Si queréis un genio vigoroso y sublime, hacedle subir a la tribuna; si un hombre pesado, inhábil y de mal modo, trasladadle a la corte de Macedonia. Se ha dado prisa para hablar el primero cuando nuestros diputados se han presentado a Filipo. Empezó prorrumpiendo en invectivas contra sus colegas; en seguida hizo una larga retahíla de los servicios que había hecho al príncipe; luego la lectura fastidiosa de los decretos que había propuesto para acelerar la paz; su atención en hospedar en su casa a los embajadores de Macedonia, en proporcionarles buenos almohadones en los espectáculos, en escogerles tres tiros de mulas cuando regresaron y en acompañarles él mismo a caballo; todo esto a despecho de los envidiosos, al descubierto, con la única intención de complacer al monarca. Sus colegas al oír esto se tapaban el rostro para ocultar su rubor, y él continuaba: «No he hablado de vuestra belleza», decía al rey, «porque este es el mérito de una mujer; ni de vuestra memoria, porque es el de un retórico; ni de vuestra habilidad para beber, porque es el de una esponja». En fin, tanto es lo que ha dicho que nadie ha podido contener la risa. CARTA UNDÉCIMA DE APOLODORO. A 23 de junio año 346 antes de J. C. Decidiose la suerte de la Fócida y sus habitantes. La asamblea se ha reunido hoy en el Pireo para tratar de nuestros arsenales, y Dercilo, uno de nuestros diputados, se ha presentado de repente. Había sabido en Calcis, en Eubea, que los focidios se habían entregado a Filipo pocos días antes, y que este va a entregarlos a los tebanos. No es fácil pintaros el dolor, la consternación y el espanto que se han apoderado de todos los ánimos. Los generales, de acuerdo con el senado, han convocado una asamblea extraordinaria, la cual ha mandado trasladar sin pérdida de tiempo a la ciudad y al Pireo las mujeres, los niños y todos los efectos del campo que están a distancia de menos de ciento veinte estadios (cerca de cuatro leguas y media), y los que distan más, a Eleusis, Filé, Afidnas, Ramnunte y Sunio; que se reparen los muros de Atenas y otras plazas fuertes, y se ofrezcan sacrificios a Heracles, como acostumbramos en las calamidades públicas. A pesar de todas nuestras precauciones, no tenemos ahora otro recurso que la indulgencia o la piedad de Filipo. ¡La piedad! ¡Oh manes de Temístocles y de Arístides!... Aliándonos con él, ajustando de repente la paz, al mismo tiempo que invitábamos a los otros pueblos a tomar las armas, hemos perdido nuestras posesiones y nuestros aliados. ¿A quién pues nos dirigiremos ahora? Toda la Grecia septentrional está adicta al rey de Macedonia. En el Peloponeso, la Élide, la Argólida y la Arcadia, llenas de partidarios suyos, no querrán, como tampoco los demás pueblos de estos países, perdonarnos nuestra alianza con los lacedemonios. Estos últimos, a pesar del genio fogoso de Arquidamo, su rey, prefieren la paz a la guerra. Por nuestra parte, cuando vuelvo la vista hacia el estado de la marina, del ejército y de las rentas, no veo más que las reliquias de una potencia que era en otro tiempo muy formidable. CARTA DUODÉCIMA DE APOLODORO. Desde el 27 de junio de 346 hasta el 13 de julio de 345 antes de J. C. Aún se nos permite ser libres. Filipo no volverá sus armas contra nosotros, pues los negocios de la Fócida lo tienen ahora ocupado, y en breve le llamarán a Macedonia otros intereses. Inmediatamente que llegó a Delfos, reunió a los anfictiones para imponer un ejemplar castigo a los que se habían apoderado del templo y del tesoro sagrado. La forma era legal. Los principales autores del sacrilegio quedan condenados a la execración pública, y es permitido perseguirlos en todas partes. La nación, como cómplice de su crimen, pues tomó la defensa de ellos, pierde el voto doble que tenía en la asamblea anfictiónica, cuyo privilegio se confiere para siempre a los reyes de Macedonia. A excepción de tres villas, en donde únicamente serán demolidas las fortificaciones, todas las demás serán arrasadas y reducidas a aldeas de cincuenta casitas situadas a cierta distancia una de otra. Los habitantes de la Fócida, privados del derecho de ofrecer sacrificios en el templo y de participar de las ceremonias santas, cultivarán sus tierras y depositarán anualmente en el tesoro sagrado sesenta talentos (1.207.000 reales vellón) hasta que hayan restituido el total de las sumas que cogieron: entregarán sus armas y caballos, y no podrán tener otros hasta que se halle indemnizado el tesoro. Filipo, de concierto con los beocios y los tesalios, presidirá en los juegos píticos en lugar de los corintios, acusados de haber favorecido a los focidios. Filipo ha hecho ejecutar el decreto, según unos con un rigor bárbaro, y según otros con bastante moderación; veintidós ciudades circuidas de muros eran el ornamento de la Fócida, y la mayor parte no ofrecen en el día más que un montón de cenizas y de escombros. En los campos no se ve más que viejos, mujeres, niños y hombres enfermos que, con débil y trémula mano, apenas pueden arrancar de la tierra algunos alimentos groseros; sus hijos, sus esposos, sus padres, se han visto precisados a abandonarlos. Unos, vendidos en pública subasta, gimen entre cadenas, y otros, proscritos y fugitivos, no encuentran asilo en la Grecia. Nosotros hemos acogido algunos de ellos, y ya nos atribuyen un crimen por esto los tesalios. Filipo ha sacado de su expedición el fruto que esperaba, cual es la libertad de pasar las Termópilas cuando quiera; el honor de haber terminado una guerra de religión; el derecho de presidir en los juegos públicos; y otro más importante, que es el de asiento y voto en la junta de los anfictiones. El pueblo ya no teme a Filipo desde que se ha retirado a sus estados. El modo con que ha dirigido y terminado la guerra de los focidios, su desinterés en el repartimiento de los despojos y, en fin, su comportamiento mejor examinado, nos deben tranquilizar tanto en lo presente como atemorizarnos para lo venidero que acaso no está lejos. Este príncipe quiere conquistar a los griegos antes que a la Grecia; quiere ganar nuestra confianza, acostumbrarnos a las cadenas, obligarnos quizá a pedírselas, y por medios lentos y suaves hacerse insensiblemente nuestro árbitro, nuestro defensor y nuestro dueño. CARTA DECIMOTERCERA DE APOLODORO. Desde el 13 de julio de 345 hasta el 4 de julio de 344 antes de J. C. Timónides de Léucade ha llegado hace algunos días. Bien sabéis que acompañó a Dion a Sicilia, hace trece años, y que peleó siempre a su lado. La historia que está escribiendo contendrá los pormenores de esta célebre expedición. Nada hay más espantoso que el estado en que ha dejado aquella isla, en otro tiempo tan floreciente. No parece sino que la fortuna ha elegido este teatro para mostrar en un corto número de años todas las vicisitudes de las cosas humanas. La mayor parte de las ciudades han roto los lazos que constituían su fuerza cuando estaban unidas a la capital, y se han entregado a jefes que las han esclavizado prometiéndoles la libertad. Estas revoluciones se han hecho con torrentes de sangre, con odios implacables y crímenes atroces. Todas estas calamidades han convertido la Sicilia en un horroroso desierto: aldeas y lugares han desaparecido: los campos incultos, las ciudades, medio destruidas y casi sin gentes, están pasmadas de horror en vista de aquellas ciudadelas donde se encierran los tiranos rodeados de los ministros de la muerte. Ya lo veis, Anacarsis: no hay cosa más funesta para una nación que ya no tiene valores morales que la empresa de romper sus cadenas. Los griegos de Sicilia estaban demasiado corrompidos para conservar su libertad, eran demasiado vanidosos para tolerar la servidumbre. A fuerza de sufrir, han llegado a ser los hombres más desventurados y los más viles esclavos. Acaba de salir de aquí Timónides, quien ha recibido cartas de Siracusa en las cuales le dicen que Dionisio ha vuelto a ocupar otra vez el trono, habiendo arrojado de él a Niseo, su hermano por parte de padre, y al cual ha encerrado en un calabozo, condenándole a perder la vida. CARTA DECIMOCUARTA DE APOLODORO. Acabamos de recibir noticias de Sicilia, Dionisio se creía dichoso en el trono, manchado no pocas veces con la sangre de su familia. Cuando salió de Italia para Sicilia, dejó a su mujer, sus hijas y su hijo menor en la capital de los locrios epicefirios. Así que se ausentó, estos pueblos, contra los cuales había ejercido la tiranía más horrible, quitaron la vida a toda su familia con una muerte la más lenta y dolorosa. Esta desgracia que acaba de ocurrir ha difundido el terror en todo su imperio. No hay que dudarlo: Dionisio va hacer olvidar las crueldades de su padre con las suyas. CARTA DECIMOQUINTA DE APOLODORO. Desde el 4 de julio de 344 hasta el 25 de julio de 343 antes de J. C. Seguid, si podéis, las rápidas operaciones de la última campaña de Filipo. Junta un ejército, cae sobre la Iliria, se apodera de muchas ciudades, coge un botín inmenso, vuelve a Macedonia, penetra en la Tesalia a donde le llaman sus partidarios, libértala de todos los tiranuelos que la oprimían, la divide en cuatro grandes distritos, pone a su frente jefes que le son adictos, une así con nuevos lazos los pueblos que la habitan, se hace confirmar los derechos que percibía en sus puertos y vuelve a sus estados tranquilamente. En la actualidad toma con empeño la defensa de los mesenios y de los argivos, a quienes da soldados y dinero, y ha enviado a decir a los lacedemonios que si se atreven a atacarlos entrará en el Peloponeso. Demóstenes ha ido a Mesenia y a la Argólida, mas a pesar de sus esfuerzos, no ha podido lograr que estas dos naciones conozcan sus verdaderos intereses. CARTA DECIMOSEXTA DE APOLODORO. Acaba de enseñarme Isócrates una carta que escribe a Filipo. Un viejo cortesano no sería más diestro y sagaz para lisonjear a un príncipe. Se disculpa de atreverse a darle consejos, pero se ve en la precisión de hacerlo porque lo exige el interés de la Grecia y de Atenas, tratándose del cuidado que debería tomar en su conservación el rey de Macedonia. «Todo el mundo os vitupera», le dice, «el precipitaros al peligro con menos precaución que un simple soldado. Es muy glorioso morir por su patria, por sus hijos y por aquellos que nos han dado el ser; pero no hay cosa tan reprensible como exponer una vida de la cual depende la suerte de un imperio, y marchitar con funesta temeridad la carrera esclarecida de tantas hazañas». Isócrates querría establecer entre Filipo y los atenienses una amistad sincera, y dirigir sus fuerzas contra el imperio de los persas. Mira la república como cosa propia; conviene en que hemos desacertado, pero los dioses mismos no son irreprensibles a nuestros ojos. No paso adelante, y no me causa extrañeza que un hombre de más de noventa años de edad sea todavía tan rastrero, cuando lo ha sido toda su vida. Me aflige, sí, que muchos atenienses piensen del mismo modo. De aquí debéis inferir lo mucho que han mudado nuestras ideas desde vuestra ausencia. CAPÍTULO LX. De la naturaleza de los gobiernos según Aristóteles y otros filósofos. A nuestra vuelta de Persia nos entregaron en Esmirna las últimas cartas que acabo de recibir. En esta ciudad supimos también que Aristóteles se había establecido en Mitilene, capital de la isla de Lesbos, después de haber estado tres años con Hermias, gobernador de Atarnea. Nos hallábamos tan cerca de él, y hacía tanto tiempo que no le habíamos visto, que determinamos ir a sorprenderle, y esta prueba de afecto le enajenó de gozo. Estaba disponiéndose para ir a Macedonia, porque al fin había conseguido Filipo que se encargase de la educación de su hijo Alejandro. «Sacrifico así mi libertad», nos dijo, «pero oíd mi disculpa». Entonces nos enseñó una carta del rey concebida en estos términos: «Tengo un hijo, y doy gracias a los dioses no tanto de habérmelo dado como de que haya nacido en vuestro tiempo. Espero que vuestros cuidados y vuestras luces le harán digno de mí y de este imperio». Pasábamos los días enteros con este gran filósofo, y le hicimos una relación circunstanciada de nuestro viaje. Las reflexiones que también le hicimos acerca del despotismo del rey de Persia y de sus sátrapas le empeñaron a hablarnos de las diferentes clases de gobierno, en lo cual se había ocupado desde nuestra separación. Comenzó haciendo una recopilación de las leyes y las instituciones de todas las naciones griegas y bárbaras, y nos las hizo ver puestas en orden, y acompañadas con notas, en otros tantos tratados particulares en número de más de ciento cincuenta. Allí se encuentra la constitución de Atenas, la de Lacedemonia, de los tesalios, los arcadios, de Siracusa, de Marsella, y hasta de la reducida isla de Ítaca. Esta inmensa colección bastaría por sí sola para afianzar la gloria del autor, pero él no la miraba más que como un andamio para levantar un monumento todavía más precioso. Estaban ya reunidos los hechos, pero presentaban diferencias y contradicciones muy chocantes, y para sacar de ellos resultados útiles al género humano era preciso empezar por el espíritu de las leyes y seguirlas en sus efectos; examinar según la experiencia de muchos siglos las causas que conservan o destruyen los estados, proponer remedios para los vicios que son inherentes y contra los principios de alteración que le son extraños; formar en fin para cada legislador un código luminoso mediante el cual pueda escoger el gobierno el que más convenga a la nación, así como a las circunstancias de los tiempos y de los lugares. Esta grande obra estaba casi acabada cuando llegamos a Mitilene, y salió a luz algunos años después. Aristóteles nos permitió leerla y hacer de ella el extracto siguiente. PRIMERA PARTE. Sobre las diferentes especies de gobierno. Es necesario distinguir dos clases de gobierno: unos en que se atiende en todo a la utilidad pública, y otros en que no se cuenta con ella para nada. En la primera clase pondremos la monarquía templada, el gobierno aristocrático, y el republicano propiamente tal. La segunda clase comprende la oligarquía y la democracia, que no son más que corrupciones de las dos segundas formas de gobierno, porque la aristocracia degenera en oligarquía cuando el poder supremo solo reside ya en un corto número de personas únicamente distinguidas por sus riquezas, y el gobierno republicano en democrático, cuando los más pobres tienen demasiada influencia en las deliberaciones públicas. Es oportuno observar que la más absoluta autoridad se hace legítima si los súbditos consienten en establecerla o tolerarla. En la historia de los pueblos descubrimos cinco especies de monarquías, pero la moderada, que es aquella en que el soberano ejerce en sus estados la misma autoridad que un padre de familia en su casa, es la única de que yo voy a tratar. El soberano goza de la autoridad suprema y vela sobre todas las partes de la administración pública, así como sobre la tranquilidad del estado. Tal es la idea que nos formamos de una verdadera monarquía. Este gobierno, estando fundado únicamente en la confianza que inspira, se destruye cuando el soberano, que no es más que el ejecutor de las leyes, se hace odioso por su despotismo o despreciable por sus vicios. Bajo un opresor, todas las fuerzas de la nación se vuelven contra ella misma; el gobierno hace una guerra continua a sus súbditos, los ataca en sus leyes, en sus bienes, en su honor, y no deja más que el sentimiento profundo de su miseria. Un rey se propone la gloria de su reino y el bienestar de su pueblo, pero un tirano no tiene otra mira que la de recoger todas las riquezas del estado y hacerlas servir a sus vergonzosos deleites, y como no reina sino por el temor que inspira, su seguridad debe ser el único objeto de su atención. Una nación es infeliz cuando el príncipe, a ejemplo de los reyes de Siracusa, no permite el progreso de los conocimientos humanos que pueden ilustrar a los súbditos, cuando los rodea de espías que a cada instante los tienen inquietos y amedrentados, cuando introduce con arte y con maña la turbación y la cizaña entre las familias, la discordia en las diferentes clases del estado, y la desconfianza entre los más íntimos amigos, cuando el pueblo está agobiado con obras públicas, abrumado con exorbitantes contribuciones, y se le conduce a guerras suscitadas de intento, cuando el trono está cercado de viles aduladores y de tiranuelos, a quienes no contienen ni la vergüenza ni los remordimientos. La libertad, dicen los fanáticos partidarios del poder popular, no puede encontrarse sino en la democracia: ella es el principio de este gobierno, da a cada ciudadano la voluntad de obedecer, el poder de mandar, le hace dueño de sí mismo, igual a los demás y útil al estado de que es parte. Esta forma de gobierno está expuesta a más revoluciones que la aristocracia. Es moderada en aquellos parajes donde por sabios reglamentos la primera clase de ciudadanos no es víctima del rencor y de la envidia de las últimas clases; en todos los parajes, en fin, donde en medio de los movimientos más tumultuosos, las leyes tienen fuerza para hablar y hacerse oír; pero es tiranía por todas partes, donde los pobres influyen como sucede comúnmente en las deliberaciones públicas. Casi todos nuestros gobiernos, cualquiera que sea su forma, llevan en sí mismos muchas semillas de destrucción. Como la mayor parte de las repúblicas griegas están encerradas en el recinto de una ciudad o de una comarca, una sucesión rápida de acontecimientos imprevistos puede en un instante trastornar o destruir la constitución. Así es que hemos visto abolida la democracia por la pérdida de una batalla en la ciudad de Tebas; en la de Heraclea, de Cumas y de Mégara por la vuelta de los principales ciudadanos que el pueblo había proscrito para enriquecer el tesoro público con sus despojos. En Siracusa se ha visto mudar la forma de gobierno por una intriga amorosa, en la ciudad de Eretria por un insulto hecho a un particular, y en Epidauro por una multa impuesta a otro. ¿Y cuántas sediciones se han visto que no tenían causas más importantes, y comunicándose por grados han venido a parar en guerras sangrientas? Mientras que estas calamidades afligen a la mayor parte de la Grecia, tres naciones, los cretenses, los lacedemonios y los cartaginenses, gozan en paz, muchos siglos hace, de un gobierno que se diferencia de todos los demás, aunque reúne las ventajas de ellos. Los cretenses concibieron en tiempos remotos la idea de atemperar el poder de los grandes con el del pueblo; los lacedemonios y los cartaginenses, siguiendo sin duda su ejemplo, la de conciliar la dignidad real con la aristocracia y la democracia. Según lo que hemos dicho, es fácil descubrir cuál sea el objeto que debe proponerse el magistrado en cada forma de gobierno. En la monarquía, lo honesto es lo bueno, porque el príncipe debe desear la gloria de su reino, y no adquirirla sino por medios honrosos. En la tiranía, es la seguridad del tirano, porque únicamente se mantiene en el trono por el terror que inspira. En la aristocracia, la virtud, pues los jefes solo pueden distinguirse por el amor a la patria. En la oligarquía, las riquezas, atendiendo a que únicamente se escoge entre los ricos los administradores del estado. En la democracia, la libertad de cada ciudadano; pero este principio degenera casi en todas partes en licencia, y solo podría subsistir en el gobierno de que se da una idea sucinta en la segunda parte que sigue. SEGUNDA PARTE. Cuál sea la mejor constitución. El mejor gobierno para un pueblo es aquel que más se acomoda a su carácter, a su interés, al clima que habita y a infinitas circunstancias particulares. Estudiando el legislador los hombres sometidos a su mando, verá si han recibido de la naturaleza o si pueden recibir de sus instituciones las luces necesarias para conocer el mérito de la virtud, y bastante fuerza y entusiasmo para preferirla a todo. Cuanto más grande es el objeto que se propone, más debe reflexionar, instruirse y dudar. Si, por ejemplo, el terreno que su colonia ha de ocupar es susceptible de mucho cultivo, y hay obstáculos insuperables que no le permiten proponer otra constitución, en tal caso, no debe titubear para establecer el gobierno popular. Un pueblo agricultor es el mejor de todos, pues no abandonará las labores que exigen su presencia para ir a la plaza pública a disputar honores que no codicia y entretenerse en disensiones que el ocio fomenta. Los magistrados más respetados no se verán expuestos a los caprichos de jornaleros, trabajadores y mercenarios, tan atrevidos como insaciables. Por otra parte, la oligarquía se establece naturalmente en los lugares donde es necesario y posible tener una caballería numerosa; porque constituyendo esta la fuerza principal del estado, es preciso que un gran número de ciudadanos puedan mantener en ella un caballo y sufragar el gasto que exige su profesión: entonces el partido de los ricos domina al de los pobres. El gobierno cuya idea os doy, continuó Aristóteles, propendería a la democracia, pero tendría también oligarquía porque sería un gobierno mixto, combinado de tal modo que se titubease para calificarle, y sin embargo los partidarios de la democracia y de la oligarquía encontrarían en él las ventajas de la constitución que prefieren sin encontrar en ella los inconvenientes de la que reprueban. Esta acertada combinación se conocería particularmente en la distribución de los tres poderes que constituyen un estado republicano. El primero, que es el legislativo, residirá en la asamblea general de la nación; el segundo, que es el ejecutivo, pertenecerá a los magistrados; y el tercero, que es el judicial, se confiará a los tribunales de justicia. No se crea que Aristóteles haya condenado la monarquía, presentando como bueno un gobierno mixto de oligarquía y democracia; antes bien, la ha elogiado y la mayor parte de los demás filósofos han reconocido la excelencia de este gobierno, que unos han considerado con respecto a la sociedad y otros con relación al sistema general de la naturaleza, de modo que la monarquía es preferible a todo gobierno. La mejor constitución, dicen los primeros, sería aquella en que depositada la autoridad en manos de un solo hombre, la ejerciese con arreglo a las leyes sabiamente establecidas; en que el soberano, siendo superior a sus súbditos, tanto por sus luces y sus virtudes como por su poder, se persuadiese de que él mismo es como la ley que existe únicamente para la felicidad de los pueblos; en que el gobierno inspirase el respeto y el temor dentro y fuera del estado, no solamente por la uniformidad de principios, el secreto de las empresas y la celeridad en la ejecución, sino también por la rectitud y la buena fe, pues entonces se confiaría más en la palabra del príncipe que en los juramentos de los demás hombres. Los segundos dicen: todo nos conduce en la naturaleza a la unidad. El universo está presidido por el ser supremo, las esferas celestes por otros tantos genios, los reinos de la tierra deben serlo por otros tantos soberanos, establecidos sobre el trono para conservar en sus estados la armonía que reina en el universo. Mas, para corresponder dignamente a tan alto destino, deben copiar en sí mismos las virtudes de aquel Dios de que son las imágenes, y gobernar a sus súbditos con la terneza de un padre, los cuidados vigilantes de un pastor y la imparcial equidad de la ley. Están más acordes en cuanto a la necesidad de establecer buenas leyes sobre la obediencia, y en la mudanza que deben experimentar algunas veces. Como no es dado a un simple mortal el conservar el orden con solo su voluntad pasajera, es preciso que haya leyes en una monarquía, porque sin este freno llega a ser tiránica. Pero ¿cuál es el fundamento sólido de la quietud y el reposo de los pueblos? No lo son las leyes que arreglan su constitución o que aumentan su poder, sino las constituciones que forman ciudadanos y dan vigor a sus almas; tal es la decisión unánime de los legisladores, de los filósofos, de todos los griegos y quizás de todas las naciones. Las leyes, impotentes por sí mismas, adquieren su fuerza únicamente de las costumbres, que son tan superiores a ellas, como lo es la virtud a la probidad. Por las costumbres se prefiere lo honesto a lo que no es más que justo, y lo justo a lo útil. Contienen al ciudadano con el temor de la opinión, mientras que las leyes no le espantan sino por el temor de las penas. De aquí resulta para todo gobierno la indispensable necesidad de atender a la educación de los niños, como un asunto el más esencial, de criarlos en el espíritu y amor de las leyes, en la sencillez de los tiempos antiguos, en una palabra en los principios que deben arreglar para siempre sus virtudes, sus opiniones, sus sentimientos y sus maneras. Todos los que han meditado sobre el arte de gobernar a los hombres se han persuadido de que la suerte de los imperios depende de la instrucción de la juventud. Según sus reflexiones se puede establecer este principio luminoso: _Que la educación, las leyes y las costumbres jamás deben estar en contradicción_. CAPÍTULO LXI. Dionisio rey de Siracusa, en Corinto. — Hazañas de Timoleón. De vuelta a Atenas, después de once años de ausencia, nos pareció, digámoslo así, llegar a esta ciudad por primera vez. La muerte nos había privado de muchos amigos y conocidos: faltaban familias enteras, y otras se habían levantado en su lugar; así es que nos recibían como extranjeros en las casas que antes visitábamos, de modo que por todas partes veíamos la misma escena, pero distintos actores. Durante algún tiempo nos importunaron con preguntas relativas al Egipto y la Persia, y yo volví inmediatamente a mis antiguas investigaciones. Un día que yo pasaba por la plaza pública, vi un gran número de noveleros que iban y venían, y se agolpaban en tumulto sin saber cómo explicar su sorpresa. «¿Qué ha sucedido?», pregunté acercándome. «Dionisio está en Corinto», me respondieron. «¿Qué Dionisio?». «Aquel rey de Siracusa tan poderoso y tan temido. Timoleón le ha arrojado del trono, y le ha hecho poner en una galera que acaba de traerle a Corinto. Ha llegado sin escolta, sin amigos y sin parientes; todo lo ha perdido, excepto la memoria de lo que era». Esta noticia me movió el deseo de ir a Corinto, acompañando a un corintio llamado Euríalo con quien yo había tenido relaciones amistosas, y él las había tenido en otro tiempo con Dionisio. Al llegar a esta ciudad, encontramos a la puerta de una taberna un hombre grueso, mal vestido, y a quien el tabernero, al parecer por compasión, le daba las escurriduras de algunas botellas de vino. Aguantaba y repulsaba riendo las groseras bufonadas de algunas mujeres de mala vida, y sus chistes divertían al populacho que alrededor de él se había juntado. Nos apeamos del carruaje y seguimos a aquel hombre hasta un paraje donde estaban ensayando unas mujeres que debían cantar en coro en la fiesta próxima. Él les hacia repasar su papel, dirigía su voz, y disputaba con ellas sobre el modo de ejecutar ciertos pasajes. «¿Creeréis», me dijo Euríalo, «que ese es el mismo rey de Siracusa? Él no me conoce, porque ha perdido mucho la vista a causa del exceso del vino. En el día es maestro de escuela en Corinto». Efectivamente le vimos más de una vez en una encrucijada explicar a los niños los rudimentos de gramática. El mismo motivo que a mí me había llevado a Corinto atraía allí diariamente a muchos extranjeros. Algunos, al aspecto de aquel desgraciado, manifestaban cierta compasión, pero los más se recreaban al ver un espectáculo que las circunstancias hacían más interesante: porque estando Filipo a punto de poner las cadenas a la Grecia, saciaban en el rey de Siracusa el odio que les inspiraba el rey de Macedonia. El ejemplo instructivo de un tirano sumido de repente en la más profunda humillación fue en breve el único consuelo de aquellos altivos republicanos. Algún tiempo después, los lacedemonios respondieron a las amenazas de Filipo solo con estas palabras enérgicas: _Dionisio en Corinto_. Tuvimos con este varias conversaciones en las cuales confesaba francamente sus faltas. Euríalo quiso saber cómo pensaba de los homenajes que le hacían en Siracusa, a lo cual respondió: «Mantenía muchos solistas y poetas en mi palacio, y aunque yo no los estimaba, me daban cierta reputación. Mis cortesanos advirtieron que yo empezaba a perder la vista, y todos ellos, digámoslo así, se volvieron ciegos, no distinguían ya nada, y si se encontraban delante de mí, tropezaban unos con otros, y en nuestras comidas tenía yo que dirigir sus manos que parecía que andaban desatinando por encima de la mesa». Dionisio teme que los corintios lleguen a temerle, y quiere salvarse de su odio por su desprecio. Así es que se cubre de andrajos, pasa su vida de taberna en taberna, en las calles, y con hombres de la plebe que han llegado a ser los compañeros de sus placeres. Ya fuera por miseria o por falta de espíritu, lo cierto es que se enroló en una compañía de sacerdotes de Cibeles, con quienes recorría las ciudades y las calles, llevando un tímpano en la mano, cantando y danzando alrededor de la efigie de la diosa, y alargando la mano para recibir algunas limosnas. Antes de representar estas escenas humillantes, tuvo permiso para ausentarse de Corinto y viajar por la Grecia. El rey de Macedonia le recibió con distinción, y en su primera conversación le preguntó que cómo había perdido aquel imperio que su padre conservó tanto tiempo. «Porque yo heredé su potestad pero no su fortuna». Habiéndole hecho igual pregunta un corintio, le había respondido: «Cuando mi padre subió al trono, los siracusanos estaban cansados de democracia, y cuando me han precisado a bajar de él, lo estaban de la tiranía». Un día, estando sentado a la mesa del rey de Macedonia, hablaban de la poesía de Dionisio el antiguo: «Pero ¿qué horas destinaba vuestro padre», le preguntó Filipo, «para componer tan gran número de obras?». «El que vos y yo pasamos en beber», respondió Dionisio. Los vicios de este príncipe le precipitaron por dos veces en el infortunio, y su destino le opuso cada vez uno de los hombres más grandes que este siglo ha producido: primeramente Dion, y luego Timoleón. Voy a contar lo que he sabido de este en los últimos años de mi permanencia en Grecia. Ya se ha visto, en el capítulo nueve de esta obra, que Timoleón se ausentó de Corinto después de muerto su hermano. Había ya pasado cerca de veinte años en este destierro voluntario cuando los siracusanos, no pudiendo ya resistir a sus opresores, imploraron el socorro de los corintios, de quienes son oriundos. Levantaron tropas estos últimos y las enviaron a Sicilia bajo el mando de Timoleón. Este general con mil doscientos hombres derrotó a cinco mil leontinos, y cincuenta días después de su llegada a Sicilia Dionisio se rindió a discreción y le entregó la ciudadela de Siracusa con los tesoros y las tropas que en ella había recogido. Timoleón, después de haber libertado la Sicilia de los opresores y puesto en fuga a los cartaginenses con seis mil hombres solamente, lejos de limitar su gloria a tan rápidos sucesos, hizo declarar por los heraldos en los juegos solemnes de la Grecia que podían volver a su patria y gozar de libertad todos los sicilianos a quienes la tiranía les obligó o abandonarla. Al grito lisonjero de libertad, que resonó también por toda la Italia, volvieron a Siracusa sesenta mil hombres, unos para gozar del derecho de ciudadano y otros para esparcirse por lo interior de la isla. Timoleón revisó, con Céfalo y Dionisio, dos corintios que le acompañaron, las leyes antiguas que Diocles había dado o los siracusanos. Las relativas a los particulares fueron conservadas con interpretaciones que aclaran su sentido verdadero; fueron reformadas las pertenecientes a la constitución, y reprimida la licencia del pueblo sin perjudicar a sus derechos; antes bien para asegurarle más el goce de ellos, les invitó Timoleón a que destruyesen las ciudadelas que servían de guarida a los opresores. Después de haber hecho feliz a la Sicilia este grande hombre, se redujo a la clase de simple particular. Los habitantes de Siracusa le obligaron a que aceptase en su ciudad una casa distinguida, y en las cercanías una quinta agradable donde pasase los días tranquilamente con su mujer y sus hijos, a quienes mandó venir de Corinto. Lejos de cifrarse en esto el reconocimiento de los siracusanos, mirándole como su segundo fundador decretaron que el día de su nacimiento sería celebrado como un día de fiesta, y pedirían un general a Corinto siempre que tuviesen alguna guerra extranjera. Al morir, solamente encontró alivio el dolor público en los honores que hicieron a su memoria. Pusieron el cadáver en la pira, y entonces un heraldo leyó en voz alta el siguiente decreto: «El pueblo de Siracusa, reconocido a Timoleón por haber destruido a sus opresores, vencido a los bárbaros, reedificado muchas ciudades principales y dado leyes a los sicilianos, ha resuelto dedicar a sus funerales doscientas minas (67.044 reales 16 maravedís), y honrar todos los años su memoria con certámenes de música, carreras de caballos y juegos gimnásticos». CAPÍTULO LXII. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — Física, historia natural, genios. A mi vuelta de Persia, fui otra vez a casa de Euclides donde me faltaba que recorrer una parte de su biblioteca, y le encontré con Metón y Anaxarco. El primero era de Agrigento en Sicilia, y de la misma familia que Empédocles, y el segundo de Abdera de Tracia y de la escuela de Demócrito. Euclides me enseñó algunos tratados sobre los animales, plantas y fósiles, y me dijo: «No soy muy rico en este género, porque la afición a la historia natural y a lo que propiamente se llama física no es conocida entre nosotros sino de pocos años a esta parte. Aristóteles se ha apoderado del depósito de los conocimientos de Egipto y de Oriente, de todos los pueblos que llamamos bárbaros, aumentado por los filósofos pitagóricos y por los nuestros. Aún lo aumentará él con sus trabajos y, transmitiéndolo a la posteridad, elevará el monumento más soberbio no a la vanidad de una escuela particular y sí a la gloria de todas nuestras escuelas. »Esto es la historia general y particular de la naturaleza. Primeramente tomará las grandes masas; el origen o la duración del mundo; las causas, los principios y la esencia de los seres; la naturaleza y la acción recíproca de los elementos, la composición y descomposición de los cuerpos; en todo esto entrará, examinando las cuestiones sobre lo infinito, el movimiento, el vacío, el espacio y el tiempo. Describirá en todo o en parte lo que sucede en los cielos, en lo interior, en la superficie de nuestro globo. En los cielos, los meteoros, las distancias y las revoluciones de los planetas, la naturaleza de los astros y de las esferas a las cuales están fijos. En el seno de la tierra, los fósiles, los minerales y las conmociones violentas que trastornan el globo. Y sobre la superficie, los mares, los ríos, las plantas y los animales. »Como el hombre está sujeto a infinitas necesidades y obligaciones, se le considerará bajo todos aspectos. La anatomía del cuerpo humano, la naturaleza y las facultades del alma, los objetos y los órganos de las sensaciones, las reglas propias para dirigir las más delicadas operaciones del entendimiento y los movimientos más secretos del corazón, las leyes, los gobiernos, las ciencias, las artes; sobre todos estos objetos interesantes, el historiador juntará sus luces a los de los siglos precedentes; y, conforme al método de muchos filósofos, aplicando siempre la física a la moral, nos hará más ilustrados para hacernos más felices. »Tal es el plan de Aristóteles, según yo he podido comprender por sus conversaciones y sus cartas». «Pudiera yo atribuir a Demócrito», dijo Anaxarco, «el mismo proyecto que decís de Aristóteles. Veo aquí las obras sin número que él ha publicado sobre la naturaleza y las diferentes partes del universo, sobre los animales y las plantas; sobre nuestra alma, nuestros sentidos, deberes y virtudes; sobre la medicina, la anatomía, la agricultura, la lógica, la geometría, la astronomía y la geografía; y añado también sobre la música y la poesía. Y no hablo de ese estilo encantador que difunde las gracias en las materias más abstractas. La opinión pública le ha puesto en primer lugar entre los físicos que han aplicado los efectos a las causas. Admírase en sus escritos una multitud de ideas nuevas, a veces muy atrevidas y comúnmente muy atinadas». «Empédocles», dijo Metón a su vez, «ilustró a su patria con sus leyes y a la filosofía con sus escritos: su poema sobre la naturaleza y todas sus obras en verso abundan de bellezas que el mismo Homero no hubiera desaprobado. Convengo, no obstante, en que sus metáforas, por felices que sean, perjudican a la precisión de sus ideas y solo sirven algunas veces para echar un velo brillante sobre las operaciones de la naturaleza. En cuanto a los dogmas, sigue a Pitágoras no con la deferencia ciega de un soldado, sino con la noble audacia de un jefe de partido y la independencia de un hombre que hubiera preferido vivir como simple particular en una ciudad libre que reinar sobre esclavos. Aunque se haya ocupado principalmente en estudiar los fenómenos de la naturaleza, no por esto deja de manifestar su opinión sobre las primeras causas». Luego que hablaron por turno Euclides, Anaxarco y Metón para explicar los sistemas de Aristóteles, de Demócrito y de Empédocles sobre el origen y los primeros principios de las cosas: «Convenid», me dijo Anaxarco riéndose, «en que Demócrito tenía razón de decir que la verdad está arrinconada en un pozo de inmensa profundidad». «Convenid también», le respondí, «en que se quedaría atónita si viniese a la tierra y principalmente a la Grecia». «En tal caso se volvería al instante a su encierro», replicó Euclides, «pues nosotros la tendríamos por el error». Habiéndose despedido de Euclides Anaxarco y Metón, Euclides volvió otra vez a hablar de Aristóteles, y quiso comunicarme las principales observaciones con que este filósofo trata de enriquecer la _historia de los animales_. «Hay algunas de ellas», dijo, «que él me ha comunicado y que voy a referir para instruiros del modo con que ahora se estudia la naturaleza. »1.º Mirando o los animales con relación al clima, se ha notado que los salvajes son más feroces en Asia, más fuertes en Europa, más variados en sus formas en África; y que aquellos que viven en los montes son más perversos que los que habitan en las llanuras. »El clima influye poderosamente en las costumbres, y así es que el exceso del frío y del calor los hace agrestes y crueles; los vientos, las aguas, los alimentos bastan a veces para alterarlos. Las naciones del mediodía son tímidas y cobardes; las del norte, valerosas y confiadas; pero las primeras son más ilustradas, porque son quizás más antiguas, acaso también porque son más afeminadas. En efecto, las almas fuertes se ven rara vez movidas del inquieto deseo de instruirse. »2.º Las aves son muy sensibles a los rigores de las estaciones, y así es que al acercarse el invierno o el verano, unas bajan a las llanuras o se retiran a los montes, y otras dejan su morada y van lejos a respirar un aire más templado. »No de otro modo el rey de Persia, para evitar el exceso de frío o de calor, traslada sucesivamente su corte al norte y al mediodía de su imperio. »Los equinoccios son el tiempo a propósito para marchar y volver las aves. Las más débiles van delante; casi todas viajan juntas como en tribus; y tienen que hacer una larga travesía antes de llegar al término de su viaje. Las grullas vienen de Escitia, y se van hacia las lagunas que hay en los confines del Egipto y donde nace el Nilo. »La misma causa que obliga a ciertas aves a expatriarse todos los años, obra en el seno de las aguas. En Bizancio se ve en ciertas épocas muchas especies de peces ya subir hacia el Ponto-Euxino, ya bajar al mar Egeo, los cuales van en cuerpo de nación como las aves, y su camino, así como nuestra vida, está indicado por las celadas que los esperan a su tránsito. »3.º Se han hecho investigaciones sobre la duración de la vida de los animales, y se cree que en muchas especies las hembras viven más que los machos; pero, sin detenernos en esta diferencia, podemos decir que los perros llegan comúnmente hasta catorce o quince años, y algunas veces hasta veinte; los bueyes con corta diferencia a la misma edad; los caballos a dieciocho o veinte, algunas veces a treinta y aun a cincuenta; los asnos a más de treinta; los camellos pasan de cincuenta, y algunos llegan a cien; los elefantes según unos llegan a doscientos años, y según otros a trescientos. Antiguamente se decía que el ciervo vivía cuatro veces tanto como la corneja, y esta última nueve veces la edad del hombre. Lo que en el día se sabe de cierto en cuanto al ciervo es que el tiempo del preñado y la rapidez con que crece no permite atribuirles tan larga vida. »La naturaleza hace algunas veces excepciones a las leyes generales. Los atenienses os citarán el ejemplo de un mulo que murió de edad de ochenta años, al cual, cuando se construyó el templo de Atenea, se le dio libertad porque era viejísimo, pero él continuó yendo delante de los demás, animándolos con su ejemplo y procurando participar de sus fatigas. Por un decreto del pueblo se prohibió a los mercaderes espantarle cuando se acercase a los granos o frutos que estuviesen de venta en el mercado. »4.º Se ha observado que la naturaleza pasa de un género y de una especie a otra por graduaciones imperceptibles, y que desde el hombre hasta los seres más insensibles todas sus producciones parece que están unidas con un enlace continuo. »Tomemos los minerales que forman el primer anillo de la cadena, en los cuales no veo más que una materia pasiva estéril, sin órgano, y por consecuencia sin necesidades y sin funciones. Al punto me parece distinguir en algunas plantas una especie de movimiento, sensaciones oscuras, una chispa de vida, y en todas una reproducción constante pero exenta de cuidados maternales que la favorezcan. Voy a las orillas del mar, y casi dudo si las conchas que veo pertenecen al género de los animales o al de los vegetales. Vuelvo atrás, y se multiplican a mi vista las señales de vida al ver seres que se mueven, que respiran, y que tienen apetitos y deberes. Si hay algunos de ellos que, como las plantas de que acabo de hablar, fueron abandonados al acaso desde su infancia, también hay otros cuya educación fue más o menos cuidada. Estos viven en sociedad con el fruto de sus amores; aquellos se han extrañado de su familia. »Muchos ofrecen a mi vista el bosquejo de nuestras costumbres; entre ellos encuentro caracteres dóciles como también indomables, al mismo tiempo que veo rasgos de dulzura, de audacia, de barbarie, de temor, de cobardía, y a veces hasta la imagen de la prudencia y de la razón. Nosotros tenemos la inteligencia, la sabiduría y las artes, y ellos tienen facultades que suplen a estas ventajas. »Esta serie de analogías nos conduce en fin al extremo de la cadena, donde está el hombre colocado. Entre las cualidades que le asignan el lugar supremo, observo dos esenciales. La primera es aquella inteligencia que durante su vida le eleva a la contemplación de las cosas celestes, y la segunda es su acertada organización, y en particular ese tacto, el primero, el más necesario y el más exquisito de nuestros sentidos, la fuente de la industria y el instrumento más apropiado para ayudar a las operaciones del entendimiento. “A la mano”, decía el filósofo Anaxágoras, “debe el hombre una parte de su superioridad”». »¿Y por qué», dije yo, «ponéis al hombre en la extremidad de la cadena? ¿Acaso no será un vasto desierto el espacio inmenso que le separa de la divinidad? Los egipcios, los magos de Caldea, los frigios, los tracios, lo llenan de habitantes tan superiores a nosotros como nosotros lo somos a los brutos». «Solo hablaba yo», respondió Euclides, «de los seres visibles. Es de presumir que haya una infinidad de otros seres superiores a nosotros, los cuales no podemos ver. Desde el ser más tosco nos hemos remontado por grados imperceptibles hasta nuestra especie, y para llegar desde este término hasta la divinidad es menester sin duda pasar por diversos órdenes de inteligencias, tanto más excelsas y más puras cuanto más se acercan al trono del eterno. »Esta opinión es tan antigua como general entre las naciones, de las cuales la hemos adquirido. Nosotros poblamos la tierra y los cielos de genios, a los cuales ha confiado el Ser supremo la administración del universo, y los distribuimos por donde quiera que la naturaleza parece animada, pero principalmente en aquellas regiones que se extienden alrededor y encima de nosotros, desde la tierra hasta la esfera de la luna. Ejerciendo allí su autoridad sin límites, dispensan la vida y la muerte, los bienes y los males, la luz y las tinieblas. »Cada pueblo, cada particular, encuentra en estos agentes un amigo íntimo que le proteja, y un enemigo no menos ardiente en perseguirle. Están revestidos de un cuerpo aéreo, y su esencia está entre la naturaleza divina y la nuestra: son superiores a nosotros en inteligencia; algunos están sujetos a nuestras pasiones, y la mayor parte a mudanzas que les hacen pasar a una clase superior. Algunos están sujetos a nuestras dolencias y penas, y así es que se ven cual nosotros atormentados por las penas y destinados a la muerte. Según Hesíodo, las ninfas viven millares de años, y según Píndaro, una hamadríada muere con el árbol que la ha encerrado en su seno». CAPÍTULO LXIII. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — La historia. Viéndome Euclides ir muy temprano al día siguiente: «Me sacáis de un cuidado», me dijo, «pues temía que os hubieseis fastidiado de lo larga que fue nuestra última conferencia. Hoy trataremos de los historiadores, sin detenernos en opiniones ni preceptos. »Muchos autores han escrito de historia, pero antes de Heródoto todos se han limitado a trazar la de una ciudad o de una nación: todos han ignorado el arte de unir a una misma cadena los acontecimientos que interesan a los diversos pueblos de la tierra, y hacer un todo regular de tantas partes desunidas. Heródoto tuvo el mérito de concebir aquella grande idea y de ejecutarla. Abrió a los ojos de los griegos los anales del universo conocido, y les ofreció bajo un mismo punto de vista, todo lo que había pasado memorable en el transcurso de doscientos cuarenta años. Entonces se vio por la primera vez un conjunto de pinturas que, puestas unas al lado de otras, se hacían más y más espantosas; y las naciones, siempre inquietas, siempre en movimiento aunque celosas de su reposo, desunidas por el interés y reunidas por la guerra, suspirando por la libertad y gimiendo por la tiranía; por todas partes triunfando el crimen, la virtud perseguida, la tierra empapada de sangre y el imperio de la destrucción establecido de un cabo al otro del mundo. Pero la mano que pintaba estos cuadros supo de tal modo suavizar los horrores con los encantos del colorido y las imágenes halagüeñas, juntó tanta gracia, armonía y variedad a la belleza de su plan, y excitó tan continuamente aquella dulce sensibilidad que se regocija del bien y se aflige del mal, que su obra fue mirada como una de las más preciosas producciones del espíritu humano. Heródoto ha hecho por la historia general lo que hizo Homero por el poema épico; los que vengan después que él podrán distinguirse por la belleza de las descripciones y por una crítica más ilustrada, pero la dirección de la obra y el encadenamiento de los hechos tratarán más bien de igualarle que excederle. »En cuanto a su vida bastará advertir que nació en la ciudad de Halicarnaso en Caria, hacia el cuarto año de la olimpiada setenta y tres (hacia el año 484 antes de J. C.); que viajó por muchos países de aquellos cuya historia quería escribir; que su obra, leída en la junta de los juegos olímpicos y en seguida en la de los atenienses, fue aplaudida por todas partes; y que viéndose en la precisión de dejar su patria, despedazada por las facciones, fue a acabar sus días en una ciudad de la Magna Grecia. »En el mismo siglo vivía Tucídides, que tenía trece años menos que Heródoto y era de una de las principales familias de Atenas. Puesto al frente de un cuerpo de tropas, contuvo por algún tiempo las de Brásidas, general el más hábil de Lacedemonia, pero habiendo este sorprendido la ciudad de Anfípolis, vengose Atenas en Tucídides de un revés que él no pudo precaver. »Durante su destierro, que duró veinte años, reunió materiales para la historia de la guerra del Peloponeso, y no perdonó medio ni gasto alguno para conocer las causas que la motivaron y los intereses particulares que la hicieron duradera. Esta historia, que comprende los veintiún años primeros de aquella fatal guerra, descubre su extremado amor a la verdad y su carácter inclinado a la reflexión. »Su obra no es como la de Heródoto, una especie de poema en que se ve las tradiciones de los pueblos sobre su origen, el análisis de sus usos y de sus costumbres, la descripción de los países que habitan, y los sucesos maravillosos que despiertan casi siempre la imaginación, sino más bien unos anales, o si se quiere, las memorias de un militar que, siendo a un mismo tiempo hombre de estado y filósofo, ha mezclado en sus relaciones y en sus arengas los principios de sabiduría que había aprendido de Anaxágoras y las lecciones de elocuencia que le dio el orador Antifonte. Sus relaciones son por lo regular profundas, siempre justas, su estilo enérgico, conciso, y por lo mismo algunas veces oscuro, ofendiendo al oído por intervalos; pero llama incesantemente la atención, y se diría que su misma dureza constituye su majestad. Si este autor estimable usa de expresiones anticuadas o palabras nuevas, es a causa de que un ingenio tal como el suyo rara vez se acomoda a la lengua que habla todo el mundo. »Jenofonte, a quien habéis conocido, continuó con acierto la historia de Tucídides. A estos dos historiadores, lo mismo que a Heródoto, se les tendrá en lo venidero por los principales de los nuestros, aunque se diferencian en el estilo. »Heródoto bosquejó la historia de los asirios y de los persas, pero un autor que conocía mejor que él estas dos célebres naciones ha descubierto y manifestado sus errores. Este es Ctesias de Cnido, que ha vivido en nuestro tiempo. Fue médico en la corte de Artajerjes e hizo una larga mansión en la corte de Susa. Nos ha comunicado lo que ha encontrado en los archivos del imperio, lo que ha visto y cuanto le habían transmitido testigos oculares. Entre otras muchas obras nos ha dejado una historia de las Indias, en que trata de los animales y de las producciones naturales de aquellos climas lejanos; pero como no tuvo bastantes noticias exactas, se empieza ya a dudar de la verdad de sus relaciones. »Aquí tenéis las antigüedades de Sicilia, la vida de Dionisio el viejo y el comienzo de la de su hijo, escrita por Filisto, que murió pocos años después de haber visto desecha enteramente la armada que mandaba en nombre del más joven de estos príncipes. Filisto tenía talentos que de algún modo le han hecho comparable con Tucídides, pero no tenía las virtudes de este historiador, antes bien se puede decir que era un esclavo que escribió para adular a los tiranos. »Con esto doy fin a esta corta enumeración. Acaso no hallaréis un pueblo, una ciudad, un templo célebre que no tenga su historiador. Muchos escritores se ocupan hoy día en este género, y entre otros os citaré a Éforo y a Teopompo que ya se han distinguido». Entraron estos últimos en aquel momento, y Euclides, que los esperaba, me dijo aparte que nos leerían algunos fragmentos de las obras en que entonces se ocupaban. Venían con ellos tres amigos, y Euclides había convidado por su parte a algunos de los suyos. «Me he propuesto», dijo Éforo, «escribir cuanto ha pasado entre los griegos y los bárbaros desde la vuelta de los heráclidas hasta nuestros días, en el transcurso de ochocientos cincuenta años; en esta obra, dividida en treinta libros, precedido cada uno de un prólogo, se hallará el origen de los diferentes pueblos, la fundación de las ciudades principales, sus colonias, sus leyes y costumbres, la naturaleza de sus climas y los grandes hombres que han producido». Dijo por último que las naciones bárbaras eran más antiguas que las de Grecia, y esta confesión me previno a favor suyo. Este preámbulo fue seguido de la lectura de un fragmento sobre Egipto, falto de exactitud. A pesar de estos defectos, su obra será mirada siempre como un tesoro, tanto más precioso cuanto que cada nación encontrará en ella, con separación y buen orden, todo lo que pueda interesarla. El estilo es puro, elegante, florido, aunque frecuentemente sujeto a ciertas armonías, y casi siempre falto de elevación y energía. Concluida esta lectura, todos volvieron la vista hacia Teopompo, que empezó hablándonos de sí mismo con tanta vanidad que al punto nos indispuso contra él; pero a propósito de su obra, que es una continuación de Tucídides y la historia de la vida de Filipo de Macedonia, se empeñó en un camino tan luminoso, desenvolvió tan grandes conocimientos sobre los negocios de la Grecia y de otros pueblos, tanta inteligencia en la distribución de los hechos, tanta sencillez, claridad, nobleza y armonía en su estilo, que nos vimos obligados a colmar de elogios a un hombre que merecía ser humillado. No obstante, las fábulas y las relaciones increíbles entibiaron nuestra admiración; y sus frecuentes digresiones, así como las arengas que ponía en boca de los generales antes de la batalla, nos impacientaban haciéndonos perder fácilmente el hilo de sus narraciones. CAPÍTULO LXIV. De los nombres propios que usan los griegos. Platón ha compuesto un tratado en que aventura muchas etimologías de los nombres de los héroes, los genios y los dioses; y en ello se toma ciertas licencias de que esta especie de trabajo es tan susceptible. Animado por su ejemplo, y menos osado que él, coloco aquí algunas observaciones sobre los nombres propios que usan los griegos, hechas casualmente en las dos conversaciones que acabo de referir. En ellas ocurrieron varias veces digresiones, en que se habló de la filosofía y muerte de Sócrates, y entonces supe circunstanciadamente lo que diré en el capítulo inmediato. Distínguense dos suertes de nombres: los propios y los compuestos. Entre los primeros los hay que traen su origen de cierta semejanza entre el hombre y tal animal, por ejemplo, Licos, _el lobo_; Sauros, _el lagarto_; Alectrión, _el gallo_; y los hay también que parecen derivados del color del rostro, como Argos, _el blanco_; Melas, _el negro_; Pirro, _el bermejo_. A veces ponen a un niño el nombre de una divinidad, dándole una ligera inflexión, y así es que _Apolonio_ viene de Apolo, _Demetrio_ de Deméter, etc. Los nombres compuestos son en mayor número que los simples. Si dos esposos creen haber alcanzado con sus oraciones el tener un hijo, en señal de reconocimiento añaden con una leve mudanza al nombre de la divinidad protectora la palabra _doron_, que significa _dádiva_; y de aquí vienen los nombres de Teodoro, Diodoro, Olimpiodoro, Heliodoro, etc. Algunas familias pretenden descender de los dioses, y de aquí vienen los nombres de _Teógenes_ o _Teágenes_, hijo de los dioses; _Diógenes_, hijo de Zeus; _Hermógenes_, hijo de Hermes. Es digno de notarse que la mayor parte de los nombres que menciona Homero, son títulos de distinción, los cuales fueron concedidos como premio a las calidades que más se apreciaban en los siglos heroicos, tales como el valor, la fuerza, la ligereza en la carrera, la prudencia y otras virtudes. De la palabra _pólemos_, que significa la guerra, se compuso _Tlepólemo_, es decir, propio para sufrir las fatigas de la guerra; añadiendo a la palabra _maco_, combate, algunas preposiciones y diferentes partes de oración que modifican el sentido de un modo siempre honroso compusieron los nombres de _Anfímaco, Antímaco, Telémaco_, etc. Haciendo lo mismo con la palabra _henorea_, que significa fuerza, intrepidez, compusieron la de _Agapénor_, el que estima el valor; _Agénor_, el que le dirige, y otros muchos; de la palabra _damao_, yo domo, yo someto, se formó _Damástor, Anfídamas, Ifídamas, Polídamas_, etc. De aquí es que muchos particulares tenían entonces dos nombres: el que sus padres les pusieron, y el que merecían por sus acciones; pero con el segundo olvidaron en breve el primero. Estos títulos honoríficos se transmitían a los hijos para recordarles las acciones de sus padres y empeñarlos a imitarlas, y así es que han llegado hasta nuestros días; y como han pasado a toda clase de ciudadanos, no imponen obligación alguna, antes bien algunas veces resulta un singular contraste con el estado o el carácter de aquellos que lo han recibido en su infancia. CAPÍTULO LXV. Sócrates. Sócrates era hijo de un escultor llamado Sofronisco, y de Fenareta; su madre era partera. Fijó alternativamente su atención en el estudio profundo de la naturaleza, las ciencias exactas y las bellas letras. Dejose ver en un tiempo en que dos clases de hombres se encargaban de recoger o esparcir nuevas luces: unos eran los filósofos, cuya mayor parte pasaban su vida meditando sobre la formación del universo y la esencia de los seres; y los otros los sofistas, que a favor de algunas nociones superficiales y de una elocuencia pomposa se entretenían en discurrir sobre todos los objetos de la moral y de la política, sin aclarar ninguno. Sócrates concurrió a oír a unos y otros, pero miró como inútiles las meditaciones de algunos filósofos y como peligroso el método de los sofistas que sostenían todas las doctrinas sin adoptar ninguna. De aquí dedujo que el único conocimiento necesario a los hombres era el de sus deberes; la única ocupación digna de los filósofos, la de instruir en ellos; y sometiendo al examen de la razón nuestras relaciones con los dioses y nuestros semejantes, se atuvo a aquella teología sencilla cuya voz habían escuchado las naciones tranquilamente después de una larga sucesión de siglos. Este grande hombre no manifestó su modo de pensar con respecto a la naturaleza de la divinidad, pero se explicó siempre con claridad sobre su existencia y su providencia. Reconoció un Dios único autor y conservador del universo, e inferiores a él unos dioses formados por su mano, revestidos de una parte de su autoridad y dignos de nuestra veneración. No se detuvo a indagar el origen del mal, que reina en el orden moral como en el físico, pero conoció los bienes y los males que constituyen la dicha y la desdicha del hombre, y fundó su moral sobre este conocimiento. Penetrado de su doctrina, la cual enseña que la verdadera dicha del hombre consiste en la virtud, concibió el proyecto tan extraordinario como interesante de destruir, si era aún tiempo de ello, los errores y las preocupaciones que son la causa de la desgracia y la vergüenza de la humanidad. Viose pues un simple particular, sin nacimiento, sin crédito, sin ninguna mira de interés o de gloria, encargarse del penoso cuidado de instruir a los hombres y conducirlos a la virtud por medio de la verdad; nunca trató de mezclarse en los asuntos del gobierno, pues tenía que cumplir con otras obligaciones más nobles, y así decía que formando buenos ciudadanos multiplicaba los servicios que debía a su patria. No teniendo intención ni de anunciar sus proyectos de reforma, ni de precipitar su ejecución, no compuso obra ninguna, ni hizo alarde de reunir a sus oyentes en horas determinadas. Pero en las plazas y en los paseos públicos, en las tertulias distinguidas y en medio del pueblo, aprovechaba cualquier ocasión para instruir en sus verdaderos intereses al magistrado, al artesano, al labrador, en una palabra a todos sus hermanos; pues bajo este aspecto miraba a todos los hombres. Sus lecciones eran verdaderamente conversaciones familiares en que daban materia para ellas las circunstancias. Unas veces leía con sus discípulos los escritos de los sabios que le habían precedido, repitiendo la lectura porque sabía que, para perseverar en el amor del bien, suele ser preciso convencerse de nuevo de las verdades de que uno está convencido; otras veces explicaba la naturaleza de la justicia, de la ciencia y del verdadero bien. «Perezca», exclamaba entonces, «la memoria del primero que se atrevió a hacer distinción entre lo justo y lo útil». Habiendo nacido con una ciega inclinación al vicio, fue durante su vida el modelo de todas las virtudes. Le costó trabajo reprimir la violencia de su carácter, pero al fin le hizo invencible su paciencia. El mal genio de Jantipa, su esposa, jamás turbó la quietud de su alma ni la serenidad que se notaba en su frente. Levantó un día la mano contra su esclavo y se contuvo, diciendo: «Si no fuera porque estoy encolerizado...». Había prevenido a sus amigos que le advirtiesen cuando notasen alguna alteración en la voz o en el semblante. A pesar de su pobreza, no quiso paga alguna por las lecciones que daba, ni aceptó nunca las ofertas de sus discípulos. Algunas personas ricas de la Grecia le instaron para que se fuese a su casa, mas él se excusó, y cuando Arquelao, rey de Macedonia, le ofreció un acomodo en su corte, lo rehusó también bajo pretexto de que no se hallaba en disposición de volverle beneficio por beneficio. Esto no obstante, no era desaliñado en lo exterior, aunque siempre indicaba la medianía de su fortuna. Este aseo era conforme con las ideas de orden y decencia que dirigían sus acciones, y el cuidado que tenía en la conservación de su salud era también correspondiente al deseo que tenía de conservar su ánimo libre y tranquilo. En aquellas comidas en que el placer degenera a veces en licencia, sus amigos admiraban siempre su frugalidad, y en su conducta respetaban sus enemigos la pureza de sus costumbres. Sirvió en varias campañas, y en todas dio ejemplo de valor y de obediencia. Así es que en el sitio de Potidea se le vio sufrir el frío más riguroso, y andar descalzo por el hielo cuando los soldados no se atrevían a salir de sus tiendas. En la batalla de Delio fue de los últimos que se retiraron al lado del general, marchando despacio y siempre peleando, hasta que habiendo visto al joven Jenofonte rendido de cansancio y caído del caballo, lo tomó a cuestas y le puso en salvo. El general, llamado Laques, confesó después que hubiera podido contar con la victoria si todo el mundo se hubiese portado como Sócrates. Solía divertirse algunas veces hablando de la semejanza que tenían sus facciones con las del dios Sileno. Era de genio festivo y placentero, de carácter firme y consecuente; tenía gracia particular para hacer la verdad palpable e interesante: sus discursos carecían de adornos pero no de elevación, manifestándose siempre en ellos la propiedad en las palabras así como el enlace y la exactitud de las ideas. Decía que Aspasia le había dado lecciones de retórica, dando a entender sin duda que a su lado había aprendido a explicarse con más gracia. Tuvo amistad con esta mujer célebre, con Pericles, Eurípides y los hombres más distinguidos de su siglo, pero sus discípulos fueron siempre sus verdaderos amigos; estos le adoraban, y yo mismo los he visto enternecerse al acordarse de él mucho tiempo después de su muerte. Mientras conferenciaba con ellos, les hablaba frecuentemente de un genio que lo acompañaba desde su infancia y cuyas inspiraciones jamás le inducían a emprender cosa alguna, antes bien le solían contener cuando iba a ejecutar. Si le consultaban sobre algún proyecto que podía tener algún mal resultado, se hacía oír la voz secreta, y si había de salir bien, guardaba silencio. Entonces tomaba sin duda sus presentimientos por inspiraciones divinas, y atribuía a una causa sobrenatural los efectos de su prudencia o de la casualidad. Jamás tuvieron los atenienses con este gran filósofo las consideraciones de que era digno. Aristófanes, Eupolis y Amipsias le pusieron en ridículo sacándole al teatro, tratando así de burlarse de su pretendido genio y de sus largas meditaciones. Aristófanes le representó suspendido del suelo, asimilando sus pensamientos al aire sutil y ligero que respiraba, invocando las diosas tutelares de los sofistas, las Nubes, cuya voz creía oír en medio de las nieblas y tinieblas que le rodeaban. Era preciso desconceptuarle con el pueblo, y para ello le acusa el poeta de enseñar a los jóvenes a despreciar a los dioses y engañar a los hombres. Dicen que Sócrates no se desdeñó de asistir a la primera representación, porque semejantes insultos no alteraban su constancia, ni más ni menos que los otros acontecimientos de su vida. «Yo debo corregirme», decía, «si las reconvenciones de estos autores son fundadas, y si no lo son, despreciarlas». Veinticuatro años habían pasado ya desde la representación de _Las Nubes_, pareciendo que había pasado también para él el tiempo de las persecuciones, cuando recibió la inesperada noticia de que un joven llamado Meleto acababa de denunciarle al segundo arconte como a un enemigo de los dioses y un corruptor de la juventud, pidiendo contra él la pena de muerte. Sirviéronse de Meleto, como instrumento de su odio, otros dos acusadores más poderosos llamados Ánito y Licón. El denunciador, persiguiendo a Sócrates como a un impío, debía prometerse que le perdería porque el pueblo admitía siempre con calor esta clase de acusaciones; por otra parte, persiguiéndole como a un corruptor de la juventud, a favor de una acusación tan vaga, podía recordar por incidencia y sin riesgo alguno las opiniones que el acusado había manifestado contra el gobierno popular, establecido desde la expulsión de los treinta tiranos, entre los cuales se contaba Critias, uno de los discípulos de Sócrates. Mantúvose este quieto durante los primeros trámites de la causa, pero sus discípulos atemorizados se apresuraron a conjurar la tempestad. El célebre Lisias hizo en su favor un discurso persuasivo y capaz de conmover a los jueces, pero Sócrates, aunque reconoció los talentos del orador, no encontró en el discurso el lenguaje vigoroso de la inocencia. Un amigo suyo llamado Hermógenes le rogó un día que trabajase en su defensa, y Sócrates respondió: «Me he ocupado en ella desde que respiro... Examínese mi vida entera y en ella se hallará mi apología. La posteridad se pronunciará entre mis jueces y yo: hará recaer el oprobio sobre su memoria y cuidará de la mía, y me hará la justicia de creer que, lejos de pensar en corromper a mis compatriotas, únicamente me he dedicado a hacerlos mejores». Estas eran sus disposiciones cuando le citaron para comparecer ante el tribunal de los heliastas, al cual acababa de remitir el proceso el arconte rey, y que en esta ocasión se compuso de quinientos jueces. Meleto y los demás acusadores habían plenamente concertado sus planes, y en sus arengas, sostenidos de todo el prestigio de la elocuencia, habían reunido con mucho estudio todas las circunstancias a propósito para prevenir a los jueces. Voy a referir algunos de sus alegatos. _Primer delito de Sócrates: Que no admite las divinidades de Atenas, aunque según la ley de Dracón, todo ciudadano está obligado a honrarlas._ _Segundo delito de Sócrates: Que pervierte la juventud de Atenas._ Muchos amigos de Sócrates tomaron su defensa: otros escribieron en su favor, y Meleto hubiera quedado vencido si no hubiesen acudido en su auxilio Ánito y Licón. Defendiose el acusado para obedecer a la ley, pero lo hizo con la firmeza de la inocencia y la dignidad de la virtud. La mayor parte de los jueces eran gentes ordinarias, sin luces ni principios: unos tuvieron su firmeza por un insulto, otros se ofendieron de los elogios que se dio a sí mismo, y habiendo procedido a la sentencia le declararon reo y convicto. Sus enemigos ganaron por la diferencia de algunos votos, y aun hubiesen tenido menos y hubiera recaído sobre ellos el castigo si Sócrates hubiese hecho el más leve esfuerzo para conmover a sus jueces. Según la jurisprudencia de Atenas, era menester segunda sentencia para imponer la pena. Meleto en su acusación pedía la de muerte, y Sócrates podía escoger entre una multa, el destierro o el encierro perpetuo; pero tomando otra vez la palabra, dijo que se encontraría culpable si se impusiese a sí mismo el castigo más leve, cuando, en recompensa de los grandes servicios que había hecho a la república, era acreedor a que le mantuviesen en el Pritaneo a expensas del público. Al oír esto, ochenta de los jueces que habían votado a su favor se pusieron de parte del acusador, y se pronunció una sentencia de muerte, expresando que terminase el veneno los días del acusado. Sócrates la oyó con la serenidad de un hombre que toda su vida había estado aprendiendo a morir. Cuando salió del palacio para ir a la cárcel, no se advirtió alteración alguna en su semblante ni en su andar, y viendo él que sus discípulos le acompañaban vertiendo llanto: «¿Y por qué», les dijo, «no habéis llorado hasta hoy? ¿Ignorabais que cuando la naturaleza me concedió la vida, me condenó a perderla?». Al mismo tiempo vio pasar a Ánito, y dijo a sus amigos: «¡Mirad cuán envanecido y altivo está de su triunfo! Pero ignora que la victoria queda siempre para el hombre virtuoso». El día siguiente de su sentencia, el sacerdote de Apolo puso una corona en la popa de la galera que lleva todos los años a Delos las ofrendas de los atenienses, y desde que se hace la ceremonia hasta que ha vuelto la nave, la ley prohíbe que se ejecute ninguna sentencia de muerte. Con este motivo pasó Sócrates treinta días en la cárcel rodeado de sus discípulos, los cuales para aliviar su dolor iban todos los días a recibir sus miradas y sus palabras, que a cada instante creían oírlas por la vez postrera. Un día al despertarse, vio sentado junto a su cama a Critón, que era uno de los que él más quería, y le dijo: «¿Por qué habéis venido hoy más temprano que otros días?». «Por una novedad fatal, no para vos, sino para mí y vuestros amigos: la novedad más cruel y más horrible que puede haber». «¿Ha vuelto la nave?». «Ayer tarde la vieron en Sunio, hoy llegará sin duda, y mañana será el día de vuestra muerte». «Sea en hora buena, pues tal es la voluntad de los dioses». Entonces Critón le participó que, unido con otros amigos, había tomado la resolución de sacarlo de la cárcel, que todo estaba dispuesto para la noche próxima, y que le proporcionarían en Tesalia un cómodo retiro para vivir tranquilo. «¡Ay, mi querido Critón!», le respondió, «vuestro celo no está conforme con los principios que siempre me he propuesto seguir y que nunca abandonaré a pesar de los tormentos más rigurosos. Habiendo declarado que preferiría la muerte al destierro, ¿crees tú que yo iría, siendo infiel a mi palabra así como a mi deber, a mostrar a las naciones lejanas a Sócrates proscrito, humillado, convertido en infractor de las leyes y enemigo de la autoridad, por conservar algunos días más la vida entre pesares y deshonra? ¿Iría yo a perpetuar la memoria de mi debilidad y de mi crimen, y no atreverme a pronunciar las palabras de virtud y de justicia sin avergonzarme de mí mismo y excitar contra mí las más agudas recriminaciones? No, amigo mío; estaos quietos, y dejadme seguir el camino que me han señalado los dioses». A los dos días de esta conversación, pasaron a la cárcel los once magistrados encargados de la ejecución de las sentencias de los criminales, le quitaron las cadenas y le notificaron que había llegado la hora de su muerte. Entraron después de esto muchos discípulos suyos, y hallaron a su lado a Jantipa, que tenía en brazos a su hijo menor, y apenas ella los vio, exclamó con voz interrumpida de sollozos. «¡Ay, ved ahí por última vez a vuestros amigos!». Sócrates suplicó a Critón que la llevasen a su casa, y la sacaron de allí, dando gritos dolorosos y arañándose la cara. Jamás se mostró a sus discípulos con tanta serenidad y espíritu. En su última conversación les dijo que a nadie le es permitido atentar contra su vida, porque estando en la tierra como colocados en un puesto, no debemos dejarle sin permiso de los dioses; que en cuanto a él, conformándose con su voluntad, suspiraba el momento que le pondría en posesión de la dicha que había tratado de merecer por su conducta. Pasando de aquí al dogma de la inmortalidad del alma, lo fundó en una multitud de pruebas que justificaban sus esperanzas. Luego entró en un cuartito para bañarse, a donde le siguió Critón, y los demás amigos se quedaron hablando de los discursos que acababan de oír y del estado a que iba a reducirles su muerte. Presentáronle sus tres hijos, dos de los cuales eran de edad muy tierna, y habiendo hecho algunas prevenciones a las mujeres que los habían llevado, las despidió, y volvió a juntarse con sus amigos. A breve rato entró el carcelero que le llevaba el veneno. «Estoy cierto», dijo a Sócrates, «de que no me atribuís vuestro infortunio, pues harto conocéis a los autores. Quedad con dios, y procurad someteros a la necesidad». Las lágrimas apenas le permitieron acabar, y se fue a un rincón de la cárcel para derramarlas libremente. «Adiós», le respondió Sócrates, «seguiré vuestro consejo», y volviéndose hacia sus amigos les dijo: «¡Qué buen corazón tiene este hombre! Mientras he estado aquí ha venido algunas veces a darme conversación... Mirad cómo llora... Critón, es preciso obedecerle; que traigan el veneno si está preparado, y si no, que lo preparen al momento». Critón le hizo presente que el sol no se había puesto todavía, y que otros habían tenido la libertad de prolongar su vida algunas horas más. «Tendrían sus razones», contestó Sócrates, «y yo tengo las mías para obrar de otro modo». Entonces Critón dio sus órdenes, y cuando todo estuvo pronto, un criado le trajo la copa fatal, y Sócrates le preguntó qué era lo que tenía que hacer. «Pasearos después de haber tomado la pócima», respondió el hombre, «y echaros boca arriba cuando sintáis que os flaquean las piernas». Entonces, sin inmutarse y con mano firme tomó la copa, dirigió sus oraciones a los dioses y la llevó a sus labios. En aquel terrible momento quedaron suspensos y horrorizados los ánimos de todos, y derramaron lágrimas espontáneamente, aumentándose los sollozos al oír los lamentos del joven Apolodoro, que, después de haber llorado todo el día, andaba por la cárcel dando espantosos alaridos. «¿Qué es lo que hacéis, amigos míos?», les dijo Sócrates con la mayor serenidad. «Mandé salir de aquí a las mujeres para no ser testigo de semejantes debilidades: cobrad ánimo; siempre he oído decir que la muerte debía ir acompañada de buenos augurios». En tanto, no dejaba de pasearse, pero luego que sintió pesadez en sus piernas, se echó en la cama y se tapó con el manto. El criado mostraba a los circunstantes los progresos sucesivos del veneno: heló sus pies y manos un frío mortal, y estaba cerca de insinuarse en el corazón, cuando Sócrates levantó el manto y dijo a Critón: «Debemos un gallo a Esculapio; no olvidéis el cumplimiento de este voto». «Quedaréis satisfecho», respondió Critón, «¿pero no tenéis otra cosa que advertirnos?». No respondió. Un instante después hizo un leve movimiento; el criado le destapó, recibió su última mirada y Critón le cerró los ojos. Así murió el hombre más religioso, el más virtuoso y feliz, el único quizás que, sin temor de que le desmintieran, pudo decir en alta voz: «Nunca cometí la menor injusticia, ni con mis obras ni con mis palabras». CAPÍTULO LXVI. Fiestas y misterios de Eleusis. De todos los misterios establecidos en honor de las diferentes divinidades, no hay otros más célebres que los de Deméter, cuyas ceremonias arregló ella misma, según dicen. Cuando recorría la tierra en busca de su hija Perséfone, arrebatada por Hades, llegó a la llanura de Eleusis, y, satisfecha del buen recibimiento que la hicieron aquellos habitantes, les hizo dos beneficios singulares, cuales son: el arte de la agricultura y el conocimiento de la doctrina sagrada. Añaden que los misterios menores que sirven de preparación para los mayores, fueron instituidos en favor de Heracles. Se pretende que ha difundido el espíritu de unión y de humanidad por donde quiera que los atenienses han introducido este sistema religioso, que purifica el alma de su ignorancia y de sus manchas, que proporciona una asistencia particular de los dioses, los medios de llegar a la perfección de la virtud, las delicias de una vida santa, la esperanza de una muerte sosegada y de una felicidad sin límites. Los iniciados ocuparán un lugar distinguido en los campos elíseos, gozarán de una luz pura y vivirán en el seno de la divinidad, mientras que los demás habitarán cuando mueran en unos lugares de horror y tinieblas. Para evitar semejante alternativa, van los griegos de todas partes a Eleusis para mendigar la prenda de la dicha que se les anuncia. Los atenienses son admitidos a las ceremonias de la iniciación desde la edad más tierna, y aquellos que nunca han sido iniciados las piden a la hora de la muerte. Sin embargo, algunas personas ilustradas creen no tener necesidad de tal asociación para ser virtuosas. Así es que Sócrates jamás quiso agregarse a ella, y este rechazo dio motivo a dudar de su religión. Los grandes misterios se celebran todos los años, y la fiesta de los menores es también anual, y cae seis meses antes. Salí yo con algunos de mis amigos a fin de hacer algunas indagaciones sobre esta institución. La puerta por donde se sale de Atenas para ir a Eleusis se llama la puerta sagrada, y el camino por donde se va, la vía sacra. El espacio que hay entre estas dos ciudades es de cerca de cien estadios (más de tres leguas y cuarto). Habiendo pasado una colina muy alta y cubierta de adelfas, entramos en el territorio de Eleusis. A corta distancia del mar se prolonga en la llanura una colina, en cuya falda y a la extremidad oriental han erigido el famoso templo de Deméter y Perséfone, y más abajo la pequeña ciudad de Eleusis. En las cercanías y sobre la colina misma hay muchos monumentos sagrados y hermosas casas de campo propias de ricos habitantes de Atenas. El templo, construido por disposición de Pericles, es de mármol pentélico, mira hacia el oriente y es tan vasto como magnífico. Los más célebres artistas fueron encargados de llevar esta obra a su perfección. Entre los ministros del templo hay cuatro principales. El primero es el hierofante, cuyo nombre significa el que revela las cosas santas, y su principal función es iniciar en los misterios. Se presenta con una vestidura distinguida, la frente adornada con una diadema y los cabellos sueltos por los hombros. Su sacerdocio es perpetuo, y desde el momento en que entra en él, queda sujeto al celibato. El segundo ministro está encargado de llevar la antorcha sagrada en las ceremonias, y de purificar a los que se presentan a la iniciación. Los otros dos son el heraldo sagrado y el asistente del altar. Todos cuatro son de las más ilustres familias de Atenas, y tienen a sus órdenes otros ministros subalternos. Preside las fiestas el segundo arconte, encargado especialmente de conservar en ellas el buen orden, y de impedir que en nada se falte al culto. Estas fiestas duran muchos días. Para la iniciación en los grandes misterios, estaba señalada la noche siguiente al sexto día. Los novicios iban coronados de flores: los vimos entrar en el recinto sagrado, y a la mañana siguiente uno de los recién iniciados, que era amigo mío, me explicó algunas ceremonias que había presenciado. «Encontramos», me dijo, «a los ministros del templo revestidos de sus ornamentos pontificales, y apenas habíamos tomado puesto cuando gritó un heraldo: “Fuera de aquí los profanos, los impíos y todos aquellos cuya alma esté manchada de crímenes”. Hecha esta advertencia, se impondría pena de muerte a cualquiera que tuviese la temeridad de quedarse en la junta sin tener derecho. El segundo ministro hizo tender bajo nuestros pies las pieles de las víctimas ofrecidas en sacrificio, y nos purificó nuevamente. Leyeron en voz alta los ritos de la iniciación y cantaron himnos en honor de Deméter; oyose al punto un ruido sordo, de modo que parecía que la tierra bramaba debajo de nuestros pies, y el rayo y los relámpagos no dejaban vislumbrar más que fantasmas y espectros que andaban errantes en las tinieblas, haciendo resonar en los lugares santos unos alaridos que nos helaban de espanto, y unos gemidos que despedazaban nuestras almas. El dolor mortal, los cuidados devoradores, la pobreza, las enfermedades, la muerte se presentaban a nuestra vista bajo aspectos odiosos y fúnebres. El hierofante explicaba estos diversos emblemas, y sus pinturas animadas aumentaban nuestra inquietud y nuestro susto. »En tanto, a la claridad de una luz débil nos íbamos acercando a aquella región de los infiernos donde las almas se purifican hasta que llegan a la mansión de la bienaventuranza. En medio de muchas voces lastimeras oímos las amargas quejas de aquellos que habían atentado contra su vida. “Esos reciben su justo castigo”, dijo el hierofante, “porque han abandonado el puesto que los dioses les habían confiado en este mundo”. »Apenas pronunció estas palabras, cuando se abrieron con estrépito unas puertas de bronce y ofrecieron a nuestra vista los horrores del tártaro. Allí no se oía más que ruido de cadenas y lamentos de los desdichados, y entre estos gritos lúgubres y penetrantes, salían de cuando en cuando estas terribles palabras: “Aprended en este ejemplo a respetar a los dioses, a ser justos y agradecidos”. Vimos también a las furias, armadas de látigos, encarnizarse cruelmente en los criminales. »Estas pinturas horrorosas, animadas incesantemente por la voz sonora y majestuosa del hierofante, que parecía ejercer el ministerio de la venganza celeste, nos llenaban de espanto, y apenas daban tiempo para respirar cuando nos hicieron pasar a unos bosquecillos deliciosos y a unas praderas amenas, mansión afortunada, imagen de los campos elíseos donde brillaba una claridad pura al mismo tiempo que se oían unas voces melodiosas que suspendían los sentidos. Introducidos luego en el lugar santo, fijamos la vista en la estatua de la diosa, resplandeciente de luz y ricamente adornada. Allí era donde debían acabarse nuestras pruebas, y allí hemos visto y oído cosas que no es permitido revelar. Únicamente diré que, en la embriaguez de una alegría santa, hemos cantado himnos para felicitarnos de nuestra dicha». Preciso es confesar que la iniciación, a pesar de todo lo que en ella se ve y se oye, no es casi más que una vana ceremonia. Así es que cuantos la han recibido no son más virtuosos que los demás, pues quebrantan todos los días el juramento que hicieron de abstenerse de comer volatería, pesca, granadas, habas y algunas otras especies de frutas y legumbres. Muchos de ellos han contraído esta obligación sagrada por miras poco conformes a su objeto, pues casi en nuestros días se ha visto al gobierno permitir la compra del derecho de participar de los misterios para salir del apuro de las rentas públicas, y hace ya mucho tiempo que se admiten a la iniciación mujeres de mala vida. Día vendrá, pues, en que la corrupción desfigurará una asociación la más santa. CAPÍTULO LXVII. Historia del teatro de los griegos. (Año 343 antes de J. C.) Por este tiempo di yo fin a mis averiguaciones sobre el arte dramático. En el seno de los placeres tumultuosos, y en los extravíos de la embriaguez causados por las fiestas de Dioniso, se formó un arte el más arreglado y sublime. Trasladémonos tres siglos más atrás del nuestro, y veremos que, entre los poetas que entonces florecían, los unos cantaban las acciones y las aventuras de los dioses y los héroes, y los otros perseguían con malignidad los vicios y las extravagancias de los hombres. Los primeros tomaban a Homero por modelo, los segundos se autorizaban y abusaban de su ejemplo. Conocíase ya la necesidad y el poder del arte teatral. Susarión y Tespis, ambos naturales de un lugarcillo del Ática, se dejaron ver cada cual al frente de una compañía de actores; el uno en las tablas y el otro en un carro. El primero persiguió los vicios y las extravagancias de su tiempo, y el segundo trató asuntos más nobles tomados de la historia. La excesiva afición que se propagó repentinamente, en la ciudad y en el campo, a las composiciones dramáticas de estos dos autores, justificó que era inútil la recelosa previsión de Solón. Los poetas, que hasta entonces se habían ejercitado en los ditirambos y en la sátira licenciosa, conociendo las reglas acertadas con que empezaban a caracterizarse estos géneros, consagraron sus talentos a la comedia y la tragedia: muy en breve variaron los asuntos del segundo de estos poemas, empezando a tenerse por extraños al culto de Dioniso. Frínico, discípulo de Tespis, dejó la tragedia en la infancia. Esquilo la recibió de sus manos envuelta en un tosco vestido, con el rostro cubierto de varios colores, o con una máscara sin carácter, sin gracias, sin dignidad en sus movimientos, explicándose algunas veces con decoro y elegancia, y otras muchas con un estilo débil, rastrero y obsceno. Este padre de la tragedia se había distinguido en las batallas de Maratón, de Salamina y de Platea, y desde su más tierna juventud se entregó a la lectura de aquellos poetas que inmediatos a los tiempos heroicos, concebían unas ideas tan grandes como sus hechos. Introdujo un segundo actor en sus primeras tragedias, y más adelante, a imitación de Sófocles, que acababa de entrar en la carrera del teatro, añadió un tercero y algunas veces un cuarto: por esta multiplicidad de personajes, uno de los actores venía a ser el héroe de la pieza, y excitaba el principal interés. Sus planes son sumamente sencillos: descuidaba o no conocía bastante el arte de salvar las inverosimilitudes, de enlazar y desenlazar una acción, de ligar íntimamente sus partes, y de acelerarla o suspenderla con conocimientos u otros accidentes imprevistos. Únicamente interesa algunas veces por la relación de los hechos y la viveza del diálogo, y en ocasiones por la fuerza del estilo o por el terror del espectáculo. Parece que miraba como esencial la unidad de acción y de tiempo, y como menos necesaria la de lugar. El carácter y las costumbres de los personajes son convenientes, y rara vez se desmienten. Escogió continuamente sus modelos en los tiempos heroicos, y los sostiene en la elevación en que Homero puso a los suyos. Se complace en pintar almas vigorosas, francas, superiores al temor, amantes de la patria, insaciables de gloria y de combates, más grandes que son hoy día; tales como quisiera formarlas para la defensa de la Grecia, porque escribía en tiempo de la guerra de los persas. En tiempo de Esquilo no se conocía para el género heroico más que el tono de la epopeya y el del ditirambo, los cuales se acomodaban tanto a la elevación de sus ideas y de sus sentimientos que los trasladó a la tragedia sin desfigurarlos. Dominado por un entusiasmo de que ya no es dueño, prodiga los epítetos, las metáforas, todas las expresiones figuradas de los sentimientos del alma, todo lo que da peso, fuerza, magnificencia en el lenguaje, todo lo que puede en fin animarle y darle expresión. Bajo su pincel vigoroso, las relaciones, las ideas, las máximas, todo se convierte en imágenes admirables por su belleza o por su singularidad. La elocuencia de Esquilo era tan fuerte que no permitía sujetarla a los adornos de la elegancia, de la armonía y de la corrección, y su vuelo muy alto y atrevido exponiéndose a extravíos y caídas. Su estilo en general es noble y sublime, en algunas partes grande hasta el exceso, y pomposo hasta la hinchazón, algunas veces desconocido y chocante por comparaciones mezquinas, juegos pueriles de palabras, y otros vicios que son comunes a este autor y a los que tienen más gusto y más genio. A pesar de sus defectos, mereció un lugar muy distinguido entre los poetas más célebres de la Grecia. Acusado falsamente de haber revelado en una de sus piezas los misterios de Eleusis, le fue difícil escaparse del furor de un pueblo fanático. Habiendo abandonado su patria, pasó a Sicilia, donde el rey Hierón le colmó de beneficios y honores, y allí murió poco tiempo después, de edad de cerca de setenta años. Los atenienses decretaron honores a su memoria, y más de una vez se ha visto a los autores que se dedicaban al teatro ir a hacer libaciones en su sepulcro y declamar sus obras alrededor de este fúnebre monumento. Los progresos del arte fueron rápidos en extremo. Sófocles, contemporáneo de Esquilo, disputó la gloria a este gran trágico. Nació Sófocles de una familia noble de Atenas en el año cuarto de la olimpiada setenta (hacia el año 497 antes de J. C.), y catorce años antes del nacimiento de Eurípides. Después de la batalla de Salamina, puesto al frente de un coro de jóvenes que alrededor de un trofeo entonaban cánticos de victoria, llamó la atención del concurso por la bizarría y belleza de su persona, y el voto de todos por la melodía de su lira; en diferentes ocasiones le confiaron empleos importantes, ya civiles, ya militares. A la edad de ochenta años, fue acusado por un hijo ingrato de que no se hallaba ya en estado de dirigir los negocios de su casa, y se contentó con leer en la audiencia el _Edipo en Colono_, cuya obra acababa de hacer; los jueces, indignados por la acusación, le conservaron sus derechos, y todos los circunstantes le condujeron en triunfo a su casa. Murió a la edad de noventa y un años, después de haber gozado de una gloria cuyo brillo se aumenta de día en día. A la muerte de Eurípides, ocurrida poco antes de la suya, se dejó ver vestido de luto, acompañó en su dolor a los atenienses, y en una pieza que daba no permitió que los actores se pusiesen coronas. Aplicose al principio a la poesía lírica, pero su ingenio le puso muy pronto en un camino más glorioso, y su primer ensayo le fijó en él para siempre. Siendo de edad de veintiocho años, concurría con Esquilo que estaba en posesión del teatro, y después de la representación de las obras se reunió en favor suyo la pluralidad de los votos, de modo que su concurrente, resentido por esta preferencia, se retiró poco tiempo después a Sicilia. El joven Eurípides fue testigo de este triunfo de Sófocles; a la edad de dieciocho años se le vio entrar en la carrera, y durante muchos años recorrerla a la par de su rival, siendo semejantes a dos soberbios competidores que con igual fogosidad aspiran a la victoria. Diversas causas le empeñaron al fin de sus días a retirarse a la corte de Arquelao, rey de Macedonia, que reunía en su corte a todos los que se distinguían en las letras y en las artes. Murió pocos años después, de edad de unos setenta y seis años, y los atenienses enviaron diputados a Macedonia para pedir su cuerpo y trasladarle a Atenas, pero Arquelao no escuchó sus súplicas, tuvo por un honor el conservar los restos de un gran hombre, y le erigió un sepulcro magnífico cerca de su capital. Al mismo tiempo le erigieron también los atenienses un cenotafio en el camino que va desde la ciudad al Pireo. En Salamina, su patria nativa, me llevaron, inmediatamente que llegué, a una gruta donde se pretende que compuso la mayor parte de sus piezas dramáticas; también en el lugar de Colono me enseñaron los habitantes más de una vez la casa en que Sófocles pasó una parte de su vida. Casi a un mismo tiempo perdió Atenas estos dos célebres poetas, y apenas habían cerrado los ojos cuando Aristófanes compuso una pieza que fue representada con aplauso, y en la cual señaló el primer lugar a Esquilo, el segundo a Sófocles y el tercero a Eurípides. Esta decisión era entonces conforme a la opinión de la mayoría de los atenienses. Cualquiera que sea su mérito particular, y a pesar de las diferencias que mediaban entre ellos, se verán siempre al frente de los que han ilustrado la escena. Aunque la comedia tenga el mismo origen que la tragedia, su historia menos conocida indica revoluciones cuyos pormenores ignoramos, y descubrimientos cuyos autores nos oculta. Habiendo nacido en las aldeas del Ática hacia la olimpiada cincuenta (580 años antes de J. C.), acomodada a las costumbres groseras de las gentes del campo, no se atrevía a acercarse a la capital. Solo después de una larga infancia creció de repente en Sicilia. En lugar de un amontonamiento de escenas sin orden ni enlace, el filósofo Epicarmo estableció una acción, ligó todas sus partes, la trató en una justa extensión, y la condujo hasta el fin sin extravíos: sus composiciones, sujetas a las mismas leyes que la tragedia, fueron luego conocidas en Grecia, sirvieron allí de modelo, y la comedia participó en breve con su rival del voto público y del homenaje debido a los talentos. Los atenienses en particular la acogieron con el entusiasmo que pudiera excitar la noticia de una victoria. Muchos de ellos se ejercitaron en este género, y sus nombres adornan la lista numerosa de aquellos que desde Epicarmo hasta nuestros días se han distinguido en él. Tales fueron entre los más antiguos, Magnes, Cratino, Crates, Ferécrates, Eupolis y Aristófanes que murió unos treinta años antes de mi llegada a Grecia. Todos vivieron en el siglo de Pericles. La lectura de sus piezas prueba claramente que no tuvieron más objeto que el de agradar a la multitud; que todos los medios les parecieron indiferentes, y que a su vez emplearon la parodia, la alegoría y la sátira, sostenidas por imágenes las más obscenas y por expresiones las más groseras. Algunos, tratando un objeto en su generalidad, se abstuvieron de toda injuria personal, pero otros fueron tan pérfidos que confundieron los defectos con los vicios y el mérito con el ridículo. Espías en la sociedad y delatores en el teatro, entregaron las reputaciones a la malignidad de la multitud, y a su envidia los que tenían bienes, mal o bien adquiridos. No había ciudadano, por elevado ni despreciado que fuera, que estuviese a salvo de los tiros de ellos; a veces le señalaban valiéndose de ciertas alusiones de fácil aplicación, y en muchas ocasiones por sus nombres y las facciones del rostro figuradas en la máscara del actor. Los autores de estas sátiras recurrían a la impostura para saciar su encono, y a las injurias indecentes para complacer al populacho. Con el veneno en la mano recorrían todas las clases de ciudadanos y lo interior de las casas para sacar a luz todos los horrores que el tiempo no había descubierto. Otras veces se desencadenaban contra los filósofos, los poetas trágicos y sus propios rivales. Eurípides se vio toda su vida perseguido por Aristófanes, y unos mismos espectadores celebraron las piezas del primero, y la crítica que hacía el segundo. La parte más sana de la nación murmuraba, y algunas veces con éxito, de los atentados de la comedia, hasta que al fin salió un decreto prohibiendo su representación; después otro que prohibía también el nombrar personas, y en el tercero el insultar a las autoridades; pero estos decretos se olvidaban o revocaban luego. Hacia el fin de la guerra del Peloponeso, habiéndose apoderado del gobierno un corto número de ciudadanos, se trató al momento de reprimir la licencia de los poetas, permitiendo a la persona agraviada que los demandase en juicio. El terror que inspiraron estos hombres poderosos produjo en la comedia una revolución repentina. Ya no se oyeron sátiras directas contra los particulares, ni invectivas contra los jefes del estado, ni tuvieron retratos en las máscaras. El mismo Aristófanes se sometió a la reforma en sus últimas piezas, y los que le siguieron después, tales como Eubulo, Antífanes y otros muchos, respetaron las reglas de la decencia. Este es el estado en que se hallaba la comedia durante mi residencia en Grecia. Algunos continuaban tratando y glosando los asuntos históricos y fabulosos, pero los más preferían los fingidos; y el mismo espíritu de análisis y de observación que conducía a recoger en la sociedad aquellos rasgos dispersos cuya reunión caracteriza la grandeza de alma o la pusilanimidad, empeñaba a los poetas a pintar en lo general las singularidades que impactan a la sociedad o las acciones que la deshonran. La comedia había llegado a ser un arte arreglado, pues los filósofos habían podido definirla diciendo que imita no todos los vicios, sino únicamente aquellos que son susceptibles de ponerse en ridículo, y añadían que, a ejemplo de la tragedia, puede exagerar los caracteres para hacerlos más interesantes. Después de haber seguido los progresos de la tragedia y de la comedia, me falta hablar de un drama que reúne a la gravedad de la primera, la alegría de la segunda. La sátira tuvo también su origen en las fiestas de Dioniso, donde los coros de sátiros y de silenos hacían alternar con dichos jocosos los himnos que cantaban en honor de este dios. Esto dio la primera idea de la sátira, poema en que se tratan los asuntos más serios de un modo conmovedor y cómico al mismo tiempo. Se distingue de la tragedia en la especie de personajes que admite, en la catástrofe, que nunca es funesta, en el estilo, los chistes y las bufonadas que constituyen el principal mérito; se distingue de la comedia por la naturaleza del asunto, por el tono de dignidad que reina en algunas de sus escenas y el cuidado que se pone en apartar las personalidades; y se distingue de una y otra por los ritmos que le son propios, por la sencillez de la fábula, por los límites prescritos a la duración de la acción, y porque la sátira es una pieza corta que se da después de la representación de la tragedia para descanso de los espectadores. La escena presenta a la vista bosques, montes, grutas y perspectivas varias. Los personajes del coro disfrazados del modo extravagante que se atribuye a los sátiros, unas veces ejecutan danzas vivas y saltadoras, otras hacen diálogos o cantan con los dioses o los héroes, y de la diversidad de ideas, sentimientos y expresiones resulta un contraste raro y singular. CAPÍTULO LXVIII. Representaciones de las piezas en el teatro de Atenas. Al principio era el teatro de madera, pero habiéndose hundido cuando estaban representando una pieza de un autor antiguo, después lo construyeron de piedra, y subsiste todavía en el ángulo sudeste de la ciudadela. Voy a describir el plan del edificio. Mientras se representa no se permite a nadie permanecer en la platea, habiendo demostrado la experiencia que si no estuviese enteramente desocupada, se oiría menos la voz. El proscenio se divide en dos partes: la una más alta, donde recitan los actores, y la otra más baja, donde está por lo regular el coro. Esta última está levantada diez a doce pies encima de la platea y desde ella se puede subir, de forma que el coro, colocado en este lugar, puede volverse fácilmente hacia los actores o hacia los asistentes. El teatro está descubierto, y de aquí resulta que cualquier lluvia repentina obliga a los espectadores a refugiarse bajo los pórticos y en los edificios públicos de las inmediaciones. En el vasto recinto del teatro se celebran con frecuencia certámenes, ya de poesía, ya de música o de danza, con los cuales se solemnizan las grandes fiestas. Este edificio está consagrado a la gloria, y sin embargo se han visto allí en un mismo día una pieza de Eurípides y una función de títeres. Distínguense dos clases de actores: unos que están especialmente encargados de seguir el hilo de la acción, y otros que componen el coro. Para explicar sus funciones recíprocas, daré aquí una idea de la división de las piezas. Además de las partes que constituyen la esencia de un drama, y que son la fábula, las costumbres, la dicción, las ideas, la música y el aparato, es preciso considerar también las que lo dividen en su extensión, tales como el prólogo, el episodio, el exordio y el coro. El prólogo comienza con la pieza y acaba con el intermedio primero o entre acto. El episodio por lo general llega desde el primero hasta el último intermedio. El exordio comprende cuanto se dice después del último intermedio. En la primera de estas partes se hace la exposición, y comienza algunas veces la intriga: la acción se desenvuelve en la segunda y se desenlaza en la tercera. Estas tres partes no guardan entre sí proporción alguna, y así es que en el _Edipo en Colono_ de Sófocles, que contiene mil ochocientos sesenta y dos versos, solo el prólogo comprende setecientos. Nunca está desierto el teatro: el coro se presenta a veces en la primera escena, y si tarda más en salir, se le debe introducir con naturalidad; si se va, solo es por algunos instantes y con causa legítima. Según lo requiere el asunto, el coro está compuesto de hombres o de mujeres, de viejos o de jóvenes, de ciudadanos o de esclavos, de sacerdotes o de soldados, etc., siempre en número de quince en la tragedia, y de veinticuatro en la comedia, y siempre de un estado inferior al de los personajes principales de la pieza. Como el coro por lo común representa al pueblo o a quien al menos es parte de él, está prohibido a los extranjeros, aun a los establecidos en Atenas, formar parte de él, por la misma razón que les está prohibido asistir a la asamblea general de la nación. Durante la pieza, tan pronto ejerce el coro la función de actor como da forma al intermedio. Bajo el primer aspecto se introduce en la acción, canta o declama con los personajes, sirviéndole su corifeo de intérprete; en ciertas ocasiones se divide en dos grupos, dirigidos por dos jefes que refieren algunas circunstancias de la acción, o que se comunican sus temores o sus esperanzas. Esta clase de escenas, que casi siempre son cantadas, concluyen a veces reuniéndose las dos partes del coro. Bajo el segundo aspecto, se reduce a lamentarse de las desgracias de la humanidad, o a implorar el auxilio de los dioses en favor del personaje que le interesa. En cada tragedia se necesitan tres actores para los tres primeros papeles que saca por suerte el principal arconte, y en consecuencia les asigna la pieza en que deben representar. El autor solamente tiene el privilegio de escogerlos cuando ha ganado la corona en una de las fiestas anteriores. Algunas veces representan unos mismos autores en la tragedia y la comedia, pero rara vez se ve que sobresalgan en ambos géneros. Es inútil advertir que alguno ha sobresalido siempre en los primeros papeles, que algunos nunca han pasado de los terceros, y que hay papeles que requieren una fuerza extraordinaria, como el de Áyax furioso. Dan crecidos sueldos a los actores que han adquirido gran celebridad, tanto que yo he visto a Polo ganar un talento en dos días (más de 20 mil reales vellón). Su salario se arregla por el número de piezas que representan, y así que sobresalen en el teatro de Atenas, los buscan y solicitan de las principales ciudades de Grecia. Si faltan a las contratas que hacen, están obligados a pagar cierta suma estipulada en el contrato, y por otra parte la república les impone una multa cuando se ausentan durante las solemnidades. Se canta en los intermedios, y se declama en las escenas siempre que el coro calla. En el canto dirige la flauta a la voz, y en la declamación la dirige una lira que la impide que decaiga. Con respecto al canto, se observaban antiguamente con rigor las leyes de él, pero en el día se infringen impunemente las respectivas a los acentos y cantidad. Para asegurar la ejecución de las demás, el maestro del coro en defecto del poeta, ejercita y ensaya por mucho tiempo a los actores antes de representar las piezas; mide el compás con el pie o con la mano, o de otra manera que dé movimiento a los coristas siempre atentos a sus ademanes. No se limita a dirigir la voz de los que están a sus órdenes, pues debe también darles lecciones de dos especies de danzas propias del teatro. La una es la danza propiamente tal, que los coristas ejecutan solamente en ciertas piezas y en ciertas ocasiones, por ejemplo, cuando alguna plausible noticia les obliga a entregarse a los arrebatos de la alegría. La otra, que se ha introducido muy tarde en la tragedia, es aquella que arreglando los movimientos y las diversas inflexiones del cuerpo, ha llegado a pintar con más exactitud que la primera las acciones, las costumbres y los sentimientos. De todas las imitaciones esta es acaso la más enérgica, porque la palabra no debilita su elocuencia rápida, todo lo expresa, dejando vislumbrarlo todo, y no es menos propia para satisfacer el entendimiento que para mover el corazón. No siendo esta clase de danza una sucesión de movimientos y de pausas expresivas, como la armonía, es visto que ha debido verificarse en las diferentes especies de drama. La de la tragedia debe representar almas que sufren sus pasiones, su dicha y su inforturnio con la decencia y firmeza que convienen a la elevación de su carácter. Es menester que la actitud de los actores semeje a los modelos que toman los escultores para dar hermosas posiciones a sus estatuas: que las evoluciones de los coros se ejecuten con el orden y la disciplina de las marchas militares; y, en fin, que todas las señales exteriores concurran con tanta exactitud a la unidad del interés que resulte de ello un concierto tan agradable a la vista como al oído. La danza de la comedia es libre, familiar, a veces vil, y las más deshonrada con licencias tan groseras que el mismo Aristófanes tiene por un mérito el haberlas desterrado de algunas piezas suyas. En el drama que se llama sátira, esta danza es viva y tumultuosa, pero sin expresión, y sin relación con las palabras. Los actores tienen trajes y atributos adecuados a sus papeles. Los reyes ciñen su frente con una diadema, se apoyan en un cetro coronado de un águila, y visten ropas talares en que brilla a la vez el oro, la púrpura y toda clase de colores. Los héroes se presentan comúnmente cubiertos con una piel de león o de tigre, con espada ceñida, armados de lanza, carcaj y maza: los que se hallan en infortunio con vestidura negra, oscura o cenicienta y algunas veces desgarrada: la edad y el sexo, el estado y la situación actual de un personaje se dan a entender casi siempre por la forma y el color de su vestidura. Pero aún se indican mejor por una especie de casco que les cubre enteramente la cabeza, y que sustituyendo una fisonomía distinta de la del actor, causa ilusiones sucesivas mientras dura la pieza. Hablo de aquellas máscaras que se diversifican de muchos modos, ya en la tragedia, ya en la comedia y la sátira. Unas están guarnecidas de cabellos de diferentes colores, los otros de una barba más o menos larga, más o menos espesa, y otras reúnen cuanto es posible los atractivos de la juventud y de la belleza. Las hay que tienen una boca enorme forrada interiormente de láminas de cobre o de cualquier otro cuerpo sonoro, a fin de que la voz adquiera así bastante fuerza y tono para que se oiga en el vasto recinto donde están sentados los espectadores; hay algunas, en fin, sobre las que se eleva un tupé que acaba en punta y que recuerda el antiguo peinado de los atenienses. Se sabe que cuando se hicieron los primeros ensayos del arte dramático, había la costumbre de juntar y atarse los cabellos por encima de la cabeza. Hubo un tiempo en que la comedia ofrecía a los espectadores el retrato de aquellos a quienes atacaba abiertamente; pero hoy día, más decente, solo se ciñe a presentar semejanzas generales y relativas a los vicios y ridiculeces que persigue, aunque bastan para que se conozca al instante al amo, al criado, al parásito, al viejo indulgente o severo, al joven arreglado o desordenado en sus costumbres, la soltera adornada con sus atractivos, y la matrona distinguida por su comportamiento y sus canas. Es verdad que no se ve la graduación de las pasiones sucederse en el rostro del actor, pero la mayoría de los espectadores está tan distante de la escena que de modo alguno podrían captar un lenguaje tan elocuente. Aún hay otros inconvenientes mayores: la máscara quita a la voz parte de aquellas inflexiones que le dan tantos encantos en la conversación, sus tránsitos son algunas veces repentinos, sus entonamientos duros y, digámoslo así, escabrosos. La risa se altera, y si no se maneja con arte, su gracia y su efecto se desvanecen a un tiempo. En fin, ¿quién podrá sufrir el aspecto de aquella boca disforme, siempre inmóvil y boquiabierta, aun cuando el actor está en silencio? Sin embargo, como se permite mudar de máscara en cada escena, y pueden imprimirse en ellas los síntomas de los principales afectos del alma, pueden conservar y justificar el error de los sentidos, y añadir a la imitación un nuevo grado de verosimilitud. Bajo este mismo principio, se da muchas veces a los actores en la tragedia una estatura de cuatro codos (seis pies, siete pulgadas), conforme a la de Heracles y de los primeros héroes. A este fin usan de coturnos, especie de calzado a veces de cuatro o cinco pulgadas de alto, alargan sus brazos con guantes y agrandan artificialmente el pecho, los costados y todas las demás partes del cuerpo a proporción; y cuando, con arreglo a las leyes de la tragedia que requiere una declamación fuerte y a veces vehemente, la persona o figura disfrazada con magnífico ropaje despide una voz sonora que se oye a lo lejos, hay pocos espectadores que no se conmuevan al ver aquella majestad imponente, y que no se hallen dispuestos a experimentar las sensaciones que se intenta comunicarles. Antes de que empiece la representación, se purifica el lugar, y cuando se ha acabado, suben los magistrados al teatro y hacen libaciones en un altar consagrado a Dioniso. Estas ceremonias parece que imprimen un carácter religioso a los placeres que anuncian y que terminan. Las decoraciones con que hermosean la escena causan también ilusión a la multitud. Según la naturaleza del asunto, el teatro representa un campo ameno, una soledad espantosa, una playa cercada de precipicios y hondas grutas, tiendas armadas cerca de una ciudad sitiada o cerca de un puerto cubierto de naves. Por lo común la acción es en el vestíbulo de un palacio o de un templo; enfrente hay una plaza, y al lado se ven algunas casas formando dos calles principales, la una hacia el oriente y la otra al occidente. La representación requiere un gran número de máquinas; con unas ejecutan y fingen vuelos y bajadas de los dioses, y apariciones de sombras; con otras causan efectos naturales, tales como el humo, la llama, el trueno, cuyo ruido se imita dejando caer guijarros desde muy alto en un vaso de bronce. Hay también otras máquinas que, dando vueltas sobre ruedas, presentan lo interior de una casa o de una tienda de campaña. De este modo se presenta a Áyax en medio de los animales que ha inmolado a su furor. Hay empresarios encargados de una parte del gasto que ocasiona la representación de las piezas, y reciben de los espectadores una corta retribución para indemnizarse. Algunas veces dan la función _gratis_, y otras distribuyen billetes que equivalen a la paga ordinaria, hoy día de dos óbolos. CAPÍTULO LXIX. Conversaciones sobre la naturaleza y objeto de la tragedia. Había yo conocido en casa de Apolodoro a uno de sus sobrinos llamado Zópiro, mozo de talento, y ardiente del deseo de dedicar su ingenio al teatro; vino a verme un día y encontró en mi casa a Nicéforo, poeta que después de algunos ensayos en el género cómico se creía en disposición de preferir el arte de Aristófanes al de Esquilo. Zópiro me habló de su pasión con nuevo ardor. «No es extraño», me decía, «que no se hayan recopilado aún las leyes de la tragedia, pues aunque tenemos grandes modelos, no por esto dejan de tener grandes defectos. »En otro tiempo el ingenio tomaba vuelo sin detenerse en nada, pero hoy se trata de sujetarle a leyes, sin que nadie nos instruya de ellas». Estando en esto, vimos entrar a Teodectes, autor de muchas tragedias excelentes, Polo, uno de los más hábiles actores de la Grecia, y otros amigos nuestros que juntaban un gusto delicado a unos conocimientos profundos. Tomando inmediatamente a Zópiro de la mano, le dije a Teodectes: «Permitidme que os confíe a este hombre, pues quiere entrar en el templo de la gloria y le dirijo a los que saben el camino». Teodectes manifestó que se tomaba interés, y prometió sus consejos para en caso necesario. «Estamos con mucha prisa», añadí yo, «y es el caso que ahora mismo necesitamos un código de preceptos». «¿Y donde los hallamos?», respondió, «teniendo talentos y modelos, se entrega uno a veces a la práctica de un arte, pero como la teoría debe considerarse en su esencia y elevarse hasta la belleza ideal, es preciso que la filosofía ilumine el gusto y dirija la experiencia. Bien quisiera responder a lo que esperáis de mí, pero bajo condición de que siempre me he de excusar con la autoridad de Aristóteles, que vos mismo me iluminéis con vuestras luces, y que únicamente se ventilarán los puntos más esenciales». A pesar de esta última condición, nos vimos precisados a reunirnos muchos días seguidos. Voy a manifestar el resultado de nuestras conferencias del modo más breve y más claro que me sea posible. En la primera, a petición de Zópiro, señaló Teodectes por asunto de la tragedia el interés que excita el terror y la compasión. «Para producir este efecto», añadió, «os presento una acción grave, entera y de cierta extensión. Dejando a la comedia los vicios y las extravagancias de los particulares, la tragedia no pinta más que grandes infortunios, que va a tomarlos en la clase de los reyes y los héroes. Nuestros primeros autores se ejercitaban comúnmente sobre los personajes célebres de los tiempos heroicos, y nosotros hemos conservado este uso porque los republicanos contemplan siempre con una risa maligna el rodar los tronos por el suelo, y la caída de un soberano que arrastra la de un imperio. Las desgracias de los particulares no podrán prestar lo maravilloso que requiere la tragedia. »La acción debe ser entera y perfecta, es decir, que debe tener un principio, un medio y un fin. Esta regla se conocerá por un ejemplo: en la Ilíada la acción empieza por la disputa de Agamenón y de Aquiles, se perpetúa por los males sin cuento que causa la retirada del segundo, y concluye cuando cede a las lágrimas de Príamo. En efecto, cuando acaba esta escena afectuosa, nada tiene el lector que desear. »No penséis, como algunos autores, que la unidad de la acción no es otra cosa que la unidad del héroe, ni vayáis como ellos a abrazar en un poema todos los pormenores de la vida de Teseo o de Hércules, porque es debilitar o destruir el interés el prolongarle con exceso o esparcirle en un gran número de puntos. Admirad la sabiduría de Homero, que únicamente ha escogido para la Ilíada un episodio de la guerra de Troya. »Sería de desear que la acción no durase más que la representación de la pieza, pero tratad a lo menos de reducirla al espacio de tiempo que transcurre desde que sale el sol hasta que se pone. Insisto sobre la acción porque es, digámoslo así, el alma de la tragedia, y el interés teatral depende particularmente de la fábula o de la constitución del argumento». «Los hechos confirman este principio», interrumpió Polo. «Yo he visto que han tenido aceptación algunas piezas cuyo mérito se reducía a una fábula bien dispuesta y seguida hábilmente, y he visto también otras costumbres, ideas y estilo que parecía aseguraban el mejor éxito, y sin embargo fueron despreciadas porque estaban mal dispuestas, que es el defecto en que incurren todos los principiantes». «Empezad pues», replicó Teodectes, «bosquejando vuestro argumento, y luego le enriqueceréis con los adornos de que es susceptible. Al disponerle, acordaos de la diferencia que media entre el historiador y el poeta. El uno cuenta las cosas como han sucedido, y el otro como han podido o debido acontecer. Si la historia no os ofrece más que un hecho desnudo de circunstancias, os será lícito hermosearlo con la ficción, y juntar a la acción principal acciones particulares que la harán más interesante; pero no os olvidéis de conservar la verosimilitud al exponer los hechos y las circunstancias». Al decir esto se hizo general la conversación, versando sobre los diferentes géneros de verosimilitud; se atendió a que hay una para el pueblo, y otra para las personas ilustradas; y se convino en atenerse a las que requiere un espectáculo en que domina la multitud. Después de algunas otras observaciones sobre la verosimilitud, nos separamos. Al día siguiente, cuando todos llegaron, dijo Zópiro a Teodectes: «Ayer nos hicisteis ver que la ilusión teatral debe estar fundada en la unidad de acción y en la verosimilitud. ¿Qué otra cosa, pues, se necesita?». «Lograr el fin de la tragedia», respondió Teodectes, «el cual se reduce a excitar el terror o la compasión, y esto se consigue: 1.º por el espectáculo, cuando se nos presenta Edipo con una máscara ensangrentada, Telefo andrajoso y las Euménides con atributos horrorosos; 2.º por la acción, cuando el objeto y la manera de ligar los incidentes bastan para conmover fuertemente a los espectadores. En el segundo de estos medios brilla particularmente el genio del poeta. No se crea que es necesario excitar en el espectador sensaciones penosísimas y muy dolorosas. Todavía hay memoria de Amasis, aquel rey de Egipto que habiendo llegado al colmo de la desgracia, no pudo verter una lágrima viendo a su hijo caminar al suplicio, y prorrumpió en llanto cuando vio a uno de sus amigos cargado de cadenas alargar la mano a los que pasaban. Este último cuadro enterneció su corazón, mientras que el primero le había endurecido. Alejad de mí esos excesos de terror, esos golpes fulminantes que ahogan la compasión; evitad ensangrentar la escena, y no permitáis que venga Medea al teatro a degollar a sus hijos, Edipo a sacarse los ojos, y Áyax a traspasarse con la espada. Esta es una de las reglas principales de la tragedia. »Observad», continuó Teodectes, «observad como una acción que pasa entre dos personas enemigas o indiferentes no hace más que una impresión pasajera, siendo así que uno experimenta fuertes sensaciones cuando se ve que alguno va a perecer a manos de un hermano, de un hijo o de aquellos mismos que le dieron el ser. Haced pues, si es posible, que vuestro héroe lidie con la naturaleza, pero no escojáis a un malvado que pase de la desdicha a la felicidad, o de esta a la desdicha, pues no excitará ni terror ni compasión. No escojáis tampoco un hombre que dotado de una virtud sublime caiga en la desgracia sin merecerla. »Diréis quizás que os hablo un lenguaje nuevo, y a esto os añado que es el de los filósofos, que en estos últimos tiempos han reflexionado acerca de la especie de placer que debe procurar la tragedia. »¿Cuál es pues la pintura que la tragedia debe presentar en la escena? La de un hombre de bien que pueda en cierto modo culparse de su desgracia. ¿Acaso no habéis observado que las desgracias de los particulares, y hasta las revoluciones de los imperios, no dependen muchas veces sino de la primera falta, lejana o próxima, cuyas consecuencias son tanto más terribles cuanto eran menos previstas? Aplicad esta observación y hallaréis en Tiestes la venganza llevada al extremo; en Edipo y en Agamenón, falsas ideas sobre el honor y la ambición; en Áyax, un orgullo tan desmedido que desdeña el auxilio del cielo; en Hipólito, la injuria hecha a una divinidad celosa; en Yocasta, el olvido de los más sagrados deberes; en Príamo y en Hécuba, demasiada condescendencia con el raptor de Helena; y en Antígona, los sentimientos de la naturaleza preferidos a las leyes establecidas». «Según eso», dijo Polo, «¿desaprobáis aquellas piezas en que el hombre se hizo infeliz y culpable a pesar suyo? Sin embargo siempre han sido aplaudidas, y siempre se verterá llanto por la suerte deplorable de Fedra, de Orestes y de Electra». Esta observación dio a todos motivo de una disputa acalorada. Unos sostenían que adoptar el principio de Teodectes era condenar el antiguo teatro, cuyo único móvil es el de los decretos ciegos del destino: otros observaban que, en la mayor parte de las tragedias de Sófocles y de Eurípides, tales decretos, aunque mencionados de cuando en cuando en el discurso, no influían ni en las desgracias del primer personaje, ni en la marcha de la acción. Con este motivo se habló de aquel hado irresistible, tanto para los dioses como para los hombres. Este dogma, decía uno, parece más peligroso de lo que es efectivamente; y así es que, si observáis a sus partidarios, veréis que discurren como si nada pudiesen y obran como si lo pudiesen todo. Otros, después de haber demostrado que únicamente sirve para disculpar los crímenes y desalentar a la virtud, preguntaron como había podido establecerse. «Hubo un tiempo», respondió uno, «en que no pudiéndose contener a los opresores de los débiles con el freno del remordimiento, se imaginó refrenarlos con el temor de la religión, y entonces se miró como una impiedad no solamente el ser negligente en cuanto al culto de los dioses o despreciar su poder, sino también el despojar sus templos, robar los rebaños consagrados a ellos o insultar a sus ministros. »Semejantes crímenes se debían castigar, a no ser que el culpable reparase el insulto y fuese al pie de los altares a sujetarse a las ceremonias destinadas para justificarle. »Los sacerdotes no le perdían de vista, y si la fortuna le era propicia, colmándole de beneficios, decían que los dioses le hacían aquellos favores para hacerle caer en el lazo; mas si experimentaba alguna de aquellas adversidades anexas a la condición humana, exclamaban diciendo que la ira celeste debía descargar sobre su cabeza, y que cuando se sustraía al castigo durante su vida, entonces decían que el rayo estaba suspenso, pero que sus hijos y sus nietos sufrirían el peso y la pena de su iniquidad. Acostumbráronse, pues, a ver la venganza de los dioses, persiguiendo al culpable hasta su última generación; venganza mirada como justicia con respecto al que la mereció, y como nada en cuanto a los que habían recibido tan funesta herencia. Con esta solución creyeron aplicar aquel encadenamiento de maldades y de desastres que destruyeron a las familias más antiguas de la Grecia. »¡Felices, no obstante, las naciones cuando la venganza celeste solo se extiende a la posteridad del culpable! ¡Oh, cuántas veces se la ha visto descargar sobre un reino entero! ¡Cuántas también los enemigos de un pueblo lo han llegado a ser de sus dioses, aunque jamás los habían ofendido! »A esta idea injuriosa para la divinidad, sustituyeron después otra que no lo era menos. Algunos sabios, atemorizados por las vicisitudes que trastornan las cosas humanas, supusieron un poder que se burla de nuestros proyectos, y nos aguarda en el momento de la felicidad para inmolarnos a su cruel envidia. »De estos monstruosos sistemas», añadió Teodectes, «resulta que un hombre puede ser impelido al crimen o a la desgracia por solo el impulso de una divinidad a quien su familia, su nación o su prosperidad es odiosa. Sin embargo, como la dureza de esta doctrina se hacía sentir mejor en una tragedia que en otros escritos, nuestros primeros autores no la anunciaron con frecuencia sino con ciertos correctivos, y de este modo se acercaron a la regla que acabo de establecer. »El dogma de la fatalidad, o el hado, no domina en parte alguna con tanto imperio como en las tragedias de Orestes y de Electra; pero por más que se trate de referir el oráculo que les manda vengar a su padre; de llenarlos de terror antes del crimen y de remordimientos después de haberlo cometido; de tranquilizarles con la aparición de una divinidad que los disculpa y les promete una suerte más feliz: estos asuntos no dejan de ser contrarios al objeto de la tragedia. Los aplauden, no obstante, porque no hay cosa más propia para conmover que el peligro de Orestes, las desgracias de Electra y el reconocimiento de los dos hermanos; y porque todo se hermosea con la pluma de Esquilo, de Sófocles y de Eurípides. Hoy que la sana filosofía nos prohíbe atribuir a la divinidad el menor movimiento de envidia o de injusticia, dudo de que semejantes fábulas, tratadas por la primera vez con la misma superioridad, lleguen a reunir la aceptación general. A lo menos sostengo que se vería con disgusto al principal personaje mancillarse con un crimen atroz. »Cada asunto ofrece variedades sin número», continuó Teodectes, después de haberle interrumpido muchas veces acerca de lo que acababa de decir, «variedad en las fábulas que son simples o intrincadas; variedad en los incidentes que incitan el terror o la compasión; variedad en los reconocimientos que son uno de los principales recursos de lo patético, particularmente cuando hacen una revolución repentina en el estado de las personas. Los hay de muchas especies, unos sin arte, que comúnmente han llegado a ser el recurso de los poetas medianos y están fundados en signos accidentales o naturales, por ejemplo, brazaletes, collares, cicatrices o señales impresas en el cuerpo; otros muestran invención, y los más bellos nacen de la acción. »Variedad en los caracteres. El de los personajes que aparecen con frecuencia en el escenario es decidido entre nosotros, pero solo en su generalidad. Aquiles es impetuoso y violento, Odiseo prudente y disimulado, Medea implacable y cruel. Pero todas estas cualidades se pueden graduar de tal manera que de un solo carácter resulten muchos que solamente sean parecidos en lo principal: tales son el de Electra y el de Filoctetes en Esquilo, Sófocles y Eurípides. Es permitido exagerar los defectos de Aquiles, pero es mejor debilitarlos con el esplendor de sus virtudes, como ha hecho Homero. Siguiendo este modelo, Agatón dio un Aquiles que no se había visto aún en el teatro. »Variedad en las catástrofes. Las unas acaban en la felicidad, y las otras en la desventura; las hay en que por una doble mudanza, los buenos y los malos experimentan un cambio de fortuna. La primera variedad conviene únicamente a la comedia». «¿Y qué decís», preguntó Zópiro, «de las apariciones de los dioses? ¡Oh, cuán favorables al espectáculo!». «¡Cuán cómodas al poeta!», añadió Nicéforo. «No las tolero», respondió Teodectes, «sino cuando es necesario sacar de lo pasado a lo venidero las luces que no se pueden adquirir por otras vías; no mediando este motivo, el prodigio honra más al maquinista que al autor. »Conformémonos con las leyes de la razón y las reglas de la verosimilitud, y sea vuestra fábula constituida de modo que se presente, se enrede y desenlace por sí misma; que no venga un agente celestial a instruirnos, en un frío prólogo, de lo que ha sucedido antes y de lo que debe suceder después; que la intriga o enredo forme obstáculos que han precedido a la acción, y por los que la acción produzca, se enrede más y más desde las primeras escenas hasta el momento en que empiece la catástrofe; que los episodios no sean largos ni muchos; que los incidentes nazcan rápidamente unos de otros y traigan acontecimientos imprevistos; en una palabra, que las diferentes partes de la acción se hallen entre sí tan trabadas que, quitando o mudando una siquiera, el todo se destruya o mude. No imitéis a aquellos autores que ignoran el arte de acabar ingeniosamente una intriga felizmente bien urdida, y que después de haberse metido imprudentemente en medio de los escollos, no imaginan otro recurso para salir de ellos que implorar el auxilio del cielo. »Acabo de indicaros los diversos modos de tratar la fábula, a lo cual podéis juntar las diferencias sin número que os ofrecerán las ideas y sobre todo la música. Así pues, no podréis quejaros ya de la esterilidad de nuestros asuntos, y no olvidéis que inventarlos es lo mismo que presentarlos bajo una nueva forma». En la tercera sesión se trató de las costumbres, de las ideas, de los sentimientos y del estilo que convienen a la tragedia. «En las obras de imitación», dijo Teodectes, «y sobre todo en la epopeya y en el drama, lo que se llama costumbres es la exacta conformidad de las acciones, de los sentimientos, de las ideas y los discursos del personaje con su carácter. Es necesario, pues, que desde las primeras escenas se conozca por lo que se hace y lo que se dice cuáles son sus inclinaciones actuales y cuáles también sus proyectos ulteriores. »Las costumbres caracterizan al que obra, y por lo mismo deben ser buenas. Lejos de recargar los defectos, debéis disminuirlos. »La poesía, así como la pintura, favorece al retrato sin faltar a la semejanza. No manchéis el carácter de un personaje, aunque sea subalterno, sino cuando os veáis en la precisión de hacerlo. »Es menester también que las costumbres sean convenientes, parecidas e iguales, propias de la edad y de la dignidad del personaje, que no se opongan a la idea que nos dan de un héroe las tradiciones antiguas, y que no se contradigan en el discurso de la pieza. »Si queréis darle realce y brillo, haced que tengan un contraste entre sí. Notad como en Eurípides se hace interesante el carácter de Polinices por el de Etéocles su hermano, y en Sófocles el carácter de Electra por el de Crisótemis su hermana. »Nosotros debemos, como los oradores, excitar en nuestros jueces la compasión, el terror y la indignación; probar como ellos una verdad, refutar una objeción y aumentar o disminuir un objeto. En los tratados de retórica encontraréis los preceptos, así como los ejemplos en las tragedias que son el ornamento del teatro. Aquí es donde brillan la belleza de los pensamientos y la elevación de los sentimientos; aquí donde triunfan el lenguaje de la verdad y la elocuencia de los desgraciados. Ved a Mérope, Hécuba, Electra, Antígona, Áyax, Filoctetes, rodeados ya de los horrores de la muerte, ya de los de la vergüenza y la desesperación; escuchad aquellos acentos de dolor, aquellas exclamaciones que despedazan el corazón, aquellas expresiones apasionadas que, desde el uno al otro extremo del teatro, hacen resonar los gritos de la naturaleza en todos los corazones y fuerzan a los ojos a llenarse de lágrimas. ¿De dónde vienen pues estos efectos admirables? Proceden de que nuestros autores poseen en sumo grado el arte de poner sus personajes en situaciones las más tiernas, entregándose enteramente al sentimiento único y profundo que exigen las circunstancias. »No dejéis de estudiar continuamente nuestros grandes modelos: penetraos de sus bellezas, pero aprended sobre todo a juzgarlas, sin que una servil admiración os empeñe a respetar sus errores. Las sentencias claras, precisas y naturales son muy del gusto de los atenienses, pero es menester escogerlas con tino, porque miran con horror las máximas subversivas de la moral. »Aunque el estilo de la tragedia no sea ya tan pomposo como lo era en otro tiempo, es necesario no obstante que sea adecuado a la dignidad de los pensamientos. Emplead las gracias de la elocución para encubrir las inverosimilitudes que os veréis en la precisión de admitir; pero si tenéis ideas que explicar o caracteres que juntar, guardaos de oscurecerlos con vanos adornos. Evitad las expresiones ruines, y no olvidéis que a cada especie de drama le conviene un tono particular y unos colores distintos». Cuanto Teodectes acababa de decirme sobre el estilo conveniente a la tragedia dio motivo a varias observaciones de Nicéforo, y más todavía acerca de las expresiones familiares, y algunas veces de un cómico bajo usadas por grandes poetas, tales como Esquilo, Sófocles y Eurípides. Polo confesó que más de una vez había creído representar la comedia bajo la máscara de la tragedia. «Habláis», dijo Teodectes, «de los retruécanos, los chistes insulsos y las imágenes indecentes que se encuentran en algunas piezas de estos autores. Estos mismos defectos divierten a la multitud, y es una servidumbre de la que no han podido librarse nuestros mejores autores, aunque se lamentaban de ella; por tanto, es fácil excusar a los otros. Acercándose a los siglos heroicos, se han visto obligados a pintar costumbres diferentes de las nuestras, y queriendo acercarse a la naturaleza, debían pasar de lo sencillo a lo familiar, cuyos límites no están bastante demarcados. Nosotros, con menos ingenio, corremos aún mayores riesgos porque el arte se ha hecho más difícil. Por una parte el público, saciado de las bellezas que por tanto tiempo le presentan a la vista, exige locamente que un autor reúna los talentos de todos cuantos le han precedido; de otra, los actores se quejan a cada instante de que sus papeles no tienen bastante lucimiento, y de este modo nos vemos en la precisión, ya de ampliar o violentar el argumento, ya de destruir su trabazón, y aun muchas veces su negligencia o poca habilidad bastan para desacreditar una pieza. Polo me perdonará esta censura, pues aventurarla en su presencia es elogiarle». En la cuarta conferencia se ventilaron algunos puntos que hasta entonces no se habían tratado. Acalorose la conversación, particularmente cuando se trató de la antigua comedia, y se dividieron las opiniones acerca de Aristófanes. Manifestándose Nicéforo admirador de este poeta, no puede prescindir de exclamar: «¡Oh, qué reformador es ese Aristófanes, siendo el que tenía más ingenio y talentos, el que conoció mejor la gracia, y el que más se entregó a una feroz alegría! »Dicen que solo componía sus obras cuando estaba embriagado, pero más bien se diría que era cuando estaba poseído del odio y de la venganza. Cuando sus enemigos están exentos de infamia, los ataca en la cuna, echándoles en cara su pobreza y sus defectos personales. ¡Oh, cuántas veces motejó a Eurípides porque era hijo de una verdulera! Había nacido para complacer a los hombres de bien, y la mayor parte de sus piezas dramáticas parece que estaban dedicadas a gentes perversas y viciosas. Los hombres más sabios e ilustrados de la nación estaban tan distantes de mirar la comedia antigua como la escuela de las costumbres que Sócrates no asistía a la representación de las piezas y la ley prohibía a los areopagitas el componerlas». Al llegar aquí, dijo Teodectes: «¡Terminose la causa!», y levantose inmediatamente, pero, habiéndole detenido, continuó la conferencia. «Yo conozco», dijo Zópiro a Nicéforo con tono muy animado, «conozco a vuestros célebres escritores. Acabo de repasar todas las piezas de Aristófanes, menos la de _Las aves_, cuyo asunto me irritó desde las primeras escenas; y sostengo que no merece la reputación que tiene, y me desentiendo de aquella sal acre y picante, y de aquellas negras vilezas con que ha llenado sus escritos. ¡Oh, cuántos pensamientos absurdos, cuántos juegos de palabras insípidas, y cuánta desigualdad de estilo!». «Y yo añado», dijo Teodectes, interrumpiéndole, «¡qué elegancia, qué pureza en la dicción, qué finura en los chistes, qué variedad y expresión en el diálogo, y que poesía en los coros! Soy joven, y es menester que no os manifestéis descontentadizo a fin de parecer ilustrado: tened presente que el fijar la atención en los extravíos del ingenio suele ser indicio de un corazón viciado o de pocos conocimientos. De que un gran hombre no lo admire todo, no se debe inferir que sea un gran hombre el que nada admira. Estos autores, cuyas fuerzas calculáis antes de haber dado pruebas de las vuestras, están plagados de defectos y de bellezas; pero estas irregularidades son propias de la naturaleza, que a pesar de las imperfecciones que en ella descubre nuestra ignorancia, no parece menos grande a los hombres reflexivos. »Aristófanes conoció aquella especie de chiste que entonces era del gusto de los atenienses y que debe serlo en todos los siglos. Sus escritos encierran de tal modo la semilla de la buena comedia y los modelos del verdadero cómico, que solo se podrá aventajarle, penetrándose de sus bellezas». CAPÍTULO LXX. Extracto de un viaje a las costas de Asia y algunas de las islas inmediatas. Tenía Filotas en la isla de Samos varias posesiones que exigían su presencia, y yo mismo le propuse que fuese allá antes de lo que había determinado: que pasásemos a Quíos, luego al continente, y que recorriésemos las principales colonias griegas establecidas en Eólida, en Jonia y en Dórida: que fuésemos en seguida a las islas de Rodas y de Creta, y por último que a nuestro regreso pasásemos por las que están situadas hacia las costas del Asia, desde donde iríamos a Samos. Me ceñiré a extractar de mi diario los artículos que me han parecido convenientes al plan general de esta obra. Apolodoro nos confió a su hijo Lisis que, habiendo acabado sus estudios y ejercicios, empezaba a entrar en el mundo, y varios amigos nuestros quisieron también acompañarnos. La isla de Quíos, adonde llegamos, es una de las mayores y más célebres del mar Egeo. En ella se forman valles deliciosos, muchas cordilleras de montes coronados de frondosos árboles, y las colinas están en diversos parajes, plantadas de viñas que dan excelente vino. Un día que estábamos comiendo en casa de uno de los principales habitantes de la isla, se suscitó la famosa cuestión de la patria de Homero, cuyo nombre célebre pretenden apropiarse muchos pueblos. Despreciáronse las pretensiones de las otras ciudades, y se defendieron con calor las de Quíos; entre otras pruebas nos dieron la de que subsistían todavía en la isla los descendientes de Homero bajo el nombre de Homéridas. En el mismo instante vimos presentarse dos de ellos ricamente vestidos, y ceñida la frente con una corona de oro. No hicieron elogio alguno del poeta, pues tenían otro incienso más precioso que ofrecerle. Después de invocar a Zeus, cantaron alternativamente muchos fragmentos de la Ilíada, y manifestaron tanta inteligencia en la ejecución que descubrimos nuevas bellezas en los rasgos que más nos habían interesado. De Quíos pasamos a Cime en Eólida, y de allí fuimos a ver aquellas ciudades florecientes que limitan el imperio de los persas a la parte del mar Egeo. Lo que voy a decir exige algunas nociones preliminares. Desde los tiempos más remotos, se hallaron los griegos divididos en tres grandes poblaciones: los dorios, los eolios y los jonios, y se distinguen por rasgos más o menos notorios. La lengua griega nos presenta tres dialectos principales, el dorio, el eolio y el jonio, los cuales admiten subdivisiones sin número. El primero, que se habla en Lacedemonia, en Argólida, en Rodas, en Creta, en Sicilia, etc., forma, en estas y en otras partes, idiomas particulares. Lo mismo sucede con el jonio, pero el eolio suele confundirse con el dorio. Cerca de dos siglos después de la guerra de Troya, se estableció en las costas del Asia una colonia de jonios, a consecuencia de haber arrojado de allí a los antiguos habitantes. Poco tiempo antes los eolios se apoderaron del país que está al norte de la Jonia, y el que está al mediodía cayó en seguida en las manos de los dorios. Estas tres provincias forman en la costa del mar una especie de cinta, que en línea recta puede tener mil setecientos estadios de longitud (más de cincuenta y seis leguas) y cerca de cuatrocientos sesenta en su mayor anchura, no se comprenden en este cálculo las islas de Rodas, Cos, Samos, Quíos y Lesbos, aunque hacen parte de las tres colonias. El país que ocuparon en el continente es famoso por su hermosura y su riqueza, y aunque el suelo de la Jonia no es tan fértil como el de la Eólida, se goza en él de un cielo más sereno y de una temperatura más benigna. Los eolios poseen en el continente once ciudades, cuyos habitantes se reúnen en ciertas ocasiones en la ciudad de Cime. La confederación de los jonios se ha formado entre doce ciudades principales, cuyos diputados se reúnen todos los años junto a un templo de Poseidón situado en un bosque sagrado encima del monte Mícala, a corta distancia de Éfeso. Los estados de los dorios se juntan en el promontorio Triopio, y las ciudades de Cnido, la isla de Cos y tres ciudades de Rodas, son las únicas que tienen derecho de enviar allí diputados. Recorrimos las tres provincias ocupadas por estos pueblos. La ciudad de Cime es una de las mayores y más antiguas de la Eólida. Nos habían pintado sus habitantes como hombres casi estúpidos, pero en breve vimos que no debían esta reputación sino a sus virtudes. Pasamos algunos días en Focea, cuyas murallas son de grandes piedras perfectamente unidas, y entramos en aquellas vastas y ricas campiñas que el Hermo fertiliza con sus aguas, extendiéndose desde las costas del mar hasta más allá de Sardes. El camino que seguíamos estaba casi todo cubierto de frondosos árboles, y nos llevó por la sombra a la embocadura del Hermo, desde donde tendimos la vista por aquella soberbia rada formada por una península donde están las ciudades de Eritras y de Teos. En el fondo de la bahía se encuentran algunas aldeas, restos infelices de la antigua ciudad de Esmirna, destruida en otro tiempo por los lidios pero aún conservan el mismo nombre. En seguida dirigimos nuestro camino hacia el mediodía. Además de las ciudades que hay tierra adentro, vimos en la costa y en las inmediaciones a Lébedos, Colofón, Éfeso, Priene, Miunte, Mileto, Yaso, Mindo, Halicarnaso y Cnido. Los habitantes de Éfeso nos enseñaron con sentimiento las ruinas del templo de Artemisa, tan célebre por su antigüedad como por su grandeza; catorce años antes había sido quemado, no por el fuego del cielo ni el furor del enemigo, y sí por el capricho de un particular llamado Eróstrato, quien en medio de los tormentos confesó que no había tenido otro fin que el de eternizar su nombre. La dieta general de los pueblos de Jonia expidió un decreto condenando al olvido el nombre fatal de Eróstrato, pero la misma prohibición debe perpetuar su memoria, y el historiador Teopompo me dijo un día que al contar el hecho nombraría al reo. No quedan de este soberbio edificio más que las cuatro paredes y unas columnas que se levantan en medio de los escombros. La llama consumió el techo y los adornos que decoraban la nave; han empezado a restablecerle, para lo cual han contribuido todos los ciudadanos, haciendo sacrificio de sus joyas las mujeres. Las partes deterioradas por la llama se restablecerán, y las consumidas se volverán a hacer con más magnificencia o a lo menos con más gusto. La belleza interior estaba realzada por el brillo del oro y las obras de algunos artistas célebres, y lo será mucho más con los tributos de la pintura y la escultura, perfeccionadas en estos últimos tiempos. No se hará variación en la figura de la estatua, tomada antiguamente de los egipcios, y que se encuentra en los templos de muchas ciudades griegas. La cabeza de esta diosa está coronada de una torre, sostienen sus manos dos triángulos de hierro, y el cuerpo remata en una pilastra en la cual se ven esculpidas varias figuras de animales y de otros símbolos. Vednos ya en Mileto, admirando sus muros y sus templos, sus fiestas, sus fábricas y sus puertos; esta reunión confusa de naves, de marineros y trabajadores agitados por un movimiento rápido. Esta ciudad es la mansión de la opulencia, de las luces y los placeres: es la Atenas de Jonia. Los monumentos de las artes adornan lo interior de la ciudad, y brillan en las cercanías las riquezas de la naturaleza. ¡Oh, cuántas veces hemos dirigido la vista hacia el Meandro, que después de haber recibido muchos ríos, y bañado los muros de muchas ciudades, se dilata dando revueltas por aquella llanura que se honra con su nombre y se adorna orgullosa con sus beneficios! ¡Oh, cuántas veces, sentados sobre el césped que guarnece sus floridas riberas, rodeados por todas partes de cuadros encantadores, no pudiendo saciarnos ni de aquel aire, ni de aquella luz cuya suavidad iguala a su pureza, sentíamos introducirse en nuestras almas una languidez prodigiosa, y echarlas, digámoslo así, en la embriaguez de la dicha! Cerca de Mileto nos llevaron a la fuente de Biblis, donde esta princesa infortunada expiró de amor y pena, y allí nos enseñaron el monte Latmos, donde Artemisa acariciaba al joven Endimión. Los amantes desgraciados van a Samos a dirigir sus votos a los manes de Leóntico y de Rádine. Se ofrece el espectáculo más interesante al viajero atento que sube hacia el norte desde el puerto de Halicarnaso en Dórida, para ir a la península de Eritras. En este camino que tiene en línea recta más de novecientos estadios (29 leguas y tres cuartos), se presentan a la vista muchas ciudades esparcidas por las costas del continente y de las islas inmediatas. Jamás ha producido la naturaleza en tan corto espacio tan gran número de talentos distinguidos y de ingenios sublimes. Heródoto nació en Halicarnaso, Hipócrates en Cos, Tales en Mileto, Pitágoras en Samos, Parrasio en Éfeso, Jenófanes en Colofón, Anacreonte en Teos, Anaxágoras en Clazómenas y Homero en todas partes. Desde Jonia propiamente tal, pasamos a la Dórida. Cnido situada cerca del promontorio Triopio, dio a luz al historiador Ctesias así como al astrónomo Eudoxo que ha vivido en nuestros días. Al pasar nos enseñaron la casa en que este último hacía sus observaciones, y un momento después nos vimos en presencia de la célebre Afrodita de Praxíteles, la cual está colocada en medio de un templete que recibe la luz por dos puertas opuestas a fin de que esté alumbrado suavemente por todas partes. ¿Pero cómo pudiera yo pintar mi sorpresa al primer golpe de vista y las ilusiones consecuentes? Dábamos nuestros sentimientos al mármol, y le oíamos suspirar. Dos discípulos de Praxíteles, recién venidos de Atenas para estudiar esta obra maestra, nos hacían notar sus bellezas, cuyos efectos experimentábamos sin penetrar la causa. Los cnidios se vanaglorian de poseer un tesoro que favorece a un mismo tiempo los intereses de su comercio y los de su gloria. Entre los pueblos supersticiosos y apasionados a las artes, basta un oráculo o un monumento célebre para atraer a los extranjeros; así es que se les ve a menudo pasar los mares y venir a Cnido a contemplar la obra más hermosa que ha salido de las manos de Praxíteles. Al salir del templo recorrimos el bosque sagrado, donde todos los objetos son relativos al culto de Afrodita. Allí parece que reviven y que gozan de una eterna juventud la madre de Adonis bajo la figura del mirlo, la sensible Dafne bajo la del laurel, el hermoso Cipariso bajo la del ciprés. Por todas partes se ve la flexible yedra agarrada a las ramas de los árboles, y en algunas la fecunda parra encuentra en ellos un apoyo favorable. Debajo de los emparrados protegidos por la sombra de soberbios plátanos, vimos muchos grupos de cnidios que después de un sacrificio hacían una comida campestre, cantando sus amores y echando a menudo en sus copas el vino delicioso que produce esta venturosa comarca. De Cnido fuimos a Milasa, una de las principales ciudades de la Caria, de la cual es parte Dórida. Posee un rico territorio y muchos templos, algunos antiquísimos, y todos de un hermoso mármol sacado de una cantera cercana. CAPÍTULO LXXI. Las islas de Rodas, de Creta y de Cos. — Hipócrates. Nos embarcamos en Cauno y fuimos a la isla de Rodas, llamada antiguamente Ofiusa, que quiere decir la isla de las serpientes. En tiempo de Homero estaba dividida esta isla entre las ciudades de Yáliso, Cámiros y Lindos, que aún subsisten aunque despojadas de su antiguo esplendor. Casi en nuestros días, habiendo resuelto la mayor parte de sus habitantes establecerse en un mismo paraje para reunir sus fuerzas, echaron los cimientos de la ciudad de Rodas, según los planes de un arquitecto ateniense, y trasladaron allí las estatuas que adornaban sus primeras moradas, algunas de las cuales eran verdaderos colosos.[2] [2] No hago aquí mención de aquel famoso coloso que tenía, según Plinio, setenta codos de altura, pues no se construyó hasta cerca de 64 años después de la época del viaje de Anacarsis a Rodas. Construyeron la nueva ciudad en forma de anfiteatro sobre un terreno que baja hasta la orilla del mar. Sus fuertes, sus arsenales, sus murallas, que son muy altas, sus casas hechas de piedra y ladrillo, sus templos, sus calles, sus teatros, todo ostenta allí la grandeza y la hermosura, todo da indicios del gusto de una nación que ama las artes y cuya opulencia las posee en estado de ejecutar grandes cosas. Antes de la época de las olimpiadas, se aplicaron los rodios a la marina. Su isla sirve de asilo y descanso a las naves que van de Egipto a Grecia y viceversa, a causa de su excelente posición. Sucesivamente se establecieron en la mayor parte de los lugares donde les atraía el comercio, porque sus leyes concernientes a la marina jamás dejarán de mantener su isla en un estado floreciente y podrán servir de modelos a todas las naciones comerciantes, y así es que se presentan con seguridad en todos los mares y costas. No hay cosa alguna comparable con la velocidad de sus naves, la disciplina que en ella se observa y la habilidad de sus capitanes y pilotos. Esta parte de la administración está confiada al celo y vigilancia de una magistratura severa, que castigaría de muerte a cualquiera que se atreviese a penetrar en ciertos parajes de los arsenales. Las leyes de los rodios inspiran a estos un amor ardiente a la libertad, y sus soberbios monumentos imprimen en sus almas ideas y sentimientos de grandeza. Conservan la esperanza en los más grandes reveses, y la antigua sencillez de sus padres en el seno de la opulencia. Sus costumbres han recibido algunas veces fuertes invasiones, pero están adheridos de tal modo a ciertas formas de orden que semejantes ataques solo tienen entre ellos una influencia pasajera. Se presentan en público vestidos con modestia y con grave continente; jamás se les ve correr por las calles, ni agolparse unos con otros; asisten a los espectáculos silenciosamente, y en aquellos banquetes en que reina la confianza de la amistad y de la alegría, se respetan a sí mismos. Entre los literatos que ha producido la isla de Rodas citaremos a Cleóbulo, uno de los siete sabios de Grecia, Timocreón y Anaxándrides, uno y otro célebres por sus comedias. Timocreón era a un mismo tiempo atleta y poeta, muy voraz y muy satírico. En sus composiciones dramáticas y en sus canciones se encarnizaba sin piedad contra Temístocles y Simónides, quien le hizo el epitafio cuando murió, concebido en estos términos: «He pasado mi vida comiendo, bebiendo, y hablando mal de todo el mundo». Llamado Anaxándrides a la corte del rey de Macedonia, aumentó con una de sus comedias el esplendor de las fiestas que allí se celebraban. Su vanidad le daba un genio insufrible. Había compuesto sesenta y cinco comedias, y ganó el premio diez veces; pero más humillado de sus caídas que altanero de sus victorias, en vez de corregir las piezas que no habían tenido aceptación, las enviaba a los especieros. La isla de Rodas es mucho menor que la de Creta;[3] nuestra travesía de una a otra fue muy feliz, y desembarcamos en el puerto de Cnosos, distante veinticinco estadios (cerca de tres cuartos de legua) de la ciudad del mismo nombre. [3] Hoy Candia. Cnosos era capital de la isla en tiempo de Minos. Los habitantes quisieran conservarla la misma prerrogativa, y fundan su pretensión en un título el más respetable para ellos, cual es el sepulcro de Zeus, que es aquella famosa caverna donde dicen que fue sepultado y está abierta al pie del monte Ida, a corta distancia de la ciudad. Nos instaron para que fuésemos a verla, y el cnosio en cuya casa estábamos alojados se empeñó en acompañarnos. El camino por donde se va a la caverna de Zeus es muy ameno: a la entrada de esta caverna, que puede tener unos doscientos pies de longitud y veinte de anchura, hay colgadas muchas ofrendas, y en lo interior vimos una silla que se llama el trono de Zeus, y en las paredes esta inscripción en caracteres antiguos: _Aquí está el sepulcro de Zan_. Como se estaba en la creencia de que el dios se manifestaba en el subterráneo sagrado a los que iban a consultarle, hubo hombres de talento que se aprovecharon de este error para ilustrar o seducir a los pueblos; y en efecto, se pretende que Minos, Epiménides y Pitágoras, queriendo dar a sus leyes o a sus dogmas una sanción divina, bajaron a la caverna y estuvieron encerrados en ella más o menos tiempo. De allí fuimos a la ciudad de Gortina, una de las principales del país, la cual está situada a la entrada de un valle fertilísimo. Nos llevaron a la cumbre de una colina por un camino muy áspero, hasta la boca de una caverna cuyo exterior presenta a cada paso rodeos sin número. Nuestros guías, que sabían todos los escondrijos y revueltas de este oscuro retiro, iban prevenidos con una tea. Seguimos por una especie de callejón muy ancho, alto de siete a ocho pies en algunos parajes y en otros de dos o tres solamente. Después de haber andado o trepado por espacio de unos mil doscientos pasos, fuimos a parar a dos salas casi circulares, cada una de veinticuatro pies de diámetro, sin otra salida que aquella por donde habíamos entrado, y ambas abiertas en la peña, del mismo modo que una parte del camino que acabábamos de pasar. Pretendían nuestros conductores que esta caverna era precisamente aquel famoso laberinto donde Teseo mató al minotauro que Minos encerró en él, y aun añadían que el laberinto solo sirvió de cárcel al principio. En medio de la isla se eleva el monte Ida, a cuya cumbre llegamos atravesando bosques de encinas, de arces y de cedros, y caminando por la orilla de los precipicios. Esta enorme masa ocupa un espacio de seiscientos estadios de circunferencia (noventa y cuatro leguas), y ofrecía sucesivamente a nuestra vista soberbias selvas, valles y praderas deliciosas, animales silvestres y mansos, y copiosas fuentes que van a larga distancia de allí a fertilizar los campos. La isla de Creta era muy poblada en tiempo de Homero, pues se contaban en ella noventa o cien ciudades. Se pretende que las más antiguas fueron construidas en las faldas de los montes, y que los habitantes bajaron a las llanuras cuando los inviernos se hicieron más largos y rigurosos. El país es por todas partes montuoso y desigual, por cuya causa se usa allí más bien la carrera de a pie que la de a caballo, y es tanto el ejercicio que hacen del arco y la honda los cretenses desde la infancia que han llegado a ser los mejores arqueros y los honderos más diestros de la Grecia. Nos hablaron de muchos cretenses que han sobresalido en la poesía y en las artes. Epiménides, que se jactaba de haber aplacado la ira celeste por medio de ciertas ceremonias religiosas, se hizo así más célebre que Misón, el cual fue puesto únicamente entre el número de los sabios. En muchos parajes de la Grecia se conservan con respeto ciertos monumentos que dicen ser de la más remota antigüedad; tales son en Queronea el cetro de Agamenón; en otra parte la clava de Heracles y la lanza de Aquiles; pero yo estaba más ansioso de descubrir los restos de su antigua sabiduría en las máximas y los usos de un pueblo que tuvo por legisladores a Radamanto y Minos, y de quienes Licurgo había tomado algunas de sus leyes. Los cretenses no mezclan jamás en sus juramentos los nombres de los dioses. Para preservarlos de los riesgos de la elocuencia, se había prohibido la entrada en la isla a los profesores de oratoria; y, aunque en el día son más indulgentes acerca de esto, hablan todavía con la misma concisión que los espartanos, y cuidan más de los pensamientos que de las palabras. Yo fui testigo ocular de una querella entre dos cnosios, y el uno dijo al otro en un acceso de ira: «¡Ojalá vivas en mala compañía!» y se fue al momento. Estaban para hacerse a la vela del puerto de Cnosos para el de Samos un barco mercante y una galera de tres órdenes de remos, y nosotros preferimos el primero porque debía tocar en las islas donde debíamos desembarcar. Formamos una compañía de viajeros que no podíamos cansarnos de estar juntos. Unas veces lamiendo la costa, nos admirábamos de la semejanza o de la variedad de los aspectos, y otras, menos distraídos por los objetos exteriores, tratábamos con calor varias cuestiones que verdaderamente nos interesaban muy poco. En ocasiones ocupamos nuestros ratos ociosos en asuntos de filosofía, de literatura y de historia. Un recio viento nos echó al puerto de Cos, saltamos a tierra, y se puso la nave en seco. Esta isla es pequeña, pero muy amena. Habiendo destruido un temblor de tierra una parte de la ciudad antigua, y viéndose en seguida los habitantes despedazados por las disensiones civiles, la mayor parte de ellos fueron, algunos años hace, a establecerse al pie de un promontorio a cuarenta estadios (más de legua y cuarto) del continente del Asia. No hay cosa más bella que las perspectivas que ofrece esta posición, ni nada más magnífico que el puerto, las murallas y lo interior de la nueva ciudad. El célebre templo de Esculapio situado en el arrabal está cubierto de ofrendas, tributo del reconocimiento de los enfermos, y de inscripciones que indican tanto los males de que estaban afligidos como los remedios con que se curaron. Aún llamaba nuestra atención otro objeto más noble. En esta misma isla nació Hipócrates en el año primero de la olimpiada ochenta (año 460 antes de J. C.), era de la familia de los Asclepíades, que desde muchos siglos conserva la doctrina de Esculapio, al cual atribuye su origen, y ha formado tres escuelas, establecidas la una en Rodas, la segunda en Cnido y la tercera en Cos. Hipócrates aprendió de su padre Heráclides los elementos de las ciencias, y convencido de que para conocer la esencia de cada cuerpo en particular era preciso remontarse a los principios constitutivos del universo, se aplicó de tal modo a la física general que ocupa un lugar honorífico entre aquellos que más se han distinguido en ella. Enriquecido con los conocimientos de los filósofos y de los Asclepíades, concibió una de aquellas grandes e importantes ideas que sirven de época a la historia del ingenio, y fue ilustrar la experiencia con el raciocinio y rectificar la teoría con la práctica. Sin embargo, en esta teoría no admitió sino los principios relativos a los fenómenos que presenta el cuerpo humano, considerado en las relaciones de enfermedad y de salud. Elevado el arte a la dignidad de la ciencia mediante este método, marchó con paso más seguro por el camino que se acababa de abrir, e Hipócrates terminó pacíficamente una revolución que ha mudado el semblante de la medicina. No me extenderé sobre los felices ensayos de sus nuevos remedios, ni sobre los prodigios que se produjeron en todos los lugares honrados con su presencia, particularmente en Tesalia, donde después de una larga mansión murió poco antes de mi llegada a la Grecia; pero sí diré que ni el cebo de la ganancia ni el deseo de celebridad jamás le condujeron a climas lejanos. Según todo lo que de él me han contado, no he descubierto en su alma sino un sentimiento que es el del amor al bien, y un solo hecho en el discurso de su larga vida: el del alivio de los enfermos. Ha dejado muchas obras; unas que se reducen a los diarios de las enfermedades que había observado, y otras que contienen los resultados de su experiencia y la de los siglos anteriores; otras, en fin, que tratan de los deberes del médico, y de varias partes de la medicina y de la física. Todas deben meditarse atentamente porque el autor se contenta a veces con sembrar las semillas de su doctrina, y su estilo es siempre conciso; pero dice muchas cosas en pocas palabras; jamás se aparta de su meta y, mientras avanza, deja en el camino huellas luminosas, más o menos notables según se halle el lector más o menos instruido. Este era el método de los antiguos filósofos, más deseosos de indicar ideas nuevas que de ceñirse a las comunes. Poco satisfecho de haber consagrado su vida al alivio de los enfermos y de haber consignado en sus escritos los principios de una ciencia de la que fue el creador, dejó para la instrucción del médico varias reglas que deben meditarlas a menudo los que traten de seguir su profesión, y de las cuales voy a dar un extracto. La vida es tan corta y nuestra ciencia exige un estudio tan largo y detenido que es preciso empezar el aprendizaje desde la infancia. Si queréis formar un discípulo, aseguraos lentamente de su vocación. Si ha recibido de la naturaleza un discernimiento fino, un juicio sano, un carácter dulce y firme al mismo tiempo, afición al trabajo e inclinación a lo bueno, concebid fundadas esperanzas. Si padece cuando padecen los demás y su alma compasiva se complace en enternecerse de los males de la humanidad, deducid de aquí que tomará pasión a una ciencia que enseña a socorrer a la humanidad misma. Cuando por un corto salario adoptéis un discípulo, debe haber jurado antes una pureza inalterable en sus costumbres y en el desempeño de sus obligaciones. Un médico no cumplirá jamás con sus deberes sin las virtudes propias de su estado. ¿Y cuáles son estas? Casi no exceptúo ninguna, porque lo honroso de su ministerio se funda en que exige casi todas las buenas prendas del corazón y del alma. En efecto, si no hubiese confianza en su discreción y prudencia, ¿qué padre de familia le llamará sin el temor de introducir en su casa un espía, un intrigante o un corruptor de su mujer y de sus hijas? ¿Cómo se ha de contar con su humanidad si se acerca a los enfermos con una alegría irritante o con un genio adusto, ceñudo, y unos modales groseros con imprudencia? ¿Si ocupado siempre de engalanarse, siempre perfumado y magníficamente vestido, se le ve andar de casa en casa para recitar discursos en elogio de su ciencia? ¿Quién podrá contar con sus intenciones, si le domina un loco orgullo o aquella envidia baja que nunca fue el patrimonio del hombre superior; y si sacrificando en fin a su interés todas las consideraciones, se dedica solamente al servicio de los ricos? ¿Cuál es el médico que honra su estado? Aquel que ha merecido la estimación pública por sus profundos conocimientos, una larga experiencia, una exacta probidad y una conducta irreprensible; aquel a cuyos ojos todos los desgraciados son iguales, como lo son todos los hombres a la vista de la divinidad; el que acude afanoso a su voz, sin excepción de personas, que los habla con dulzura, les escucha con atención, tolera sus impertinencias, y les inspira aquella confianza que basta algunas veces para darles la vida; aquel que, penetrado de sus males, estudia con obstinación la causa y los progresos, no se turba jamás por los accidentes imprevistos, mira como un deber el llamar en caso necesario algunos de sus compañeros para que le iluminen con sus consejos; aquel, en fin, que después de haber luchado con todos sus esfuerzos contra la enfermedad, se tiene por dichoso y es modesto en el buen éxito, y que puede felicitarse, a lo menos en los reveses, de haber suspendido los dolores y dado consuelos. Tal es el médico filósofo que Hipócrates comparaba a un dios, sin echar de ver que se pintaba a sí mismo. Algunas gentes que por la excelencia de su mérito eran capaces de conocer la superioridad del suyo me han asegurado que los médicos le mirarán siempre como el primero y más hábil de sus legisladores, y que su doctrina, adoptada por todas las naciones, obrará todavía millares de curaciones después de millares de años. Si la predicción se cumple, los más vastos imperios no podrán disputar a la isleta de Cos la gloria de haber dado el hombre más útil a la humanidad; y a los ojos de los sabios los nombres de los más grandes conquistadores se humillarán delante del de Hipócrates. Después de haber visto algunas islas inmediatas a Cos, salimos para Samos. CAPÍTULO LXXII. Descripción de Samos. — Polícrates. Cuando se entra en la rada de Samos, se ve a la derecha el promontorio de Poseidón, en cuya cumbre hay un templo consagrado a este dios; a la izquierda están el templo de Hera y muchos edificios hermosos esparcidos por entre los árboles que dan sombra a las orillas del Ímbraso; y enfrente, la ciudad situada a lo largo en parte del mar y en parte de la ladera de un monte que se eleva por el lado del norte. Esta isla tiene seiscientos estadios (cerca de 20 leguas) de circunferencia. La ciudad sobresale entre todas las que poseen los griegos y los bárbaros en el continente inmediato. Se apresuraron a enseñarnos las singularidades. La más admirable de todas es el templo de Hera, construido, según dicen, hacia el tiempo de la guerra de Troya, y reedificado en estos últimos siglos por el arquitecto Reco. Es de orden dórico, y aunque hay otros más elegantes, no he visto ninguno tan vasto como este. Está situado a corta distancia del mar, en las márgenes del Ímbraso, en el mismo sitio que la diosa honró con sus primeras miradas. Se cree, en efecto, que nació bajo uno de aquellos arbustos, llamados _agnus castus_, que son muy comunes en aquella ribera. Este edificio tan respetable ha gozado siempre del derecho de asilo. La estatua de Hera nos ofreció los primeros ensayos de la escultura. El sacerdote que nos acompañaba nos dijo que anteriormente un simple leño recibía en aquellos santos lugares el homenaje de los samios; que entonces representaban en todas partes a los dioses con troncos de árboles o con piedras, ya cuadradas ya de figura cónica; que estos monumentos toscos subsisten todavía, y los veneran en muchos templos antiguos y modernos, servidos por ministros tan ignorantes como los escitas bárbaros que adoran una cimitarra. Preguntamos al sacerdote qué significaban dos pavos reales de bronce puestos al pie de la estatua, y nos respondió que estas aves gustan mucho de la isla de Samos, que las han consagrado a Hera, que las representan en la moneda corriente, y que de esta isla han pasado a la Grecia. También le preguntamos para qué servía un cajón en que estaba plantado un arbusto. «Es», nos respondió, «el mismo _agnus castus_ que sirvió de cuna a la diosa; tiene todo su verdor», añadió, «y no obstante es más viejo que todos esos árboles sagrados que hace tantos siglos se conservan en diferentes templos». Habiéndole preguntado, además, que por qué estaba la diosa con vestido de boda, nos dijo: «Porque se casó en Samos con Zeus. La prueba de ello es clara», añadió, «pues tenemos una fiesta en que celebramos el aniversario de su himeneo». Vimos después aquella confusión de estatuas que rodean el templo, y entre ellas contemplamos tres colosales, obra del célebre Mirón, puestas en una misma base, y representando a Zeus, Atenea y Heracles. Vimos también las de Apolo de Telecles y de Teodoro, dos artistas que habiendo adquirido los principios del arte en Egipto, aprendieron de sus maestros a asociarse para ejecutar una misma obra; el primero vivía en Samos y el segundo en Éfeso. Después de haberse convenido en las proporciones que debía tener la figura, el uno se encargó de la parte superior y el otro de la inferior, y reunidas después, vinieron tan bien, que cualquiera las tendría por obra de una misma mano. Preciso es convenir, no obstante, en que Apolo es más recomendable por la exactitud de las proporciones que por las bellezas de los pormenores; pero entonces no había hecho todavía grandes progresos la escultura. La historia de los samios suministra rasgos interesantes para la de las letras, de las artes y del comercio. Entre los hombres célebres que ha dado esta isla citaré a Creófilo, que dicen mereció el reconocimiento de Homero, dándole acogida en su miseria, y el de la posteridad, conservándonos sus escritos; y a Pitágoras, cuyo nombre bastaría para ilustrar el siglo más hermoso y el mayor imperio. A continuación de este, aunque en grado inferior, pondremos a dos contemporáneos suyos, que son Reco y Teodoro, escultores hábiles en su tiempo, y que después de haber perfeccionado, según se dice, la regla, el nivel y otros instrumentos útiles, descubrieron el secreto de forjar las estatuas de hierro y nuevos medios para fundir las de cobre. La tierra de Samos no solamente tiene propiedades de que hace uso la medicina, sino que se convierte también, bajo la mano de muchos artífices, en vasos muy estimados en todas partes. Samos nunca ha dejado de aumentar y ejercitar su marina. Así es que salieron muchas veces de sus puertos, y durante algún tiempo sostuvieron la libertad contra los esfuerzos de los persas y de las potencias de la Grecia, deseosas siempre de reunir a su dominio la marina de los samios; pero también se vio más de una vez suscitarse disensiones civiles en su seno, y después de largas contiendas, terminar con el establecimiento de la tiranía, que es lo que sucedió en tiempo de Polícrates. Hacen uso para mantener al pueblo en la obediencia, ya de fiestas y de espectáculos, ya de la violencia y la crueldad; distraerle del sentimiento de sus males, conduciéndole a célebres conquistas, y del de sus fuerzas, sujetándole a trabajos penosos; apoderarse de las rentas del estado y algunas veces de las de los particulares; rodearse de satélites y de un cuerpo de tropas extranjeras; encerrarse en caso necesario en una fuerte ciudadela; saber engañar a los hombres y burlarse de los juramentos más sagrados; tales fueron los principios que dirigieron a Polícrates después de su elevación, de modo que pudiera intitularse la historia de su reinado: _Arte de gobernar, para el uso de los tiranos_. Atento siempre a consolidar su poder, no lo estuvo menos a proteger las letras. Reunió cerca de su persona a los que las cultivaban, y en su biblioteca las mejores producciones del entendimiento humano. Entonces se vio un contraste extraordinario entre la filosofía y la poesía. Mientras Pitágoras, incapaz de sufrir la presencia de un déspota bárbaro, huía lejos de su patria oprimida, Anacreonte traía a Samos las gracias y los placeres. Se grangeó fácilmente la amistad de Polícrates, y celebrole con su lira, con el mismo ardor que si hubiese cantado el más virtuoso de los príncipes. A Polícrates, feliz en todas sus empresas, le parecía que nada le quedaba por desear. Sus pueblos se acostumbraban al yugo, se creían felices por sus victorias contra los rebeldes y las tropas de Lacedemonia y de Corinto; y dichosos por su fasto y los soberbios edificios que erigió a sus expensas, olvidaban la muerte que su príncipe dio a su hermano, el vicio de su usurpación, sus crueldades y sus perjurios. Él mismo no se acordaba ya de los sabios consejos de Amasis, rey de Egipto, con quien le habían unido tiempo hacía los vínculos de hospitalidad. «Vuestras prosperidades me espantan», escribía en una ocasión a Polícrates. «Deseo a las personas que estimo una mezcla de bienes y de males; porque una divinidad celosa no sufre que un mortal goce de una felicidad inalterable. Tratad de buscaros algunos trabajos y reveses para oponerlos a los favores obstinados de la fortuna». Polícrates, sobresaltado por estas reflexiones, determinó consolidar su dicha haciendo un sacrificio que le costase algunos momentos de pesar. Llevaba en el dedo una esmeralda engastada en oro, en la cual Teodoro, de quien ya he hablado, grabó no sé qué asunto, obra tanto más preciosa, cuanto que el arte de grabar en piedra se hallaba todavía en la infancia entre los griegos. Embarcose pues en una galera, se alejó de la costa y echó al mar el anillo; pero de allí a pocos días se lo entregó uno de sus oficiales que le había encontrado en el vientre de un pez que compró. Al punto dio noticia de este suceso al rey Amasis, quien desde este momento cortó toda comunicación con Polícrates. Verificáronse al cabo los temores de aquel rey, pues mientras Polícrates meditaba la conquista de la Jonia y de las islas del mar Egeo, el sátrapa de una provincia inmediata a sus estados y sometida al rey de Persia logró llevarle a su gobierno, y después de haberle dado muerte entre horribles tormentos, mandó que atasen su cuerpo a una cruz levantada en el monte Mícala, enfrente de Samos. Después de su muerte experimentaron los isleños toda clase de tiranía; la de uno solo, la de los ricos, la del pueblo, la de los persas y de las potencias de la Grecia. Las guerras de Lacedemonia y de Atenas hicieron prevalecer entre ellos la oligarquía y la democracia. Los atenienses, haciéndose en fin dueños de la isla, la dividieron algunos años hace en dos mil porciones distribuidas por suerte entre otros tantos colonos encargados de cultivarlas. Neocles era uno de ellos, y se estableció en la isla con Queréstrata, su mujer. Aunque era mediano su haber, nos obligaron a aceptar hospedaje en su casa, y sus obsequios y los de aquellos habitantes prolongaron nuestra estancia en Samos. Unas veces pasábamos el brazo de mar que separa la isla de la costa del Asia y nos divertíamos en cazar por el monte Mícala, y otras disfrutábamos del placer de la pesca al pie de este monte, hacia aquel paraje donde los griegos ganaron sobre la escuadra y el ejército de Jerjes aquella famosa victoria que consolidó el reposo de la Grecia. A la vuelta de un corto viaje que hicimos para gozar de estas diversiones, encontramos a Neocles ocupado en los preparativos de una fiesta, y a Queréstrata recién parida. Acababa de poner nombre a su hijo, y le había dado el de Epicuro.[4] En tales ocasiones, los griegos tienen costumbre de convidar a comer a sus amigos: el convite fue numeroso y muy lucido; yo estaba a la cabecera de la mesa, entre un ateniense muy hablador y un samio que no decía palabra. [4] Este es el célebre Epicuro que nació en el año tercero de la olimpiada ciento nueve (341 años antes de J. C.). En aquel año nació también el poeta Menandro. Al principio fue muy estrepitosa la conversación entre los convidados, y en nuestro lado vaga y sin objeto, pero luego se hizo más sostenida y seria. El samio tenía aspecto sereno y continente grave, y estaba vestido de una ropa tan blanca como aseada. Yo le ofrecí sucesivamente vino, pescado, vaca y un plato de habas, pero nada admitió; no bebía más que agua ni comía más que hierbas. «Es un rígido pitagórico», me dijo al oído el ateniense, y de repente, levantando la voz: «hacemos mal en comer estos peces», dijo, «porque al principio habitábamos como ellos en el seno de los mares. Sí, nuestros primeros padres han sido peces; y no se puede dudar esto, pues lo dijo el filósofo Anaximandro. El dogma de la metempsicosis me da escrúpulos sobre el uso de las viandas; comiendo esa vaca me expongo a ser antropófago. En cuanto a las habas, es la sustancia que más participa de la materia animada, cuyas partículas son nuestras almas. Tomad flores de esta planta cuando empiezan a negrear, ponedlas en un vaso, metedlo debajo de tierra, quitad la cubierta a los noventa días, y hallaréis al fondo del vaso la cabeza de un niño. Pitágoras hizo este experimento». Todos empezaron a dar carcajadas a costa de mi compañero de mesa, pero él guardaba silencio. «Mucho os apuran», le dije. «Bien lo conozco», respondió, «pero no contestaré nada: mal haría en tener razón en este momento..., refutar seriamente lo ridículo es aún mayor ridiculez. Pero no corro ningún riesgo con vosotros. Neocles me ha enterado de los motivos que habéis tenido para emprender tan largos viajes, sé que sois amantes de la verdad, y yo no tendré reparo en decírosla». Acepté su ofrecimiento, y después de comer tuvimos la conversación siguiente. CAPÍTULO LXXIII. Conferencia sobre la doctrina de Pitágoras. _Samio._ Sin duda no creéis que Pitágoras haya dicho los absurdos que se le atribuyen. _Anacarsis._ Estaba sorprendido, en efecto, de que ese hombre extraordinario que ha enriquecido a su nación con las luces de otros pueblos, que ha hecho en geometría descubrimientos que solo son propios del ingenio, y fundado en fin esta escuela que ha producido tan grandes hombres; estaba yo sorprendido, repito, de que hubiese enseñado dogmas incomprensibles y prescrito observancias impracticables. _Samio._ Pitágoras nada o casi nada ha escrito, pues las obras que se le atribuyen, todas o casi todas son de sus discípulos. Estos son los que le han cargado sus reglas con nuevas prácticas. Ya habéis oído decir, y aún lo oiréis más en adelante, que Pitágoras asignaba un mérito infinito en la abstinencia de las habas. Es cierto, no obstante, que hacía mucho uso de esta legumbre en sus comidas, según lo que oí siendo joven a Jenófilo y a muchos ancianos casi contemporáneos suyos. _Anacarsis._ ¿Por qué, pues, os las ha prohibido después? _Samio._ Porque causan flatulencias y otros efectos nocivos a la salud. _Anacarsis._ Luego esta prohibición no es un reglamento civil, sino un simple consejo. Sin embargo, yo he oído hablar de ella como de una ley concerniente a la religión. _Samio._ Entre nosotros, así como en todas las sociedades religiosas, las leyes civiles son leyes sagradas, y el carácter de santidad que se les imprime favorece su ejecución. _Anacarsis._ Según eso, aquellas abluciones, aquellas privaciones, aquellos ayunos que los sacerdotes egipcios observan tan escrupulosamente y que tanto se recomiendan en los misterios de la Grecia, no eran en su origen más que leyes de medicina y lecciones de sobriedad. _Samio._ Así lo pienso. Pitágoras se introdujo en la escuela de los sacerdotes de Egipto, y estudió la medicina, que se dirige a precaver los males más bien que a curarlos; la transmitió a sus discípulos y fue considerado con justo motivo como uno de los médicos más hábiles de la Grecia. _Anacarsis._ Sin duda creería que el uso del vino, de la carne y del pescado es dañoso al cuerpo humano, cuando os lo ha prohibido severamente. _Samio._ Es un error. Solo condenaba el exceso del vino. A veces servían a sus discípulos una porción de los animales ofrecidos en sacrificio, excepto el buey y el carnero; él mismo no tenía repugnancia en comer de ello, aunque comúnmente se contentaba con un poco de miel y algunas legumbres. Prohibía ciertos peces por razones que no hay necesidad de referirlas; por otra parte prefería el régimen vegetal a todos los demás, y la prohibición absoluta de carnes se reducía únicamente a aquellos discípulos suyos que aspiraban a la mayor perfección. _Anacarsis._ Pero ¿cómo puede conciliarse el permiso que concede a los otros con su sistema sobre la transmigración de las almas? Porque, en fin, como ha dicho antes este ateniense, os exponéis a comeros a vuestro padre o a vuestra madre. _Samio._ Os digo que Pitágoras y sus discípulos no creían en la metempsicosis. _Anacarsis._ ¿Cómo es eso? _Samio._ Timeo de Locros, uno de los más antiguos y más célebres de ellos, así lo confesó. _Anacarsis._ ¿Y por qué se tomaba Pitágoras ese interés tan vivo por la conservación de los animales y particularmente de aquellos que son útiles al hombre, si no es porque les suponía un alma semejante a la nuestra? _Samio._ Este interés se fundaba en la justicia. Porque en verdad, ¿qué derecho tenemos para atrevernos a quitar la vida a unos seres que han recibido como nosotros este don del cielo? Los primeros hombres, siendo más dóciles a la voz de la naturaleza, únicamente ofrecían a los dioses frutos, miel y tortas de que ellos mismos se alimentaban, sin atreverse a derramar la sangre de los animales, y particularmente de aquellos que son útiles al hombre. Pitágoras conoció fácilmente que no se podía desarraigar de repente el abuso autorizado ya por una larga serie de siglos; se abstuvo de los sacrificios sangrientos y siguieron su ejemplo sus discípulos de primera clase. Los demás, obligados a conservar relaciones con los hombres, tuvieron la libertad de sacrificar un corto número de animales, y de probar su carne, más bien que comerla. _Anacarsis._ Ya veo que conozco mal vuestro instituto, y por lo mismo me atrevo a suplicaros que me deis una idea exacta de él. _Samio._ Bien sabéis que Pitágoras fijó su residencia en Italia cuando volvió de sus viajes; por sus exhortaciones, las naciones griegas en este fértil país pusieron las armas a sus pies y sus intereses en sus manos; haciéndose árbitro de ellas, les enseñó a vivir en paz entre sí y con los demás; hombres y mujeres se sometieron con igual ardor a los más duros sacrificios, y de todas las partes de Grecia, de Italia y de la Sicilia se vio acudir un número infinito de discípulos; dejose ver en la corte de los opresores sin adularlos, y obligoles a bajar sin sentimiento de un trono mal adquirido; en fin, al aspecto de tantas mudanzas los pueblos exclamaron que se había aparecido en la tierra un dios para librarla de los males que la afligen. _Anacarsis._ Pero él o sus discípulos, ¿no se han valido de la mentira, suponiendo prodigios, para conservar esa ilusión? _Samio._ En nada veo que Pitágoras se haya arrogado el derecho de mandar a la naturaleza. No son los elogios exagerados que le dan lo que asegura su gloria, ni las acusaciones odiosas lo que puede mancillarla. El fundamento de su gran fama es aquel proyecto de una congregación que siempre subsistente y siempre depositaria de las ciencias y de las costumbres fuese el órgano de la verdad y de la virtud, cuando los hombres se hallasen en estado de oír la una y practicar la otra. »Un gran número de discípulos abrazaron este instituto, y él los reunió en un edificio inmenso, donde vivían en comunidad, distribuidos en diferentes clases. Unos pasaban su vida contemplando las cosas celestes; los otros cultivaban las ciencias, y en particular la astronomía y la geometría; otros en fin, llamados ecónomos o políticos, estaban encargados de mantener la casa y los asuntos propios de ella. »No admitía Pitágoras novicios con facilidad, antes bien examinaba el carácter del pretendiente, sus costumbres, su conducta, su modo de andar, sus palabras y su silencio; la impresión que en él hacían los objetos y el comportamiento que había tenido con sus padres y sus amigos. Si era admitido, desde aquel momento depositaba todos sus bienes en manos de los ecónomos. »Varios hombres virtuosos, la mayor parte establecidos en parajes lejanos, se filiaban en la orden, e interesándose en sus progresos se penetraban de su espíritu y observaban la regla. »Los discípulos que vivían en comunidad se levantaban muy temprano. Al despertarse hacían dos exámenes: uno, de lo que habían dicho o hecho en la víspera, y otro, de lo que habían de hacer en aquel día; el primero para ejercitar la memoria y el segundo para arreglar su conducta. Después de ponerse una ropa blanca muy aseada, tomaban la lira y entonaban cánticos sagrados hasta el momento en que mostrándose el sol en el horizonte, se postraban ante él, e iba cada uno en particular a pasearse a unos bosquecillos amenos o a gratas soledades. El aspecto y el silencio de aquellos hermosos lugares les inspiraban la tranquilidad de alma, y la disponían a las sabias conferencias que les aguardaban a su vuelta. »Casi siempre las tenían en un templo, y versaban sobre las ciencias exactas o la moral: explicaban los elementos sabios profesores, y conducían a los discípulos a la más alta teoría. Les proponían a menudo por objeto de meditación un principio fecundo, una máxima luminosa. Pitágoras, que lo veía todo de una mirada, como él lo explicaba todo con una sola palabra les dijo un día: «¿Qué es el universo? El orden. ¿Qué es la amistad? La igualdad». A los ejercicios del entendimiento sucedían los del cuerpo, tales como la carrera y la lucha, y estas contiendas pacíficas se tenían o en bosques o en jardines. »En la comida se les servía pan y miel. Los que aspiraban a la perfección no tomaban más que pan y agua. Al salir de comer se reunían de dos en dos o de tres en tres, volvían al paseo, y tratando entre ellos de las lecciones que les habían dado por la mañana de tales conferencias, alejaban severamente las murmuraciones y las injurias, las bufonadas y toda palabra superflua. »Cuando volvían a la casa, entraban en el baño y, al salir de él, se distribuían en diferentes salas donde se habían puesto mesas, cada una de diez cubiertos. Les servían pan y vino, legumbres crudas o cocidas, a veces trozos de animales inmolados y rara vez pescado. La cena, que debía acabarse antes de ponerse el sol, empezaba por la ofrenda del incienso y diversos perfumes que ofrecían a los dioses, a lo cual seguían nuevas libaciones y una lectura que estaba obligado a hacer el más joven y tenía derecho de elegir el más antiguo. Este último, antes de despedirlos, les recordaba los preceptos más importantes, diciéndoles: «No ceséis de honrar a los dioses, los genios y los héroes, de respetar a vuestros padres y bienhechores, y de volar al socorro de las leyes violadas». Para inspirarles más y más el espíritu de dulzura y equidad: «Guardaos», añadía, «de arrancar el árbol o la planta que dé al hombre utilidad, y de matar el animal que no le hace daño». »Retirados a su estancia, se citaban ante su propio tribunal, y repasaban menudamente sus faltas de comisión u omisión: hecho este examen, cuya constante práctica bastaría por sí sola para corregir nuestras faltas, tomaban otra vez sus liras y cantaban himnos en honor de los dioses. Su muerte era tranquila. Encerraban sus cuerpos, como se hace todavía, en unos ataúdes guarnecidos de hojas de mirto, olivo y álamo, y hacían sus funerales con ciertas ceremonias que nos está prohibido revelarlas. »Debían animarlos toda su vida dos sentimientos, o más bien diré un sentimiento único, cual es la unión íntima con los dioses y la más perfecta unión con los hombres. Nadie ha conocido ni sentido la amistad tan bien como Pitágoras. Él fue el primero que dijo estas hermosas palabras, las más hermosas y consoladoras de todas: _Mi amigo es otro yo_. En efecto, cuando yo estoy con mi amigo, no estoy solo, y no estamos dos. »Los hijos de esta gran familia esparcidos por muchos climas sin haberse visto jamás, se reconocían en ciertos signos, y desde el primer día que se veían se trataban como si hubiesen estado siempre juntos. Reuníanse todos sus intereses de tal modo que muchos de ellos han pasado los mares, y arriesgado sus bienes para recobrarlos de uno de sus hermanos que había quedado pobre e indigente. »Voy a daros un ejemplo tierno de su mutua confianza. Uno de los nuestros, que viajaba a pie, se extravió en un desierto, llegó rendido de cansancio a una posada y cayó en ella enfermo. Iba a expirar, y estando en la imposibilidad de sufragar los gastos que había causado trazó con mano trémula en una tablita algunos signos simbólicos, y mandó que los pusiesen junto al camino. Mucho después de su muerte la casualidad llevó por allí a otro discípulo de Pitágoras, y habiendo visto y entendido aquellos caracteres enigmáticos que se ofrecieron a su vista, se entera del infortunio del primer viajero, se detiene, paga con interés los gastos al posadero, y continua su camino. _Anacarsis._ ¿Y podía lisonjearse Pitágoras de que el edificio que erigía a las leyes y a las virtudes sería respetado siempre, y que no le destruiría el menor sacudimiento? _Samio._ A lo menos era cosa admirable verle poner los cimientos, y los primeros pasos le dieron esperanzas de que podría levantarle hasta cierta altura. Os he hablado de la revolución que causó en Italia en las costumbres desde un principio, y se hubiera difundido insensiblemente, si unos hombres poderosos, pero manchados de crímenes, no hubiesen tenido la loca ambición de entrar en la congregación: fueron excluidos y esta negativa ocasionó su ruina. La calumnia se levantó en cuanto se vio sostenida. Nos hicimos odiosos a la multitud, al negarnos que se diesen las magistraturas por suerte; a los ricos, al disponer que se concediesen al mérito. Nuestras palabras fueron transformadas en máximas sediciosas y nuestras juntas en consejos de conspiradores. Pitágoras, desterrado de Crotona, no halló asilo en los pueblos que le debían su felicidad. Su muerte no extinguió la persecución. Varios discípulos suyos, reunidos en una casa, fueron entregados a las llamas y murieron casi todos. Habiéndose dispersado los demás, los habitantes de Crotona, que reconocieron su inocencia, los volvieron a llamar algún tiempo después; mas habiendo sobrevenido una guerra se distinguieron en una batalla, y terminaron una vida inocente con una muerte gloriosa. »Reducidos hoy día a un corto número, separados los unos de los otros, no excitando ni envidia ni compasión, practicamos en secreto los preceptos de nuestro fundador. Por el poder que tienen todavía, podéis juzgar del que tuvieron al fundarse el instituto. Nosotros formamos a Epaminondas, y Foción se ha formado con los ejemplos nuestros. »No necesito recordaros que esta congregación ha producido una multitud de legisladores, de geómetras, de astrónomos, de naturalistas y de hombres célebres en todos los géneros; que ella ha ilustrado a la Grecia, y que los filósofos modernos han bebido en nuestros autores la mayor parte de los descubrimientos que brillan en sus obras. Al día siguiente de esta conversación, salimos para Atenas, y algunos meses después, fuimos a las fiestas de Delos. CAPÍTULO LXXIV. Delos y las Cícladas. La estación encantadora de la primavera traía unas fiestas aún más encantadoras, cuales son las que se celebran en Delos, de cuatro en cuatro años, en honor del nacimiento de Artemisa y de Apolo. El culto de estas divinidades subsistió en la isla por una larga serie de siglos; pero como empezaba a debilitarse, los atenienses instituyeron durante la guerra del Peloponeso unos juegos que atraían cien pueblos diversos. La juventud de Atenas estaba ansiosa de distinguirse: toda la ciudad estaba en movimiento, y en ella se preparaba también la diputación solemne que va a ofrecer todos los años al templo de Delos un tributo de reconocimiento por la victoria que Teseo ganó contra el Minotauro. La conduce la misma nave que transportó a este héroe a Creta, y el sacerdote de Delos tiene ya coronada la popa con sus manos sagradas. Yo bajé al Pireo con Filotas y Lisis, y nos embarcamos en una de las naves ligeras que se hacían a la vela para Delos. Al día siguiente entramos en el canal que separa esta isla de la de Renea. Vimos inmediatamente el templo de Apolo, y lo saludamos enajenados de alegría. La ciudad de Delos se presentaba casi entera a nuestra vista, y con esta recorrimos ansiosos aquellos soberbios edificios, aquellos pórticos elegantes y aquellos bosques de columnas que la adornan. Luego que arribamos, corrimos al templo que solo dista unos cien pasos. Hace mil años que le construyeron, y es de mármol de Paros. Vimos en lo interior la estatua de Apolo, más célebre por su antigüedad que por el buen gusto. El dios tiene el arco en la mano, y para manifestar que la música le debe su origen y sus placeres, sostiene con la izquierda las tres gracias representadas, la primera con una lira, la segunda con flautas y la tercera con un caramillo. Junto a la estatua está aquel altar que se tiene por una de las maravillas del mundo. No se admira en él ni el oro ni el marfil; unos cuernos de animales doblados con esfuerzo, entrelazados con arte y sin ninguna argamasa, forman un todo tan sólido como regular. Un ciudadano de Delos nos hizo observar todos los pormenores de lo interior del templo; y nosotros admirábamos la sabiduría de sus discursos, la amable expresión de sus miradas, y el tierno interés que se tomaba por nosotros; pero ¡cuál fue nuestra sorpresa cuando, por las noticias mutuas que nos dábamos, conocimos que era Filocles! Era uno de los principales habitantes de Delos por sus riquezas y dignidades, padre de Ismenia, cuya belleza era objeto de la conversación de todas las mujeres de Grecia, y el que estaba prevenido por cartas de Atenas para obsequiarnos y ejercer con nosotros todos los deberes de la hospitalidad. Después de habernos abrazado repetidas veces, «apresuraos», nos dijo, «venid a saludar a mis dioses caseros; venid a ver a Ismenia y a ser testigos de su himeneo». Salimos del templo, y el impaciente celo de Filocles apenas nos permitió dar una ojeada por aquella confusión de estatuas y altares de que está rodeado. Brillaba la opulencia en casa de este hombre excelente, pero había arreglado el uso de ella con tal discreción que parecía estar todo conforme con la necesidad y todo ajeno al capricho. Principiamos haciendo libaciones en honor de los dioses que presiden a la hospitalidad. Luego nos hizo varias preguntas acerca de nuestros viajes; después de algunos instantes de una conversación deliciosa, salimos con nuestro huésped para ver los preparativos de las fiestas que debían principiar el día siguiente, y nos dirigimos a diferentes parajes de la isla que solo tiene de siete a ocho mil pasos de circuito, y su anchura es la tercera parte de su longitud. El monte Cinto, que va del norte al mediodía, termina un llano que se extiende hacia occidente hasta la orilla del mar, y en este llano está situada la ciudad. Se halla severamente desterrado de esta isla todo cuanto puede ofrecer la imagen de la guerra, de modo que no se permite, ni aun el animal más fiel al hombre, porque destruiría a los animales más débiles y más tímidos. En fin, la paz ha escogido a Delos como morada, y la casa de Filocles por su palacio. Algunos días después partimos muy de mañana con nuestro huésped para ver el monte Cinto, que solo tiene una mediana altura. Desde su cima se descubre una multitud extraordinaria de islas de todas magnitudes, sembradas en medio de las aguas con el mismo bello desorden que las estrellas en el cielo. La vista las recorre con avidez, y vuelve a buscarlas después de haberlas perdido. Ya se distrae con placer en las revueltas de los canales que las separan, ya mide lentamente los lagos y las líquidas llanuras que ellas abrazan. Aquí el seno de las aguas se ha convertido en mansión de los mortales; esta es una ciudad esparcida en la superficie del mar; es la pintura de Egipto, cuando el Nilo se derrama por sus campos, y parece que sostiene con sus aguas las colinas que sirven de retiro a los habitantes. «La mayor parte de estas islas», nos dijo Filocles, «se llaman Cícladas, porque forman como un recinto alrededor de Delos. Sesostris, rey de Egipto, sometió una parte de ellas a sus armas; Minos, rey de Creta, gobernó algunas con sus leyes; los fenicios, los carios, los persas, los griegos, todas las naciones que han tenido el imperio del mar las conquistaron y poblaron sucesivamente; pero las colonias de estos últimos han hecho desaparecer las extranjeras, e intereses poderosos han unido para siempre la suerte de las Cícladas a la de la Grecia. Atenas les ha dado leyes, y exige de ellas tributos proporcionados a sus fuerzas. A la sombra de su poder ven florecer en su seno el comercio, la agricultura y las artes, y serían felices si pudiesen olvidar que fueron libres. »Estas islas no son todas fértiles igualmente, pues las hay que apenas cubren las necesidades de los isleños. Tal es Miconos, que es aquella que se divisa al este de Delos, de donde dista veinticuatro estadios. Expuesta la tierra a los rayos ardientes del sol, suspira incesantemente por lluvias refrigerantes, y parece que reúne toda su virtud en beneficio de las viñas y las higueras, cuyos frutos son afamados. »No tan grande pero más fértil que Miconos es Renea que veis al poniente, y que solo dista de nosotros unos quinientos pasos, la cual se distingue por la riqueza de sus colinas y sus campos. Esta isla encierra las cenizas de nuestros padres, y encerrará las nuestras algún día. A la eminencia que se ve enfrente fueron trasladados los sepulcros que estaban antes en Delos, y que, multiplicándose cada día con nuestras pérdidas, se levantan del seno de la tierra como otros tantos trofeos que la muerte cubre con su sombra amenazadora. »Dirigid la vista hacia el norte, y allí descubriréis las costas de la isla de Tenos. Los primeros que la cultivaron hicieron de ella una tierra nueva que corresponde a los deseos del labrador o los previene, ofreciendo a sus necesidades los frutos más exquisitos y granos de toda especie. Por todas partes brotan mil fuentes, y las llanuras enriquecidas con sus aguas se hermosean más y más con el contraste de los áridos montes y los desiertos que la rodean. »Andros está separada de Tenos por un canal de doce estadios de anchura (más de un cuarto de legua). En esta isla se encuentran montes cubiertos de verdor como en Renea, fuentes más abundantes que en Tenos, valles tan deliciosos como en Tesalia, frutos que halagan la vista y el gusto; es, en fin, una ciudad famosa por los obstáculos que hallaron los atenienses para someterla, y por el culto a Dioniso, a quien honra especialmente. »Casi a igual distancia de Andros y de Ceos se encuentra la isleta de Giaros, digno retiro de malhechores, si se purgase de ellos la tierra; región yerma y erizada de peñascos, de modo que parece habérselo negado todo la naturaleza, así como parece que todo lo ha concedido a la isla de Ceos. »Los pastores de esta hacen honores divinos y consagran sus rebaños al pastor Aristeo que fue el primero que condujo a esta isla una colonia. Abunda de frutos y pastos; los cuerpos son allí robustos, las almas naturalmente vigorosas, y los pueblos tan numerosos que se han visto obligados a distribuirse en cuatro ciudades, cuya capital es Yulis. Está situada en una altura, y su nombre se deriva de una fuente copiosa que corre al pie de la colina. Careso, que dista de ella veinticinco estadios (más de tres cuartos de legua), la sirve de puerto y la enriquece con su comercio. »Adornan a Yulis soberbios edificios, enormes piedras de mármol forman sus murallas, y se ha hecho fácil la subida por caminos hechos en las vertientes de las alturas vecinas. Pero lo que le da más lustre es el ser cuna de muchos hombres célebres, entre otros Simónides, Baquílides y Pródico. »Simónides nació hacia el tercer año de la olimpiada cincuenta (558 antes de J. C.). Mereció la estimación de los reyes, los sabios y los grandes hombres de su tiempo. Era poeta y filósofo, y la feliz reunión de estas cualidades hizo sus talentos más útiles y su sabiduría más amable. Su estilo lleno de dulzuras es sencillo, armonioso y admirable por la elección y la colocación de las palabras. Fueron el asunto de sus cantos las alabanzas de los dioses, las victorias de los griegos contra los persas y los triunfos de los atletas. Ejercitose en casi todos los géneros de poesía, y consiguió el acierto principalmente en la elegía y en los cantos lúgubres. Nadie ha conocido mejor que él el arte sublime y delicioso de interesar y enternecer: nadie ha pintado con más verdad las situaciones y los infortunios que excitan la compasión. »Como los caracteres de los hombres influyen en sus opiniones, era natural que la filosofía de Simónides fuese dulce sin altanería. Su sistema, según lo que se ha podido juzgar por algunos de sus escritos y muchas de sus máximas, se reduce a los artículos siguientes. »“No sondeemos la inmensa profundidad del Ser supremo: limitémonos a saber que todo se ejecuta por su orden y que posee la virtud por excelencia. Los hombres no tienen más que una débil emanación de ella y la reciben de él. No se glorían, pues, de una perfección a la cual no podrían llegar. La virtud ha fijado su residencia entre rocas escarpadas, y si a fuerza de trabajos se elevan hasta ella, en breve los arrastran al precipicio mil fatales circunstancias. Así su vida es una mezcla de bien y de mal, y es tan difícil ser con frecuencia virtuoso como imposible serlo siempre. Complazcámonos, pues, en alabar las buenas acciones; cerremos los ojos para no ver aquellas que no lo son, o por obligación, cuando apreciamos por otros títulos al que delinque, o por indulgencia, cuando nos es indiferente. Lejos de censurar a los hombres con tanto rigor, acordémonos que no son más que debilidad, que están destinados a permanecer por un momento sobre la superficie de la tierra y para siempre en su seno. El tiempo vuela: mil siglos comparados con la eternidad, no son más que un punto o una pequeñísima parte de un punto imperceptible”. »Simónides murió a la edad de cerca de noventa años. Se le atribuye mérito por haber aumentado en la isla de Ceos el aparato de las fiestas religiosas, añadido la octava cuerda a la lira, y descubierto el arte de la memoria artificial; pero lo que le asegura inmortal gloria es haber dado lecciones útiles a los reyes, haber hecho feliz a la Sicilia sacando a Hierón de sus extravíos y obligándole a vivir en paz con sus súbditos y consigo mismo. »La familia de Simónides era como aquellas en que es perpetuo el sacerdocio de las Musas. Su nieto, del mismo nombre que él, escribió sobre las genealogías, y sobre los descubrimientos que hacen honor al entendimiento humano. Baquílides, su sobrino, le hizo en cierto modo resucitar en la poesía lírica. La pureza del estilo, la corrección del diseño, las bellezas regulares y sostenidas, le hicieron digno a Baquílides de los aplausos que pudiera envidiarle el mismo Píndaro. Estos dos poetas dividieron entre sí el favor del rey Hierón y los votos de la corte de Siracusa, pero cuando la protección no les impidió ya ponerse en su lugar, Píndaro se elevó, digámoslo así, a los cielos, y Baquílides se quedó en la tierra. »Mientras que este último perpetuaba en Sicilia la gloria de su patria, el sofista Pródico la hacía brillar en las diferentes ciudades de la Grecia, donde recitaba arengas preparadas con arte, sembradas de alegorías ingeniosas, de un estilo sencillo, noble y armonioso. Su elocuencia, que presentaba la virtud bajo rasgos seductores, fue admirada por los tebanos, elogiada por los atenienses y estimada por los espartanos. Después propaló ciertas máximas que destruían los fundamentos de la religión, y desde este instante le miraron los atenienses como el corruptor de la juventud, y le condenaron a beber la cicuta. »No lejos de Ceos está la isla de Citnos, famosa por sus pastos, y más cerca de nosotros esa tierra que veis al poniente es la fértil isla de Siros, donde nació uno de los más antiguos filósofos de la Grecia, Ferécides, que vivía en ella doscientos años hace. »Tended la vista hacia el mediodía y ved en el horizonte aquellos vapores opacos y fijos que ofuscan su naciente brillo: esas son las islas de Paros y de Naxos. La primera tiene fértiles campiñas, numerosos rebaños y dos excelentes puertos, y las Gracias tienen también altares en ellas. Un día que Minos, rey de Creta, hacía sacrificios a estas divinidades, fueron a decirle que su hijo Androgeo había sido muerto en Ática; acabó la ceremonia arrojando lejos de sí una corona de laurel que le ceñía las sienes, y con voz interrumpida de sollozos, impuso silencio al tocador de flauta. »Muchas ciudades se glorían de haber sido cuna de Homero, pero ninguna disputa a Paros el honor o la vergüenza de haber producido a Arquíloco. Este poeta, que vivía trescientos cincuenta años hace, ha hecho en favor de la poesía lírica lo que hizo Homero a favor de la épica, teniendo ambos de común el haber servido de modelos, cada uno en su género; que sus obras se recitan en las juntas de los generales de la Grecia, y que su nacimiento se celebra comúnmente con fiestas particulares. Esto no obstante, el reconocimiento público no ha querido confundir la jerarquía de cada uno de ellos, y así pone en el segundo lugar al poeta de Paros; pero eso es ocupar el primero, al tener únicamente por superior a Homero. »En cuanto a las costumbres y la conducta, Arquíloco debía ser echado en la clase más vil de los hombres. Jamás se unieron talentos más sublimes a un carácter más atroz y depravado; manchaba sus escritos con expresiones licenciosas y pinturas lascivas, derramando en ellas con profusión la hiel con que su alma se complacía en alimentarse. Sus amigos, sus enemigos, los objetos infelices de sus amores, todo caía al impulso de los dardos sangrientos de sus sátiras, siendo lo más extraño que sepamos por él mismo estos hechos detestables, porque escribiendo la historia de su vida tuvo valor para contemplar a su satisfacción todos los horrores de ella, y la insolencia de exponerlos a la vista del universo. »Toda la tierra está llena de monumentos empezados en las canteras del monte Marpeso. En estos subterráneos alumbrados con débiles luces, arranca con dolor un pueblo esclavo aquellos trozos enormes que brillan en los más soberbios edificios de la Grecia y hasta en la fachada del laberinto en Egipto. Hay muchos templos hermoseados de este mármol, porque dicen que su color es grato a los inmortales. Hubo un tiempo en que los escultores no empleaban otro: en el día le buscan con esmero, aunque no siempre corresponde a las esperanzas, porque las grandes partes cristalinas que lo forman deslumbran la vista con reflejos engañosos, y saltan a pedazos al golpe del cincel. Pero este defecto se resarce con otras cualidades excelentes, y en particular por su extremada blancura, a la cual los poetas hacen alusiones frecuentes, y a veces relativas al carácter de sus poesías. »Separa a Naxos de la isla precedente un estrechísimo canal. Ninguna de las Cícladas puede igualarla en grandeza, y es tal su fertilidad que pudiera disputarla a la Sicilia. Dioniso preside en ella; Dioniso protege a Naxos y todo presenta aquí la imagen del beneficio y el reconocimiento. Los habitantes se apresuran a enseñar a los extranjeros el paraje donde las ninfas lo criaron. Cuentan las maravillas que obra en su favor, dicen que de él vienen las riquezas que hay en sus templos, y sus altares humean noche y día. Aquí sus homenajes se dirigen al dios que les enseñó el cultivo de la higuera; allí al dios que llenó sus viñas de un néctar robado a los cielos, y lo adoran bajo muchas advocaciones para multiplicar unos deberes que les son tan gratos. »En las cercanías de Paros están Serifos, Sifnos y Milo. Para tener una idea de la primera de estas islas, figuraos muchas montañas escarpadas, áridas, y que no dejan, digámoslo así, en sus intervalos más que fosas profundas, donde los hombres desventurados ven continuamente suspensos sobre sus cabezas peñascos espantosos, monumentos de la venganza de Perseo; porque según una tradición tan ridícula como horrorosa para los serifeos, este héroe fue aquel que, armado con la cabeza de Medusa, transformó en otro tiempo a sus mayores en objetos horribles. »A corta distancia de allí y bajo un cielo siempre sereno, figuraos campiñas esmaltadas de flores y siempre cubiertas de frutos, una mansión encantadora, donde el aire más puro alarga la vida de los hombres más de lo ordinario, y tendréis una débil imagen de las bellezas que ofrece Sifnos. »La isla de Milo es una de las más fértiles del mar Egeo. El azufre y otros minerales escondidos en las entrañas de la tierra conservan allí un calor activo, y dan un gusto exquisito a todas sus producciones. »Un filósofo natural de esta isla sublevó contra sí la Grecia entera negando abiertamente la existencia de los dioses: este era Diágoras, a quien deben los mantineos sus leyes y su felicidad. Suscitose contra él un grito general, y su nombre se oía como una injuria. Los magistrados de Atenas le citaron a su tribunal y le persiguieron de ciudad en ciudad, prometiendo un talento al que presentase su cabeza, dos a los que le entregasen vivo; y para perpetuar la memoria de este decreto, le grabaron en una columna de bronce. Diágoras, no encontrando ya asilo en la Grecia, se embarcó y pereció en un naufragio. »Recorriendo con la vista una pradera, no se descubre ni siquiera una planta dañosa que mezcle su veneno entre las flores, ni flor modesta que se oculte bajo la hierba. Así, describiendo las regiones que forman una corona alrededor de Delos, no debo hablaros ni de los escollos esparcidos en sus intervalos, ni de muchas isletas cuyo brillo solo sirve para adornar el fondo del cuadro que se presenta a nuestra vista. »La mar separa aquellos pueblos y el placer los reúne. Las fiestas que les son comunes los pintan ya en un pasaje y ya en otro, pero desaparecen tan pronto como empiezan nuestras solemnidades. Los templos inmediatos van a quedar desiertos: las divinidades que se adora en ellos permiten llevar a Delos el incienso que se les destinaba, y unas diputaciones conocidas bajo el nombre de _Teorías_, están encargadas de este glorioso empleo, llevando consigo coros de mancebos y de doncellas. Estos coros vienen de las costas de Asia, de las islas del mar Egeo, del continente de la Grecia, de las regiones más lejanas, y llegan al son de instrumentos con todo el aparato del gusto y de la magnificencia». Al tiempo que Filocles acababa su relación, cambiaba la escena de cuando en cuando y se hermoseaba más y más. Habían salido ya de los puertos de Miconos y de Renea las flotillas que conducían las ofrendas a Delos, descubríanse en alta mar otras flotas; un gran número de buques de toda clase volaban por la superficie de las aguas y brillaban con mil colores diferentes: se les veía deslizarse y escapar de los canales que separan las islas, cruzarse, darse caza y reunirse: un viento fresco jugueteaba en sus velas teñidas de púrpura, y bajo sus remos dorados las olas se cubrían de una espuma que los rayos nacientes del sol penetraban con sus fuegos. Más abajo, al pie de la montaña, inundaba la llanura una multitud inmensa cuyas filas cerradas ondeaban hacia todos lados como la mies agitada por los vientos, y el alborozo que la animaba hacía un ruido vago y confuso que sobrenadaba, digámoslo así, sobre este vasto cuerpo. Las teorías de las islas de Renea y de Miconos esperaban bajo el pórtico del templo el momento para entrar en el lugar donde se celebraba la fiesta, y en breve vimos bajar tras de ellas, las de Cos y de Andros, seguidas de otras diputaciones solemnes que hacían resonar los aires con cánticos sagrados. Arreglaban en la misma ribera el orden de marcha, y se adelantaban lentamente hacia el templo con las aclamaciones de un pueblo que se agolpaba alrededor de ellas. Con sus homenajes presentaban juntamente al dios las primicias de los frutos de la tierra, y al salir del templo las llevaban a unas casas mantenidas a expensas de las ciudades cuyas ofrendas habían llevado. En tanto se divisaba a lo lejos la teoría de los atenienses, casi toda escogida entre las familias más antiguas de la república. Presentose con todo el esplendor que era de esperar de una ciudad donde el lujo ha llegado al exceso, y al llegar ante la estatua del dios le ofreció una corona de oro valuada en mil quinientas dracmas (5029 reales vellón); a breve rato se oyeron los mugidos de cien bueyes que expiraban al golpe de las cuchillas de los sacerdotes. Luego que esta diputación acabó las ceremonias que motivaron su llegada al pie de los altares, nos condujeron a un banquete que daba el senado de Delos a los ciudadanos de esta isla a las márgenes del Inopo, y bajo la bóveda que formaban hermosas arboledas. Reinaba bajo aquel ramaje una alegría pura, bulliciosa y general, y cuando el vino de Naxos brincaba en las copas todos celebraban en voz alta el nombre de Nicias, general ateniense, que fue el primero que reunió al pueblo en aquellos sitios deliciosos, y señaló fondos para celebrar y para perpetuar este beneficio. El resto del día se invirtió en espectáculos de otro género. Unas voces encantadoras se disputaron el premio de la música, y los brazos armados de manoplas, el de la lucha. El pugilato, el salto y la carrera de a pie llamaron sucesivamente nuestra atención. Habían trazado hacia el extremo meridional de la isla un estadio, alrededor del cual estaban sentados por su orden los diputados de Atenas, el senado de Delos y todas las teorías magníficamente vestidas. Esta brillante juventud era la imagen más fiel de los dioses reunidos en el Olimpo. Duraron las fiestas muchos días, y repitiéronse muchas veces las corridas de caballos, y vimos otras tantas los buzos tan afamados de Delos, ya precipitarse al mar, ya bajar hasta los abismos o descansar en la superficie, y ya representar los combates y acreditar con su destreza la fama que han adquirido. CAPÍTULO LXXV. Ceremonias del matrimonio en la isla de Delos. Filocles iba a casar con el joven Teágenes a su hija Ismenia, modelo de gracia y de virtud, y nosotros fuimos testigos de las ceremonias con que debía verificarse esta unión. Empezaban a renacer en Delos el silencio y la calma, y los pueblos iban saliendo como un río que, después de haber inundado los campos, se retira insensiblemente a su madre. Los habitantes de la isla habían madrugado más que la aurora, se habían coronado de flores, y para hacer los dioses propicios al himeneo de Ismenia, ofrecían incesantemente sacrificios en el templo y delante de sus casas. Llegó el instante en que debía efectuarse el enlace, y todos estuvimos reunidos en casa de Filocles: abrieron la puerta de la estancia de Ismenia, y vimos salir a los dos esposos acompañados de sus padres y de un oficial público que acababa de extender el contrato del matrimonio. Estábamos magníficamente vestidos con ropas que Ismenia nos había regalado, y el vestido que llevaba su esposo era obra de ella. Ismenia tenía puesto un collar de piedras preciosas, y un ropaje en que el oro y la púrpura confundían sus colores. Tenían ambos el cabello suelto y perfumado de esencias, con coronas de adormideras, sésamos y otras plantas consagradas a Afrodita, y con este aparato subieron a un carro y fueron al templo. Ismenia llevaba a su esposo a la derecha, y a la izquierda a un amigo de Teágenes que debía acompañarle en aquella ceremonia. A la puerta del templo, recibió a los esposos un sacerdote que presentó a cada uno una rama de yedra, símbolo de los lazos que debían unirlos para siempre, y luego los llevó al altar, donde todo estaba ya preparado para el sacrificio de una becerra que debía ofrecer a la casta Artemisa, a Atenea y a otras divinidades que jamás han sufrido el yugo del himeneo. Imploraban también a Zeus y a Hera, cuya unión y cuyos amores son eternos; al cielo y a la tierra, cuyo concurso produce la abundancia y la fertilidad; a las Parcas, porque está en sus manos la vida de los mortales; a las Gracias, porque hacen placenteros los días de los esposos; y en fin, a Afrodita, a quien el amor debe su nacimiento y los hombres su felicidad. Los sacerdotes, después de haber examinado las entrañas de las víctimas, declararon que el cielo aprobaba este himeneo. Tomó luego Filocles la mano de Teágenes, la puso en la de Ismenia y pronunció estas palabras: «Yo os doy mi hija a fin de que deis a la república ciudadanos legítimos». Ambos esposos se juraron inmediatamente una fidelidad inviolable, y sus padres, después de haber recibido sus juramentos, los ratificaron con nuevos sacrificios. Empezaba ya la noche a tender su manto por los aires, cuando salimos del templo para ir a casa de Teágenes, la cual estaba adornada de guirnaldas e iluminada por todas partes. Así que los esposos llegaron al umbral de la puerta, les pusieron por un instante en la cabeza unos canastillos de frutas, presagio de la abundancia de que debían gozar, y al mismo tiempo oímos repetir por todas partes el nombre de Himeneo, de aquel joven de Argos que devolvió en otro tiempo a su patria las doncellas de Atenas, arrebatadas por unos corsarios. Recibió, en premio de su celo, una de aquellas mismas cautivas, a quien amaba tiernamente, y desde entonces los griegos no celebran matrimonio alguno sin recordar su memoria. Siguiéronnos estas aclamaciones hasta la sala del festín y continuaron durante la comida. Entonces algunos poetas que se habían introducido al mismo tiempo que nosotros entramos, recitaron varios epitalamios en obsequio de los esposos. Acabado el festín, la madre de Ismenia encendió el hacha nupcial, y condujo a su hija a la habitación que le estaba preparada. Allí probaron los esposos una fruta cuya dulzura debía ser el emblema de su unión. Entre tanto, nosotros, entregados a los arrebatos de una alegría excesiva, dábamos voces descompasadas y sitiábamos la puerta defendida por un amigo de Teágenes. Una cuadrilla de jóvenes danzaban al son de varios instrumentos, hasta que por último fue interrumpido este ruido por la teoría de Corinto que se había encargado de cantar el himeneo de la anochecida. Al día siguiente, a la primera hora del día volvimos allá, y las doncellas de Corinto entonaron también su himeneo. Este día, que los esposos miraron como el primero de su vida, se empleó casi todo por su parte en gozar del tierno interés que los isleños se tomaban por su enlace, y se autorizó a todos sus amigos para hacerles regalos. Ellos mismos se los hicieron recíprocamente y recibieron en común los del padre de Teágenes. Por la noche volvieron a Ismenia a casa de sus padres y, más bien para expresar sus verdaderos sentimientos que para conformarse al uso, manifestó la grave pena que sentía por haber dejado la casa paterna; al día siguiente volvió a reunirse con su esposo, y desde aquel momento, nada turbó su felicidad. CAPÍTULO LXXVI. Sobre la felicidad. Había visitado frecuentemente Filocles en su juventud a los más célebres filósofos de la Grecia. Ilustrado con sus luces, y aún más todavía con sus reflexiones, se había formado un sistema de conducta que difundía la paz en su alma y en todo cuanto le rodeaba. Nosotros no cesábamos de estudiar a este hombre, para el cual cada momento de la vida era un instante de dicha. Un día que nos paseábamos por la isla vimos esta inscripción en un templete de Leto. _No hay cosa más bella que la justicia: nada mejor que la salud, ni cosa tan dulce como la posesión de lo que uno ama_. «Eso mismo», dije yo, «reprobaba un día Aristóteles en presencia nuestra, porque creía que las calificaciones que comprende esa máxima no debían separarse ni pueden convenir sino a la dicha. En efecto, la felicidad es la cosa más bella y más dulce de este mundo; pero ¿de qué sirve describir sus efectos? Más importante sería subir a su origen». «Es poco conocido», respondió Filocles, «y así es que, para llegar a él, todos cogen senderos diferentes y todos están discordes sobre la naturaleza del verdadero bien». «Tened la bondad», interrumpió Filotas, «de comunicarnos las reflexiones que hayáis hecho sobre un objeto tan importante, y dignaos decirnos, como habéis llegado a ese estado pacífico de que gozáis actualmente». «¡Oh, Filocles», exclamó el joven Lisis, «parece que los céfiros juguetean en este plátano! El aire se llena del perfume de las flores que abren su cáliz presurosas; esas viñas empiezan a enlazar sus sarmientos con esos mirtos para no dejarlos nunca; esos rebaños que triscan por la pradera, esas avecillas que cantan sus amores, el son de los instrumentos que resuenan en el valle; todo cuanto veo, todo cuanto oigo, me arrebata y enajena. ¡Ah, Filocles!, hemos nacido para ser felices; lo veo en las gratas y profundas sensaciones que ahora experimento, y si vos conocéis el arte de perpetuarlas, es un crimen hacernos de ello un misterio». «Me recordáis», respondió Filocles, «los primeros años de mi vida. La naturaleza, a la que yo no estaba acostumbrado todavía, se juntaba a mis ojos bajo el aspecto más halagüeño, y mi alma nueva y sensible parecía que respiraba alternativamente la frescura y la llama. No conocía yo a los hombres; a todos los creía justos, verdaderos, capaces de la amistad y humanos sobre todo, porque es menester experiencia para convencerse de que no lo son. »Cercado de estas ilusiones entré en el mundo, y dando a ciertos vínculos agradables los derechos y los sentimientos de amistad, me entregué enteramente al placer de amar y ser amado. Mis cuidados, hasta entonces sin reflexión, llegaron a serme funestos; casi todos mis amigos se alejaron de mí, unos por interés, otros por envidia o por ligereza. En lo sucesivo, habiendo experimentado injusticias notorias y perfidias atroces, me vi precisado, después de muchos esfuerzos, a renunciar a aquella dulce confianza que tenía con los hombres. Entre la multitud de opiniones acerca de la dicha, de la que solo tenía una leve idea, resolví entonces buscar la mía en los placeres solamente. Omito contar los pormenores referentes a los extravíos de mi juventud para llegar al tiempo en que detuve su carrera. »Estando en Sicilia, fui a ver a uno de los principales habitantes de Siracusa, tenido por el hombre más feliz de su siglo, y solo encontré en él un personaje acostumbrado a los placeres, un alma embrutecida sin principios ni recursos. »Conocí en Tebas a un discípulo de Sócrates cuya probidad oí alabar no menos que sus excelentes prendas, pero su carácter raro, suspicaz y muchas veces injusto daba motivos para huir de su trato. »Poco tiempo después, fui a Delfos con motivo de la solemnidad de los juegos píticos, y en una alameda sombría vi a un hombre que gozaba del concepto de muy ilustrado, y me pareció que estaba atormentado de disgustos. Me contó su historia, y supe que ni las dignidades, ni la gloria militar, las ciencias, las artes, la filosofía, ni sus viajes a Egipto y Persia, nada había podido saciar sus deseos, librarle de disgustos ni hacerle amar la existencia. »Bien sabéis», añadió, «que las naves evitan con mucha precaución los escollos que están indicados por los naufragios de los primeros navegantes; pues así me aprovechaba yo en mis viajes de las faltas de mis semejantes. Ellas me enseñaron que el exceso de la razón y de la virtud es casi tan funesto como el de los placeres; que la naturaleza nos ha dado ciertos gustos que es tan peligroso destruir como apurar; que la sociedad tiene derecho a mis servicios; que debía adquirirme su estimación; y, en fin, que para llegar a este término feliz que incesantemente se presentaba y huía delante de mí, debía calmar la inquietud que experimentaba en lo interior de mi alma y que la sacaba fuera de sí misma a cada instante. »Ya que queréis saber mi método de vida, tened entendido que estrechando más y más los lazos que nos unen con los dioses, con nuestros padres, nuestra patria y amigos, he hallado el secreto de cumplir a la vez con las obligaciones de mi estado, y de satisfacer las necesidades de mi alma, persuadiéndome, en fin, que cuanto más se vive para los demás tanto más vive el hombre para sí mismo». Extendiose entonces Filocles sobre la necesidad de llamar en ayuda de nuestra razón y de nuestras virtudes una autoridad que sostenga su debilidad. Mostró hasta qué grado de poder puede elevarse un alma que, mirando todos los acontecimientos de la vida como otras tantas leyes emanadas del más grande y más sabio legislador, se ve obligada a luchar o contra el infortunio o contra la prosperidad. «La antigua sabiduría de las naciones ha confundido, digámoslo así, entre los objetos del culto público a los dioses autores de nuestra existencia y a los padres autores de nuestra vida. Nuestros deberes con respecto a unos y otros están estrechamente unidos en los códigos de los legisladores y en los usos de las naciones. De aquí dimana aquella costumbre sagrada de los pisidios que empiezan sus comidas con libaciones en honor de sus padres, y de aquí también este hermoso pensamiento de Platón: Si la divinidad acepta el incienso que ofrecéis a las estatuas que las representan, ¡cuánto más gratos no deben ser a sus ojos y a los vuestros aquellos monumentos que conserva en vuestras casas, ese padre, esa madre, esos abuelos, en otro tiempo vivas imágenes de su autoridad, y actualmente objetos de su protección especial! No lo dudéis: aprecia a los que los honran, así como castiga a los que los descuidan o los ultrajan. Si se manifiestan injustos con vosotros, antes de prorrumpir en quejas, acordaos del consejo que el sabio Pítaco daba a un joven que demandó en juicio a su padre: “Si no tienes razón, te condenarán; y si la tienes, mereces que te condenen”. »El amor a la patria es otro origen de felicidad. Amarla es hacer que esté respetada por fuera y tranquila por dentro. Las victorias o los tratados ventajosos la hacen respetar de las naciones, pero la observancia de las leyes y la conservación de las costumbres es lo único que puede consolidar su sosiego interior. Así pues, mientras que se oponen a los enemigos del estado generales y negociadores hábiles, es preciso oponer a la licencia y a los vicios, que propenden a destruirlo todo, leyes y virtudes que se dirijan a restablecerlo todo y a mantenerlo: de aquí nace aquella multitud de preceptos tan esenciales como indispensables para cada clase de ciudadanos y para cada ciudadano en particular. »Oh vosotros que sois objeto de estas reflexiones; vosotros a quienes yo quisiera infundir todos los amores honestos, porque así seríais más felices, recordad a cada instante que la patria tiene derechos imprescriptibles y sagrados a vuestros talentos, vuestras virtudes, vuestros pensamientos y todas vuestras acciones, que en cualquier estado en que os halléis no sois más que unos soldados a su servicio siempre, obligados a velar por ella, y volar a su socorro al menor riesgo. »Según la opinión de los filósofos más ilustrados, acabo de deciros que nuestros vínculos con los dioses, nuestros padres y la patria no son más que una cadena de deberes que nos interesa animar con el sentimiento, y que la naturaleza nos ha preservado para ejercitar y aliviar la actividad de nuestra alma. En ejercitarlos con ardor, es en lo que consiste aquella sabiduría de la que, según Platón, estaríamos locamente enamorados si se descubriese su belleza a nuestra vista. »No crean que la felicidad de nuestra alma termine en las sensaciones deliciosas que encuentra en el resultado feliz de las artes y las ciencias, y en el goce de los placeres. Hay para ella otros manantiales de felicidad, no menos copiosos y perennes. Tal es la estimación pública, esta estimación que el hombre no puede prescindir de ambicionar, sin confesar que es indigno de ella; que únicamente se debe a la virtud que le resarce los sacrificios que ha hecho, y la sostiene en los reveses que padece; es nuestra estimación propia, privilegio el más hermoso que se ha concedido a la humanidad, la necesidad más pura en un alma honrada, la más viva en un alma sensible, sin la cual no se puede ser amigo de sí mismo, y con la cual se puede pasar sin la aprobación de los demás, si son muy injustos para negárnosla; tal es en fin la amistad; este sentimiento el más propio para hacer suavizar los disgustos de la vida. »Casi todos los que hablan de este sentimiento, le confunden con las relaciones que son el fruto de la casualidad y la obra de un día. En el fervor de estas uniones nuevas ve uno sus amigos tales como quisiera que fuesen, y en breve se les ve tales como son en efecto. No son más acertadas otras elecciones, y en este caso se toma el partido de renunciar a la amistad, o lo que es igual, de variar de objeto a cada instante. »Como casi todos los hombres pasan la mayor parte de su vida en no reflexionar, y la menor en reflexionar sobre los otros más bien que sobre ellos mismos, conocen poco la naturaleza de los enlaces que contraen. Si se atreviesen a meditar sobre la multitud de amigos de que algunas veces se creen rodeados, verían que estos amigos no están unidos a ellos sino por medio de apariencias engañosas. Esta perspectiva los llenaría de dolor, porque ¿de qué sirve la vida cuando no se tienen amigos? Pero este mismo dolor les obligaría a hacer una elección de que en lo sucesivo no tuviesen que arrepentirse. »El genio, los talentos, la afición a las artes, las cualidades brillantes son muy gratas para el trato de la amistad, pues la animan y la adornan cuando está formada, mas no bastarían por sí mismas para prolongar su duración. »La amistad únicamente puede fundarse en el amor a la virtud, en la bondad del carácter, en la conformidad de principios, y en cierta atracción que previene la reflexión y que esta después justifica. »Si me propusiesen todas esas cuestiones que agitan los filósofos acerca de la amistad, si me pidiesen para conocer sus deberes y perpetuar su duración, entonces yo respondería: “Haced una buena elección, y descansad luego en vuestros sentimientos y los de vuestros amigos, porque la decisión del corazón es siempre más pronta y más ilustrada que la del entendimiento”. »Hay otras relaciones que se contraen todos los días en la sociedad y que es útil cultivarlas: tales son las que se fundan en la estimación y el gusto, pues aunque no tengan los mismos derechos que la amistad, nos ayudan poderosamente a sobrellevar el peso de la vida. »Jamás os aleje vuestra virtud de los honestos placeres adecuados a vuestra edad, y a las diferentes circunstancias en que os halláis. La sabiduría solo es amable y sólida por la feliz mezcla de las distracciones que permite y de los deberes que impone. »Si a los recursos de que acabo de hablar añadís aquella esperanza que se introduce en las desgracias que experimentamos, hallaréis, Lisis, que la naturaleza no nos ha tratado con tanto rigor como se dice». CAPÍTULO LXXVII. Continuación del viaje a Delos. — Sobre las opiniones religiosas. Interrumpió el discurso de Filocles un joven llamado Demofonte, a quien vimos conversar con un filósofo de la escuela de Elea, y habiéndose informado del asunto de que tratábamos: «No esperéis vuestra felicidad», nos dijo, «sino de vosotros mismos: yo también tenía mis dudas y acaban de aclarármelas. Sostengo, pues, que no hay dioses o que no se mezclan en las cosas de acá abajo». «Hijo mío», respondió Filocles, «he visto muchos que, seducidos en tu edad por esa nueva doctrina, la han abjurado luego que no han tenido interés en sostenerla». Demofonte protestó que jamás se contradiría, y extendiose sobre los absurdos del culto religioso, insultando con desprecio la ignorancia del pueblo y mofándose de nuestras preocupaciones. «Escuchad», replicó Filocles, «nosotros no nos tenemos por infalibles, y por eso no debes tratar de humillarnos. Si estamos en el error, tu deber es el de ilustrarnos o compadecernos; porque la verdadera filosofía es dulce, compasiva y sobre todo modesta. Explícate claramente». «La naturaleza y el acaso», respondió el joven, «han ordenado todas las partes del universo, y la política de los legisladores ha sometido la sociedad a ciertas leyes. Estos misterios están ya descubiertos. »Ahora bien», continuó Demofonte, «yo os pregunto si la sana moral podrá jamás estar conforme con una religión que únicamente propende a destruir nuestras costumbres, y si la suposición de un montón de dioses injustos y crueles no es la idea más extravagante que jamás ha podido caber en el entendimiento humano. Nosotros negamos su existencia; vosotros los habéis degradado vergonzosamente y sois más impíos que nosotros». «Esos dioses», respondió Filocles, «son obra de nuestras manos, pues tienen nuestros vicios, y nos indignan más que a ti las debilidades que se les atribuye; pero si llegásemos a purificar el culto de las supersticiones que le desfiguran, ¿estarías dispuesto a dar a la divinidad el culto que le debemos?». _Demofonte._ Probad que existe y que cuida de nosotros, y yo me postraré delante de ella. _Filocles._ A ti te toca probar que no existe, pues niegas un dogma en posesión del cual están todos los pueblos desde tiempo inmemorial. Preguntas qué monumento atestigua la existencia de la divinidad, y yo respondo: el universo, el brillo deslumbrante y la marcha majestuosa de los astros, la organización de los cuerpos, la correspondencia de esa inmemorable cantidad de seres; en fin, ese conjunto y esos pormenores admirables que todos tienen el sello de una mano divina en que todo es grandeza, sabiduría, proporción y armonía, y añadiré el consentimiento de los pueblos, no para subyugar con la autoridad sino porque su persuasión, siempre conservada por la causa que la ha producido, es un testimonio incontestable de la impresión que han hecho siempre en los ánimos las bellezas encantadoras de la naturaleza. »La razón, de acuerdo con mis sentidos, me manifiesta también el más excelente obrero en la obra más magnífica. Veo que anda un hombre, y de aquí deduzco que tiene interiormente un principio activo; sus pasos le conducen a donde quiere ir, e infiero que este mismo principio combina sus medios con el fin que se propone. Apliquemos este ejemplo. Toda la naturaleza está en movimiento, luego hay en ella un primer motor. Este movimiento está sujeto a un orden constante, luego existe una inteligencia suprema. _Demofonte._ Estas pruebas no han contenido entre nosotros los progresos del ateísmo. _Filocles._ Los debe únicamente a la presunción y a la ignorancia. _Demofonte._ Los debe a los escritos de los filósofos. No ignoráis su modo de pensar sobre la existencia y la naturaleza de la divinidad. _Filocles._ Se les tiene por sospechosos y se les acusa de ateísmo porque no respetan en nada las opiniones de la multitud, y porque aventuran unos principios cuyas consecuencias no prevén; porque explicando la formación y el mecanismo del universo servilmente adictos al método de los físicos, no llaman en su auxilio una causa sobrenatural. Los hay, aunque en corto número, que desechan formalmente esta causa, y sus soluciones son tan incomprensibles como insuficientes. _Demofonte._ Se nos habla ya de un solo dios y ya de muchos; yo no veo pues, menos imperfecciones que opiniones en los atributos de la divinidad. Su sabiduría exige que ella mantenga el orden sobre la tierra, y sin embargo triunfa en ella el desorden. Es justa y yo padezco sin merecerlo. _Filocles._ Desde el origen de las sociedades, se supuso que cuidaban de la administración del universo unos genios colocados en los astros; y viendo que parecían revestidos de gran poder, obtuvieron los homenajes de los mortales y se olvidaron casi en todas partes de adorar al soberano por rendir adoración a sus ministros. A pesar de esto, se conserva siempre su memoria entre los hombres y de ello encontrarás huellas más o menos conocidas en los más antiguos monumentos, y testimonios más formales en los escritos de los filósofos modernos. Véase la preeminencia que Homero concede a uno de los primeros objetos del culto público. Zeus es el padre de los dioses y de los hombres. Recorre la Grecia, y encontrarás al Ser único adorado en Arcadia desde tiempos remotos, bajo el nombre del Dios bueno por excelencia; en muchas ciudades, bajo el del Altísimo o Grandísimo. »Escucha después a Timeo, Anaxágoras y Platón: el Dios único es quien ha ordenado la materia y producido el mundo. Escucha a Antístenes, discípulo de Sócrates: son adoradas muchas divinidades entre las naciones, pero la naturaleza solo indica una sola. Escucha en fin a los de la escuela de Pitágoras. Todos han considerado el universo como un ejército que se mueve a voluntad del general, como una vasta monarquía en que la plenitud del poder reside en el soberano. _Demofonte._ Si el orden del universo emana de un Dios único, ¿por qué hay tantas desgracias y crímenes en la tierra? ¿Dónde está su poder, si no puede impedirlos? ¿Dónde su justicia, si no quiere? _Filocles._ Ya me esperaba esta objeción que en todos se ha hecho y hará, y que es la única que se puede oponer. Si todos los hombres fuesen felices, no se rebelarían contra el autor de sus días; pero ellos padecen a su vista, y parece que él los abandona. Aquí mi razón confusa consulta a las tradiciones antiguas, y todas deponen a favor de una providencia. Pregunta a los sabios, y casi todos están de acuerdo sobre el fondo del dogma, pero titubean y están discordes en el modo de explicarlo. Hay algunos que dejan caer sobre estas tinieblas un rayo de luz que las ilumina. ¡Débiles mortales!, exclaman; cesad de mirar como males verdaderos la pobreza, la enfermedad y las desdichas que os vienen de afuera; estos accidentes que vuestra resignación puede convertir en beneficios, no son más que la consecuencia de las leyes necesarias a la conservación del universo. Entráis en el sistema general de las cosas, pero no sois más que una parte. Fuisteis ordenados al todo y el todo no fue ordenado a vosotros. »Así pues, todo está bien en la naturaleza, excepto en la clase de seres donde todo debería estar mejor. Los cuerpos inanimados siguen sin resistencia los movimientos que se les imprime. Los animales, privados de razón, se entregan sin remordimiento al instinto que los arrastra. Los hombres son los únicos que se distinguen tanto por sus vicios como por su inteligencia. ¿Obedecen a la necesidad, como el resto de la naturaleza? ¿Por qué pueden resistir a sus inclinaciones? ¿Por qué recibieron estas luces que los extravían, este deseo de conocer a su autor, estas nociones del bien, estas preciosas lágrimas que les arranca una bella acción, este fin el más funesto (si no es el más bello de todos), cual es el de enternecerse por las desgracias de sus semejantes? A la vista de tantos privilegios que los caracterizan esencialmente, ¿no deben deducir que Dios, por vías que no está permitido a nosotros sondear, ha querido hacer fuertes pruebas de la facultad que tienen de deliberar y de elegir? Sin duda, si hay virtudes en la tierra, también hay en el cielo una justicia. El que no paga un tributo a la regla, debe una satisfacción a la regla. Empieza su vida en este mundo y la continua en una mansión en la que el inocente recibe el premio y el culpable expía sus crímenes hasta que se haya purificado. »Ve aquí, Demofonte, el modo con que nuestros sabios justifican la providencia. No conocen otro mal que el vicio para nosotros, ni otro desenlace al escándalo que produce que un porvenir en que todas las cosas estarán en su lugar. Preguntar ahora por qué Dios no lo impidió desde el principio es preguntar por qué se ha hecho el universo según sus miras y no según las nuestras. _Demofonte._ La religión no es más que un tejido de ideas pequeñas, de prácticas minuciosas. _Filocles._ Ya he dicho que el culto público está torpemente desfigurado, y que mi objeto era exponerte sencillamente las opiniones de los filósofos que han reflexionado sobre las relaciones que tenemos con la divinidad. Duda de estas relaciones, si eres tan ciego que no las conoces; pero no digas que es degradar nuestras almas el separarlas de la masa de los seres, darles origen y destino el más brillante, y establecer entre ellas y el Ser supremo una comunicación de beneficio y de reconocimiento. ¿Quieres una moral pura y celestial que eleve tu espíritu y tus sentimientos? Estudia la doctrina y la conducta de Sócrates que únicamente vio en su sentencia, su prisión y su muerte los decretos de una sabiduría infinita, y no se dignó de abatirse hasta quejarse de la injusticia de sus enemigos. Contempla al mismo tiempo con Pitágoras las leyes de la armonía universal, y pon esta pintura ante tus ojos; regularidad en la distribución de los mundos, regularidad en la distribución de los cuerpos celestes, concurso de todas las voluntades en una sabia república, concurso de todos los movimientos en una alma virtuosa; todos los seres trabajando de acuerdo en la conservación del orden, y el orden conservando el universo y sus menores partes; un Dios autor de este plan sublime, y unos hombres destinados a ser por sus virtudes sus mismos cooperadores. Jamás hubo un sistema en que tanto resplandeciese el genio: nunca hubo cosa que diese idea más alta de la grandeza y la dignidad del hombre. CAPÍTULO LXXVIII. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — La poesía. Llevé al joven Lisis a casa de Euclides, y entramos en una pieza de la biblioteca que únicamente contenía obras de poesía y de moral, unas muy numerosas y otras en corto número; quedose Lisis sorprendido de esta desproporción, y Euclides le dijo: «Bastan pocos libros para instruir a los hombres, y se necesitan muchos para divertirlos». Enseñonos luego las obras que han salido a luz en diferentes épocas, bajo los nombres de Orfeo, de Museo, de Tamiris, de Lino, de Antetes, Panfo, Olén, Ábaris, Epiménides, etc. Unas no contienen más que himnos sagrados y lamentaciones; otras tratan de los sacrificios, de los oráculos, de las expiaciones y de los encantamientos. En algunas, y particularmente en el ciclo épico que es una recolección de tradiciones fabulosas, están descritas las genealogías de los dioses, la guerra de los titanes, la expedición de los argonautas y las guerras de Tebas y de Troya. Como la mayor parte de estas obras no son de los autores cuyos nombres tienen al frente, Euclides descuidó ponerlas en un orden determinado. En seguida estaban las de Hesíodo y de Homero: este último estaba escoltado, digámoslo así, de un cuerpo terrible de intérpretes y de comentadores. A su ejemplo muchos poetas intentaron cantar la guerra de Troya, siendo uno de ellos Lesques, que empezó su obra con estas palabras enfáticas: _Yo canto la fortuna de Príamo y la guerra famosa_, etc. El mismo Lesques en su _Pequeña Ilíada_ y Diceógenes en sus _Ciprios_ describieron todos los acontecimientos de esta guerra. Los poemas de la Heracleida y de la Teseida no omiten ninguna de las hazañas de Heracles y de Teseo. Estos autores nunca conocieron la naturaleza de la epopeya y, no obstante, estaban puestos a continuación de Homero, y se perdían entre sus rayos, así como se pierden las estrellas entre los del sol. Había tratado Euclides de reunir todas las tragedias, comedias y sátiras que desde doscientos años atrás se habían representado en los teatros de Grecia y de Sicilia. Tenía unas tres mil, y su colección no era completa. Yo conté varias veces cien piezas que venían todas de una misma mano. «Los mimos», me dijo, «no fueron en su origen, más que farsas o sátiras que se representaban en el teatro. Después se ha transmitido su nombre a los pequeños poemas que ponen a la vista del lector aventuras particulares. »Por su objeto se acercan a la comedia, pero se diferencian por la falta de enredo, y algunas por una licencia extremada. Hay algunas en las que reina un chiste fino y decente». Entre los que Euclides había reunido, encontré los de Jenarco y de Sofrón de Siracusa: estos últimos eran las delicias de Platón que, habiéndolos recibido de Sicilia, los dio a conocer a los atenienses. «Antes del descubrimiento del arte dramático», nos dijo también Euclides, «los poetas, a quienes la naturaleza concedió una alma sensible y negó el talento de la epopeya, ya trazaban en sus pinturas los desastres de una nación o las desventuras de un personaje de la antigüedad, ya lamentaban la muerte de un pariente o de un amigo, y ya aliviaban su dolor entregándose a él. Sus cantos lastimeros, casi siempre acompañados de la flauta, fueron conocidos bajo el nombre de elegías o lamentaciones. »Este género de poesía sigue una marcha comúnmente irregular; quiero decir que el verso de seis pies y el de cinco se suceden en él alternativamente. Su estilo ha de ser sencillo, las expresiones fogosas, pero sin imprecaciones ni género alguno de desesperación. »La elegía puede aliviar nuestros males cuando experimentamos la desgracia, y ha de inspirarnos valor cuando estamos próximos a ella. Entonces toma un tono más vigoroso y, haciendo uso de imágenes las más fuertes, nos hace avergonzar de nuestra cobardía y envidiar las lágrimas derramadas en los funerales de un héroe muerto en defensa de la patria. Así es como Tirteo reanimó el ardor apagado de los espartanos, y Calino el de los habitantes de Éfeso. »Cansada en fin de lamentarse de las calamidades harto reales de la humanidad, la elegía tomó a su cargo el expresar los tormentos del amor, y muchos poetas le debieron un brillo que resalta en favor de sus queridas. Las gracias de Batis se ven a cada instante celebradas por Filetas de Cos que, siendo aún joven, se ha adquirido una justa reputación. Dicen que su cuerpo es tan delgado y tan débil que para resistir a la violencia del viento tiene que ponerse en el calzado unas soletas de plomo o unas bolas del mismo metal. Los habitantes de Cos envanecidos con sus progresos, le han consagrado una estatua de bronce bajo un plátano». Había en los estantes muchos himnos en honor de los dioses, odas a los vencedores en los juegos de la Grecia, églogas, canciones y varias piezas sueltas. «La égloga», nos dijo Euclides, «ha de pintar las dulzuras de la vida pastoril. Los pastores, sentados en el césped a las márgenes de un arroyo, en la falda de una colina, a la sombra de un árbol antiguo, ya conciertan sus caramillos con el murmullo de las aguas y del céfiro, ya cantan sus amores y sus contiendas inocentes, sus rebaños y los tiernos objetos que los rodean. »El origen de este género de poesía debe buscarse en Sicilia, donde el pastor Dafnis concibió la primera idea de él, y después lo perfeccionaron dos poetas del mismo país, Estesícoro y Diomo. »La égloga por falta de movimiento y variedad jamás lisonjeará nuestro gusto tanto como aquella poesía en que el corazón se explaya en el instante del placer y en el de la pena; hablo de las canciones, cuyas diferentes especies conocéis. Las he dividido en dos clases: la una contiene las canciones de mesa, la otra las que son peculiares de ciertas profesiones, tales como las de los segadores, los vendimiadores, las espigadoras, los molineros, los cardadores, los tejedores, las nodrizas, etc. »La embriaguez del vino y del amor, de la alegría y el patriotismo caracteriza a las primeras. Exigen un talento particular; los que le deben a la naturaleza no necesitan precepto alguno, y en cuanto a los demás, serían inútiles. Píndaro ha compuesto canciones para beber, pero siempre se cantarán las de Anacreonte y de Alceo. En la segunda especie de canciones, la relación de los trabajos se endulza con el recuerdo de ciertas circunstancias o con el de las ventajas que proporcionan. Oí una vez a un soldado medio borracho que cantaba una canción marcial, de cuyas palabras no me acuerdo pero este era el sentido: “Una lanza, una espada, un escudo, ved aquí todo mi haber; con la lanza, la espada y el escudo tengo tierras, mieses y vino: he visto gentes que postradas a mis pies me llamaban su soberano y su señor, porque no tenían ni espada ni escudo”. »Antes de pasar adelante, debo hacer mención», dijo Euclides, «de un poema en que comúnmente brilla el entusiasmo del que hemos hablado. Son los himnos de Dioniso, conocidos con el nombre de _ditirambos_. Es preciso estar en una especie de delirio para componerlos y cuando los cantan, porque están destinados a dirigir las danzas vivas y turbulentas, ejecutadas comúnmente en corro. »Este poema se reconoce fácilmente en las propiedades que lo distinguen de los demás. Para pintar a un mismo tiempo las cualidades y las relaciones de un objeto, muchas veces se permite reunir muchas palabras en una sola, y de esto suelen resultar expresiones tan voluminosas que cansan el oído, y tan ruidosas que conmueven la imaginación. Las metáforas que parece que no tienen entre sí conexión alguna se suceden sin seguirse; el autor que va siguiendo a saltos impetuosos ve el enlace de los pensamientos y descuida el indicarlo. Ya se desentiende de las reglas del arte, ya emplea diferentes medidas de versos y diversas especies de modulaciones». En seguida vi una colección de versos improvisados, de enigmas, de acrósticos, y de toda especie de grifos o acertijos. En las últimas páginas había dibujado un huevo, un altar, un hacha de dos filos, y las alas del amor. Examinando detenidamente estos dibujos, advertí que eran piezas de poesía compuestas de versos cuyas diferentes medidas indicaban el objeto que por diversión habían querido representar. En el huevo por ejemplo, los dos primeros versos eran de tres sílabas cada uno; los siguientes iban creciendo hasta cierto punto, desde el cual, menguando con la propia proporción que habían aumentado, terminaban en dos versos de tres sílabas como los del principio. Simias de Rodas acababa de enriquecer la literatura con estas producciones tan pueriles como laboriosas. CAPÍTULO LXXIX. Continuación de la biblioteca. — La moral. «La moral», nos dijo Euclides, «no era en otro tiempo más que un tejido de máximas. Pitágoras y sus primeros discípulos la unieron a principios muy superiores a los espíritus vulgares, e hicieron de ella una ciencia. Sócrates, persuadido de que hemos nacido más para obrar que para pensar, se sujetó más a la práctica que a la teoría. Desechó las nociones abstractas, y bajo este punto de vista se puede decir que hizo descender la filosofía a la tierra. Sus discípulos explicaron su doctrina, y algunos la alteraron con ideas tan sublimes que hicieron subir la moral al cielo. La escuela de Pitágoras creyó deber renunciar alguna vez a su lenguaje misterioso para ilustrarnos acerca de nuestras pasiones y nuestros deberes; y esto es lo que ejecutaron, con feliz éxito, Teages, Metopo y Arquitas, cuyos diferentes tratados se encuentran aquí mismo». Voy a referir ahora algunas observaciones que Euclides había sacado de muchas obras que tuvo la curiosidad de reunir. La palabra _virtud_ en su origen no significa más que la fuerza y el vigor del cuerpo, y en este sentido dijo Homero la _virtud_ de un caballo, y se dice todavía la _virtud_ de un terreno. En adelante esta palabra significó lo que hay más estimable en un objeto; y hoy día se valen de ella para expresar las cualidades del entendimiento, y aún más las del corazón. El hombre solitario no tendría más que dos sentimientos, el deseo y el temor, y todos sus movimientos serían los de perseguir o de huir. Pudiendo ejercitarse en la sociedad estos dos sentimientos sobre un gran número de objetos, se dividen por consecuencia en varias clases, y de aquí resulta la ambición, el odio y los demás movimientos de que está agitada el alma. Pues, como no hubiese recibido el deseo y el temor sino para su propia conservación, es preciso que todos sus afectos concurran tanto a su conservación como a la de los demás. Cuando arreglados por la recta razón producen este dichoso efecto, entonces se vuelven virtudes. Distínguense cuatro principales, a saber, la fuerza, la justicia, la prudencia y la templanza. Esta distinción que todo el mundo conoce, supone profundos conocimientos en aquellos que la establecieron. Las dos primeras, más estimadas, porque su utilidad es más general, propenden hacia la conservación de la sociedad; la fuerza o el valor en la guerra y la justicia en la paz. Las otras dos se dirigen a nuestra utilidad particular. En un clima en que la imaginación es tan viva y las pasiones tan fogosas, la prudencia debía ser la primera cualidad del entendimiento y la templanza la primera del corazón. Preguntó Lisis si los filósofos discordaban o no sobre ciertos puntos de moral, y Euclides respondió: «Algunas veces. Se han prodigado elogios a la probidad, la pureza de costumbres, a la beneficencia; y en todos tiempos se ha clamado contra el homicida, el adúltero, el perjuro y toda clase de vicios. Los escritores más corrompidos se ven forzados a anunciar una doctrina sana, y los más atrevidos a desechar las consecuencias sacadas de sus principios. Ninguno de ellos se atrevería a sostener que vale más cometer una injusticia que sufrirla. No extrañaréis que estén marcados nuestros deberes en nuestras leyes y en nuestros autores, pero sí os sorprenderéis al estudiar el espíritu de nuestras instituciones: las fiestas, los espectáculos y las artes tuvieron entre nosotros, en su origen, un objeto moral cuyas huellas se podrán seguir fácilmente. »Algunos usos que parecen indiferentes, presentan a veces una lección interesante. Se ha tenido cuidado de erigir templos a las Gracias en parajes expuestos a la vista de todos, porque la gratitud nunca puede manifestarse con exceso. Hasta en el mecanismo de nuestra lengua, las luces de la razón o del instinto han introducido verdades preciosas. Entre las antiguas fórmulas de cortesía que ponemos al principio de una carta y que usamos en varios encuentros, hay una de ellas digna de atención. En lugar de decir: _yo os saludo_, digo sencillamente: _haced el bien_, y esto es desearos la mayor felicidad. La misma palabra designa al que se distingue por su valor o por su virtud, porque ser esforzado es tan necesario al uno como a la otra. Si se quiere dar la idea de un hombre perfectamente virtuoso, se le atribuye la hermosura y la bondad; es decir, las dos cualidades que más atraen la admiración y la confianza». CAPÍTULO LXXX. Nuevas empresas de Filipo. — Batalla de Queronea. — Retrato de Alejandro. — (_Desde el 30 de junio del año 341 hasta el 7 de julio del 336 antes de J. C._). La Grecia se había elevado al más alto grado de gloria, y era ya preciso que descendiese al término de humillación fijado por aquel destino que agita sin cesar la balanza de los imperios. Esta declinación, anunciada tiempo hacía, fue muy notable durante mi residencia en la Persia, y muy rápida algunos años después. Me apresuro al desenlace de esta gran revolución. Filipo había formado nuevamente el proyecto de apoderarse de la isla de Eubea por medio de sus intrigas, y de la ciudad de Mégara por medio de las armas de los beocios, sus aliados. Foción ha burlado sus proyectos, cuya ejecución hubiera hecho a este príncipe señor de Atenas. Con la mira de disponer del comercio de granos que sacan los atenienses del Ponto Euxino, atacó vigorosamente la fuerte plaza de Perinto, y, rechazado por los habitantes socorridos de los bizantinos, fue a situarse luego bajo los muros de Bizancio. Inquietos los atenienses con este sitio, hicieron pedazos la columna en que estaba inscrito el tratado celebrado con Filipo siete años antes, equiparon naves, y se prepararon para la guerra. Nombraron a Foción como general de la expedición dirigida a la defensa de Bizancio, y al presentarse al frente de esta plaza, los magistrados de la ciudad introdujeron en ella sus tropas. Su valor y disciplina tranquilizaron a los bizantinos y obligaron a Filipo a levantar el sitio. Antes de retirarse tuvo la precaución de renovar la paz con los atenienses, quienes al punto se olvidaron de los decretos y los preparativos que habían hecho contra el rey de Macedonia. Entre tanto la junta de los anfictiones había declarado la guerra a los habitantes de Anfisa, acusados de sacrílegos contra el templo de Delfos. Estos desgraciados, habiendo quedado vencidos en la primera acción, se sometieron a las condiciones más humildes; pero lejos de cumplirlas, rechazaron en segunda batalla al ejército coligado, y aun hirieron al general. Con este motivo tuvieron los anfictiones otra junta que se celebró en Delfos, y encargaron a Filipo la empresa de vengar los ultrajes hechos al templo de esta ciudad. Este príncipe, que desconfiaba de las intenciones de los tebanos, en virtud de este decreto mandó a los pueblos del Peloponeso que tomasen las armas e hiciesen provisión de víveres para cuarenta días. Entonces se hizo general el descontento en la Grecia; Esparta guarda un profundo silencio, y Atenas, vacilante y temblando, quiere y no se atreve a unirse a los pretendidos sacrílegos. En una de sus juntas se propuso consultar a la Pitia. _Ella filipiza_, exclamó Demóstenes, y la proposición fue desechada. Pasó Filipo las Termópilas, entró en la Fócida, y cayó de repente sobre la ciudad de Elatea con el objeto de establecerse y fortificarse en ella. Al recibirse la noticia en Atenas, se amotina la ciudad y un mortal espanto hiela los ánimos. Los generales pasan la noche corriendo a todas partes y suena por las calles la trompeta. Amanece, y el pueblo se reúne en la plaza pública; en medio de un silencio imponente sube Demóstenes a la tribuna, pronuncia algunas palabras sobre las intenciones de Filipo y propone un decreto reducido a los artículos siguientes. «Después de haber implorado el auxilio de los dioses protectores del Ática, se equiparán doscientas naves. Los generales irán con las tropas a Eleusis; se enviarán diputados a todas las ciudades de la Grecia: luego irán también a Tebas para exhortarla a la defensa de su libertad y ofrecerles armas, tropas, dinero y decirles que si Atenas creyó hasta ahora que era gloria suya disputarles la preeminencia, ahora piensa que sería ignominioso para ella, para los tebanos, para todos los griegos, sufrir el pesado yugo de una potencia extranjera». Pasó el decreto sin la menor oposición, y fueron nombrados cinco diputados, dos de ellos Demóstenes y el orador Hipérides. Partieron inmediatamente para Tebas, y Demóstenes expuso a los tebanos con tal fuerza y energía la necesidad de aliarse con Atenas que no titubearon en recibir dentro de sus muros el ejército de los atenienses, mandado por Cares y Estratocles. Filipo, aguardando una ocasión favorable, abrazó el partido de ejecutar el decreto de los anfictiones y atacar la ciudad de Anfisa. Valiéndose de una estratagema, se apoderó de un desfiladero abandonado por los atenienses y los tebanos, venció a los anfisios y se apoderó de su ciudad. Hecha esta conquista, entabló negociaciones con los jefes de los tebanos, quienes comunicaron sus proposiciones a los atenienses, y estos les exhortaron a que las aceptasen. Foción era de este dictamen, mas prevaleció el de Demóstenes, que era contrario. Este orador marchó al punto a la Beocia, y obligó a los tebanos y beocios a que rompiesen toda negociación con Filipo, quedando así desvanecida toda esperanza de paz. El rey de Macedonia avanzó al frente de un numeroso ejército hasta Queronea en Beocia, distante de Atenas cerca de seiscientos estadios (algo más de 23 leguas). A la voz imperiosa y elocuente de Demóstenes, se ven avanzar hacia la Beocia numerosos batallones de aqueos, corintios, leucadios y otros muchos pueblos. El ejército confederado dicen que era más fuerte que el de Filipo. A pesar de esto la Grecia entera se ha levantado, digámoslo así, mirando a la Beocia en la terrible expectativa de un acontecimiento que va a decidir de su suerte. Atenas pasa a cada momento por todas las convulsiones de la esperanza y del temor, y Foción está tranquilo. Diose la batalla el día tres de agosto del año trescientos ochenta y tres antes de J. C. Jamás mostraron más valor los atenienses y tebanos. Los primeros llegaron a romper la falange macedonia, pero sus generales no supieron aprovecharse de esta ventaja. Advirtiolo Filipo, que mandaba el ala derecha, y restableció el orden en su ejército. Alejandro, su hijo, era general de la izquierda, y uno y otro acreditaron el mayor valor. Demóstenes fue de los primeros que huyeron: más de mil atenienses murieron con gloria y más de dos mil quedaron prisioneros. Casi igual fue la pérdida de los tebanos. El rey manifestó al principio una alegría indecorosa, y después de un banquete en que sus amigos, imitándole, se entregaron a los mayores excesos, fue al campo de batalla y no se avergonzó de insultar a aquellos valientes guerreros que veía a sus pies postrados, y, batiendo el compás, se puso a declamar el decreto que Demóstenes formó para levantar contra él a los pueblos de la Grecia; pero el orador Démades, aunque encadenado, le dijo: «Filipo, tú haces el papel de Tersites, cuando pudieras hacer el de Agamenón». Estas palabras le hicieron volver en sí, arrojó la corona de flores que ceñía su frente, puso a Démades en libertad, e hizo justicia al valor de los vencidos. Algún tiempo después y en tanto que los atenienses se preparaban para sostener un sitio, Alejandro, acompañado de Antípatro, vino a ofrecerles un tratado de paz y alianza. Entonces vi a aquel que ha llenado la tierra de admiración y de luto. Tenía dieciocho años y se había distinguido ya en muchas batallas, tanto que en la de Queronea desbarató y puso en fuga precipitada el ala derecha del ejército enemigo. Esta victoria añadía nuevo esplendor a sus gracias personales. Tiene las facciones regulares, la tez blanca y encarnada, la nariz aguileña, los ojos grandes, vivos y expresivos, el cabello rubio y rizado, la cabeza erguida y algo inclinada al hombro izquierdo, la estatura mediana pero fina y desenvuelta, el cuerpo muy proporcionado y fortalecido con un continuo ejercicio; dicen que es en la carrera muy ligero y en el vestir muy afectado. Entró en Atenas montado en un caballo blanco, llamado Bucéfalo, que nadie pudo dominarle antes que él, y había costado trece talentos (más de 260,000 reales vellón). Este príncipe reúne a un gran ingenio, grandes disposiciones, el insaciable deseo de instruirse y la afición a las artes que protege sin conocerlas todavía; es afable en la conversación, sencillo y consecuente en el trato, y de ideas sublimes y elevadas. La naturaleza insinuó en su corazón las virtudes, y Aristóteles le ha explicado los principios de ellas. Pero en medio de tantas ventajas reina en él una pasión que le será funesta, y aun quizá al género humano, cual es el excesivo deseo de dominar. Quisiera ser el único soberano de la tierra y el solo depositario de los conocimientos humanos. Entre padre e hijo se halla alguna diferencia de carácter. Filipo se vale de diferentes medios para lograr sus fines; Alejandro no conoce otro que el de su espada. Aquel no se avergüenza de disputar el premio en los juegos olímpicos a un simple particular; este no quisiera por contrarios más que reyes. Celoso de su padre, querrá excederle; y émulo de Aquiles, tratará de igualarle. Acerca de este decía en una ocasión que fue el mortal más feliz por haber tenido un amigo como Patroclo y un panegirista como Homero. La negociación de este príncipe no sufrió demora alguna. Los atenienses aceptaron la paz, cuyas condiciones fueron muy benignas, pues únicamente exigió que sus diputados fuesen a la dieta que iba a convocar en Corinto para tratar del interés general de la Grecia. Estando reunidos casi todos los diputados de esta, excepto los de Lacedemonia, Filipo les propuso primeramente que extinguiesen todas las disensiones que hasta entonces habían tenido divididos a los griegos, y que estableciesen un consejo permanente encargado de velar por la conservación de la paz universal. A continuación les hizo presente que era tiempo de vengar a la Grecia de los ultrajes que la habían hecho en otro tiempo los persas, y de llevar la guerra a los estados del gran rey. Ambas proposiciones fueron admitidas con aplausos, y por voto unánime eligieron a Filipo para generalísimo del ejército de los griegos con poderes los más amplios. Al mismo tiempo arreglaron el contingente de tropas que debía dar cada ciudad, y ascendían a doscientos mil infantes y quince mil caballos, sin contar los soldados de Macedonia y de las naciones bárbaras sometidas a sus leyes. Hecha esta resolución, volvió Filipo a sus estados, a fin de prepararse para esta gloriosa expedición. Entonces fue cuando expiró la libertad de la Grecia. Este país, tan fecundo en grandes hombres, estará por mucho tiempo sujeto al rey de Macedonia. Entonces fue también cuando yo me separé de Atenas para volver a Escitia, exento ya de las preocupaciones que me habían hecho odiosa su residencia. Acogido por una nación establecida en las márgenes del Borístenes, cultivé un reducido terreno que perteneció al sabio Anacarsis, uno de mis abuelos. En mi juventud busqué la felicidad entre las naciones ilustradas; en una edad más avanzada he hallado el descanso entre un pueblo que no conoce más bienes que los que da la naturaleza. FIN DEL TOMO SEGUNDO Y ÚLTIMO. Para mayor inteligencia y utilidad del lector se ponen al fin de este compendio tres tablas muy curiosas. La primera contiene las principales épocas de la historia griega, desde la fundación del reino de Argos hasta el reinado de Alejandro. La segunda, la correspondencia de las medidas itinerarias. La tercera, la valuación de las monedas griegas según el valor de las nuestras. TABLA PRIMERA. Años ant. de J. C. Colonia conducida por Ínaco a Argos. 1970 Diluvio de Ogiges en la Beocia. 1796 Colonia de Cécrope en Atenas. 1657 Colonia de Cadmo en Tebas. 1594 Colonia de Dánao en Argos. 1586 Diluvio de Deucalión en Tesalia. 1580 Fundación de Troya. 1425 Nacimiento de Heracles. 1383 Nacimiento de Teseo. 1367 Expedición de los argonautas. 1360 Primera guerra de Tebas entre Etéocles y Polinices. 1329 Segunda guerra de Tebas o de los epígonos. 1319 Muerte de Teseo. 1305 Toma de Troya. 1282 Vuelta de los Heráclidas al Peloponeso. 1202 Muerte de Codro, último rey de Atenas. 1092 Establecimiento de los arcontes perpetuos. 1092 Paso de los jonios al Asia menor. 1076 Nacimiento de Licurgo. 926 Homero, hacia el año... 900 Restablecimiento de los juegos olímpicos. 884 Legislación de Licurgo. 845 Su muerte. 841 Primera olimpiada[5] _en que Corebo ganó el premio del estadio_. 776 Teopompo, sobrino de Licurgo, sube al trono de Lacedemonia. 770 Fundación de Siracusa y de Córcira por los corintios. 757 La autoridad de los arcontes de Atenas limitada al término de diez años. 743 Fundación de Tarento por Falanto lacedemonio. 708 Los arcontados de Atenas se limitan a un año. 683 Fundación de Bizancio por los de Mégara. 658 Nacimiento de Tales de Mileto. 640 Nacimiento de Solón. 638 Arcontado y legislación de Dracón en Atenas. 624 Alceo y Safo florecen. 604 Nacimiento de Pitágoras hacia el... 600 Arcontado y legislación de Solón. 594 Esopo florecía en... 572 Pisístrato usurpa el poder soberano en Atenas. 560 Ciro sube al trono de Persia. 560 Muerte de Solón. 559 Anacreonte florecía en... 532 Muerte de Ciro y sucesión de su hijo Cambises. 529 Muerte de Pisístrato, tirano de Atenas; sus dos hijos Hipias e Hiparco le suceden. 528 Darío, hijo de Histaspes, reina en Persia. 521 Nacimiento de Píndaro. 517 Muerte de Hiparco, tirano de Atenas. 514 Hipias arrojado de Atenas. 510 Expedición de Darío contra los escitas. 508 Sublevación de los jonios contra Darío; incendio de Sardes. 504 Toma y destrucción de Mileto por los persas. 496 Batalla de Maratón ganada por Milcíades. 490 Muerte de Darío, rey de Persia: Jerjes, su hijo, le sucede. 485 Jerjes atraviesa el Helesponto. 480 Combate de las Termópilas y toma de Atenas. 480 Batalla de Salamina. 480 Batallas de Platea y de Mícala. 479 Destierro de Temístocles. 471 Victoria de Cimón contra los persas junto al Eurimedonte. 470 Nacimiento de Sócrates. 469 Muerte de Arístides. 467 Muerte de Jerjes; sucédele Artajerjes Longímano y reina 40 años. 465 Muerte de Píndaro. 452 Muerte de Temístocles. 449 Gobierno de Pericles. 444 Principio de la guerra del Peloponeso. 431 Nacimiento de Platón. 429 Muerte de Pericles. 429 Batalla de Delio entre atenienses y beocios, cuya victoria ganaron estos últimos. 424 Batalla de Anfípolis entre lacedemonios y atenienses. 422 Expedición de los atenienses a Sicilia. 415 Batalla de las Arginusas, en que la escuadra de Atenas derrota a la de Lacedemonia. 406 Célebre victoria de Lisandro contra los atenienses cerca de Egospótamos. 406 Toma de Atenas. 404 Lisandro establece en esta ciudad 30 tiranos. 404 Restablecimiento de la libertad de Atenas. 404 Expedición del joven Ciro. 400 Muerte de Sócrates. 399 Victoria de Conón contra los lacedemonios cerca de Cnido. 394 Paz de Antálcidas entre persas y griegos. 387 Nacimiento de Demóstenes. 385 Nacimiento de Aristóteles. 384 Artajerjes-Mnemón, rey de Persia, pacifica la Grecia. Los lacedemonios conservan el imperio de la tierra; los atenienses consiguen el del mar. 374 Platea destruida por los tebanos. 372 Batalla de Leuctra, ganada por Epaminondas contra los lacedemonios. 371 Expedición de Epaminondas a Laconia. 369 Aristóteles, de edad de dieciocho años, va a establecerse a Atenas. 367 Batalla de Mantinea entre tebanos y lacedemonios. Muerte de Epaminondas. 362 Filipo sube al trono de Macedonia. 360 Guerra social. 358 Expedición de Dion a Sicilia. 357 Principio de la guerra sagrada. 356 Nacimiento de Alejandro. 356 Demóstenes sube por primera vez a la tribuna de las arengas. 354 Los olintios, sitiados por Filipo, imploran el socorro de los atenienses. 349 Muerte de Platón. 347 Filipo se apodera de la Fócida. 346 Dionisio el joven, rey de Siracusa, arrojado de la Sicilia por Timoleón que le envía a Corinto. 343 Batalla de Queronea. 338 Muerte de Filipo. 336 Muerte de Alejandro. 323 Muerte de Aristóteles. 322 Muerte de Demóstenes. 322 [5] La olimpiada se compone de cuatro años; cada uno de estos, empezando en la luna nueva que sigue al solsticio de verano, corresponde a dos años julianos, y comprende los seis meses últimos de uno y los seis primeros del siguiente. TABLA SEGUNDA. Correspondencia de los estadios con nuestras toesas. Estadios. Toesas. 1 94 ½ 2 189 3 283 ½ 4 378 5 472 ½ 6 567 7 661 ½ 8 756 9 850 ½ 10 945 20 1890 30 2835 40 3780 50 4725 60 5670 70 6615 80 7560 90 8505 100 9550 200 19.100 300 28.650 400 38.200 500 47.750 600 57.300 700 66.850 800 76.400 900 85.950 1000 95.500 Correspondencia de los estadios con la legua de España de 4000 pasos. Estadios. Leguas. Pasos. 1 » 132 ¼ 2 » 264 ½ 3 » 396 ¾ 4 » 529 5 » 661 ¼ 6 » 793 ½ 7 » 925 ¾ 8 » 1058 9 » 1190 ¼ 10 » 1322 ½ 20 » 2645 30 » 3967 ½ 40 1 1290 50 1 2612 ½ 60 1 3935 70 2 1257 ½ 80 2 2580 90 2 3902 ½ 100 3 1225 200 6 2450 300 9 2675 400 13 900 500 16 2125 600 19 3350 700 23 575 800 26 1800 900 29 3025 1000 33 250 TABLA TERCERA. Correspondencia de la moneda de Atenas con la de España. Dracmas. Reales. Mrs. El óbolo 6.ª parte de la dracma. 19 1 3 12 2 6 24 3 10 2 4 13 14 5 16 26 6 20 4 7 23 16 8 26 28 9 30 6 10 33 18 20 67 2 30 100 20 40 134 4 50 167 22 60 201 6 70 234 24 80 268 8 90 301 26 100 dracmas hacen una mina. Minas. 1 335 10 2 670 20 3 1005 30 4 1341 6 5 1676 16 6 2011 26 7 2347 2 8 2682 12 9 3017 22 10 3352 32 20 6705 30 30 10.058 28 40 13.411 26 50 16.761 4 60 minas hacen un talento. Talentos. 1 20.117 22 2 40.235 10 3 60.352 32 4 80.410 20 5 100.588 8 6 120.705 30 7 140.823 18 8 160.941 6 9 181.058 28 10 201.176 16 20 402.352 32 30 603.529 14 40 804.705 30 50 1.005.882 12 60 1.207.058 28 70 1.408.235 10 80 1.609.411 26 90 1.810.588 8 100 2.011.764 24 200 4.023.529 14 300 6.055.294 4 400 8.047.058 28 500 10.058.823 18 600 12.070.588 8 700 14.082.352 32 800 16.094.117 22 900 18.105.882 12 1000 20.117.647 2 Esta evaluación aproximativa puede dar a los que lean la historia griega una idea de las multas considerables que algunas veces imponían los atenienses a los generales suyos que querían castigar; las sumas que adquirían con sus conquistas, las que les daban los tributos y contribuciones y las que invertían, en fin, tanto en tiempo de paz como de guerra; les servirá además para rectificar las diferentes valuaciones que encontrarán en las historias compuestas más de cincuenta años hace. FIN DE LAS TRES TABLAS. TABLA DE LOS CAPÍTULOS CONTENIDOS EN ESTE SEGUNDO TOMO. CAPÍTULO L. Viaje a la Arcadia. pág. 1 CAP. LI. Viaje a la Argólida. 11 CAP. LII. República de Platón. 25 CAP. LIII. Comercio de los atenienses. 38 CAP. LIV. Impuestos y Hacienda pública de los atenienses. 42 CAP. LV. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — La lógica. 45 CAP. LVI. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — La retórica. 50 CAP. LVII. Viaje al Ática. — Discurso de Platón sobre la formación del mundo. 61 CAP. LVIII. Sucesos memorables ocurridos en Grecia y en Sicilia (desde el año 357 hasta el de 354 antes de J. C.). — Expedición de Dion. — Juicio de los generales Timoteo e Ifícrates. — Principio de la guerra sagrada. 76 CAP. LIX. Cartas sobre los asuntos generales de la Grecia, dirigidas a Anacarsis y a Filotas, durante su viaje a Egipto y Persia. 84 _Carta de Apolodoro_. 85 _Segunda carta de Apolodoro_. Desde el 14 de julio de 353, hasta 3 de julio de 352 antes de J. C. 85 _Tercera carta de Apolodoro_. Desde el 3 de julio de 352 hasta el 22 del mismo mes del 351 antes de J. C. 87 _Carta cuarta de Apolodoro_. Desde 22 de julio de 351 hasta 11 del mismo mes del año 350 antes de J. C. 89 _Carta de Nicetas_. Desde 11 de julio de 350 hasta 30 de junio del año 349 antes de J. C. 91 _Quinta carta de Apolodoro_. 93 _Carta de Calimedón_. 96 _Fragmento de una carta de Anacarsis a un amigo suyo en Atenas_. Desde 30 de junio de 349 hasta 18 julio de 348 antes de J. C. 98 _Carta de Apolodoro_. 101 _Carta de Nicetas_. 102 _Sexta carta de Apolodoro_. 103 _Séptima carta de Apolodoro_. Desde julio de 348 hasta 8 del mismo mes del año 347 antes de J. C. 104 _Carta de Nicetas_. 105 _Carta octava de Apolodoro_. A 25 de mayo del año 347 antes de J. C. 106 _Carta de Calimedón_. Desde el 8 de julio de 347 hasta 27 de junio del año 346 antes de J. C. 108 _Carta novena de Apolodoro_. 113 _Carta de Calimedón_. 114 _Carta décima de Apolodoro_. 117 _Fragmento de una carta de Calimedón_. 120 _Carta undécima de Apolodoro_. A 23 de junio año 346 antes de J. C. 122 _Carta duodécima de Apolodoro_. Desde 27 de junio de 346 hasta 13 de julio de 345 antes de J. C. 123 _Carta decimotercera de Apolodoro_. Desde el 13 de julio de 345 hasta el 4 de julio de 344 antes de J. C. 126 _Carta decimocuarta de Apolodoro_. 128 _Carta decimoquinta de Apolodoro_. Desde 4 de julio del año 344 hasta 23 de julio del año 343 antes de J. C. 129 _Carta decimosexta de Apolodoro_. 130 CAP. LX. De la naturaleza de los gobiernos según Aristóteles y otros filósofos. 131 PRIMERA PARTE. Sobre las diferentes especies de gobierno. 133 SEGUNDA PARTE. Cuál sea la mejor constitución. 138 CAP. LXI. Dionisio rey de Siracusa, en Corinto. — Hazañas de Timoleón. 144 CAP. LXII. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — Física, historia natural, genios. 151 CAP. LXIII. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — La historia. 162 CAP. LXIV. De los nombres propios que usan los griegos. 169 CAP. LXV. Sócrates. 172 CAP. LXVI. Fiestas y misterios de Eleusis. 188 CAP. LXVII. Historia del teatro de los griegos. 195 CAP. LXVIII. Representaciones de las piezas en el teatro de Atenas. 208 CAP. LXIX. Conversaciones sobre la naturaleza y objeto de la tragedia. 219 CAP. LXX. Extracto de un viaje a las costas de Asia y algunas de las islas inmediatas. 241 CAP. LXXI. Las islas de Rodas, de Creta y de Cos. — Hipócrates. 251 CAP. LXXII. Descripción de Samos. — Polícrates. 265 CAP. LXXIII. Conferencias sobre la doctrina de Pitágoras. 275 CAP. LXXIV. Delos y las Cícladas. 287 CAP. LXXV. Ceremonias del matrimonio en la isla de Delos. 307 CAP. LXXVI. Sobre la felicidad. 311 CAP. LXXVII. Continuación del viaje a Delos. — Sobre las opiniones religiosas. 322 CAP. LXXVIII. Continuación de la biblioteca de un ateniense. — La poesía. 331 CAP. LXXIX. Continuación de la biblioteca. — La moral. 338 CAP. LXXX. Nuevas empresas de Filipo. — Batalla de Queronea. — Retrato de Alejandro. 342 FIN DE LA TABLA DEL SEGUNDO Y ÚLTIMO TOMO. *** END OF THE PROJECT GUTENBERG EBOOK 74605 ***